Una voz se oye en Roma, lamentación y gemido

grande; es Raquel, que llora a sus hijos y rehúsa

ser consolada, porque no existen.

Mateo 2,18


Tegucigalpa, Honduras

San Diego, California

Guadalajara, México

1992


Art está sentado en un banco de un parque de Tegucigalpa y ve que un hombre con un chándal Adidas marrón abandona su edificio, al otro lado de la calle.

Ramón Mette tiene siete chándales, uno para cada día de la semana. Cada día se pone uno limpio y sale de su mansión de la zona residencial de Tegus para correr cinco kilómetros, flanqueado por dos guardias de seguridad con indumentaria similar, solo que les abulta en sitios poco habituales para dejar sitio a las Mac-10 que portan para que pueda correr sin peligro.

Mette sale cada mañana. Corre cinco kilómetros y regresa a la mansión, se da una ducha, mientras uno de los guardaespaldas le prepara un zumo en la licuadora. Mango, papaya, pomelo y, como estamos en Honduras, banana. Después saca la bebida al patio y la toma mientras lee el periódico. Hace algunas llamadas telefónicas, trabaja un rato en sus negocios, y después va a su gimnasio privado para hacer un poco de pesas.

Esta es su rutina.

Puntual como un reloj, cada día.

Durante meses.

Pero esta mañana, cuando el guardaespaldas abre la puerta, un sudoroso y jadeante Mette entra y la culata de una pistola golpea su sien.

Cae de rodillas delante de Art Keller.

Su guardaespaldas se queda inmóvil con las manos en alto, mientras el policía del servicio secreto hondureño vestido de negro apunta un M-16 a su cabeza. Habrá unos cincuenta policías en la casa. Lo cual es extraño, piensa Mette a través de una neblina de dolor y aturdimiento, porque, ¿acaso no soy el propietario del servicio secreto?

Por lo visto, no, porque nadie hace nada cuando Art le da una patada en los dientes a Mette.

– Espero que hayas disfrutado de tu ejercicio -le dice-, porque ha sido el último de tu vida.

Así que Mette bebe su propia sangre en lugar del zumo de frutas, mientras Art desliza la vieja capucha negra sobre su cabeza, la anuda con fuerza y le obliga a caminar hacia la furgoneta de las ventanas tintadas que está esperando. Y esta vez no protesta nadie cuando le suben por la fuerza a un avión de la Fuerza Aérea que le conduce a la República Dominicana, donde le llevan a la embajada norteamericana, le detienen por el asesinato de Ernie Hidalgo, le conducen a otro avión y vuela a San Diego, donde le leen las acusaciones, se le niega la fianza y le encierran en una celda de aislamiento del edificio de los federales.

Todo esto provoca disturbios en las calles de Tegucigalpa, donde miles de airados ciudadanos, incitados y pagados por los abogados de Mette, queman la embajada norteamericana como protesta contra el imperialismo yanqui. Quieren saber de dónde ha sacado los huevos ese policía norteamericano para entrar en su país y secuestrar a uno de sus ciudadanos más importantes.

Mucha gente en Washington se hace la misma pregunta. También les gustaría saber de dónde ha sacado los huevos Art Keller, el ex ARM caído en desgracia de la oficina clausurada de Guadalajara, para provocar un incidente internacional. Y no solo los huevos, sino la pasta para llevarlo a cabo.

¿Cómo coño ha ocurrido?


Quito Fuentes es un traficante de poca monta.

Lo es ahora, y lo era en 1985, cuando condujo al torturado Ernie Hidalgo desde el piso franco de Guadalajara hasta el rancho de Sinaloa. Ahora vive en Tijuana, donde trafica con norteamericanos de poca monta que cruzan la frontera para un chute rápido.

Si te dedicas a ese tipo de actividades, no tienes que parecer blando, por si uno de los yanquis decide que es un bandido de verdad e intenta robarte la droga y marcharse corriendo hacia la frontera. No, tienes que llevar un poco de peso en la cadera, y lo que tiene ahora Quito es… un pedazo de mierda.

Quito necesita una pistola nueva.

Lo cual, al contrario de lo que pueda parecer, es difícil de conseguir en México, donde a los federales y a la policía estatal les gusta monopolizar las armas de fuego. Por suerte para Quito, que vive en Tijuana, está al lado del mayor supermercado de armas del mundo entero, Estados Unidos, así que es todo oídos cuando Paco Méndez llama desde Chula Vista para ofrecerle un trato. Tiene que mover una Mac-10 limpia.

Lo único que tiene que hacer Quito es ir a recogerla.

Pero a Quito ya no le gusta cruzar la frontera. Desde lo que pasó con aquel poli yanqui, Hidalgo.

Quito sabe que no puede ser detenido en México, pero en Estados Unidos la historia sería diferente, así que le da las gracias a Paco, pero no, gracias, ¿por qué no se la trae a Tijuana? Es más una pregunta esperanzada que realista, porque a) tienes que tener muy buenos contactos o b) ser un imbécil para intentar pasar de contrabando cualquier arma de fuego, y ya no digamos una metralleta, a México. Si te pillan los federales, te darán más que a una estera, y después te caerán un mínimo de dos años en una prisión mexicana. Paco sabe que en las cárceles mexicanas no te dan de comer, ese es problema de tu familia, y Paco ya no tiene familia en México. Tampoco tiene buenos contactos ni es un imbécil, así que le dice a Quito que no puede hacer el viaje.

– Deja que me lo piense -dice Paco, que necesita convertir el arma en dinero con rapidez-. Te volveré a llamar.

Cuelga y se lo cuenta a Art Keller.

– No vendrá.

– En ese caso, tienes un problema gordo -dice Art.

No es una broma, es un problema gordo, acusación de posesión de cocaína y armas.

– Lo convertiré en un caso federal y pediré al juez sentencias consecutivas -añade Art, por si Paco no ha comprendido el mensaje todavía.

– ¡Lo estoy intentando! -lloriquea Paco.

– No sumas puntos pese al esfuerzo -dice Art.

– Es usted un gran tocapelotas, ¿lo sabía?

– Lo sé -dice Art-. ¿Y tú?

Paco se derrumba en la silla.

– De acuerdo -dice Art-. Cítale en la valla.

– ¿Sí?

– Nosotros nos encargaremos del resto.

Paco vuelve a telefonear y se citan para cerrar el trato en la desvencijada valla de tela metálica fronteriza de Coyote Canyon.

En tierra de nadie.

Si vas a Coyote Canyon de noche, será mejor que lleves una pistola, e incluso eso podría ser insuficiente, porque un montón de hijos de Dios llevan pistola en Coyote Canyon, una gran cicatriz en las colinas ondulantes de tierra yerma que flanquean el mar a lo largo de la frontera. El cañón corre desde el borde norte de Tijuana durante unos dos kilómetros y se interna en Estados Unidos, y es territorio de bandidos. Al anochecer, miles de aspirantes a inmigrantes empiezan a congregarse a cada lado del cañón, en un risco que domina el acueducto seco, que es la frontera real. Cuando el sol se pone, corren por el cañón, superando en número a los agentes de la Patrulla de Fronteras. Es la ley de las cifras: pasan más que caen. Y aunque te pillen, siempre hay un mañana.

Quizá.

Porque los bandidos de verdad esperan en el cañón como depredadores al rebaño de mojados. Eligen a los débiles y a los heridos. Roban, violan y asesinan. Se llevan el escaso dinero que puedan llevar los ilegales, arrastran a sus mujeres hacia los arbustos y las violan, y a veces les rebanan el pescuezo.

De modo que si quieres ir a recoger naranjas a Estados Unidos, tienes que superar el obstáculo de Coyote Canyon. Y en medio del caos, entre el polvo de mil pies que corren, en la oscuridad y entre los chillidos, disparos y hojas centelleantes, con los vehículos de la Patrulla de Fronteras rugiendo arriba y abajo de las colinas, como vaqueros intentando controlar una estampida (como así es), se hacen muchos negocios a lo largo de la valla.

Se trafica con drogas, sexo, armas.

Y eso es lo que está haciendo Quito, acuclillado junto a un hueco practicado en la valla.

– Dame la pistola.

– Dame el dinero.

Quito ve la Mac-10 brillando a la luz de la luna, así que está muy seguro de que su viejo cuate Paco no le va a estafar. Pasa la mano a través del hueco para entregar el dinero a Paco, y Paco agarra…

… no el dinero, sino su muñeca.

Y la sujeta.

Quito intenta resistir, pero ahora hay tres yanquis agarrándole. -Estás detenido por el asesinato de Ernie Hidalgo -dice uno. -No pueden detenerme, estoy en México -responde Quito. -Ningún problema -dice Art.

Así que empieza a tirar de él en dirección a listados Unidos, a tirar de él a través del hueco de la valla. Uno de los cortes puntiagudos de la valla se enreda en los pantalones de Quito. Pero Art sigue tirando, y el alambre afilado perfora el trasero de Quito y sobresale por el otro lado.

Prácticamente se halla empalado a través de la nalga izquierda, y no para de chillar.

– ¡Estoy atascado! ¡Estoy atascado!

A Art le da igual. Apoya los pies contra el lado norteamericano de la valla y continúa tirando. El alambre desgarra el trasero de Quito, y ahora sí que chilla de lo lindo, porque le duele, está sangrando y dentro de Estados Unidos, y los yanquis le están dando una buena, y le meten un trapo en la boca para ahogar sus gritos, y le esposan, y le conducen hacia un jeep, y Quito ve a un agente de la Patrulla de Fronteras y trata de pedir ayuda, pero el migra se limita a darle la espalda y fingir que no ha visto nada.

Quito cuenta todo esto al juez, que mira con solemnidad a Art y le pregunta dónde tuvo lugar el arresto.

– El acusado fue detenido en Estados Unidos, señoría -dice Art-. Pisaba suelo norteamericano.

– El acusado afirma que usted tiró de él a través de la valla.

Entonces, mientras el abogado de oficio de Quito se pone a dar saltitos de indignación, Art contesta:

– No hay ni una palabra de cierto en todo eso, señoría. El señor Fuentes entró en el país por voluntad propia, con la intención de adquirir un arma de fuego ilegal. Tenemos un testigo.

– ¿Es el señor Méndez?

– Sí, señoría.

– Señoría -dice el abogado de oficio-, es evidente que el señor Méndez ha llegado a un acuerdo con.

– No hubo ningún acuerdo -interrumpe Art-. Lo juro por Dios.

El siguiente.


El Doctor no va a ser tan fácil.

El Doctor Álvarez tiene una floreciente consulta de ginecología en Guadalajara, y no piensa irse. Nada en el mundo va a atraerle al otro lado o cerca de la frontera. Sabe que la DEA está enterada de su implicación en el asesinato de Hidalgo, sabe que Keller se muere de ganas por detenerle, por lo que el buen doctor no se mueve de Guadalajara.

– Ciudad de México ya está en pie de guerra por lo de Quito Fuentes -dice Tim Taylor a Art.

– Allá ellos.

– Para ti es fácil decirlo.

– Sí, lo es.

– Voy a decirte una cosa, Art: no puedes ir a detener al Doctor, y los mexicanos tampoco van a hacerlo. Ni siquiera le extraditarán. Esto no es Honduras, ni Coyote Canyon. Caso cerrado.

Tal vez para ti, piensa Art.

Para mí no.

No estará cerrado hasta que todas las personas implicadas en el asesinato de Ernie estén muertas o entre rejas.

Si no podemos hacerlo, y la policía mexicana no quiere hacerlo, tengo que encontrar a alguien que lo haga.

Art va a Tijuana.

Donde Antonio Ramos es el propietario de un pequeño restaurante.

Encuentra al gigantesco ex poli sentado fuera con los pies apoyados sobre una mesa, el puro en la boca y una Tecate fría al alcance de la mano. Ve acercarse a Art y dice:

– Si buscas el chile verde perfecto, ya te aviso que este no es el lugar.

– No es eso lo que busco -dice Art al tiempo que se sienta. Pide una cerveza a la camarera que se materializa a su lado.

– ¿Qué es, pues? -pregunta Ramos.

– Qué no, quién -dice Art-. El doctor Humberto Álvarez.

Ramos sacude la cabeza.

– Estoy jubilado.

– Lo sé.

– De todos modos, disolvieron la DFS -dice Ramos-. Llevo a cabo una gran hazaña en mi vida, y no le dan importancia.

– Tu ayuda todavía me sería útil.

Ramos baja las piernas de la mesa y se inclina hacia delante en su silla, para acercar la cara a la de Art.

– Ya contaste con mi ayuda, ¿recuerdas? Te entregué al jodido Barrera, y tú no apretaste el gatillo. No querías venganza, querías justicia. No obtuviste ninguna de las dos cosas.

– No me he retirado aún.

– Deberías -dice Ramos-. Porque la justicia no existe, y tú no te tomas en serio la venganza. Tú no eres mexicano. No hay muchas cosas que nos tomemos en serio, pero la venganza es una de ellas.

– Hablo en serio.

– No lo creo.

– Mi seriedad se cotiza en cien mil dólares -dice Art.

– Me estás ofreciendo cien mil dólares por matar a Álvarez.

– Por matarle no -contesta Art-. Ráptale. Métele en una bolsa, súbele a un avión con destino a Estados Unidos, donde pueda llevarle a juicio.

– ¿Lo ves? A eso me refería -dice Ramos-. Eres blando. Quieres venganza, pero no eres lo bastante hombre para tomarla por tu mano. Tienes que enmascararla con esa mierda del «juicio justo». Sería mucho más fácil matarle a tiros.

– Lo fácil no me interesa -replica Art-. Me interesan los sufrimientos largos y penosos. Quiero meterle en un agujero federal durante el resto de sus días, y confío en que la suya sea larga. Tú sí que eres blando, queriendo ahorrarle toda esa desdicha.

– No sé…

– Blando y aburrido -dice Art-. No me digas que no estás aburrido. Sentado aquí día tras día, preparando tamales para los turistas. Estás al corriente de las noticias. Sabes que ya he cazado a Mette y a Fuentes. Y el siguiente va a ser el Doctor, con o sin tu ayuda. Y después iré a por Barrera. Con o sin tu ayuda.

– Cien de los grandes.

– Cien de los grandes.

– Necesitaré unos cuantos hombres…

– Tengo cien de los grandes para el trabajo -dice Art-. Divídelos como te dé la gana.

– Chico duro.

– Será mejor que lo creas.

Ramos da una larga calada al puro, exhala el humo en círculos perfectos y los mira flotar en el aire.

– Mierda -dice después-, aquí no gano dinero. De acuerdo. Acuérdate.

– Lo quiero vivo -dice Art-. Si me traes un cadáver, no verás ni un centavo del dinero.

– Sí, sí, sí…


El doctor Humberto Álvarez Machain termina con su última paciente, la acompaña galantemente hasta la puerta, dice buenas noches a su recepcionista y vuelve a su despacho privado para recoger unos papeles antes de regresar a casa. No oye a los siete hombres que entran por la puerta exterior. No oye nada hasta que Ramos entra en el despacho, apunta una pistola aturdidora a su tobillo y dispara.

Álvarez cae al suelo y se retuerce de dolor.

– Acaba de ver su último funciete, doctor -dice Ramos-. A donde va no hay chochos.

Vuelve a dispararle.

– Duele la hostia, ¿verdad? -pregunta.

– Sí -gime Álvarez.

– Si dependiera de mí, le metería una bala en la cabeza ahora mismo -explica Ramos-. Por suerte para usted, no depende de mí. Bien, va a hacer todo lo que yo le diga, ¿verdad?

– Sí.

– Estupendo.

Le vendan los ojos, inmovilizan sus muñecas con cables de teléfono y le conducen por la puerta de atrás hasta un coche que está esperando en el callejón, le arrojan al asiento trasero y le obligan a tumbarse en el suelo. Ramos sube y apoya los pies sobre el cuello de Álvarez, y después se dirigen a un piso franco de los suburbios.

Le introducen en una sala de estar a oscuras y le quitan la venda.

Álvarez se pone a gritar cuando ve al hombre alto espatarrado en la silla delante de él.

– ¿Sabe quién soy? -pregunta Art-. Era amigo íntimo de Ernie Hidalgo. Un hermano. Sangre de mi sangre.

Álvarez está temblando de manera incontrolable.

– Usted fue su torturador -dice Art-. Le raspó los huesos con pinchos metálicos, le metió dentro hierros al rojo vivo. Le dio inyecciones para mantenerle consciente y con vida.

– No -dice Álvarez.

– No me mienta -dice Art-. Solo conseguirá enfurecerme más. Lo tengo grabado en cinta.

Una mancha aparece en la parte delantera de los pantalones del médico y se extiende por una pernera.

– Se ha meado encima -dice Ramos.

– Desnudadle.

Le quitan la camisa y la dejan colgando alrededor de sus muñecas esposadas. Le bajan los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos. Los ojos de Álvarez se convierten en pequeñas órbitas de terror. Sobre todo cuando Kleindeist dice:

– Huela. ¿A qué huele?

Álvarez sacude la cabeza.

– En la cocina -continúa Kleindeist-. Piense: ya lo ha olido antes. ¿No? Muy bien: metal al rojo vivo. Un espetón.

Entra uno de los hombres de Ramos, sujetando el hierro al rojo vivo con una manopla de cocina.

Álvarez se desmaya.

– Despertadle -dice Art.

Ramos le dispara en la pantorrilla.

Álvarez recobra el sentido gritando.

– Inclinadle sobre el sofá.

Arrojan a Álvarez sobre el brazo del sofá. Dos hombres le sujetan los brazos y le abren las piernas. Otros dos inmovilizan sus pies en el suelo. El otro se acerca con el hierro y se lo enseña.

– No, por favor… No.

