La canción de Talavera

El convento de San Daniel, al cual debía su nombre la Calle de los Carmelitas, nos servía de polvorín y de taller. Los frailes, miembros de la orden de los carmelitas descalzos, habían abandonado hacía tiempo el edificio para luchar contra nosotros entre las filas del Tonel y del Empecinado. En el refectorio y en el dormitorio, en las celdas de los monjes, en el claustro y en la gran sala capitular, en fin, por todas partes, nuestros granaderos y los del regimiento Príncipe Heredero trabajaban durante el día en el llenado y la fabricación de bombas incendiarias y granadas. En la cripta, en la que Brockendorf tenía previsto pasar la noche (a cada uno de nosotros nos tocaba este servicio una vez por semana) estaban dispersos por el suelo los sacos de pólvora vacíos, los clavos, hachas, martillos, soldadores, tapas de cajones, haces de paja, calderas y las coloreadas pipas de barro de los granaderos. Trazos de tiza en el suelo señalaban los límites de cada cuadrilla. En las paredes se veían frescos medio desvaídos que representaban a Sansón cegado por los filisteos y la muerte del gigante Goliat; mediante la adición de un bigote y una perilla, uno de los granaderos había transformado al pastorcillo David en el solemne tambor mayor de nuestro regimiento. Sobre la puerta pendía, en un marco de madera tallada y dorada, el retrato de un fraile, un hombre apuesto que llevaba colgada una cruz pectoral.

Los dos braseros que había encima de la mesa despedían espesas nubes de humo y nos dejaban la elección entre asfixiarnos o morirnos de frío. Habíamos concluido la cena, y el asistente de Brockendorf, que tenía fama de ser el mejor furriel de todo el ejército, retiró de la mesa los restos de nuestra comida.

Enfrente del convento, separada de él sólo por la estrecha Calle de los Carmelitas, se encontraba la mansión del marqués de Bolibar, y a través de los vidrios rotos del ventanal de la iglesia veíamos el interior del bien iluminado dormitorio del coronel. Estaba sentado en su cama, completamente vestido; el cirujano del batallón de Hessen lo afeitaba a la luz de dos candelabros situados sobre la mesa. Encima de una silla estaban su tricornio y un par de pistolas.

La visión de nuestro coronel nos llenó de desbordante alegría, pues sabíamos que aquella noche él esperaría en vano a la Monjita, que pensaba venir a vernos a nosotros y no a él. Todos odiábamos al coronel y al mismo tiempo lo temíamos. Y Brockendorf desahogó la indignación de su pecho:

– Ahí está ese amargado, con su cabeza gotosa y su corazón atrofiado. ¿Llegará pronto la Monjita, mi coronel? ¿Está ya en camino? Se hace usted demasiadas ilusiones, mi coronel. De la cuchara a la boca es cuando con más facilidad se vierte la sopa.

– No grites tanto, Brockendorf; te va a oír.

– Ese no oye nada, ni ve nada, ni sabe nada -gritó Brockendorf triunfante-. Cuando llegue la Monjita, apagamos las luces. Y en plena oscuridad le voy a poner a ése un doble escudo de Turquía encima de la cabeza gotosa, y ni se enterará.

– Como está tan orgulloso de su sangre azul -se burló Donop-, que se haga pintar en el escudo el ave de san Lucas, que tenía dos cuernos.

– ¡Silencio, Donop! Tiene el oído muy fino. Vosotros no lo conocéis como yo -susurró Eglofstein, inquieto, apartándonos de la ventana, a pesar de que era imposible, debido al espesor de los vidrios, que el coronel entendiera ni una sola palabra de lo que decíamos de él-. Oye toser a una vieja a tres leguas de distancia. Y si se enfurece os pondrá otra vez a hacer maniobras durante tres horas en un campo labrado, como la semana pasada.

