¿No habrá nadie capaz de librarme de este cura

turbulento?

Enrique II


San Diego

1994


Es el Día de los Muertos.

Un gran día en México.

La tradición se remonta a la época azteca y rinde honor a la diosa Mictecacihuatl, la «Señora de los Muertos», pero los sacerdotes españoles la maquillaron y la trasladaron de mediados de verano a otoño, para que coincidiera con la víspera del día de Todos los Santos. Sí, vale, piensa Art, los dominicanos ya pueden decir misa, pero todo gira en torno a la Muerte.

A los mexicanos no les importa hablar de la muerte. Le dan muchos nombres: la Señora Guapa, la Flaca, la Huesuda, o solo la Muerte. No intentan mantenerla alejada. Están muy unidos con la muerte, son carne y uña. Mantienen lazos firmes con los muertos. El Día de los Muertos, los vivos van a visitar a los muertos. Preparan platos muy laboriosos, se los llevan al cementerio, se sientan y comparten una sabrosa comida con sus seres queridos.

Mierda, piensa Art, me gustaría compartir una sabrosa comida con mi familia viva. Viven en la misma ciudad, ocupan el mismo tiempo y espacio físico, y no obstante vivimos en diferentes planos de existencia.

Firmó los papeles del divorcio poco después de enterarse de los asesinatos de Pilar Méndez y sus dos hijos. ¿Un simple reconocimiento de una realidad inevitable, o una forma de penitencia?, se preguntó. Sabía que compartía cierta responsabilidad por la muerte de los niños, que había colaborado en poner en marcha la espantosa máquina, en el mismo momento en que susurró en los oídos de Tío la falsa información de que Güero Méndez era el imaginario informador Mamada. De modo que cuando corrió la voz por los canales de inteligencia (los rumores de que los Barrera habían decapitado a Pilar y arrojado a sus hijos desde un puente de Colombia), Art tomó una pluma por fin y firmó los papeles de divorcio que llevaban meses encima de su mesa.

Concedió la custodia absoluta de los niños a Althie.

– Estoy agradecida, Art -dijo ella-, pero ¿por qué ahora?

Castigo, pensó él.

Yo también he perdido dos hijos.

No los ha perdido, por supuesto. Los ve cada dos fines de semana y un mes en verano. Va a los partidos de voleibol de Cassie y a los partidos de béisbol de Michael. Asiste religiosamente a las asambleas escolares, las obras de teatro, los recitales de ballet, las reuniones de padres y profesores.

Pero es una especie de obligación. Por definición, los escasos momentos de espontaneidad no tienen lugar durante el tiempo estipulado, y se pierde pequeñas cosas. Prepararles el desayuno, leer cuentos, pelearse en el suelo. La triste realidad es que no existe eso llamado «tiempo de calidad», sino solo «tiempo», y se echa de menos.

También echa de menos a Althie.

Dios, cómo la echa de menos.

Pero tú la expulsaste de tu lado, piensa.

¿Y para qué?

¿Para convertirme en el Señor de la Frontera? Así le llaman ahora en la DEA, a sus espaldas, claro está. A excepción de Shag, que se lo dice a la cara. Entra en su despacho con una taza de café y pregunta: «¿Cómo está el Señor de la Frontera esta mañana?».

Desde un punto de vista técnico, es el jefe del Destacamento Especial de la Frontera Sudoeste, y dirige un grupo de coordinación de todas las agencias que combaten en la Guerra contra las Drogas: la DEA, el FBI, la Patrulla de Fronteras, Aduanas e Inmigración, la policía local y estatal. Todos se hallan bajo el mando de Art Keller. Con base en San Diego, tiene una oficina enorme, y personal en consonancia.

Es una posición de poder, justo la que exigió a John Hobbs.

También es miembro del Comité Vertical. Es un grupo pequeño (consiste en John Hobbs y él) que coordina las actividades de la DEA y la CIA en las Américas, para evitar que se hagan la zancadilla mutuamente. Ese es el propósito oficial: el extraoficial es evitar que Art Keller haga algo que estropee los planes de la Compañía.

Ese fue el trato. Art consiguió el Destacamento Especial de la Frontera del Sudoeste para poder continuar su guerra contra los Barrera. A cambio, pasa por el aro.

¿Día de los Muertos?, piensa, sentado en un coche aparcado en una calle de La Jolla. No estaría mal ir a depositar caramelos sobre mi propia tumba.

Entonces ve a Nora Hayden salir de la tienda de modas.

Es una persona de costumbres, y así lo ha sido durante los meses que la ha tenido bajo vigilancia. La primera vez que llamó su atención fue gracias a sus fuentes de Tijuana. El rumor de que Adán Barrera tenía una novia, una amante, que había alquilado un apartamento en el distrito de Río y la iba a ver con regularidad.

Un descuido impropio de Adán, elegir a una mujer norteamericana para ser infiel, piensa Art, mientras ve a la mujer acercarse por la acera con bolsas de compras en ambas manos. Algo extraño en Adán, que tenía fama, al menos hasta hace poco, de ser un devoto padre de familia.

Pero Art comprende la tentación cuando ve a Nora.

Tal vez la mujer más hermosa que ha visto en su vida.

Por fuera, piensa, al recordar que esta puta se está tirando a Adán Barrera.

En plan profesional.

Había ordenado seguirla tres meses antes, cuando había vuelto a cruzar la frontera. Obtuvo un nombre y una dirección, y muy pronto algo más.

Haley Saxon.

La DEA tenía fichada a la madame desde hacía años. Y también el IRS. El Departamento de Policía de San Diego lo sabía todo sobre la Casa Blanca, por supuesto, pero nadie había efectuado el menor movimiento, porque la lista de clientes de Haley Saxon era un avispero político que nadie tenía pelotas de remover.

Y ahora resulta que la segundera de Adán es una de las mejores chicas de Haley. Mierda, piensa Art, si Haley Saxon fuera Mary Kay, a estas alturas Nora Hayden sería la propietaria de una flota de Cadillacs.

Espera a que se acerque un poco más, sale del coche, exhibe su identificación.

– Tenemos que hablar, señorita Hayden.

– Me parece que no.

Tiene unos ojos azules asombrosos, y su voz es educada y segura de sí misma. Art tienes que recordarse que solo es una puta.

– ¿Por qué no vamos a sentarnos en mi coche? -sugiere Art.

– Porque no.

Empieza a alejarse, pero él la toma por el codo.

– ¿Por qué no ordeno que detengan a su amiga Haley Saxon por dirigir una casa de prostitución? -pregunta Art-. ¿Por qué no cierro su negocio de una vez por todas?

Nora deja que la conduzca hasta el coche. Art abre la puerta del pasajero y ella sube. Después Art da la vuelta y se sienta en el asiento del conductor.

Nora consulta sin disimulos su reloj.

– Mi intención es ir al cine a la sesión de la una y cuarto.

– Hablemos de su novio -dice Art.

– ¿Mi novio?

– ¿O Barrera es su «cliente»? Enséñeme la jerga.

Ella ni pestañea.

– Es mi amante.

– ¿Le paga por el privilegio?

– Eso no es asunto suyo.

– ¿Sabe de qué vive su amante?

– Es restaurador.

– Venga, Nora.

– Señor Keller, digamos que siento simpatía por ciertos placeres que la sociedad considera ilegales.

– Sí, vale -dice Art-. ¿Qué me dice del asesinato? ¿Le parece bien?

– Adán nunca ha matado a nadie.

– Pregúntele por Ernie Hidalgo. Ya que estamos en ello, pregúntele por Pilar Méndez. Le cortaron la cabeza. Y por sus hijos. ¿Sabe qué hizo su novio con ellos? Los arrojó desde un puente.

– Eso es una vieja patraña que Güero Méndez ha propagado…

– ¿Es eso lo que le dijo Adán?

– ¿Qué desea, señor Keller?

Es una mujer de negocios, piensa Art. Va al grano. Bien. Ha llegado el momento de efectuar tu lanzamiento. No la cagues.

– Su colaboración -dice Art.

– Quiere que le informe sobre…

– Digamos que se encuentra en una posición única para…

Ella abre la puerta del coche.

– Voy a llegar tarde a la película.

Art la detiene.

– Vaya a la sesión de más tarde.

– No tiene derecho a retenerme contra mi voluntad -replica Nora-. No he cometido ningún delito.

– Permítame que le explique algunas cosas -dice Art-. Sabemos que los Barrera tienen dinero invertido en el negocio de Haley Saxon. Solo eso puede provocarle problemas económicos. Si alguna vez han utilizado la casa para celebrar un encuentro, a Haley le caerán un mínimo de veinte años, y será culpa de usted. No obstante, tendrá mucho tiempo para pedirle disculpas, porque la encerraré en la misma celda. ¿Puede explicarme de dónde proceden todos sus ingresos, señorita Hayden? ¿Sabe de dónde sale el dinero que Adán le está pagando por ser su «amante»? ¿O está lavando el dinero de las drogas junto con las sábanas sucias? Está metida en un pozo muy profundo, señorita Hayden. Pero puede salvarse. Incluso puede salvar a su amiga Haley. Le estoy tendiendo la mano. Acéptela.

Ella le dirige una mirada de puro odio.