– Quiero los nombres -dice Art-. De todos los que vio en la casa con Ernie Hidalgo. Y los quiero ahora.

Ningún problema.

Álvarez empieza a largar como si le hubieran dado cuerda.

– Adán Barrera, Raúl Barrera -dice-. Ángel Barrera, Güero Méndez.

– ¿Cómo?

– Adán Barrera, Raúl Barrera…

– No -interrumpe Art-. El último nombre.

– Güero Méndez.

– ¿Estaba allí?

– Sí, sí, sí. Era el líder, señor. -Álvarez toma una bocanada de aire-. Él mató a Hidalgo.

– ¿Cómo?

– Una sobredosis de heroína -dice Álvarez-. Un accidente. Íbamos a liberarle. Lo juro. La verdad.

– Levantadle.

Art mira al sollozante médico.

– Va a declararlo por escrito. Contará todo sobre su implicación. Todo sobre los Barrera y Méndez. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– Después redactará otra declaración -dice Art-, afirmando que no fue torturado ni coaccionado de ninguna manera a hacer esta declaración. ¿De acuerdo?

– Sí. -Recupera la compostura y empieza a negociar-. ¿Me ofrecerá algo a cambio de mi colaboración?

– Intercederé por usted, sí -dice Art.

Se sientan a la mesa de la cocina con papel y pluma. Una hora después, las dos declaraciones están terminadas. Art las lee, las guarda en su maletín.

– Ahora va a hacer un pequeño viaje -dice.

– ¡No, señor! -grita Álvarez. Conoce muy bien esos viajecitos. Suelen incluir palas y tumbas poco profundas.

– A Estados Unidos -dice Art-. Un avión nos espera en el aeropuerto. Supongo que vendrá por voluntad propia.

– Sí, por supuesto.

Por supuesto, piensa Art. El hombre acaba de delatar a los Barrera y a Güero Méndez. Sus esperanzas de vida en México son nulas, más o menos. Art confía en que en el penal federal de Marion su longevidad alcance proporciones bíblicas.

Dos horas después tienen a Álvarez, aseado y con unos pantalones limpios, en un avión con destino a El Paso, donde es detenido y acusado del asesinato mediante torturas de Ernie Hidalgo. En la cárcel le fotografían desnudo, desde la cabeza a las rodillas, para demostrar que no ha sido torturado.

Y Art, fiel a su promesa, intercede por Álvarez. Dice a los fiscales federales que no quiere la pena de muerte.

Quiere la perpetua sin posibilidad de que le concedan la libertad provisional.

Una vida sin esperanza.

El gobierno mexicano protestó y un escuadrón de abogados norteamericanos defensores de los derechos civiles se le sumaron, pero tanto Mette como Álvarez están sentados en la prisión federal de máxima seguridad de Marion, esperando el resultado de sus apelaciones, Quito Fuentes está en la celda de una cárcel de San Diego, y nadie se ha preocupado de frenar a Art Keller.

Los que quieren, no pueden.

Los que pueden, no quieren.


Porque mintió.

Art mintió como un bellaco al comité del Senado que investigaba los rumores acerca de que la CIA era cómplice de los manejos de la Contra en el intercambio de drogas por armas. Art todavía conserva en su cabeza una transcripción de su testimonio, como la banda sonora de una película que no puedes silenciar.

P: ¿Ha oído hablar de una compañía aérea de transportes llamada SETCO?

R: Lejanamente.

P: ¿Cree ahora o creyó en algún momento que los aviones de SETCO se utilizaban para transportar cocaína?

R: No sé nada acerca de eso.

P: ¿Ha oído hablar alguna vez de algo llamado el «Trampolín Mexicano»?

R: No.

P: ¿Puedo recordarle que está bajo juramento?

R: Sí.

P: ¿Ha oído hablar del TIWG?

R: ¿Qué es eso?

P: El Terrorist Incident Working Group.

R: Hasta ahora no.

P: ¿Y la directiva número tres de Seguridad Nacional?

R: No.

P: ¿Y de la NHAO?


El abogado de Art se inclinó hacia delante y dijo al micrófono:

– Abogado, si lo que quiere es ir a pescar, ¿puedo sugerirle que alquile una barca?


P: ¿Ha oído hablar de la NHAO? R: Hace muy poco, en los periódicos.

P: ¿Alguien de la NHAO le ha presionado en relación con su testimonio?


– No pienso permitir que esto se prolongue más -dijo el abogado de Art.


P: ¿Le presionó el coronel Craig, por ejemplo?


La pregunta tenía la intención de despertar a la prensa.

El coronel Scott Craig estaba metiendo la bandera norteamericana, con palo y todo, por el culo de otro comité, que intentaba colgarle el muerto del trato de armas a cambio de rehenes con los iraníes. Entretanto, Craig se estaba convirtiendo en un héroe del pueblo norteamericano, un ídolo de los medios, un patriota de la televisión. El país estaba concentrado en la atracción secundaria Irán-Contra, el asqueroso acuerdo de armas a cambio de rehenes, y no acababa de caer en la cuenta del verdadero escándalo: que la administración había ayudado a la Contra a intercambiar drogas por armas. Por lo tanto, la insinuación de que el coronel Craig, a quien Art había visto por última vez en Ilopongo descargando cocaína, había presionado a Keller para que guardara silencio dio paso a un momento de gran tensión.

– Esto es indignante, abogado -dijo el abogado de Art.


P: Estoy de acuerdo. ¿Su cliente contestará a la pregunta?

R: He venido para responder a sus preguntas sincera y adecuadamente, y es lo que estoy intentando hacer.

P: Por lo tanto, ¿contestará a la pregunta?

R: No conozco ni he mantenido conversaciones con el coronel Craig sobre ningún tema.


Los medios volvieron a dormitar.


P: ¿Qué sabe de algo llamado «Cerbero», señor Keller? ¿Ha oído hablar de eso?

R: No.

P: ¿Algo llamado Cerbero estuvo relacionado con el asesinato del agente Hidalgo?

R: No.


Althea abandonó la tribuna al oír la respuesta. Más tarde, en el Watergate, le dijo:

– Tal vez un grupo de senadores no puedan decirte que estás mintiendo, Art, pero yo sí.

– ¿No podríamos ir a cenar tranquilamente con los chicos? -preguntó Art.

– ¿Cómo pudiste hacerlo?

– ¿El qué?

– Alinearte con un grupo de fascistas…

– Basta.

Levantó la mano y le dio la espalda. Está harto de oírlo.

Está harto de todo, pensó Althea. Si ya se mostraba distante durante sus últimos meses en Guadalajara, fue una luna de miel comparado con el hombre que volvió de México. O no volvió, al menos el hombre al que consideraba su marido. No quería hablar, no quería escuchar. Pasó la mayor parte de su «permiso sin sueldo» sentado solo junto a la piscina de los padres de ella, dando largos y solitarios paseos por Pacific Palisades, o en la playa. Cuando se sentaba a cenar apenas hablaba, o, peor aún, lanzaba amargas diatribas acerca de la jodida política, y después se excusaba para subir, solo, o dar un paseo nocturno. Después se tumbaba en la cama, zapeaba como un poseso con el mando a distancia, saltando de canal en canal, anunciando que todo era una mierda. En las raras ocasiones en que hacían el amor (si es que podía llamarse así), era agresivo y veloz, como si intentara descargar su ira, más que expresar su amor o su lujuria.

– No soy un saco de arena -dijo Althea una noche, con él encima durante una de sus espectaculares depresiones poscoitales.

– Nunca te he pegado.

– No me refería a eso.

Siguió siendo un padre dedicado, aunque acartonado. Hacía todo lo de antes, pero como un robot, un robot que llevaba a los chicos al parque, el robot Art que enseñaba a Michael los secretos del bodyboarding, el robot Art que jugaba al tenis con Cassie. Los niños se daban cuenta.

Althea intentó que fuera a ver a alguien.

Art se rió.

– ¿Un loquero?

– Un loquero, un consejero, alguien.

– Lo único que hacen es atiborrarte de drogas -dijo él.

Pues atibórrate, hostia, pensó ella.

La cosa empeoró cuando llegaron las citaciones.

Las reuniones con los burócratas de la DEA, funcionarios de la administración, investigadores del Congreso. Y abogados, Dios mío, cuántos abogados. Althea estaba preocupada por si las facturas acababan por arruinarles, pero él decía que no debía preocuparse. «Alguien se hace cargo.» Nunca supo de dónde procedía el dinero, pero lo había, porque jamás vio ni una sola factura.

Art, por supuesto, se negó a hablar del tema.

– Soy tu mujer -le suplicó una noche-. ¿Por qué no te sinceras conmigo?

– Hay cosas que no puedes saber -fue la respuesta.

Deseaba hablar con ella, contárselo todo, salvar el abismo, pero no podía. Era como si existiera un muro invisible, un campo de fuerza de ficción científica (no entre ellos, sino dentro de él) que era incapaz de atravesar. Era como si estuviera todo el tiempo caminando en el agua, bajo el agua, mirando la luz del mundo real, pero viendo solo los rostros distorsionados por el agua de su mujer y sus hijos. Incapaz de llegar hasta ellos, incapaz de tocarles. Incapaz de dejar que le tocaran.

Cada vez se iba hundiendo más.

Se sumió en el silencio, el lento veneno de un matrimonio.

Aquel día en el Watergate miró a Althea y supo que ella sabía que se había tirado a la piscina, que había mentido para la administración, que les había ayudado a ocultar el jodido acuerdo que había inundado de crack las calles de los guetos norteamericanos.

Lo que ella ignoraba era el motivo.


Este es el motivo, piensa Art, mientras mira a través de la persiana el 2718 de la calle Cosmos, al otro lado de la calle, donde Tío Barrera está atrincherado.

– Ya te tengo, cabronazo -dice Art-.Y esta vez, nadie impedirá que caigas en mis garras.

Tío ha estado cambiando de residencia cada pocos días, moviéndose entre su docena de apartamentos y pisos de Guadalajara. Si es resultado del temor a ser detenido, o, como afirman los rumores, de haber estado fumando su propio producto, Tío está cada vez más paranoico.

Con motivo, piensa Art. Lleva tres días vigilando a Tío. Mucho tiempo para estar en el mismo lugar. Es probable que esta tarde se traslade.

Eso cree él.

Art tiene planes al respecto.

Pero hay que hacerlo bien.

Su gobierno ha prometido al gobierno mexicano que se hará con discreción. Sobre todo, no habrá daños colaterales. Y Art tienes que desaparecer lo antes posible. Tiene que parecer una operación mexicana desde el primer momento, un triunfo de los federales.

Lo que queráis, piensa Art.

Me da igual, Tío, mientras acabes en la celda de una cárcel.

Se acuclilla junto a la ventana y vuelve a mirar. La recompensa de mi Travesía del Desierto, como llama al espantoso período 87-89, cuando se abrió paso entre el campo de minas de las investigaciones, esperó sudando la acusación de perjurio que nunca llegó, vio que un presidente abandonaba el cargo y su vicepresidente (el mismo hombre que había dirigido la guerra secreta contra los sandinistas) le sustituía. Mi Travesía del Desierto, recuerda Art, trasladado de un trabajo administrativo a otro mientras su matrimonio agonizaba, mientras Althea y él se retiraban a habitaciones separadas y vidas separadas, mientras Althea solicitaba por fin el divorcio y él luchaba a cada paso del camino.

Incluso ahora, piensa Art, un fajo de papeles del divorcio continúan sin firmar sobre la mesa de la cocina de su pequeño apartamento en el centro de San Diego.

– Nunca permitiré que te lleves a mis hijos.

Por fin llegó la paz.

No para los Keller, sino para Nicaragua.

Se celebraron elecciones, los sandinistas fueron barridos, la guerra secreta llegó a su fin, y unos cinco minutos después Art fue a ver a John Hobbs para reclamar su recompensa.

La destrucción de todos los hombres implicados en el asesinato de Ernie Hidalgo.

La operación limpieza de la lista: Ramón Mette, Quito Fuentes, el doctor Álvarez, Güero Méndez.

Raúl Barrera.

Adán Barrera.

Y Miguel Ángel Barrera.

Tío.

Sea cual sea la opinión de Art sobre el presidente, John Hobbs, el coronel Scott Craig y Sal Scachi han demostrado ser hombres de palabra. Concedieron carta blanca a Art Keller y toda la colaboración posible. No se apartó ni un milímetro de su objetivo.

– Como resultado -había dicho Hobbs-, tenemos una embajada quemada en Honduras y una batalla en marcha por los derechos civiles, y nuestras relaciones diplomáticas con México están por los suelos. Para llevar la metáfora al límite, al Estado le encantaría celebrar un auto de fe contigo de protagonista, al cual Justicia aportaría los malvaviscos.

– Pero estoy seguro de contar con el pleno apoyo de la Casa Blanca y el presidente.

Una forma de recordar a Hobbs que, antes de que el actual presidente ocupara la Casa Blanca, estaba muy ocupado financiando a la Contra con cocaína, de modo que basta de chorradas acerca del «Estado» y la «Justicia».

La extorsión funcionó: Art recibió permiso para cazar a Tío.

No fue fácil arreglarlo.

Negociaciones al más alto nivel, en las que Art ni siquiera participó.

Hobbs fue a Los Pinos, la residencia del presidente, para hacer el trato: la detención de Miguel Ángel Barrera eliminaría un obstáculo fundamental para la aprobación del TLCAN.

El TLCAN es la clave, la clave absolutamente esencial de la modernización de México. Con ella, México puede dar el salto al nuevo siglo. Sin ella, la economía se estancará y derrumbará, y el país seguirá siendo otro país del Tercer Mundo más, anclado en la pobreza.

Por lo tanto, entregarán a Barrera como parte del trato.

Pero hay otra condición más preocupante: esa será la última detención. Esto salda las cuentas del asesinato de Hidalgo. Art Keller no podrá volver a entrar en el país nunca más. Detendrá a Barrera, pero no a Adán, ni a Raúl ni a Güero Méndez.

De acuerdo, piensa Art.

Tengo planes para ellos.

Pero antes, Tío.

Art vigila y espera.

El problema estriba en los tres guardaespaldas de Tío (otra vez Cerbero, piensa Art, el inevitable perro guardián de tres cabezas), armados con pistolas ametralladoras de 9 milímetros, AK-47 y granadas de mano. Y dispuestos a utilizarlas.

No es que eso preocupe demasiado a Art. Su equipo también va armado hasta los dientes. Hay veinticinco agentes federales especiales con M-16, rifles de mira telescópica y todo el arsenal del SWAT, además de Ramos y su grupo de mercenarios. Pero la orden mexicana fue «No podemos tolerar un tiroteo en las calles de Guadalajara, no puede suceder», y Art está decidido a cumplir su palabra.

Así que están intentando encontrar una oportunidad.

La chica se la proporciona.

La última amante de pelo grasiento de Barrera. – No sabe cocinar.

Art ha visto las tres mañanas anteriores cómo los guardaespaldas iban a la comida más cercana a comprar el desayuno. Ha escuchado mediante los detectores de sonidos las discusiones, los gritos de la chica, los gruñidos de los hombres mientras salen y vuelven veinte minutos después, alimentados y preparados para un largo día dedicado a custodiar a Miguel Ángel.

Hoy no, piensa Art.

Hoy será un día corto.

– Deberían salir -dice a Ramos.

– No te preocupes.

– Estoy preocupado -dice Art-. ¿Y si a ella le da un repentino ataque de ama de casa?

– ¿A esa guarra? -dice Ramos-. Olvídalo. Si fuera mi mujer, me prepararía el desayuno. Se despertaría por la mañana silbando, con ganas de complacerme. La mujer más feliz de México.

Pero él también está nervioso, observa Art. Tiene las mandíbulas cerradas sobre el omnipresente puro, y sus dedos están tamborileando pequeños tatuajes sobre la culata de Esposa, su Uzi.

– Tienen que comer -añade.

Esperemos que sí, piensa Art. Si no, y desperdiciamos la oportunidad, todo el frágil acuerdo con el gobierno mexicano podría venirse abajo. Ya son aliados nerviosos, reticentes. El secretario del Interior y el gobernador de Jalisco se han distanciado literalmente de la operación. Se encuentran a kilómetros de distancia, en alta mar, en una «excursión de buceo» de tres días, para que puedan proclamar su falta de implicación ante la nación y ante los hermanos Barrera supervivientes. Y hay tantas piezas en movimiento en la operación, que tienen que coordinarse, que todo el asunto es depende del factor tiempo.

El grupo de federales de Ciudad de México está en su puesto, dispuesto a apoderarse de Barrera. Al mismo tiempo, una unidad especial de tropas del ejército se encuentra apostada en la periferia de la ciudad, dispuesta a avanzar y detener a toda la policía estatal de Jalisco, a su jefe y al gobernador del Estado, hasta que Barrera sea trasladado a México, acusado formalmente y encarcelado.

Es un golpe de Estado del Estado, piensa Art, planeado al segundo, y si este momento pasa, será imposible mantener el secreto un día más. La policía de Jalisco salvará a Barrera, el gobernador aducirá ignorancia y todo se acabará.

De modo que tiene que ser ahora.

Vigila la puerta delantera de la casa.

Dios, por favor, que les entre hambre. Que vayan a desayunar.

Contempla la puerta de la casa como si pudiera obligarla a abrirse.


Tío es adicto al crack.

Enganchado a la pipa.

Es trágico, piensa Adán mientras mira a su tío. Lo que empezó como una farsa para declarar su discapacidad se ha convertido en real, como si Tío interpretara un papel que no puede quitarse de encima. Siempre de complexión delgada, ahora está más flaco que nunca, no come, encadena un cigarrillo tras otro. Cuando no está inhalando humo, lo expulsa tosiendo. Su pelo negro como el azabache es ahora plateado, y su piel tiene un tinte amarillento. Está conectado a un gotero de glucosa que descansa sobre una plataforma con ruedas, y que arrastra detrás de él a todas partes como un perro faldero.