– Me puse enfermo de rabia. ¿Es que no va a reventar nunca, el condenado? -renegó Brockendorf por lo bajo-. Y a cada momento nos hace salir a la calle a toque de corneta.

– ¡Qué nos vas a explicar! -exclamó Donop-. Tú entraste en el regimiento con el grado de capitán. ¡Pero Jochberg y yo…! Nosotros servimos como cadetes a las órdenes de ese amargado. Era una vida de perros. Manejar todos los días el cepillo y la rasqueta, sacar en carretillas el estiércol de los establos, cargarse a la espalda la ración de avena para ocho días…

El reloj de Nuestra Señora del Pilar tocó las nueve. Donop contó las campanadas.

– Las nueve. No puede tardar.

– Aquí estamos -dijo Eglofstein, apoyando la frente en la mano-. Aquí estamos todos sentados, esperando a una sola Monjita. Y seguro que en esta ciudad no faltan muchachas tan guapas como ella, y aún más. Pero por Dios que mis ojos están deslumhrados, y sólo veo a ésta, a la única.

– Yo no -afirmó Brockendorf, tomando un gran pellizco de rapé-. Yo también veo a las demás. Si el domingo por la noche hubierais venido a verme a mi habitación, habríais encontrado conmigo a una moza de pelo negro y linda figura, y que quedó muy satisfecha con los tres cuartos que le obsequié. Se llamaba Rosina. Pero no por eso subestimo a la Monjita.

Se sopló el polvo de tabaco que le había caído en la manga y continuó:

– Tres cuartos no es mucho. En París, en casa de Frascati y en el Salón des Etrangers, me he gastado mucho más dinero en mujeres.

Una de las velas, a punto de consumirse, vacilaba y crepitaba, y Eglofstein encendió otra.

– ¡Un dineral! -añadió Brockendorf lanzando un suspiro.

– ¡Escucha! -exclamó Donop de repente, agarrándome por un hombro.

– ¿Qué pasa?

– ¿No has oído? Arriba… ¡Ahora otra vez! ¡Arriba, junto al órgano!

– ¡Eso es un murciélago! -gritó Brockendorf-. Pues no va y se asusta de un murciélago, el paleto este… Ahora está colgado en la otra pared. Me parece que estás temblando, Donop. Ya te pensabas que el marqués de Bolibar estaba sentado al órgano, a punto de dar la señal, ¿verdad?

Subió por la escalera de caracol de madera que llevaba al órgano.

– Seguro -dijo Donop- que el marqués de Bolibar conoce algún pasadizo secreto que lleva de su casa al convento. Y cualquier día se asomará allí arriba y dará la segunda señal, igual que dio la primera.

– ¡Pues no va y se asusta de un murciélago…! -exclamó Brockendorf desde arriba. Se puso a manosear la caja y los registros, pero no les extrajo sonido alguno-. ¡Donop! ¡Tú que sabes tocar el órgano, sube aquí! A ver cómo te las compones con todas estas flautas y estos tubos.

– ¡Brockendorf! -ordenó el capitán Eglofstein-. Deja en paz el órgano y baja.

– Me hace gracia pensar -oí desde arriba la voz de Brockendorf, que resonaba en la amplitud del ámbito con un tono sombrío y amenazador-, me hace gracia pensar que si se me ocurriera ahora tocar la canción del ganso de san Martín, o «Margarita, Margarita, se te ve la camisita», allá afuera, en los bastiones, Günther y el Tonel se pondrían a bailar.

Aquella ocurrencia de Brockendorf pareció divertir mucho también al capitán Eglofstein. Reía dándose palmadas en los muslos, y sus carcajadas repercutían en las paredes:

– ¡Ese Günther! ¡El muy engreído! ¡El muy fanfarrón! ¡Me gustaría verle la cara cuando las balas le pasaran de repente silbando por delante de las narices!

Mientras tanto, Donop había subido también las escaleras. Después de echarle una mirada al órgano, se tomó la molestia de describirnos su complicada y misteriosa estructura.

