¿Quién tiene los barcos? ¿Quién tiene los aviones?

Malcolm X


Guadalajara

México

1984


Art Keller ve aterrizar el DC-4.

Ernie Hidalgo y él están sentados en un coche, sobre una loma que domina el aeropuerto de Guadalajara. Art continúa mirando mientras los federales mexicanos ayudan a bajar el cargamento.

– Ni siquiera se molestan en cambiarse el uniforme -comenta Ernie.

– ¿Para qué? -pregunta Art-. Están trabajando, ¿no?

Art tiene los prismáticos de visión nocturna enfocados en una pista de carga y descarga que nace lateralmente de la pista principal. En el lado más próximo de la pista, unos cuantos hangares de carga y algunos cobertizos pequeños hacen las veces de oficinas de las compañías de transporte aéreo. Hay camiones aparcados frente a los hangares, y los federales transportan cajas desde el avión hasta la parte posterior de los camiones.

– ¿Estás grabando esto? -pregunta a Ernie.

– ¿A ti qué te parece? -contesta Ernie. El motor eléctrico de su cámara zumba. Ernie creció entre las bandas de El Paso, vio los efectos que causaba la droga en su barrio y quiso hacer algo para solucionarlo. Cuando Art le ofreció el trabajo de Guadalajara, no dudó ni un momento-. ¿Qué crees que habrá en esas cajas?

– ¿Galletas Oreo? -sugiere Art.

– ¿Zapatillas Bunny?

– Sabemos lo que no es -dice Art-. No es cocaína, porque…

Ambos terminan la frase:

«¡No hay coca en México!».

Ríen de este chiste compartido, un cántico ritual, una traducción sarcástica de la frase oficial que les dijeron sus jefes de la DEA. Según los peces gordos de Washington, los aviones llenos de coca que han aterrizado con más regularidad y frecuencia que la United Airlines son producto de la imaginación de Art Keller.

La creencia popular es que el tráfico de drogas mexicano fue destruido durante los días de la Operación Cóndor. Eso afirma el informe oficial, eso afirma la DEA, eso afirma el Departamento de Estado… y ninguno de los antes mencionados necesita que Art Keller invente fantasías sobre «cárteles» de droga mexicanos.

Art sabe lo que dicen de él. Que se está convirtiendo en un auténtico coñazo, enviando informes mensuales, intentando inventar una Federación a partir de una pandilla de paletos de Sinaloa que fueron expulsados de las montañas hace nueve años. Dando la lata a todo el mundo con un puñado de Frito Banditos que trafican con un poco de marihuana y tal vez un poco de heroína, cuando lo que tiene que tener claro es que hay una epidemia de crack que asola las calles de Estados Unidos, y procede de Colombia, no del puto México.

Incluso enviaron a Tim Taylor desde Ciudad de México para decirle que se metiera la lengua en el culo. El hombre al mando de todo el funcionamiento de la DEA en México reunió a Art, a Ernie Hidalgo y a Shag Wallace en el cuarto interior de la oficina de la DEA en Guadalajara.

– No estamos donde está la acción -dijo-. Tenéis que asumir que en lugar de inventar.

– No estamos inventando nada -dijo Art.

– ¿Dónde están las pruebas?

– Estamos en ello.

– No -dijo Taylor-. No estáis en ello. No hay ningún trabajo que hacer. El fiscal general de Estados Unidos ha anunciado al Congreso…

– Leí el discurso.

– … que el problema de la droga mexicana ha terminado. ¿Tenéis la intención de dejar como un capullo al fiscal general?

– Creo que se las puede arreglar sin mi ayuda.

– Me encargaré de repetirle tu frase, Arthur -dijo Taylor-. No vas a ir, repito, no vas a ir persiguiendo nieve inexistente por todo México. ¿Ha quedado claro?

– Claro -dijo Art-. Si alguien intenta venderme cocaína mexicana, solo debo decir no.

Tres meses después, está viendo a federales inexistentes cargar cocaína inexistente en camiones inexistentes que entregarán la cocaína a miembros inexistentes de la Federación inexistente.

Es la Ley de las Consecuencias No Previstas, piensa Art mientras observa a los federales. La Operación Cóndor pretendía extirpar de México el cáncer de Sinaloa, pero lo que consiguió fue propagarlo por todo el cuerpo. Hay que reconocer el mérito de los tipos de Sinaloa: la reacción a su pequeña diáspora fue genial. En algún momento se dieron cuenta de que su producto real no eran las drogas, sino la frontera de tres mil kilómetros que comparten con Estados Unidos, y su capacidad de pasar contrabando a través de ella. La tierra puede quemarse, las cosechas envenenarse, la gente desplazarse, pero esa frontera, esa frontera no se va a ir a ninguna parte. Un producto que podría valer unos centavos a cinco centímetros de la frontera vale miles a cinco centímetros del otro lado.

El producto (a pesar de la DEA, el Estado y el gobierno mexicano) es la cocaína.

La Federación llegó a un acuerdo muy sencillo y ventajoso con los cárteles de Cali y Medellín: los colombianos pagan mil dólares por cada kilo de cocaína que los mexicanos les entregan en Estados Unidos. Básicamente, la Federación abandonó el negocio de cultivar droga y lo cambió por el negocio del transporte. Los mexicanos reciben el cargamento de coca de los colombianos, lo transportan a zonas de almacenamiento cercanas a la frontera, lo trasladan a pisos francos de Estados Unidos, lo devuelven a los colombianos y reciben sus mil pavos por kilo. Los colombianos lo trasladan a sus laboratorios y lo convierten en crack, y su mierda está en las calles al cabo de unas semanas, a veces días, de abandonar Colombia.

No a través de Florida (la DEA ha estado castigando esas rutas como un mulo alquilado), sino a través de la descuidada «puerta trasera» de México.

La Federación, piensa Art, cuando tiene que aparecer al otro lado de la noche a la mañana.

Pero ¿cómo?, se pregunta. Hasta él tiene que admitir que su teoría plantea algunos problemas. ¿Cómo volar en un avión subrepticiamente desde Colombia a Guadalajara, atravesando un territorio de América Central que no solo está vigilado por la DEA sino también, gracias a la presencia del régimen comunista sandinista en Nicaragua, por la CIA? Satélites espía, Sistemas Integrados de Vigilancia Aérea, nada capta esos vuelos.

Además, está el problema del combustible. Un DC-4, como el que está viendo en este momento, no tiene capacidad de almacenar combustible suficiente para efectuar el vuelo sin escalas. Tiene que parar y repostar. Pero ¿dónde? No parece posible, como sus jefes le han subrayado alegremente.

Bien, sí, puede que sea imposible, piensa Art. Pero allí está el avión, cargado de cocaína. Tan real como la epidemia de crack que está causando tanto dolor en los guetos norteamericanos. Así sé que lo estáis haciendo, piensa Art, mientras contempla el avión. Lo que no sé es cómo.

Pero voy a averiguarlo.

Y después voy a demostrarlo.

– ¿Qué es eso? -pregunta Ernie.

Un Mercedes negro se acerca a la oficina. Unos federales se acercan corriendo para abrir la puerta trasera del coche, y un hombre alto y delgado vestido de negro baja. Art distingue el fulgor de un puro, mientras el hombre atraviesa el cordón de federales y entra en la oficina.

– Me pregunto si es él -dice Ernie.

– ¿Quién?

– El mítico M-1 en persona -dice Ernie.

«M-1» es el mote mexicano del jefe inexistente de la Federación inexistente.

La información que Art ha conseguido reunir a lo largo de los últimos años es que la Federación de M-l, como la Galia de César, está dividida en tres partes: los estados del Golfo, Sonora y Baja. Juntos, abarcan la frontera de Estados Unidos. Cada uno de estos tres territorios está dirigido por un hombre de Sinaloa que fue expulsado de su provincia natal por la Operación Cóndor, y Art ha conseguido poner nombre a los tres.

El Golfo: García Ábrego.

Sonora: Chalino Guzmán, alias el Verde.

Baja: Güero Méndez.

En la cúspide de este triángulo, con base en Guadalajara: M-l.

Pero no pueden ponerle un nombre o un rostro.

Pero tú sí, ¿verdad, Art?, se pregunta. En el fondo, sabes quién es el patrón de la Federación. Tú le ayudaste a prosperar.

Art observa la pequeña oficina a través de sus prismáticos de visión nocturna, los enfoca en el hombre que está sentado ahora detrás de un escritorio. Viste un traje negro clásico, camisa blanca con el cuello abotonado, sin corbata. El pelo negro, algo veteado de gris, está peinado hacia atrás. Su rostro moreno y delgado exhibe un fino bigotillo, y fuma un puro delgado.

– Míralos -dice Ernie-. Actúan como en una visita papal. Nunca he visto a este tipo, ¿verdad?

– No -dice Art al tiempo que baja los prismáticos-, no lo he visto.

Al menos, desde hace nueve años.

Pero Tío no ha cambiado mucho.


Althea está durmiendo cuando Art vuelve a su casa alquilada del distrito de Tlaquepaque, un barrio residencial de casas unifamiliares, tiendas de ropa y restaurantes de moda.

¿Cómo no va a estar dormida?, se pregunta Art. Son las tres de la mañana. Ha dedicado las dos últimas horas a la farsa de seguir a M-1 para descubrir su identidad. Bien, lo hicieron con habilidad, piensa Art. Ernie y él habían seguido el Mercedes negro desde que salió a la autopista que conducía al centro de Guadalajara. Atravesaron el barrio del centro histórico y dejaron atrás la plaza de Armas, la plaza de la Liberación, la plaza de la Rotonda de los Hombres y la plaza Tapatía, en cuyo centro se halla la catedral. Después entraron en el barrio comercial moderno y regresaron hacia las zonas residenciales, donde el Mercedes negro paró por fin ante un concesionario automovilístico.

Coches de lujo. Importados de Alemania.

Se habían detenido a una manzana de distancia y esperado mientras Tío entraba en la oficina, salió unos minutos después con un llavero y subió a un Mercedes 510 nuevo, esta vez sin chófer ni guardias. Le siguieron hasta el barrio rico de las casas con jardín, donde Tío entró en un camino de acceso, bajó del coche y entró en la casa.

Un ejecutivo más que vuelve tarde a casa después de una dura jornada de trabajo.

Bien, piensa Art, por la mañana me entregaré a otra farsa, entraré el concesionario y la dirección de la casa en el sistema, con el fin de conseguirla identidad de nuestro presunto M-1.

Miguel Ángel Barrera.

Tío Ángel.

Art entra en el comedor, abre el armario de las bebidas y se sirve un Johnnie Walker Etiqueta Negra. Coge su copa, avanza por el pasillo y echa un vistazo a sus hijos. Cassie tiene cinco años y se parece, gracias a Dios, a su madre. Michael tiene tres y también se parece a Althea, aunque tiene la complexión de Art. Althea está entusiasmada por el hecho de que, gracias a un ama de llaves mexicana y una niñera mexicana, los niños serán bilingües. Michael ya pide pan, y también agua.

Art entra de puntillas en la habitación de cada uno, les da un beso en la mejilla, y después vuelve por el largo pasillo, atraviesa el dormitorio principal y entra en el cuarto de baño contiguo, donde se da una larga ducha.

Si Althie significó una fisura en la Doctrina de Art del YOYO, los niños fueron una bomba de hidrógeno. En cuanto vio nacer a su hija, y después en los brazos de Althie, supo que su cascarón de «lobo solitario» había volado por los aires. Cuando llegó su hijo, no fue mejor, sino diferente, al mirar aquella versión en pequeño de sí mismo. Y una epifanía: la única forma de redimirse de haber tenido un mal padre es ser uno bueno.

Y él lo ha sido. Un padre amante y cariñoso para sus hijos. Un marido fiel y cariñoso para su esposa. Algo de la rabia y amargura de su juventud se han desvanecido, y solo han dejado esto, ese rollo con Tío.

Porque Tío me utilizó en los días del Cóndor. Me utilizó para eliminar a sus rivales y montar su Federación. Jugó conmigo, me hizo creer que iba a destruir la red de la droga, cuando lo único que estaba haciendo era ayudarle a montar una más grande y mejor.

Asúmelo, piensa, mientras deja que el chorro caiga sobre sus hombros cansados, por eso has vuelto.

Su elección de destino había extrañado, este remanso de Guadalajara, sobre todo para el héroe de la Operación Cóndor. Acabar con don Pedro disparó su carrera. Fue de Sinaloa a Washington, después a Miami, después a San Diego. Art Keller, el Chico Prodigio, iba a ser, a los treinta y tres años, el ARM (Agente Residente al Mando) de la agencia. Podía elegir el lugar que le apeteciera.

Todo el mundo se quedó estupefacto cuando eligió Guadalajara.

Expulsó su carrera del carril de aceleración y la hizo descarrilar.

Colegas, amigos, rivales ambiciosos, se preguntaron por qué.

Art no lo dijo.

Ni siquiera a sí mismo.

Que tenía asuntos pendientes.

Y tal vez debería dejarlo así, piensa, mientras sale de la ducha coge una toalla y se seca.

Sería tan fácil dar marcha atrás y atenerse a la línea de la compañía… Conformarse con los traficantes de marihuana de poca monta que los mexicanos quieren entregarte, rellenar obedientemente informes acerca de que el esfuerzo mexicano antidroga está dando sus frutos (lo cual no deja de tener su gracia, teniendo en cuenta que los aviones defoliantes mexicanos pagados por Estados Unidos están arrojando sobre todo agua; de hecho, están regando las plantaciones de marihuana y amapolas), y disfrutar de la vida.

Nada de investigaciones sobre M-1, nada de revelaciones acerca de Miguel Ángel Barrera.

Es agua pasada, piensa. Déjalo estar.

No hay que besar a la cobra.

Sí, hay que hacerlo.