Me da igual, piensa Art. No necesito que me quieras, solo que hagas lo que quiero.

– Si pudiera hacer lo que ha dicho que puede hacer a Haley -dice Nora con calma-, ya lo habría hecho. En cuanto a lo que pueda hacerme a mí… haga lo que pueda.

Se dispone a salir de nuevo.

– ¿Y Parada? -pregunta Art-. ¿También se lo está tirando?

Porque saben que ha ido a ver al cura a Guadalajara, e incluso a San Cristóbal, en numerosas ocasiones.

Ella se vuelve y le fulmina con la mirada.

– Es usted un pedazo de cabrón.

– No lo dude.

– Por si quiere saberlo, Juan y yo somos amigos.

– ¿Sí? -pregunta Art-. ¿Seguiría siendo amigo suyo si supiera que es una puta?

– Lo sabe.

Me quiere igual, piensa Nora.

– ¿Sabe que se ha vendido a un cabrón asesino como Adán Barrera? -pregunta Art-. ¿Seguiría siendo amigo suyo si lo supiera? ¿Quiere que descuelgue el teléfono y le llame? Hace tiempo que nos conocemos.

Lo sé, piensa Nora. Me ha hablado de ti. Lo que no me contó era lo horrible que eras.

– Haga lo que le dé la gana, señor Keller -dice Nora-. Me da igual. ¿Puedo irme?

– De momento.

Nora sale del coche y baja por la calle. Su falda revolotea alrededor de sus hermosas piernas bronceadas.

Tan serena como si acabara de tomar el té con una amiga, piensa Art.

Capullo de mierda, piensa, la has cagado.

Pero me encantaría saber, Nora, si le cuentas a Adán nuestra pequeña charla.


México

1994


Adán se ha pasado todo el día en cementerios.

Tenía que visitar nueve tumbas, construir nueve altarcitos, preparar nueve laboriosas comidas. Nueve miembros de la familia asesinados por Güero Méndez en una sola noche, hace apenas un mes. Sus hombres, vestidos con el uniforme negro de los federales, los habían sacado de sus casas o secuestrado en plena calle, en Ciudad de México y Guadalajara, conducido a pisos francos y torturado, para luego arrojar sus cadáveres en esquinas concurridas, con el propósito de que los encontraran los barrenderos al amanecer.

Dos tíos, una tía y seis primos, dos de ellos mujeres.

Una de las primas era una abogada que trabajaba para el pasador, pero los demás no estaban implicados en los negocios de droga de la familia. Su única relación era ser parientes de Miguel Ángel, Adán y Raúl, con eso fue suficiente. Bien, fue suficiente para Pilar, Güerito y Claudia, ¿verdad?, piensa Adán. Méndez no inició esta historia de diezmar familias.

Fuimos nosotros.

Por lo tanto, todos los que sabían algo en México del tráfico de drogas se esperaban el «Septiembre Sangriento» de Méndez. La policía local apenas investigó los asesinatos. «¿Qué se creían? -era la opinión general-. Asesinaron a su mujer y a sus hijos.» Y no solo los asesinaron, sino que enviaron a Méndez la cabeza de su esposa y una cinta de vídeo de sus hijos cayendo desde el puente. Fue demasiado, incluso para México, incluso para los narcotraficantes. El pasador de los Barrera se convirtió en alguien inaceptable, y si Méndez se vengó asesinando miembros de la familia Barrera, bien, era de esperar.

Así que Adán ha tenido un día ocupado, ha empezado a primera hora de la mañana con las tumbas de Ciudad de México, después ha volado a Guadalajara para cumplir sus deberes, y después un veloz vuelo a Puerto Vallarta, donde su hermano Raúl, muy propio de él, daba una fiesta.

– Anímate -dice Raúl a Adán cuando llega al club-. Es el Día de los Muertos.

Sí, han tenido algunas bajas, pero también han causado algunas.

– Tal vez deberíamos llevar comida a sus tumbas también -dice Adán.

– Mierda, nos arruinaríamos si lleváramos comida a todos los tíos que hemos mandado al infierno -dice Raúl-. Que les den por el culo. Ya les darán de comer sus familias.

Los Barrera contra el mundo.

La cocaína de Cali contra la cocaína de Medellín.

Si Adán no hubiera cerrado el trato con los hermanos Orejuela, hoy serían los Barrera quienes recibirían caramelos y flores. Pero con el suministro regular de producto desde Cali, tienen los hombres y el dinero necesarios para librar la guerra. Y la batalla por la Plaza ha sido sangrienta pero sencilla. Raúl ha presentado a los traficantes locales una clara elección: ¿quieres ser distribuidor de Coca-Cola o distribuidor de Pepsi? Tienes que elegir. No puedes ser ambas cosas. Coca o Pepsi, Ford o Chevy, Hertz o Avis. O uno u otro.

Alejandro Cazares, por ejemplo, había elegido Coca. El inversor en bienes raíces, hombre de negocios y traficante de drogas de San Diego había declarado su lealtad a Güero Méndez, y su cadáver fue encontrado en su coche en una polvorienta calle de tierra de San Isidro. Y Billy Brennan, otro traficante de San Diego, fue encontrado con una bala en la cabeza en la habitación de un motel de Pacific Beach.

Los polis norteamericanos se quedaron perplejos cuando descubrieron que ambas víctimas tenían una lata de Pepsi embutida en la boca.

Güero Méndez se desquitó, por supuesto. Eric Mendoza y Salvador Marechal prefirieron Pepsi, y sus cuerpos carbonizados fueron encontrados en sus coches, todavía humeantes, en un solar desierto de Chula Vista. Los Barrera contestaron del mismo modo, y durante unas semanas Chula Vista se convirtió en un aparcamiento de coches incendiados con cuerpos carbonizados dentro.

Pero los Barrera estaban dejando claro algo: estamos aquí, pendejos. Güero está intentando dirigir la Plaza desde Culiacán, pero nosotros estamos aquí. Podemos extender la mano y tocar a quien nos dé la gana, en Baja o en San Diego, y si Güero es tan duro, ¿por qué no puede tocarnos en nuestro territorio de Tijuana? ¿Por qué no nos ha matado Güero? La respuesta es sencilla, amigos míos: porque no puede. Está atrincherado en su mansión de Culiacán, y si queréis militar en su bando, adelante, hermanos, pero él está allí y nosotros estamos aquí.

La falta de acción de Güero es una demostración de debilidad, no de fuerza, porque la verdad es que se está quedando sin recursos. Puede que domine Sinaloa con mano de hierro, pero su amado estado natal carece de accesos al mar. Sin poder utilizar la Plaza, Güero tiene que pagar al Verde para transportar droga a través de Sonora, o pagar a Abrego para transportarla a través del Golfo, y no cabe duda de que esos dos avariciosos bastardos le cargan una buena cantidad por cada gramo de producto que atraviesa sus territorios.

No, Güero está casi acabado, y la matanza de los tíos, la tía y los primos de los Barrera era el último coletazo de un pez moribundo sobre la cubierta de un barco.

Es el Día de los Muertos, y Adán y Raúl aún siguen con vida, algo que vale la pena celebrar.

Cosa que hacen en su nueva disco de Puerto Vallarta.


Güero Méndez peregrina al cementerio de los Jardines del Valle, en Culiacán, hasta una cripta anónima con columnas talladas en mármol, esculturas en bajorrelieve y una cúpula adornada con frescos de dos angelitos. Dentro hay las tumbas de su mujer y sus hijos. Fotografías en color encerradas en cajas de cristal cuelgan de la pared.

Claudia y Güerito.

Sus dos angelitos.

Pilar.

Su querida esposa.

Seducida, pero aún amada.

Güero ha traído la ofrenda a los muertos.

Para sus angelitos, papel picado, papel de seda cortado en forma de esqueletos y calaveras de animalitos. Y galletas, y caramelos en forma de calavera con sus nombres en azúcar escarchado. Y juguetes, muñequitas para ella, soldaditos para él.

Para Pilar ha traído flores (los tradicionales crisantemos, maravillas y celosías) que forman cruces y guirnaldas. Y un ataúd hecho de azúcar hilado. Y las galletitas con semillas de amaranta que tanto le gustaban.

Se arrodilla delante de las tumbas y deposita sus ofrendas, y después vierte agua fresca en tres cuencos, para que puedan lavarse las manos antes de comer. Fuera, una pequeña banda norteña toca música alegre bajo el ojo vigilante de un pelotón de sicarios. Güero deja una toalla limpia al lado de cada cuenco, después erige un altar, distribuye con cuidado las velas votivas y los platos de arroz y judías, pollo con salsa de mole, calabazas y ñames escarchados. Enciende una varilla de incienso y se sienta en el suelo.

Comparte recuerdos con ellos.

Buenos recuerdos de picnics, zambullidas en lagos de montaña, partidos familiares de fútbol. Habla en voz alta, oye sus respuestas en la cabeza. Una música más dulce que la que están tocando fuera.

Pronto me reuniré con vosotros, dice a su mujer y a sus hijos.

No muy pronto, pero pronto.

Antes hay mucho trabajo que hacer.

Antes tengo que preparar una mesa para los Barrera.

Y cargarla de fruta amarga.

Y de calaveras de caramelo con sus nombres: Miguel Ángel, Adán, Raúl.

