El Tonel

Dos días después, el teniente von Rohn de los cazadores de Hannover falleció a causa de sus heridas en el convento de Santa Engracia, que habíamos convertido en lazareto a nuestra llegada a La Bisbal. Durante esos dos días, nuestro coronel y el capitán Eglofstein le tomaron reiteradamente declaración acerca de los pormenores de su encuentro con el Tonel y el marqués de Bolibar. Aunque no siempre tenía la cabeza clara, sus revelaciones nos proporcionaron un cuadro satisfactorio de lo que aquella noche -que fue la siguiente a nuestro enfrentamiento con los guerrilleros- habían convenido el Tonel, el marqués de Bolibar y el capitán inglés William O'Callaghan junto a la ermita de San Roque, en los bosques cercanos a Bascara. Su relato nos permitió hacernos una idea exacta del carácter y las facultades del marqués de Bolibar, y de hasta qué punto nos convenía tomar las debidas precauciones contra tan peligroso enemigo de Francia y del Emperador.

El teniente von Rohn, con importantes documentos contables, en concreto las llamadas feuilles d'appel, las listas de efectivos y de registro de los cazadores de Hannover, había sido enviado por el comandante de su regimiento a Forgosa, donde se hallaba el cuartel general del mariscal Soult. La razón era que el subinspector se negaba a pagar. Debido a que la zona que separaba el cuarto cuerpo de ejército del mariscal Soult de la brigada del general d'Hilliers, a la que pertenecían los cazadores de Hannover, se encontraba en poder de los insurgentes, que también tenían ocupada la ciudad de La Bisbal y sus alrededores, el teniente von Rohn se había visto obligado a evitar el cómodo camino real y hacer uso de los senderos forestales que conducían a Forgosa dando un rodeo por la sierra.

A esta altura de su relato, el teniente von Rohn dio rienda suelta a sus amargas quejas contra los contadores del ejército, afirmando que desearía arrancar de sus mullidas poltronas a todos los comisarios de guerra y a los elucubradores, y en general a todos los chupatintas del cuartel general, para hacerlos sentarse sobre las duras piedras del suelo español; de ese modo aprenderían pronto a tratar a las tropas como es debido. En su regimiento escaseaba un día el calzado y al siguiente los cartuchos, y una vez los zapadores habían tenido que emplear cubetas de jardinero en lugar de sus gaviones. A partir de allí perdió por completo el hilo del relato y dio en hablar de la soldada, protestando enérgicamente contra el hecho de que un teniente cobrase en casa veintidós táleros al mes mientras que él, en campaña, sólo recibía dieciocho. «Junot está loco!», gritó a continuación, en el acaloramiento de la fiebre. «¡Cómo es posible que un loco de atar siga mandando un cuerpo de ejército! No digo que no sea valiente; en la batalla le coge el fusil a cualquier soldado raso y pelea como uno más».

En este punto Eglofstein le interrumpió con una pregunta. Inmediatamente el teniente se calmó y volvió al objeto de su relato.

Al caer la tarde de su segundo día de viaje había alcanzado, en compañía de su asistente, los bosques de Bascara. Mientras se abrían paso a través del espeso monte bajo -los caballos, en terreno tan difícil, eran más obstáculo que ventaja-, oyeron tiros de fusil y el alboroto del combate que no lejos de ellos, en el camino real, estábamos manteniendo nosotros y los guerrilleros. De inmediato, Rohn alteró su ruta y se dirigió, ladera arriba, hacia lo más espeso del bosque, donde esperaba hallarse a resguardo. Pocos minutos después, una bala perdida lo alcanzó en la espalda. Cayó al suelo y perdió la conciencia por un breve lapso de tiempo.

Cuando volvió en sí se encontró sobre el lomo de su montura, a la que su asistente lo había atado con unas correas. Pese a que les faltaba poco para alcanzar la cima de la colina, el ruido de la lucha se oía desde mucho más cerca; ahora le era posible distinguir voces aisladas y captaba breves órdenes, maldiciones y el griterío de los heridos.

