El teniente Lohwasser del regimiento de Hessen, que vino a las dos de la madrugada con su patrulla para relevarnos, fue el primero en darnos la noticia de que, en la confusión del incendio, los insurgentes habían hecho retroceder a nuestras tropas y se habían apoderado de los puestos avanzados de San Roque, Estrella y Mon Coeur. El regimiento de Hessen, reforzado por las compañías de Günther y Donop, se mantenía aún en la última línea de fortificaciones, la cual, atravesada por el arroyo Alear, se alzaba a un tiro de piedra de las murallas.
A esas horas el cañoneo había disminuido en intensidad. Sólo de vez en cuando tronaba algún disparo que hacía volver espantados a sus sótanos a los ciudadanos que se habían atrevido a salir a la calle. Conforme avanzó la mañana acabó enmudeciendo también aquel fuego de artillería esporádico, tal vez porque los insurgentes habían alcanzado los objetivos de su ataque nocturno y esperaban ahora nuevas órdenes del marqués de Bolibar.
En el momento en que nos llegó el relevo estaba cayendo sobre la ciudad una fuerte tormenta que había empezado con una borrasca de nieve y acabaría en una tromba de agua. Al cabo de pocos minutos las callejuelas estaban inundadas, y el suelo tan reblandecido que yo me hundía hasta los tobillos en el fango, y temblaba de frío y humedad. Al llegar a mi alojamiento me eché en la cama completamente vestido y dormí durante tres horas. Pero hacia las cinco de la mañana, un ordenanza del coronel me despertó para darme la orden de que me presentara inmediatametne en el despacho de Eglofstein.
Cuando salí de la casa, la ciudad estaba sumida en profunda oscuridad. La atmósfera estaba húmeda y turbia y el cielo parecía velado por densas nubes. La inquietud y un temor sordo se habían apoderado de mí y me causaban escalofríos. Pues ¿qué otra cosa podía suponer sino que todo se había descubierto y que el coronel me mandaba llamar porque yo estaba presente cuando Donop y Brockendorf dieron, en plena noche, la señal del órgano?
Caminaba despacio y sin rumbo, vacilaba, daba rodeos, queriendo postergar el momento del encuentro cara a cara con el coronel hasta después de haber podido hablar con Brockendorf y Donop. Pero no encontré a ninguno de los dos en sus casas; las puertas de sus habitaciones estaban cerradas con llave, y las ventanas sin luz. Tampoco los encontré por el camino; sólo algunos españoles surgían de la oscuridad, hombres y mujeres que, con linternas en las manos, afluían desde todas partes a la iglesia de Nuestra Señora del Pilar para hallar, tras los horrores de aquella noche, consuelo y esperanza en las palabras de la Santa Misa.
Cuando entré con el corazón palpitante en el despacho, encontré reunidos a los oficiales de los regimientos de Nassau y de Hessen que no estaban dt guardia ni se hallaban afuera, en la línea de fortificaciones. En medio de ellos vi a Salignac, con el porte de malhumorado abandono característico de los oficiales veteranos de la vieja guardia del Emperador cuando no se les permitía estar al pie del cañón y plantar cara al peligro. Cuando entré me lanzó una mirada desde la espesura gris de sus cejas, una mirada hostil y penetrante, y me pareció como si quisiera decirme que recordaba muy bien el encuentro que habíamos tenido aquella misma noche, pero que yo haría mejor en no mencionarlo.
En la habitación contigua yacía Günther en un camastro, gimiendo febril, con el hombro destrozado por una bala. Como el hospital estaba abarrotado de enfermos y heridos, lo habían trasladado allí, y el cirujano del regimiento de Hessen estaba en pie junto a la cama, arrancando anchas tiras de paño de un viejo camisón de mujer hecho jirones, para cambiarle el vendaje a Günther.