Te está reconcomiendo desde hace nueve años. Toda la destrucción, todo el sufrimiento, toda la muerte provocada por la Operación Cóndor, todo para que Tío pudiera montar su Federación con él a la cabeza. La Ley de las Consecuencias No Previstas. Era justo lo que Tío había planeado, planificado, organizado.

Te utilizó, te lanzó como a un perro sobre sus enemigos, y lo hiciste.

Después no dijiste nada al respecto.

Mientras te ensalzaban como a un héroe, te daban palmaditas en la espalda y te dejaban entrar en el equipo. Patético hijo de puta, eso era lo único importante, ¿verdad? Estabas desesperado por ser uno de ellos.

Vendiste tu alma a cambio.

Ahora crees que puedes recuperarla.

Olvídalo. Tienes una familia a la que cuidar.

Se mete en la cama, intenta no despertar a Althea, pero no lo consigue.

– ¿Qué hora es? -pregunta ella.

– Casi las cuatro.

– ¿De la mañana?

– Vuelve a dormir.

– ¿A qué hora te vas a levantar? -pregunta ella.

– A las siete.

– Despiértame. Tengo que ir a la biblioteca.

Tiene carnet de lectora en la universidad de Guadalajara, donde está trabajando en una tesis de posdoctorado: «La mano de obra agrícola en el México prerrevolucionario: un modelo estadístico».

– ¿Quieres jugar un poco? -pregunta ella.

– Son las cuatro de la mañana.

– No te he preguntado por el tiempo ni la temperatura. Te he pedido algo. Manos a la obra.

Ella le abraza con sus manos cálidas, y al cabo de pocos segundos está dentro de ella. Siempre experimenta la sensación de volver a casa. Cuando ella alcanza el orgasmo, le agarra el culo y le empuja más hacia dentro.

– Eso ha sido estupendo, cariño -dice-. Ahora déjame dormir.

Él se queda despierto.


Por la mañana, Art mira las fotos del aeroplano, de los federales descargando la coca, abriendo después la puerta del coche para que Tío baje, después de Tío sentado ante el escritorio de la oficina. Después escucha el informe de Ernie sobre lo que ya sabe.

– Me puse en contacto con EPIC -dice Ernie en referencia al El Paso Intelligence Center, un banco de datos informáticos que coordina la información de la DEA, Aduanas e Inmigración-. Miguel Ángel Barrera es un ex policía del estado de Sinaloa, de hecho, el guardaespaldas del mismísimo gobernador. Sólidas conexiones con la DFS mexicana. Escucha esto: jugó en nuestro equipo.

Fue uno de los polis que dirigió la Operación Cóndor en el setenta y siete. Algunos informes del EPIC afirman que Barrera desmontó él solito la red de heroína de Sinaloa. Abandonó la fuerza y desapareció del radar del EPIC después de eso.

– ¿Ningún golpe después del setenta y cinco? -pregunta Art.

Nada -contesta Ernie-. Su historia se reanuda aquí, en Guadalajara. Es un hombre de negocios de mucho éxito. Es propietario de un concesionario de coches, cuatro restaurantes, dos edificios de apartamentos y considerables propiedades de bienes raíces. Está en la junta directiva de dos bancos y tiene poderosos contactos en el gobierno del estado de Jalisco y en Ciudad de México.

– No es el perfil habitual de un señor de la droga -dice Shag.

Shag es un buen chico de Tucson, un veterano de Vietnam que pasó de la inteligencia militar a la DEA, y en su estilo tranquilo es tan testarudo como Ernie. Utiliza su apariencia de vaquero para disimular su inteligencia, y un considerable número de traficantes de drogas están hoy encarcelados porque subestimaron a Shag Wallace.

– Hasta que le ves supervisando un cargamento de coca -dice Ernie, y señala las fotografías.

– ¿Podría ser M-1?

– Solo hay una forma de averiguarlo -dice Art.

Dando un paso más hacia el borde del abismo, piensa.

– No habrá ninguna investigación sobre la relación de Barrera con la cocaína -dice-. ¿Está claro?

Ernie y Shag se quedan un poco asombrados, pero ambos asienten.

– No quiero ver nada en vuestros informes, en ningún documento -dice-. Solo estamos persiguiendo marihuana. A ese respecto, Ernie, trabaja a tus fuentes mexicanas, por si el nombre de Barrera dispara alarmas. Shag, dedícate al avión.

– ¿Vigilamos a Barrera? -pregunta Ernie.

Art niega con la cabeza.

– No quiero ponerle sobre aviso antes de estar preparados. Iremos cerrando el cerco en torno a él. Trabajad en la calle, trabajad en el avión, trabajad en su dirección. Si las pistas conducen hacia él.

Pero, mierda, piensa Art. Si ya sabes que sí.


El número de serie del DC-4 es N-3423VX.

Shag trabaja abriéndose paso entre la maraña de papeleo de los holdings, empresas tapadera y demás. La pista termina en una compañía de transporte aéreo llamada Servicios Turísticos (SETCO), que opera desde el aeropuerto de Aguacate en Tegucigalpa, Honduras.

Alguien que saca drogas de Honduras es casi tan sorprendente como alguien que vende perritos calientes en el Yankee Stadium. Honduras, la «república bananera» por antonomasia, posee una larga y distinguida historia en el tráfico de drogas, que se remonta a principios del siglo XX, cuando el país era propiedad de la Standard Fruit y la United Fruit. Las compañías fruteras tenían su sede en Nueva Orleans, y los muelles de la ciudad eran propiedad de la mafia de Nueva Orleans, la cual controlaba los sindicatos de estibadores, de modo que si las compañías fruteras querían descargar sus bananas procedentes de Honduras, los barcos debían transportar algo más que bananas.

Entró tanta droga en el país a bordo de aquellos barcos bananeros, que la heroína llegó a llamarse «banana» en la jerga de la mafia. La matrícula de Honduras no es sorprendente, piensa Art, y responde a la pregunta de en dónde repostó el DC-4.

La propiedad de SETCO es igualmente reveladora.

Dos socios: David Núñez y Ramón Mette Ballasteros.

Núñez es un cubano expatriado que vive en Miami. Nada extraordinario. Lo extraordinario es que Núñez participó en la Operación 40, un trabajo de la CIA en el que se entrenó a expatriados cubanos para volver y tomar el control político después de la triunfal invasión de Bahía de Cochinos. Lástima que la invasión no fue triunfal, como todo el mundo sabe. Algunos chicos de la Operación 40 acabaron muertos en la playa, otros fueron a parar ante los pelotones de ejecución. Los afortunados consiguieron volver a Miami.

Núñez fue uno de los afortunados.

Art no necesita leer el expediente de Ramón Mette Ballasteros. Ya conoce el historial. Mette era químico de los gomeros en los días de la heroína. Se salió justo antes de la Operación Cóndor y volvió a su Honduras natal y al negocio de la cocaína. Corre el rumor de que Mette en persona financió el golpe de Estado que derrocó en fecha reciente al presidente de Honduras.

De acuerdo, piensa Art, los dos se ciñen a la línea de la compañía. El propietario de la aerolínea es un importante traficante de coca, que la está utilizando para transportar coca a Miami. Pero al menos uno de los aviones de SETCO está volando a Guadalajara, y eso no concuerda con la línea oficial.

El siguiente paso normal sería llamar a la oficina de la DEA en Tegucigalpa, pero no puede hacerlo porque se cerró el año anterior debido a la «falta de actividad». Honduras y El Salvador se controlan ahora desde Guatemala, de manera que Art se pone en contacto con Warren Farrar, el ARM de Ciudad de Guatemala.

– SETCO-dice Art.

– ¿Qué le pasa? -pregunta Farrar.

– Confiaba en que tú me lo dirías -replica Art.

Sigue una pausa, que Art está tentado de describir como «elocuente».

– No puedo jugar contigo a esto, Art -dice después Farrar.

¿De veras?, se pregunta Art. ¿Por qué no? Solo celebramos unos ocho mil congresos al año, así que podemos jugar los unos con los otros en cosas como estas.

Lanza un disparo al azar.

– ¿Por qué cerraron la oficina de Honduras, Warren?

– ¿A qué coño estás jugando, Art?

– No lo sé. Por eso te la pregunto.

Porque me estoy preguntando si la compensación de que Mette financiara un golpe de Estado presidencial fuera que el nuevo gobierno echara a la DEA.

En respuesta, Farrar cuelga.

Bien, muchísimas gracias, Warren. ¿Por qué te has puesto tan nervioso?

A continuación, Art telefonea a la Sección de Colaboración Antidroga del Departamento de Estado, un título tan trufado de ironía que le dan ganas de llorar, porque le dicen con el lenguaje burócrata más educado que se vaya a tomar por el culo.

A continuación llama a la Oficina de Enlace de la CIA, explica su solicitud y consigue que le llamen esa misma tarde. Lo que no espera es que le llame John Hobbs.

En persona.

En otros tiempos, Hobbs fue el responsable de la Operación Fénix. Art le había informado algunas veces. Hobbs hasta le había ofrecido un trabajo después de pasar un año en el país, pero para entonces la DEA ya le había hecho una oferta y Art aceptó.

Ahora Hobbs es el jefe de sección de la CIA para América Central.

No me extraña, piensa Art. Un guerrero frío va a donde hay una guerra fría.

Hablan de trivialidades unos minutos («¿Cómo están Althea y los chicos?», «¿Te gusta Guadalajara?»).

– ¿En qué puedo ayudarte, Arthur? -pregunta después Hobbs.

– Me estaba preguntando si podrías ayudarme a obtener información sobre una compañía de transportes aéreos llamada SETCO -dice Art-. El propietario es Ramón Mette.

– Sí, mi gente me ha pasado tu solicitud -dice Hobbs-. Me temo que tiene que ser denegada.

– Denegada.

– Sí -dice Hobbs-. Un no.

Sí, no tenemos bananas, piensa Art. Hoy no tenemos bananas.

– No tenemos nada sobre SETCO -continúa Hobbs.

– Bien, gracias por llamar.

– ¿Qué te traes entre manos ahí abajo, Arthur? -le pregunta Hobbs.

– Estoy recibiendo algunas señales de radar -miente Art-, en el sentido de que SETCO podría estar transportando marihuana.

– Marihuana.

– Claro -dice Art-. Es lo único que queda en México en la actualidad.

– Bien, buena suerte, Arthur -dice Hobbs-. Siento no haberte podido ayudar.

– Te agradezco el esfuerzo -dice Art.

Cuelga, no sin antes preguntarse por qué el jefe de las operaciones latinoamericanas de la Compañía, ocupado en intentar derrocar a los sandinistas, dedica una parte de su valioso tiempo invertido en intentar derrocar a los sandinistas en llamarle y mentir.

Nadie quiere hablar de SETCO, piensa Art, ni mis colegas de la DEA, ni el Departamento de Estado, ni siquiera la CIA.

Toda la sopa de letras de las agencias acaba de deletrearte YOYO.

Estás más solo que la una.


Ernie le informa más o menos de lo mismo.

Pronuncias el apellido Barrera, y las fuentes habituales se cierran en banda. Hasta los chivatos más locuaces contraen un fuerte caso de afonía. Barrera es uno de los hombres de negocios más importantes de la ciudad, pero nadie ha oído hablar de él.

Déjalo correr, se dice Art. Esta es tu oportunidad.

No puedo.

¿Por qué no?

No puedo, punto.

Al menos, sé sincero.

De acuerdo. Tal vez porque no puedo permitir que gane. Tal vez porque le debo una derrota. Sí, pero él te está derrotando a ti. Sin tan siquiera hacer acto de aparición. No puedes echarle el guante.

Es verdad. No pueden acercarse a Tío.

Entonces, sucede lo más cojonudo.

Tío va en su busca.


El coronel Vega, el federal de más rango de Jalisco y el hombre con el que, en teoría, Art debe trabajar en colaboración, entra en la oficina de Art y se sienta.

– Señor Keller -dice con tristeza-, seré sincero. He venido a pedirle, humilde pero firmemente, que deje de acosar a don Miguel Ángel Barrera.

Art y él se miran.

– Por más que desee ayudarle, coronel -dice después Art-, esta oficina no está llevando a cabo ninguna investigación sobre el señor Barrera. No que yo sepa, en todo caso.

Grita en dirección a la oficina principal.

– Shag, ¿estás investigando al señor Barrera?

– No, señor.

– ¿Ernie?

– No.

Art levanta los brazos y se encoge de hombros.

– Señor Keller -dice Vega, que mira a Ernie a través de la puerta-, su hombre va por ahí sacando a relucir el nombre de don Miguel de una manera muy irresponsable. El señor Barrera es un hombre de negocios respetable, con muchos amigos en el gobierno.

– Y, por lo visto, en la Policía Federal Judicial.

– Usted es mexicano, ¿verdad? -pregunta Vega.

– Soy norteamericano.

Pero ¿adónde quiere ir a parar?

– Pero habla español, ¿no?

Art asiente.

– Entonces conocerá la palabra intocable -dice Vega al tiempo que se levanta para marcharse-. Señor Keller, don Miguel es intocable.

Una vez lanzada la idea, Vega se va.

Ernie y Shag entran en la oficina de Keller. Shag empieza a hablar, pero Art le indica por señas que calle y que salgan todos fuera. Le siguen durante una manzana.

– ¿Cómo ha sabido Vega que estábamos llevando a cabo una investigación sobre Barrera? -pregunta entonces.

De nuevo dentro, tardan pocos minutos en descubrir el peque -ño micrófono instalado bajo el escritorio de Art. Ernie se dispone a arrancarlo, pero Art le agarra la muñeca y se lo impide.

– Me apetece una cerveza -dice-. ¿Y a vosotros?

Van a un bar del centro.

– Genial -dice Ernie-. En Estados Unidos, los polis ponen micrófonos a los malos. Aquí, los malos ponen micrófonos a los polis.

Shag sacude la cabeza.

– Así que saben todo lo que nosotros sabemos.