En un claro situado en lo alto de la colina se hallaba la ermita de San Roque, medio destruida por el fuego. Allí se detuvo el asistente con los caballos, pues el teniente había perdido mucha sangre y parecía ir a morírsele entre las manos. Después de explicarle que si seguían así acabarían cayendo ambos infaliblemente en manos de los españoles, sacó al teniente de encima del caballo y lo introdujo en la ermita. Rohn, que sentía intensos dolores y estaba debilitado por la pérdida de sangre, no se opuso a ello. El asistente lo subió a cuestas por la escalera, lo dejó en el suelo de la ermita, lo envolvió en su capote y lo cubrió con haces de paja. Luego le puso en las manos la cantimplora y dejó a su lado cubriéndolas también con paja dos pistolas cargadas, de manera que al teniente le bastara alargar la mano derecha para alcanzarlas. Hecho esto se alejó con los dos caballos, después de suplicar al teniente que se quedase tranquilo allí tumbado y que no se moviese, que le prometía que permanecería siempre cerca y no lo dejaría en la estacada, pasase lo que pasase.

Entretanto se había hecho oscuro y el tiroteo y el alboroto habían enmudecido. Por un lapso de tiempo todo permaneció tranquilo, y el teniente, creyendo que el peligro había pasado, se disponía a asomar la cabeza por el tragaluz para llamar a su asistente, cuando de repente oyó voces y vio un resplandor de hachones y antorchas que se aproximaban a la ermita.

De inmediato advirtió que eran guerrilleros, y en un abrir y cerrar de ojos volvió a ocultarse debajo de los haces de paja. A través de los agujeros y rendijas del entablado sobre el que yacía vio cómo los españoles introducían en la ermita a sus heridos. Uno de ellos subió la escalera y arrojó haces de paja a los otros; el teniente contuvo el aliento, pues temía ser descubierto y abatido en el acto.

Pero el español no advirtió la presencia del teniente y bajó por la escalera con su linterna, para ir a vendar a los heridos. Iba del uno al otro con sus instrumentos, pero el teniente jamás había visto médico de campaña que ejerciese su oficio con más mal humor y desgana que aquel cirujano español.

– ¿Qué haces ahí sentado como el judío Job en su montón de estiércol? -le espetó a uno de los heridos. A otro, que entre gemidos afirmaba presentir que pronto estaría en la gloria, le dijo con sarcasmo-: La gloria no está tan al alcance de la mano como tú te piensas, patán. Tú te has creído que para ir al cielo basta con tener un agujero en la barriga.

– ¿Qué tienes para mí en tu botiquín? -oyó el teniente que preguntaba otro herido-. ¿Grasa de mono? ¿Manteca de oso? ¿Heces de cuervo?

– Para ti tengo un padrenuestro y punto -gruñó el médico-. ¡Tienes demasiados agujeros! -Y mientras se inclinaba sobre el siguiente, refunfuñó-: La muerte es una pagana, no respeta los días de guardar. Siempre he dicho que cuando hay una guerra, a los cementerios les salen jorobas.

– ¿No vienes aquí? -gritó un herido desde un rincón.

– ¡Tú te esperas hasta que te toque el turno! -exclamó airado el médico-. Ya te conozco yo a ti. Cada vez que te pica un mosquito quisieras que te pusieran un emplasto. ¡Ojalá la bala hubiera ido a parar al infierno, así no estarías aquí cabreándome!

Entretanto, afuera, delante de la ermita, los guerrilleros habían encendido una hoguera. En dirección al bosque se habían apostado varios centinelas a los que un oficial de ronda iba pidiendo el parte de uno en uno. Los insurgentes, en número de ciento cincuenta o más, estaban tumbados alrededor de la hoguera; muchos de ellos dormían, y algunos fumaban cigarrillos. Llevaban ropas y armas arrebatadas a los franceses. Uno lucía polainas de infantería, otro un largo sable de coracero, el tercero unas pesadas botas de montar alemanas. Cerca de la ermita se alzaba un alcornoque a cuyo tronco había sido fijada una estampa de la Virgen con el Niño; frente a ella había dos españoles arrodillados, rezando. Un oficial inglés, capitán de los fusileros de Northumberland, estaba de pie, apoyado en su sable, mirando al fuego; con su capote escarlata y el blanco penacho de plumas de su morrión causaba entre los andrajosos guerrilleros el efecto de un ducado de oro rodeado de ochavos de cobre. (De acuerdo con la descripción de Rohn, sólo podía tratarse del capitán William O'Callaghan, el cual, según nos constaba, había recibido del general Blake el encargo de poner orden y disciplina entre las bandas de guerrilleros de aquella región.)