Justo después de mí llegó con su galgo italiano el capitán de Hessen conde Schenk zu Castel-Borckenstein, maldiciendo, cojeando, apoyado en su bastón, pues aquella noche, durante la atropellada retirada de la luneta Mon Coeur, se había herido en la pierna izquierda. Se dirigió inmediatamente a Eglofstein y le preguntó, en tono impaciente e irritado, por qué se le había hecho llamar, ya que venía directamente del puesto avanzado, donde su presencia, a no dudar, sería más útil que allí. Eglofstein se encogió de hombros y señaló en silencio al coronel, que, sentado encima de la mesa, despabilaba las velas. Mientras, también Brockendorf empezó a poner el grito en el cielo, quejándose de que a sus hombres aún no se les había asignado alojamiento y estaban de plantón en la calle, con el barro hasta las rodillas. Por no tener, no tenían ni capotes secos.
El coronel levantó la cabeza, extendió sobre sus rodillas un plano de la ciudad y sus alrededores e impuso silencio.
Cuando empezó a hablar, oí cuchicheos a mi alrededor, y por unos instantes tuve la sensación de que todas las miradas se dirigían a mí, como si yo estuviera sentado en el banquillo de los acusados y todos los demás se hubieran reunido para juzgarme. También Donop miraba angustiado al suelo y Eglofstein lanzaba tímidas miradas de reojo al camastro donde estaba Günther herido. Sólo Brockendorf conservaba su actitud desafiante y su aire de impaciencia y malhumor, como si hubiese perdido ya demasiado tiempo con aquel asunto.
Pero tras las primeras palabras pronunciadas por el coronel me di cuenta de lo necio que había sido mi temor. Pues enseguida se vio que no había descubierto la verdad y seguía creyendo que el traidor era el difunto marqués de Bolibar.
Me sentí libre de la pesada angustia, y la tensión que me había mantenido tieso y rígido fue aflojando poco a poco. Empezaba a sentir lo agotado que estaba y me dejé caer sobre un montón de leña que estaba apilada detrás de la estufa.
Oí que el coronel aludía al combate de aquella noche y que elogiaba el buen comportamiento de las tropas de Hessen y la sangre fría demostrada por sus oficiales. De nuestro regimiento no dijo una palabra; los oficiales de Hessen nos miraban con sonrisas burlonas, y Donop, molesto por aquello, le dijo a media voz al capitán Eglofstein:
– Si todos se hubieran portado como nuestro Günther, no habríamos perdido el bastión.
El teniente von Dubitsch del regimiento Príncipe Heredero, un individuo obeso con el rostro enrojecido de una cocinera que se pasase todos los días hirviendo cangrejos, pescó aquellas palabras y le espetó a Donop:
– ¿Qué quiere decir eso? ¿Quiere usted tal vez decir que alguno de nosotros no ha cumplido con su deber?
– Como acaba de decir el coronel -exclamó el capitán Castel-Borckenstein-, ustedes lo han oído, mis granaderos han sido los últimos en abandonar sus puestos.
Donop no respondió, pero, inclinándose sobre el oído de Eglofstein, susurró lo bastante alto para que los otros pudieran oírlo:
– He llegado justo a tiempo para verlos poner pies en polvorosa. Parecía que llevaban prisa, porque saltaban como los gamos.
A raíz de aquella observación se desató una disputa general y hubo reparto de improperios. El teniente von Dubitsch, con la cara roja, se despachó a gritos con Donop; se oyeron taconazos, tintineo de espuelas y los ladridos del galgo de Castel-Borckenstein, hasta que por fin el coronel golpeó la mesa con ambos puños e impuso silencio a los contendientes.
Cesó la agitación; los alborotados oficiales enmudecieron y empezaron a cruzarse miradas de ira y desprecio. Sólo Brockendorf se negó a guardar silencio. Había aprovechado la riña general para desahogar su mal humor, pues la casa donde se alojaba su compañía se había quemado y hasta el momento no se le había facilitado otra.
– ¿Hasta cuándo -gritó- tendrán que acampar mis hombres en la calle, bajo la lluvia? Es una vergüenza. ¿Esperaremos hasta que se hayan hundido en el cieno?
– He asignado alojamiento a sus hombres hace ya una hora -le corrigió el coronel.
– ¿Alojamiento? ¿Usted llama a eso alojamiento? Un redil de ovejas y un granero donde no caben ni la cuarta parte de mis hombres y donde les saltan las ratas por encima de las cabezas.
– Hay lugar hasta para dos compañías. Pero usted, Brockendorf, siempre tiene que refunfuñar…
– Mi coronel, es mi deber…
– Su deber es callarse y respetar mis disposiciones. ¿Entendido?