Estaba la cámara de aire, la cañonería, el flautado, los bordones. Donop pulsó algunos registros. Puso las manos en el teclado maual y nos nombró los diferentes tubos, pues cada uno de ellos tenía un nombre propio. Uno se llamaba principal, otro bordón. Estaba la viola de gamba, el bajo, el quintón y el contrabajo, y una de las flautas se llamaba nasardo.

– ¡Qué nombres más raros! -dijo Brockendorf pensativo-. Y con todas estas flautas, tubos y oboes no puedes tocar ninguna música decente para bailar, sino solamente un mísero benedicat vos.

– También se pueden tocar fugas, tocatas, preludios e interludios -defendió Donop su instrumento.

– Písame los fuelles, que voy a probar si me sale un gloria -propuso Brockendorf.

Empezó a cantar con su voz graznadora:


Hoy, al cura, al decir misa,

le dio un ataque de risa.

Kyrie eleison.


Donop se acuclilló detrás del órgano y accionó los fuelles. Brockendorf aporreó furiosamente las teclas con ambas manos. Y de repente el órgano produjo un chirrido agudo como el chillido de una rata. Y por débil que fuera, Donop y Brockendorf, consternados, se precipitaron ruidosamente escaleras abajo, como si los persiguiera el diablo.

– ¡Brockendorf! -tronó Eglofstein-. ¡Baja de ahí, pedazo de bestia! ¿Te has vuelto loco?

Brockendorf ya estaba allí, jadeando, aún lleno de horror al ver al órgano cobrar vida y chillar como una rata.

– Quería tocarle un poco de música a Günther, para que pudiese bailar -dijo-. Si no te gusta, à la bonheur, no ha sido más que una broma.

– No hagas bromas con eso, Brockendorf -gruñó Eglofstein-. Nos encontraremos cara a cara con los guerrilleros antes de lo que deseamos, y entonces ya tendrás ocasión de ganarte tu Cruz de Honor.

Nos quedamos callados un rato; el frío nos hizo acercarnos a los braseros. Oímos pasos procedentes de la calle.

– Es ella. Tiene que ser ella -exclamó Donop, dirigiéndose a la ventana.

Pero no era la Monjita, sino el cirujano, que acababa de afeitarle al coronel su barba pelirroja y se volvía a su casa linterna en mano.

– El rosario tiene que haber terminado ya. ¿Dónde se habrá metido? -se preguntó Eglofstein.

Teníamos las piernas y los dedos entumecidos de frío. Para calentarnos empezamos a andar los cuatro cogidos del brazo de un extremo al otro de la cripta, con pasos rápidos y uniformes; las paredes devolvían el ruido sordo de nuestras pisadas.

Nuevamente tratamos de acortar el tiempo de la espera charlando, y Brockendorf y Donop entablaron una discusión acerca de lo que debían de hacer los frailes de aquel convento cuando estaban reunidos en la sala capitular.

– Estarían allí sentados -aseguró Donop- discutiendo largo y tendido sobre cuestiones como la de si Cristo tenía ángel de la guarda, o quién era más santo, san José o la Virgen María.

– Te equivocas -lo contradijo Eglofstein-. ¿Tan doctos te crees que son los frailes españoles? Sus únicas ciencias son el comer y el beber. Y en caso de que hubiera disputas entre ellos, no tratarían más que la cuestión de cómo redactar las cartas en las que, en nombre de su santo patrón, les pedían manteca y tocino a los ricos del pueblo. Arriba, en la celda del hermano tesorero podéis encontrar cartas de ésas a docenas.

– Esos frailes mendicantes saben vivir -dijo Brockendorf con un suspiro de envidia-. Siempre que me he encontrado a alguno, tenía los doce bolsillos del hábito llenos de pan, vino, huevos, queso, carne fresca y embutidos. Lo bastante como para alimentarse dos semanas. Pero el vino era malo. Los frailes españoles beben un vino más negro que la tinta, que sólo puede aprovechar a unos imbéciles como ellos.