Tiene cincuenta y tres años.

Una joven (Joder, ¿cuál es esta?, ¿la quinta o la sexta después de Pilar?) entra, deja caer su amplio culo sobre la mecedora y enciende el televisor con el mando a distancia. Raúl está asombrado por la falta de respeto, y todavía se queda más estupefacto cuando su tío dice mansamente:

– Calor de mi vida, estamos hablando de negocios.

Calor de mi vida, y una mierda, piensa Adán. La chica (ni siquiera recuerda su nombre) es otra pálida imitación de Pilar Tala-vera Méndez. Con ocho kilos de más, el pelo lacio y grasiento, una cara que se halla a muchas carnitas de distancia de ser bonita, pero existe un leve parecido. Adán podría comprender la obsesión con Pilar (Dios, qué belleza), pero con esta segundera, no lo entiende. Sobre todo cuando la chica hace un puchero con su boca grasienta y maúlla:

– Siempre estáis hablando de negocios.

– Prepáranos algo de comer-dice Adán.

– No sé cocinar.

Sale anadeando con expresión desdeñosa. Oyen que otro televisor se enciende, a todo volumen, en otra habitación.

– Le gustan los culebrones -explica Tío.

Adán ha guardado silencio hasta el momento, reclinado en la silla sin dejar de mirar a su tío con creciente preocupación. Su evidente mala salud, su debilidad, sus intentos de sustituir a Pilar, intentos tan persistentes como desastrosos. Tío Ángel se está convirtiendo a marchas forzadas en una figura patética, y no obstante aún es el patrón del pasador.

Tío se inclina hacia delante.

– ¿La has visto? -susurra.

– ¿A quién, Tío?

– A ella -dice con voz ronca Tío-. A la mujer de Méndez. Pilar.

Güero se había casado con la chica. La conoció cuando ella bajó del avión, recién llegada de su «luna de miel» salvadoreña con Tío, y de hecho se casó con una chica a la que la mayoría de los mexicanos jamás habrían tocado, porque no era virgen y porque era la concubina de Barrera, su segundera.

Pero Güero quiere mucho a Pilar Talavera.

– Si, Tío -dice Adán-. La he visto.

Tío asiente. Lanza una mirada veloz hacia la sala de estar, para asegurarse de que la chica sigue mirando la televisión.

– ¿Todavía es tan guapa? -susurra.

– No, Tío -miente Adán-. Ahora está gorda. Y fea.

Pero no es verdad.

Es exquisita, piensa Adán. Va al rancho de Méndez en Sinaloa cada mes con su tributo y la ve allí. Ahora es una madre joven, con una hija de tres años y un bebé, y su aspecto es impresionante. La grasa de la adolescencia ha desaparecido, y se ha convertido en una hermosa mujer joven.

Y Tío sigue enamorado de ella.

Adán intenta retomar el hilo de la conversación.

– ¿Qué hacemos con Keller?

– ¿Qué pasa con él?-pregunta Tío.

– Secuestró a Mette en Honduras -explica Adán-, y ahora ha secuestrado a Álvarez aquí mismo, en Guadalajara. ¿Eres el siguiente?

Es una verdadera preocupación, piensa Adán.

Tío se encoge de hombros.

– Mette se durmió en los laureles, Álvarez se confió demasiado. Yo no soy como ellos. Cambio de casa cada tantos días. La policía de Jalisco me protege. Además, tengo otros amigos.

– ¿Te refieres a la CIA? -pregunta Adán-. La guerra de la Contra ha terminado. ¿De qué les sirves ahora?

Porque la lealtad no es una virtud norteamericana, piensa Adán, ni tampoco la memoria a largo plazo. Si no lo sabes, pregúntaselo a Manuel Noriega, de Panamá. También había sido un socio clave en Cerbero, un elemento vital del Trampolín Mexicano, ¿y dónde está ahora? En el mismo lugar que Mette y Álvarez, en una cárcel norteamericana, solo que no fue Art, sino el viejo amigo de Noriega, George Bush, quien le metió dentro. Invadió su país, le secuestró y le encarceló.

Si esperas que los norteamericanos te paguen por tu lealtad, Tío, cuenta con los dedos de una mano. He visto la actuación de Art en la CNN. Hay un precio por su silencio, y ese precio podrías ser tú, podríamos ser todos nosotros.

– No te preocupes, sobrino -está diciendo Tío-. Los Pinos es amigo nuestro.

Los Pinos, la residencia del presidente de México.

– ¿Por qué es tan amigo? -pregunta Adán.

– Por veinticinco millones de mis dólares -contesta Tío-. Y por otra cosa.

Adán sabe cuál es la «otra cosa».

Que la Federación había ayudado al presidente a robar las elecciones. Hace cuatro años, en el 88, parecía seguro que el candidato de la oposición, el izquierdista Cárdenas, iba a ganar las elecciones y derribar al PRI, que había estado en el poder desde la Revolución de 1917.

Entonces sucedió algo extraño.

Los ordenadores que contaban los votos se pusieron a funcionar mal como por arte de magia.

El secretario de Gobernación apareció en televisión para anunciar encogiéndose de hombros que los ordenadores se habían averiado, y que tardarían varios días en contar los votos y decidir el ganador. Y durante esos días, los cuerpos de los dos interventores de la oposición, encargados de controlar los votos del ordenador, los dos hombres que habrían podido confirmar la verdad, que Cárdenas había ganado con el cincuenta y cinco por ciento de los votos, fueron encontrados en el río.

Cabeza abajo.

Y el secretario de Gobernación salió de nuevo en televisión para anunciar impertérrito que el PRI había ganado las elecciones.

El actual presidente juró su cargo y procedió a nacionalizar los bancos, las industrias de telecomunicaciones, los yacimientos petrolíferos, todos los cuales fueron adquiridos a precios inferiores al mercado por los mismos hombres que habían acudido a su cena para recaudar fondos y dejado veinticinco millones de dólares de propina por cabeza sobre la mesa.

Adán sabe que Tío no organizó los asesinatos de los interventores de la oposición -fue García Abrego-, pero Tío habría sido informado y debió de dar su aprobación. Y si bien Abrego es uña y carne con Los Pinos (socio, en realidad, del Recaudador de Impuestos, el hermano del presidente, propietario de una tercera parte de todos los cargamentos de cocaína que Abrego pasa a través de su cártel del Golfo), Tío tiene buenos motivos para creer que Los Pinos cuenta con todos los motivos para serle leal.

Adán alberga sus dudas.

Mira a su tío y ve que está ansioso por terminar la reunión. Tío quiere fumar su crack y no quiere hacerlo delante de Adán. Es triste, piensa mientras se marcha, ver lo que la droga ha hecho a este gran hombre.

Adán toma un taxi hasta el Cruce de las Plazas y camina hacia la catedral para pedir un milagro.

Dios y ciencia, piensa.

Los poderes a veces serviciales, a veces conflictivos, a los que acuden Adán y Lucía para intentar ayudar a su hija.

Lucía se inclina más hacia Dios.

Va a la iglesia, reza, ofrece misas y bendiciones, se arrodilla ante una panoplia de santos. Compra milagros ante la catedral y los ofrece, enciende velas, da dinero, hace sacrificios.

Adán va a la iglesia los domingos, entrega sus donativos, reza sus oraciones, toma la comunión, pero es más un gesto hacia Lucía. Ya no cree que la ayuda venga de esa dirección. Así que se postra de hinojos, masculla las palabras, repite maquinalmente los gestos, pero son gestos vacíos. Durante sus viajes habituales a Culiacán para llevar su ofrenda regular a Güero Méndez, se detiene ante el altar de san Jesús Malverde y hace su manda.

Reza al narcosanto, pero deposita más esperanzas en los médicos.

Adán vende drogas. Compra biofarmacología.

Neuropediatras, neuropsicólogos, psiconeurólogos, endocrinólogos, especialistas en el cerebro, químicos investigadores, herboristas, curanderos nativos, charlatanes, medicuchos. Médicos en todas partes, en México, Colombia, Costa Rica, Inglaterra, Francia, Suiza, incluso al otro lado de la frontera, en Estados Unidos.

Adán no puede participar en esas visitas.

No puede acompañar a su esposa e hija en sus tristes e inútiles desplazamientos para ver a especialistas del Scripps en La Jolla o del Mercy en Los Angeles. Envía a Lucía con notas escritas, preguntas escritas, montones de informes médicos, historiales, resultados de pruebas. Lucía se va sola con Gloria, cruza la frontera con su nombre de soltera (todavía es ciudadana norteamericana), y a veces se ausenta durante semanas, a veces meses, y Adán sufre por no poder ver a su hija. Siempre regresan con la misma noticia.

Que no hay noticia.

No se ha descubierto ningún milagro.

Ni ha sido revelado.

Ni por Dios ni por los médicos.

No pueden hacer nada más.

Adán y Lucía se consuelan mutuamente con esperanza y fe (que Lucía posee y Adán finge), y amor.

Adán quiere muchísimo a su mujer y a su hija.

Es un buen marido, un padre maravilloso.

Otros hombres, sabe Lucía, habrían dado la espalda a una niña deforme, la habrían evitado, habrían evitado su hogar, inventado mil excusas para ausentarse.

Adán no.

Está en casa casi cada noche, casi todos los fines de semana. Lo primero que hace por la mañana es ir a la habitación de Gloria para besarla y abrazarla. Después le prepara el desayuno antes de ir a trabajar. Cuando vuelve a casa por la noche, primero se detiene en su habitación. Le lee, le cuenta cuentos, juega con ella.

Adán no esconde a su hija como si fuera algo vergonzoso. La lleva a dar largos paseos por el distrito de Río. La lleva al parque, a comer, al circo, a donde sea, a todas partes. Se les ve con frecuencia en los mejores barrios de Tijuana, Adán, Lucía y Gloria. Todos los comerciantes conocen a la niña. Le regalan caramelos, flores, pequeñas joyas, horquillas, pulseras, cosas bonitas.

Cuando Adán tiene que ausentarse por negocios (como ahora, en su viaje habitual a Guadalajara para ver a Tío, y después a Culiacán, con un maletín lleno de dinero para Güero), llama todos los días, varias veces al día, para hablar con su hija. Le cuenta chistes, cosas divertidas que ha visto. Le lleva regalos de Guadalajara, Culiacán, Badiraguato.

Y no se pierde los viajes a los que puede ir para consultar con médicos, excepto a Estados Unidos. Se ha convertido en un experto en linfangioma quístico. Lee, estudia, hace preguntas, ofrece incentivos y recompensas. Entrega generosas donaciones para la investigación, anima a sus socios a imitarle. Lucía y él tienen cosas bonitas, una hermosa casa, pero podrían tener cosas mejores, una casa mucho más grande, de no ser por el dinero que gastan en médicos. Y donaciones y misas y bendiciones y parques infantiles y clínicas.

Lucía está contenta con lo que tienen. No necesita cosas más bonitas, ni una casa más grande. No necesita (y no le haría gracia) las mansiones suntuosas y, la verdad, de mal gusto que poseen algunos narcotraficantes.

Lucía y Adán darían todo cuanto poseen, como haría cualquier padre, a cualquier médico o dios que curara a su hija.

Cuanto más fracasa la ciencia, más se vuelve Lucía hacia la religión. Descubre más esperanza en un milagro divino que en los guarismos implacables de los informes médicos. Una bendición de Dios, de los santos, de Nuestra Señora de Guadalupe, podría invertir el sentido de esas cifras en un abrir y cerrar de ojos, en el latido de un corazón. Frecuenta cada vez más la iglesia, toma la comunión a diario, invita a cenar a casa al padre Rivera, para rezar en privado y estudiar la Biblia. Se cuestiona la profundidad de su fe («Tal vez son mis dudas las que están impidiendo un milagro»), cuestiona la fe de Adán. Le insta a ir a misa más a menudo, a rezar con más ahínco, a dar más dinero a la Iglesia, a hablar con el padre Rivera para «decirle lo que hay en tu corazón».

Con el fin de que se sienta mejor, va a ver al cura.

Rivera no es mal tipo, aunque un poco tonto. Adán se sienta en el despacho del cura, al otro lado del escritorio.

– Espero que no esté animando a Lucía a creer que es su falta de fe lo que impide encontrar una cura para nuestra hija -dice.

– Claro que no. Jamás se me ocurriría sugerir algo semejante.

Adán asiente.

– Pero hablemos de usted -dice Rivera-. ¿En qué puedo ayudarle, Adán?

– Estoy bien, la verdad.

– No puede ser fácil…

– No lo es. La vida es así. -¿Cómo están las cosas entre usted y Lucía?

– Bien.

Una mirada astuta aparece en los ojos de Rivera.

– ¿Y en el dormitorio, si me permite la pregunta? ¿Los deberes conyugales…?

Adán consigue reprimir una sonrisa de satisfacción. Siempre le divierte que los sacerdotes, esos eunucos autocastrados, quieran dar consejos sobre asuntos sexuales. Es como si un vegetariano se ofreciera a asarte un filete en la barbacoa. No obstante, es evidente que Lucía ha estado hablando de su vida sexual con el cura, de lo contrario el hombre jamás habría tenido el valor de abordar el tema.

La verdad es que no hay nada de que hablar.

No hay vida sexual. A Lucía le aterroriza la posibilidad de quedar embarazada. Y como la Iglesia prohíbe la anticoncepción artificial, y ella no hará nada que no signifique un compromiso total con las leyes de la Iglesia…

Adán le ha dicho cien veces que las probabilidades de tener otro bebé con un defecto de nacimiento son de una entre mil, de una entre un millón, pero la lógica no influye en ella. Sabe que él tiene razón, pero una noche le confiesa entre lágrimas que no puede soportar el recuerdo de aquel momento en el hospital, aquel momento en que le dijeron, en que vio…

No puede soportar la idea de revivir aquel momento.

Ha intentado varias veces hacer el amor con él, cuando los ritmos de la anticoncepción natural lo permitían, pero se quedaba paralizada. El terror y la culpa, observa Adán, no son afrodisíacos.

La verdad, le gustaría confesar a Rivera, es que no es importante para él. Que está ocupado en el trabajo, ocupado en casa, que todas sus energías se dedican a dirigir el negocio (de cuya naturaleza específica jamás se habla), cuidar de una niña minusválida muy enferma, y tratar de encontrar una cura para ella. Comparada con los sufrimientos de su hija, la falta de vida sexual es insignificante.

– Quiero a mi mujer -dice a Rivera.

– La he animado a tener más hijos -dice Rivera-. A…

Basta, piensa Adán. Esto empieza a ser insultante.

– Padre -dice-, de momento, nuestra única preocupación es Gloria.

Deja un cheque sobre la mesa.

Vuelve a casa y dice a Lucía que ha hablado con el padre Rivera y la charla ha fortalecido su fe.

Pero Adán solo cree en los números.

Le duele ser testigo de la fe inútil y triste de ella. Sabe que cada día se hace más daño, porque algo que Adán sabe con certeza es que los números nunca mienten. Trabaja con números cada día, todos los días. Toma decisiones fundamentales basadas en los números, y sabe que la aritmética es la ley absoluta del universo, que una prueba matemática es la única prueba.

Y los números dicen que su hija empeorará, no mejorará, a medida que vaya haciéndose mayor, que nadie escuchará o contestará a las fervientes oraciones de su mujer.

De modo que deposita su confianza en la ciencia, en que alguien descubra la fórmula correcta, el fármaco milagroso, el procedimiento quirúrgico que superará a Dios y a Su inútil séquito de santos.

Entretanto, lo único que se puede hacer es seguir poniendo un pie delante del otro en esta absurda maratón.

Ni Dios ni la ciencia pueden ayudar a su hija.


La piel de Nora es de un rosado intenso, debido al agua humeante del baño.

Lleva puesto un albornoz blanco grueso y una toalla en la cabeza a modo de turbante. Se deja caer en el sofá, apoya los pies sobre la mesita auxiliar y levanta la carta.

– ¿Vas a hacerlo? -pregunta.

– ¿Voy a hacer qué? -pregunta Parada, cuando la pregunta de Nora le distrae del dulce ensueño del disco de Coltrane que suena en el estéreo.

– Dimitir.

– No lo sé -dice él-. Supongo que sí. Quiero decir, una carta del propio Papa…

– Pero dijiste que era una solicitud. Está pidiendo, no ordenando.

– Una simple cortesía -dice Parada-. Viene a ser lo mismo. Nadie se niega a una petición del Papa.

Nora se encoge de hombros.

– Siempre hay una primera vez.

Parada sonríe. Ah, la valentía despreocupada de la juventud. Es un defecto y una virtud al mismo tiempo, piensa, de la gente joven tener tan poco respeto por la tradición, y menos aún por la autoridad. ¿Que un superior te pide que hagas algo que no quieres hacer? Fácil: niégate.

Pero sería muy fácil acceder, piensa. Más que fácil: tentador. Dimitir y convertirse en un simple párroco otra vez, o aceptar un destino en un monasterio, «un período de reflexión», como dirían ellos. Un tiempo de contemplación y plegaria. Suena maravilloso, en contraposición a la tensión y la responsabilidad constantes. Las interminables negociaciones políticas, los incesantes esfuerzos por conseguir comida, viviendas, medicinas. Por no hablar del alcoholismo crónico, los malos tratos conyugales, el paro y la pobreza, las innumerables tragedias que se derivan de todo eso. Es una carga, piensa, muy consciente de su autocompasión, y ahora el Papa no solo desea quitarle el cáliz de las manos, sino que está pidiendo que lo suelte.

Bien, de hecho me lo arrebatará por la fuerza si no lo entrego por voluntad propia.

Eso es lo que Nora no comprende.