Y enviar sus almas al infierno.

Al fin y al cabo, es el Día de los Muertos.


La disco, piensa Adán, es un monumento a la vulgaridad.

Raúl ha construido La Sirena con temas submarinos. Una grotesca sirena de neón preside la entrada, y cuando entras, las paredes interiores están esculpidas como arrecifes de coral y cavernas submarinas.

Toda la pared izquierda es un enorme depósito que contiene dos mil litros de agua salada. El precio del cristal consiguió que Adán se estremeciera, dejando aparte el coste de los peces exóticos tropicales: cirujanos amarillos, azules y púrpura a doscientos dólares cada uno; un pez globo a trescientos; un pez payaso a quinientos, de un hermoso color amarillo y lunares negros. Después los costosos corales, y por supuesto Raúl los quiso de varios tipos: coral cerebro abierto, coral hongo, coral flor, en forma de dedos que se alzan del fondo marino como un marinero ahogado. Y «rocas vivas», con algas calcificadas que proyectan destellos púrpura bajo las luces. Las anguilas (morenas copo de nieve negras y blancas, morenas marrones a franjas negras) asoman la cabeza por los agujeros de la roca y los corales, y hay cangrejos que corretean sobre las rocas y gambas que flotan en la corriente creada mediante impulsos eléctricos.

El lado derecho del club está dominado por una cascada de verdad. («Eso es absurdo -protestó Adán cuando estaba en construcción-. ¿Cómo puedes poner una cascada submarina?» «Quería una, punto», fue la contestación de Raúl. Bien, ya tengo la respuesta, pensó Adán. Quería una.) Y debajo de la cascada hay una gruta con rocas lisas que sirven de cama a las parejas, y Adán se alegra de que, por motivos higiénicos, la cascada rocíe regularmente la gruta.

Las mesas del club son de metal retorcido y oxidado, y la superficie de madreperla con conchas incrustadas. La pista de baile está pintada como el fondo del mar, y la cara iluminación crea un efecto de ondulación azul, como si los bailarines estuvieran nadando bajo el agua.

El lugar costó una fortuna.

– Puedes construirlo -había advertido Adán a Raúl-, pero será mejor que dé dinero.

– ¿No lo hacen todos? -replicó Raúl.

En justicia, era cierto, tuvo que admitir Adán. Raúl podía tener un gusto aterrador, pero es un genio creando clubes nocturnos y restaurantes de moda, centros de beneficios per se y de incalculable valor para blanquear los narcodólares que ahora fluyen desde el norte como un profundo río verde.

El lugar está atestado de gente.

No solo porque es el Día de los Muertos, sino porque La Sirena es un éxito rotundo, incluso en esta ciudad tan competitiva. Y durante la orgía alcohólica anual conocida como vacaciones de primavera, los universitarios norteamericanos acudirán en bandadas al club, para gastar todavía más dólares (limpios) norteamericanos.

Pero esta noche la clientela es sobre todo mexicana, la mayoría amigos y socios comerciales de los hermanos Barrera, que han venido a celebrar el día con ellos. Hay algunos turistas norteamericanos que han conseguido hacerse un hueco, y también un puñado de europeos, pero no hay problema. Esta noche no se hablará de negocios, ni ninguna noche. Existe la regla no escrita de que los negocios legales de los complejos de ocio veraniegos están al margen de cualquier actividad relacionada con el narcotráfico. Nada de negocios, nada de reuniones y, sobre todo, nada de violencia. Después de los narcóticos, el turismo es la mayor fuente de divisas del país, de manera que nadie quiere asustar a los norteamericanos, ingleses, alemanes y japoneses que dejan sus dólares, libras, marcos y yens en Mazatlán, Puerto Vallaría, Cabo San Lucas y Cozumel.

Todos los cárteles son propietarios de clubes nocturnos, restaurantes, discos y hoteles en estas ciudades, de modo que tienen intereses que proteger, unos intereses que saldrían malparados si un turista recibiera una bala perdida. Nadie quiere coger un periódico y ver titulares acerca de un tiroteo sangriento, con fotos de cadáveres tirados en la calle. De modo que los pasadores y el gobierno han llegado a un próspero acuerdo del tipo «Lleváoslo a otro sitio, chicos». Hay demasiado dinero en juego para cagarla.

En estas ciudades puedes jugar, pero tienes que jugar limpio.

Y esta noche no cabe duda de que están jugando, piensa Adán, mientras ve a Fabián Martínez bailar con tres o cuatro alemanas rubias.

Hay demasiados negocios de que ocuparse, el ciclo incesante del producto que va al norte y el dinero que va a al sur. Existen los acuerdos comerciales constantes con los Orejuela, después el movimiento de la cocaína desde Colombia a México, el sempiterno desafío de que llegue sana y salva a Estados Unidos y se convierta en crack, de venderla a los minoristas, de recoger el dinero, de transportar el dinero hasta México y blanquearlo.

Una parte del dinero se destina al ocio, pero otro tanto va a parar a los sobornos.

Plata o plomo.

Es sencillo: uno de los lugartenientes de los Barrera va al comandante de la policía local, o a cualquier oficial del ejército al mando, con una bolsa llena de dinero y le da a elegir con estas palabras exactas: ¿Plata o plomo?

Es lo único que hace falta decir. El significado está muy claro: puedes enriquecerte o morir. Tú eliges.

Si deciden enriquecerse, es asunto de Adán. Si deciden morir, es asunto de Raúl.

La mayoría prefieren enriquecerse.

Coño, piensa Adán, la mayoría de los polis planeaban enriquecerse. De hecho, tenían que comprar sus cargos a sus superiores, o pagar una cuota mensual de mordida. Era como en una franquicia. Burger King,Taco Bell, McSobornos. El dinero más fácil del mundo. Dinero gratis. Solo hacer la vista gorda, estar en otro sitio, no ver nada, no oír nada, no decir nada, y el pago mensual llegará completo y puntual.

Y la guerra, reflexiona Adán, mientras ve a la gente bailar bajo la luz azul centelleante, ha supuesto una bonificación para la pasma y el ejército. Méndez paga a sus polis para que confisquen nuestra droga, nosotros pagamos a nuestros chicos para que confisquen la de Méndez. Es un buen acuerdo para todos, excepto para aquel a quien le confiscan la droga. Digamos que la policía estatal de Baja se apodera de cocaína de Güero valorada en un millón de dólares. Nosotros les pagamos una «cuota de descubridor» de cien mil dólares, aparecen como héroes en los periódicos y quedan como buenos chicos delante de los yanquis, y tras un intervalo decente nos venden aquel cargamento valorado en un millón de dólares por quinientos mil.

Es un trato en que todo el mundo sale ganando.

Y eso solo en México.

También hay que pagar a los agentes de Aduanas de Estados Unidos para que hagan la vista gorda cuando coches cargados de coca, hierba o heroína cruzan sus puestos, treinta mil dólares por cargamento, sea cual sea. Y aun así, no existe garantía de que el coche vaya a cruzar por un puesto de control «limpio», aunque hayas comprado edificios de apartamentos desde cuyos tejados se dominan los pasos fronterizos, y tengas apostados vigías que están en contacto por radio con tus conductores e intenten encaminarles hacia los carriles «correctos». Pero cambian con frecuencia y de manera arbitraria a los agentes de Aduanas, de modo que si envías una docena de coches a la vez, que vayan a cruzar la frontera por San Isidro y Otay Mesa, esperas que al menos nueve o diez lo consigan.

Están los sobornos a los polis de San Diego, Los Angeles, San Bernardino, lo que quieras. Y a la policía estatal, y a los departamentos del sheriff. Y a las secretarias y mecanógrafas de la DEA, para que te pasen información sobre las investigaciones en marcha, o con qué tecnología se están llevando a cabo. O incluso ese extraño, extrañísimo, agente de la DEA que se ha vendido, pero son pocos y están muy alejados entre sí, porque entre la DEA y los cárteles mexicanos todavía existe una enemistad mortal, debido al asesinato de Ernie Hidalgo. Art Keller se encarga de eso.

Y menos mal, piensa Adán, porque la obsesión vengativa de Keller podría costarme dinero a corto plazo, pero a la larga me hace ganar dinero. Y esto es lo que los norteamericanos no consiguen llegar a comprender, que lo único que consiguen es aumentar el precio y hacernos ricos. Sin ellos, cualquier bobo con un camión viejo o una barca agujereada con motor fueraborda podría transportar drogas al norte. Y entonces el precio no compensaría el esfuerzo. Pero tal como están las cosas, hacen falta millones de dólares para mover las drogas, y en consonancia los precios son altísimos. Los norteamericanos se apoderan de un producto que crece literalmente en los árboles y lo transforman en una mercancía valiosa. Sin ellos, la cocaína y la marihuana serían como las naranjas, y en lugar de ganar miles de millones pasándolas de contrabando, yo ganaría unos pocos centavos trabajando como un negro en algún campo de California, recogiéndolas.

Y lo más divertido de todo reside en que el propio Keller es también un producto, porque yo gano millones vendiendo protección contra él, cobrando miles de dólares por el uso de nuestros polis, soldados y agentes de Aduanas a los contratistas independientes que quieren transportar su producto a través de la Plaza. Agentes de Aduanas, guardia costera, equipos de vigilancia, comunicaciones… Es lo que la pasma mexicana valora y la norteamericana no. Somos socios, mi hermano Arturo, de la misma empresa.