Entretanto, el médico de campaña había concluido su tarea dentro de la ermita; salió de ella cojeando y se acercó a la hoguera. Era un hombre bajo y sumamente gordo, vestido con una chupa parda, calzones cortos y medias azules hechas jirones; en el cuello de la chupa, sin embargo, llevaba galones de coronel. Cuando el resplandor del fuego iluminó su rostro, el teniente descubrió que aquel hombre que, dentro de la ermita, había estado vendando a los heridos, y, con la malignidad de una hiena, les había dado tan mezquino consuelo espiritual, no era otro que el Tonel en persona. Llevaba en la cabeza un gorro de terciopelo con bordados de oro; el teniente lo reconoció al instante como el gorro de dormir del mariscal Lefebre, célebre en todo el ejército debido a que por su causa -al caer, junto con parte del equipaje del mariscal, en manos de los insurgentes- habían sido arrestados los ayudantes del enfurecido mariscal, así como todos los oficiales de la escolta.

El Tonel tenía las manos extendidas sobre el fuego para calentárselas. Durante un rato todo permaneció tranquilo; sólo se oían los gemidos de los heridos, las maldiciones de uno de los que dormían y el murmullo de los dos españoles que rezaban arrodillados delante de la imagen.

Contaba el teniente Rohn que en este punto tuvo que luchar contra un gran cansancio, y que, a pesar de la sed que sentía, se habría quedado dormido allí, tan cerca de sus enemigos, si las resonantes voces de los centinelas no lo hubieran despejado de repente. Echó una mirada por el tragaluz y vio entonces al marqués de Bolibar, que en aquel momento pasaba de la oscuridad del bosque al resplandor del fuego.

El teniente Rohn lo describió como un anciano de alta estatura con el pelo y la barba totalmente blancos. La nariz era ligeramente aguileña y sus rasgos tenían algo de fiero y sobrecogedor cuyo origen el teniente Rohn no consiguió esclarecer pese a todos sus esfuerzos.

– ¡Ahí está! -exclamó el Tonel, retirando las manos del fuego-. El señor marqués de Bolibar -añadió, dirigiéndose al oficial inglés-. Os pido mil perdones, señor marqués -dijo, haciendo una desmañada reverencia hasta el suelo-, por haber estorbado vuestro descanso nocturno, pero mañana seguramente ya no me habríais encontrado en estos parajes, y debo poneros al corriente de ciertas noticias de extrema importancia referentes a vuestra familia.

El marqués levantó la vista con un rápido movimiento de la cabeza y miró al Tonel a los ojos. Su rostro había perdido todo color, pero el fuego lanzaba un resplandor rojizo sobre sus mejillas.

– ¿Sois, señor marqués, pariente del teniente general Bolibar, que hace dos años tenía a su mando el segundo cuerpo del ejército español? -preguntó con gran urbanidad el capitán inglés.

– El teniente general es mi hermano -dijo el marqués, sin apartar la vista del Tonel.

– En el ejército inglés sirvió un oficial con vuestro nombre, que en Acre arrebató a los franceses toda su artillería.

– Ese era mi primo -dijo el marqués, manteniendo los ojos clavados en el Tonel; parecía como si esperase por aquel lado un ataque o una embestida a los que debía enfrentarse con firmeza en la mirada.

– La familia del señor marqués ha dado oficiales destacados a muchos ejércitos -dijo entonces el Tonel-. También en las filas francesas ha servido hasta hace poco un sobrino del señor marqués.

El marqués cerró los ojos.

– ¿Ha muerto? -preguntó en voz baja.

– Hizo una gran carrera -dijo el Tonel, riendo-. Llegó a ser teniente con los franceses, a pesar de sus diecisiete años. Yo también tengo un hijo, y me habría gustado hacer de él un soldado, pero es jorobado y sólo sirve para el convento.

– ¿Ha muerto? -preguntó el marqués. Seguía erguido, sin moverse, pero su sombra se estremecía con violentos saltos en el resplandor agitado del fuego, y parecía que no fuera el anciano, sino su sombra la que, llena de temor e incertidumbre, aguardaba el mensaje del Tonel.

