La asamblea de los santos

Acalorados por el vino, salimos del mesón a la calle, y apenas nos habíamos puesto los capotes cuando nos enredamos en una discusión acerca de cómo íbamos a pasar la tarde. Donop dijo que estaba cansado y que se iba a casa a leer y a dormir un poco. Brockendorf propuso que Eglofstein, quien algunas semanas antes había cobrado por mediación del banco Durand de Perpiñán una parte de su herencia, hiciera de banca para jugar al faraón. Pero Eglofstein se excusó aduciendo que no tenía tiempo, que tenía que ir a su despacho, por lo menos una hora, para ventilar los asuntos ordinarios del día.

Brockendorf se enfadó y no nos ocultó que tenía una opinión muy baja de las tareas de un oficial adjunto, empezando por las que tenían que ver con la escritura.

– No existe en el mundo -dijo- nadie capaz de sacar punta en un día a todas las plumas que tú estropeas en una hora. Rellenar un pliego tras otro, y todo para que al final el tendero haga con ellos cucuruchos para la canela, el jenjibre o la pimienta.

– Si no escribo hoy vuestras asignaciones -explicó Eglofstein-, mañana no cobraréis, pues el tesorero no paga nada sin mi autorización.

Proseguimos nuestra marcha, andando por el centro de la calle para mantenernos alejados de las casas, pues la nieve fundida chorreaba de los tejados. Un gato jugaba al sol del mediodía con un troncho de col, haciéndolo rodar de un lado para otro. Dos gorriones se peleaban, chillando y con el plumaje erizado, por un grano de maíz. A cada paso la nieve fundida nos salpicaba las botas.

Al llegar a la esquina del callejón nos cerró el paso una mula que, con todos los arreos llenos de campanillas y las crines adornadas y trenzadas con cintas de colores, se revolcaba en un charco de nieve para librarse de su albarda. A su lado, el arriero, ora cubriéndola de maldiciones, ora colmándola de halagos, intentaba convencerla de que se levantase; tan pronto se despachaba a garrotazos con la bestia como le arrimaba al hocico un puñado de hojas secas de maíz; la llamaba ahora tesoro de su vida y al cabo de un momento engendro de Satanás; en fin, hacía todo lo posible, por las buenas y por las malas, para conseguir que el animal siguiera andando. Nosotros contemplamos la escena divertidos, mientras la mula hacía tan poco caso de los esfuerzos de su amo como si se tratase de la tos de una pulga o de las protestas de un piojo.

De improviso Donop lanzó una exclamación de sorpresa, y vimos a la Monjita pasar veloz por la calle transversal sin advertir nuestra presencia.

En una mano llevaba un cesto, y en la otra el abanico con el que jugaba sin cesar. Sobre los hombros llevaba la mantilla, y en el cabello una fina redecilla de seda. Viéndola arremangarse las faldas y andar de puntillas para esquivar los charcos, me pareció por un instante ver pasar furtivamente a mi lado a la difunta Françoise-Marie, enfadada porque ya hacía tanto tiempo -¡ay!, más de un año- que yo no iba a verla.

– Ahora se va a su casa -dijo Eglofstein-, y le lleva a su padre los restos de la mesa del coronel. Creo que lo hace todos los días.

Abandonamos al maldiciente propietario de la terca mula y empezamos a seguir a paso lento a la Monjita.

Nos felicitamos de que el azar hubiera puesto en nuestro camino a la hermosa amante del coronel, y resolvimos subir al taller de pintura de su padre y, bajo pretexto de contemplar los cuadros y quizá comprar algún arcángel o apóstol, dar un impulso a nuestros propósitos con la Monjita.

Únicamente Brockendorf desconfiaba de aquel plan, y durante todo el camino no hizo más que soltar reproches y amenazas.

– Os lo digo de antemano -gruñó-. No pienso comprar ningún san Epifanio ni Porciúnculo, aunque me lo dejen por dos cuartos. No doy más por el retrato de un santo que por un puñado de hojas de calabaza. Esta vez no me pasará como en Barcelona, cuando por causa de una cara bonita tuve que acompañaros a aquella mísera taberna y beberme luego yo solo las cuatro botellas de vino barato del Cabo porque a vosotros se os antojó hacerle la corte a la sobrina del tabernero.

Entramos en el taller de don Ramón de Alacho, mientras Brockendorf seguía gruñendo y calificándose a sí mismo de necio redomado por haber venido con nosotros.