Una de las pocas cosas que Nora no comprende.

Hace años que va a verle. Al principio eran breves visitas de unos días, y prestaba su ayuda en el orfanato de las afueras de la ciudad. Después las visitas se prolongaron más, se quedaba unas cuantas semanas, y después las semanas se convirtieron en meses. Después volvía a Estados Unidos para hacer lo que hace para ganar dinero, y luego regresaba, y las estancias en el orfanato se alargaban cada vez más.

Lo cual es estupendo, porque su colaboración es inestimable.

Para su sorpresa, se ha dado cuenta de que lo hace muy bien. Algunas mañanas cuida de los chicos de preescolar, otras se dedica a supervisar la reparación de los, al parecer, interminables problemas de fontanería, o a negociar con los contratistas los precios de la nueva residencia. O va en coche al gran mercado central de Guadalajara para conseguir al mejor precio los comestibles de la semana.

Al principio, cada vez que se presentaba una nueva tarea, rezongaba la misma frase: «No sé nada de esto». Y siempre recibía la misma respuesta de la hermana Camila: «Ya aprenderás».

Y aprendió. Se ha convertido en una verdadera experta en las complejidades de la fontanería del Tercer Mundo. Los contratistas locales la aman y odian al mismo tiempo. Es muy guapa, pero implacable, y se quedan sorprendidos y complacidos al mismo tiempo cuando ven a una mujer acercarse y pronunciar en un español deficiente pero eficaz: No me quiebres el culo.

En otras ocasiones, puede ser tan seductora y adorable que le dan lo que quiere sin casi obtener beneficios. Se inclina hacia delante y les mira con aquellos ojos y aquella sonrisa, y les dice que aquel tejado no puede esperar hasta que reúnan el dinero. Las lluvias se acercan, ¿es que no ven el cielo?

No. No lo ven. Lo que ven es su cara y su cuerpo y, seamos sinceros, su alma, y van a arreglar el condenado tejado. Y saben que, de todos modos, va a conseguir el dinero, porque, ¿quién se lo va a negar en la diócesis?

Nadie.

Nadie tiene pelotas.

¿Y en el mercado? Dios mío, es el terror. Pasea entre los puestos de verduras como una reina, exige lo mejor, lo más fresco. Estruja, huele y pide que le dejen probar piezas.

Una mañana un verdulero harto de ella le pregunta:

– ¿Para quién se cree que está comprando? ¿Para los clientes de un hotel de lujo?

– Mis chicos merecen lo mejor -responde ella-. ¿No está de acuerdo?

Les consigue la mejor comida al mejor precio.

Corren muchos rumores sobre ella. Es actriz, no, es puta, no… Es la amante del cardenal. No, era una cortesana muy cara, y se está muriendo de sida, ha venido al orfanato como penitencia por sus pecados antes de ir a reunirse con Dios.

Pero esa historia pierde credibilidad a medida que pasan los años. Dos, cinco, siete… y sigue yendo al orfanato, y su salud no ha declinado, y su belleza no ha menguado, y a esas alturas las especulaciones sobre su pasado ya se han desvanecido.

Disfruta de la comida cuando va a la ciudad. Come hasta sumirse en una especie de estupor, después se lleva una copa de vino al gran cuarto de baño con baldosas de verdad, y retoza en agua caliente hasta que su piel se tiñe de un rosa intenso. Después se seca con las enormes toallas mullidas (las del orfanato son pequeñas y prácticamente transparentes), y una doncella entra con la ropa limpia que le lava mientras está en la bañera, y después se reúne con el padre Juan para disfrutar de una velada de música, cine o conversación agradable. Sabe que ha aprovechado su baño para salir al jardín y fumar a escondidas (los médicos se lo han repetido hasta la saciedad, y su respuesta es: «¿Y si dejo de fumar y me atrepella un coche? ¡Habré sacrificado ese placer por nada!»), y después chupa un caramelo de menta antes de que ella vuelva, como si pudiera engañar a alguien, como si necesitara engañarla.

De hecho, han llegado al extremo de medir sus baños en cigarrillos. «Me voy a dar un baño de cinco cigarrillos», o, si se siente especialmente sucia y cansada, «Va a ser un baño de ocho cigarrillos». Pero él aún se toma la molestia de negar la realidad, y siempre chupa un caramelo de menta.

Este juego se ha prolongado durante casi siete años.

Siete años. Nora no puede creerlo.

En esta visita en concreto, ella ha llegado por la mañana, algo poco habitual, tras haber pasado toda la noche con un niño enfermo en el hospital. Cuando la crisis hubo pasado, tomó un taxi hasta la residencia de Juan, y disfrutó de un baño y un desayuno completo. Ahora está sentada en su estudio y escucha la música.

– ¿Adónde han ido a parar? -le pregunta, mientras el solo de Coltrane asciende hasta un crescendo y vuelve a descender.

– ¿Adónde han ido a parar qué?

– Estos siete años.

– Donde van a parar siempre -dice él-. A hacer lo que se debe.

– Supongo.

Está preocupada por él.

Parece cansado, agotado. Y, si bien bromearon al respecto, ha perdido peso últimamente, y parece más sensible a los resfriados y la gripe.

Pero se trata de algo más que su salud.

También es su seguridad.

Nora tiene miedo de que le maten.

No se trata tan solo de sus constantes sermones políticos y las actividades sindicales. Durante los últimos años cada vez ha pasado más tiempo en el estado de Chiapas, convirtiendo su iglesia en un centro del movimiento indígena, lo cual ha enfurecido a los terratenientes locales. Habla sin ambages de ciertos problemas sociales, adoptando siempre posturas peligrosamente izquierdistas, incluso atacando el TLCAN, el cual solo servirá para desposeer todavía más a los pobres y a los sin tierra.

Ha llegado al punto de clamar contra el tratado desde el púlpito, lo cual ha enfurecido a sus superiores de la Iglesia y a la derecha mexicana.

Las pintadas se ven, literalmente, en las paredes.

La primera vez que Nora vio uno de los carteles se lanzó a arrancarlo, pero él la detuvo. Pensaba que era divertido, un dibujo de él estilo cómic con la leyenda el cardenal rojo, y el anuncio: CRIMINAL PELIGROSO. SE BUSCA POR TRAICIONAR A SU PAÍS.

Se hizo con una copia para enmarcarla.

No está asustado. Asegura a Nora que ni siquiera la derecha mataría a un cura. Pero asesinaron a Óscar Romero en Guatemala, ¿verdad? Su hábito no paró las balas. Un escuadrón de la muerte de extrema derecha entró en su iglesia mientras decía misa y le cosió a balazos. Por eso ella tiene miedo de la Guardia Blanca mexicana, y de esos carteles que pueden azuzar a algún lunático solitario a convertirse en un héroe si mata a un traidor.

– Solo intentan intimidarme -le dijo Juan cuando vieron por primera vez los carteles.

Pero eso es justo lo que le asusta, porque sabe que no le intimidarán. Y cuando vean que no lo consiguen, ¿qué harán? Por lo tanto, quizá la «solicitud» de dimitir sea algo bueno, piensa. Por eso saca a colación la idea de que dimita. Es demasiado inteligente para hablar abiertamente de su salud, su cansancio y las amenazas dirigidas contra él, pero quiere dejarle una puerta abierta para que salga.

Solo para que salga.

Vivo.

– No sé -dice como si tal cosa-. Tal vez no sea una idea tan mala.

Juan le ha contado la discusión con el nuncio papal, cuando le llamó a Ciudad de México para explicarle «sus graves errores doctrinales y pastorales» en Chiapas.

– Esa «teología de la liberación»… -había empezado Antonucci.

– No me interesa la teología de la liberación.

– Me alegra saberlo.

– Solo me interesa la liberación.

La cara de pinzón de Antonucci se ensombreció.

– Cristo libera nuestras almas del infierno y la muerte, y yo diría que esa liberación es suficiente. Que es la buena noticia de los Evangelios, y es lo que tiene que predicar a los fieles de su diócesis. Y que eso, y no la política, debería ser su principal preocupación.

– Mi principal preocupación -replicó Parada- es que los Evangelios se conviertan en buenas noticias para el pueblo ahora, y no después de que se haya muerto de hambre.

– Esta orientación política estuvo muy de moda después del Concilio Vaticano Segundo -dijo Antonucci-, pero tal vez no se ha fijado en que ahora tenemos un Papa diferente.

– Sí -dijo Parada-, y a veces nos hace retroceder en el tiempo. Allá donde va, besa el suelo y pasa del pueblo.

– Esto no es una broma -dijo Antonucci-. Le están investigando.

– ¿Quién?

– La Sección de Asuntos Latinos del Vaticano -contestó Antonucci-. El obispo Gantin. Y quiere que le expulsen.

– ¿Acusado de qué?

– Herejía.

– ¡Qué ridiculez!

– ¿De veras? -Antonucci levantó una carpeta de la mesa-. ¿Celebró misa en un pueblo de Chiapas el mayo pasado, vestido con hábitos mayas y coronado con un tocado de plumas?

– Son símbolos que el pueblo indígena…

– De modo que la respuesta es sí -interrumpió Antonucci-. Estaba alentando sin ambages la idolatría pagana.

– ¿Cree que Dios llegó aquí con Colón?

– Se está autocitando -dijo Antonucci-. Sí, tengo aquí ese pequeño fragmento. Déjeme ver. Sí, aquí está. «Dios ama a toda la humanidad…»

– ¿Tiene algo que objetar a esa afirmación?

– «… y en consecuencia ha revelado su condición divina a todos los grupos culturales y étnicos del mundo. Antes de que cualquier misionero llegara para hablar de Cristo, ya se había abierto un proceso de salvación en estas tierras. Sabemos con certeza que Colón no trajo a Dios a bordo de sus barcos. No, Dios ya está presente en estas culturas, de modo que el trabajo de los misioneros posee un significado muy diferente: anunciar la presencia de un Dios que ya ha llegado». ¿Niega haber dicho esto?

– No, lo asumo.

– ¿Están salvados antes de Cristo?

– Sí.

– Pura herejía.

– No.

Es pura salvación. Esa sencilla afirmación, Colón no trajo a Dios consigo, hizo más que mil catecismos por lanzar un renacimiento espiritual en Chiapas, cuando el pueblo indígena empezó a buscar en su cultura señales del Dios revelado. Y las encontraron: en sus costumbres, en su administración de la tierra, en las antiguas leyes de cómo tratar a sus hermanos. Fue solo entonces, después de encontrar a Dios en su seno, cuando pudieron recibir la buena noticia de Jesucristo.

Y la esperanza de redención. De quinientos años de esclavitud. Medio milenio de opresión, humillación y pobreza extrema, desesperada, criminal. Y si Cristo no venía a redimir eso, nunca vendría.

– ¿Qué le parece esto? -dijo Antonucci-. «El misterio de la Santísima Trinidad no es el acertijo matemático de Tres en Uno. Es la manifestación del Padre en la política, del Hijo en la economía, y del Espíritu Santo en la cultura.» ¿De veras refleja esto su forma de pensar?

– Sí.

Sí, porque Dios necesita todo eso (política, economía y cultura) para revelarse en todo su poder. Por eso hemos dedicado los últimos siete años a construir centros culturales, clínicas, cooperativas agrícolas y, sí, organizaciones políticas.

– ¿Reduce Dios Padre a simple política, y a Nuestro Señor Jesucristo a una cátedra de teoría marxista en un departamento de economía de tercera fila? Ni siquiera voy a comentar la blasfema relación del Espíritu Santo con la cultura pagana local, signifique eso lo que signifique.

– El problema reside en que usted no sabe lo que significa.

– No -replicó Antonucci-, el problema es que usted sí lo sabe.

– ¿Quiere saber lo que me preguntó el otro día un indio anciano?

– Me lo va a contar de todas formas.

– Me preguntó: «¿Este Dios de usted salva solo las almas? ¿O también salva los cuerpos?».

– Tiemblo solo de pensar en lo que pudo haberle contestado.

– Más le vale.

Estaban sentados a ambos lados de un escritorio, mirándose fijamente, y entonces Parada se contuvo un poco y trató de explicarse.

– Fíjese en lo que estamos consiguiendo en Chiapas: ahora tenemos seis mil catecúmenos indígenas, esparcidos por todos los pueblos, que enseñan el Evangelio.

– Sí, fijémonos en lo que ha conseguido en Chiapas -replicó Antonucci-. Tiene el porcentaje más elevado de conversos al protestantismo de todo México. Poco más de la mitad de su gente son católicos, el porcentaje más bajo de México.

– Así que eso es lo único que importa -replicó Parada-. Coca-Cola está preocupada por perder mercado en relación con Pepsi.

Pero Parada se arrepintió al instante de la pulla. Fue inmadura, orgullosa y acabó con cualquier posibilidad de acercamiento.

Y el principal argumento de Antonucci es cierto, piensa ahora. Fui al campo a convertir a los indígenas.

En cambio, ellos me convirtieron a mí.

Y ahora, este horror del TLCAN les arrebataría la poca tierra que poseían, para dejar sitio a ranchos grandes más «eficaces». Para abrir paso a fincas de café más grandes, explotaciones mineras y madereras, y por supuesto, perforaciones petrolíferas.

¿Ha de sacrificarse todo en aras del capitalismo?, se pregunta.

Se levanta, baja la música y busca sus cigarrillos en la sala. Siempre los tiene que buscar, como pasa con sus gafas. Ella no le ayuda, aunque los ve junto a una mesilla auxiliar. Está fumando demasiado. No puede evitarlo.

– El humo me molesta -dice.

– No voy a encenderlo -dice él cuando encuentra el paquete-. Solo voy a chuparlo.

– Prueba el chicle.

– No me gusta el chicle.

Se sienta frente a ella.

– Quieres que lo deje.

Ella sacude la cabeza.

– Quiero que hagas lo que quieras.

– Deja de llevarme la corriente -dice él con brusquedad-. Dime lo que piensas.

– Tú lo has preguntado. Mereces otro tipo de vida. Te lo has ganado. Si decides dimitir, nadie te culpará. Culparán al Vaticano, y podrás alejarte de todo esto con la cabeza bien alta.

Se levanta del sofá, camina hacia el bar y se sirve una copa de vino. Le apetece el vino, pero sobre todo desea evitar el contacto visual. No quiere que la mire cuando dice:

– Soy egoísta, de acuerdo. No soportaría que te pasara algo.

– Ah.

El pensamiento compartido, no verbalizado, flota entre ellos: si me retirara no solo del cardenalato, sino del sacerdocio, entonces podríamos…

Pero él nunca podría hacerlo, piensa Nora, y yo no querría que lo hiciera.

Y tú eres un viejo de lo más idiota, piensa él. Ella tiene cuarenta años menos que tú, y tú eres un sacerdote.

– Temo que soy yo el egoísta -dice en cambio él-. Tal vez nuestra amistad te está impidiendo buscar una relación…

– No.

– … que satisfaga más tus necesidades.

– Tú satisfaces todas mis necesidades.

La expresión de su cara es tan seria que él se queda sorprendido un momento. Aquellos ojos maravillosos tan intensos.

– Todas no -contesta.

– Todas.

– ¿No quieres un marido? ¿Una familia? ¿Hijos?

– No.

Nora tiene ganas de chillar: «No me abandones. No me obligues a abandonarte». No necesito marido, familia, ni hijos. No necesito sexo, dinero, comodidades o seguridad.

Te necesito a ti.

Para lo cual deben de existir millones de razones psicológicas: un padre indiferente, disfunción sexual, temor a comprometerse con un hombre que esté disponible. Un loquero se lo pasaría en grande, pero me da igual. Tú eres el mejor hombre que he conocido. El mejor, el más inteligente, cariñoso, divertido que he conocido, y no sé qué haría si algo te pasara, así que no te vayas, por favor. No me obligues a marcharme.

– No vas a renunciar, ¿verdad?

– No puedo.

– De acuerdo.

– ¿Sí?

– Seguro.

En ningún momento pensó que fuera a renunciar.

Una suave llamada a la puerta, y el ayudante del obispo murmura que ha llegado un visitante imprevisto, a quien le han dicho…

– ¿Quién es? -pregunta Parada.

– Un tal señor Barrera -dice el ayudante-. Le he dicho…

– Le recibiré.

Nora se levanta.

– De todos modos, tengo que irme.

Se abrazan y ella va a vestirse.

Parada entra en su despacho privado y encuentra a Adán sentado.

Ha cambiado, piensa Parada.

Aún conserva la cara juvenil, pero es un chico preocupado. Y no me extraña, piensa Parada, con la hija enferma. Parada le ofrece la mano. Adán la toma e, inesperadamente, le besa el anillo.

– Eso ha sido de todo punto innecesario -dice Parada-. Ha pasado mucho tiempo, Adán.

– Casi seis años.

– Entonces, ¿por qué…?

– Gracias por los regalos que envió a Gloria -dice Adán.

– De nada. También digo misas por ella. Y ofrezco mis oraciones.

– Las agradecemos más de lo que usted piensa.

– ¿Cómo está Gloria?

– Como siempre.

Parada asiente.

– ¿Y Lucía?

– Bien, gracias.

Parada se sienta detrás del escritorio. Se inclina hacia delante, enlaza los dedos y mira a Adán con estudiada expresión pastoral.

– Hace seis años me puse en contacto contigo y te pedí clemencia para un hombre indefenso. Tu respuesta fue asesinarle.

– Fue un accidente -dice Adán-. Estaba fuera de mi control.

– Puedes mentirte a ti y a mí -replica Parada-, pero no a Dios.

¿Por qué no?, se pregunta Adán. Él nos miente a nosotros.

– Le juro por mi vida y la de mi hija que iba a dejar en libertad a Hidalgo -dice en cambio-. Uno de mis colegas le administró accidentalmente una sobredosis, con la intención de paliar su dolor.