– En el ejército francés lucha gente de muchas nacionalidades -dijo el Tonel, encogiéndose de hombros-. Alemanes y holandeses, napolitanos y polacos. ¿Por qué, digo yo, no habría de servir también con los franceses un español?

– ¿Ha muerto? -gritó el marqués.

– ¿Que si ha muerto? ¡¡Sí!! ¡Y ahora está haciendo una carrera con el diablo, a ver quién llega antes a los infiernos! -profirió el Tonel, estallando después en una salvaje carcajada que retumbó escalofriante en los árboles del bosque.

– Yo estuve a su lado cuando su madre lo trajo al mundo -dijo el marqués en voz baja y sofocada-. Yo lo sostuve en la pila del bautismo. Pero desde la cuna fue inconstante como una veleta. Dios lo tenga en su seno.

– ¡El que lo tendrá en su seno será el diablo! -gritó el Tonel, lleno de rabia y sarcasmo.

– ¡Amén! -dijo el capitán inglés, sin que se pudiera saber si daba su amén a la plegaria del marqués o a la maldición del Tonel.

El marqués se acercó al altarcillo y se inclinó hacia el suelo ante la imagen de la Virgen. Los dos españoles que habían estado rezando allí se levantaron para dejarle sitio.

– Yo, por mi parte -dijo el Tonel, dirigiéndose al capitán-, no puedo alardear de parentela aristocrática; mi madre era criada, y mi padre zapatero remendón. Por eso sirvo a mi rey y a la Santa Madre Iglesia, ya que no todo el mundo puede ser noble.

– Tú sabes, Dios mío, que los míseros mortales no podemos vivir sino en el pecado -rezaba el marqués ante la imagen de la Madre celestial.

– Debéis saber, capitán -dijo el Tonel con una carcajada burlona y amarga-, que la flor y nata de nuestra nobleza, el duque del Infantado y el marqués de Villafranca, los dos condes de Orgaz, padre e hijo, y el duque de Alburquerque, se fueron todos a Bayona a rendir pleitesía al rey José.

– ¡No habrás olvidado, Señor, que también uno de tus apóstoles fue un traidor y un sinvergüenza! -gritó el marqués de Bolibar hacia la imagen de María.

– Sí, nuestros orgullosos grandes se han dado buena prisa en ir a Bayona a vender su lealtad por dinero. Claro que ¿por qué no? ¿Acaso el oro de los luises franceses es peor que el de los doblones españoles?

– San Agustín fue un hereje y tú le perdonaste. ¿Me oyes, Señor? Pablo fue un perseguidor de la Iglesia y Matías un avaro y un adorador del dinero, y Pedro te negó, pero Tú a todos los perdonaste. ¿Me oyes, Señor? -exclamó el marqués desesperado en su fervorosa plegaria.

– ¡Pero no escaparán a su castigo por toda la eternidad! Están perdidos y el infierno los aguarda. ¡Llamas, fuego y chispas, fuego por arriba, fuego por abajo, fuego por todas partes, fuego por toda la eternidad! -vociferó el Tonel con feroz expresión de triunfo, mientras contemplaba extasiado la oscuridad de la noche, como si en la distancia, más allá de los oscuros bosques, viera arder y brillar las llamas del infierno.

– ¡Apiádate de él, apiádate, Señor! ¡Y luzca para él la luz eterna!

Desde su escondite, el teniente Rohn escuchaba con asombro y horror tan extraña plegaria, pues el marqués no suplicaba sumiso a Dios, sino que le hablaba y le gritaba, ora enojado, ora amenazante, como si quisiera convencer a Dios con argumentos de que hiciera su voluntad.

Por fin el marqués se levantó del suelo y se dirigió hacia el Tonel. Su frente estaba surcada de arrugas, los labios le temblaban y en sus ojos ardía un fuego airado.

El Tonel hizo como si se asombrase de verle allí todavía.