– ¡Muy agradecido, mi coronel! -dijo Brockendorf entre dientes, sudando de rabia-. Que la chusma se ahogue en el fango. Que la chusma se hunda en la mugre. Con tal de que los señores del estado mayor, cada uno en su cuarto caliente…
No siguió hablando, se tragó lo que iba a decir.
Pues el coronel saltó de la mesa, se plantó delante de él y, con la cara encendida de ira, los puños cerrados y las venas de la frente hinchadas, le gritó:
– Parece, capitán, que el sable le pesa demasiado. El camino hasta el cuerpo de guardia no es largo.
Brockendorf se echó atrás, miró fijamente al coronel, bajó la cabeza y calló. El valor y la testarudez lo abandonaban cuando veía perder los estribos al coronel. En torno se había hecho un silencio sepulcral. El coronel se dio la vuelta lentamente y volvió a su puesto. Durante un minuto no hubo más que silencio. Nadie se movió, y no se oía más que el crepitar del fuego y el crujir de los papeles que el coronel tenía entre manos.
El coronel continuó entonces con su informe. Su voz sonaba tranquila, y no se percibía en ella nada de la excitación de los últimos minutos.
– La ciudad y su guarnición -dijo- están en una situación muy apurada, si bien no hay que temer en las próximas horas un nuevo ataque del enemigo, pues el marqués de Bolibar, que dirigió por medio de señales las últimas operaciones del enemigo sin salir de la ciudad, ese marqués de Bolibar… -aquí el coronel hizo una breve pausa y buscó con la vista al capitán Salignac- ha encontrado la muerte, según fuentes fidedignas, en la explosión del polvorín. En estos momentos, los insurgentes carecen de caudillo y de planes. Y todo depende de que la brigada d'Hilliers haga su aparición antes de que los guerrilleros tengan noticia de la muerte de su furtivo jefe y estratega. Si vuelven a la carga, estamos perdidos. Pues… -el coronel respiró hondo y vaciló antes de hablar- hay que decirlo: ya no nos queda pólvora.
– ¡Agua! -gritó en aquel momento Günther con voz estridente desde su habitación. El cirujano, que, apoyado contra el marco de la puerta y con la pipa en la mano, había escuchado el informe del general, echó mano a la jarra de agua y corrió al lado del herido.
– ¡No nos queda pólvora! -balbució consternado el teniente von Dubitsch. Eglofstein lo confirmó con un grave ademán de su cabeza. Todos quedamos desconcertados y perplejos en grado sumo, pues ninguno de nosotros había creído tan desesperada la situación.
– En consecuencia, es de suma importancia -retomó el coronel su discurso- hacer llegar a manos del general d'Hilliers un informe sobre la precaria situación de esta guarnición. Aquí está la carta. Los he convocado aquí porque uno de ustedes habrá de encargarse de llevarla a través de las líneas de la guerrilla.
Un silencio angustiado llenó la habitación. Sólo Salignac aguzó el oído, dio un paso adelante y se quedó como a la expectativa.
Castel-Borckenstein dijo en voz baja:
– Es imposible.
– No es imposible -exclamó el coronel- para alguien que posea suficiente valor y astucia, hable español y se disfrace de campesino o de arriero.
Salignac se dio la vuelta sin decir palabra y regresó silencioso a su rincón.
– Y que será ahorcado si cae en manos de la guerrilla -dijo el teniente primero de Hessen von Froben, con una risa breve y pasándose la mano por la frente húmeda.
– Es verdad -exclamó el teniente von Dubitsch jadeando de ardor y excitación-. Esta mañana, cuando hacía la ronda de los centinelas, desde el otro lado uno me ha gritado que si yo sabía que el año pasado la cosecha de lino había sido muy buena, y que no sería difícil conseguir cuerda suficiente para colgarnos a todos.
– En efecto -dijo el coronel calmosamente-. Los insurgentes ahorcan a sus prisioneros, no es ninguna novedad. Pero aun así no hay más remedio que intentarlo. Aquel de ustedes que se ofrezca a llevar a cabo esta hazaña, será…
Una estridente carcajada nos hizo estremecer a todos. Cuando nos dimos la vuelta, vimos a Günther, a quien la fiebre había sacado de la cama. Estaba de pie en el umbral de la puerta, riéndose.