Camaradas en la Guerra contra las Drogas.

No podríamos existir el uno sin el otro.

Adán ve a dos chicas de aspecto nórdico que se colocan bajo la cascada, para dejar que el chorro moje sus camisetas y exhibir los pechos a sus admiradores, que son numerosos. La música retumba, el baile es frenético, la bebida fluye sin parar. Es el Día de los Muertos, y casi toda la gente que ha venido esta noche son viejos amigos de Culiacán o Badiraguato, y si eres un narco de Sinaloa tienes muchos muertos a los que recordar.

Hay un montón de fantasmas en esa fiesta.

La guerra ha sido sangrienta.

Pero, piensa Adán, con suerte casi ha terminado, y volveremos a los negocios propiamente dichos.

Porque Adán Barrera ha reinventado el negocio de la droga.

La forma tradicional de cualquier pasador mexicano era la pirámide. Como en las familias de la mafia siciliana, había un padrino, un jefe, y después capitanes, soldados, y cada nivel «sustentaba» al siguiente. Los niveles inferiores ganaban muy poco dinero, a menos que pudieran construir niveles por debajo, que a su vez los sustentaban, pero ganaban muy poco. Todo el mundo, salvo los idiotas, comprendían el problema de la pirámide: si entras pronto, te forras; si entras tarde, estás jodido. Todo ello condujo a Adán, después de analizar el problema, a crear motivaciones para salir y crear una pirámide nueva.

La pirámide también era demasiado vulnerable a la agresión de las fuerzas de la ley. Lo único que se necesitaba, pensó Adán, era un dedo, un chivato, un soldado insatisfecho de los niveles inferiores, que podía delatarte a la pasma y derrumbar la estructura piramidal integrada. Todos los cabecillas de las Cinco Familias de Nueva York están ahora en la cárcel, y sus familias han entrado en un pronunciado e inevitable declive.

Fue Adán quien se cargó la pirámide y la sustituyó por una estructura horizontal. Bien, casi horizontal. Su nueva organización solo tenía dos niveles: los hermanos Barrera arriba y todos los demás debajo.

Pero a la misma altura.

– Queremos empresarios, no empleados -explicó Adán a Raúl-. Los empleados cuestan dinero, los empresarios ganan dinero.

La nueva estructura creó un creciente grupo de hombres de negocios independientes, bien recompensados y muy motivados, que pagaban el doce por ciento de sus ganancias a los Barrera, y de buena gana. Ahora solo había un nivel al que sustentar, y dirigías tu propio negocio, corrías tus propios peligros, recibías tus propias recompensas.

Y Adán se encargaba de que las recompensas potenciales fueran mayores para los empresarios emergentes. Reconstruyó su cártel de Baja sobre ese principio, permitiendo (no, alentando) a su gente que se independizara: redujo sus «impuestos» al doce por ciento, concedió préstamos a un interés bajo para reunir el capital de lanzamiento, les facilitó acceso a servicios financieros (por ejemplo, blanqueo de dinero), todo a cambio de la simple lealtad al cártel.

– El doce por ciento de muchos -había explicado Adán a Raúl cuando propuso la drástica reducción de impuestos- sumará más que el treinta por ciento de unos pocos.

Había tenido en cuenta las lecciones de la Revolución Reagan. Podían ganar más dinero bajando impuestos que elevándolos, porque los impuestos menores permitían que más empresarios se integraran en el negocio, ganaran más dinero y pagaran más impuestos.

Raúl es de la opinión que el plomo, no el nuevo modelo de negocio, está ganando la guerra contra Méndez, y en cierto sentido tiene razón. Pero Adán está convencido de que el factor más poderoso es la pura fuerza de la economía: los Barrera han arruinado a Güero Méndez. Puedes vender Coca-Cola con un treinta por ciento de recargo, o Pepsi con un veinte por ciento de recargo. Tú eliges. Una elección fácil: puedes vender Pepsi y ganar un montón de dinero, o Coca-Cola y ganar menos dinero, hasta que Raúl te mate. De pronto había un montón de distribuidores de Pepsi. Tenías que ser idiota para elegir el plomo de la Coca-Cola en lugar de la plata de la Pepsi.

Plata o plomo.

El yin y el yang del nuevo cártel de Baja.

Negociar con Adán y obtener plata, o negociar con Raúl y obtener plomo. Una estructura que inclinó la balanza de Baja en contra de Güero Méndez. Tardó demasiado en comprender lo que estaba pasando, y cuando lo hizo, no pudo bajar sus precios porque no podía mover suficiente cocaína a través de la Plaza, y tenía que desembolsar el treinta por ciento para moverla a través de Sonora o el Golfo.

No, tuvo que admitir Raúl, el trato del doce por ciento había sido un acto de gran genialidad.

Es perfecto para tipos como Fabián Martínez y el resto de los Junior.

Las reglas eran sencillas.

Les decías a los Barrera cuándo ibas a trasladar el producto, fuera cual fuese (cocaína, marihuana o heroína), el peso y cuál era tu precio de venta acordado (por lo general entre catorce mil y dieciséis mil dólares por kilo), y en qué fecha pensabas entregarlo al minorista en Estados Unidos. Luego tenías cuarenta y ocho horas después de esa fecha para pagar a los Barrera el doce por ciento del precio de venta acordado. (El precio acordado era una simple garantía sobre un mínimo. Si lo vendías por menos, seguías debiendo el porcentaje sobre el precio acordado. Si lo vendías por más, debías el porcentaje sobre el precio aumentado.) Si eras incapaz de entregar el dinero antes de dos días, lo mejor era sentarse con Adán y acordar un plan de pago, o sentarse con Raúl y…

Plomo o plata.

El doce por ciento era solo por transportar droga a través de la Plaza. Si querías llegar a acuerdos independientes con la policía local, los federales o cualquier comandante para garantizar la seguridad de tu cargamento, estupendo, pero si te pillaban, seguías debiendo el doce por ciento. Si querías que los Barrera se encargaran de las medidas de seguridad, estupendo también, pero te costaba el precio de la mordida más una cuota de gestión. Pero en ese caso, los Barrera garantizaban la seguridad de tu cargamento en el lado mexicano de la frontera. Si lo capturaban, te reembolsaban el coste entero del cargamento. En el caso de la cocaína, por ejemplo, los Barrera te pagaban el precio de compra que habías negociado con el cártel de los Orejuela de Cali, no el precio al por menor que esperabas obtener en Estados Unidos. Si comprabas a los Barrera el paquete de seguridad, la seguridad de tu cargamento estaba garantizada por completo desde el momento en que llegaba a Baja hasta que alcanzaba la frontera. Ningún otro traficante intentaría apoderarse de él, ningún bandido intentaría robarlo. Raúl y sus sicarios se encargaban de eso. Tendrías que estar muy loco para intentar apropiarte de un cargamento cuya seguridad dependía de Raúl Barrera.

Los Barrera también ofrecían servicios financieros. Adán quería facilitar a la mayor cantidad de gente posible la incorporación al negocio, de modo que nunca había que adelantar el doce por ciento. No tenías que pagarlo hasta después de haber vendido la mercancía. Pero los Barrera daban un paso más: te ayudaban a blanquear el dinero una vez que habías vendido tu cargamento, un producto que les proporcionaba beneficios complementarios. La tasa vigente por blanqueo de dinero era del seis y medio por ciento, pero los banqueros sobornados cedían a los Barrera un rapel del cinco por ciento, de manera que Adán ganaba un uno y medio por ciento más de cada dólar de cada cliente. Una vez más, no estabas obligado a lavar tu dinero por mediación de los Barrera (eras un hombre de negocios independiente, podías hacer lo que te diera la gana). Pero si acudías a otros y te engañaban o embargaban el cargamento, si la policía de Aduanas de Estados Unidos te requisaba el dinero al cruzar la frontera, tú te lo habías buscado, mientras que los Barrera te garantizaban el dinero. Todo lo que ingresabas en sucio, te lo devolvían limpio, al cabo de tres días laborables, menos el seis y medio por ciento.

Y esta ha sido la «Revolución de Baja» de Adán Barrera: actualizar el negocio de la droga.

«Miguel Ángel Barrera introdujo el negocio de la droga en el siglo XX -dijo un narcotraficante-. Adán lo está reconduciendo al siglo XXI.»

Y de paso, derrotando a Güero Méndez, piensa Adán. Si no puede mover su cocaína, no puede pagar la mordida. Si no puede pagar la mordida, no puede mover la cocaína. Entretanto, nosotros estamos construyendo una red veloz, eficiente y emprendedora, utilizando la tecnología y los mecanismos financieros más nuevos y mejores.

La vida es estupenda, piensa Adán, en este Día de los Muertos.


El Día de los Muertos, piensa Callan.

Cojonudo.

¿Es que cada día no es el día de los muertos?

Está tomando unas copas en la barra de La Sirena. Si quieres un desafío, intenta tomarte un whisky sin hielo en un bar de playa mexicano. Le dices a un tipo que quieres una copa sin la puta sombrilla, y te mira como si le hubieras arruinado el día.