– Señor marqués -dijo-, se ha hecho tarde, y si mañana queréis presentar a primera hora vuestros respetos al comandante francés…

– ¡Basta! -gritó el marqués, mientras su rostro adquiría un aspecto aún más terrible que antes. El Tonel enmudeció de inmediato. Los dos nombres quedaron de pie el uno frente al otro, en silencio y sin moverse. Sólo sus sombras se estremecían, oscilando al inquieto resplandor del fuego; se encogían y saltaban, se rehuían y se lanzaban la una sobre la otra, y al teniente Rohn, en la calentura de la fiebre, le pareció como si el odio y la feroz ansia de lucha de aquellos dos hombres se hubieran trasladado sin ruido a sus sombras danzantes.

De repente se volvió a oír a los centinelas, e inmediatamente un hombre salió corriendo del bosque hacia el fuego. En cuanto le vio, el Tonel abandonó su duelo con el marqués de Bolibar.

– ¡Ave María Purísima! -jadeó el mensajero, sin aliento: tal es el saludo común de los españoles, que puede oírse en las calles y en las casas cientos de veces cada día.

– ¡Sin pecado concebida! -exclamó el Tonel, lleno de impaciencia-. ¿Cómo es que vienes solo? ¿Dónde has dejado al cura?

– Al cura le ha dado un cólico por culpa de una morcilla asada…

– ¡Maldita sean su alma, su cuerpo y sus ojos! -bramó el Tonel-. Tiene menos redaños que un conejo. ¡Lo que tiene es miedo, ésa es su única enfermedad!

– Está muerto, puedo jurarlo -dijo el mensajero-. Lo he visto en su cuarto, amortajado.

El Tonel se mesó los cabellos con ambas manos y empezó a maldecir de modo tan bárbaro que a nadie habría extrañado ver que el cielo se hundía sobre su cabeza. Tenía la cara tan roja de ira que parecía un ladrillo dentro de un horno.

– ¿Que está muerto? -gritó, abriendo la boca para respirar-. ¿Habéis oído, capitán? ¡Se ha muerto el cura!

El oficial inglés miró en silencio al vacío. Los guerrilleros se habían levantado del suelo y, envueltos en sus capotes, se acercaban tiritando al fuego.

– ¿Y ahora qué? -preguntó el capitán.

– Juré sobre el sable del general Cuesta que mantendríamos la ciudad en nuestro poder aunque nos costase a todos la vida. ¡Tanto ingenio como habíamos puesto en diseñar y llevar a cabo nuestros planes, y se le ocurre al cura morirse en el peor momento!

– Vuestros planes eran malos -dijo de pronto el marqués de Bolibar-. Con vuestros planes sólo habríais conseguido un agujero en la cabeza, y nada más.

El Tonel miró al marqués enfurecido y lleno de indignación.

– ¿Qué sabéis vos de nuestros planes? No los he hecho pregonar por las calles.

– El padre Ambrosio, cuando sintió que iba a morir, me mandó llamar -dijo el marqués-. Quería que yo llevase a término lo que le habíais encomendado a él. Pero vuestros proyectos son malos, y os lo digo a la cara, coronel Saracho: del arte de la guerra no entendéis nada.

– Pero vos sí, ¿verdad, señor marqués? -exclamó el Tonel lleno de enojo-. Vos os comeréis la ciudad de un bocado.

– Habéis enterrado bajo la muralla de la ciudad un saco de pólvora escondido entre sacos de arena y con una mecha que el padre debía encender por la noche, para abrir así una brecha en el muro.

– Sí -interrumpió el Tonel al marqués-. Pues de otra manera es imposible tomar la ciudad. Es capaz de resistir a la artillería más pesada, pues, como puede leerse en las crónicas, fue fundada hace más de cinco mil años por el rey Hércules y el apóstol Santiago juntos.

– Vuestro conocimiento de la historia es admirable, coronel Saracho, pero no habéis tenido en cuenta que lo primero que hacen los franceses allí donde llegan es reunir a todos los frailes y ponerlos a buen recaudo. O sea que mañana encerrarán a los frailes en un convento o en una iglesia, pondrán delante de la puerta un cañón cargado con la mecha encendida y no dejarán salir a ninguno. ¿Lo habíais tenido en cuenta, coronel Saracho? Pero aun en el caso de que el cura hubiera logrado escabullirse, tenéis enfrente a todo el regimiento de Nassau y una parte del de Hessen, y no contáis más que con un puñado de hombres mal preparados, con pocas ganas de obedecer y muchas de mandar.