A través de la puerta abierta echamos una mirada a la otra estancia. Allí estaba la que buscábamos. Había echado la mantilla sobre el respaldo de una silla y estaba poniendo a la mesa fuentes con asado frío, pan, mantequilla y queso. Don Ramón de Alacho surgió de detrás de uno de sus cuadros, se inclinó del modo ridículo que ya conocíamos y pareció asombrado de vernos en su casa.

Le explicamos que habíamos venido para adquirir algunos de sus cuadros, y él nos dio la bienvenida muy complacido y con palabras corteses.

– Están en su casa. Quédense cuanto les plazca y acomódense a su gusto.

Había dos personas más en la estancia, dos figuras realmente singulares. Un joven de rasgos simplones se hallaba en pie, rígido, con los flacos brazos alzados en gesto suplicante hacia el techo de la estancia, como un serafín de piedra. Era evidente que las mangas del sayal le venían muy cortas y no le llegaban más allá de los afilados codos. Una vieja que estaba sentada a su lado en un escabel se retorcía las manos como en plena desesperación; su rostro mostraba una expresión de dolor petrificado; la mujer movía incesantemente la cabeza de un lado a otro, como un somormujo.

Don Ramón acercó a rastras dos de sus cuadros:

– Aquí ven ustedes -nos explicó- a san Antonio, y a su alrededor más de una docena de diablos, algunos de los cuales han tomado la forma de gatos y otros la de murciélagos. -Dejó el cuadro en el suelo y nos mostró el segundo-: Este cuadro representa a san Clemente en el momento de hacer un milagro: cura a un enfermo del bazo tocándolo con un pie.

Brockendorf contempló con toda atención a san Clemente, que estaba representado con los símbolos de la dignidad papal.

– Si eso es un milagro -afirmó al cabo de un momento-, entonces yo también soy un santo, y no lo he sabido hasta ahora. He hecho muchas veces milagros como ése. A veces no hay nada mejor que un buen puntapié para devolver la salud a los que están pachuchos.

– Es un buen trabajo, y será suyo si me paga los gastos del lienzo y la pintura y un poquito más.

Don Ramón fue sacando, uno tras otro, el resto de sus cuadros, y pronto estuvimos rodeados por todo un concilio de padres de la Iglesia y mártires, de apóstoles y penitentes, de papas y patriarcas, de profetas y evangelistas que, sosteniendo en sus manos patenas, cálices, misales, incensarios, crucifijos y custodias, nos miraban seria y solemnemente, con gesto severo, como si hubieran adivinado las profanas intenciones que nos habían conducido al seno de su santa asamblea.

El pintor ofreció al capitán Brockendorf la mártir toledana Leocadia. Estaba retratada sobre fondo azul, con una túnica roja sembrada de estrellas, y tenía entre las manos un libro abierto.

– Reconocerán ustedes en esta santa -explicó don Ramón- los rasgos de mi hija, que está aquí al lado, sentada a la mesa, preparando un emparedado con carne fría y queso. Al señor coronel le gusta la buena cocina, y es generoso. No demasiado queso, hija mía, ya sabes que mata el sabor del asado, que es más fino. A todas las santas, y también a la Virgen, las pinto con la cara de mi hija. -Don Ramón puso en el suelo a la mártir Leocadia, junto al resto de los cuadros, y continuó-: Si van ustedes a la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, verán en el muro de la derecha, detrás de la segunda columna, un retrato de la hermana seráfica Teresa pintado por mí. También esa santa tiene los rasgos de la cara de mi hija; es más, el parecido es muy grande. Y como la santa lleva en ese retrato el hábito de las carmelitas reformadas, la gente de la ciudad llama a mi hija «la Monjita», aunque en el bautismo recibió el nombre de Paulita.

Brockendorf contemplaba los retratos de los santos con una atención y detenimiento que me asombraron.

– ¿Tiene usted también -preguntó por fin- algún cuadro de santa Susana?

– Es ésta, si se refiere usted a la santa que fue decapitada en tiempos del emperador romano Diocleciano por haber rehusado tomar por esposo al hijo de dicho emperador.

– De eso no sé nada -afirmó Brockendorf-. Me parece que no estamos hablando de la misma santa Susana.

