And the tuberculosis old men

At the Nelson wheeze and cough

And someone will head south

Until this whole thing cools off…

Tom Waits, «Small Change»


Nueva York

Diciembre de 1985


Callan desbasta una tabla.

Con un largo y suave movimiento, recorre la madera con el cepillo de un extremo a otro, y después retrocede para examinar su obra.

Tiene buen aspecto.

Coge un pedazo de papel de lija, lo envuelve alrededor de un bloque de madera y empieza a alisar el borde que acaba de crear.

Las cosas van bien.

Sobre todo, reflexiona Callan, van bien porque se pusieron muy mal.

Pensemos en la gran puntuación de cocaína de Peaches: cero.

En realidad, menos de cero.

Callan no recibió ni un centavo de eso, pues toda la cocaína acabó en un almacén del FBI antes de que llegara a la calle. Los federales debían de estar enterados desde el primer momento, porque en cuanto Peaches introdujo la coca en la jurisdicción del Distrito Este de Nueva York, los hombres de Giuliani cayeron sobre ella como moscas atraídas por la mierda.

Y Peaches fue acusado de posesión con intención de distribución.

Mal rollo.

Peaches se expone a padecer la crisis de los cincuenta en Ossining, si vive para contarlo, y tiene que encontrar el dinero de la fianza, sin contar el dinero del abogado, sin contar que durante todo ese tiempo no va a ganar ni un centavo, de modo que Peaches ha anunciado «Muchachos, ha llegado el momento de recaudar impuestos», de manera que no solo Callan y O-Bop pierden su inversión en coca, sino que han de aportar fondos para la defensa de Big Peaches, lo cual supone un buen pedazo del dinero de los sobornos, el dinero de las extorsiones y el dinero de los préstamos.

Pero la buena noticia es que no fueron acusados de nada. Pese a todos sus defectos, Peaches es un tipo legal (y también Little Peaches), y si bien los federales grabaron en cinta a Peaches hablando con y/o sobre todos los gángsters de la Gran Zona Metropolitana de Nueva York, no obtuvieron nada sobre O-Bop o Callan.

Lo cual nos ha ido de puta madre, piensa Callan.

Esa cantidad de coca supone entre treinta años y la perpetua, con más probabilidades de que caiga la perpetua.

De modo que todo va bien.

Lo cual consigue que el aire sea muy dulce, poder olerlo y saber que vas a seguir oliéndolo.

Ya cuentas con una ventaja.

Pero Peaches está como loco, y Little Peaches también, y corre la voz de que los federales pillaron a Cozzo, al hermano de Cozzo y a un par más, y están intentando que Peaches pierda la chaveta para crucificarlo.

Sí, buena suerte, piensa Callan.

Peaches es de la vieja escuela.

Los de la vieja escuela no se lo ponen fácil.

Pero esta época difícil es el último de los problemas de Peaches, porque los federales han presentado cargos contra Big Paulie Calabrese.

No por la coca, sino por un barco cargado de otros implicados de RICO, y Big Paulie está sudando la gota gorda porque solo han pasado unos meses desde que ese plasta de Giuliani condenó a un siglo de cárcel por cabeza a otros cuatro jefazos, y el caso de Big Paulie es el siguiente.

Ese Giuliani es un cabronazo, conoce muy bien el viejo brindis italiano Cent'anni («Que vivas cien años»), solo que significa «Que vivas cien años en la trena».Y Giuliani quiere concluir el ciclo, quiere cortar todas las cabezas de las Cinco Familias, y da la impresión de que Paulie está de capa caída. Como resulta comprensible, Paulie no quiere morir en chirona, así que está un poco tenso.

Intenta descargar un poco de su agita sobre Big Peaches.

Si traficas, mueres.

Peaches proclama que es inocente, que los federales le tendieron una trampa, que ni soñaría en desafiar a su jefe vendiendo droga, pero Calabrese no para de oír rumores sobre unas cintas en las que Peaches habla de la coca y dice cosas ofensivas sobre el propio Calabrese, pero Peaches se defiende: ¿Cintas? ¿Qué cintas? Y los federales no entregarán las cintas a Paulie, porque no pretenden utilizarlas como pruebas en el caso de Calabrese (todavía), pero Calabrese está convencido de que van a utilizarlas contra Peaches en su caso, de manera que Peaches las tiene, y Paulie exige que se las lleve a su casa de Todt Hill.

Y Peaches se resiste a ello con desesperación, porque sería como meterse una granada en el culo y tirar de la anilla. Porque sale en las cintas soltando mierda como: «¿Sabes esa tía que la Madrina se está tirando? ¿Estás preparado? Por lo visto, utiliza un hinchador de pollas».

Y otros cotilleos sobre la Madrina, y el capullo mezquino, barato y pichafloja que es, por no hablar de un resumen verbal de todo el orden de bateo de los Cimino, de manera que Peaches no quiere que las cintas lleguen a oídos de Paulie.

Lo que tensa todavía más la situación es que el cáncer está acabando por fin con Neill Demonte, el subjefe de los Cimino, un hombre de la vieja escuela, y el único capaz de impedir que la rama Cozzo de la familia se rebele abiertamente. De modo que no solo se ha perdido esa influencia disuasoria, sino que el puesto de subjefe va a quedar vacante, y la rama Cozzo alberga esperanzas.

La de que Johnny Boy, y no Tommy Bellavia, sea nombrado el nuevo subjefe.

– No voy a obedecer las órdenes de un puto chófer -rezonga Peaches, como si no estuviera patinando ya sobre una fina capa de hielo. Como si fuera a tener una puta posibilidad de obedecer otras órdenes que no sean las del alcaide de Saint Peter.

Callan escucha todas estas habladurías de labios de O-Bop, el cual se niega a creer que Callan vaya a retirarse.

– No puedes salirte -dice O-Bop.

– ¿Por qué no?

– ¿Crees que puedes irte así como así? -le pregunta O-Bop-. ¿Crees que hay una puerta de salida?

– Eso creo -responde Callan-. ¿Por qué?, ¿vas a impedirme el paso?

– No -se apresura a decir O-Bop-, pero hay gente por ahí que abriga, ya sabes, resentimientos. No te conviene estar solo.

– Eso es lo que quiero.

Bien, no exactamente.

La verdad es que Callan está enamorado.

Termina de cepillar la tabla y se marcha a casa, pensando en Siobhan.


La conoce en el pub Glocca Mora, en la Veintiséis con la Tercera. Está sentado en la barra tomando una cerveza, mientras oye a Joe Burke tocar su flauta irlandesa, y la ve con un grupo de amigos sentada a una mesa de delante. Lo primero que le llama la atención es su largo pelo negro. Después ella se vuelve, ve su cara y aquellos ojos grises, y está perdido.

Se acerca a la mesa y se sienta.

Resulta que su nombre es Siobhan y acaba de llegar de Belfast. Se crió en Kashmir Road.

– Mi padre era de Clonnard -dice Callan-. Kevin Callan.

– He oído hablar de él -dice ella, y vuelve la cara.

– ¿Qué?

– Vine aquí para huir de todo aquello.

– Entonces, ¿por qué estás aquí? -pregunta Callan.