Con una mano tenía cogida una punta de su manta de lana roja, y con la otra se apoyaba en el marco de la puerta. No nos veía. Sus ojos oscilantes parecían perderse en la lontananza. La sangre encendida le hacía creer que estaba en casa, con su padre y su madre, recién llegado de España en la diligencia del correo. Dejó caer la manta, blandió la mano en el aire y exclamó riendo:
– ¡Aquí estoy! ¡Hola! ¿No me oís? ¡Los de dentro, abridme! Estoy de vuelta en casa. ¡Rápido! ¡Corred! ¡Matad un cerdo, matad un ganso, traed vino, que vengan músicos! ¡Alegría! ¡Alegría!
El cirujano lo agarró por un brazo e intentó por todos los medios convencerlo de que se volviera a la cama. Pero Günther, a pesar de la fiebre, lo reconoció y lo apartó de un empujón:
– Lárgate, médico, déjame en paz. Lo único que sabes hacer es afeitar y hacer sangrías, y no muy bien, por cierto.
Al médico se le cayó al suelo la pipa del susto; mirando confuso al coronel, le dijo, para disculpar a Günther y a sí mismo:
– Es la fiebre. Cualquiera puede darse cuenta.
– No estoy tan seguro -dijo el coronel, disgustado por la interrupción-. Lléveselo de aquí.
– Estoy muy enfermo -suspiró Günther, mirando a lo lejos por encima de nuestras cabezas-. Comer caliente y luego beber frío es malo para el hígado, ya lo decía la mujer del sacristán.
– Este ya no vuelve a ver las tapias de su jardín -le dijo Von Dubitsch en voz baja a Castel-Borckenstein.
Mientras tanto, el médico había conseguido sacar de allí al delirante y meterlo en la cama. Era un hombre muy hábil, a quien ninguno de nosotros apreciaba como se merecía. Años atrás había escrito un opúsculo sobre la naturaleza esencial de la melancolía.
El coronel cambió de postura, echó una mirada a su reloj y se dirigió de nuevo a sus oficiales.
– El tiempo apremia. Cualquier demora puede ser fatal. Aquel de ustedes que se ofrezca a llevar a cabo esta empresa, será recomendado por mí al Emperador y tendrá seguro el ascenso.
Silencio total. Se oía a Günther respirar en su habitación. Brockendorf se hallaba indeciso, Donop meneó la cabeza, Castel-Borckenstein se señaló, cohibido, la pierna herida, y von Dubitsch intentó ocultarse de la mirada del coronel tras las anchas espaldas de Brockendorf.
De repente se produjo un movimiento en el grupo; alguien se abrió paso entre Dubitsch y Brockendorf, Eglofstein tuvo que hacerse a un lado y al cabo de un instante Salignac estaba frente al coronel.
– ¡Envíeme a mí, mi coronel! -exclamó apresuradamente, mirando a su alrededor en el temor de que alguien se le hubiera adelantado. En su rostro macilento relampagueaban la belicosidad y el entusiasmo; en su pecho, la Cruz de la Legión de Honor brillaba a la luz de las velas. Y viéndolo así, inclinado hacia adelante, sosteniendo en sus manos unas riendas invisibles, se me figuró ya montado en la silla y cruzando al galope las líneas enemigas.
El coronel se lo quedó mirando unos momentos. Después le estrechó la mano.
– Salignac, es usted un valiente. Se lo agradezco, y daré cuenta de esto al Emperador. Vayase enseguida a su casa y elija el disfraz que le parezca más adecuado. El teniente Jochberg le acompañará hasta las avanzadas enemigas. Ahora, retírese. Le espero dentro de un cuarto de hora aquí, en el despacho, para darle instrucciones.
Despidió a los demás. La estancia empezó a vaciarse. El teniente von Dubitsch fue el primero en desaparecer, contento de que otro se hubiera hecho cargo de la peligrosa misión. Eglofstein y el conde Schenk zu Castel-Borckenstein se detuvieron unos instantes en la puerta, pues cada uno se empeñaba en cederle el paso al otro.
– Barón… -dijo Castel-Borckenstein con un leve gesto de la mano.