– Que necesitaba porque fue torturado.

– No fui yo.

– Basta, Adán -dice Parada, y agita las manos como para alejar las evasivas-. ¿Para qué has venido? ¿En qué puedo ayudarte?

– No es para mí.

– Entonces…

– Le pido que sea pastor de mi tío.

– Jesús caminó sobre las aguas -dice Parada-. Que yo sepa, no ha vuelto a repetirse.

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Qué quiero decir? -contesta Parada mientras coge un paquete de cigarrillos, se lleva uno a la boca con una mano temblorosa y lo enciende-. Que pese a la línea oficial del partido, debo creer que algunas personas están más allá de la redención. Lo que tú pides es un milagro.

– Pensé que se dedicaba al negocio de los milagros.

– Así es -contesta Parada-. Por ejemplo, en este mismo momento estoy intentando dar de comer a miles de personas hambrientas, proporcionarles agua potable, casas decentes, medicinas, educación y alguna esperanza de futuro. Cualquiera de estas cosas sería un milagro.

– Si es una cuestión de dinero…

– Métete el dinero en el culo -dice Parada-. ¿Me he expresado con claridad?

Adán sonríe, y recuerda por qué quiere a este hombre. Y por qué el padre Juan es el único cura lo bastante duro para ayudar a Tío.

– Mi tío vive en un tormento-dice.

– Bien. Se lo merece.

Cuando Adán enarca una ceja, Parada dice:

– No estoy seguro de creer en el infierno de las llamas, Adán, pero si existe uno, no me cabe duda de que tu tío acabará en él.

– Es un adicto al crack.

– Me abstendré de comentar la ironía de la circunstancia -dice Parada-. ¿Conoces el concepto de karma?

– Vagamente -dice Adán-. Sé que necesita ayuda. Y sé que usted no puede negarse a ayudar a un alma atormentada.

– Un alma que acude arrepentida de verdad, en busca de una forma de cambiar su vida -dice Parada-. ¿Describe esa frase a tu tío?

– No.

– ¿Te describe a ti?

– No.

Parada se levanta.

– Entonces, ¿de qué tenemos que hablar?

– Vaya a verle, por favor -dice Adán. Saca una libreta del bolsillo de la chaqueta y escribe la dirección de Tío-. Si pudiera convencerle de que fuera a una clínica, a un hospital…

– Hay cientos de personas en mi diócesis que quieren seguir ese tratamiento y no se lo pueden permitir -dice Parada.

– Envíe cinco con mi tío, y me envía las facturas a mí.

– Como ya he dicho antes.

– Sí, que me meta el dinero en el culo -dice Adán-. Sus principios, el sufrimiento de los demás.

– Por culpa de las drogas que vendes.

– Y lo dice con un cigarrillo en la boca.

Adán agacha la cabeza, contempla el suelo durante un segundo.

– Lo siento. He venido a pedirle un favor. Tendría que haber cambiado de actitud en la puerta. Quería hacerlo.

Parada da una larga calada al cigarrillo, se acerca a la ventana y mira el zócalo, donde los vendedores callejeros han extendido sus mantas y dispuesto los milagros que venden.

– Iré a ver a Miguel Ángel -dice-. Dudo que sirva de algo.

– Gracias, padre Juan.

Parada asiente.

– Padre Juan…

– ¿Sí?

– Hay mucha gente que quiere saber esa dirección.

– No soy policía -replica Parada.

– No tendría que haber dicho nada -contesta Adán. Camina hacia la puerta-. Adiós, padre Juan. Gracias.

– Cambia de vida, Adán.

– Es demasiado tarde.

– Si de veras lo creyeras, no habrías venido.

Parada acompaña a Adán hasta el pequeño vestíbulo, donde está esperando una mujer con una pequeña bolsa de viaje colgada del hombro.

– Tengo que irme -dice Nora a Parada. Mira a Adán y sonríe.

– Nora Hayden -dice Parada-. Adán Barrera.

Mucho gusto -dice Adán.

Mucho gusto. -Nora se vuelve hacia Parada-. Volveré dentro de unas semanas.

– Ojalá sea así.

Ella se vuelve para salir.

– Yo también me voy -dice Adán-. ¿Puedo llevarle la bolsa? ¿Necesita un taxi?

– Muy amable.

Nora besa a Parada en la mejilla.

Adiós.

Buen viaje.

– Esa sonrisa irónica… -dice ella fuera, en el zócalo.

– ¿Yo he sonreído con ironía?

– … no viene a cuento. No es lo que usted piensa.

– Me ha malinterpretado -dice Adán-. Quiero y respeto a ese hombre. Jamás envidiaré la felicidad que pueda encontrar en este mundo.

– Solo somos amigos.

– Como usted diga.

– Es la verdad.

Adán mira al otro lado de la plaza.

– Allí hay un buen café. Me disponía a desayunar, y detesto comer solo. ¿Tiene tiempo y ganas de acompañarme?

– No he comido nada.

– Pues vamos -dice Adán. Cruza la calle con ella-. Perdone, tengo que llamar por teléfono.

– Adelante.

Saca el móvil y marca el número de Gloria.

– Hola, sonrisa de mi alma -dice cuando ella contesta. Ella es la sonrisa de su alma. Su voz es su aurora y su crepúsculo-. ¿Cómo te encuentras esta mañana?

– Bien, papá. ¿Dónde estás?

– En Guadalajara. He ido a ver a Tío.

– ¿Cómo está?

– Bien, también -dice Adán. Contempla la plaza donde se han reunido los vendedores ambulantes-. Consuelo de mi corazón, aquí venden pájaros cantores. ¿Quieres que te traiga uno?

– ¿Qué cantan, papá?

– No sé. Creo que tienes que enseñarles canciones. ¿Te sabes alguna?

– Papá, yo siempre te canto -ríe la niña, complacida, pues sabe que su padre está bromeando.

– Ya lo sé.

Tus canciones me parten el corazón.

– Sí, papá, por favor. Me encantaría tener un pájaro.

– ¿De qué color?

– ¿Amarillo?

– Creo que veo uno amarillo.

– O verde. De cualquier color, papá. ¿Cuándo volverás a casa?

– Mañana por la noche -dice Adán-. Tengo que ir a ver a tío Güero, y después vuelvo.

– Te echo de menos.

– Yo también te echo de menos. Te llamaré esta noche.

– Te quiero.

– Te quiero.

Finaliza la llamada.

– ¿Su novia? -pregunta Nora.

– El amor de mi vida -contesta Adán-. Mi hija.

– Ah.

Eligen una mesa de la terraza. Adán le acerca una silla, y después se sienta. Contempla aquellos increíbles ojos azules. Ella no aparta la vista, se encoge o enrojece. Sostiene su mirada.

– ¿Y su mujer?

– ¿Qué pasa con ella?

– Es lo que le iba a preguntar -dice Nora.


La puerta chasquea como un disparo.

El metal destroza la madera.

El pito de Tío se sale de la chica cuando se vuelve y ve que los federales irrumpen por la puerta.

Art piensa que es casi cómico ver a Tío arrastrar los pies con los pantalones en los tobillos, en un burdo intento de correr, el gotero móvil siguiéndole como un lacayo servil, con la intención de llegar a las armas amontonadas en un rincón de la habitación. Entonces el gotero móvil se derrumba, le arranca la aguja del brazo, Tío cae sobre las armas y se levanta con una granada de mano, forcejeando con la anilla hasta que un federal le arrebata la granada de la mano.

Un culo gordo y blanco sobresale de la mesa de la cocina, como una pila de masa gigantesca. Ramos se acerca y lo golpea con la culata del rifle.

Ella suelta un «Ay» indignado.

– Tendrías que haber preparado el desayuno, puta perezosa.

Ramos la agarra del pelo y la levanta.

– Ponte los pantalones, nadie quiere ver tus gordas nalgas.

– Te daré cinco millones de dólares -dice Ángel al federal-. Cinco millones de dólares norteamericanos si me sueltas. -Entonces ve a Art y sabe que los cinco millones no van a servirle de nada, no hay dinero suficiente. Se pone a gritar-. Mátame. Por favor, mátame ahora.

Este es el rostro de la maldad, piensa Art.

Una triste parodia.

Sentado en un rincón con los pantalones caídos, suplicándome que le mate.

Patético.

– Tres minutos -dice Ramos.

Antes de que vuelvan los guardias.

– Saquemos de aquí a este pedazo de mierda -dice Art. Se arrodilla para acercar la boca al oído de Tío-. Tío, voy a decirte lo que siempre has querido saber -susurra.

– ¿Qué?

– Quién era Mamada.

– ¿Quién?

– Güero Méndez -dice Art.

Güero Méndez, grandísimo cabronazo.

– Te odiaba -añade Art-, porque le robaste a la putita y la mancillaste. Sabía que la única forma de conseguirla era deshaciéndose de ti.

Tal vez me sea imposible acabar con Adán, Raúl y Güero, piensa Art, de modo que me conformaré con la mejor alternativa.

Conseguiré que se destruyan entre sí.


Adán se derrumba sobre el cuerpo de Nora. Ella le sujeta el cuello y acaricia su pelo.

– Ha sido increíble -murmura él.

– Hace mucho tiempo que no estabas con una mujer -dice Nora.

– ¿Tan evidente ha sido?

Habían salido del café para dirigirse al hotel más cercano. Los dedos de Adán temblaban cuando le desabrochó la blusa.

– No te has corrido -dice él.

– Lo haré. La próxima vez.

– ¿La próxima vez?

Una hora después, ella apoya las manos contra el antepecho de la ventana, con las piernas formando una V musculosa, mientras él la empala por detrás. La brisa que entra por la ventana abierta enfría el sudor que cubre su piel, en tanto gime y finge un hermoso orgasmo, hasta que él se queda satisfecho y se corre.

– Quiero verte otra vez -dice después Adán, tendido en el suelo. -Podríamos arreglarlo -contesta Nora.

Es solo un asunto de negocios.


Tío está sentado en una celda.

La lectura del acta de acusación no salió como él esperaba.

– No sé por qué me relacionan con el negocio de la cocaína -dijo desde el banquillo de los acusados-. Me dedico a la compraventa de coches. Del tráfico de drogas solo sé lo que leo en los periódicos.

Y la gente que estaba en la sala del tribunal se echó a reír.

Rieron, y el juez decretó que fuera a juicio. Sin fianza. Un delincuente peligroso, dijo el juez. Riesgo de fuga muy elevado. Sobre todo en Guadalajara, donde el acusado ejerce una notable influencia sobre las fuerzas de la ley. Así que le condujeron esposado a un avión militar con destino a Ciudad de México. Bajo un dosel especial desde el avión hasta una furgoneta con las ventanillas tintadas. Después, a la cárcel de Almoloya, a una celda de aislamiento.

Donde el frío se filtra en sus huesos.

Y la necesidad de crack roe sus huesos como un perro hambriento. El perro le devora, le devora, ansioso de cocaína.

Pero lo peor es su rabia.

La rabia de la traición.

La traición de sus aliados, pues tiene que haber existido traición a los niveles más altos para que esté en esta celda.

Aquel hijo de puta y su hermano en Los Pinos. A los que compró, pagó y nombró. Las elecciones robadas a Cárdenas utilizando mi dinero y el dinero que obligué al cártel a darles… y me han traicionado así. Los hijos de puta, cabrones, lambiosos.

Y los norteamericanos, los norteamericanos a los que ayudé en su guerra contra los comunistas, también me han traicionado.

Y Güero Méndez, que me robó mi amor. Méndez, quien posee a la mujer que debería ser mía, y los hijos que deberían ser míos.

Y Pilar, el putón que me traicionó.

Tío está sentado en el suelo de la celda, con los brazos alrededor de las piernas, meciéndose atrás y adelante con rabia y mono. Tarda un día en localizar a un guardia que le venda crack. Inhala el delicioso humo y lo retiene en los pulmones. Deja que suba hasta su cerebro. Que le proporcione euforia, y después claridad.

Entonces lo ve todo.

Venganza.

De Méndez.

De Pilar.

Se duerme sonriente.


Fabián Martínez, alias el Tiburón, es un asesino implacable.

El Junior se ha convertido en uno de los principales sicarios de Raúl, su pistolero más eficaz. El director del periódico de Tijuana que llevó demasiado lejos el periodismo de investigación… El Tiburón acabó con él como si fuera el blanco de un videojuego. Aquel surfero y camello californiano que desembarcó tres toneladas de yerba en la playa, cerca de Rosarita, pero no pagó la cuota de desembarco… El Tiburón lo reventó como un globo, y después se fue a una fiesta. Y aquellos tres idiotas pendejos de Durango que robaron un cargamento de coca que los Barrera habían garantizado… Bien, el Tiburón cogió un AK y los cosió a balas en plena calle como si fueran mierda de perro, después vertió gasolina sobre sus cuerpos, les prendió fuego y dejó que quemaran como luminarias. Los bomberos tuvieron miedo de apagarlos, y con fundadas razones, y la historia dice que dos de los tipos todavía respiraban cuando el Tiburón dejó caer la cerilla.

– Eso son chorradas -dijo Fabián, negando la veracidad de la historia -. Utilicé mi encendedor.

Da igual.

Mata sin remordimientos ni conciencia.

Justo lo que necesitamos, piensa Raúl, sentado en el coche con el chico, cuando le pide el favor de que sea el nuevo pasador de los Barrera.

– Queremos que te encargues de las entregas de dinero a Güero Méndez -le dice Raúl-. Que seas el nuevo correo.

– ¿Eso es todo? -pregunta Fabián.

Pensaba que habría algo más, algo húmedo, algo que implicara el dulce y penetrante chute de adrenalina de matar.

De hecho, hay algo más.


Los hijos de Pilar son el amor de su vida.

Es una joven madonna, con una hija de tres años y un bebé, de rostro y cuerpo ya maduros, y una personalidad alrededor de los ojos que antes no existía. Está sentada en el borde de la piscina y sus pies desnudos cuelgan en el agua.

– Los niños son la sonrisa de mí corazón -le dice a Fabián Martínez-. Mi marido no -añade después con tristeza.

Fabián cree que la estancia de Güero Méndez es de una ordinariez apabullante.

«Un traficante chic», le describe Pilar en privado, en un tono que no pretende disimular su desprecio.

– Intento cambiarlo, pero tiene metida esa imagen en su cabeza…

Narcovaquero, piensa Fabián.

En lugar de disimular sus raíces rurales, Güero las exhibe. Recrea una grotesca versión moderna de los grandes terratenientes del pasado, los dones, los rancheros, los vaqueros que llevaban sombreros de ala ancha, botas y chaparreras porque los necesitaban para conducir los rebaños. Ahora, los nuevos narcos han recreado la imagen en su mente: camisas de vaquero de poliéster negro con falsos botones de nácar, chaparreras de poliéster de colores chillones, verde lima, amarillo canario y rosa coral. Y botas de tacón alto. No son botas prácticas para caminar, sino botas puntiagudas de vaquero yanqui, hechas de toda clase de materiales, cuanto más exóticos mejor (avestruz, caimán), teñidas de rojos y verdes brillantes.

Los antiguos vaqueros se habrían partido el culo.

O se habrían revuelto en sus tumbas.

Y la casa…

A Pilar le da vergüenza.

No es el clásico estilo de estancia (una planta, tejado de tejas un porche agradable y elegante), sino una monstruosidad de tres plantas de ladrillo amarillo, columnas y barandilla de hierro. Y el interior… Butacas de cuero con cuernos de vaca a modo de orejeras y pezuñas a modo de pies. Sofás hechos de piel de vaca roja y blanca. Taburetes con sillas de montar como asientos.

– Con todo su dinero -suspira ella-, lo que podría haber hecho.

Hablando de dinero, Fabián lleva un maletín lleno en la mano. Más dinero para Güero Méndez con el fin de que prosiga su guerra contra el buen gusto. Fabián es el nuevo correo, y el pretexto consiste en que es demasiado peligroso para los hermanos Barrera desplazarse, después de lo sucedido a Miguel Ángel.

Tienen que ser discretos.

Fabián se encargará de las entregas mensuales y de transmitir las órdenes.

Este fin de semana se está celebrando una fiesta en el rancho. Pilar interpreta el papel de anfitriona refinada, y Fabián se queda sorprendido cuando se descubre pensando que es refinada, encantadora, adorable y sutil. Se esperaba un ama de casa desaliñada, pero ella no es así. En la cena de la noche, en el enorme comedor atestado de invitados, ve su rostro a la luz de las velas, y es un rostro exquisito.

Ella le mira y observa que la está mirando.

Ese chico hermoso como un astro del cine, vestido con elegancia.

Al poco se encuentra paseando junto a la piscina con ella, y entonces le confiesa que no ama a su marido.

Él no sabe qué decir, de modo que cierra la boca. Se sorprende cuando ella continúa.

– Yo era muy joven. Él también, y muy guapo, ¿no? Y, perdóname, iba a rescatarme de don Angel. Y lo hizo. Me convirtió en una gran señora. Y lo hizo. Una gran señora desdichada.

– ¿Es usted desdichada? -dice Fabián como si fuera estúpido.

– No le amo -dice ella-. ¿No te parece terrible? Soy una persona horrible. Me trata bien, me lo da todo. No va con otras mujeres, no se va de putas… Soy el amor de su vida, y por eso me siento tan culpable. Güero me adora, y yo le desprecio por eso. Cuando está conmigo, no siento… No siento. Y después empiezo a hacer una lista de las cosas que me desagradan de él: es un hortera, carece de gusto, es un patán, un palurdo. Odio este lugar. Quiero volver a Guadalajara. Restaurantes de verdad, tiendas de verdad. Quiero ir a museos, conciertos, galerías de arte. Quiero viajar. Ver Roma, París, Río. No quiero aburrirme… de mi vida, de mi marido.