Mierda, todas las canciones que cantan en este local van de eso, de los Problemas, pasados, presentes o futuros. Incluso ahora, Joe Burke deja la flauta, coge el banjo y la banda ataca «The Men Behind the Wire»:


Armoured cars and tanks and guns

Came to take away our sons

But every man will stand behind

The men behind the wire.


– No sé -dice ella-. Es donde van los irlandeses, ¿no?

– Hay otros lugares -dice él-. ¿Has cenado?

– He venido con unos amigos.

– No les importará.

– Pero a mí sí.

Abrasado en llamas.

– Tal vez en otro momento -dice ella.

– ¿«En otro momento» es un rechazo educado? -pregunta Callan-. ¿O quiere decir que quedamos en otro momento?

– El jueves por la noche estoy libre.

La lleva a un local caro de Restaurant Row, en las afueras de la Cocina, pero dentro del área de influencia de O-Bop y él. Ni una servilleta llega a este lugar sin que O-Bop y él permitan el paso, el inspector de incendios no repara en que la puerta de atrás está cerrada con llave, el poli de ronda siempre considera conveniente pasar de largo y revelar sus intenciones, y a veces algunas cajas de whisky bajan del camión sin el engorro de una factura, de modo que Callan recibe una mesa de primera y un servicio atento.

– Jesús -dice Siobhan cuando examina la carta-. ¿Puedes permitirte esto?

– Sí.

– ¿Qué haces? -pregunta ella-. ¿En qué trabajas?

Una pregunta incómoda.

– Esto y aquello.

Con «esto» se refiere al chantaje, la usura y los asesinatos pagados. Con «aquello», a la droga.

– Debe de ser lucrativo -dice ella-, «esto y aquello».

Callan cree que ella va a levantarse y salir por la puerta en ese mismo momento, pero en cambio pide lenguado a la plancha. Callan no sabe una mierda de vinos, pero se pasó por el restaurante esa tarde e informó de que, pidiera lo que pidiese la chica, el sumiller debía aparecer con la botella adecuada.

Lo hace.

Obsequio de la casa.

Siobhan mira a Callan de una forma peculiar.

– Trabajo un poco para ellos -explica Callan.

– Esto y aquello.

– Sí.

Se levanta unos minutos después para ir al cuarto de baño y localiza al encargado.

– Escucha, quiero la cuenta, ¿vale?

– Sean, el propietario me matará si te presento la factura.

Porque este no es el trato. El trato es, siempre que Sean Callan y Stevie O'Leary entran, comen y la cuenta no aparece, y dejan una generosa propina para el camarero. Está muy claro, tanto como que no van muy a menudo, sino que van visitando por turnos los locales de Restaurant Row.

Está nervioso. No sale con muchas chicas, y cuando lo hace suelen ir al Gloc o al Liffey, y si comen algo es una hamburguesa, o un guiso de cordero, y luego cogen una buena mierda, folian y después apenas se acuerda. Solo va a sitios como este por asuntos de negocios, a hacer acto de presencia, como dice O-Bop.

– Ha sido la mejor cena de toda mi vida -dice ella mientras se limpia los últimos restos de la mousse de chocolate de sus labios.

Llega la cuenta y es para desmayarse.

Cuando Callan la mira, no sabe cómo la gente normal puede vivir. Saca un fajo de billetes del bolsillo y los deja sobre la bandeja, lo cual le vale otra mirada de curiosidad de Siobhan.

De todos modos, se queda sorprendido cuando le lleva a su apartamento y le conduce sin más preámbulos al dormitorio. Se quita el jersey por encima de la cabeza y se sacude el pelo, después se desabrocha el sujetador. Luego se quita los zapatos, los vaqueros y se mete bajo las sábanas.

– Aún llevas puestos los calcetines -dice Callan.

– Tengo los pies helados -dice ella-. ¿Vienes?

Callan se quita la ropa, salvo los calzoncillos, de los cuales se desprende cuando está bajo las sábanas. Ella le guía hacia su interior. Se corre enseguida, y cuando él está a punto de hacerlo intenta salir, pero ella le inmoviliza con las piernas para impedirlo.

– No pasa nada. Tomo la píldora. Quiero que te corras dentro de mí.

Entonces menea las caderas, y asunto concluido.

Por la mañana se va a confesar. Si no, le explica, no podrá tomar la comunión el domingo.

– ¿Vas a confesar lo que hemos hecho? -pregunta él.

– Por supuesto.

– ¿Vas a prometer que no lo volverás a hacer? -pregunta él, temeroso de que la respuesta sea sí.

– No puedo mentirle a un cura -dice ella.

Se marcha. Callan vuelve a dormirse. Despierta cuando nota que ella ha vuelto a la cama con él. Pero cuando extiende la mano, ella le rechaza, le dice que tendrá que esperar hasta la misa de mañana, porque tiene que tener el alma pura para tomar la comunión.

Chicas católicas, piensa Callan.

La lleva a la misa de medianoche.

Al cabo de poco, pasan juntos casi todo el tiempo.

Demasiado tiempo, según O-Bop.

Después se van a vivir juntos. La actriz a la que Siobhan ha estado sustituyendo vuelve de su gira, y Siobhan tiene que encontrar un sitio donde vivir, lo cual no es fácil en Nueva York con lo que gana una camarera, de modo que Callan sugiere que se vaya a vivir con él.

– No sé -dice ella-. Es un paso muy importante.

– De todos modos, dormimos juntos casi todas las noches.

– «Casi» es la palabra clave.

– Acabarás viviendo en Brooklyn.

– Brooklyn está bien.

– Está bien, pero el trayecto en metro es muy largo.

– Deseas de verdad que me vaya a vivir contigo.

– Deseo de verdad que te vengas a vivir conmigo.

El problema es que su casa es un agujero de mierda. Un tercer piso sin ascensor en la Cuarenta y siete con la Once. Una habitación y un baño. Tiene una cama, una silla, una tele, un horno que nunca ha encendido y un microondas.

– ¿Cuánto dinero ganas? -pregunta Peaches-. ¿Y vives así?

– Es todo lo que necesito.

Pero ahora no, así que empieza a buscar otro sitio.

Está pensando en el Upper West Side.

A O-Bop no le gusta.

– Quedaría mal que te fueras del barrio -dice.

– Aquí ya no hay sitios buenos -dice Callan-. Todo está alquilado.

Resulta que no es verdad. O-Bop hace correr la voz entre algunos administradores de fincas, se devuelven algunas entradas y cuatro o cinco bonitos apartamentos quedan libres para que Callan elija. Escoge un lugar en la Quince con la Doce, con un pequeño balcón y vistas al Hudson.

Siobhan y él empiezan a adecentar la casa.

Ella compra cosas, mantas y sábanas y almohadas y toallas y toda esa mierda femenina para el cuarto de baño. Y ollas y sartenes y platos y paños de cocina y toda esa mierda que al principio le alucinan, pero luego empiezan a gustarle.

– Podríamos comer más en casa -dice ella-, y ahorrar mucho dinero.

– ¿Comer más en casa? -pregunta él-. Nunca comemos en casa.

– A eso me refiero -dice ella-. Gastamos una fortuna que podríamos ahorrar.

– ¿Para qué?

No lo entiende.

Peaches se lo aclara.