– Señor conde… -replicó Eglofstein con una tiesa reverencia.
Alguien apagó las velas. Yo me quedé a oscuras, arrimado a la estufa. El calor me atraía; el fuego secaba mis ropas empapadas por la lluvia. Desde afuera me llegó nuevamente la voz del coronel, entrecortada y llena de enojo:
– ¿Usted otra vez, Brockendorf? ¿Qué diablos quiere?
– Mi coronel, es por lo del alojamiento -oí la voz de Brockendorf en tono suplicante.
– ¿Ya está otra vez fastidiándome, Brockendorf? Le he dicho que no hay otro alojamiento.
– Mi coronel, yo conozco uno en el que habría sitio suficiente para toda mi compañía.
– ¡Pues cójalo! ¿Por qué me viene con súplicas si ya sabe un sitio?
– Es que los españoles… -repuso Brockendorf.
– ¿Los españoles? ¡No se preocupe usted por los españoles! Échelos a la calle, que se metan en donde puedan.
– ¡Excelente! Voy para allá corriendo -exclamó Brockendorf gozoso, y le oí lanzarse por la corta escalera y gritar y vociferar por la calle, con el pecho desbordante de entusiasmo:
– ¡Es un buen hombre, el coronel! Tiene un gran corazón para sus hombres, siempre lo he dicho. El que hable mal de él es un canalla.
Luego oí los pesados pasos del coronel alejándose hacia el interior de la casa. Una puerta se cerró de golpe. Y después se hizo el silencio; sólo se oía crepitar levemente el fuego dentro de la estufa.
Cuando mis ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad que me rodeaba, vi que no estaba solo.
Salignac estaba aún en el centro de la habitación.
Han pasado años desde aquel momento. Cuando miro hacia atrás, muchas cosas que en su día estuvieron claras y nítidas ante mis ojos se me aparecen sumergidas en la insegura media luz del paso del tiempo. Y a veces tengo la sensación de que aquel diálogo que Salignac sostuvo con alguien a quien no vi no fue más que un sueño. Pero no, estaba despierto, lo sé muy bien, y fue sólo en aquel instante, cuando Eglofstein entró con el coronel en la habitación y la amable luz de su vela iluminó el recinto, fue sólo en aquel segundo cuando tuve la engañosa sensación de que mis sienes se liberaban del peso de una oscura y opresiva pesadilla.
Pero eso fue un engaño. Estuve despierto todo el tiempo, y recuerdo mi sorpresa al reconocer a Salignac en la oscuridad. ¿Qué hace aquí?, me pregunté, pues sabía que había recibido orden de irse a su casa y disfrazarse de campesino o arriero español. Y, sin embargo, estaba allí todavía, inmóvil, mirando fijamente a la pared y dejando pasar el tiempo.
Luego, al oírle murmurar, se me ocurrió, naturalmente, la posibilidad de que hubiera aún otra persona más en la estancia. Pensé en Donop o en alguno de los oficiales de Hessen. ¿Quizás el cirujano? ¿Pero de qué podía hablar aquel hombre con Salignac allí a oscuras, y tan en secreto? Mis ojos escudriñaron en las tinieblas y reconocí el perfil de la mesa y los contornos de la silla sobre cuyo respaldo colgaba el capote de Eglofstein, los dos arcones de roble que encerraban los papeles del regimiento, y también, en un rincón, la mesita sobre la que se hallaban el servicio de campo de plata de Eglofstein y la jofaina de loza. Vi todo eso, y también la sombría figura de Salignac en el centro del cuarto, pero no pude descubrir ni al cirujano ni a ninguno de los oficiales.
A pesar de la fatiga, sentí despertarse mi curiosidad. ¿Quién podía ser aquél a quien Salignac se dirigía con tanto énfasis? ¿Y dónde podía haberse metido aquel enigmático personaje para que yo no le viera? Cerré los ojos para escuchar mejor. Pero el viento hacía trepidar la puerta y repiqueteaba en las ventanas, ahogando el leve murmullo de Salignac. El fuego de la estufa, que iluminaba una parte de la estancia con pálido resplandor, me adormecía. Volví a tientas a mi lugar, apoyé la cabeza en las manos y puede ser que realmente me quedara dormido unos segundos. Hasta que de repente la risa de Salignac me devolvió la conciencia.