– ¡Es cierto, es cierto! -gritó el Tonel, impaciente y enojado-. Pero mis hombres son listos y no les falta valor, y habríamos hecho doblar la rodilla a esos colosos alemanes.

– ¿Tan seguro os mostráis de ello? -preguntó el marqués-. Apenas se oiga la detonación, sonará por todas las calles de La Bisbal el toque de generala y los alemanes acudirán a toda prisa a sus piezas de artillería. Dos descargas de metralla y su asalto habría terminado. ¿Tampoco habíais pensado en esto, coronel Saracho?

El Tonel no supo qué contestar. Mordiéndose las uñas, permaneció en silencio.

– Y aun en el caso -prosiguió el marqués- de que algunos de vuestros hombres consiguieran entrar en la ciudad, os abrirían fuego desde todos los rincones y esquinas, desde detrás de las rejas de las ventanas y desde los tragaluces de los sótanos. Porque los habitantes de La Bisbal están todos del lado de los franceses. Vuestros guerrilleros les han arrancado las vides y han incendiado sus olivares, coronel. Y no hace mucho hicisteis fusilar a dos jóvenes del lugar que se habían negado a enrolarse.

– Es verdad. Sí -dijo uno de los guerrilleros-. La ciudad está contra nosotros. La gente nos pone mala cara, las mujeres nos vuelven la espalda, los perros nos ladran…

– Y los posaderos nos dan vino agrio -refunfuñó un segundo.

– Pero la posesión de La Bisbal es, por razones estratégicas, de la mayor importancia para nosotros -explicó el capitán-. Si los franceses continúan ocupándola, pueden atacar al general Cuesta por el flanco y por la retaguardia aprovechando cualquier maniobra de sus tropas.

– ¡Entonces que el general Cuesta nos mande refuerzos! -dijo el Tonel-. Tiene los regimientos Princesa y Santa Fe y la mitad del regimiento de caballería Santiago. Debería…

– No nos mandará ni un mal jamelgo. El mismo está en apuros, y ¿cuándo habéis oído que un tullido ayude a otro? ¿Qué hacemos, coronel?

– ¿Cómo queréis que os lo diga si no lo sé ni yo mismo? -dijo el Tonel malhumorado, mirándose los dedos. Entretanto, los guerrilleros, viendo a sus jefes desconcertados, indecisos e incapaces de llegar a un acuerdo, empezaron a dar muestras de agitación. Algunos gritaron que entonces se había acabado la guerra y ellos se volvían a casa. Otros les contradijeron, gritando que no querían volver a casa a acarrear leña y hacer fuego para sus mujeres. Y uno se fue hacia su borrico y empezó a ensillarlo, como si quisiera salir de allí al instante y cabalgar hasta su aldea.

En medio de aquel alboroto se oyó de pronto la voz del marqués de Bolibar:

– Si os avenís a obedecerme, coronel, os daré la solución.

Tan pronto como oyó estas palabras desde su escondite, Rohn volvió a sentir aquel temor inexplicable que ya le habían infundido en el primer instante el rostro y la mirada del marqués de Bolibar. Despreciando el peligro de ser descubierto, asomó la cabeza por el tragaluz para no perderse una palabra. La sed y los dolores habían desaparecido, y el teniente se sentía dominado por el pensamiento de que el destino le había señalado para sorprender los designios del marques de Bolibar y desbaratarlos.

Al principio era tal el griterío y el alboroto de los guerrilleros que discutían si sería mejor continuar la lucha o dispersarse, que el teniente no consiguió entender lo que el marqués de Bolibar exponía a los otros dos. Sin embargo, al cabo de pocos instantes el Tonel, entre maldiciones y juramentos, ordenó silencio a sus hombres, y el ruido cesó de inmediato.

– Le ruego que prosiga, señor marqués -dijo el capitán con extrema cortesía. También la actitud del Tonel había cambiado por completo; el sarcasmo, el odio y la maldad se habían borrado de su rostro, y en su lugar habían aparecido el respeto y casi la sumisión; los tres, el oficial inglés, el jefe de los insurgentes y el teniente Rohn miraban, expectantes, al marqués de Bolibar.

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