– Los hombres viven en el ahora. Come ahora, bebe ahora, echa un polvo ahora. No pensamos en la siguiente comida, en la siguiente copa, en el siguiente polvo: somos felices ahora. La mujer siempre está construyendo el nido. Todo lo que hace en realidad es recoger ramitas, hojas y mierda para el nido. Y el nido no es para ti, paisan. El nido ni siquiera es para ella. El nido es para el bambino.

Siobhan empieza a cocinar más, y a Callan no le gusta al principio (echa de menos las multitudes, el ruido y la cháchara), pero después se va acostumbrando. Le gusta el silencio, le gusta mirarla mientras come y lee el periódico, le gusta secar los platos.

– ¿Por qué coño secas los platos? -pregunta O-Bop-. Cómprate un lavavajillas.

– Son caros.

– No -contesta O-Bop-. Vas a Handrigan's, eliges un lavavajillas, lo descargan del camión y Handrigan consigue el seguro.

– Secaré los platos.

Pero una semana después, O-Bop y él han salido para ocuparse de sus negocios y Siobhan está en casa, cuando suena el interfono y dos tipos suben con un lavavajillas.

– ¿Qué es esto? -pregunta Siobhan.

– Un lavavajillas.

– Nosotros no hemos pedido un lavavajillas.

– Escuche -dice uno de los tipos-, hemos subido este trasto hasta aquí, y no vamos a bajarlo. Además, no pienso decirle a O-Bop que no he hecho lo que me dijo que hiciera, de manera que sea buena chica y déjenos enchufarle el lavavajillas, ¿vale?

Ella les deja, pero es un motivo de discusión cuando Callan vuelve a casa.

– ¿Qué es esto? -pregunta Siobhan.

– Un lavavajillas.

– Sé lo que es. Te estoy preguntando qué coño es.

Le voy a dar una paliza al cabrón de Stevie, eso es lo que es, piensa Callan.

– Un regalo de estreno de casa -dice en cambio.

– Es un regalo de estreno de casa muy generoso.

– O-Bop es un tipo generoso.

– Es robado, ¿verdad?

– Depende de lo que quieras decir con robado.

– Lo devolveremos.

– Eso sería complicado.

– ¿Qué tiene de complicado?

No quiere explicar que Handrigan ya habrá presentado una reclamación por él, y por tres o cuatro más iguales, que ha vendido a mitad de precio para estafar a la aseguradora.

– Es complicado, punto -dice.

– No soy estúpida, ¿sabes?

Nadie le ha dicho nada, pero lo capta. Solo por vivir en el barrio (ir a la tienda, ir a la tintorería, tratar con el instalador del cable, el fontanero), nota la deferencia con que la tratan. Son pequeñas cosas: un par de peras de propina tiradas en la cesta, la ropa lista mañana en lugar de pasado, la cortesía insólita del taxista, del hombre del quiosco, de los obreros de la construcción que no ríen ni le dedican improperios.

– Me fui de Belfast porque estaba harta de gángsters -le dice por la noche en la cama.

Callan sabe a qué se refiere. Los provos se han convertido en poco más que matones, controlan en Belfast casi todo lo que… casi todo lo que O-Bop y él controlan en la Cocina. Sabe lo que le está diciendo. Callan quiere suplicarle que se quede.

– Estoy intentando salirme -dice en cambio.

– Salte, punto.

– No es tan sencillo, Siobhan.

– Es complicado.

– Exacto.

El antiguo mito de marcharse por el morro es solo eso, un mito. Puedes irte, pero es complicado. No puedes hacerlo por las buenas. Hay que hacerlo poco a poco, de lo contrario despiertas suspicacias peligrosas.

¿Y qué hará?, piensa.

¿Para ganar dinero?

No ha ahorrado mucho. Es la queja sempiterna de los hombres de negocios: entra mucho dinero, pero también sale mucho. La gente no lo entiende. Hay la parte de Calabrese y la parte de Peaches, para empezar. Después los sobornos, para dirigentes sindicales, para polis. Después hay que ocuparse de la banda. Después O-Bop y él se quedan el resto, que todavía es mucho, pero no tanto como parece. Y ahora tienen que colaborar en el fondo para la defensa de Big Peaches… Bien, no hay suficiente aún para retirarse, ni siquiera para abrir un negocio legal.

Y, en cualquier caso, se pregunta, ¿qué hará? ¿Para qué coño estoy cualificado? Solo entiendo de extorsionar, emplear mano dura y, reconozcámoslo, liquidar tipos.

– ¿Qué quieres que haga, Siobhan?

– Lo que sea.

– ¿Qué? ¿Camarero? No me veo con una servilleta en el brazo.

Un largo silencio en la oscuridad.

– En ese caso, supongo que yo no me veo contigo.

Callan se levanta a la mañana siguiente, ella está sentada a la mesa bebiendo té y fumando un cigarrillo (ya puedes sacarla de Irlanda, pero… piensa él). Callan se sienta al otro lado de la mesa.

– No puedo salirme así como así. Ese no es el método. Necesito un poco de tiempo.

Siobhan va al grano, una de las cosas que más le gustan de ella.

– ¿Cuánto tiempo?

– Un año, no sé.

– Eso es demasiado.

– Pero podría necesitar ese tiempo.

Ella asiente varias veces.

– Siempre que vayas hacia la puerta de salida.

– De acuerdo.

– Sin vacilar hacia la puerta, quiero decir.

– Sí, ya lo he entendido.

Dos meses después, está intentando explicárselo a O-Bop.

– Escucha, todo esto es una mierda. Ni siquiera sé cómo empezó. Estoy sentado una tarde en un bar, entra Eddie Friel y todo se nos va de las manos. No te echo la culpa, no le echo la culpa a nadie, solo sé que esto tiene que terminar. Me largo.

Como para poner punto final, mete todas sus armas en una bolsa de papel marrón y la tira al río. Después vuelve a casa para hablar con Siobhan.

– Estoy pensando en la carpintería -dice-. Escaparates, apartamentos, cosas así. Tal vez, a la larga, podría construir armarios, mesas y todo eso. Estaba pensando en ir a hablar con Patrick McGuigan, a lo mejor me aceptaría como aprendiz sin pagarme. Tenemos suficiente dinero ahorrado para aguantar hasta que consiga un trabajo de verdad.

– Suena como un plan.

– Seremos pobres.

– Yo he sido pobre -dice ella-. Ya estoy acostumbrada.

A la mañana siguiente, va al loft de McGuigan, en la Once con la Cuarenta y ocho.

Fueron juntos al Sagrado Corazón y hablan unos minutos del instituto, y de hockey unos minutos más, y después Callan pregunta si puede ir a trabajar para él.

– Me estás tomando el pelo, ¿verdad? -dice McGuigan.

– No, hablo en serio.

Muy en serio: Callan trabaja como una madre primeriza.

Aparece a las siete en punto cada mañana con una fiambrera en la mano y una actitud de fiambrera en la cabeza. McGuigan no sabía qué esperar, pero lo que no esperaba era que Callan fuera una persona muy trabajadora. Imaginaba que era un borracho o un colgado, pero no el ciudadano que entra por la puerta puntual cada mañana.

No, el tipo ha venido a trabajar, y a aprender.

Callan descubre que le gusta trabajar con las manos.