Sonríe, y después mira a los invitados congregados alrededor del enorme bar situado al final de la piscina.

– Todos creen que soy una puta.

– No.

– Pues claro que sí -replica ella-. Pero nadie es lo bastante valiente para decirlo en voz alta.

Pues claro que no, piensa Fabián. Todos conocen la historia de Rafael Barragos.

Se pregunta si ella también.

Rafi había asistido a una barbacoa en el rancho, poco después de que Güero y Pilar se casaran, y estaba con algunos cuates cuando Güero salió de la casa con Pilar del brazo. Rafi lanzó una risita, y en voz baja hizo una broma acerca de que Güero se había casado con la puta de Barrera. Y uno de sus buenos amigos fue a ver a Güero y se lo contó, y aquella noche sacaron a Rafi de su cuarto de invitado, fundieron delante de él la bandeja de plata que les había obsequiado como regalo de bodas, le metieron un embudo en la boca y vertieron la plata fundida.

Mientras Güero observaba.

Así fue como encontraron el cadáver de Rafi: colgado cabeza abajo de un poste telefónico en una carretera secundaria a treinta kilómetros del rancho, los ojos abiertos de par en par a causa del dolor, la boca llena de plata solidificada. Y nadie se atrevió a bajar el cadáver, ni la policía, ni incluso la familia, y durante años el viejo pastor de cabras que vivía al lado habló del extraño sonido que producían los picos de los cuervos cuando perforaron las mejillas de Rafi y golpearon la plata.

Y aquel lugar de la carretera llegó a ser conocido como Donde los cuervos son ricos.

Pues sí, piensa Fabián mientras la mira, mientras el agua que se refleja en el estanque tiñe su piel de oro. Todo el mundo tiene miedo de llamarte puta.

Deben de tener miedo hasta de pensarlo.

Y si Güero hizo eso a un hombre solamente por insultarte, piensa Fabián, ¿qué le haría al hombre que te sedujera? Siente una punzada de temor, pero después se convierte en excitación. Le pone cachondo. Siente orgullo de su fría valentía, de sus proezas como amante.

Entonces ella se inclina hacia él y, ante su sorpresa y excitación, susurra: Yo quiero rabiar.

Quiero arder.

Quiero rugir.

Quiero volverme loca.


Adán llega al orgasmo y grita.

Se derrumba sobre los suaves pechos de Nora, y ella le sujeta con fuerza entre sus brazos y le mece rítmicamente en su interior.

– Dios mío -jadea él.

Nora sonríe.

– ¿Te has corrido? -pregunta él.

– Oh, sí -miente ella-. Ha sido estupendo.

No quiere decirle que nunca se corre con un hombre, que más tarde, a solas, utilizará los dedos para aliviarse. Sería inútil decírselo, y no quiere herir sus sentimientos. En realidad, le gusta, siente una especie de afecto por él, y además, no es algo que le digas a un hombre al que intentas complacer.

Se han estado citando con regularidad durante algunos meses desde su primer encuentro en Guadalajara. Al igual que hoy, suelen alquilar una habitación de un hotel de Tijuana, un lugar al que ella puede desplazarse con facilidad desde San Diego, y muy conveniente para él. Una vez a la semana o así desaparece de uno de sus restaurantes y se encuentra con ella en la habitación de un hotel. Es el tópico del «amor por la tarde». Por las noches, Adán siempre está en casa.

Adán lo dejó muy claro desde el primer momento.

– Amo a mi mujer.

Ella lo ha oído miles de veces. Todos aman a sus mujeres. Y en la mayoría de los casos es cierto. Esto es una cuestión de sexo, no de amor.

– No quiero hacerle daño -afirmó Adán, como si estuviera fijando una política comercial.

Y así era.

– No quiero avergonzarla ni humillarla. Es una persona maravillosa. Nunca la abandonaré, ni tampoco a mi hija.

– Estupendo -dijo Nora.

Siendo ambos gente de negocios, llegaron a un rápido acuerdo, sin ínfulas emocionales. A ella no le gusta ver el dinero. Adán abrió una cuenta a su nombre, y deposita cierta cantidad de dinero cada mes. Él elige las fechas y las horas de sus citas, y ella acude, pero tiene que decírselo con una semana de adelanto. Si quiere verla más de una vez a la semana, ningún problema, pero de todos modos tiene que avisarla por adelantado.

Una vez al mes, los resultados de un análisis de sangre, certificando la salud sexual de Nora, llegarán con discreción a la oficina de Adán. Él hará lo mismo, y así podrán pasar del molesto condón.

En otra cosa se ponen de acuerdo: el padre Juan tiene que ignorar su relación.

De una forma desquiciada, cada uno piensa que le está engañando: ella a su amistad platónica; Adán a su relación anterior.

– ¿Sabe él cómo te ganas la vida? -le había preguntado Adán.

– Sí.

– ¿Y lo aprueba?

– Somos amigos -dijo Nora-. ¿Sabe él a qué te dedicas tú?

– Soy restaurador.

– Ajá.

No le creyó entonces, y ahora menos, después de meses de citarse con él. El nombre le sonaba vagamente, de una noche de casi diez años antes en la Casa Blanca, cuando Jimmy Piccone había inaugurado tan brutalmente su carrera. De manera que, cuando regresó de Guadalajara, llamó a Haley, le preguntó por Adán Barrera y obtuvo toda la información.

– Ve con cuidado -avisó Haley-. Los Barrera son peligrosos.

Tal vez, piensa Nora, ahora que Adán se ha sumido en el sopor poscoital. Pero no ha visto esa faceta de Adán, y hasta duda de que exista. Con ella solo ha sido amable, dulce. Admira su lealtad hacia su hija enferma y su esposa frígida. Tiene necesidades, punto, e intenta satisfacerlas de la manera más ética posible.

Para ser un hombre relativamente sofisticado, es muy poco sofisticado en la cama. Ella ha tenido que introducirle en ciertas prácticas, enseñarle posturas y técnicas. El hombre se queda sorprendido por la magnitud del placer que ella le proporciona.

Y no es egoísta, piensa Nora. No llega a la cama con la mentalidad de consumidor de tantos clientes, la sensación de amo y señor que le otorgan sus tarjetas platino. Quiere complacerla, quiere que quede tan satisfecha como él, quiere que experimente el mismo goce.

No me trata como a una máquina expendedora, piensa Nora, en la que introduce la moneda, aprieta el botón y coge el caramelo.

Maldita sea, piensa, me gusta ese hombre.

Ha empezado a abrirse, sexual y personalmente. Entre polvo y polvo, hablan. No hablan del negocio de la droga, por supuesto (él sabe que ella sabe a qué se dedica), sino del negocio de los restaurantes, de la multitud de problemas relacionados con la actividad de llevar comida a las bocas y sonrisas a los labios de los consumidores. Hablan de deportes (él se alegra de que Nora puede discutir de boxeo en profundidad y conozca la diferencia entre un slider y un lanzamiento en curva) y del mercado de valores. Ella es una astuta inversionista que empieza el día igual que él, con el Wall Street Journal al lado del café. Hablan de gastronomía, comentan la clasificación de los pesos medios, diseccionan los puntos fuertes y débiles relativos de los fondos de inversión inmobiliaria comparados con los bonos municipales.

Nora sabe que es otro tópico, tan manido como el del amor por la tarde, pero los hombres van de putas para hablar. Las esposas del mundo le arrancarían un pedazo de sus beneficios si echaran un vistazo a la página de deportes, dedicaran unos minutos a mirar la ESPN o el Wall Street Week. Sus maridos invertirían de buena gana unas cuantas horas en hablar de sentimientos si las esposas quisieran hablar de sus cosas un poco más.

Forma parte de su trabajo, pero le gusta conversar con Adán. Le interesan los temas y le gusta hablar de ellos con él. Está acostumbrada a hombres inteligentes y triunfadores, pero Adán es muy listo. Es un analista incansable. Piensa las cosas a fondo, lleva a cabo un trabajo quirúrgico intelectual hasta llegar al meollo del asunto.

Y reconócelo, se dice, te atrae su dolor. La tristeza que lleva con tanta dignidad. Crees que puedes paliar su dolor, y te gusta. No es la habitual satisfacción hueca de tener a un hombre cogido del pene, sino de tomar a un hombre sumido en el dolor y conseguir que olvide un rato su tristeza.

Sí, la enfermera Nora, piensa.

Florence Puta Nightingale, con una mamada en lugar de un farol.

Se inclina y le acaricia el cuello hasta que abre los ojos.

– Tienes que levantarte -dice-. Tienes una cita dentro de una hora, ¿te acuerdas?

– Gracias -contesta él adormilado.

Se levanta y entra en la ducha. Como en casi todo lo que hace, es enérgico y eficaz. No se demora bajo el chorro de agua caliente, sino que se lava, se seca, vuelve a la habitación y empieza a vestirse.

– Quiero que nuestra relación sea exclusiva -dice hoy, mientras se abrocha los botones de la camisa.

– Oh, Adán, eso sería muy caro -dice ella algo desconcertada, pillada por sorpresa-. Si quieres todo mi tiempo, tendrás que pagar por todo mi tiempo.

– Ya me lo imaginaba.

– ¿Te lo puedes permitir?

– El dinero no es el problema de mi vida.

– Adán, no quiero que robes dinero a tu familia.

Se arrepiente al instante de haberlo dicho, porque ve que se ha ofendido. Levanta la vista de la camisa, la mira de una forma inédita hasta aquel momento.

– Supongo que ya sabes que nunca haría eso -dice.

– Lo sé. Lo siento.

– Te conseguiré un apartamento aquí, en Tijuana -dice-. Podemos acordar una compensación anual y renegociarla al final de cada año. Aparte de eso, nunca tendremos que hablar de dinero. Serás mi…

– Querida.

– Yo pensaba más en la palabra «amante» -dice Adán-. Te quiero, Nora. Quiero integrarte en mi vida, pero la mayor parte ya está ocupada.

– Lo comprendo.

– Ya lo sé, y te lo agradezco, más de lo que puedas imaginar. Sé que tú no me quieres, porque creo que para ti soy antes que nada un cliente. El acuerdo que propongo no es el ideal, pero considero que puede proporcionarnos lo máximo que somos capaces de compartir.

Ha venido preparado, piensa Nora. Lo ha pensado todo, elegido las palabras exactas y ensayado.

Debería pensar que es patético, se dice, pero la verdad es que estoy conmovida.

Por el hecho de que dedicara tiempo a la idea.

– Me siento halagada, Adán -dice-, y tentada. Es una oferta encantadora. ¿Puedo pensármelo un poco?

– Por supuesto.

Cuando él se va, se pone a pensar.

Evalúa la situación.

Tienes veintinueve años, se dice, unos espléndidos y jóvenes veintinueve años, pero no obstante, justo al borde del declive. Los pechos siguen firmes, el culo prieto, el estómago liso. Nada de eso cambiará durante un tiempo, pero cada año será más difícil de conservar, incluso con disciplina gimnástica férrea. El tiempo se cobrará su peaje.

Y vienen chicas más jóvenes, chicas de largas piernas y pechos altos, chicas para las cuales la gravedad todavía es un aliado. Chicas que mantienen el cuerpo sin necesidad de horas en la bicicleta estática y la rueda de andar, sin abdominales ni levantar pesas, sin dietas. Son las chicas que cada vez van a desear más los clientes con tarjeta platino.

¿Cuántos años me quedan?

Años en la cumbre, porque en la mitad no quieres estar, y el fondo es el lugar al que no quieres ir. ¿Cuántos años antes de que Haley empiece a enviarte clientes de segunda clase, y después deje de mandarte?

¿Dos, tres, cinco, a lo sumo?

Y después, ¿qué?

¿Habrás ahorrado suficiente dinero para retirarte?

Depende del mercado, de las inversiones. Dentro de dos o tres años es posible que tenga bastante dinero para vivir en París, o tal vez tenga que trabajar; en tal caso, ¿en qué trabajo?

La industria del sexo se divide en dos ramas amplias.

Prostitución y porno.

Sí, está el striptease, pero por ahí es donde empiezan la mayoría de las chicas, y no se quedan mucho tiempo. O van a la prostitución, o van al porno. Te saltaste la fase de bailarina (gracias, Haley) y fuiste directa a la cumbre del negocio de la prostitución, pero ¿qué pasa después?

¿Si no aceptas la oferta de Adán y el mercado no funciona?

¿Porno?

Bien sabe Dios que ha recibido ofertas. El dinero es bueno, aunque el trabajo duro. Y sabe que hay que ir con cuidado en lo referente a la salud, pero Dios… Eso de hacerlo delante de una cámara la frena un poco.

Y de nuevo, ¿cuánto duraría? Seis o siete años, máximo.

Después llegaría la pendiente pronunciada hacia los vídeos de bajo presupuesto. Follar sobre un colchón en el patio trasero de alguna casa del Valle. Escenas de chica con chica; escenas de orgías; el papel de la esposa cornuda y salida; la suegra ninfómana; la mujer mayor ansiosa, hambrienta de sexo y pollas, agradecida.

Te matarías en un año.

Una navaja en las muñecas o una sobredosis.

Lo mismo con la inevitable derivación a call girl. Lo has visto, te has encogido ante el espectáculo, te has compadecido de la mujer que se quedó demasiado tiempo, que no ahorró dinero, que no se casó, que no llegó a un acuerdo duradero con un cliente. Has visto desmoronarse sus rostros, envejecer sus cuerpos, venirse abajo su moral, y te has compadecido de ellas.

Compasión.

De ti misma o la que fuera, no podrías soportarlo.

Acepta la oferta de ese hombre.

Te quiere, te trata bien.

Acepta la oferta ahora que todavía eres hermosa, ahora que todavía te desea, ahora que todavía puedes proporcionarle más placer del que había soñado en su vida. Acepta su dinero, ahórralo, y después, cuando se canse de ti, cuando empiece a mirar con más atención a las jovencitas, a mirarlas como te mira ahora a ti, puedas largarte con la dignidad intacta y una vida decente ante ti.

Retirarte del negocio y vivir.

Resuelve decirle sí a Adán.


Guamuchilito, Sinaloa, México

Tijuana, México

Colombia

1992


Fabián está que arde.

Debido a lo que Pilar le había susurrado.

Yo quiero rabiar.

¿Me estaba diciendo lo que creo que me estaba diciendo?, se pregunta. Lo cual conduce a otros pensamientos, sobre su boca, sus piernas, sus pies colgando en el agua, el sexo que se le marcaba bajo el bañador. Y fantasías, de deslizar la mano por debajo de su vestido y palpar sus pechos, acariciar su chocho, oír sus gemidos, estar dentro de ella y…

¿Dijo en serio rabiar? El español es un idioma sutil, en que cada palabra puede encerrar muchos significados. Rabiar puede significar ansiar, arder, estar furioso, volverse loco, y tal vez ella se refería a todo eso. Y también puede referirse específicamente al sadomaso, y se pregunta si quería decir que deseaba ser atada, azotada, follada con brutalidad… lo cual le despierta fantasías aún más fascinantes. Sorprendentes fantasías que jamás había alimentado. Se imagina atándola con pañuelos de seda, azotando su hermoso culo, dándole con el látigo. Se imagina detrás de ella, que está a cuatro patas, follándola como a un perro, y ella chillándole que le tire del pelo. Y él agarrando un puñado de aquel cabello negro y reluciente y tirando de él como las riendas de un caballo, de manera que su largo cuello se arquea y se estira, y ella chillando de dolor y placer.

Yo quiero rabiar.

¡Ay, Dios mío!

La próxima vez que va a Rancho Méndez (semanas después, interminables semanas después), apenas puede respirar cuando baja del coche. Siente una opresión en el pecho y la cabeza ligera. Y se siente culpable, además. Se pregunta, cuando Güero le recibe con un abrazo, si el deseo por su mujer se trasluce en su cara. Y así debe ser cuando ella sale por la puerta de la casa y le sonríe. Carga en brazos al bebé y rodea con el brazo a la niña, a la que dice: Mira, Claudia. Tío Fabián está aquí.

Siente una punzada de vergüenza, como si hubiera dicho: Hola, Claudia, tío Fabián quiere follarse a mami.

Con desesperación.

Aquella noche la besa.

El jodido de Güero les deja solos en la sala de estar para llamar por teléfono, y están de pie junto al fuego y ella huele a mimosas y Fabián cree que su corazón va a estallar y se están mirando y se están besando.

Sus labios son sorprendentemente suaves.

Como melocotones pasados.

Se siente mareado.

El beso termina y se separan.

Asombrados.

Asustados.

Excitados.

Él se aleja hacia el otro lado de la sala.

– Yo no quería que esto sucediera -dice ella.

– Ni yo.

Ya lo creo que sí.

Forma parte del plan.

El plan que le explicó Raúl Barrera, pero Fabián está seguro de que el autor es Adán. Y tal vez el mismísimo Miguel Ángel Barrera.

Y Fabián está llevando a cabo el plan.

Muy pronto están intercambiando a escondidas besos, abrazos, roces de manos, miradas de complicidad. Es un juego terriblemente peligroso, terriblemente excitante. Flirtear con el sexo y la muerte, porque Güero mataría a ambos si lo descubriera.

– No lo creo -dice Pilar a Fabián-. Creo que te mataría a ti, pero después gritaría, lloraría y me perdonaría.

Lo dice casi con tristeza.

No quiere el perdón.

Quiere arder en deseos.

– Jamás puede ocurrir algo entre nosotros -dice no obstante.

Fabián le da la razón. Con palabras. En su mente, está pensando: Sí, ya lo creo que sí. Sí, sucederá. Es mi trabajo, mi tarea, mi misión. «Seduce a la mujer de Güero. Llévatela contigo.»

Empieza con las palabras mágicas: «Y si».