Se detuvo, calentándose sobre el brasero las manos peludas. El frío se había hecho insoportable. No había estufa ni manta alguna, y el viento penetraba gélido por las ventanas rotas. Donop se asomó impaciente a la calle, pero la Monjita seguía sin venir.

– En Bebenhausen, un pueblo de Suabia -empezó a contar Eglofstein, dando patadas al suelo para calentarse- estuve una vez acuartelado con la mitad de mi compañía en una abadía. Nunca he vuelto a vivir tan buenos tiempos. Para beber teníamos arac y vino del Rhin, y había tal cantidad de ambos que nos podríamos haber lavado todos las manos cada día con ellos. Por la noche dormíamos sobre las casullas. Pero pasamos muchísimo frío. Fue un invierno duro, y había tales heladas que los grajos caían muertos desde el aire y las campanas de las iglesias se resquebrajaban. Una noche hasta quemamos en la chimenea dos sitiales del coro.

– Pues le tendríais que pagar una buena cuenta al señor abad cuando os fuisteis.

– ¿Pagar? -se rió Eglofstein-. ¡Dile al buey que reclame su piel cuando ya se han roto las botas! ¡Pagar! ¿Quién gobernaba en Alemania por aquel entonces? Su gracia el príncipe elector, su alteza serenísima el Landgrave, su excelencia el magistrado, su ilustrísima el señor obispo. Todos querían mandar, las cancillerías y los ministerios emitían todos los días decretos y admoniciones que nadie obedecía. Ahora, desde luego, es diferente, ahora sólo gobierna uno, Bonaparte. Y todos nuestros príncipes y condes y priores y prelados tienen que bailar al son que él les toca, y, si hace falta, hacer cabriolas como perros hambrientos… Ahí viene. Por fin. Ahí viene.

– Esta vez sí que es ella. Conozco sus pasos -exclamó Donop.

Corrimos los cuatro a asomarnos a la ventana, y vimos a la Monjita deslizarse por la calle, fugaz como la sombra de la luna.

– Es una buena chica -murmuró Brockendorf, conmovido al ver que la Monjita cumplía su palabra-. Que Dios me castigue, es una buena chica.

– ¡Apartaos de la ventana! -ordenó Eglofstein en voz baja, lleno de emoción-. Apagad las luces, que el coronel no note nada.

Soplamos las velas y nos quedamos aguardando en la oscuridad. Enfrente, en su habitación, el coronel andaba de aquí para allá con paso lento, como un cura que meditara el sermón del domingo siguiente.

Brockendorf, apoyado en la mesa, estaba que reventaba de alegría y de maligna satisfacción, y se burlaba de nuestro enamorado coronel.

– ¡Eh! ¡Amargado! ¿Aún estás despierto? Esta noche tu amada te está haciendo esperar, ¿eh?

– ¡Más bajo! ¡Más bajo! -le exhortó Eglofstein-. Si da la condenada casualidad de que el coronel te oye…

Pero Brockendorf habría preferido arrancarse la lengua a tragarse sus chanzas.

– ¡Que me oiga, qué más da! -exclamó-. Me da pena el viejo imbécil. Mañana le enviaré otra en lugar de la Monjita. Le enviaré a la vieja atocinada que viene todos los días a barrerme la habitación. Que se consuele con ella. Es verdad que tiene el cuerpo de una ballena y la cara como una cascara de nuez, pero para él cualquier pingajo es lo bastante bueno.

Enfrente, en su habitación, el coronel se detuvo de pronto y miró hacia la puerta. Brockendorf empezó de nuevo a reír inmoderadamente, pues le parecía muy divertido que pudiéramos ver al coronel esperando con tanta confianza a su amante, que ya le habíamos escamoteado. Se ofreció a suministrarle, a cambio de la Monjita, a todas las viejas que había visto en La Bisbal.