Salignac se reía. No, no era una risa alegre. Algo había en ella, tal vez odio, terquedad, desprecio… No, no era nada de eso… desesperación, eso era, desesperación y miedo… No, eso tampoco… furioso sarcasmo, burla feroz… ¡No! Aquella risa era desconocida para mí; la entendí tan poco como las palabras que Salignac gritó a continuación al vacío:
– ¿Me llamas otra vez? -oí su voz-. ¡No, Bondadoso! No espero nada de ti. ¡No, Sapientísimo! ¡No, Misericordioso! Ya me has engañado demasiadas veces.
Yo estaba pegado a la pared, escuchando y conteniendo la respiración. Y Salignac seguía hablando.
– De nuevo quieres burlarte de mí infundiéndome engañosas esperanzas, de nuevo quieres verme engañado, hundido y sumido en la desesperación. Conozco tus crueles deseos. Tú, el Justo, haces más llevadera tu eternidad recreándote con los juegos de tu venganza. No te creo. Sé que jamás olvidas.
Calló de pronto, y me pareció como si escuchara una voz que surgía hacia él desde el fragor de la lluvia y el trepidar del viento. Después, dio un paso hacia adelante, despacio y vacilando.
– ¿Lo ordenas? Aún tengo que obedecerte. ¿Lo quieres así? Bueno. Iré. Pero quiero que sepas que el camino que me mandas hacer lo recorreré para otro más poderoso que tú.
De nuevo se quedó silencioso en la oscuridad, escuchando una respuesta procedente de no sé qué profundidades o distancias, y de la que no percibí sonido alguno.
Se irguió en medio de la oscuridad.
– Tu voz es como la tormenta, pero no me asusta. Aquel a quien sirvo tiene boca de león, y su voz truena en mil gargantas sobre los campos ensangrentados del mundo.
El fuego se estremeció de repente dentro de la estufa, me mostró por un segundo el semblante macilento de Salignac en furioso arrebato y lo hizo desaparecer de nuevo en las tinieblas.
– ¡Sí! ¡Es El! -le oí exclamar gozoso-. ¡No me mientas! Es el Anunciado. Es el Verdadero. Pues se han cumplido todos los altos signos. Ha llegado desde una isla del mar, y lleva sobre su cabeza las diez coronas, como estaba anunciado. ¿Quién puede igualarlo? ¿Quién puede combatirlo? Le ha sido dado poder sobre las estirpes de los hombres. Toda la esfera terrestre se admira ante El, y todos los habitantes de la tierra lo adoran.
Al oír esto fui presa del terror, pues reconocí en aquellas palabras la imagen del Anticristo, del enemigo de la humanidad, que se ha de elevar, con sus signos y triunfos, por encima del reino de Dios y su rebaño. Ante mis ojos se rompieron los Sellos de la Vida. Y de pronto el caos de los tiempos se iluminó para mí y comprendí su recóndito y terrible sentido. Atenazado por el horror, quise levantarme de un salto, quise salir de allí, huir, estar solo… pero no pude mover un miembro, me hallaba desamparado y preso, el peso de una montaña me aplastaba el pecho. Y aquella voz en la oscuridad creció y se hizo más poderosa y sonó llena de júbilo y desafío y rebeldía y triunfo:
– ¡Tiembla, desgraciado! El fin de tu reinado se acerca. ¿Dónde están los que por ti combaten? ¿Dónde están los ciento cuarenta y cuatro mil que llevan tu nombre en sus frentes? No los veo. Pero El ya ha llegado, el Terrible, el Victorioso, y hará pedazos tu reino en esta tierra.
Quise llamar, quise gritar, pero era en vano; era incapaz de proferir sonido alguno, sólo un leve gemido se abrió paso a duras penas por mi garganta. Y de nuevo hube de oír aquella voz, que ahogaba el rugido del viento tempestuoso y el fragor de la lluvia que golpeaba incesante los cristales.
– Heme aquí ante ti como entonces. Y como entonces te veo impotente y desalentado. ¿Y quién puede impedirme levantar el puño otra vez contra ese semblante que odio…?