Las dos palabras más poderosas de cualquier idioma.

¿«Y si» nos hubiéramos conocido antes? ¿«Y si» fuéramos Ubres? ¿«Y si» pudiéramos viajar juntos, a París, Río, Roma? ¿«Y si» nos fugáramos? ¿«Y si» nos lleváramos dinero suficiente para iniciar una nueva vida?

Y si, y si, y si.

Son como dos niños que juegan. (¿«Y si» esas piedras fueran de oro?). Empiezan a imaginar los detalles de su fuga, adónde irían, cómo, qué se llevarían. ¿Cómo podrían huir sin que Güero se enterara? ¿Y sus guardaespaldas? ¿Dónde podrían encontrarse? ¿Y sus hijos? No los abandonaría jamás.

Todas estas fantasías compartidas, expresadas en fragmentos de conversaciones, momentos robados a Güero. Ya es infiel a Güero en pensamiento y corazón. Y en el dormitorio… Cuando está encima de ella, piensa en Fabián. Güero se siente muy satisfecho de sí mismo cuando ella chilla al alcanzar el orgasmo (esto es nuevo, esto es inédito), pero está pensando en Fabián. Hasta eso le está robando.

La infidelidad es completa. Solo quedan los detalles físicos.

La posibilidad conduce a la fantasía, la fantasía se convierte en especulación, la especulación en planificación. Es delicioso planificar esta nueva vida. Lo hacen hasta el mínimo detalle. Como los dos están obsesionados con la ropa, desperdician preciosos minutos hablando de qué se llevarán, qué pueden comprar allí («allí» puede ser París, Roma o Río, según el momento).

O detalles más serios: ¿deberíamos dejar una nota a Güero? ¿Deberíamos irnos juntos o encontrarnos en algún sitio? Si nos reunimos, ¿dónde? Tal vez podríamos marchar por separado, en el mismo vuelo. Intercambiar miradas de complicidad de fila a fila, un largo y sexualmente tortuoso vuelo nocturno, después acostar a los niños y encontrarse en la habitación de Fabián del hotel de París.

Rabiar.

No, yo no podría esperar, dice ella. Iré al lavabo del avión. Tú me seguirás. La puerta no estará cerrada con llave. No, se encontrarán en un bar de Río. Fingirán que no se conocen. Él la seguirá hasta un callejón, la empujará contra una valla.

Rabiar.

«¿Me harás daño?»

«Si tú quieres.»

«Sí.»

«Entonces te haré daño.»

Fabián es todo lo contrario de Güero: sofisticado, apuesto, bien vestido, elegante, sexy. Y adorable. Muy adorable.

Ella está preparada.

Le pregunta cuándo.

– Pronto -dice él-. Quiero huir contigo, pero…

Pero.

El terrible contrapeso de «Y si». La intrusión de la realidad. En este caso…

– Necesitaremos dinero -dice Fabián-.Yo tengo algo, pero no lo bastante para escondernos el tiempo necesario.

Sabe que este tema es delicado. Es el frágil momento en que la burbuja podría estallar. Ahora flota en el aire leve del romance, pero los groseros detalles mundanos podrían reventarla. Compone una máscara de sensibilidad, mezclada con una pizca de vergüenza, y clava la vista en el suelo cuando dice:

– Tendremos que esperar hasta que consiga más dinero.

– ¿Cuánto tiempo será? -pregunta ella. Suena herida, decepcionada, al borde de las lágrimas.

Fabián tiene que ser cauteloso. Muy cauteloso.

– No mucho -dice-. Un año. Tal vez dos.

– ¡Eso es demasiado!

– Lo siento. ¿Qué puedo hacer?

Deja la pregunta flotando en el aire, como si no hubiera respuesta. Ella le proporciona la contestación que desea y espera.

– Yo tengo dinero.

– No -dice Fabián con firmeza-. Jamás.

– Pero dos años…

– Está descartado.

Al igual que el flirteo estuvo descartado en su momento, los besos descartados en su momento, la huida.

– ¿Cuánto necesitaríamos? -pregunta Pilar.

– Millones -dice él-. Por eso tardaré.

– Puedo retirarlos del banco.

– Yo no podría.

– Solo piensas en ti -dice ella-. Tu orgullo masculino. Tu machismo. ¿Cómo puedes ser tan egoísta?

Y esa es la clave, piensa Fabián. Ya es trato hecho, ahora que ha invertido la ecuación. Ahora que aceptar su dinero sería un acto de generosidad y altruismo por su parte. Ahora que la ama tanto que es capaz de sacrificar su orgullo, su machismo.

– No me quieres -dice ella haciendo pucheros.

– Te quiero más que a mi vida.

– No me amas lo suficiente para…

– Sí -dice Fabián-. Sí te quiero.

Ella le rodea en sus brazos.

Cuando vuelve a Tijuana, se encuentra con Raúl y le dice que el trato está hecho.

Ha tardado meses, pero el Tiburón está a punto de comer.

Un momento óptimo, piensa Raúl.

Porque ha llegado el momento de declarar la guerra a Güero Méndez.


Pilar dobla y guarda en la maleta con cuidado un pequeño vestido negro.

Junto con sujetadores, panties y otra ropa interior negra.

A Fabián le gusta el negro.

Quiere complacerle. Quiere que la primera vez con él sea perfecta. Bueno, a menos que la fantasía sea mejor que el acto. Pero no lo cree. Ningún hombre puede hablar como él lo hace, utilizar esas palabras, abrigar esas ideas, y no ser capaz de respaldar al menos algunas. Si ya se pone húmeda cuando habla con él, ¿qué conseguirá cuando la rodee en sus brazos?

Le dejaré hacer todo lo que quiera, piensa.

Quiero que haga todo lo que quiera.

«¿Me harás daño?»

«Si tú quieres.»

«Sí.»

«Entonces te haré daño.»

Eso espera, espera que lo diga en serio, que su belleza no le intimide y pierda el valor.

Que no lo pierda en ningún momento, porque desea una nueva vida, lejos de este pueblucho de Sinaloa con su marido y los patanes de sus amigos. Quiere una vida mejor para sus hijos, una buena educación, cultura, la idea de que el mundo es más amplio y mejor que una grotesca fortaleza oculta en las afueras de una aislada ciudad de las montañas.

Y Fabián comparte sus ideas. Han hablado de ello. Le ha hablado de hacer amistades fuera del estrecho círculo de los narcotraficantes, de forjar relaciones con banqueros, inversionistas, incluso artistas y escritores.

Pilar lo desea para ella.

Lo desea para sus hijos.

Durante el desayuno, Güero se había excusado, momento que Fabián había aprovechado para inclinarse hacia ella.

– Hoy -susurró, y ella sintió un aleteo en el corazón. Fue casi como un pequeño orgasmo.

– ¿Hoy?-preguntó.

– Güero se va a inspeccionar sus campos -dijo Fabián.

– Sí.

– Cuando me vaya al aeropuerto, me acompañarás. He reservado un vuelo a Bogotá.

– ¿Y los niños?

– Por supuesto -dijo Fabián-. ¿Puedes meter algunas cosas en una maleta, y deprisa?

Oye que Güero se acerca por el pasillo. Pilar esconde la maleta debajo de la cama.

Güero ve ropa esparcida por la habitación.

– ¿Qué estás haciendo?

– Estoy pensando en deshacerme de algunas cosas viejas -dice ella-. Las llevaré a la iglesia.

– ¿Después irás de compras? -pregunta él con una sonrisa. Le gusta que vaya de compras. Le gusta que gaste dinero. Él la alienta.

– Es probable.

– Me voy -dice Güero-. Estaré fuera todo el día. Puede que no venga hasta mañana.

Ella le da un beso cariñoso.

– Te echaré de menos.

– Yo también. Tal vez me agencie una nena para que me dé calor.

Ojalá, piensa ella. Entonces no vendrías a nuestra cama con tanta desesperación.

– Tú no -dice en cambio-. Tú no eres como esos viejos gomeros.

Y quiero a mi esposa.

– Y yo quiero a mi marido.

– ¿Fabián se ha ido ya?

– No, creo que está haciendo el equipaje.

– Iré a despedirme de él.

– Y dale un beso a los niños.

– ¿Aún no se han dormido?

– Por supuesto, pero les gusta saber que les has besado antes de marcharte.

Él la besa de nuevo.

Eres toda mi vida.

En cuanto sale, Pilar cierra la puerta y saca la maleta de debajo de la cama.


Adán se despide de su familia.

Entra en la habitación de Gloria y la besa en la mejilla. La niña sonríe.

Pese a todo, sonríe, piensa Adán. Es tan alegre, tan valiente… Al fondo, el pájaro que le compró en Guadalajara gorjea.

– ¿Le has puesto nombre al pájaro? -pregunta Adán.

– Gloria.

– ¿Como tú?

– No -ríe ella-. Como Gloria Trevi.

– Ah.

– Te vas, ¿verdad?

– Sí.

– Papáááááá…

– Solo una semana o así.

– ¿Adónde?

– A muchos sitios. Costa Rica, tal vez Colombia.

– ¿Por qué?

– Porque quiero comprar café. Para los restaurantes.

– ¿No puedes comprarlo aquí?

– No es bastante bueno para nuestros restaurantes.

– ¿Puedo ir contigo?

– Esta vez no. Tal vez la próxima.

Si hay una próxima, piensa. Si todo va bien en Badiraguato, en Culiacán y en el puente del río Magdalena, donde va a encontrarse con los Orejuela.

Si todo va bien, mi amor.

Si no, siempre ha tomado la precaución de que Lucía sepa dónde están los seguros de vida, cómo acceder a las cuentas bancarias de las Caimán, los valores de las cajas de seguridad, las carteras de inversiones. Si las cosas van mal en este viaje, si los Orejuela arrojan su cuerpo desde el puente, su esposa y su hija tendrán la vida asegurada.

Y también Nora.

Ha dejado una cuenta bancaria e instrucciones a su banquero particular.

Si no vuelve de su viaje, Nora contará con fondos suficientes para iniciar un pequeño negocio, una nueva vida.

– ¿Qué quieres que te traiga? -pregunta a su hija.

– Bastará con que vuelvas -contesta la niña.

La intuición de los niños, piensa. Te leen la mente y el corazón con misteriosa precisión.

– Te traeré una sorpresa -dice-. ¿Le das un beso a papá?

Siente los labios secos en su mejilla, y los delgados brazos que rodean su cuello aferrándose. Se le parte el corazón. Siempre le cuesta separarse de ella, y por un momento considera la posibilidad de no ir. Salir de la pista secreta y dedicarse solo a sus restaurantes. Pero es demasiado tarde para eso. La guerra con Güero se avecina, y si no le matan, Güero les matará a ellos.

De modo que endurece su corazón, interrumpe el abrazo y se levanta.

– Adiós, mi alma -dice-. Te llamaré todos los días.

Se vuelve a toda prisa para que no vea las lágrimas en sus ojos. Le aterrarían. Sale de su cuarto, y Lucía está esperando en la sala de estar con su maleta y la chaqueta.

– Una semana, más o menos -dice Adán.

– Te echaremos de menos.

– Yo os echaré de menos.

La besa en la mejilla, coge la chaqueta y camina hacia la puerta.

– ¿Adán?

– ¿Sí?

– ¿Te encuentras bien?

– Sí -dice-. Un poco cansado.

– A lo mejor puedes dormir en el avión.

– A lo mejor. -Va a abrir la puerta, pero da media vuelta-. Lucía, ya sabes que te quiero.

– Yo también te quiero, Adán.

Lo dice en tono de disculpa. Lo es, más o menos. Una disculpa por no hacer el amor con él, por convertir la cama en un lugar frío, por su incapacidad de conseguir que las cosas sean diferentes. De decirle que eso no significa que no le ame todavía.

Él sonríe con tristeza y se va.

Camino del aeropuerto, llama a Nora para decirle que esta semana no se verán.

Tal vez nunca, piensa cuando cuelga.

Depende de lo que suceda en Culiacán.

Donde los bancos acaban de abrir.


Pilar retira siete millones de dólares.

De tres bancos diferentes de Culiacán.

Dos de los directores empiezan a poner pegas y quieren consultarlo previamente con el señor Méndez (ante el horror de Fabián, que ha descolgado el teléfono), pero Pilar insiste, e informa a los acobardados directores de que ella es la señora Méndez, no un ama de casa vulgar dilapidando la asignación mensual.

Cuelgan el teléfono.

Recibe su dinero.

Antes incluso de llegar al avión, Fabián la convence de que envíe por giro telegráfico dos millones a cuentas esparcidas por bancos de todo el mundo.

– Ahora podremos vivir -dice-. No podrá encontrarnos, ni encontrar el dinero.

Meten a los niños en el coche y van hacia el aeropuerto, para subir a un vuelo privado con destino a Ciudad de México.

– ¿Cómo has organizado esto? -pregunta Pilar a Fabián.

– Tengo amigos influyentes-contesta Fabián.

Pilar se queda impresionada.

Güerito es demasiado pequeño para comprender lo que está pasando, por supuesto, pero Claudia quiere saber dónde está papá.

– Estamos jugando con papá -explica Pilar-. Como si fuera al escondite.

La niña acepta la explicación, pero Pilar se da cuenta de que está preocupada.

El trayecto hasta el aeropuerto es aterrador y emocionante. Siempre están mirando atrás, preguntándose si Güero y sus sicarios les persiguen. Después llegan al aeropuerto y se dirigen hacia la pista donde está esperando el avión privado. Esperando el permiso para despegar. Fabián mira por la ventanilla y ve que Güero y un puñado de hombres llegan en dos jeeps.

El director del banco le habrá telefoneado.

Pilar le está mirando con los ojos como platos por el terror.

Y la excitación.

Güero salta del jeep, y Pilar le ve discutir con un policía de seguridad, y luego la mira a ella a través de la ventanilla del avión, está señalando el avión, y entonces Fabián se inclina hacia delante con frialdad, la besa en los labios y se vuelve hacia la cabina.

Vámonos -ordena.

El avión empieza a rodar sobre la pista. Güero vuelve a subir al jeep y corre en persecución del avión, pero Pilar siente que las ruedas se levantan, se elevan en el aire, y Güero y el pequeño mundo de Culiacán se hacen cada vez más pequeños.

Pilar siente ganas de arrastrar a Fabián hasta el pequeño lavabo del avión y tirárselo allí dentro, pero los niños la están mirando, así que tiene que esperar, y la frustración y la excitación no hacen más que aumentar.

Vuelan primero a Guadalajara para repostar. Después vuelan a Ciudad de México, donde abandonan el avión privado y suben a un vuelo turístico a Belice, donde ella cree que bajarán, irán a algún complejo turístico de la playa y podrá relajarse un poco, pero en el pequeño aeropuerto de Belice cambian de avión otra vez y toman otro vuelo a San José de Costa Rica, donde ella cree que descansarán unos dos días, como mínimo, pero facturan el equipaje en un vuelo a Caracas y no suben a bordo.

En cambio, suben a otro vuelo comercial, a Cali, Colombia.

Con pasaportes diferentes y nombres falsos.

Es todo tan estimulante y excitante, y cuando por fin llegan a Cali, Fabián le dice que van a quedarse unos días. Toman un taxi hasta el hotel Internacional, donde Fabián les consigue dos habitaciones contiguas bajo nombres diferentes de nuevo, y ella experimenta la sensación de que va a estallar, mientras están todos sentados en una habitación hasta que los niños se duermen, agotados.

Él la toma por la muñeca y la conduce a su habitación.

– Quiero ducharme -dice Pilar.

– No.

– ¿No?

No es una palabra que esté acostumbrada a oír.

– Quítate la ropa. Ya.

– Pero…

Fabián la abofetea. Después se sienta en una silla del rincón y la mira mientras ella se desabrocha la blusa y se la quita. Se quita los zapatos de una patada, se baja los pantalones y se queda en ropa interior negra.

– Fuera.

Dios, la polla está palpitando. Sus pechos blancos aplastados contra el sujetador negro son tentadores. Quiere tocarlos, acariciarla, pero sabe que eso no es lo que ella desea, y no osa decepcionarla.

Pilar se desabrocha el sujetador y sus pechos caen, pero solo un poco. Después se quita los panties y le mira.

– ¿Y ahora qué? -pregunta al tiempo que enrojece violentamente.

– Sobre la cama -dice-. A cuatro patas. Exhíbete.

Está temblando cuando sube a la cama y baja la cabeza entre las manos.

– ¿Estás mojada para mí? -pregunta Fabián.

– Sí.

– ¿Quieres que te folie?

– Sí.

– Di «Por favor».

– Por favor.

– Aún no.

Se quita el cinturón. Agarra las manos de Pilar, las levanta (Dios, qué bonitos son sus pechos cuando tiemblan), rodea las muñecas con el cinturón y después lo pasa alrededor de la barandilla de la cabecera de la cama.

Agarra un puñado de pelo, tira su cabeza hacia atrás, arquea su cuello. La cabalga como a un caballo, al tiempo que azota su grupa, la conduce hasta el final. A Pilar le encanta el sonido de las palmadas, el escozor. Lo siente muy dentro de ella, una vibración que la conduce al orgasmo.

Duele.

Rabiar.

Pilar está rabiando. Su piel arde, su culo arde, su coño arde cuando él la acaricia, la abofetea, la folla. Se retuerce en la cama, de rodillas, con las muñecas inmovilizadas, atada a la cabecera de la cama.

El dolor es fantástico porque ha esperado mucho tiempo. Meses, sí, de flirteo, después las fantasías, después los planes, pero también la emoción de la huida.

Ay. Ay. Ay. Ay.

La golpea al ritmo de sus gemidos.

Pam. Pam. Pam. Pam.

¡Voy a morir! ¡Voy a morir! -gime ella-. ¡Voy a volar! -chilla.