– Acuéstate ya, amargado, es un buen consejo. Estás esperando para nada, hoy la Monjita no vendrá a verte. Lo que sí te puedo mandar es a la vieja bruja desdentada que vende nabos y habichuelas en la calle, enfrente de mi ventana, ésa sería la indicada para ti. O aquella vieja flaca como un palo de escoba que lava platos en la cocina del mesón, o…

Enmudeció.

Enfrente, en la habitación, la puerta se abrió despacio y con precaución. Y un instante después, la Monjita, joven, hermosa, esbelta y sedienta de amor, se colgaba del cuello del coronel.

Ninguno de nosotros pronunció una sola palabra. Sentimos como un culatazo en la frente. Como una puñalada atravesándonos el corazón.

Al cabo de un momento, sin embargo, al ver que éramos nosotros los engañados y no él, estalló en nosotros el rencor alimentado durante años, al que se sumaba el dolor, el desencanto y el orgullo pisoteado.

– ¡Cobarde! -rugió Brockendorf-. ¡Canalla! ¡Capón! ¡En Talavera estuviste escondido detrás de una mula reventada, mientras nosotros nos lanzábamos al ataque bajo el fuego graneado!

– ¡Te embolsaste los doce mil francos de la soldada y ocho mil francos para pan y carne en salazón, y nosotros a pasar hambre! ¡Antes de la batalla el regimiento no tenía ni una onza de pan!

– ¡Si no fuera porque tu primo es consejero de economía de guerra del príncipe de Hessen, Soult te habría arrancado aquella vez las charreteras de los hombros!

– ¿Cuántos caballos de más has vuelto a poner en cuenta, ladrón? ¡Estafador! ¡Judas!

Gritamos, rabiosos, hasta enronquecemos, pero el coronel no oía nada. Soltó la redecilla de seda que cubría los cabellos de la Monjita y tomó el rostro de la muchacha entre sus manos.

– ¡No nos oye! -gritó Brockendorf, ahogándose de rabia-. Pero ¡que Dios me condene! ¡Va a oírme, así se despierten todos los demonios del infierno!

Golpeó con ambos puños las hojas de la ventana, haciendo caer estrepitosamente a la calle los vidrios rotos. Luego se asomó todo lo que pudo y, marcando el compás a puñetazos, empezó a graznar con su profunda voz de bajo la canción satírica dedicada al coronel que habían compuesto, tras la batalla de Talavera, un dragón y un granadero, y que los soldados cantaban cuando creían que no los oía ningún oficial:

«Bajo el fuego, el coronel

le tiene apego a su piel.

Cuando truenan los cañones,

él reza sus oraciones,

y se pone a hacer pucheros…»

Se detuvo, jadeante y agotado. El coronel no le oía. Tenía a la Monjita sujeta entre sus brazos y la estrechaba contra sí, y tuvimos que ver cómo ella le apretaba el rostro contra el pecho y dejaba caer su cabello cobrizo sobre los hombros del coronel.

Aquella visión centuplicó nuestro odio y nos convirtió en perturbados peones de nuestra ira. Ciegos y sordos a todo lo demás, teníamos una sola idea: que el coronel había de oírnos y que teníamos que arrancar a la Monjita de sus brazos.

– ¡Cantad todos conmigo! Así nos oirá -exclamó Brockendorf. Y empezó nuevamente la canción de Talavera, y los demás nos unimos a él, gritando con toda la fuerza de nuestros pulmones en el aire frío de la noche:

«…y se pone a hacer pucheros

cuando escupen los morteros,

y ¡ay, qué berridos que mete

cuando oye hablar a un mosquete!

Pero eso tiene remedio

habiendo oro por medio,

pues con la bolsa bien llena

ya no siente tanta pena.

Para sisar sin mesura

nunca le falta bravura.»