Bien, piensa Art, saben que sospechamos que Tío es M-1. Saben que hemos seguido el rastro del avión hasta Núñez y Mette. Y saben que con eso no podemos hacer nada. Entonces, ¿por qué se ponen tan nerviosos? ¿Por qué enviar a Vega a concluir una investigación que no lleva a ninguna parte?

¿Y por qué ahora?

– Muy bien -dice Art-. Divulgaremos un bulo. Les haremos creer que hemos dado marcha atrás. Dejadles en paz unos días.

– ¿Qué vas a hacer, jefe?

¿Yo? Voy a tocar al intocable.

De nuevo en la oficina, comunica en tono contrito a Ernie y a Shag que tendrán que cerrar la investigación. Después va a la cabina telefónica y llama a Althea.

– No iré a casa a cenar.

– Lo siento.

– Yo también. Besa a los niños de mi parte.

– Lo haré. Te quiero.

– Yo también.

Todo hombre tiene su punto débil, piensa Art, un secreto que podría arrastrarle al fondo. Debería saberlo. Sé cuál es el mío, pero ¿cuál es el tuyo, Tío?


Art no va a casa aquella noche, ni las cinco siguientes. Soy como un alcohólico, piensa Art. Ha oído a bebedores reformados contar que iban en coche a la licorería, sin dejar de jurar que no lo iban a hacer, entrar y jurar que no iban a comprar, comprar y jurar que no iban a beber lo que acababan de comprar.

Después se lo bebían.

Yo soy como esos tipos, piensa Art, arrastrado hacia Tío como un bebedor a la botella.

De modo que, en lugar de volver a casa por la noche, se queda sentado en el coche en la amplia avenida, aparcado a una manzana y media del concesionario de Tío, y vigila la oficina desde el retrovisor. Tío debe de vender montones de coches, porque está en la oficina hasta las ocho o las ocho y media de la noche, después sube a su coche y va a casa. Art está aparcado al pie de la carretera, la única vía de entrada y salida de la urbanización, hasta medianoche o la una, pero Tío no sale.

Por fin, la sexta noche, Art tiene suerte.

Tío abandona la oficina a las seis y media y no conduce hacia las afueras, sino de vuelta al centro. Art se queda algo retrasado por culpa del tráfico de la hora punta, pero consigue no perder de vista el Mercedes, mientras atraviesa el centro histórico y para al lado de un restaurante de tapas.

Tres federales, dos policías estatales de Jalisco y un par de tipos con aspecto de agentes de la DFS montan guardia fuera, y el letrero de la puerta del restaurante anuncia cerrado. Uno de los federales abre la puerta de Tío. Éste baja y los federales se llevan el Mercedes, como si fueran aparcadores. Un policía del estado de Jalisco abre la puerta del restaurante cerrado y Tío entra. Otro policía de Jalisco indica por señas a Art que siga avanzando.

Art baja la ventanilla.

– Quiero comer algo.

– Fiesta privada.

Sí, me lo imagino, piensa Art.

Aparca el coche a dos manzanas de distancia, saca la cámara Nikon con objetivo 70-300 y la guarda debajo de la chaqueta. Cruza la calle y recorre media manzana, después se desvía a la izquierda por un callejón y camina hasta que calcula encontrarse detrás del edificio que hay enfrente del restaurante. Agarra la escalera de incendios y la baja. Sube por la escalera metálica, sujeta con tornillos a los ladrillos, hasta llegar al tejado.

Se supone que los ARM de la DEA no deben hacer este tipo de trabajos. Se supone que son ratas de oficina, que trabajan en colaboración con sus homólogos mexicanos. Pero viendo que mis homólogos mexicanos están al otro lado de la calle, cuidando de mi objetivo, piensa Art, el rollo del trabajo en colaboración no va a funcionar.

Se agacha y cruza el tejado, y después se tumba debajo del parapeto que bordea el edificio. El trabajo de vigilancia engorda la factura de la tintorería, piensa mientras se tiende sobre el sucio tejado, apoya la cámara sobre el parapeto y enfoca el restaurante. Y no puedes sumarlo a tu lista de gastos.

Se prepara para la espera, pero esta es breve, porque un desfile de coches frena delante del bar de tapas Talavera. La mecánica es la misma: la policía de Jalisco monta guardia, mientras los federales interpretan el papel de aparcadores, y uno de los peces gordos del tráfico de drogas en México baja y entra en el restaurante.

Parece un estreno de Hollywood protagonizado por estrellas de la droga.

García Abrego, jefe del cártel del Golfo, baja del Mercedes. El hombre de mayor edad tiene aspecto distinguido, con el pelo plateado, bigotillo y traje gris. Güero Méndez, del cártel de Baja, parece el narco-vaquero que es. Su pelo rubio (de ahí el mote, Güero, Rubiales) cuelga por debajo de su sombrero de vaquero. Viste camisa de seda negra, abierta hasta la cintura, pantalones de seda negra y botas negras de vaquero puntiagudas con remate plateado. Chalino Guzmán parece el campesino que es, con una chaqueta vieja que no le sienta bien, pantalones que no casan en absoluto y botas verdes.

Jesús, piensa Art, es como la Reunión de Apalachin, salvo que estos tipos no parecen nada preocupados por una posible irrupción de la policía. Es como si los padrinos de las familias Cimino, Genovese y Colombo se reunieran protegidos por el FBI. Solo que si se tratara de la mafia siciliana, yo no habría podido acercarme tanto. Pero estos chicos están encantados de haberse conocido. Creen que no corren ningún peligro.

Y es probable que no se equivoquen.

Lo más curioso, piensa Art, es ¿por qué este restaurante? Tío es propietario de media docena de locales en Guadalajara, pero Talavera no es uno de ellos. ¿Por qué no han celebrado la asamblea en alguno de sus garitos?

Aunque supongo que esto disipa cualquier duda sobre el hecho de que Tío es M-1.

El tráfico se detiene y Art se prepara para una larga espera. Las cenas rápidas no existen en México, y estos chicos tendrán un orden del día. Jesús, lo que daría por haber metido un micrófono ahí.

Saca un Kit Kat del bolsillo de los pantalones, desenvuelve la barra, la rompe en dos partes y guarda el resto, sin saber si gozará de la oportunidad de comer algo más. Después se tiende de espaldas, cruza los brazos sobre el pecho para darse calor y descabeza un sueñecito, un par de horas de sueño inquieto hasta que el ruido de puertas de coches y de voces le despiertan.

Empieza el espectáculo.

Se levanta y les ve salir a la acera. Si no existe una Federación, piensa, están haciendo una imitación del copón. Tienen un morro que se lo pisan, todos parados en la acera, riendo, estrechándose la mano, encendiéndose mutuamente puros habanos mientras esperan a que los aparcadores federales les traigan los coches.

Mierda, piensa Art, hasta se puede oler el humo y la sobrecarga de testosterona.

La atmósfera cambia de repente cuando sale la chica.

Es impresionante, piensa Art. Una Liz Taylor en joven, pero con la piel olivácea y los ojos negros. Y largas pestañas, que agita en honor de todos los hombres, mientras un hombre mayor que debe de ser su padre espera en la puerta, sonríe nervioso y dice adiós a los gomeros agitando la mano.

Pero no se marchan.

Güero Méndez se deshace por la chica. Hasta se quita el sombrero de vaquero, observa Art. Tal vez no tendrías que haberlo hecho, Güero, al menos hasta después de lavarte el pelo. Pero Güero hace una reverencia, una reverencia de verdad, barre la acera con el sombrero y sonríe a la chica.

Sus dientes plateados destellan a la luz de las farolas.

Sí, Güero, eso la conquistará, piensa Art.

Tío rescata a la chica. Se acerca, pasa un brazo casi paternal alrededor de la espalda de Güero y le acompaña con parsimonia hacia su coche, que acaba de frenar. Se abrazan, se despiden, Güero mira por encima del hombro de Tío a la chica antes de subir al coche.

Debe de ser amor verdadero, piensa Art. O al menos, lujuria verdadera.

Después Abrego se marcha, con un digno apretón de manos en lugar de un abrazo, y Art ve que Tío regresa hacia la chica, se inclina y le besa la mano.

¿Caballerosidad latina?, se pregunta Art.

O…

No…


Pero Art come en Talavera al día siguiente.

La chica se llama Pilar y es la hija de Talavera, por supuesto.

Está sentada en un reservado del fondo, fingiendo que estudia un libro de texto, y de vez en cuando mueve la cadera con timidez, mientras mira por debajo de esas largas pestañas para ver quién la está repasando.

Todos los tíos del local, piensa Art.

No aparenta quince años, salvo por un resto de grasa infantil el perfecto puchero adolescente de sus labios precozmente gruesos. Y aunque consigue sentirse corno un pederasta, Art no puede evitar fijarse en que su figura es muy postadolescente. Lo único que revela sus quince años es la discusión en la que se enzarza con su madre, quien se sienta en el reservado y le recuerda en voz alta varias veces que solo tiene quince años.

Y papá alza la vista angustiado cada vez que se abre la puerta. ¿Por qué coño está tan nervioso?, piensa Art.

Entonces lo descubre.

Tío entra.

Art está de espaldas a la puerta y Tío pasa a su lado. Ni siquiera se fija en su olvidado sobrino, piensa Art, tan concentrado está en la chica. Y lleva flores en la mano, por Dios que lleva flores aferradas en sus largos y delgados dedos, y por Dios que lleva una caja de caramelos debajo del otro brazo.

Tío ha venido a cortejarla.

Ahora Art comprende por qué Talavera está tan acojonado. Sabe que Miguel Ángel Barrera está acostumbrado al derecho de pernada de la Sinaloa rural, donde las chicas de su edad, y aún más jóvenes, son desfloradas por los gomeros dominantes.

Por eso está preocupado. Por si ese hombre poderoso, ese hombre casado, va a convertir a su preciosa, hermosa y virginal hija en su segundera, su amante. Para utilizarla y después arrojarla a un lado, con la reputación arruinada y destruidas todas sus posibilidades de un buen matrimonio.

Y no puede hacer nada para remediarlo.

Tío no violará a la chica, Art lo sabe. No la tomará por la fuerza. Eso podría ocurrir en las colinas de Sinaloa, pero aquí no. Pero si ella le acepta, si se va con él por voluntad propia, los padres no podrán hacer nada. ¿Y qué jovencita de quince años no perdería la cabeza por las atenciones de un hombre rico y poderoso? Esta cría no es estúpida, sabe que ahora son flores y caramelos, pero podrían ser joyas y vestidos, viajes y vacaciones. Se encuentra en la base de un arco, pero no puede ver la parte negativa desde donde está, que un día las joyas y vestidos volverán a ser flores y caramelos, y después, ni siquiera eso.

Tío da la espalda a Art, quien deja unos pesos sobre la mesa, se levanta con el mayor sigilo posible, camina hacia la barra y paga la cuenta.

Piensa: Tal vez a ti te parezca una pieza joven y peculiar, Tío.

A mí me recuerda al caballo de Troya.

A las nueve de aquella noche, Art se pone unos tejanos y un jersey, y entra en el cuarto de baño, donde Althea se está duchando.

– Tengo que irme, cariño.

– ¿Ya?

– Sí.

Es demasiado lista para preguntar adónde va. Es la mujer de un poli, ha trabajado en la DEA con él durante los últimos ocho años, conoce la dinámica. Pero conocerla no impide que se preocupe. Abre la puerta y le da un beso de despedida.

– Supongo que no tengo que esperar levantada.

– Buena intuición.

¿Qué estás haciendo?, se pregunta Art mientras conduce hacia la casa de Talavera, en las afueras.

Nada. No voy a beber.

Localiza la dirección y frena a media manzana de distancia, al otro lado de la calle. Es un barrio tranquilo, de clase media alta, con farolas suficientes para mayor seguridad pero que no molestan en exceso.

Se sienta en su rincón oscuro, a la espera.

Aquella noche, y las tres siguientes.

Está allí cada noche cuando la familia Talavera regresa del restaurante. Cuando la luz se enciende en la habitación de arriba, y cuando Pilar la apaga. Art se concede otra media hora, y luego vuelve a casa.

Tal vez estás equivocado, piensa.

No, no lo estás. Tío siempre se sale con la suya.

La cuarta noche, Art está a punto de volver a casa cuando Mercedes baja por la calle, apaga los faros y frena delante de la casa de los Talavera.

Siempre galante, piensa Art, Tío envía un coche y un chófer. Nada de taxis para este pedazo de culo menor de edad. Es patético, piensa, mientras ve a Pilar salir por la puerta principal y entrar en el asiento trasero del coche.

Art les concede una buena ventaja, y después arranca.

El coche para ante una urbanización construida sobre una loma de las afueras, en dirección oeste. Es un barrio agradable y tranquilo, muy nuevo, con casas unifamiliares acurrucadas entre las jacarandás tan típicas de la ciudad. Esta dirección es nueva para Art, no se trata de ninguna de las propiedades de Tío que tiene controladas Qué tierno, piensa Art: un flamante nidito de amor para un flamante amor.

El coche de Tío ya ha llegado. El chófer baja y abre la puerta para que Pilar salga. Tío la recibe en la puerta y la acompaña al interior. Se están abrazando antes de que la puerta se cierre.

Jesús, piensa Art, si me estuviera tirando a una niña de quince años, al menos correría las cortinas.

Pero te crees a salvo, ¿verdad, Tío?

Y el lugar más peligroso de la Tierra…

Es donde estás a salvo.


Vuelve a la Casa del Amor (tal como la ha bautizado) por la mañana, porque sabe que Tío ya habrá vuelto a la oficina y Pilar estará en, bien, ejem, el colegio. Lleva el mono que utiliza para trabajar en su jardín y unas tijeras de podar. De hecho, corta un par de ramas de jacarandá rebeldes mientras efectúa el reconocimiento, toma nota del color de la pintura y el yeso del exterior, el emplazamiento de los cables del teléfono, las ventanas, la piscina, el spa, las dependencias.