Enmudeció bruscamente. Sonó un golpe contra la puerta, ésta se abrió y la luz de una vela penetró en la estancia.
Eglofstein y el coronel habían entrado en la habitación.
Por un fragmento de segundo vi aún a Salignac con el puño cerrado en el aire, el rostro desencajado y los ojos clavados en la pared pintada de gris en la que estaba colgada la efigie del Redentor. De inmediato sus rasgos convulsos se serenaron. Bajó el brazo, se dio la vuelta y se dirigió calmosamente hacia el coronel.
Este lo miró frunciendo el ceño.
– ¡Salignac! ¿Aún está usted aquí? Le he ordenado que se fuera a su casa y se preparara. El tiempo no pasa en vano. ¿Qué ha estado usted haciendo hasta ahora?
– He estado rezando, mi coronel -dijo Salignac-. Y ya estoy preparado.
Entretanto, el coronel había echado una mirada por el cuarto y había reparado en mi presencia.
– ¡Vaya, si está aquí Jochberg! -dijo sonriente-. Apostaría a que el muchacho se ha quedado dormido detrás de la estufa. ¡Jochberg, tiene usted pinta de acabar de despertarse!
Yo mismo me sentía como si acabara de despertar de una pesadilla, pese a lo cual negué con la cabeza. Pero el coronel no se ocupó más de mí y se dirigió de nuevo a Salignac:
– Tenía usted orden de quitarse el uniforme y disfrazarse de campesino o de arriero…
– Mi coronel, iré tal como estoy.
En el rostro del coronel aparecieron sucesivamente el asombro, la consternación y la ira. Se enfureció.
– ¿Se ha vuelto loco, Salignac? El primer centinela enemigo que lo vea…
– Lo derribo de un golpe.
– El puente de madera sobre el río Alear está al alcance del fuego enemigo…
– Pues lo pasaré al galope.
El coronel dio un fuerte taconazo en el suelo.
– ¡Condenada tozudez! Tiene usted que pasar por Figueras, y la aldea está ocupada por numerosas fuerzas rebeldes. No podrá usted pasar.
Salignac se irguió con altivez.
– ¿Pretende usted enseñarme, coronel, a utilizar mi sable?
– ¡Salignac! -exclamó el coronel desconcertado y fuera de sí-. ¡Haga el favor de entrar en razón! La suerte del regimiento, es más, el éxito de la campaña entera, dependen del resultado de su misión.
– No padezca por eso, mi coronel -dijo Salignac con completa impasibilidad.
El coronel, furioso, dio unos pasos por el cuarto. Entonces se inmiscuyó Eglofstein:
– Conozco al capitán desde la campaña de Prusia Oriental -hizo saber-. Si hay alguien capaz de llegar vivo más allá de las líneas de la guerrilla, como hay Dios que es este hombre.
El coronel se quedó unos instantes indeciso y pensativo. Luego se encogió de hombros.
– Está bien -dijo malhumorado-. Al fin y al cabo la manera como llegue al otro lado es asunto suyo y de nadie más.
Tomó el mapa que estaba sobre la mesa, lo desplegó y señaló con el dedo el lugar donde Salignac habría de contactar con la vanguardia del general d'Hilliers.
– Le doy mi mejor caballo, el bayo que lleva la marca de la yeguada de Yvenak. Ponga usted en juego todas sus facultades y cabalgue todo lo que pueda.
Salimos pasando por delante de la habitación de Günther, que estaba medio incorporado en la cama. La fiebre parecía haber cedido por un rato.
– ¿Cómo va eso, Günther? -le preguntó el coronel al pasar.
– Me han herido mortaliter -murmuró Günther-. Bestialiter. Diaboliter. ¡Donop! -gritó, con la mente de nuevo confusa-. ¿Entiendes también este latín? ¡Amor mío! Te he dicho que no llores. Cuando lloras te pareces a la Magdalena…
La puerta se cerró y nos hallamos afuera. Los primeros rayos de luz de una mañana turbia aparecían por el este.
El coronel tendió la mano a Salignac.
– Ya es hora. Vaya con cuidado y hágalo bien. ¡Que Dios le proteja!
– No se preocupe por eso, mi coronel -dijo Salignac con gesto impertérrito-. Me protegerá.