– No conozco a ninguna otra santa que lleve ese nombre -exclamó el pintor, irritado-. Ni Laurentius Surius, ni Petrus Ribadeira, ni tampoco Simeón Metaphrastes, Johannes Trithenius y Sylvanus de Lapide la mencionan. ¿Quién es esa Susana, dónde vivió, dónde sufrió la muerte y qué papa la beatificó?

– ¿Cómo? -preguntó Brockendorf indignado-. ¿Es posible que no conozca usted a santa Susana? Me deja pasmado. Es aquella santa que fue sorprendida por dos judíos mientras se bañaba. La historia la conoce todo el mundo.

– Aún no he pintado esa escena. Y, por lo demás, esa Susana no es una santa, sino una judía de Babilonia.

– Judía o no -decidió Brockendorf, lanzando una elocuente mirada a la Monjita -, ya podría usted haber pintado también a la señorita como Susana durante el baño.

– ¡Don Ramón! -gritó de repente el individuo de los brazos levantados en tono lastimero-. ¿Cuánto rato me vais a tener así de plantón por un real y medio? Ya se me han dormido los brazos.

El jorobado tomó enseguida el pincel y desapareció presuroso detrás de su caballete. Y por unos instantes no vimos de él más que sus piernas de color rojo ladrillo.

– Estas dos personas -le oímos contar- me ayudan en mi trabajo. Estoy pintando un Descendimiento. Este joven representa a José de Arimatea, y esta dama a una de las mujeres piadosas de Jerusalén. Y ambos, como ven los señores, lloran la muerte del Redentor.

José de Arimatea y la mujer piadosa de Jerusalén nos hicieron una reverencia, sin abandonar por ello su actitud de apasionada denuncia y muda desesperación.

– La señora -explicó don Ramón desde detrás del caballete- es una actriz de categoría. En el auto sacramental que pusimos en escena aquí en La Bisbal el año pasado, representó la figura alegórica de la Santa Confesión. Cosechó muchos aplausos, y se sabía su papel de memoria tan bien como el Padrenuestro.

– En Madrid he hecho también papeles de reinas y doncellas -se hizo oír la dama.

Brockendorf, después de mirarla con ojos escrutadores durante un rato, le dijo:

– Ando buscando a alguien que me lave un par de medias de lana que se me han puesto perdidas con la nieve.

– ¡Dádmelas a mí! -dijo la especialista en encarnar reinas y doncellas, cuyos rasgos perdieron por un instante la expresión de dolorosa abnegación-. El caballero quedará satisfecho de mis servicios.

Entretanto, Eglofstein, Donop y yo habíamos pasado a la otra habitación; Brockendorf nos siguió. La Monjita seguía ocupada en poner la mesa y colocar en sus correspondientes lugares las fuentes y los platos. La rodeamos por todas partes, igual que la caballería ligera acosa una posición enemiga. Y mientras don Ramón seguía trabajando diligente en su Descendimiento, Eglofstein inició el asalto a la amante de nuestro coronel.

Ninguno de nosotros sabía hablar a las mujeres tan bien como Eglofstein. Sabía hacer uso de su voz como un violinista de su instrumento. Cuando la hacía elevarse temblando, parecía convertirla en portavoz de una apasionada emoción que en realidad su corazón no sentía, y no eran pocas las mujeres con las que tenían éxito aquellas malas artes.

Era la primera vez que podíamos hablar a solas con la Monjita, pues hasta entonces nunca la habíamos visto sin el coronel. Eglofstein empezó con toda clase de gentilezas y pequeñas zalamerías, que la Monjita parecía escuchar con gusto. Los demás le dejamos hacer y, en silencio, nos limitamos a escuchar cómo promovía su causa y la nuestra.

Le dijo lo feliz que se sentía de haberla conocido, pues sólo la idea de poder verla de vez en cuando le hacía soportable la vida en aquella pequeña ciudad.

La Monjita sonrió gozosa. Y su sonrisa, sumada al modo en que sus manos jugaban con una de las flores artificiales de su pelo, hicieron que otra vez, como tantas otras ya, Françoise-Marie surgiera ante mis ojos en su lugar. De repente se me figuró absurdo y peregrino el hecho de que hubiéramos de pugnar tanto con nuestras palabras para conquistar a quien ya era nuestra desde hacía tanto tiempo.

– ¿Tan pobre ciudad es La Bisbal -preguntó ella- que usted lamenta vivir en ella?