Transcurrida una semana, después de visitar una ferretería y una tienda de aeromodelismo, y tras una llamada a un almacén de aparatos electrónicos de venta por correo de San Diego, vuelve con la misma indumentaria y corta algunas ramas, antes de agacharse detrás de los arbustos que han sido plantados estratégicamente ante la pared del dormitorio. Le gusta el lugar, no por motivos lascivos (preferiría no oír nada de lo que pasa dentro), sino porque los cables telefónicos entran en el dormitorio. Saca un pequeño destornillador de cabeza plana del bolsillo y, con la delicadeza de un cirujano, practica una minúscula abertura detrás del alféizar de aluminio. Introduce el diminuto micrófono FX-101 en la abertura, extrae un pequeño tubo de masilla del bolsillo y vuelve a cerrar la abertura. Después coge la pequeña botella de pintura verde que tanto se parece al color original y, con un pincel diminuto de los que se utilizan para pintar aviones a escala, la aplica sobre la masilla. Sopla sobre la pintura para que se seque, y después retrocede para examinar su obra.

El micrófono, ilegal y no autorizado, también es indetectable.

El FX-101 es capaz de captar cualquier sonido en diez metros a la redonda y transmitirlo a sesenta de distancia, de modo que Art cuenta con cierta flexibilidad. Sale de la urbanización y se dirige a la boca de la alcantarilla. Coge la unidad que contiene el receptor y una grabadora activada por voz, y las sujeta con cinta adhesiva a la parte superior de la alcantarilla. Ahora será algo tan sencillo como ir a dar un paseo, sacar una cinta y sustituirla por una nueva.

Sabe que será una lotería, pero solo necesita unas cuantas papeletas. Tío utilizará la Casa del Amor sobre todo para sus citas con Pilar, pero también utilizará el teléfono. Incluso podría utilizar la casa para celebrar reuniones. Hasta el criminal más cauteloso, piensa Art, es incapaz de separar los negocios de su vida privada.

Por supuesto, tú también lo eres, admite.


Miente a Ernie y a Shag.

Ahora corren juntos. En teoría, es una orden de Art para que el equipo se mantenga en forma, pero la realidad es que lo hacen para poder hablar lejos de la oficina. Es difícil escuchar a un objetivo en movimiento, sobre todo en las amplias plazas del centro de Guadalajara, de manera que cada día, antes de comer, se ponen chándales y zapatillas Nike y van a correr.

– Tengo un IC -les dice. Un Informador Confidencial.

No le gusta mentirles, pero es para protegerlos. Si esto se tuerce, como sucederá casi con total seguridad, quiere que todo el peso recaiga sobre sus hombros. Si estos chicos se enteran de que ha pinchado ilegalmente un teléfono, se verán obligados a informar a sus superiores, tal como exigen las normas. De lo contrario, ocultarían «conocimiento culpable», lo cual arruinaría sus carreras. Sabe que nunca le delatarían, de manera que se inventa un informador confidencial.

Un amigo imaginario, piensa Art. Al menos, es coherente: una fuente inexistente de coca inexistente, y así sucesivamente…

– Eso es estupendo, jefe -dice Ernie-. ¿Quién…?

– Lo siento -dice Art-. Es pronto aún. Solo estamos saliendo.

Captan. Una relación con un soplón es como una relación con el sexo opuesto. Flirteas, seduces, tientas. Les haces regalos, les dices cuánto les necesitas, no puedes vivir sin ellos. Y si se acuestan contigo, no lo cuentas, sobre todo a los chicos de los vestuarios.

Al menos, hasta cerrar el trato, y cuando ya lo sabe todo el mundo, el asunto suele haber terminado.


El día de Art es así: trabaja en la oficina las horas acostumbradas, vuelve a casa, se marcha ya avanzada la noche, recupera la cinta diaria, vuelve a casa y la escucha en el estudio.

Esto se prolonga durante dos semanas estériles.

Lo que oye consiste sobre todo en conversaciones de amor, conversaciones de sexo, mientras Tío galantea a su innamorata y poco a poco la va instruyendo en el arte de hacer el amor. Art acelera estos fragmentos, pero capta la idea general.

Pilar Talavera crece deprisa, a medida que Tío empieza a introducir ciertas apoyaturas en la música del amor. Bien, es interesante si te va ese rollo, pero no es así en el caso de Art. De hecho, le dan ganas de vomitar.

«Has sido una chica mala.»

«¿Sí?»

«Sí, y has de ser castigada.»

Es frecuente en el trabajo de vigilancia. Escuchas mucha mierda que no querrías oír.

Después, muy pocas veces, perlas en la basura.

Una noche, Art se lleva la cinta a casa, se prepara un whisky y lo bebe, mientras repasa el tedio de aquella velada, y oye a Tío confirmar la entrega de «trescientos trajes de boda» en una dirección de Chula Vista, un vecindario situado entre San Diego y Tijuana.


Ahora que ya lo tienes, piensa Art, ¿qué haces con ello?

El procedimiento habitual exige que entregues la informado a tus colegas mexicanos, y a la vez a la oficina de la DEA en Ciudad de México, para que sea comunicada a la oficina de San Diego. Bien, si la entrego a mis homólogos mexicanos y va a parar a las manos de Tío, y después a las de Tim Taylor, este se limitará a repetir la frase oficial de que no se distribuyen «trajes de boda» a través de México. Y exigirá saber quién es mi fuente.

Cosa que no pienso decirle.

Lo discuten mientras corren por la mañana. -Estamos jodidos -dice Ernie.

– No -contesta Art.

Ha llegado el momento de dar otro paso hacia el abismo.


Sale de la oficina después de comer y va a una cabina telefónica. En Estados Unidos, piensa, son los criminales quienes utilizan las cabinas. Aquí, son los policías.

Telefonea a un conocido de la brigada de narcóticos de San Diego. Conoció a Russ Dantzler en una reunión interdepartamental, hace unos meses. Le pareció un tipo decente, legal.

Sí, y lo que necesitamos ahora es alguien legal.

Dispuesto a todo.

– ¿Russ? Art Keller, de la DEA. Tomamos un par de cervezas juntos… ¿en julio pasado?

Dantzler se acuerda de él.

– ¿Qué hay de nuevo, Art?

Art se lo cuenta.

– Esto podría ser una gilipollez -concluye-, pero no lo creo. Tal vez te gustaría participar.

Joder, sí, tal vez le gustaría participar. Y no hay nada que el fiscal general de Estados Unidos, el Departamento de Estado o todo el gobierno federal puedan hacer al respecto. Los federales van al Departamento de Policía de San Diego, el Departamento de Policía de San Diego les dice que se metan algo puntiagudo en el culo.

– ¿Qué quieres de mí? -pregunta Dantzler con el debido respecto a la ética profesional de la policía.

– Me mantienes al margen e informado al mismo tiempo -contesta Art-. Olvídate de que te he dado el soplo, y acuérdate de comunicarme cualquier información que te llegue.

– Trato hecho -dice Dantzler-, pero necesito una orden, Art. Por si has olvidado cómo funcionan las cosas en una democracia que protege escrupulosamente los derechos de sus ciudadanos.

– Tengo un IC -miente.

– De acuerdo.

No hace falta decir nada más. Dantzler transmitirá la información a uno de sus chicos, el cual se la transmitirá a uno de sus IC, quien a su vez se lo dirá a Dantzler, quien informará a un juez y presto: causa probable.

Al día siguiente, Dantzler llama a Art a la cabina telefónica, a una hora previamente acordada.

– ¡Ciento treinta y cinco kilos de cocaína! -grita-. ¡Eso son seis millones de dólares en la calle! Me ocuparé de que te reconozcan el mérito, Art.

– Olvídate de mí -dice-. Solo recuerda que me debes una.

Dos semanas después, la policía de El Paso también está en deuda con Art por la incautación de un camión articulado cargado de cocaína. Un mes después, Art da otro soplo a Russ Dantzler acerca de una casa en Lemon Grove.

La redada se salda con unos miserables veintitrés kilos de cocaína.

Más cuatro millones de dólares en metálico, tres máquinas de contar dinero y montones de documentos interesantes que incluyen resguardos de depósitos bancarios. Los resguardos son tan interesantes que cuando Dantzler los entrega al tribunal federal, el juez congela quince millones de dólares más en haberes, ingresados a varios nombres en cinco bancos del condado de San Diego. Aunque ninguno de los nombres es el de Miguel Ángel Barrera, hasta el último centavo del dinero le pertenece a él o a miembros del cártel que le pagan una cantidad por proteger sus haberes.

Y Art confirma mediante el tráfico telefónico que ninguno de ellos está contento.

Ni tampoco Tim Taylor.

El jefe de la DEA está examinando un ejemplar enviado por fax del San Diego Union-Tribune, cuyo titular anuncia a gritos masivo alijo de drogas en lemon grove, con referencias a la Federación , y otro fax, de la oficina del ministro de Justicia, que clama: «¿Qué coño está pasando?». Se pone en contacto con Art.

– ¿Qué coño está pasando? -grita. -¿A qué te refieres?

– ¡Sé lo que estás haciendo, joder!

– Pues me gustaría que me lo dijeras.

– ¡Tienes un IC! ¡Y lo estás llevando a través de otras agencias, Arthur, y será mejor que no filtres esta mierda a la prensa!

– No pienso hacerlo -responde con sinceridad Arthur-. La estoy filtrando a otras agencias para que estas lo filtren a la prensa.

– ¿Quién es el IC?

– No hay ningún IC -dice Art-. No tengo nada que ver con esto.

Sí, salvo que tres semanas después facilita al Departamento de Policía de Los Angeles un alijo de noventa kilos en Hacienda Heights. La policía estatal de Arizona captura un camión articulado con ciento sesenta kilos en la I-10. El Departamento de Policía de Anaheim irrumpe en una casa donde se incauta de dinero y droga por valor de diez millones de dólares.

Todo el mundo niega haber recibido la información de él, pero todo el mundo predica su evangelio: la Federación , la Federación, la Federación, por siempre jamás amén.

Hasta el ARM de Bogotá acude al altar.

Shag contesta al teléfono un día y lo aprieta contra el pecho.

– Es el Gran Hombre en persona -dice a Art-. Desde la primera línea de la Guerra contra las Drogas.

Hasta hace dos meses, Chris Conti, el ARM de Colombia, no habría tocado a su viejo amigo Art Keller ni con un palo de tres metros de largo. Pero ahora, hasta Conti se ha vuelto religioso.

– Art -dice-, me he topado con algo que tal vez podría interesarte.

– ¿Vas a venir, o quieres que vaya yo? -pregunta Art.

– ¿Por qué no elegimos un territorio neutral? ¿Has estado en Costa Rica últimamente?

Lo cual significa que no quiere que Tim Taylor ni nadie más sepa que se ha reunido con Art Keller. Se encuentran en Quepos. Se sientan en una cabaña de la playa, a la sombra de una palmera. Conti llega con regalos: deposita una serie de resguardos de depósitos encima de la tosca mesa. Los resguardos coinciden con los recibos de caja del Bank of America de San Diego que fueron capturados en el curso de la última redada. Pruebas documentales que relacionan a la organización de Barrera con la cocaína colombiana.

– ¿De dónde los has sacado? -pregunta Art.

– Bancos de ciudades pequeñas de la zona de Medellín.

– Bien, gracias, Chris.

– Yo no te los he dado.

– Claro que no.

Conti deja una fotografía granulosa sobre la mesa.

Una pista de aterrizaje en la selva, un puñado de tipos alrededor de un DC-4 con el número de serie N-3423VX.Art reconoce al instante a Ramón Mette, pero también le suena otro de los hombres. De edad madura, lleva el pelo corto al estilo militar y traje de faena sobre unas botas negras lustrosas.

Ha pasado mucho tiempo.

Muchísimo tiempo.

Vietnam. Operación Fénix.

Incluso entonces, Sal Scachi llevaba botas muy lustrosas.

– ¿Estás pensando lo que yo estoy pensando? -pregunta Conti.

Bien, si estás pensando que el hombre parece de la Compañía, tienes toda la razón. La última vez que supe de él, Scachi era coronel de las Fuerzas Especiales, y después se dio de baja. Como consta en el curriculum vitae de la Compañía.

– Escucha -dice Conti-, me han llegado rumores.

– Yo comercio con rumores. Continúa.

– Tres torres de radio en las selvas al norte de Bogotá -dice Conti-. No puedo acercarme a la zona para comprobarlo.

– La gente de Medellín es muy capaz de contar con esa clase de tecnología -dice Art.

Lo cual explicaría el misterio de por qué los aviones de SETCO vuelan sin que el radar los detecte. Tres torres de radio que emitan señales VOR pueden guiarlos en sus viajes de ida y vuelta.

– El cártel de Medellín posee la tecnología necesaria para construirlas -dice Conti-, pero ¿tiene la tecnología para hacerlas desaparecer?

– ¿Qué quieres decir?

– Fotos por satélite.

– De acuerdo.

– No aparecen -dice Conti-. Ni tres torres de radio, ni dos, ni una. En esas fotos podemos leer matrículas de coches, Art. ¿No va a aparecer una torre VOR? ¿Y los aviones, Art? Recibo información sobre los AWAC, pero no aparecen. Cualquier avión que vuele desde Colombia a Honduras tiene que pasar sobre Nicaragua, territorio sandinista, y sobre eso tenemos enfocado el Ojo en el Cielo.

Eso es cierto, piensa Art. Nicaragua es el blanco de la administración Reagan en América Central, un régimen comunista en el corazón de la doctrina Monroe. La administración estaba financiando a las fuerzas de la Contra que rodean Nicaragua desde Honduras en el norte y desde Costa Rica en el sur, pero entonces el Congreso estadounidense aprobó la Enmienda Boland, que prohibía la ayuda militar a la Contra.

Ahora, tienes a un ex miembro de las Fuerzas Especiales y fanático anticomunista («Son ateos, ¿verdad? Que les den por el culo») en compañía de Ramón Mette Ballasteros y un avión de SETCO.