Al principio es un manazas (se siente como un idiota, un gilipollas), pero después empieza a mejorar. Y McGuigan, una vez comprobado que Callan va en serio, tiene paciencia. Dedica tiempo a enseñarle cosas, le da pequeños trabajos para que la cague, hasta que llega el momento en que puede hacerlos sin cagarla.

Callan vuelve a casa cada noche cansado.

Al final del día está agotado (le duelen los brazos, todo), pero mentalmente se siente bien. Está relajado, no le preocupa nada. No ha hecho nada durante el día que vaya a causarle pesadillas por la noche.

Deja de frecuentar los bares y pubs en los que O-Bop y él pasaban las horas. Ya no va al Liffey ni al Landmark. Casi todos los días vuelve a casa, Siobhan y él toman una cena rápida, ven un poco la tele y se van a la cama.

Un día O-Bop aparece en el estudio de carpintería.

Se queda en la puerta, con aspecto de estúpido un momento, pero Callan ni siquiera le mira, sino que presta atención al trabajo de lijamiento, y entonces O-Bop da media vuelta y se va, y McGuigan piensa que tal vez debería decir algo, pero no se le ocurre nada que decir. Es como si Callan se hubiera ocupado de ello, punto, y ahora McGuigan ya no tiene que preocuparse de que vengan los chicos del West Side.

Pero después de trabajar, Callan va a buscar a O-Bop. Le encuentra en la esquina de la Once con la Cuarenta y tres, y pasean hasta el puerto juntos.

– Que te den por el culo -dice O-Bop-. ¿Por qué te has comportado de esa manera?

– Es mi forma de decirte que mi trabajo es mi trabajo.

– ¿Ya no puedo ir a saludarte?

– Cuando estoy trabajando no.

– ¿Ya no somos amigos? -pregunta O-Bop.

– Somos amigos.

– No sé -dice O-Bop-.Ya no apareces, nadie te ve. Podrías venir a tomar una pinta de vez en cuando.

– Ya no pierdo el tiempo en los bares.

O-Bop ríe.

– Te estás convirtiendo en un puto boy scout, ¿eh?

– Ríete si quieres.

– Sí, ya lo creo.

Se quedan mirando el río. La noche es fría. El agua se ve negra y dura.

– Sí, vale, no me hagas favores -dice O-Bop-. Ya no eres nada divertido, desde que te has convertido en un héroe de la clase obrera. Es que la gente pregunta por ti.

– ¿Quién pregunta por mí?

– Gente.

– ¿Peaches?

– Escucha -dice O-Bop-, la cosa está muy tensa, hay mucha presión. La gente está nerviosa por si a otra gente se le ocurre hablar con los jurados de acusación.

– Yo no he hablado con nadie.

– Ya, bueno, sigue así.

Callan agarra a Stevie por las solapas de la chaqueta verde guisante.

– ¿Me estás amenazando, Stevie?

– No.

La insinuación de un gemido.

– Porque ni se te ocurra amenazarme, Stevie.

– Solo estaba diciendo… ya sabes.

Callan le suelta.

– Sí, lo sé.

Lo sabe.

Es mucho más difícil salir que entrar. Pero lo está consiguiendo, se está marchando, y cada día aumenta más la distancia. Cada día se acerca más a esa vida nueva, y le gusta la vida nueva. Le gusta levantarse para ir a trabajar, trabajar con ahínco y después volver a casa con Siobhan. Cenar, acostarse temprano, levantarse y volver a repetir la rutina.

Siobhan y él se llevan de maravilla. Hasta hablan de casarse.

Entonces Neill Demonte muere.


– Tengo que ir al funeral -dice Callan.

– ¿Por qué? -pregunta Siobhan.

– Por respeto.

– ¿A un gángster?

Está cabreada. Está enfadada y asustada. De que Callan vuelva al redil. Porque está luchando contra los antiguos demonios de su vida, y ahora da la impresión de que está a punto de rendirse a ellos de nuevo, después de haberse esforzado tanto por alejarse.

– Iré, presentaré mis respetos y volveré -dice Callan.

– ¿Y a mí por qué no me respetas? -pregunta ella-. ¿Qué tal si respetas nuestra relación?

– La respeto.

Ella levanta las manos.

A él le gustaría explicárselo, pero no quiere asustarla. Que su ausencia sería malinterpretada. Que hay gente que ya sospecha de él y sospecharía todavía más, que podría entrarles el pánico y hacer algo movidos por sus sospechas.

– ¿Crees que quiero ir?

– Debe de ser que sí, porque es lo que vas a hacer.

– No lo entiendes.

– Exacto. No lo entiendo.

Da media vuelta y cierra la puerta del dormitorio tras de sí, y después Callan oye el chasquido de la cerradura. Piensa en derribar la puerta de una patada, pero se lo piensa mejor, da un puñetazo en la pared y se va.

Es difícil encontrar un sitio para aparcar en el cementerio, con todos los gángsters de la ciudad presentes, sin contar los pelotones de policías locales, estatales y federales. Uno de ellos toma una foto de Callan cuando pasa, pero a él le da igual.

En ese momento se la suda todo.

Y le duele la mano.

– ¿Problemas en el paraíso? -dice O-Bop cuando ve la mano.

– Vete a tomar por el culo.

– Muy bien -dice O-Bop-. No te van a dar la Medalla del Mérito a la Etiqueta en el Funeral.

Después cierra la boca, porque la expresión sombría de Callan delata que no está de buen humor.

Da la impresión de que todos los gángsters que Giuliani no ha enchironado están presentes. Están los hermanos Cozzo, con el pelo al cero y trajes a medida, los Piccone, Sammy Grillo y Frankie Lorenzo, Little Nick Corotti y Leonard DiMarsa y Sal Scachi. Está toda la familia Cimino, además de algunos capitanes de los Genovese: Barney Bellomo y Dom Cirillo. Y gente de los Lucchese: Tony Ducks y Little Al D'Arco. Y lo que queda de la familia Colombo, ahora que Persico está cumpliendo la sentencia de cien años, e incluso algunos chicos de los Bonanno: Sonny Black y Lefty Ruggiero.

Todos han venido a presentar sus respetos a Aniello Demonte. Todos han venido a enterarse de cómo irán las cosas ahora que Demonte ha muerto. Saben que todo depende de a quién elija Calabrese como nuevo subjefe, porque con toda probabilidad después de que Paulie vaya a la trena el nuevo subjefe será el siguiente jefe. Si Paulie elige a Cozzo, habrá paz en la familia. Pero si elige a otro… Cuidado. Todos los gángsters han acudido para intentar averiguarlo.

Han venido todos.

Con una notable excepción.

Big Paulie Calabrese.

Peaches no puede creerlo. Todos están esperando a que llegue su gran limusina negra para iniciar la ceremonia, pero no aparece. La viuda está consternada, no sabe qué hacer, y al final Johnny Cozzo interviene y da la orden de iniciarla.

– Mira que no ir al funeral de su subjefe -dice Peaches después de la ceremonia-. Eso no está bien. No está nada bien.

Se vuelve hacia Callan.

– En cualquier caso, me alegro de verte. ¿Dónde coño has estado?

– Por ahí.

– Pues yo no te he visto en ningún sitio.

Callan no está de humor.