De todos modos, Callan lo hace.

– Eh, viejo, ¿está lloviendo?

– No.

– Pues entonces no necesito esto, ¿verdad?

Y si quisiera zumo de frutas, amigo, pediría un zumo de frutas. Pero el único zumo que me apetece es el de cebada.

Vitamina C irlandesa.

El agua de la vida.

Lo cual no deja de ser divertido, piensa Callan, cuando piensas en cómo me gano la vida, en lo que he hecho siempre, básicamente.

Cancelar reservas de gente.

«Lo siento, señor, se va a marchar pronto.»

«Sí, pero…»

«Ni pero ni nada. Salga de la piscina.»

Ya no trabaja para la familia Cimino, pero Sal Scachi aún tiene la última palabra. Callan se estaba relajando en Costa Rica, esperando a que amainara la tormenta de mierda de Nueva York, cuando Scachi fue a verle.

– ¿Te apetece ir a Colombia? -le preguntó a Callan.

– ¿Para qué?

Para ponerse en contacto con algo llamado «MAS», fue la respuesta.

Muerte a Secuestradores. Scachi explicó que había empezado en el 81, cuando el grupo insurgente de izquierdas M-19 secuestró a la hermana del señor de la droga colombiano Fabián Ochoa y pidió un rescate.

Sí, un buen plan de negocios, pensó Callan, secuestrar a la hermana de un jefe.

Como si Ochoa fuera a pagar, ¿verdad?

Lo que hizo el magnate de la coca fue, dijo Scachi, convocar a doscientos veintitrés socios y obligarles a desembolsar a cada uno veinte mil dólares en metálico y diez de sus mejores pistoleros. Haced los cálculos: es una suma de cuatro millones y medio de pavos y un ejército de más de dos mil matones.

– Escucha esto -dijo Scachi-. Esos tíos volaron sobre un estadio de fútbol en helicóptero y lanzaron folletos anunciando lo que iban a hacer.

Que consistía, básicamente, en arrasar Cali y Medellín como perros rabiosos cargados de crack. Irrumpir en casas, sacar a estudiantes universitarios de sus clases, matar a tiros a algunos sin más trámites y llevar a otros a pisos francos para «interrogarlos».

La hermana de Ochoa fue liberada sana y salva.

– ¿Qué tiene que ver todo esto conmigo? -preguntó Callan.

Scachi se lo cuenta. En el 85, el gobierno colombiano pactó una tregua con varios grupos izquierdistas que formaban una alianza llamada la Unión Patriótica, que consiguió catorce escaños en las elecciones del 86.

– Vale -dijo Callan.

– Nada de vale -replicó Scachi-. Esos tipos son comunistas, Sean.

Scachi se lanzó a una diatriba feroz, cuya idea principal consistía en que nosotros luchábamos contra los comunistas para que la gente tuviera democracia, y que los jodidos desagradecidos nos daban la espalda y votaban a los comunistas. Lo que Sal estaba diciendo, supuso Callan, era que la gente debía tener democracia, pero no tanta.

Tenían total y absoluta libertad para elegir a quienes nosotros queríamos.

– MAS va a hacer algo al respecto -dijo Scachi-. Les iría bien un hombre de tu talento.

Tal vez, pensó Callan, pero no van a conseguir a un hombre de mi talento. No sé cuál es la relación de Scachi con MAS, pero no tiene nada que ver conmigo.

– Creo que voy a volver a Nueva York -dijo Callan.

Al fin y al cabo, Johnny Boy se hallaba al frente de la familia, y Johnny Boy no tenía motivos para dar otra cosa a Callan que no fuera amor y amparo.

– Sí, puedes hacerlo -dijo Scachi-. Solo que te están esperando unas tres mil acusaciones federales.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? -dijo Scachi-. Tráfico de cocaína, extorsión, chantaje. Ha llegado a mis oídos que también te quieren por lo de Big Paulie.

– ¿Te quieren a ti por lo de Big Paulie, Sal? -pregunta Callan.

– ¿Qué estás diciendo?

– Tú me metiste en ello.

– Escucha, muchacho, tal vez te lo pueda arreglar -dice Scachi-, pero no te haría daño echarnos una manita con esto.

Callan no preguntó cómo iba a arreglar Sal una acusación federal mandándole a Colombia para ponerse en contacto con una pandilla de vigilantes de la cocaína anticomunistas, porque son cosas que prefieres no saber. Se limitó a aceptar el billete de avión y un pasaporte nuevo, voló a Medellín y se dispuso a trabajar para MAS.

Muerte a los Secuestradores resultó ser Muerte a los Candidatos Electos de la Unión Patriótica. Seis recibieron balas en la cabeza en lugar de jurar su cargo. (Días de los Muertos, piensa Callan, mientras trasiega su copa. Días de los Muertos.)

Después de eso, la cosa se animó, recuerda. El M-19 se desquitó apoderándose del Palacio de Justicia, y más de cien personas, incluidos varios jueces del Tribunal Supremo, resultaron muertos en el intento de rescate fallido. Eso es lo que consigues, piensa Callan, cuando utilizas polis y soldados en lugar de profesionales.

No obstante, utilizaron profesionales para acabar con el líder de la Unión Patriótica. Callan no apretó el gatillo, pero sí empleó el arma cuando se cargaron a Jaime Pardo Leal. Fue un buen golpe: limpio, eficiente, profesional.

Resultó ser un simple calentamiento.

La auténtica matanza empezó en el 88.

El dinero empleado procedía en su mayor parte del Hombre en persona, el señor de la cocaína de Medellín Pablo Escobar.

Al principio, Callan no entendía por qué Escobar y los demás señores de la coca se preocupaban tanto por la política. Pero después averiguó que los chicos del cártel habían invertido un montón de dinero procedente de la cocaína en bienes raíces, extensos ranchos de ganado que no querían ver repartidos por algún plan izquierdista de distribución de la tierra.

Callan llegó a conocer muy bien uno de esos ranchos.

En la primavera del 87, MAS le trasladó a Las Tangas, una enorme finca propiedad de un par de hermanos, Carlos y Fidel Cardona. Cuando todavía eran adolescentes, su padre había sido secuestrado y asesinado por guerrilleros comunistas. Para que luego hablen de política y toda esa mierda, pensó Callan cuando les conoció en el rancho, es algo personal. Siempre es algo personal.

Las Tangas no era tanto un rancho como un fuerte. Callan vio algo de ganado, pero sobre todo vio a asesinos como él.

Había muchos colombianos, soldados del cártel en préstamo, pero también sudafricanos y rodesianos que habían perdido su guerra y esperaban ganar esta. Había israelíes, libaneses, rusos, irlandeses y cubanos. Era una puta Villa Olímpica de asesinos a sueldo.

Su entrenamiento también era duro.

Se rumoreaba que un tipo era un coronel israelí llegado con una puta pandilla de ingleses, todos ex SAS, al menos eso afirmaban. Como buen irlandés, Callan odiaba a los ingleses y al SAS, pero tuvo que admitir que aquellos británicos sabían lo que hacían.

Callan siempre había sido hábil con una 22, pero ese tipo de trabajo exigía mucho más, y muy pronto le enseñaron a utilizar y manejar el M-16, el AK-47, la ametralladora M-60 y el rifle con mira telescópica Modelo 90.

También se entrenó en el combate cuerpo a cuerpo, cómo matar con un cuchillo, con un garrote, con las manos y los pies. Algunos de los instructores permanentes eran ex miembros de las Fuerzas Especiales norteamericanas, algunos de ellos veteranos de la Operación Fénix de Vietnam. Muchos eran oficiales del ejército colombiano que hablaban inglés como si fueran de Mayberry, en Estados Unidos.

Callan se tronchaba de risa cuando uno de aquellos colombianos abría la boca y hablaba como un patán norteamericano. Después descubrió que la mayoría de aquellos tíos se habían entrenado en Fort Benning, Georgia.

Algo así como la Escuela de las Américas.

Sí, ¿qué clase de escuela es esa?, pensó Callan. Leer, escribir y matar. En cualquier caso, enseñaban desagradables disciplinas, que los colombianos transmitían muy contentos al grupo que había llegado a conocerse como los Tangueros.

También había un montón de «Aprendizaje en el Trabajo».

Un día un pelotón de Tangueros fue a tender una emboscada a un grupo de guerrilleros que estaban operando en la zona. Un oficial del ejército local había entregado fotos de los seis presuntos objetivos, que vivían en pueblos como campesinos cuando no se dedicaban a la guerrilla.

Fidel Cardona iba al mando de la misión. Cardona se había convertido en una especie de chalado, que se hacía llamar Rambo y se vestía como el tío de la película. En cualquier caso, montaron una emboscada en la carretera de tierra por la que aquellos tíos transitaban.

Los Tangueros se desplegaron en formación de U perfecta, tal como les habían enseñado. A Callan no le gustó estar tirado en la maleza, con uniforme de camuflaje, sudando por el calor. Soy un tío de ciudad, piensa. ¿Cuándo he ingresado yo en el puto ejército?

La verdad era que estaba nervioso. No asustado, más bien aprensivo, sin saber qué esperar. Nunca había combatido contra guerrilleros. Pensó que debían de ser muy buenos, que estaban bien entrenados, que conocían mejor el terreno y que sabían utilizarlo.