Art abandona Costa Rica más alucinado que cuando llegó.


De vuelta en Guadalajara, Art envía a Shag a Estados Unidos en una misión. El vaquero se reúne con todas las brigadas antinarcóticos y oficinas de la DEA del sudoeste y les dice, arrastrando las palabras con su acento de vaquero:

– Ese rollo mexicano va en serio. Va a estallar, y cuando lo haga, no querréis que os pillen con los pantalones bajados, intentando explicar por qué no lo visteis venir. Mierda, podéis obedecer la línea de la Compañía en público, pero en privado tal vez queráis jugar con nosotros, porque cuando suenen las trompetas, amigos, vamos a recordar quiénes son las ovejas y quiénes las cabras.

Los chicos de Washington no pueden hacer nada al respecto. ¿Qué van a hacer? ¿Decir a los polis norteamericanos que no hagan redadas antidrogas en suelo norteamericano? El Departamento de Justicia quiere crucificar a Art. Sospecha que está propagando esta mierda, pero no pueden tocarle, ni siquiera cuando el Departamento de Estado llama para protestar a gritos del «daño irreparable a nuestra relación con un vecino importante».

La oficina del ministro de Justicia querría azotar a Art Keller en Pennsylvania Avenue y clavarle a un poste en el Capitolio, pero no ha hecho nada que pueda demostrarse. Y no pueden sacarle de Guadalajara, porque los medios se han interesado en la Federación, y una medida de ese estilo quedaría fatal.

De modo que tienen que seguir acumulando frustración, mientras Art Keller construye un imperio basado en afirmaciones del invisible, enigmático, inexistente IC-D0243.

– IC-D0243 es un poco impersonal, ¿no? -pregunta Shag un día-. Quiero decir, para alguien que está contribuyendo tanto como él.

– ¿Cómo quieres llamarle? -pregunta Art.

– Garganta Profunda -sugiere Ernie.

– Ya existe -dice Art-, pero es una especie de Garganta Profunda mexicano.

– Mamada -dice Ernie-. Le llamaremos Fuente Mamada.

Fuente Mamada facilita a Art una cuenta bancaria con todas las demás agencias de defensa de la ley de la frontera. Niegan recibir algo del tipo, pero todos están en deuda con él. ¿En deuda con él? Mierda, le aman. La DEA no puede funcionar sin la colaboración local, y si quieren esa cooperación, será mejor que no toquen los cojones a Art Keller.

No, Keller se está convirtiendo a toda prisa en un intocable.


Pero no lo es.

Llevar a cabo una operación contra Tío, fingiendo lo contrario, es agotador. Abandonar a su familia a altas horas de la noche, mantener sus actividades en secreto, mantener en secreto su pasado, esperar a que Tío siga el rastro hacia él, para entonces recordarle que tienen viejas cuentas pendientes.

De tío a sobrino.

Art no come, no duerme.

Althea y él ya no hacen apenas el amor. Ella le riñe por ser irritable, reservado, cerrado.

Intocable.

Art piensa, sentado en el borde de la bañera a las cuatro de la mañana. Acaba de vomitar el pollo con guacamole que Althea le ha dejado en la nevera, y que ha comido a las tres y media. No, el pasado no te está alcanzando, tú estás avanzando hacia él. Con determinación, paso a paso, en dirección al abismo.


Tío se pasa noches en vela pensando en quién es el soplón. Los patrones de la Federación (Abrego, Méndez, el Verde) han recibido golpes considerables, y le están presionando para que haga algo.

Porque es evidente que el problema está en Guadalajara. Porque todas las tres plazas han sido tocadas: Abrego, Gómez, el Verde, todos insisten en que tiene que haber un soplón en la organización de M-1.

Encuéntrale, dicen. Mátale. Haz algo.

O lo haremos nosotros.

Pilar Talavera está acostada a su lado, respira serenamente con el sueño profundo y tranquilo de la juventud. Contempla su lustroso pelo negro, sus largas pestañas negras, ahora cerradas, el grueso labio superior perlado de sudor. Adora su olor joven y fresco.

Extiende la mano hacia la mesita de noche, coge un habano y lo enciende. El humo no la despertará. Ni tampoco el olor. Ha conseguido que se acostumbre. Además, piensa, nada podría despertar a la chica después de la sesión que han compartido. Es extraño haber encontrado el amor a esta edad. Es extraño y maravilloso. Ella es mi felicidad, piensa, la sonrisa de mi corazón. La convertiré en mi esposa dentro de un año. Un divorcio rápido, y después un matrimonio aún más rápido.

¿Y la Iglesia? Se puede comprar a la Iglesia. Iré a ver al cardenal y le ofreceré un hospital, un colegio, un orfanato. Nos casaremos en la catedral.

No, la Iglesia no presentará ningún problema.

El problema es el soplón.

La condenada Fuente Mamada.

Me está costando millones.

Peor aún, me está volviendo vulnerable.

Imagino a Abrego, el celoso zorro viejo, susurrando contra mí: «M-1 está perdiendo el control. Nos está cobrando una fortuna por una protección que es incapaz de garantizar. Hay un soplón en su organización».

En cualquier caso, Abrego quiere ser el patrón de la Federación. ¿Cuánto tiempo tardará en creer que es lo bastante fuerte para actuar? ¿Me atacará directamente, o utilizará a alguno de los otros?

No, piensa, actuarán en comandita si no puedo descubrir al soplón.


Empieza en Navidad.

Los críos han estado dando la paliza a Art para que les lleve a ver el árbol de Navidad gigantesco que hay en el Cruce de las Plazas. Confiaba en que se conformarían con las posadas, los desfiles nocturnos de niños que van de casa en casa por el barrio de Tlaquepaque vestidos de José y María, buscando un lugar donde pernoctar. Pero las pequeñas procesiones no consiguieron otra cosa que animar a los críos a ir a ver el árbol y las pastorelas, obras bufas sobre el nacimiento de Cristo representadas delante de la catedral.

No es el mejor momento para obras cómicas. En una de las conversaciones de Tío, Art acaba de oír algo acerca de setecientos veinticinco kilos de cocaína en ochocientas cajas, todas envueltas en papel de Navidad, con cintas, lazos y toda la pesca.

Alegrías navideñas por valor de treinta millones de dólares en un piso franco de Arizona, y Art todavía no ha decidido quién va a apoderarse de ellas.

Pero sabe que ha descuidado a su familia, de modo que el sábado anterior a la Navidad coge a Althea, a los críos y al personal doméstico, compuesto por la cocinera, Josefina, y la criada, Guadalupe, y se van de compras al mercado del barrio.

Tiene que admitir que se lo está pasando en grande. Se compran sus respectivos regalos de Navidad y adornos artesanales para el árbol de casa. Disfrutan de una prolongada y maravillosa comida a base de carnitas recién cortadas, sopa de alubias negras y sopaipillas con miel de postre.

Después, Cassie ve uno de esos elegantes carruajes tirados por caballos, pintado de negro con almohadones de terciopelo rojo, y quiere dar un paseo. Por favor, papá, por favor, y Art negocia un precio con el cochero, vestido de gaucho, y todos se arrebujan bajo una manta en la parte de atrás, Michael se sienta sobre el regazo de Althea y se queda dormido, acunado por el ininterrumpido Clop-clop de los cascos de los caballos sobre los adoquines de la plaza. Cassie no. Cassie está fuera de sí de emoción, mientras mira los caballos enjaezados de blanco, con penachos rojos en los arneses, y después el árbol de dieciocho metros con sus luces brillantes, y cuando Art siente la profunda respiración de su hijo contra el pecho sabe que no se puede ser más feliz.

Ya ha oscurecido cuando termina el paseo, despierta con delicadeza a Michael y se lo entrega a Josefina. Atraviesan la plaza Taparía en dirección a la catedral, donde han montado un pequeño escenario y la obra está a punto de empezar.

Entonces ve a Adán.

Su antiguo cuate lleva un traje arrugado. Parece cansado, como si hubiera estado viajando. Ve a Art y entra en unos lavabos públicos que hay alrededor de la plaza.

– Tengo que ir al lavabo -dice Art-. ¿Tienes que ir, Michael?

Di que no, chaval, di que no.

– Ya he ido en el restaurante.

– Id a ver el espectáculo -dice Art-. Enseguida vuelvo.

Adán está apoyado contra la pared cuando Art entra. Art empieza a examinar los cubículos para ver si están vacíos.

– Ya lo he hecho yo -dice Adán-.Tampoco entrará nadie. Hace mucho tiempo que no nos vemos, Arturo.

– ¿Qué quieres?

– Sabemos que eres tú.

– ¿De qué estás hablando?

– No juegues conmigo -dice Adán-. Solo contesta a una pregunta: ¿qué crees que estás haciendo?

– Mi trabajo -contesta Art-. No es nada personal.

– Es muy personal -dice Adán-. Cuando un hombre vende a sus amigos es muy personal.

– Ya no somos amigos.

– Mi tío está muy disgustado por todo esto.

Art se encoge de hombros.

– Le llamabas Tío -dice Adán-. Como yo.

– Eso era antes -dice Art-. Las cosas cambian.

– Eso no cambia -replica Adán-. Eso es para siempre. Tú aceptaste su protección, su consejo, su ayuda. Él te convirtió en lo que eres.

– Nos hicimos mutuamente.

Adán sacude la cabeza.

– Razón de más para apelar a la lealtad. O a la gratitud.

Introduce la mano en el bolsillo de la solapa y Art avanza un paso para impedir que saque una pistola.

– Tranquilo -dice Adán. Saca un sobre, lo deja sobre el borde del lavabo-. Ahí hay cien mil dólares norteamericanos en billetes. Pero si lo prefieres, podemos depositarlos en alguna cuenta de las Caimán, Costa Rica…

– No estoy en venta.

– ¿De veras? ¿Qué ha cambiado?

Art le agarra, le empuja contra la pared y empieza a cachearle.

– ¿Llevas un cable, Adán? ¿Me has tendido una trampa? ¿Dónde están las putas cámaras?

Art le suelta y empieza a registrar el lavabo. Las esquinas superiores, los cubículos, debajo de los lavabos. No encuentra nada. Deja de buscar y se apoya contra la pared, agotado.

– Cien mil ahora para demostrar nuestra buena fe -dice Adán-. Otros cien mil por el nombre de tu soplón. Después, veinte mil al mes solo por no hacer nada.

Art sacude la cabeza.

– Le dije a Tío que no aceptarías -dice Adán-. Prefieres otra clase de moneda. De acuerdo, te daremos suficientes alijos de marihuana para convertirte en una estrella de nuevo. Ese es el plan A.

– ¿Cuál es el plan B?

Adán se acerca y abraza con fuerza a Art.

– Arturo -dice en voz baja a su oído-, eres un cerdo imitagüeros desagradecido e inflexible. Pero aún sigues siendo mi amigo y te quiero. Así que toma el dinero, o no lo tomes, pero desiste. No sabes con qué estás jugando.

Adán se echa un poco hacia atrás para mirar a Art a la cara. Sus narices casi se tocan cuando le mira a los ojos.

– No sabes con qué estás jugando-repite.

Retrocede, coge el sobre y lo levanta.

– ¿No lo quieres?

Art niega con la cabeza. Adán se encoge de hombros y vuelve a guardar el dinero en el bolsillo.

– Arturo, no quieras saber cuál es el plan B -dice.

Después sale.

Art se acerca al lavabo, abre el grifo y se moja la cara con agua fría. Después se seca y sale para reunirse con su familia.

Están parados detrás de una pequeña multitud congregada delante del escenario. Los niños dan saltitos de placer cuando ven las travesuras de los dos actores vestidos de ángel Gabriel y de Lucifer, que se dan golpes en la cabeza con garrotes mientras luchan por el alma de Nuestro Señor Jesucristo.


Cuando salen del aparcamiento aquella noche, un Ford Bronco se aleja del bordillo y les sigue. Los críos no se dan cuenta, por supuesto (están dormidos como troncos), ni tampoco Althea, Josefina o Guadalupe, pero Art no le pierde de vista por el retrovisor. Art juega con él un rato mientras se abre paso entre el tráfico, pero el coche no se despega de él. Ni siquiera intenta disimular, piensa Art, así que le está intentando mandarle un mensaje.

Cuando Art entra en el camino de acceso, el coche pasa de largo, después da media vuelta y aparca al otro lado de la calle, a media manzana de distancia.

Art conduce a su familia al interior, y después sale con la excusa de que ha olvidado algo en el coche. Se acerca al Bronco y llama a la ventanilla. Cuando la ventanilla baja, Art se inclina hacia delante, inmoviliza al hombre contra el asiento, introduce la mano en el bolsillo de la solapa izquierda y saca la cartera.

Tira la cartera con la placa de la Policía Estatal de Jalisco sobre el regazo del poli.

– Mi familia está ahí dentro -dice-. Si les asustas, si les aterrorizas, incluso si llegan a sospechar que les vigilas, volveré, cogeré la pistola que llevas al cinto y te la meteré por el culo hasta que te salga por la boca. ¿Me has entendido, hermano?

– Solo estoy haciendo mi trabajo, hermano.

– Pues hazlo mejor.

Pero el mensaje de Tío ya ha sido entregado, piensa Art, mientras entra de nuevo en casa: a los amigos no se les jode.


Después de una noche de insomnio casi absoluto, Art se levanta, se prepara una taza de café y bebe hasta que su familia despierta. Después prepara el desayuno de los críos, se despide de Althea con un beso y va en coche a la oficina.

De camino para en una cabina telefónica para cometer suicidio profesional: llama al condado de Pierce, Arizona, departamento del sheriff.

– Feliz Navidad -dice, y les habla de las ochocientas cajas de cocaína.

Después va a la oficina, donde espera una llamada personal.