– Vosotros los spaghetti no sois mis amos -dice.

– Cuidado con la puta boca.

– Vamos, Jimmy -interviene O-Bop-. Es buen chico.

– Bien -dice Peaches a Callan-, me han dicho que ahora eres… hummm… ¿carpintero?

– Sí.

– Hubo un carpintero que acabó crucificado -dice Peaches.

– Cuando vengas a por mí, Jimmy -dice Callan-, ven en un coche fúnebre… porque te marcharás en él.

Cozzo se interpone entre ellos.

– ¿Qué coño pasa? -pregunta-. ¿Queréis grabar más cintas para los federales? ¿Qué queréis ahora, el «Álbum en Directo de Jimmy Peaches»? Necesito que estéis unidos en este momento. Daos la mano.

Peaches extiende la mano hacia Callan.

Callan la acepta y Peaches pasa la otra mano alrededor del cuello de Callan y le acerca.

– Mierda, chico, lo siento. Es la tensión, es la pena.

– Lo sé. Yo también.

– Te quiero, jodido irlandés -susurra Peaches en su oído-. Si quieres irte, que te vaya bien. Vete. Ve a fabricar armarios y mesas y lo que te dé la gana, ¿de acuerdo? La vida es corta, debes ser feliz mientras puedas.

– Gracias, Jimmy.

Peaches suelta a Callan.

– Superaré este rollo de las drogas -dice en voz alta-. Celebraremos una fiesta, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

Invita a Callan a ir al Ravenite con los demás, pero no lo hace.

Se va a casa.

Encuentra un hueco para aparcar, sube la escalera y espera delante de la puerta un minuto, calmando sus nervios antes de poder introducir la llave y entrar.

Ella está en casa.

Sentada en una silla junto a la ventana, leyendo un libro.

Se pone a llorar cuando le ve.

– Pensaba que no ibas a volver.

– No sabía si estarías aquí.

Se inclina y la abraza.

Ella le abraza con mucha fuerza.

– Estaba pensando que podríamos comprar un árbol de Navidad -dice Callan cuando ella le suelta.

Eligen uno bonito. Es pequeño y poco frondoso. No es un árbol perfecto, pero ya les va bien. Ponen música de Navidad sensiblera, y se pasan el resto de la noche adornando el árbol. Ni siquiera saben que Big Paulie Calabrese ha nombrado a Tommy Bellavia como nuevo subjefe.


Van a por él la noche siguiente.

Callan vuelve a casa andando desde el trabajo, con los tejanos y los zapatos cubiertos de serrín. Como la noche es fría, lleva subido el cuello del abrigo y la gorra calada sobre las orejas.

De modo que no oye ni ve el coche hasta que frena a su lado.

Se baja una ventanilla.

– Sube.

No hay pistola, no sobresale nada. No hace falta. Callan sabe que, tarde o temprano, subirá al coche (si no en este en el siguiente), así que sube. Se acomoda en el asiento delantero, levanta los brazos y deja que Sal Scachi le desabroche el abrigo y le palpe debajo de los brazos, en la zona lumbar y las piernas.

– Así que es verdad -dice Scachi cuando ha terminado-. Ahora eres un civil.

– Sí.

– Un ciudadano -dice Scachi-. ¿Qué coño es esto? ¿Serrín?

– Sí, serrín.

– Mierda, me ha manchado el abrigo.

Un bonito abrigo, piensa Callan. Tiene que costar cinco de los grandes.

Scachi toma la West Side Highway, se dirige hacia el centro, pasa por debajo de un puente y frena.

Un buen lugar, piensa Callan, para meterle una bala a alguien.

Convenientemente cerca del río.

Oye los latidos de su corazón.

Y también Scachi.

– No debes tener miedo de nada, muchacho.

– ¿Qué quieres de mí, Sal?

– Un último trabajo -dice Scachi.

– Ya no hago ese tipo de trabajos.

Mira al otro lado del río, hacia las luces de Jersey. Tal vez Siobhan y yo deberíamos mudarnos a Jersey, piensa, alejarnos un poco de esta mierda. Y entonces podríamos pasear junto al río y mirar las luces de Nueva York.

– No tienes elección, muchacho -dice Scachi-. O estás con nosotros o contra nosotros. Y eres demasiado peligroso para que te dejemos estar contra nosotros. Tú eres Billy «el Niño» Callan. Desde el primer día has demostrado que te gusta la venganza, ¿verdad? ¿Te acuerdas de Eddie Friel?

Sí, me acuerdo de Eddie Friel, piensa Callan.

Recuerdo que estaba asustado por mí, y por Stevie, y la pistola salió como si otra persona la estuviera empuñando, y recuerdo la expresión de los ojos de Eddie Friel cuando las balas le alcanzaron.

Recuerdo que tenía diecisiete años.

Y daría cualquier cosa por no haber estado en aquel bar aquella tarde.

– Hay gente que debe marcharse, muchacho -dice Scachi-. Y sería… poco diplomático… que alguien de la familia lo hiciera. Ya me entiendes.

Lo entiendo, piensa Callan. Big Paulie quiere purgar la rama Cozzo de la familia (Johnny Boy, Jimmy Peaches, Little Peaches), pero también quiere poder desmentir que él lo hizo. Que le echen la culpa a los salvajes irlandeses. Llevamos el asesinato en la sangre.

Tengo elección, piensa.

Puedo matar o puedo morir.

– No -dice.

– ¿No qué?

– No voy a matar a más gente.

– Escucha…

– No pienso hacerlo -repite Callan-. Si quieres matarme, mátame.

De repente se siente liberado, como si su alma flotara en el aire, volando sobre esa asquerosa ciudad. Viajando entre las estrellas.

– Tienes una chica, ¿verdad?

Bum.

De vuelta a la Tierra.

– Tiene un nombre raro -dice Scachi-. Como si no se escribiera como se pronuncia. Algo irlandés, ¿verdad? No, ya me acuerdo, es como esa tela antigua que utilizaban las chicas. Chiflón, ¿no? ¿Cómo es?

A este asqueroso mundo.

– ¿Crees que si algo te pasa van a permitir que vaya corriendo a Giuliani para repetir vuestras conversaciones de alcoba? -está diciendo Scachi.

– Ella no sabe nada.

– Sí, pero ¿quién querría correr el riesgo, eh?

No puedo hacer nada, piensa Callan. Aunque me cargara a Sal aquí mismo, le quitara la pistola y se la vaciara en la boca, cosa que podría hacer, Scachi es un miembro importante de la mafia, y me matarían a mí y también a Siobhan.

– ¿Quién? -pregunta Callan.

¿A quién queréis que mate?


El teléfono de Nora suena.

La despierta. Está dormida; ha tenido una cita tardía.

– ¿Quieres trabajar en una fiesta? -pregunta Haley.

– No creo -contesta Nora. Le sorprende la pregunta de Haley. Hace mucho tiempo que ya no trabaja en fiestas.

– Esta es un poco diferente -dice Haley-. Es una fiesta, quieren varias chicas, pero solo serán parejas. Han preguntado expresamente por ti.

– ¿Una especie de celebración de Navidad empresarial?

– Por decirlo de alguna manera.

Nora consulta el reloj digital de su radio despertador. Son las diez y treinta y cinco minutos de la mañana. Tiene que levantarse, tomar café y pomelo e ir al gimnasio.