– No es peor que el resto de las ciudades de su país, pero es que aquí echo a faltar tantas cosas… Por ejemplo, el disfrute de una ópera italiana, la compañía de gentes de mi igual, los bailes, el casino, paseos en trineo en compañía de mujeres hermosas…

Eglofstein se interrumpió, como si quisiera darle a la Monjita el tiempo necesario para representarse con la imaginación los placeres del gran mundo: bailes, paseos en trineo y la ópera italiana. Al cabo de unos instantes prosiguió:

– Pero en su compañía no echo a faltar nada de todo eso, y me contento con poder verla.

En aquel momento la Monjita no supo qué replicar y se ruborizó de gozo y confusión. Pero don Ramón de Alacho exclamó desde la otra habitación:

– ¿Por qué no agradeces debidamente al caballero sus amables palabras?

El descubrimiento de que el padre de la Monjita había oído cada una de las palabras que acababan de pronunciarse pareció turbar a Eglofstein y arrebatarle la seguridad. Adoptó, sin motivo alguno para ello, una actitud vehemente. Y, puesto que la Monjita seguía callada, le dijo, lleno de irritación, pero en voz mucho más baja:

– ¿No es usted capaz de decir nada? ¿No tiene ni una palabra para mí? Está bien, ya veo que me mira por encima del hombro. No me considera digno de una respuesta.

La Monjita negó con un intenso movimiento de cabeza. Parecía asustada, tal vez porque creyera haberse creado un enemigo en el capitán Eglofstein, a quien había visto muchas veces en trato de confianza con su amante.

– ¿Sigue usted callada? -continuó Eglofstein en voz baja-. Entiendo, se burla usted en su fuero interno del fuego que usted misma ha encendido en mí. Con una mirada de sus ojos ardientes, con un altivo gesto de su cabecita, con ese bucle rebelde que una y otra vez se cierne sobre su frente.

– ¡No me mire los cabellos! -dijo la Monjita rápidamente, pasándose la mano por ellos para arreglarlos, contenta de que Eglofstein ya no estuviese enfadado-. Una necia ráfaga de viento me los ha puesto en desorden hace un rato, cuando iba por la calle.

Eglofstein, no sabiendo muy bien cómo proseguir la charla, echó mano a la palabra viento como un malabarista de feria atrapa cuchillos en el aire.

– ¡El viento! Tengo celos de ese viento, al que, al contrario que a mí, le está permitido revolverle el pelo, acariciarle las mejillas, besar sus labios…

– ¡Don Ramón! -Volvió a gritar en aquel instante, en tono lastimero, el que representaba a José de Arimatea-. ¿Tendré que estar aún mucho rato aquí de pie? Quiero irme a mi casa.

– ¡Paciencia! Media hora más. Tengo que aprovechar mientras dure la luz del día.

– ¿Qué? ¿Media hora aún? Vaya por Dios, qué perspectiva. Y mi madre esperándome en casa con un plato de callos de cordero que se ha traído de Zaragoza.

– ¡Callos de cordero de Zaragoza! -dijo la piadosa mujer de Jerusalén, echando una mirada de reojo a la mesa puesta-. Cosa rara en estos tiempos que corren.

– Guisados en aceite y con su pimienta y su cebolla.

– ¡Por todos los diablos, deja de pensar en los callos de cordero y en la pimienta y la cebolla! -exclamó don Ramón-. Quédate como estás y no te muevas. Piensa que es por el bien de todos los católicos.

Entretanto, parecía que Eglofstein había ganado terreno con la Monjita. Le había cogido una mano y se la retenía entre las suyas.

– Siento la ligera presión de su mano -dijo-. Ya no está fría y yerta entre las mías. ¿Puedo tomar esto como señal de que accederá usted a mi deseo?

La Monjita, sin levantar la vista, preguntó:

– ¿Y qué deseo es ése?

– Que esta noche pase usted una hora entre mis brazos -rogó Eglofstein en un susurro.

– No, eso no -dijo la Monjita, muy decidida, y retiró la mano.

Vi la cara de perplejidad de Eglofstein y perdí la paciencia al constatar que todas sus hermosas palabras no habían servido para nada.

– ¡Escúcheme, Monjita! -exclamé-. Estoy enamorado de usted, ya lo sabe…

La Monjita se giró hacia mí con un repentino movimiento de cabeza, y sentí como si su mirada me quemara la frente. Si me sonrió, amable o burlona, no lo sé, pues no la miré a la cara.