Después grita.

Un largo, gutural y tembloroso grito.


Pilar sale del cuarto de baño y se sienta en la cama. Le pide que suba la cremallera de su vestido. Él obedece. Su piel es hermosa. Y su pelo. Acaricia su pelo con el dorso de la mano y besa su cuello.

– Más tarde, mi amor -ronronea ella-. Los niños están esperando en el coche.

Fabián vuelve a acariciarle el pelo. Con la otra mano le roza el pezón. Ella suspira y se inclina hacia atrás. No tarda en estar de cuatro patas otra vez, esperando (él la hace esperar; le encanta hacerla esperar) a que se corra dentro de ella. Él la agarra del pelo y tira su cabeza hacia atrás.

Entonces Pilar siente el dolor.

Alrededor de su garganta.

Al principio piensa que es otro juego sadomaso, que la está estrangulando, pero no se detiene y el dolor es…

Se retuerce.

Arde.

Rabiar.

Se revuelve y sus piernas patalean de forma involuntaria.

– Esto es por don Miguel Ángel, bruja -susurra Fabián en su oído-. Te envía su amor.

Aprieta y tira hasta que el cable le secciona la garganta, después las vértebras, y luego la cabeza da un salto antes de caer en el suelo de cara con un golpe sordo.

La sangre salpica el techo.

Fabián levanta la cabeza por el lustroso pelo negro. Sus ojos sin vida le miran. La guarda en una nevera portátil, y después mete la nevera dentro de una caja que ya lleva puesta la dirección. Envuelve la caja con varias capas de cinta de embalar.

Después se ducha.

La sangre de Pilar baila sobre sus pies antes de desaparecer por el desagüe.

Se seca, se pone ropa limpia y sale a la calle con la caja, donde un coche está esperando.


Los niños van sentados en el asiento trasero.

Fabián sube con ellos e indica a Manuel con una seña que se ponga en marcha.

– ¿Dónde está mamá? ¿Dónde está mamá? -pregunta Claudia.

– Se reunirá con nosotros allí.

– ¿Dónde?

Claudia se pone a llorar.

– Un lugar especial -dice Fabián-. Una sorpresa.

– ¿Cuál es la sorpresa? -dice Claudia. Seducida, deja de llorar.

– Si te lo dijera, no sería una sorpresa, ¿verdad?

– ¿La caja también es una sorpresa?

– ¿Qué caja?

– La que has puesto en el maletero -dice Claudia-. Te he visto.

– No -dice Fabián-. Es algo que tengo que enviar por correo.

Entra en la oficina postal y deja la caja sobre el mostrador. Es sorprendentemente pesada, piensa, la cabeza de Pilar. Recuerda su abundante cabello, su peso cuando jugaba con él, lo acariciaba, durante el cortejo. Era maravillosa en la cama, piensa. Siente -algo horrorizado, teniendo en cuenta lo que acaba de hacer, lo que está a punto de hacer- un escalofrío de deseo sexual.

– ¿Cómo quiere que lo enviemos? -pregunta el funcionario.

– Para esta noche.

El funcionario lo deposita sobre una balanza.

– ¿Lo quiere certificado?

– No.

– De todos modos, va a ser caro -dice el funcionario-. ¿Está seguro de que no quiere que lo envíe urgente? Tardará dos o tres días en llegar.

– Tiene que llegar mañana -dice Fabián.

– ¿Un regalo?

– Sí, un regalo.

– ¿Una sorpresa?

– Eso espero -dice Fabián. Paga el envío y vuelve al coche.

Claudia se ha asustado otra vez durante la espera.

– Quiero a mamá.

– Voy a llevarte con ella -dice Fabián.


El puente de Santa Isabel salva una garganta del mismo nombre, a través de la cual, doscientos diez metros más abajo, el río Magdalena corre sobre rocas afiladas en su largo y tortuoso viaje desde su origen en la Cordillera Occidental hasta mar Caribe. Durante su trayecto atraviesa casi toda Colombia central, y pasa cerca, aunque no las cruza, de las ciudades de Cali y Medellín.

Adán comprende por qué los hermanos Orejuela han elegido este lugar. Está aislado, y desde cualquier extremo del puente es posible detectar una emboscada desde varios cientos de metros de distancia. Al menos eso espero, piensa Adán. La verdad es que podrían estar cortando la carretera detrás de mí en este mismo momento y no me enteraría. Pero es un riesgo que hay que correr. Sin la fuente de cocaína de los Orejuela, el pasador no puede confiar en ganar la guerra contra Güero y el resto de la Federación.

Una guerra que, a estas alturas, debería estar irrevocablemente declarada.

El Tiburón ya tendría que haberse fugado con Pilar Méndez, tras convencerla de que robara millones de dólares a su marido. Tendría que aparecer aquí en cualquier momento, con el dinero para seducir a los Orejuela y lograr que abandonen la Federación. Todo es parte del plan de Tío para vengarse de Méndez, convirtiéndole primero en un cornudo, y después añadiendo a la humillación que sea su esposa quien aporte el dinero para declararle la guerra.

O quizá Fabián está colgando de un poste telefónico con la boca llena de plata y los Orejuela vienen a asesinarme.

Oye el sonido de otro coche que se acerca por detrás. ¿Balas en la espalda, o Fabián con el dinero?, se pregunta. Se vuelve para ver…

Fabián Martínez con un conductor, y en el asiento trasero los hijos de Güero. ¿Qué coño está pasando? Adán sale del coche y se acerca.

– ¿Tienes el dinero? -pregunta a Fabián.

Fabián exhibe su sonrisa de estrella de cine.

– Con una prima.

Entrega la maleta con los cinco millones a Adán.

– ¿Dónde está Pilar? -pregunta Adán.

– Camino de casa -dice Fabián con una sonrisa torcida que pone la carne de gallina a Adán.

– ¿Se ha ido sin sus hijos? -pregunta-. ¿Qué están haciendo aquí? ¿Qué…?

– Solo estoy siguiendo las instrucciones de Raúl -dice Fabián-. Adán…

Señala al otro lado del puente, por donde se está acercando poco a poco un Land Rover negro.

– Espera aquí -dice Adán. Coge la maleta y empieza a cruzar el puente.

– ¿Es aquí donde nos encontraremos con mamá? -oye Fabián que pregunta la niña.

– Sí -contesta.

– ¿Dónde está? ¿Está con esa gente? -pregunta Claudia, y señala el coche que hay al otro lado del puente, del cual están bajando los Orejuela.

– Creo que sí -dice Fabián.

– ¡Quiero ir allí!

– Tendrás que esperar unos minutos -dice Fabián.

– ¡Quiero ir ahora!

– Antes tenemos que hablar con esos hombres.

Adán camina hacia el centro del puente, tal como habían acordado. Siente las piernas rígidas a causa del miedo. Si hay un francotirador en las colinas, soy hombre muerto, se dice. Pero podrían haberme matado en cualquier momento desde que llegué a Colombia, así que querrán oír lo que voy a decirles.

Llega a la mitad del puente y espera, mientras los Orejuela se acercan. Dos hermanos, Manuel y Gilberto, bajos, morenos y achaparrados. Se estrechan la mano.

– ¿Hablamos de negocios? -pregunta Adán.

– Para eso hemos venido -contesta Gilberto.

– Vosotros habéis pedido este encuentro -añade Manuel.

Con brusquedad, piensa Adán. Con rudeza.Y le da igual. Por lo visto, la dinámica será que Gilberto se incline por el pacto y Manuel se resista. Muy bien. Empecemos.

– Voy a sacar a nuestro pasador de la Federación -dice Adán-. No obstante, quiero asegurarme de que nuestras relaciones con Colombia continuarán.

– Nuestra relación es con Abrego -dice Manuel-, y con la Federación.

– Muy bien -dice Adán-, pero por cada kilo de vuestra cocaína que la Federación maneja, maneja cinco kilos de Medellín.

Se da cuenta de que ha tocado un punto débil, sobre todo en Gilberto. Los hermanos están celosos de sus rivales más poderosos de Medellín, y son ambiciosos. Ahora que la DEA norteamericana está machacando el cártel de Medellín y sus sucursales de Florida, se presenta una oportunidad para los Orejuela de dar un paso adelante.

– ¿Nos estás ofreciendo un acuerdo en exclusiva? -pregunta Gilberto.

– Si dejáis que me ocupe de vuestra cocaína -dice Adán-, solo comerciaríamos con producto de Cali.

– La oferta es muy generosa -dice Manuel-, pero a don Abrego le sabría mal que os mantuviéramos en el negocio, y nos negaría el suyo.

Pero Gilberto está buscando una respuesta a eso, piensa Adán. Se siente tentado.

– Don Abrego es el pasado… Nosotros somos el futuro -dice Adán.

– Cuesta creerlo -dice Manuel-, cuando el jefe de vuestro pasador está en la cárcel. Da la impresión de que los poderes fácticos de México creen que Abrego es su futuro. Y después de él… Méndez.

– Derrotaremos a Méndez.

– ¿Por qué estás tan convencido? -pregunta Manuel-. Tendréis que luchar contra Méndez, y Abrego apoyará a Méndez, al igual que los otros pasadores. Y los federales. No te ofendas, Adán Barrera, pero la verdad es que creo estar mirando a un hombre muerto, ofreciéndome la exclusiva de dejar de trabajar con los vivos para trabajar con los muertos. ¿Cuánta cocaína podrás manejar desde la tumba?

– Nosotros somos el pasador de los Barrera -dice Adán-.Ya hemos ganado antes, y volveremos a…

– No -dice Manuel-. Perdóname de nuevo, pero vosotros ya no sois el pasador de los Barrera. Tu tío, estoy de acuerdo, habría podido vencer a Abrego, a Méndez y a todo el gobierno mexicano, pero tú no eres tu tío. Eres muy inteligente, pero el cerebro solo no es suficiente. ¿Hasta qué punto eres duro? Te diré la verdad, Adán: me pareces blando. No me pareces un hombre lo bastante duro para cumplir lo que dices, lo que tendrás que hacer.

Adán asiente, y después pide permiso para abrir la maleta que tiene a los pies. Recibe el permiso, se inclina, la abre y enseña el dinero que hay dentro.

– Cinco millones del dinero de Güero Méndez. Le dimos por el culo a su mujer y la obligamos a darnos el dinero. Bien, si todavía creéis que no podemos vencerle, tomad este dinero, matadme a tiros, arrojad mi cuerpo por el puente y seguid recibiendo vuestra limosna de la Federación. Si decidís que podemos derrotar a Méndez, aceptad este dinero como un gesto de buena voluntad y un adelanto de los muchos millones que vamos a ganar juntos.

Su expresión es serena, pero deduce de la expresión de los hermanos que podría pasar cualquier cosa.

Fabián también.

Y las instrucciones del Tiburón en este caso son muy claras. Órdenes de Raúl dictadas por el legendario M-1.

– Vengan -dice Fabián a los niños. -¿Vamos a ver a mamá? -pregunta Claudia. -Sí.

Fabián la toma de la mano, se sube a Güerito al hombro y empieza a andar hacia el centro del puente.


– ¡Mi esposa, mi esposa linda!

Los gritos de Güero resuenan en la desierta y espaciosa casa.

Los criados se han escondido. Los guardaespaldas esperan fuera, mientras Güero pasea tambaleante por la casa, derriba muebles, destroza cristales, se arroja sobre el sofá de piel de vaca y sepulta la cara en la almohada mientras solloza.

Ha encontrado una simple nota: ya no te quiero, me he ido con fabián y me he llevado a los niños. se encuentran bien.

Tiene el corazón partido. Haría cualquier cosa por recuperarla. La perdonaría, se reconciliarían. Se lo dice a la almohada. Después levanta la cabeza y aúlla.

– ¡Mi esposa, mi esposa linda!

Los guardaespaldas, la docena de sicarios que vigilan los muros y puertas de la estancia, le oyen desde fuera. Les asusta, y ya estaban nerviosos desde la detención de Miguel Ángel Barrera, pues saben que se avecina una guerra. Una reorganización seguro, y suelen ir acompañadas de derramamiento de sangre.

Y ahora, el jefe está en la casa bramando como una mujer para que todo el mundo le oiga.

Es inquietante.

Y todo el día ha sido igual.

Una furgoneta de FedEx se acerca por la carretera.

Un montón de AK-47 apuntan hacia ella.

Los guardias detienen la furgoneta antes de que llegue a la puerta. Uno de ellos apunta con una metralleta al conductor, mientras los demás registran la parte posterior de la furgoneta.

– ¿Qué quieres? -preguntan al aterrorizado conductor.

– Traigo un paquete para el señor Méndez.

– ¿De quién?

El conductor señala la dirección del remitente en la etiqueta.

– De su mujer.

El guardia está preocupado. Don Güero dijo que no debían molestarle, pero si es de la señora Méndez habrá que aceptarlo.

– Se lo llevaré -dice.

– Lo tiene que firmar.

El guardia apunta el cañón del arma a la cara del conductor.

– Lo puedo firmar yo por él, ¿verdad? -pregunta.

– Por supuesto, faltaría más.

El guardia firma, lleva el paquete a la casa y toca el timbre. Una criada acude a la puerta.

– Don Güero no quiere que…

– Un paquete de la señora. Federal Express.

Güero aparece detrás de la criada. Tiene los ojos hinchados, la cara congestionada, la nariz llena de mocos.

– ¿Qué pasa? -pregunta con brusquedad-. Maldita sea, dije…

– Un paquete de la señora.

Güero lo coge y cierra la puerta de golpe. Güero abre la caja.

Al fin y al cabo, es de ella.

Abre la caja y ve la pequeña nevera portátil. La abre y ve el reluciente pelo negro.

Los ojos muertos.

La boca abierta.

Y entre sus dientes, una tarjeta.

Güero se pone a chillar.

Los guardias, presas del pánico, abren la puerta a patadas y entran.

Irrumpen en la sala y ven al jefe parado delante de una caja, sin dejar de chillar. El guardia que entró el paquete mira dentro de la caja, se agacha y vomita. La cabeza cercenada de Pilar descansa sobre el lecho de su propia sangre, con los dientes apretados alrededor de una tarjeta.

Dos guardias más toman a Güero de los brazos y tratan de llevárselo, pero él planta los pies en el suelo y sigue gritando. El otro guardia se seca la boca, se recupera y coge la nota de la boca de Pilar.

El mensaje es absurdo:


HOLA, MAMADA.


Los demás guardias intentan acercar a Güero al sofá, pero él se apodera de la nota, la lee, palidece todavía más, si eso es posible, y grita:

¡Dios mío, mis niños! ¿Dónde están mis niños?


– ¿Dónde está mi madre? ¡Yo quiero a mi madre!

Claudia brama porque no ve a su madre en el puente, solo un puñado de hombres desconocidos que les miran. Güerito se contagia de su pánico y empieza a llorar. Claudia no quiere abrazos ahora. Se retuerce en los brazos de Fabián.

– ¡Mi madre! -grita-. ¡Mi madre!

Pero Fabián sigue caminando hacia el centro del puente.

Adán le ve acercarse.

Como una pesadilla, una visión del infierno.

Adán se siente paralizado, con los pies clavados a la madera del puente, y así se queda mientras Fabián sonríe a los hermanos Orejuela.

– Don Miguel Ángel Barrera da por sentado que su sangre corre por las venas de su sobrino -dice.

Adán cree en los números, en la ciencia, en la física. Es en ese preciso momento cuando comprende la naturaleza del mal, que el mal posee un impulso propio, el cual, una vez puesto en marcha no puede detenerse. Es la ley de la física: un cuerpo en descanso tiende a mantenerse en descanso. Un cuerpo eh movimiento tiende a mantenerse en movimiento. Hasta que algo lo detiene.

Y el plan de Tío es, como de costumbre, brillante. Incluso en su absoluta depravación inspirada por el crack, es muy agudo en la percepción de la naturaleza humana. En eso reside el genio de Tío: sabe que un hombre incapaz de poner un gran mal en movimiento carece de energía para detenerlo una vez en marcha. Que lo más difícil del mundo no es reprimirse de cometer maldades, sino plantarles cara y frenarlas.

Interponer la vida en el camino de un maremoto.

Porque las cosas son así, piensa Adán, mientras su cabeza da vueltas. Si impido esto demostraré debilidad ante los Orejuela, una debilidad que, a la corta o a la larga, comportará consecuencias fatales. Si muestro la más mínima desunión con Fabián, somos hombres muertos.

El genio de Tío consiste en colocarme en esta posición, a sabiendas de que no me queda ninguna alternativa.

– ¡Quiero a mamá! -chilla Claudia.

– Chsss… -susurra Fabián-. Te voy a llevar con ella.

Fabián mira a Adán, esperando la señal.

Y Adán sabe que va a darla.

Porque tiene que proteger a una familia, piensa Adán, y no existe otra elección. Es la familia de Méndez o la mía.

Si Parada hubiera estado presente lo hubiera expresado de otra manera. Habría dicho que en ausencia de Dios solo existe la naturaleza, y las leyes de la naturaleza son crueles. Que lo primero que hacen los nuevos líderes es matar a la prole de los antiguos. Sin Dios, solo existe una cosa: la supervivencia.

Bien, Dios no existe, piensa Adán.

Asiente.

Fabián arroja a la niña desde el puente. Su cabello se eleva como alas inútiles y se precipita al fondo, mientras Fabián agarra al pequeño y lo tira por encima de la barandilla de un solo movimiento.

Adán se obliga a mirar.

Los cuerpos de los niños caen doscientos diez metros y se estrellan contra las rocas.

Entonces mira a los hermanos Orejuela, que han palidecido de horror. La mano de Gilberto tiembla cuando cierra la maleta, la levanta y retrocede por el puente.

Abajo, el río Magdalena se lleva los cuerpos y la sangre.

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