– Anímate -dice Haley-. Será divertido. Hasta yo voy.

– ¿Dónde es?

– Ese es el otro detalle divertido -dice Haley.

La fiesta es en Nueva York.


– Menudo árbol -dice Nora a Haley.

Se han parado al lado de la pista de patinaje de Rockefeller Plaza, y están contemplando el enorme árbol de Navidad. La plaza está atestada de turistas. Suenan villancicos por los altavoces, el Ejército de Salvación toca las campanas, los vendedores callejeros ofrecen castañas calientes.

– ¿Lo ves? -dice Haley-. Ya te dije que sería divertido.

Lo ha sido, admite Nora para sí.

Seis de ellas, cinco empleadas y Haley, viajaron en un vuelo nocturno en primera clase, fueron recogidas por dos limusinas en La Guardia y conducidas al hotel Plaza. Nora ya había estado antes, por supuesto, pero nunca en Navidad, y le pareció diferente. Bonito y anticuado, con todos los adornos encendidos, y su habitación tenía vistas a Central Park, donde hasta los coches de caballos iban engalanados con guirnaldas de acebo y flores de pascua.

Hizo la siesta y se dio una ducha, y después Haley y ella emprendieron una concienzuda expedición de compras a Tiffany's, Bergdorf's y Saks. Haley compraba y Nora se limitaba a mirar.

– Gasta un poco -dice Haley-. Eres muy austera.

– No soy austera -contestó Nora-. Soy conservadora.

Porque mil dólares no solo son mil dólares para ella. Es el interés de los mil dólares invertidos a lo largo de, digamos, veinte años. Es un apartamento en Montparnasse y la posibilidad de vivir allí cómodamente. No gasta dinero a lo loco, porque quiere que este trabaje para ella. De todos modos, compra dos bufandas de cachemira (una para ella y otra para Haley), porque hace mucho frío y porque quiere hacerle un regalo a Haley.

– Toma -dice cuando salen a la calle. Saca la bufanda gris de la bolsa-. Póntela.

– ¿Para mí?

– No quiero que pilles un resfriado.

– Qué amable eres.

Nora se pone la bufanda, y después se acomoda el sombrero de piel sintética y el abrigo.

Es uno de esos días fríos y despejados de Nueva York, cuando un soplo de aire sorprende por su frígida intensidad y el viento llega rugiendo por los cañones que son las avenidas, te corta la cara y convierte tus ojos en agua.

De modo que cuando Nora mira a Haley con los ojos húmedos, se dice que es a causa del frío.

– ¿Has visto alguna vez el árbol? -pregunta Haley.

– ¿Qué árbol?

– El árbol de Navidad del Rockefeller Center -dice Haley.

– Creo que no.

– Vamos.

Por eso están ahora mirando el gigantesco árbol con admiración, y Nora tiene que admitir que se está divirtiendo.


La última Navidad.

Es lo que Jimmy Peaches está dejando claro a Sal Scachi.

– Es mi última Navidad fuera de la trena -dice. Llamando de cabina telefónica en cabina telefónica para impedir que los federales escuchen la conversación-. Durante mucho tiempo. Me han pillado, Sally. Me van a caer treinta años como mínimo, por culpa de la puta Ley Rockefeller. Para cuando vuelva a catar un chocho, es probable que ya me dé igual.

– Pero…

– Pero nada -interrumpe Peaches-. Es mi fiesta. Quiero un filete del copón, quiero ir al Copa con una nena guapa del brazo, quiero oír cantar a Vic Damone, y después quiero el mejor culo del mundo y empalarlo hasta que me duela la polla.

– Piensa en cómo quedará, Jimmy.

– ¿Mi polla?

– El hecho de que lleves cinco putas al almuerzo -dice Sal. Está cabreado, se pregunta cuándo se cansará Jimmy Peaches de follar, si es que alguna vez llega la ocasión. El tío es una máquina de echar polvos. Te pelas los huevos para que algo salga bien, y entonces va ese gordo salido y trae en avión cinco putas de la jodida California. Justo lo que necesita: cinco personas en la sala donde no deberían estar. Cinco testigos inocentes-. ¿Qué piensa John de esto?

– John piensa que es mi fiesta.

Ya lo creo que sí, piensa Peaches. John es de la vieja escuela, John tiene clase, no es como esa mierda de jorobado que tienen ahora por jefe. John está muy agradecido de que vaya a la cárcel como un hombre y acepte lo que se me viene encima, sin intentar negociar un acuerdo, sin dar nombres, sobre todo el de él.. ¿Qué piensa John? John corre con los gastos de la puta fiesta.

«Lo que quieras, Jimmy. Lo que quieras. Es tu noche. Yo invito.»

Lo que Jimmy quiere es el Sparks Steak House, el Copa y esa tal Nora, la pieza más hermosa y deseable que ha poseído jamás. Un culo como un melocotón maduro. Nunca se la ha quitado de la cabeza. Ponerla a cuatro patas y metérsela por detrás, mientras veía temblar aquellos melocotones.

– De acuerdo -dice Sal-. ¿Qué te parece si os encontráis con las mujeres en el Copa, después de Sparks?

– Una mierda.

– Jimmy…

– ¿Qué?

– El asunto de esta noche es muy serio.

– Lo sé.

– Quiero decir que no puede ser más serio.

– Por eso la fiesta va a ser de órdago -dice Peaches.

– Escucha -dice Sal, cansado-, estoy a cargo de la seguridad de ese acto…

– En ese caso, preocúpate de mi seguridad -replica Peaches-. Es lo único que tienes que hacer, Sal, y olvidarte de ello después, ¿de acuerdo?

– No me gusta.

– No te gusta -dice Peaches-. Que te den por el culo. Feliz Navidad.

Sí, piensa Sal mientras cuelga.

Feliz Navidad, Jimmy.

Ya tengo tu regalo preparado.


Hay algunos paquetes bajo el árbol.

Menos mal que es un árbol pequeño, porque no hay muchos regalos, con eso de apretarse el cinturón y tal. Pero él le ha comprado un reloj nuevo, una pulsera de plata y una de esas velas de vainilla que tanto le gustan. Y hay algunos paquetes para él. Parecen ropa que necesita. Una nueva camisa de trabajo, tal vez, unos tejanos nuevos.

Una bonita Navidad.

Pensaban ir a la misa del Gallo.

Abrir los regalos por la mañana, intentar cocinar un pavo, ir al cine por la tarde.

Pero eso no va a suceder, piensa Callan.

Ya no.

De todos modos, iba a terminar, pero termina antes porque ella descubre el otro paquete, el que Callan había escondido debajo de la cama. Aquella noche llega antes de lo habitual a casa, y ella está sentada con la caja alargada a sus pies.

Ha encendido las luces del árbol. Destellos rojos, verdes y blancos tras de sí.

– ¿Qué es esto? -pregunta.

– ¿De dónde lo has sacado?

– Estaba acumulando polvo debajo de la cama. ¿Qué es?