– ¿Qué edad tiene usted? -me preguntó.

– Dieciocho años.

– ¿Y ya está enamorado? ¡Que Dios se apiade de usted!

La oí reír en voz baja, divertida, y sentí que la ira y la vergüenza se apoderaban de mí. Pues ella sin duda no era mayor que yo.

– La felicito por estar de tan buen humor -dije-. Pero conviene que sepa que estoy acostumbrado a tomar por la fuerza lo que se me niega a causa de mi juventud.

La Monjita dejó de reír inmediatamente.

– ¡Joven! -fue su respuesta-. Eso no le proporcionaría a usted gloria alguna, pues, aunque no soy un hombre, sé muy bien cómo defenderme. Pero ahora basta de todo esto.

Eglofstein me lanzó una mirada terrible.

– El teniente Jochberg ha querido hacer una broma -dijo, mientras me daba una patada en la espinilla por debajo de la mesa-. Cállate, burro, que nos lo vas a estropear todo -me susurró-. Créame, Monjita, nunca llegaría a dejarse ir hasta el punto de emplear la fuerza contra una dama.

– Una confesión de amor -afirmó la Monjita – ha de ser tierna y cariñosa, esa es la costumbre. Pero este caballero, a mi parecer, ha sido muy poco cortés.

– ¡No dobles la espalda! -exhortó don Ramón a su José de Arimatea-. El personaje bíblico al que representas no era jorobado.

– ¡No, no soy tierno! -exclamé-. No soy cariñoso. Pues la amo de tal manera…

– ¡Si no paras de tragar saliva, de toser, de bostezar y de rascarte, no voy a acabar nunca! -exclamó don Ramón enojado-. Quédate quieto de una vez tal como te he enseñado.

– … de tal manera, que sólo encuentro palabras insensatas para decirle lo que le tengo que decir.

– Es usted muy joven -dijo la Monjita -. Y en el amor el noviciado es muy duro. Pero sin duda ya aprenderá usted la manera de tratar a las mujeres cuando tenga algunos años más.

La miré y me di cuenta de que ya no sentía rabia, sino sólo asombro, porque aquella mujer tenía la voz de Françoise-Marie y con esa voz me dirigía palabras tan frías, tan extrañas, tan hostiles como aquéllas.

Pero entonces el capitán Brockendorf tomó las riendas del asunto en mi lugar, firmemente decidido a resolverlo prontamente y conforme a sus deseos.

– ¿Por qué -le preguntó sin ambages- nos niega usted la pequeña gentileza que tan fácilmente, tan a menudo y de tan buena gana le concede al coronel?

– Sus palabras son una ofensa.

– ¿Una ofensa? ¡Oh, no, de ningún modo! En nuestro país no es ofensa, sino costumbre, pedir a las mujeres esa clase de cosas.

– Pues en el mío -replicó tajante la Monjita – es costumbre negarlas.

– Pero bueno, ¿qué diantre -exclamó Brockendorf, impaciente, pues la cosa no tomaba el curso deseado por él-, qué diantre ve usted en nuestro coronel? No es ni joven ni guapo. Confiéselo: no hay nada en él que pueda gustar a una muchacha joven. Es tiránico y está amargado y lleno de manías. Además tiene la gota, y cada vez que entro en su dormitorio lo encuentro lleno de cajas de pildoras pequeñas y grandes.

– ¡Y yo que pensaba que eran ustedes amigos suyos! -dijo la Monjita, en voz baja y desconsolada.

– ¿Amigos suyos? Con los amigos se comparte el último trago de aguardiente, el último mendrugo de pan. Pero no es mi amigo el que me esconde lo mejor que tiene y se lo guarda para él solo. Si eso es amistad, la cacerola vieja de mi patrona es un copón de oro.

– ¿Y no teme usted que yo le repita todo lo que acaba de decir?

– ¡Hágalo! -dijo Brockendorf brusco y con gesto sombrío-. No hace más de tres meses que dejé muerto a mi último adversario en el campo del honor. Fue en Marsella, cerca de la Porte Maillot. Con pistolas. Y disparamos a seis pasos de distancia.

Se dirigió a nosotros:

– ¿Os acordáis del capitán general Lenormand, el que se sentaba a mi lado cuando yo tenía mi cubierto a la mesa del estado mayor del mariscal Soult, en Marsella?