Pero de repente, mientras cantábamos, la Monjita se desprendió del abrazo del coronel. Se dirigió hacia la imagen de la Virgen que había en la pared y, poniéndose de puntillas, la cubrió el rostro con su redecilla de seda, como si no quisiera que la Madre de Dios viera lo que iba a pasar a continuación en el cuarto.

Y en el mismo instante, el coronel apagó de un soplo las velas. Lo último que vi fue la figura de infantil esbeltez ante la imagen de la Virgen y las mejillas desagradablemente hinchadas del coronel. Luego todo desapareció: la mesa, la cama, los dos candelabros, la imagen velada, el tricornio que estaba encima de la silla… todo desapareció en las tinieblas. Pero aun así me pareció ver las sombrías figuras del coronel y su amante lanzándose, en la fiebre del deseo, la una hacia la otra para enlazarse.

Fue entonces cuando el delirio hizo presa en nosotros. Nos olvidamos de la amenaza que pesaba sobre la ciudad, del Tonel y de los guerrilleros, que sólo esperaban la señal para abalanzarse sobre nosotros. Oí a mi lado una maldición tan blasfema que la sangre se me congeló en las venas, y un alarido que sonó como el aullar de un perro rabioso. Y luego vi a Brockendorf y a Donop subiendo atropelladamente por la escalera de madera que llevaba al órgano.

Uno pisó los pedales y el otro pulsó las teclas. Bramando y retumbando, el sonido del órgano elevó hasta el techo la canción de Talavera, llenando con ella todo el recinto. Cantamos los cuatro a un tiempo; vi a Eglofstein marcando el ritmo con ademanes brutales; el órgano ahogaba nuestras voces.

«…pues con la bolsa bien llena

ya no siente tanta pena.

Para sisar sin mesura

nunca le falta bravura.

¡ Ay qué Judas, qué bergante

el pelirrojo tunante!»

De repente recobré la consciencia, la cara se me inundó de sudor frío, las rodillas empezaron a temblarme y me pregunté una y otra vez qué acabábamos de hacer, mientras el órgano bramaba todavía:


«¡Ay, qué Judas, qué bergante…!»


Y me pareció ver allí arriba a la muerte haciendo de organista y al diablo pisando los pedales. Y abajo, en medio del recinto, entre la lluvia de chispas que saltaba de los braseros, se alzaba, grande y terrible, la sombra del difunto marqués de Bolibar, marcando, con ademanes brutales y triunfantes, el compás de nuestro canto fúnebre.

De golpe se hizo un silencio mortal. Calló el órgano, y sólo el viento gemía y sollozaba en los ventanales rotos. Volvíamos a estar los cuatro abajo, atenazados por el frío; oí a mi lado la respiración ruidosa de Brockendorf.

– ¿Qué hemos hecho? -gimió Eglofstein-. ¿Qué hemos hecho?

– ¿Qué locura se ha apoderado de nosotros? -jadeó Donop.

– ¡Brockendorf, has sido tú el que ha gritado: ¡Donop, arriba, al órgano!

– ¿Yo? Yo no he dicho ni una palabra. Pero tú, Donop, tú sí que has gritado: ¡Písame los pedales!

– Yo no he dicho nada, te lo juro por mi alma. ¿Qué fantasma se ha burlado de nosotros?

Al otro lado de la calle rechinó una ventana. Pasos de gente corriendo, confuso griterío. A lo lejos, un tambor daba furiosamente la alarma.

– ¡Abajo! -chistó Eglofstein-. ¡Abajo enseguida! ¡Que no nos encuentren aquí a ninguno!

Nos precipitamos a través de la cripta, por encima de las resonantes baldosas de piedra, volcamos la mesa, nos lanzamos por corredores y escaleras, tropezamos con barriles de pólvora, caímos al suelo, nos levantamos de nuevo y corrimos jadeantes para salvar nuestras vidas.

Cuando llegamos a la calle, sonó atronador desde las montañas el primer disparo.

Загрузка...