Los guerrilleros se internaron en el extremo abierto de la U.

No eran lo que Callan había esperado, combatientes veteranos con uniforme de camuflaje, armados con AK. Parecían granjeros con camisas de algodón viejas y pantalones cortos de campesino. Tampoco se movían como soldados, desplegados, vigilantes. Solo estaban caminando por la carretera.

Callan fijó el visor de su rifle Galil en el tío que iba más a la izquierda. Apuntó un poco bajo, al estómago del tipo, por si el rifle se levantaba. Tampoco quería ver la cara del tipo, porque tenía cara de niño y hablaba con sus amigos y reía, como haces con tus colegas al finalizar la jornada laboral. Callan clavó la vista en el azul de la camisa del hombre, porque era como disparar contra una cosa, un blanco.

Esperó a que Fidel hiciera el primer disparo, y cuando lo oyó, apretó el gatillo dos veces.

Su hombre cayó.

Todos cayeron.

Los pobres mamones ni se enteraron. Tan solo una ráfaga desde los arbustos que flanqueaban la carretera, y seis guerrilleros abatidos, que se desangraban sobre la tierra.

Ni siquiera tuvieron tiempo de sacar las armas.

Callan se obligó a caminar hasta el hombre que había derribado. El tipo estaba muerto, caído de cara al suelo. Callan empujó al tipo con el pie. Habían recibido órdenes estrictas de recoger cualquier arma, pero Callan no encontró ninguna. Lo único que portaba el tipo era un machete, de los utilizados por los campesinos para cortar bananas de los árboles.

Callan paseó la vista a su alrededor y comprobó que ningún guerrillero iba armado.

Fidel ni siquiera se inmutó. Paseó de un lado a otro, disparó en la nuca de los caídos, y después llamó por radio a Las Tangas. Al cabo de poco, un camión apareció con un montón de ropa como la utilizada por los guerrilleros comunistas, y Fidel ordenó a sus hombres que vistieran a los cadáveres con la ropa nueva.

– Estás de broma -dijo Callan.

Rambo no estaba bromeando. Dijo a Callan que pusiera manos a la obra.

Callan se sentó en la cuneta.

– No soy un puto enterrador -le dijo a Fidel.

Contempló a los demás Tangueros mientras cambiaban la ropa de los cadáveres, y después tomaban fotos de los «guerrilleros» muertos.

Fidel no dejó de gritarle durante el camino de regreso.

– Sé lo que hago -decía-. Sé latín.

Sí, yo también sé latín, le dijo Callan. Lo enseñaban en la Cocina del Infierno.

– Pero los tíos a los que disparaba, Rambo, llevaban armas en las manos -añadió Callan.

Rambo debió de chivarse a Scachi, porque Sal apareció unas semanas después en el rancho para celebrar una «sesión de asesoramiento» con Callan.

– ¿Cuál es tu problema? -le preguntó.

– Mi problema es ametrallar a putos agricultores -replicó Callan-. Llevaban las manos vacías, Sal.

– Aquí no estamos rodando películas del Oeste -contestó Sal-. No existe un «código de honor». ¿Quieres dispararles en la selva, cuando van con AK en las manos? ¿Te sentirás mejor si hay bajas? Esto es una puta guerra, Callan.

– Sí, ya veo que es una guerra.

– Te pagan, ¿verdad? -preguntó Sal.

Sí, pensó Callan, me pagan.

El águila chilla dos veces al mes, en metálico.

– ¿Y te tratan bien? -preguntó Scachi.

Como a un puto rey, admitió Callan. Filetes cada noche, si quieres. Cerveza gratis, whisky gratis, coca gratis si te va ese rollo. Callan fumaba un poco de coca de vez en cuando, pero prefería el alcohol. Muchos Tangueros esnifaban montones de coca, y después se iban con las putas que venían los fines de semana y las follaban toda la noche.

Callan fue de putas un par de veces. Un hombre tiene necesidades, pero nada más, solo satisfacer una necesidad. No eran call girls de categoría como las de la Casa Blanca, sino mujeres indias que llegaban de los campos petrolíferos del oeste. Ni siquiera eran mujeres, para ser sinceros. La mayoría, tan solo chicas con vestidos baratos y mucho maquillaje, punto.

La primera vez que estuvo con una, Callan se sintió después más abatido que aliviado. Entró en un pequeño cubículo situado en la parte posterior de los barracones. Paredes de madera contrachapada desnuda y una cama con un colchón. Ella intentó decirle cosas sexies, cosas que, en teoría, le haría gracia oír, pero él le pidió al final que cerrara la boca y se limitara a follar.

Después se quedó tumbado, pensando en la mujer rubia de San Diego.

Se llamaba Nora.

Era hermosa.

Pero aquella era otra vida.

Después de la charla con Sal Scachi, Callan participó en más misiones. Los Tangueros tendieron una emboscada a seis «guerrilleros» desarmados más a orillas de un río, y ametrallaron a otra inedia docena en la plaza de una aldea.

Fidel tenía una palabra para estas actividades.

Limpieza, lo llamaba.

Estaban limpiando la zona de guerrilleros, comunistas, líderes sindicales, agitadores, toda esa basura de mierda. Callan se enteró de que no eran los únicos que llevaban a cabo la limpieza. Había montones de grupos más, de ranchos, de centros de adiestramiento por todo el país. Todos los grupos tenían motes: Muerte a Revolucionarios, ALFA 13, Los Tinados. Al cabo de dos años, habían matado a más de tres mil activistas, organizadores, candidatos y guerrilleros. La mayoría de esas matanzas tenían lugar en aldeas aisladas, sobre todo en la zona de Medellín del valle Magdalena, donde todos los varones de los pueblos eran hacinados como ganado y ametrallados. O despedazados con machetes, cuando las balas se consideraban demasiado caras.

Además de los comunistas, la limpieza se hizo extensiva a mucha otra gente: niños de la calle, homosexuales, drogadictos, alcohólicos.

Un día los Tangueros fueron a liquidar a unos guerrilleros que se trasladaban de una base de operaciones a otra. Callan y los demás esperaron a que su autobús rural llegara, lo pararon y obligaron a todo el mundo a bajar, excepto al conductor. Fidel paseó entre los pasajeros, comparó sus rostros con las fotos que sostenía en la mano, después apartó a cinco hombres del grupo y ordenó que los condujeran a la cuneta.

Callan vio que los hombres caían de rodillas y se ponían a rezar.

Casi antes de llegar al Padre Nuestro, los Tangueros los fusilaron. Callan dio media vuelta, a tiempo de ver que dos de sus camaradas encadenaban el conductor al volante.

– ¿Qué coño estáis haciendo? -gritó.

Pasaron gasolina del depósito del autobús a una jarra de plástico y la vertieron sobre el conductor, y mientras este suplicaba clemencia a gritos, Fidel se volvió hacia los pasajeros.

– ¡Eso es lo que pasa por transportar guerrilleros! -anunció.

Dos Tangueros sujetaron a Callan mientras Fidel arrojaba una cerilla al autobús.

Callan vio los ojos del conductor, oyó sus chillidos y vio que el cuerpo del hombre bailaba y se retorcía entre las llamas.

Nunca logró sacarse ese olor de la nariz.

(Sentado ahora en el bar de Puerto Vallarta, percibe el olor de la piel quemada. No hay suficiente whisky en el mundo para quitarse ese olor.)

Aquella noche, Callan le dio duro a la botella. Se puso ciego de comer y beber, y pensó en coger la vieja 22 y meterle una bala a Fidel en la cara. Decidió que aún no estaba preparado para suicidarse y empezó a hacer las maletas.

Uno de los rodesianos le detuvo.

– No te irás por tu propio pie -le advirtió-. Te matarán antes de que hayas recorrido un klik.

El tío tiene razón, no podré recorrer ni un kilómetro.

– No puedes hacer nada -añadió el rodesiano-. Es la Niebla Roja.

– ¿Qué es la Niebla Roja? -preguntó Callan.

El tío le miró de una forma rara y se encogió de hombros.

Como diciendo: Si no lo sabes…

– ¿Qué es Niebla Roja? -preguntó Callan a Scachi cuando este volvió para enderezar la actitud cada vez más mierdosa de Callan. El puto irlandés se quedaba sentado en los barracones, sosteniendo largas conversaciones con Johnnie Walker.

– ¿Dónde has oído hablar de Niebla Roja? -preguntó Scachi.

– Da igual.

– Sí, bueno, pues olvídalo.

– Que te den por el culo, Sal -dijo Callan-. Estoy metido en algo. Quiero saber qué es.


No, pensó Scachi.

Y aunque quisieras, no puedo decírtelo.

Niebla Roja era el nombre en clave de la coordinación de la miríada de operaciones destinadas a «neutralizar» los movimientos de izquierdas en Latinoamérica. Básicamente, el programa Fénix adaptado a Sudamérica y Centroamérica. La mitad de las veces, los agentes ni siquiera sabían que estaban siendo coordinados en el seno de Niebla Roja, pero el papel de Sal Scachi, como chico de los recados de John Hobbs, era lograr que la información se compartiera, los activos se distribuyeran, los objetivos cayeran y nadie se hiciera la zancadilla en el intento.