Es una ametralladora sueca Model 45 Carl Gustaf de 9 milímetros. Con una culata de acero plegable y una recámara de treinta y seis balas. Más que suficiente para hacer el trabajo. Los números limados, limpia, sin posibilidad de seguir su rastro. Solamente cincuenta y cinco centímetros con la culata plegada. Pesa tres kilos y doscientos gramos. Puede cargar con el estuche hasta el centro de la ciudad como si fuera un regalo de Navidad. Dejar la caja y portar el arma bajo su chaquetón.

Sal se la había entregado.

No es eso lo que le dice. Lo que le dice es estúpido y obvio.

– No deberías haberlo visto.

Ella ríe.

– Pensé que era un regalo para mí. Me sentí culpable por abrirlo.

– Siobhan…

– Vas a volver a eso, ¿verdad? -dice ella, los ojos grises duros como la piedra-. Vas a hacer otro trabajo.

– Tengo que hacerlo.

– ¿Por qué?

Desea decírselo, pero no puede permitir que cargue con ese peso durante el resto de su vida.

– No lo entenderías -dice en cambio.

– Oh, ya lo creo que lo entiendo -dice ella-. Soy de Kashmir Road, ¿recuerdas? ¿Belfast? Crecí viendo a mis hermanos y tíos salir de casa con sus pequeños paquetes de Navidad, con los que iban a matar gente. Ya he visto antes metralletas debajo de la cama. Por eso me fui, porque estaba harta de asesinatos. Y de asesinos.

– Como yo.

– Pensaba que habías cambiado.

– He cambiado.

Ella señala la caja.

– Tengo que hacerlo -repite Callan.

– ¿Por qué? -pregunta ella-. ¿Hay algo tan importante por lo que valga la pena matar?

Tú, piensa él.

Tú.

Pero se queda mudo. Un testigo idiota contra sí mismo.

– Esta vez no estaré aquí cuando vuelvas -dice Siobhan.

– No pienso volver -contesta él-. Tengo que ausentarme una temporada.

– Joder. ¿Pensabas decírmelo, o ibas a despedirte a la francesa?

– Pensaba pedirte que vinieras conmigo.

Es verdad. Tiene dos pasaportes, dos billetes. Los saca del fondo del cajón del escritorio y los deja sobre la caja, a sus pies. Ella no los recoge. Ni siquiera los mira.

– ¿Así como así?

En su interior, una voz está chillando: «Díselo. Dile que lo estás haciendo por ella, por los dos. Suplícale que venga». Empieza a decírselo, pero no puede. Ella nunca se perdonaría. Nunca te perdonaría.

– Te quiero -dice-. Te quiero muchísimo.

Ella se levanta de la silla.

– Yo no te quiero -dice-. Te quería, pero ya no. No me gusta lo que eres. Un asesino.

Callan asiente.

– Tienes razón.

Recoge su billete y el pasaporte, los guarda en el bolsillo, cierra el estuche y se lo cuelga al hombro.

– Puedes vivir aquí si quieres -dice-. El alquiler está pagado.

– No puedo vivir aquí.

Era un buen lugar, piensa Callan, mientras pasea la vista por el pequeño apartamento. El mejor lugar de su vida, el más feliz. Ese lugar, el tiempo con ella. Intenta expresarlo con palabras, pero no se le ocurre nada.

– Vete -dice ella-. Ve a asesinar a alguien. Te dedicas a eso, ¿no?

– Sí.

Sale a la calle, está lloviendo a cántaros. Una lluvia fría, helada. Se sube el cuello y mira hacia el apartamento.

La ve sentada todavía junto a la ventana.

Inclinada, con la cara entre las manos.

Luces rojas, verdes y blancas destellan a su espalda.


Su vestido brilla bajo las luces.

Un top de lentejuelas rojas y verdes.

Muy propio de Navidad, había dicho Haley, muy sexy.

Tres décolletée.

De hecho, Jimmy Peaches no puede parar de mirarla de arriba abajo.

Por lo demás, Nora tiene que reconocer que su comportamiento es el de un caballero. El traje gris acero Armani le queda sorprendentemente bien. Ni la camisa ni la corbata negras parecen horribles. Un toque de gángster chic, tal vez, pero no del todo ordinario.

Lo mismo con respecto al restaurante. Esperaba algún espectáculo de horror siciliano, pero Sparks Steak House, pese a su prosaico nombre, resulta estar decorado con bastante buen gusto. No a su gusto. Las paredes chapadas en roble y los grabados de caza, muy al gusto inglés, no le satisfacen, pero de todos modos son de buen gusto, justo lo que no esperaba de un restaurante frecuentado por mañosos.

Llegaron en varias limusinas, y un portero armado con un paraguas les acompañó durante el medio metro que separaba el coche del largo toldo verde. Hicieron una entrada triunfal, los gángsters con sus ligues del brazo. Los comensales sentados a las mesas del gran salón delantero dejan de comer y miran sin disimulos, y por qué no, piensa Nora.

Las chicas son fantásticas.

Lo mejor de Haley, servido a domicilio.

Elegidas por el color de su pelo, su rostro, su figura.

Mujeres estupendas, adorables, sofisticadas, sin el menor toque de puterío. Vestidas con elegancia, peinadas de manera impecable, de modales exquisitos. Los hombres prácticamente se ruborizan de orgullo cuando hacen su entrada. Las mujeres no. Toman la adulación como un derecho natural. No se fijan en esas cosas.

Un jefe de comedor adecuadamente obsequioso les conduce al salón privado de la parte posterior.

Todo el mundo les ve entrar.

Bien, todo el mundo no.

Callan no.

Se pierde su entrada. Está a la vuelta de la esquina, en la Tercera avenida, esperando la orden de acercarse más. Ve llegar las limusinas, abrirse paso entre el tráfico de la hora punta en época de vacaciones, y después doblan por la Cuarenta y seis hacia Sparks, así que imagina que Johnny Boy, los Piccone y O-Bop han llegado a la fiesta.

Consulta su reloj.

Las cinco y media: puntualidad absoluta.


Scachi ha ido a recibirles, a todos los gángsters y a las chicas. Es el anfitrión, ha organizado la reunión. Hasta (mirándola de arriba abajo con disimulo) besa la mano de Nora.

– Es un placer -dice.

Dios, ahora comprende por qué Peaches la quería para su último polvo. Una belleza increíble. Todas son guapas, pero esta…

Johnny Boy toma a Scachi del brazo.

– Sal -dice-, solo quería darte las gracias por organizar la velada. Sé que ha hecho falta mucha mano izquierda, muchos detalles. Si esta noche obtenemos los resultados que esperamos, tal vez pueda haber paz en la familia.

– Eso es lo único que deseo, Johnny.

– Y un lugar para ti en la mesa.

– No persigo eso -dice Scachi-. Solo amo a mi familia, Johnny. Amo esta cosa nuestra. Quiero verla fuerte, unida.

– Eso es lo que deseamos también nosotros, Sally.

– Tengo que ir a comprobar cómo va todo -dice Sal.

– Claro -dice Johnny Boy-. Ahora ya puedes llamar al rey y decirle que puede hacer su entrada, ahora que han llegado los súbditos.

– Escucha, esa es la clase de actitud…

Johnny Boy ríe.

– Feliz Navidad, Sal.

Se abrazan e intercambian besos en las mejillas.

– Feliz Navidad, Johnny. -Sal se pone el abrigo, a punto de salir-. Por cierto, Johnny…

– ¿Sí?