Ninguno de nosotros sabía nada de aquel duelo. En Marsella no había ninguna Porte Maillot y Lenormand era el apellido de un tendero de la esquina de la Rué aux Ours a quien Brockendorf debía sesenta francos en concepto de comestibles que le había suministrado: foie-gras de oca, jamón y dos botellas de jerez.

Era evidente que Brockendorf se había sacado de la manga aquella historia para asustar a la Monjita. Nosotros simulamos que recordábamos perfectamente el episodio, y Eglofstein salió en su ayuda:

– Pero no se trataba de la amante de Lenormand, sino de su mujer. -Y, como enfrascado en sus pensamientos, añadió-: Cuando una francesa es hermosa, no lo es a medias.

Por unos instantes tuve vivamente ante mis ojos la imagen de la buena Madame Lenormand. Una figura flaca, ya entrada en años y francamente contrahecha, que aparecía cada mañana en nuestro cuartel para reclamar a Brockendorf los sesenta francos; sólo faltaba los domingos, porque solía ir a la iglesia cargada con una bolsa de terciopelo rojo en la que llevaba su devocionario.

La Monjita levantó los ojos hacia Brockendorf con expresión de temor y súplica, y supimos que no hablaría, pues temía por la vida del coronel.

– Además, se va a casar conmigo -dijo.

Brockendorf adoptó una expresión de asombro y empezó a reírse a mandíbula batiente.

– ¡Por los clavos de Cristo! ¿Ya están contratados los músicos? ¿Están amasando ya la tarta de bodas?

– ¿Qué dice usted? ¿Casarse? -exclamó Eglofstein-. ¿Se lo ha prometido?

– Sí. Y le ha dado al señor cura cincuenta reales para los gastos del casamiento.

– ¿Y usted se lo cree? Está muy engañada. Aunque fuera su voluntad casarse con usted, no podría hacerlo, porque su familia, que es de la alta nobleza, jamás lo consentiría.

La Monjita miró por unos instantes, con gesto de consternación, al capitán Eglofstein. Y luego se encogió de hombros, como queriendo decir que sabía bien lo que se podía creer y lo que no. En eso, de detrás del Descendimiento salió don Ramón de Alacho con el pincel en alto goteando pintura azul, y dijo con voz cavernosa:

– De mi hija no tiene por qué avergonzarse ningún conde ni ningún duque. Lleva en las venas sangre pura de cristianos viejos, tanto por la línea paterna como por la materna.

– Mire usted, don Ramón -dijo Brockendorf sesudamente-. No le niego que una vieja carta de nobleza tiene su peso. Pero si en la suya lo único que dice es que son ustedes cristianos viejos… En nuestro país, con un título como ese limpian las mesas los taberneros. Pues en Alemania hasta el más triste zapatero remendón es cristiano viejo.

José de Arimatea alzó horrorizado y con gesto implorante las manos hacia el cielo, la piadosa mujer de Jerusalén sacudió la cabeza con hondo dolor y don Ramón de Alacho se volvió sin decir palabra a su caballete.

Empezaba a oscurecer. Pasaba el tiempo y crecía nuestra impaciencia. Brockendorf juró, entre maldiciones, y lo bastante alto para que lo oyera la Monjita, que ninguno de nosotros se movería de allí antes de que el asunto hubiera quedado resuelto, aunque tuviéramos que esperar de pie hasta el amanecer.

Donop, que hasta entonces no había dejado de hablar a los demás, tomó entonces la palabra:

– Casi parece, Monjita, como si estuviera usted enamorada de ese viejo.

– ¿Y si lo estuviera? -exclamó vehemente. Pero nos pareció como si no quisiera confesarse a sí misma que sólo daba la preferencia al coronel a causa de su rango, su riqueza y su generosidad.

– ¿Y si lo estuviera? -repitió desafiante, irguiendo la cabeza.

– Lo que usted siente por ese viejo no puede ser amor -dijo Donop con calma-. El sentimiento del amor verdadero es otro, y usted todavía no lo conoce. El amor necesita del secreto. Esta noche yo la esperaré temblando de impaciencia, loco de deseo, contando los minutos que me separan de usted. Y cuando se deslice hacia mí secretamente, con el corazón lleno de temor, por el camino descubrirá en su interior el sentimiento del amor como algo nuevo y singular, nunca antes experimentado.

Había oscurecido por completo, y yo no podía distinguir ya con claridad el rostro de la Monjita. Pero la oí reír en voz alta, con ganas, y en tono burlón.