A la mañana siguiente, Althea vuelve en coche de la tienda de comestibles cuando un coche desconocido empieza a seguirla. Nada de sutilezas, pegado a la cola. Ella no sabe qué hacer. Tiene miedo de llegar a casa y bajar del coche, y tiene miedo de ir a otro sitio, de manera que se dirige a la oficina de la DEA. Está aterrorizada (los dos niños van en el asiento de atrás), y se halla a tres manzanas de la oficina cuando el coche la obliga a parar y cuatro hombres armados con pistolas bajan.

El líder exhibe una placa de la Policía Estatal de Jalisco.

– Identificación, señora Keller -dice.

Sus manos tiemblan cuando busca el carnet de conducir. Entretanto, el hombre asoma la cabeza por la ventanilla.

– Qué chavales tan guapos -dice.

Ella se siente estúpida cuando se oye decir:

– Gracias.

Le da el carnet.

– ¿Pasaporte?

– Lo tengo en casa.

– Hay que llevarlo encima.

– Lo sé, pero vivo aquí desde hace mucho tiempo y…

– Tal vez ha vivido aquí demasiado tiempo -dice el poli-. Me temo que tendrá que acompañarme.

– Pero estoy con mis hijos.

– Ya lo veo, señora, pero tiene que acompañarme.

Althea está al borde de las lágrimas.

– ¿Y qué debo hacer con mis hijos?

El poli se disculpa un momento y vuelve otra vez a su coche. Althea intenta recuperar el control durante unos largos minutos. Reprime la tentación de mirar por el retrovisor para ver qué está pasando, así como las ansias de bajar del coche con los niños y alejarse a pie. Finalmente, el poli regresa. Asoma la cabeza por la ventanilla.

– En México respetamos el significado de familia -dice con alambicada cortesía-. Buenas tardes.


Art recibe la llamada telefónica.

De Tim Taylor, que telefonea para decir que se ha enterado de algo inquietante y tienen que hablar del asunto.

Taylor todavía está hablando cuando empieza el tiroteo.

Plan B.

Primero oyen el rugido de un coche lanzado a toda velocidad, después el estruendo de los AK-47, luego todos se tiran al suelo, agachados detrás de las mesas. Art, Ernie y Shag esperan unos minutos tras los disparos, y después salen a mirar el coche de Art. Las ventanillas del Ford Taurus han volado en pedazos, los neumáticos están reventados y los costados exhiben decenas de agujeros grandes de bala.

– Creo que ni Blue Book lo podrá reparar, jefe -dice Shag.

Los federales se presentan al cabo de poco.

Si es que no estaban ya aquí, piensa Art.

Le conducen a la comisaría, donde el coronel Vega le mira con profunda preocupación.

– Gracias a Dios que no estaba dentro del vehículo -dice-. ¿Quién puede haber hecho algo semejante? ¿Tiene enemigos en la ciudad, señor Keller?

– Sabe muy bien quién cojones ha hecho esto -suelta Art-. Su chico, Barrera.

Vega le mira con los ojos desorbitados de incredulidad.

– ¿Miguel Ángel Barrera? Pero ¿por qué querría hacer algo semejante? Usted mismo me dijo que no está investigando a don Miguel.

Vega le retiene en la sala de interrogatorios durante tres horas y media, intentando sonsacarle sobre sus investigaciones, con el pretexto de intentar determinar quién ha podido tener motivos para atacarle.

Ernie tiene miedo de que no salga. Está aparcado en el vestíbulo y se niega a marcharse hasta que su jefe no salga de allí. Mientras Ernie sigue acampado, Shag va a casa de Keller.

– Art está bien -dice a Althea-, pero…

Cuando Art vuelve a casa, encuentra a Althea haciendo las maletas.

– He reservado billetes para el vuelo a San Diego de esta noche -dice-. Nos instalaremos una temporada con mis padres.

– ¿De qué estás hablando?

– Hoy he tenido miedo, Art -dice. Le cuenta el incidente con el poli de Jalisco, lo que sintió cuando se enteró de que habían tiroteado su coche y le habían conducido a la comisaría de los federales-. Nunca había estado tan asustada, Art. Quiero irme de México.

– No hay nada de que asustarse.

Ella le mira como si estuviera chiflado.

– Ametrallaron tu coche, Art.

– Sabían que no estaba dentro.

– Cuando pongan una bomba en la casa -dice ella-, ¿sabrán que los chicos y yo no estamos dentro?

– No hacen daño a las familias.

– ¿Es una especie de norma?

– Sí. En cualquier caso, van a por mí. Es algo personal.

– ¿Qué quieres decir?

Art calla.

– ¿Qué quieres decir, Art? -repite Althea al cabo de medio minuto de silencio.

Art se sienta y le habla de su anterior relación con Tío y Adán Barrera. Le habla de la emboscada de Badiraguato, la ejecución de seis prisioneros, y de que mantuvo la boca cerrada. Que todo ello ayudó a Tío a fundar su Federación, que ahora inunda de crack las calles de Estados Unidos, y le toca a él hacer algo al respecto.

Ella le mira con incredulidad.

– Has llevado todo ese peso sobre los hombros.

Art asiente.

– Debes de ser un tipo muy fuerte, Art -dice Althea-. ¿Qué tendrías que haber hecho entonces? No fue culpa tuya. No sabías lo que Barrera estaba tramando.

– Creo que lo sabía en parte. Y no quería admitirlo.

– ¿Y ahora crees que has de expiar tus culpas? -pregunta ella-. ¿Deteniendo a Barrera? Aunque te cueste la vida.

– Algo por el estilo.

Ella se levanta y entra en el cuarto de baño. Art tiene la impresión de que transcurre una eternidad, pero en realidad tan solo son unos minutos, hasta que Althea sale, abre el armario, saca la maleta de él y la tira sobre la cama.

– Ven con nosotros.

– No puedo.

– ¿Esta cruzada tuya es más importante que tu familia?

– Nada es más importante para mí que mi familia. -Demuéstralo. Ven con nosotros.

– Althea…

– Si quieres quedarte aquí y jugar a Solo ante el peligro, estupendo -dice ella-. Si quieres conservar a la familia unida, empieza a hacer la maleta. Será cuestión de días. Tim Taylor ha dicho que se encargaría de enviarnos el resto de las cosas.

– ¿Has hablado de esto con Tim Taylor?

– Llamó él. Más de lo que tú hiciste, por cierto…

– ¡Estaba en una sala de interrogatorios!

– ¿Se supone que debo sentirme mejor?

– ¡Maldita sea, Althie! ¿Qué quieres que haga?

– ¡Quiero que vengas con nosotros!

– ¡No puedo!

Se sienta en la cama, con la maleta vacía a su lado como la prueba palpable de que no ama a su familia. Sí que les ama, profundamente, pero no puede obligarse a hacer lo que ella le pide.

¿Por qué no?, se pregunta. ¿Tendrá razón Althea? ¿Amo esta cruzada más que a mi propia familia?

– ¿No lo entiendes? -pregunta ella-. Esto no tiene nada que ver con los Barrera, sino contigo. Eres incapaz de perdonarte. No estás obsesionado con castigarlos a ellos, sino a ti.

– Gracias por tu psicoterapia de pacotilla.

– Que te den por el culo, Art. -Althea cierra su maleta-. He llamado un taxi.

– Al menos, deja que os lleve al aeropuerto.

– No, a menos que subas al avión. Es demasiado duro para los niños.

Art coge la maleta y baja. Se queda parado con la maleta en la mano, mientras Althea y Josefina intercambian abrazos y lágrimas. Se agacha para abrazar a Cassie y a Michael. Michael no entiende nada. Art siente en la mejilla la tibieza de las lágrimas de Cassie.

– ¿Por qué no vienes, papá? -pregunta la niña.

– Tengo trabajo que hacer -contesta Art-. Me reuniré con vosotros en cuanto pueda.

– Pero ¡yo quiero que vengas con nosotros!

– Te lo pasarás en grande con los abuelos.

Se oye un bocinazo y lleva las maletas afuera.

La calle está llena de gente debido a una posada. Los niños van vestidos de José, María, reyes y pastores. Estos últimos golpean el suelo con los bastones, al ritmo de la música de una orquestita que sigue a la procesión. Art pasa las maletas al taxista por encima de los niños.

– Aeropuerto -dice Art.

Yo sé -contesta el taxista.

Mientras el taxista mete las maletas en el maletero, Art acomoda a los chicos en el asiento posterior. Les besa y abraza otra vez, sin dejar de sonreír, y dice adiós. Althea está de pie junto a la puerta del pasajero, sin saber qué hacer. Art la abraza y se dispone a besarla, pero ella vuelve la cara para que la bese en la mejilla.

– Te quiero -dice Art.

– Cuídate, Art.

Sube al taxi. Art sigue con la vista el vehículo, hasta que las luces traseras desaparecen en la noche. Después da media vuelta y se abre paso entre la posada, con los cánticos de fondo.


Entrad, santos peregrinos,

en esta humilde morada.

El alojamiento es pobre,

pero es un regalo del corazón.


Ve el Bronco blanco aparcado en la calle y se dirige hacia él, pero tropieza con un niño que le hace la pregunta ritual.

– ¿Un lugar para alojarnos esta noche, señor? ¿Tiene una habitación para nosotros?

– ¿Qué?

– Un lugar para alojarnos…

– Esta noche, no.

Se acerca al Bronco y llama con los nudillos a la ventanilla. Cuando la baja, agarra al poli, lo saca por la ventanilla y le propina tres fuertes puñetazos, antes de arrojarle al suelo. Le sujeta por la pechera de la camisa y le abofetea una y otra vez.

– ¡Te dije que no te metieras con mi familia! -grita-. ¡Te dije que no te metieras con mi familia!

Dos padres le contienen.

Se suelta y se pone a andar hacia su casa. En ese momento ve que el poli, todavía tendido en el suelo, saca la pistola de su funda.

– Hazlo -dice Art-. ¡Hazlo, hijoputa!

El poli baja la pistola. Art se abre paso entre la estupefacta multitud y entra en su casa.

Se trinca dos whiskies sin hielo y se acuesta.


Art pasa el día de Navidad con Ernie y Teresa Hidalgo, debido a su insistencia y pese a sus objeciones. Llega tarde, porque no quiere ver a Ernesto Jr. y a Hugo abrir sus regalos, pero aparece con juguetes en las manos y los niños, ya enloquecidos por la emoción, se ponen a dar saltos y a chillar.

– ¡Tío Arturo! ¡Tío Arturo!

Finge tener apetito. Teresa se ha tomado muchas molestias para preparar una cena de pavo tradicional (tradicional para él, no para un hogar hispano), de manera que se obliga a engullir grandes cantidades de pavo y puré de patatas, que en realidad no le apetecen. Insiste en quitar la mesa, y es en la cocina donde Ernie habla con él.

– Jefe, me han ofrecido el traslado a El Paso.

– Ah, ¿sí?

– Voy a aceptarlo.

– De acuerdo.

Ernie tiene lágrimas en los ojos.

– Es por Teresa. Está asustada. Por mí, por los chicos.

– No me debes ninguna explicación.

– Yo creo que sí.

– Escucha, no te culpo.

Tío ha soltado a sus perros federales para que acosen a los agentes de la DEA en Guadalajara. Los federales han ido a la oficina, buscado armas, equipos de pinchar teléfonos ilegales, incluso drogas. Han detenido a los agentes en sus coches dos o tres veces al día con el más endeble de los pretextos. Y los sicarios de Tío pasan delante de sus casas por las noches, o aparcan al otro lado de la calle, les saludan por la mañana cuando salen a recoger el periódico.

De modo que Art no culpa a Ernie por salir pitando. El hecho de que yo haya perdido a mi familia, piensa, no significa que él deba perder la suya.

– Creo que has hecho lo correcto, Ernie -dice.

– Lo siento, jefe.

– No tienes por qué.

Se abrazan con torpeza.

– Pasará un mes o así antes de que empiece en el nuevo trabajo -dice después Ernie-, así que…

– Claro. Haremos alguna de las nuestras antes de que te vayas.

Art se excusa poco después del postre. No puede soportar la idea de regresar a su casa vacía, de modo que da unas vueltas en coche hasta encontrar un bar abierto. Se sienta en un taburete y toma dos copas, que no le aturden lo suficiente para afrontar la idea de volver a casa, de modo que se dirige al aeropuerto.

Se queda sentado en el coche, en el risco que domina el aeropuerto, y ve llegar el vuelo de SETCO.

– Con Dancer y Prancer -dice para sí-. Con Donner y Blitzen.

Llega el trineo de Papá Noel lleno de regalos para los niños buenos.

Podríamos apoderarnos de nieve suficiente para abarcar el invierno de Minnesota, piensa, y la nieve seguiría cayendo. Podríamos apoderarnos de dinero en metálico suficiente para pagar la deuda nacional, y el dinero seguiría cayendo. Mientras el Trampolín Mexicano siga operativo, da igual. La coca rebota de Colombia a Honduras, de México a Estados Unidos. La convierten en crack y salta alegremente en las calles.

El DC-4 blanco está aparcado en la pista.

Esta coca no va a ser esnifada por corredores de bolsa o estrellas de cine en ciernes. Esta coca va a ser fumada como crack, vendida a diez pavos la piedra a los pobres, sobre todo negros e hispanos. Esta coca no irá a Wall Street o a Hollywood. Irá a Harlem y Watts, a Chicago Sur y Los Angeles Este, a Roxbury y Barrio Logan.

Art ve que los federales terminan de cargar la coca en camiones. La rutina habitual de SETCO, piensa, suave e intocable, y está a punto de marcharse a casa cuando ocurre algo.

Los federales empiezan a cargar algo en el avión. Art ve que suben una caja detrás de otra a la bodega de carga del DC-4.

¿Qué coño?, piensa.

Mueve los prismáticos y ve a Tío, que está supervisando la operación.

¿Qué coño? ¿Qué pueden estar cargando en el avión?


Lo medita de camino a casa.

De acuerdo, piensa, hay aviones que transportan coca desde Colombia. No están guiados por señales de radio, y vuelan sin ser detectados por el radar. Se detienen y repostan en Honduras bajo la protección de Ramón Mette, cuyo socio es un cubano expatriado de la Operación 40.