– Feliz Año Nuevo, joder.

Sal sale bajo el toldo. Una noche de puta pena. Caen cortinas de lluvia, que amenazan con convertirse en una tormenta de hielo. El trayecto de vuelta a Brooklyn será la hostia en verso.

Saca el pequeño walkie-talkie del bolsillo del chaquetón, lo sostiene bajo el cuello pegado a su boca.

– ¿Estás ahí?

– Sí -dice Callan.

– Voy a llamar al jefe para que entre -dice Sal-. El reloj se ha puesto en movimiento.

– ¿Todo va bien?

– Tal como quedamos -dice Sal-. Tienes diez minutos, muchacho.

Callan se acerca a un cubo de basura. Tira el estuche dentro, desliza el arma bajo su abrigo y empieza a recorrer la Cuarenta y seis abajo.

Bajo la lluvia.


El champán se derrama de la copa.

Carcajadas y risas.

– Qué coño -anuncia Peaches-. Hay de sobra.

Llena todas las copas.

Nora levanta la suya. En realidad, no piensa beber, solo tomará un sorbo durante el brindis inminente. De todos modos, le gusta sentir el cosquilleo de las burbujas en la nariz.

– Un brindis -dice Peaches-. Hay momentos malos en la vida pero también muy buenos. Así que nadie esté triste en estas fiestas La vida es bella. Tenemos muchas cosas que celebrar.

En este tiempo de esperanza, piensa Nora.

Y entonces se desata el infierno.


Callan abre el abrigo y saca el arma.

Apunta a través de la lluvia torrencial.

Bellavia es el primero en verle. Acaba de abrir la puerta del coche para que el señor Calabrese baje, levanta la vista y ve a Callan. Hay un brillo de reconocimiento, y después de alarma, en los ojos porcinos del hombre, está a punto de preguntar «¿Qué estás haciendo aquí?», pero adivina la respuesta y lanza la mano hacia su pistola, que guarda dentro del abrigo.

Demasiado tarde.

Su brazo queda destrozado cuando las balas de 9 milímetros Parabellum cosen su pecho. Cae contra la puerta abierta del Lincoln Continental negro, y después se desploma sobre la acera.

Callan vuelve el arma hacia Calabrese.

Sus ojos se encuentran medio segundo antes de que Callan vuelva a apretar el gatillo. El anciano se tambalea, y después parece fundirse con la lluvia hasta formar un charco.

Callan se yergue sobre los dos cuerpos caídos. Acerca el cañón a la cabeza de Bellavia y aprieta el gatillo dos veces. La cabeza de Bellavia rebota en el cemento mojado. Después Callan apoya el cañón en la sien de Calabrese y aprieta el gatillo.

Callan tira el arma, da media vuelta y camina hacia la Segunda avenida.

La sangre se cuela por el desagüe detrás de él.


Nora oye los chillidos.

La puerta se abre.

Los camareros entran gritando que han disparado a alguien fuera. Nora se levanta, como todos, pero sin saber por qué. No saben si salir corriendo a la calle o quedarse donde están.

Entonces, Sal Scachi entra a informarles.

– Todo el mundo quieto -ordena-. Han matado al jefe.

Nora se pregunta: ¿Qué jefe? ¿Quién?

Ahora el aullido de las sirenas ahoga todo lo demás, y pega un bote cuando…

Pop.

El corazón se le sube a la garganta. Todo el mundo se sobresalta cuando Johnny Boy, todavía sentado, sirve champán en su copa.


Un coche está esperando en la esquina.

La puerta trasera se abre y Callan sube. El coche gira hacia el este por la Cuarenta y siete, va hacia el FDR y se dirige a los barrios altos. Hay ropa nueva detrás. Callan se quita su ropa y se pone la nueva. Mientras tanto, el conductor no dice nada, se limita a abrirse paso con eficacia entre el tráfico brutal.

Hasta el momento, piensa Callan, todo marcha como habían planeado. Bellavia y Calabrese llegaron esperando encontrar la escena de un crimen, sus colegas brutalmente asesinados y el escenario preparado para el llanto y rechinar de dientes, y esperaban oír gritos de «Hemos venido para hacer las paces con nuestra familia».

Pero no era eso lo que Sal Scachi y el resto de la familia tenían en mente.

Si traficas, mueres, pero si no traficas también mueres, porque ahí residen el dinero y el poder. Y si permites que las demás familias se queden con todo el dinero y el poder, te encuentras abocado al suicidio. Ese era el razonamiento de Scachi, y era el correcto.

Por lo tanto, Calabrese tenía que desaparecer.

Y Johnny Boy tenía que convertirse en rey.

– Es algo generacional -había explicado Sal Scachi durante su largo paseo por Riverside Park-. Fuera lo viejo, adelante con lo nuevo.

Las cosas tardarán un tiempo en calmarse, por supuesto.

Johnny Boy negará cualquier implicación, porque los capos de las otras Cuatro Familias, o lo que queda de ellas, jamás aceptarían que hubiera hecho esto sin su permiso, que jamás le habrían concedido. («Un rey -le había sermoneado Scachi-, nunca sancionará el asesinato de otro rey.») Así que Johnny Boy jurará perseguir a los mamones traficantes de drogas que mataron a su jefe, y habrá algunos recalcitrantes leales a Calabrese que tendrán que seguir a su jefe al otro mundo, pero las cosas se calmarán al final.

Johnny Boy permitirá a regañadientes que le elijan como nuevo jefe.

Los demás jefes le aceptarán.

Y la droga correrá de nuevo.

Sin interrupciones desde Colombia hasta México, pasando por Honduras.

Hasta Nueva York.

Donde, al fin y al cabo, habrá Navidades Blancas.

Pero yo no estaré aquí para verlas, piensa Callan.

Abre la bolsa de lona que hay en el suelo.

Tal como habían acordado, cien mil dólares en metálico, un pasaporte, billetes de avión. Sal Scachi lo organizó todo. Un viaje a Sudamérica y un nuevo trabajo.

El coche entra en el puente de Triborough.

Callan mira por la ventanilla y, pese a la lluvia, ve la línea del horizonte de Manhattan. Ahí, en algún lugar, estaba mi vida, piensa. La Cocina, el Sagrado Corazón, el pub Liffey, el Landmark, el Glocca Morra, el Hudson, Michael Murphy y Kenny Maher y Eddie Friel. Y Jimmy Boylan, Larry Moretti y Matty Sheehan.

Y ahora, Tommy Bellavia y Paulie Calabrese.

Y los fantasmas vivos… Jimmy Peaches. Y O-Bop.

Siobhan.

Mira hacia Manhattan y lo que ve es su apartamento. Cuando ella se acercaba a la mesa para desayunar los domingos por la mañana. Despeinada, sin maquillaje, tan hermosa. Sentado con ella, con una taza de café y el periódico, que casi no había leído, mirando el gris Hudson y Jersey al otro lado.

Callan creció mecido por fábulas.

Cuchulain, Edward Fitzgerald, Wolfe Tone, Roddy McCorley, Pádraic Pearse, James Connelly, Sean South, Sean Barry, John Kennedy, Bobby Kennedy, el Domingo Sangriento, Jesucristo.

Todos terminaron cubiertos de sangre.

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