No era un trabajo fácil, pero Scachi era el hombre perfecto. Boina Verde, agente de la CIA en algún momento, miembro de la mafia, Sal desapareció del ejército en «misión independiente» y trabajó como colaborador de Hobbs. Y había mucho en que colaborar. Niebla Roja abarcaba literalmente cientos de milicias de extrema derecha y sus patrocinadores, señores de la droga, así como mil oficiales del ejército y algunos cientos de miles de soldados, decenas de agencias de inteligencia diferentes y fuerzas de policía.

Y la Iglesia católica.

Sal Scachi era Caballero de Malta y miembro del Opus Dei, la feroz organización secreta, de extrema derecha y anticomunista, compuesta por obispos, sacerdotes y leales esbirros como Sal. La Iglesia católica estaba sumida en una guerra intestina, pues su líder conservador del Vaticano luchaba, por el «bien» de la Iglesia, contra los «teólogos de la liberación», sacerdotes y obispos izquierdistas, a menudo marxistas, que trabajaban en el Tercer Mundo. Los Caballeros de Malta y el Opus Dei trabajaban codo con codo con las milicias de extrema derecha, los oficiales del ejército, incluso con los cárteles de la droga cuando era necesario.

Y la sangre fluía como el vino en la comunión.

Casi todo ello pagado, directa o indirectamente, con dólares norteamericanos. Directamente mediante la ayuda norteamericana a los militares de los países, cuyos oficiales formaban el grueso de los escuadrones de la muerte. Indirectamente mediante los norteamericanos que vendían drogas, cuyos dólares iban a parar a los cárteles que patrocinaban los escuadrones de la muerte.

Miles de millones de dólares en ayuda económica, miles de millones de dólares en dinero de la droga.

En El Salvador, escuadrones de la muerte de extrema derecha asesinaron a políticos izquierdistas y líderes sindicales. En 1989, en el campus de la Universidad Central Americana de El Salvador, oficiales del ejército salvadoreño ametrallaron a seis jesuítas, a una criada y a su hija de pocos meses con rifles provistos de mira telescópica. En aquel mismo año, el gobierno de Estados Unidos envió quinientos mil millones de dólares en ayudas al gobierno salvadoreño. A finales de los ochenta, unas setenta y cinco mil personas habían sido asesinadas.

Guatemala doblaba esa cifra.

Durante la larga guerra contra los rebeldes marxistas, más de ciento cincuenta mil personas fueron asesinadas, y otras cuarenta mil desaparecieron. Niños sin hogar fueron abatidos en las calles. Estudiantes universitarios fueron asesinados. Un hotelero norteamericano fue decapitado. Un profesor universitario fue apuñalado en el vestíbulo del edificio donde daba clase. Una monja norteamericana fue violada, asesinada y arrojada sobre los cuerpos de sus compañeras. En todo momento, soldados norteamericanos aportaron entrenamiento, asesoría y equipo, incluidos los helicópteros que transportaban a los asesinos a los campos de exterminio. A finales de los ochenta, el presidente George Bush se hartó de la carnicería y bloqueó por fin los fondos y el armamento para los militares guatemaltecos.

Lo mismo sucedía en toda Latinoamérica: la larga guerra en la sombra entre los ricos y los pobres, entre la extrema derecha y los marxistas, con los liberales atrapados en medio sin saber reaccionar.

Y siempre, Niebla Roja estaba presente. John Hobbs supervisaba la operación. Sal Scachi se encargaba del día a día.

Trabajaba en colaboración con oficiales del ejército entrenados en la Escuela de las Américas, en Fort Benning, Georgia. Aportaba adiestramiento, asesoría técnica, equipamiento, inteligencia. Prestaba activos a las fuerzas armadas y milicias latinoamericanas.

Uno de esos activos era Sean Callan.

El hombre está hecho un desastre, pensó Scachi mientras observaba a Callan: el pelo largo y sucio, la piel amarillenta debido a días y días de beber sin parar. No es exactamente la imagen de un guerrero, pero las apariencias engañan.

Sea lo que sea, Callan posee talento, pensó Scachi.

Y el talento no abunda, así que.


– Te voy a sacar de Las Tangas -dijo Scachi.

– Estupendo.

– Tengo otro trabajo para ti.

Ya lo creo, recuerda Callan.

Luis Carlos Galán, el candidato presidencial del Partido Liberal que contaba con kilómetros de ventaja en las encuestas, fue eliminado en el verano del 89. Bernardo Jaramillo Osa, el líder de la UP, fue abatido a tiros cuando bajaba de un avión en Bogotá la primavera siguiente. Carlos Pizarro, el candidato del M-19 a la presidencia, fue asesinado unas semanas después.

Tras eso, Colombia se puso al rojo vivo para Callan.

Pero Guatemala no. Ni Honduras, ni El Salvador.

Scachi le movía como a un caballo en un tablero de ajedrez. Saltar aquí, saltar allí, le utilizaba para barrer piezas del tablero. Guadalupe Salcedo, Héctor Oqueli, Carlos Toledo y una docena más. Callan empezó a olvidar los nombres. Tal vez no sabía con exactitud qué era Niebla Roja, pero él lo tenía muy claro: sangre, una niebla roja que llenaba su cabeza hasta convertirse en lo único que podía ver.

Después Scachi le trasladó a México.

– ¿Para qué? -preguntó Callan.

– Para que te relajes un poco -contestó Scachi-. Para colaborar en la protección de unas personas. ¿Te acuerdas de los hermanos Barrera?

¿Cómo no? Era el trato de cocaína a cambio de armas que había iniciado toda la mierda, allá en el 85. Jimmy Peaches se pasó al bando de Big Paulie, cosa que dio inicio a su extraño viaje.

Sí, Callan se acordaba de ellos.

¿Cuál era su problema?

– Son amigos nuestros -dijo Scachi.

«Amigos nuestros», pensó Callan. Una extraña elección de palabras, una frase que los gángsters utilizaban para describir a otros gángsters. Bien, yo no soy un gángster, pensó Callan, y un par de traficantes de coca mexicanos tampoco, de modo que, ¿qué más da?

– Son buena gente -explicó Scachi-. Contribuyen a la causa.

Sí, eso les convierte en putos ángeles, pensó Callan.

Pero fue a México.

Porque, ¿adónde iba a ir, si no?

Así que ahora está aquí, en esta ciudad playera, el Día de los Muertos.

Decide tomar un par de copas, porque se encuentran en un lugar seguro, es día festivo, así que no habrá problemas. Incluso si surgieran, piensa, últimamente estoy mejor un poco borracho que sobrio por completo.

Termina su bebida, y entonces ve que el gran acuario estalla en pedazos, el agua sale disparada y dos personas caen de esa forma peculiar que solo se produce cuando les han disparado.

Callan se arroja detrás del taburete del bar y saca la 22.

Unos cuarenta federales uniformados de negro irrumpen por la puerta principal, disparando M-16 desde la altura de la cadera. Las balas impactan en las paredes de roca falsa de la cueva, y menos mal que es falsa, piensa Callan, porque absorbe las balas en lugar de rebotarlas hacia la muchedumbre.

Entonces uno de los federales desengancha una granada de su tirante.

– ¡Al suelo! -grita Callan, como si alguien pudiera oírle o entenderle, y después dispara dos veces a la cabeza del federal, y el hombre se desploma antes de poder tirar de la anilla, y la granada cae al suelo, inofensiva, pero otro federal lanza otra granada, que aterriza cerca de la pista de baile y estalla con un destello pirotécnico de discoteca, y varios clientes caen, chillando de dolor cuando la metralla siega sus piernas.

La gente está hundida hasta los tobillos en agua ensangrentada y peces boqueantes, y Callan siente que algo golpea su pie, pero no es una bala, sino un pez cirujano azul, hermoso y de un añil eléctrico bajo las luces del club nocturno, y se extravía en un momento de paz contemplando el pez, y un gran alboroto reina en La Sirena, mientras los clientes chillan, lloran e intentan abrirse paso para salir, pero no hay salida, porque los federales están bloqueando las puertas.

Y disparando.

Callan se alegra de estar un poco bolinga. Se ha puesto el piloto automático de asesino a sueldo irlandés, con la cabeza despejada y fría, y ya sabe que quienes disparan no son federales. Por lo tanto, no es una redada, es una emboscada, y si estos tipos son polis, están fuera de servicio y ganando un dinerito extra en vista de las inminentes vacaciones. Y se da cuenta enseguida de que nadie va a salir por la puerta de delante, al menos vivo, y de que tiene que haber una puerta trasera, así que empieza a gatear hacia la parte posterior del club.


Es el muro de agua lo que salva a Adán.

Le derriba de la silla y le envía al suelo, de modo que la primera salva de disparos y metralla pasa por encima de su cabeza. Empieza a levantarse, pero el instinto toma el control mientras las balas pasan zumbando por encima de su cabeza, de modo que vuelve a sentarse. Contempla como idiotizado las balas que destrozan el costoso coral, ahora seco y sin protección detrás del acuario destrozado, y entonces pega un bote cuando una morena se retuerce a su lado. Mira hacia la otra pared donde, detrás de la cascada, Fabián Martínez está intentando ponerse los pantalones, al tiempo que una de las chicas alemanas, sentada sobre la roca, intenta hacer lo mismo, y Raúl se encuentra de pie con los pantalones caídos alrededor de los tobillos y una pistola en la mano, disparando a través de la cascada.