Después los aviones vuelan a Guadalajara, donde son descargados bajo la protección de Tío y distribuidos a uno de los tres cárteles, Golfo, Sonora o Baja. Los cárteles transportan la coca a pisos francos a través de la frontera, y después la devuelven a los colombianos a razón de mil dólares el kilo. Después los cárteles mexicanos pagan a Tío un porcentaje de esos honorarios.

Es el Trampolín Mexicano, piensa Art, cocaína que salta desde Medellín a Honduras, desde Honduras a México, desde México a Estados Unidos. Y la oficina de la DEA en Honduras está cerrada, la de México no quiere hacer nada al respecto, y la DEA, el Departamento de Justicia y el Departamento de Estado no quieren saber nada del asunto. No ven, no oyen y, por el amor de Dios, no quieren que se hable de ello.

Bien, la historia de siempre.

¿Qué hay de diferente?

Lo diferente es el tráfico en doble sentido. Ahora, algo va en dirección contraria.

Pero ¿qué?

Está pensando en esto mientras abre la puerta y entra en la casa vacía, y entonces siente que apoyan contra su nuca el cañón de una pistola.

– No te vuelvas.

– No lo haré.

Claro que no. Ya estoy bastante asustado con solo notar la pistola. No necesito verla.

– ¿Ves lo fácil que es, Art? -dice el hombre-. Pillarte.

Tiene acento norteamericano, piensa Art. Costa Este. Nueva York. Baja la vista, pero solo ve las puntas de los zapatos del hombre.

Negros, brillantes como un espejo.

– He comprendido el mensaje, Sal -dice.

El momento de silencio que sigue le dice que ha acertado.

– Eso ha sido una puta estupidez, Art -dice Sal.

Aprieta el gatillo.

Art oye el chasquido metálico y seco.

– Santo Dios -dice.

Siente las piernas muy flojas, como agua, como si se fuera a caer. Tiene el corazón acelerado, el cuerpo sudoroso. Experimenta la sensación de que no puede respirar.

– La siguiente cámara no estará vacía, Art.

– Vale.

– Olvídate de esta mierda -dice Sal-. No sabes con qué estás jugando.

Lo mismo me dijo Adán, piensa Art. Con las mismas palabras.

– ¿Te ha enviado Barrera? -pregunta.

– Cuando me apuntes a la cabeza con una pistola, podrás hacerme preguntas -contesta Sal-. Te estoy diciendo que ni te acerques al aeropuerto. La próxima vez, y será mejor que no haya una próxima vez, Arthur, no habrá «diálogo». En un momento dado estarás vivo, y al siguiente no. ¿Lo captas?

– Sí.

– Estupendo -dice Sal-. Ahora me voy a marchar. No te des la vuelta. Por cierto, Arthur.

– ¿Sí?

– Cerbero. -¿Qué?

– Nada -dice el hombre-. No te vuelvas. Art no se vuelve mientras Sal se marcha. Se queda inmóvil un minuto entero, hasta que oye un coche alejarse por la calle.

Después se sienta y empieza a temblar. Necesita unos minutos y un whisky para reponerse, pero intenta reflexionar.

«Ni te acerques al aeropuerto.»

Por lo tanto, sea lo que sea lo que cargan en el avión, son muy sensibles al respecto.

¿Y qué coño es Cerbero?

Mira por la ventana, y hay otro poli de Jalisco vigilando. Entra en el estudio y llama a casa de Ernie.

– Necesito que me traigas un coche. Entra por el lado contrario y aparca dos manzanas al sur. Vuelve a casa en taxi.

Sale por la puerta de la cocina, trepa por la valla y salta al patio del vecino, y sale a la calle de atrás. Encuentra el coche de Ernie donde debía estar, pero hay un problema.

Ernie aún está dentro.

– Te dije que volvieras a casa en taxi -dice Art cuando sube.

– Creo que no te oí bien.

– Vete a casa -dice Art. Ernie no se mueve-. Escucha, no quiero joderte la vida a ti también.

– ¿Cuándo me vas a dejar participar en esto? -pregunta Ernie cuando baja del coche.

– Cuando sepa de qué va -contesta Art.

O sea, tal vez nunca.

Sube al coche de Ernie y se dirige a la Casa del Amor.

¿Y si me están esperando?, piensa, mientras se encamina hacia el muro para recuperar la cinta.

«En un momento dado estarás vivo, y al siguiente no.»

Clic.

Fuera.

Se sacude el miedo de encima y se abre paso entre los arbustos hasta el muro. Echa una rápida ojeada por encima y ve que la luz del dormitorio de Tío está encendida. Se agacha junto al muro, enchufa el auricular en la grabadora para oír la conversación en directo.

¿Ha funcionado? -pregunta Tío.

– No lo sé. -El español de Sal es muy bueno, piensa Art, pero no cabe duda de que es la misma voz-. Creo que sí. El tipo parecía muy asustado.

Sí, claro, piensa Art. Deja que te apriete una pistola contra el cuello, a ver cómo te lo tomas.

¿Sabía algo de Cerbero?

– Creo que no. No reaccionó.

Relájate, piensa Art. No sé una mierda de eso. Sea lo que sea.

– No podemos arriesgarnos -dice Tío-. El siguiente intercambio…

¿Intercambio?, se pregunta Art. ¿Qué intercambio?

– … será en el norte.

El norte, piensa Art.

Estados Unidos.

Sí, piensa Art. Hazlo, Tío.

Cruza la frontera.

Porque en cuanto lo hagas…

Voy a agarrar el avión en pleno vuelo.


Borrego Springs, California

Enero de 1985


El avión, en realidad cualquier avión, vuela hacia una señal VOR. Una señal VOR (Variable Oscillation Radio) es como la versión en radio de un faro, pero en lugar de un rayo de luz proyecta ondas de sonido que se registran como pitidos en la radio de un avión, o como una luz pulsátil en el panel de instrumentos. Todos los aeropuertos, hasta los pequeños, tienen una estación VOR.

Pero un avión cargado de droga no aterriza en un aeropuerto de Estados Unidos, ni siquiera pequeño. Lo que hace es aterrizar en una pista privada construida en algún lugar remoto del desierto. Las señales VOR siguen siendo fundamentales, porque el piloto localizará la pista de aterrizaje a base de triangular el emplazamiento entre las tres señales VOR, en este caso las señales VOR de Borrego Springs, Ocotillo Wells y Blythe. Lo que pasa es que la gente de tierra va a localizarles mediante el radio compás, o ADF, y les dará el emplazamiento, efectuando una remisión por distancia y puntos de compás (llamados «vectores» en navegación aérea) desde los tres emplazamientos VOR conocidos.

Después aparcarán al final de la pista de aterrizaje, y cuando vean el avión, se convertirán en su torre de aterrizaje, haciendo destellar sus linternas. El piloto dirigirá el avión hacia las luces y se posará con su valiosa carga.

Por razones de seguridad, los chicos de tierra no darán al piloto la localización de la pista hasta que esté en el aire, porque en cuanto esté en el aire, ¿qué puede pasar?

Bien, montones de cosas, porque la F de ADF significa «frecuencia», y eso es lo que Art ha obtenido a base de escuchar las conversaciones de Tío, y está sintonizado con ella para saber el lugar de aterrizaje al mismo tiempo que el piloto. Pero eso no es suficiente. El grupo de Art no puede esperar a que aterrice y luego detener a todo el mundo, porque no pueden acercarse bastante sin que les vean mucho antes de que el avión llegue.

Una vez que sales de la pequeña localidad de Borrego Springs, California, el desierto de Anza-Borrego consiste en medio millón de hectáreas de nada, y si enciendes aunque sea una linterna, parecerá un foco. Y el silencio es absoluto, de manera que un jeep suena como una columna acorazada. No podrás acercarte lo suficiente aunque puedas llegar a tiempo, una vez que hayas descubierto el emplazamiento.

Por eso Art ha optado por una táctica diferente: en lugar de intentar seguir el rastro del avión, para luego subir a él, lo obligará a aterrizar en su propia pista.

Su plan es estrafalario, tan alucinante, tan demencial, que nadie se lo va a esperar.

Primero de todo, necesita una pista de aterrizaje.

Resulta que Shag conoce a un ranchero, en un lugar donde hacen falta cuarenta hectáreas para dar de comer a una sola vaca. Y el viejo amigo de Shag tiene unas cuantas miles, y sí, también una pista de aterrizaje porque, como Shag explica a Art, «el viejo Wayne vuela a Ocotillo a comprar sus comestibles», y no va en coña. Y como la opinión del viejo Wayne sobre los traficantes de droga es la misma que sobre el gobierno federal, se siente complacido de acoger esta pequeña emboscada, y todavía más de mantener la boca cerrada al respecto.

Lo siguiente que Art necesita es un cómplice en la conspiración, porque el antes mencionado Washington, D. C. se sentiría muy poco entusiasmado si supiera que el ARM de Guadalajara va a montar un número a varios cientos de kilómetros de distancia de su territorio. Lo que Art necesita es alguien que se encargue de las detenciones e incautaciones de rigor, de convocar a la prensa, y después de empezar a seguir el rastro del avión sin interferencias de la DEA ni el Departamento de Estado. Por eso Russ Dantzler está sentado a su lado.

Otra cosa que Art necesita es interferir el ADF del piloto, desviarlo a una frecuencia nueva, y después convencerle de que asista a la fiesta que se celebrará en el rancho del viejo Wayne.

Por lo tanto, lo más importante que necesita Art, como diría el viejo Wayne, es una suerte de la hostia.


Adán está sentado en la parte delantera del Land Rover, en mitad de esta chingada de desierto, con un cargamento de cocaína valorado en millones de dólares en el aire y su futuro en las manos.

Y ahora la chingada de la radio no funciona.

– ¿Qué le pasa? -pregunta de nuevo.

– No lo sé -repite el joven técnico, que toquetea botones, cuadrantes e interruptores, intentando recuperar la señal-. Una tormenta eléctrica, algo en el avión… Estoy en ello.

El chico parece asustado. No es de extrañar: Raúl saca una pistola del 44 y la apunta a su cabeza.

– Esfuérzate más.

– Guarda eso -dice con brusquedad Adán-. No nos va a servir de nada.

Raúl se encoge de hombros y devuelve la pistola al cinto.

Pero la mano del chico está temblando sobre los cuadrantes. Las cosas no tenían que haber ido así. Se suponía que iba a hacer un trabajillo fácil a cambio de un poco de coca fácil, y ahora están amenazando con volarle la tapa de los sesos si no puede localizar el avión en el ADF.

Y no puede.

Lo único que obtiene es un chirrido tipo guitarra Led Zeppelin.Y su mano está temblando sobre los cuadrantes.

– Relájate -dice Adán-. Localiza el avión.

– Lo estoy intentando -repite el chico, con aspecto de estar a punto de llorar.

Adán mira a Raúl como diciendo: ¿Ves lo que has conseguido?

Raúl frunce el ceño.

Sobre todo cuando Jimmy Peaches se acerca y llama a la ventanilla.

– ¿Qué coño está pasando?

– Estamos intentando localizar el avión por la radio -explica Adán.

– ¿Cuesta mucho? -pregunta Peaches.

– Más costará si continúas molestando -replica Raúl-. Vuelve a tu camión, todo va bien.

No, nada va bien, piensa Peaches mientras vuelve al camión. Lo primero que no va bien es estar aquí, jugando a ser Lawrence de Arabia en el culo del mundo, lo segundo es estar sentado en un camión lleno de mierda, lo tercero es que invertí la hostia en este camión, con dinero apalancado de otra gente, lo cuarto es que la otra gente es Johnny Boy Cozzo, Gene, el hermano de Johnny, y Sal Scachi, ninguno de los cuales es famoso por su naturaleza piadosa, lo cual me lleva a lo quinto, que si Big Paulie se entera de que estamos traficando con droga, va a ordenar que se nos carguen, empezando por mí, lo cual me lleva a lo sexto, que la coca está ahora en un avión perdido en el cielo y parece que estos frijoleros son incapaces de localizarlo.

– Ahora no pueden encontrar el puto avión -le dice a Little Peaches cuando sube de nuevo al camión.

– ¿Qué quieres decir? -pregunta Little Peaches.

– ¿Qué palabra no has comprendido?

– Qué irritable.

– Joder, sí, soy irritable.

Conducir hasta California con un camión cargado de armas, y no solo unas cuantas pistolas, sino armas pesadas (M-16, AR-15, municiones, incluso un par de LAW), y para qué coño necesitan los putos mexicanos lanzacohetes nunca lo sabré. Pero ese fue el trato, esta vez los frijoleros querían que les pagaran en armas, así que pido el dinero prestado a los Cozzo y a Sal, añado un pequeño recargo secreto para cubrirme las espaldas, y me recorro toda la costa Este reuniendo este puto arsenal. Después atravieso todo el país, cagándome encima cada vez que veo a un policía estatal por culpa de lo que llevo detrás.

Peaches también está irritable porque las cosas de la familia Cimino no van muy bien.

Para empezar, Big Paulie está cagado de miedo por culpa del Caso de la Comisión, porque el nuevo fiscal del distrito de la zona este de Nueva York, Giuliani, amenaza con colgarles un siglo de cárcel a los capos de las cuatro familias restantes. De modo que Paulie no les deja hacer nada para ganarse la vida. Nada de robos, nada de atracos y, por supuesto, nada de droga. Y cuando comunican que se están muriendo de hambre, la respuesta es que tendrían que haber invertido su dinero.

Tendrían que haber montado negocios legales en los que apoyarse.

Lo cual es una chorrada, piensa Peaches. Todos los obstáculos que tienes que superar para… ¿para qué? ¿Vender zapatos?

A la mierda.

El cabrón de Paulie es como una puta mujer.

Peaches ha empezado a llamarle la Madrina. El otro día, Little Peaches y él estaban hablando del asunto por teléfono.