– ¡Me ha convencido usted! Estoy ansiosa por conocer un sentimiento que usted me describe como nuevo y hasta ahora desconocido para mí. Pero para mi desgracia he prometido fidelidad a mi amante.

Lo repentino de aquel cambio de parecer y el sonido burlón de su voz debieran haber despertado en nosotros la desconfianza. Pero estábamos todos demasiado impacientes y demasiado enamorados para darnos cuenta de ello.

– Esa promesa no tiene usted que cumplirla -se apresuró a asegurarle Donop-. Pues se la ha hecho a un hombre al que no ama.

Mientras tanto, en el taller contiguo, don Ramón había encendido una vela, y una estrecha franja de luz entró en nuestra estancia a través de la puerta entreabierta.

– Si es verdad eso que dice usted de que no hay obligación de cumplir la palabra dada a un hombre al que no se ama, entonces ya no tengo más reparos y les prometo gustosamente que acudiré.

En su voz resonaban la arrogancia y la burla, pero su rostro, que yo veía al escaso resplandor de la llama, mostraba su habitual expresión pensativa y seria.

– ¡A eso lo llamo yo hablar razonablemente! -exclamó Brockendorf satisfecho-. ¿Y cuándo, hermosísima Monjita, podemos esperarla?

– Iré después del rosario, que, según creo, acabará a las nueve.

– ¿Y cuál de nosotros será el afortunado? -apremió Eglofstein, lleno de ansiedad y ya celoso de Brockendorf, de Donop y de mí.

La Monjita nos miró a la cara uno tras otro, deteniéndose en particular en la mía. Y en ese instante tuve la sensación de que sus dieciocho años se habían encontrado por fin con los míos.

Pero ella meneó la cabeza.

– Si les he entendido bien -dijo, y de nuevo me pareció detectar cierto tono burlón en sus palabras-, si les he entendido bien, ese sentimiento nuevo y singular cuyo goce me han prometido no hará presa en mí hasta que me encamine hacia ustedes. Así que me resulta todavía imposible saber a los brazos de quién me conducirá.

Abrió la puerta y dijo a los del taller que por aquel día ya habían trabajado bastante, y que la cena estaba en la mesa.

Don Ramón y los otros dos se hallaban ante el Descendimiento, contemplando al resplandor de la vela el cuadro terminado. Pero don Ramón no parecía muy satisfecho de su trabajo:

– Este José de Arimatea queda bastante pobre, tanto en la actitud del cuerpo como en la expresión de la cara.

– Muy bien podría haberle dado usted mejor apariencia -afirmó el joven, ofendido, mientras se estiraba las mangas demasiado cortas.

– Pero tiene una postura muy natural -dijo la piadosa mujer de Jerusalén, intentando consolar al modelo y al pintor.

Brockendorf no quiso dejar de dar su opinión él también:

– Hay muchas caras en el cuadro y todas son diferentes -constató.

– Eso es debido a que yo siempre pinto del natural -dijo don Ramón-. Hay malos pintores que toman por modelo pinturas ya hechas por otros maestros. Si quiere usted comprar este cuadro, no cuesta más que cuarenta reales. Como acaba de observar usted, se trata de un cuadro abundante en personajes. También le puedo vender por el mismo precio dos cuadros más pequeños, como a usted le plazca.

– Vengan los cuadros -dijo Brockendorf, a quien el feliz desenlace de la aventura le había predispuesto muy en favor del pintor-. Y cuanto más grandes, mejor.

Y se sacó del bolsillo dos monedas de oro cuya posesión nos había ocultado arteramente, pues tenía deudas de juego con todos nosotros. Don Ramón se embolsó el oro y colocó la mano derecha sobre san Ajado, capitán y mártir, y la izquierda sobre el subdiácono florentino Cenobio.

Entretanto habíamos convenido con la Monjita que iríamos los cuatro a esperarla aquella noche al convento de San Daniel. Y nos fuimos a comprar vino y provisiones para la cena. Estábamos todos de buen humor, pero Brockendorf, de tan contento, no sabía lo que hacía. Asustó a una vieja chistando como un ganso, le escondió la escalera del palomar al herrero de la Calle de los Jerónimos y se emperró en entrar en la tienda de la cacharrera, a quien no conocía de nada, para preguntarle por qué la semana pasada había engañado a su marido con el escribiente cojo del ayuntamiento.

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