– Eh -dice Peaches-, ¿sabes esa tía que la Madrina se está tirando? ¿Estás preparado? Por lo visto, utiliza un hinchador de pollas.

– ¿Cómo funciona? -pregunta Little Peaches.

– No quiero ni pensarlo -dice Peaches-. Supongo que es como un neumático deshinchado, y le metes aire para que se te ponga dura.

– ¿Lleva un tubo dentro de la polla?

– Supongo -dice Peaches-. De todos modos, lo que hace está mal, follarse a la tía en la casa donde vive su mujer. Qué falta de respeto. Gracias a Dios que Cario no está vivo para verlo.

– Si Cario estuviera vivo, no habría nada que ver -dice Little Peaches-. Paulie no tendría huevos, y mucho menos una polla hinchable, para follarse a una puta ante las narices de la hermana de Cario. Paulie ya estaría muerto.

– Que Dios te oiga -dice Peaches-. Si quieres algo raro, pues vale, ve a buscar algo raro. Si quieres algo extraconyugal, ve a buscar algo extraconyugal, pero no en casa. La casa es el hogar de la esposa. Tienes que respetar eso. Es la costumbre.

– Tienes razón.

– Todo va mal ahora -dice Big Peaches-. Y cuando el señor Neill muera al fin… Te lo digo yo, será mejor que el trabajo de lugarteniente sea para Johnny Boy.

– Paulie no nombrará a John lugarteniente -dice Little Peaches-. Le tiene demasiado miedo. El trabajo será para Bellavia, ya lo verás.

– Tommy Bellavia es el chófer de Paulie -resopla Big Peaches-. Es un taxista, por el amor de Dios. No pienso recibir órdenes de un puto chófer. Mejor que sea John, te lo digo yo.

– De todos modos -dice Little Peaches-, no podemos correr riesgos con este cargamento. Tenemos que cogerlo, ponerlo en la calle y ganar algo de dinero.

– Me doy por enterado.


Callan piensa más o menos en lo mismo, sentado en la parte posterior del camión en plena y fría noche del desierto. Ojalá se hubiera traído algo más que esta vieja chaqueta de cuero.

– ¿Quién iba a suponer que haría frío en el puto desierto? -dice O-Bop.

– ¿Qué está pasando? -pregunta Callan.

No le gusta esa mierda. No le gusta estar lejos de Nueva York, no le gusta estar en el culo del mundo, ni siquiera le gusta lo que están haciendo aquí. Ve lo que está pasando en las calles, lo que el crack está haciendo al barrio, a toda la ciudad. Se siente mal, no es una forma correcta de ganarse la vida. La mierda del sindicato es una cosa, la mierda de la construcción, la usura, el juego, incluso los contratos, pero no le gusta ayudar a Peaches a colocar crack en las calles.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó O-Bop cuando apareció-. ¿Decir que no?

– Sí.

– Si esto se jode, nosotros también nos jugamos el culo.

– Lo sé.

Y aquí están, sentados en la parte trasera de un camión sobre armas suficientes para conquistar una pequeña república bananera, esperando a que aterrice un avión para efectuar el intercambio y volver a casa.

A no ser que los mexicanos se rajen; en ese caso, Callan tiene diez balas del calibre 22 en el cargador y otra en la recámara.

– Aquí hay un arsenal -dice O-Bop-. ¿Para qué quieres una veintidós?

– Es suficiente.

Joder, ya lo creo, piensa O-Bop cuando se acuerda de Eddie Friel.

Joder, ya lo creo.

– Averigua qué está pasando -dice Callan.

O-Bop golpea en la pared.

– ¿Qué está pasando?

– ¡No pueden localizar el puto avión!

– ¡No jodas!

– ¡Sí jodo! -grita Peaches-. ¡El avión aterrizó, dimos el cambiazo y todos estamos sentados en Rocco comiendo linguini con salsa de almejas!

– ¿Cómo se pierde un avión? -pregunta Callan.

Aquí no hay nada.


Ese es el problema. El piloto está a dos mil cuatrocientos metros sobre el desierto, y solo ve oscuridad abajo. Puede localizar Borrego

Springs, puede localizar Ocotillo Wells o Blythe, pero a menos que alguien toque la bocina y le facilite el lugar del aterrizaje, tiene tantas probabilidades de localizar esa pista como de ver a los Cubs ganar las Series Mundiales.

Zip.

Es un problema porque lleva el combustible justo, y muy pronto tendrá que empezar a pensar en dar media vuelta y regresar a El Salvador. Prueba la radio de nuevo y obtiene el mismo chirrido metálico. Después sube media frecuencia y…

– Adelante, adelante.

– ¿Dónde coño estabais? -pregunta el piloto-. Os habéis equivocado de frecuencia.

Que te crees tú eso, piensa Art.


San Antonio es el patrón de las causas desesperadas, y Art toma nota mental de darle las gracias con una vela y un billete de veinte dólares.

– ¿Quieres quejarte o quieres aterrizar? -pregunta Shag por la radio.

– Quiero aterrizar.

El pequeño grupo de hombres acurrucados alrededor de la radio en esa noche gélida se miran y sonríen. Les conforta considerablemente, porque faltan poco para que un vuelo de la SETCO aterrice con un cargamento de cocaína.

A menos que todo se tuerza.

Cosa que podría suceder.

A Shag le da igual.

– De todos modos, mi carrera se ha ido a la mierda.

Da al piloto las coordenadas de aterrizaje,

– Diez minutos -dice el piloto.

– Recibido. Corto.

– Diez minutos-dice Art.

– Diez minutos muy largos -dice Dantzler.

Muchas cosas pueden suceder en diez minutos: En diez minutos, el piloto podría ponerse paranoico, cambiar de idea y dar media vuelta. En diez minutos, la verdadera pista de aterrizaje podría abrirse paso en la radio interferida de Dantzler y ponerse en contacto con el avión, para guiarlo hasta el lugar correcto. En diez minutos, piensa Art, podría producirse un terremoto que abriera una grieta en mitad de esta pista y tragárselos a todos. En diez minutos…

Exhala un largo suspiro.

– No jodas-dice Dantzler.

Shag le sonríe.


Adán Barrera no sonríe.

Tiene el estómago revuelto, la mandíbula apretada con fuerza. Esta operación no puede salir mal, le había advertido Tío. Tiene que coronarse con éxito.

Por numerosas razones, piensa Adán.

Ahora es un hombre casado. Lucía y él se casaron en Guadalajara, y el padre Juan presidió la ceremonia. Fue un día maravilloso, y una noche todavía más maravillosa, después de años de frustraciones al fin poder metérsela a Lucía. Había sido una sorpresa en la cama, una compañera más que entusiasta, no paraba de retorcerse y chillar su nombre, el pelo rubio desparramado sobre la almohada en una involuntaria simetría con sus piernas abiertas.

La vida de casado es estupenda, pero con el matrimonio llega la responsabilidad, sobre todo ahora que Lucía está embarazada. Eso, piensa Adán mientras sigue sentado en el desierto, lo cambia todo. Ahora va en serio. Ahora estás a punto de ser papá, con una familia a la que mantener, con su futuro en tus manos. Esto no le disgusta, al contrario, está emocionado por asumir la responsabilidad de un hombre, complacido sobremanera por la idea de tener un hijo… lo cual significa que, más que nunca, esta operación no puede salir mal.

– Prueba otra frecuencia -dice al técnico.

– He probado todas…

Ve que Raúl toca la culata de la pistola que lleva al cinto.

– Probaré otra vez -dice el técnico, aunque ahora está convencido de que no se trata de la frecuencia.

Es el aparato, la radio en sí. ¿Quién sabe si hay algo suelto dentro? Todos son iguales, piensa. Tienen millones de dólares en coca flotando por ahí, pero no quieren desembolsar cien pavos más en una radio. En cambio, tengo que trabajar con esta baratija de mierda.

De todos modos, no verbaliza sus críticas.

Sigue girando botones.

Adán clava la vista en el cielo nocturno.

Las estrellas parecen muy bajas y brillantes, da la impresión de que casi podría apoderarse de una. Ojalá pudiera hacer lo mismo con el avión.


Lo mismo piensa Art.

Porque allí arriba no hay nada, salvo las estrellas y un gajo de luna.

Consulta su reloj.

Las cabezas se giran como si hubiera sacado una pistola.

Han pasado diez minutos.

Ya has tenido tus diez minutos. Ya has tenido tus diez minutos eternos de calambres intestinales, pulsación acelerada y nervios a flor de piel, así que deja de jugar con nosotros. Basta de torturas.

Mira el cielo de nuevo.

Es lo que todos están haciendo, mirar el cielo como miembros de una tribu prehistórica, intentando imaginar qué significa todo.

– Se acabó -dice Art un minuto después-. Se lo habrá olido.

– Mieeeeeerda -dice Shag.

– Lo siento, Art -dice Dantzler.

– Lo siento, jefe.

– No pasa nada -dice Art-. Lo hemos intentado.

Pero sí que pasa. Es probable que nunca más tengan otra oportunidad de apoderarse de pruebas tangibles de que el Trampolín Mexicano existe.

Y cerrarán la oficina de Guadalajara, nos dispersarán, y asunto concluido.

– Esperaremos cinco minutos más y…

– Calla -dice Shag.

Todos le miran por su ataque de brusquedad de vaquero insólita en él.

– Escuchad -dice.

Entonces lo distinguen.

El sonido de un motor.

El motor de un avión.

Shag corre hacia el camión, enciende el motor y hace parpadear los faros.

Las luces de navegación del avión le contestan. Al cabo de dos minutos, Art ve el avión descender de la negrura y posarse con suavidad.

El piloto exhala un suspiro de alivio cuando ve al hombre acercarse corriendo.

Entonces el hombre le apunta una pistola a la cara.

– Sorpresa, capullo -dice Dantzler-. Tienes derecho a guardar silencio…

¿Silencio?

El hijoputa se ha quedado sin habla.


Shag no. Está en el coche con Art, en plan Bundini Brown de vaquero.

– ¡Eres el más grande jefe! ¡Tienes los brazos de un orangután! ¡Eres King Kong! ¡Alzas la mano al cielo y cazas aviones!

Art ríe. Entonces ve que Dantzler se acerca al coche. El poli de San Diego sacude la cabeza, y hasta a la tenue luz se le ve pálido.

Estremecido.

– Art -empieza Dantzler-. Ese tipo… el piloto… dice…

– ¿Qué?

– Que trabaja para nosotros.

Art abre la puerta de donde tienen encerrado al piloto.

Phil Hansen debería estar muy nervioso, pero no es así. Está reclinado, como si esperara una multa de tráfico que, de todos modos, le será perdonada. A Art le vienen ganas de borrarle la sonrisa presuntuosa de la cara.

– Cuánto tiempo sin verte, Keller -dice como si tal cosa, como si todo fuera una broma.

– ¿Qué coño es eso de que trabajas para nosotros?

Hansen le mira con serenidad.

– Cerbero.

– ¿Qué?

– Venga, hombre. ¿Cerbero? ¿Ilopongo? ¿Hangar Cuatro?

– ¿De qué coño estás hablando?

La sonrisa desaparece de la cara de Hansen. Ahora parece alarmado.

– ¿Pensabas que tenías bula? -pregunta Art-. ¿Que podías introducir doscientos kilos de cocaína en Estados Unidos y tenías bula? ¿Por qué lo crees, capullo?

– Dijeron que tú…

– ¿Que yo qué?

– Nada.

Hansen vuelve la cabeza y mira por la ventana.

– Si tienes una tarjeta de «Saldré Libre de la Cárcel», ya es hora de que la entregues -dice Art-. Dime un nombre, Phil. ¿A quién llamo?

– Ya sabes a quién tienes que llamar.

– No, no lo sé. Dímelo tú.

– Mi trabajo ha terminado.

Mira por la ventanilla,

– Alguien te ha jodido, Phil -dice Art-. No sé quién te ha dicho qué, pero si crees que estás jugando para el mismo equipo estás equivocado. Te hemos pillado cargado de coca, Phil. Te caerán quince años, como mínimo. Pero no es demasiado tarde para salir bien librado. Colabora conmigo, y si sale bien, me ocuparé de que te ofrezcan un trato.

Cuando Hansen se vuelve a mirarle, hay lágrimas en sus ojos.

– Tengo mujer e hijos en Honduras.

Ramón Mette, piensa Art. El tío tiene miedo de que Mette se vengue con su familia. Tendrías que haberlo pensado antes de haber empezado a transportar coca.

– ¿Quieres verlos antes de que tengan sus propios hijos? Habla conmigo.

Art ha visto antes esa mirada. La llama la Balanza del Quinqui, el tío culpable que sopesa sus opciones, y se da cuenta con horror de que no existe ninguna opción buena, solo una y mala. Espera a que Hansen se decida.

Hansen sacude la cabeza.

Art cierra la puerta del coche y sale al desierto un minuto. Podría registrar el avión ahora, pero ¿de qué serviría? Demostraría que SETCO está traficando con drogas, pero eso ya lo sabe. Pero no sabría qué carga va a regresar en el avión, ni para quién.

No, ha llegado el momento de aprovechar la oportunidad.

Vuelve con Dantzler.

– Esta vez haremos las cosas de manera diferente. Dejaremos que el avión pase.

– ¿Qué?

– Después podremos seguir su rastro de tres maneras -dice Art-. Averiguar adónde va la coca, averiguar adónde va el dinero, averiguar adónde vuelve el avión.

Dantzler accede. ¿Qué coño puede hacer? Es el jodido Art quien se lo pide.

Art asiente y vuelve al coche.

– Solo era un examen -dice a Hansen-. Has aprobado. Continúa.

Art ve al avión despegar de nuevo.

Después dice a Ernie por radio que espere el vuelo de regreso de SETCO, lo fotografíe y lo deje pasar.

Pero Ernie no contesta.

Ernie Hidalgo ha desaparecido del radar.

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