Los falsos federales no pueden ver a través de la cascada. Eso es lo que salva a Raúl, que sigue disparando con toda impunidad hasta que se queda sin munición, tira la pistola y se sube los pantalones. Después agarra a Fabián del hombro.

– Vámonos, tenemos que salir de aquí.

Porque los federales se están abriendo paso a través de la multitud, en busca de los hermanos Barrera. Adán les ve acercarse y se levanta con la intención de encaminarse hacia la parte de atrás, resbala y cae, vuelve a levantarse, y cuando lo hace, un federal apunta un rifle a su cara y sonríe, y Adán ya es hombre muerto, pero la sonrisa del federal desaparece en un torbellino de sangre, Adán siente que alguien aferra su muñeca y le tira al suelo, donde se encuentra cara a cara con un yanqui.

– Agáchate, capullo -le dice.

Entonces Callan empieza a disparar contra los federales que avanzan con salvas lentas y eficaces (pop-pop, pop-pop), y los derriba como patos flotantes en una feria. Adán mira al federal muerto, y ve horrorizado que los cangrejos ya han empezado a devorar el hueco bostezante donde estaba la cabeza del hombre.

Callan se arrastra hacia delante y coge dos granadas del tío al que acaba de disparar, recarga el arma a toda prisa, vuelve a gatas, agarra a Adán y, sin dejar de disparar con la otra mano, le empuja hacia la parte de atrás.

– ¡Mi hermano! -grita Adán-. ¡Tengo que encontrar a mi hermano!

– ¡Al suelo! -grita Callan cuando disparan una nueva andanada de fuego hacia ellos.

Adán se desploma cuando las balas alcanzan la parte posterior de su pantorrilla derecha y le envían de cara al agua, donde se queda tumbado como un idiota, mientras su sangre mana ante sus narices.

Da la impresión de que no puede moverse.

Su cerebro está intentando ordenarle que se levante, pero de pronto se siente agotado, demasiado cansado para moverse.

Callan se acuclilla, carga a Adán sobre sus hombros y se dirige tambaleante hacia una puerta con el rótulo de baños. Casi ha llegado cuando Raúl le quita el peso de encima.

– Yo le llevaré -dice Raúl.

Callan asiente. Otro pistolero de los Barrera está detrás de ellos, dispara hacia el caos del club. Callan abre la puerta de una patada y se encuentra en la relativa tranquilidad de un pequeño vestíbulo.

A la derecha hay una puerta con el letrero de sirenas, con la pequeña silueta de una sirena. La puerta de la izquierda indica poseidones, con la silueta de un hombre de largo pelo rizado y barba. Justo delante está la salida, y Raúl se dirige hacia allí.

– ¡No! -grita Callan, y le agarra del cuello de la camisa. Justo a tiempo, porque una ráfaga de balas barre la puerta abierta, tal como se figuraba. Cualquiera que cuente con el tiempo y los hombres necesarios para montar un atentado así habrá apostado tiradores ante la puerta de atrás.

De modo que arrastra a Raúl a través de la puerta de poseidones. El otro pistolero le sigue detrás. Callan tira de la anilla de una granada y la arroja por la puerta de atrás para disuadir a cualquiera de esperar delante o entrar.

Después salta al interior del lavabo de caballeros y cierra la puerta a su espalda.

Oye que la granada estalla con un ruido sordo de bajo.

Raúl sienta a Adán en el váter y el otro pistolero vigila la puerta, mientras Callan examina la pierna herida de Adán. Las balas la han atravesado limpiamente, pero es imposible saber si han roto algún hueso. O si han alcanzado la arteria femoral, y en ese caso Adán va a desangrarse hasta morir antes de que puedan conseguir ayuda.

La verdad es que ninguno de ellos va a salvarse si siguen llegando pistoleros, porque están atrapados. Joder, piensa, de alguna manera siempre he sabido que moriría en un cagadero, después pasea la vista a su alrededor, y no hay ventanas como en los lavabos de Estados Unidos, pero encima de él ve una claraboya.

¿Una claraboya en el lavabo de hombres?

Otro de los gustos de Raúl.

– Quiero que los baños parezcan camarotes de transatlántico al revés -había explicado a Adán cuando discutieron sobre las claraboyas-. Ya sabes, como si el barco estuviera hundido.

Así que la claraboya tiene forma de portilla, y los cuartos de baño están adornados, y todo, excepto el lavabo y el váter, está al revés. Justo lo que quieres, piensa Callan, si has estado trincando margaritas y vas a mear: un cagadero mareante. Se pregunta cuántos chicos universitarios habrán entrado aquí en plena forma y habrán acabado vomitando en cuanto se pusieron de lado, pero no piensa mucho en ello, porque la estúpida portilla del techo es su vía de escape, así que se sube al lavabo y abre la claraboya. Salta, se agarra al borde, se yergue, sale al tejado, el aire es salado y tibio, y luego asoma la cabeza por la portilla.

– ¡Venid! -dice.

Fabián salta y pasa a través de la portilla, después Raúl levanta a Adán, y Callan y Fabián le suben al tejado. A Raúl le cuesta pasar por el hueco de la pequeña portilla, pero lo consigue justo cuando los federales derriban a patadas la puerta y rocían el techo de balas.

Entran en tromba, esperando ver cadáveres y heridos agonizantes, pero no ven nada de eso y se quedan perplejos, hasta que uno levanta la vista, ve la claraboya abierta y comprende lo sucedido. Pero lo siguiente que ve es la mano de Callan, que deja caer una granada, y después la claraboya se cierra, y ahora sí que hay cadáveres y heridos agonizantes en el lavabo de caballeros de La Sirena.

Callan les guía hacia la parte posterior del edificio. Solo hay un federal custodiando la callejuela, y Callan lo despacha con dos veloces disparos en la nuca. Después Raúl y él bajan con cuidado a Adán, mientras Fabián les espera.

Corren por la callejuela, Raúl cargado con Adán, hacia la calle de atrás, donde Callan destroza de un disparo la ventanilla de un Ford Explorer, abre la puerta y tarda unos treinta segundos en hacer un puente para encender el motor.

Diez minutos después se hallan en la sala de urgencias del hospital de Nuestra Señora de Guadalupe, donde las enfermeras de recepción oyen el apellido Barrera y no hacen preguntas.

Adán tiene suerte: el fémur está astillado pero no roto, y la arteria femoral está intacta.

Raúl le está dando sangre con un brazo, habla por teléfono con la otra mano, y al cabo de pocos minutos sus sicarios están corriendo hacia el hospital o registrando el barrio de La Sirena en busca de los muchachos de Güero que hayan podido rezagarse. No vuelven con ninguno, solo con la noticia de que seis clientes han muerto, y hay diez federales muertos o heridos.

Pero los pistoleros de Méndez no han conseguido acabar con los hermanos Barrera.

Gracias a Sean Callan.

– Lo que quieras -le dice Adán.

En este Día de los Muertos.

Solo tienes que pedir.

Todo lo que quieras.


La adolescente prepara su pan de muerto.

El tradicional panecillo azucarado con una sorpresa escondida dentro, que a don Miguel Ángel Barrera le gusta tanto y espera recibir en este día. Da buena suerte que te toque el trozo de la sorpresa, de manera que prepara un panecillo solo para él, para que sea don Miguel quien obtenga la sorpresa.

Quiere que todo le salga perfecto en esta noche especial.

Por lo tanto, se viste con especial esmero: un vestido negro sencillo pero elegante, medias negras y zapatos de tacón alto. Se aplica el maquillaje con parsimonia, presta especial atención al grosor exacto del rímel, y lo que ve le gusta; su piel es suave y pálida, los ojos oscuros quedan resaltados, el pelo le cae sobre los hombros.

Entra en la cocina y coloca el pan de muerto especial sobre una bandeja de plata, dispone velas a ambos lados, las enciende y entra en el comedor de la celda.

El hombre tiene un aspecto majestuoso, piensa ella, con la chaqueta de esmoquin marrón sobre el pijama de seda. Los sobrinos de don Miguel se encargan de que su tío disfrute de todos los lujos que necesita para lograr que su existencia en la cárcel sea tolerable: buena ropa, buena comida, buenos vinos y, bien, ella.

La gente susurra que Adán Barrera cuida tanto a su tío para calmar su sentimiento de culpa, porque prefiere que su tío siga en prisión para que el viejo no se entrometa con su liderazgo como pasador de los Barrera. Lenguas más afiladas insinúan que Adán tendió la celada a su tío para tomar el control de las riendas.

La chica no sabe la verdad que contienen esas habladurías, y le da igual. Solo sabe que Adán Barrera la ha rescatado de un futuro miserable en un burdel de Ciudad de México y la eligió para compañera de su tío. Los rumores apuntan a que se parece a la mujer a quien don Miguel amó en un tiempo.

Lo cual me ha traído buena suerte, piensa.

Las exigencias de don Miguel no son excesivas. Cocina para él, le lava la ropa, complace sus necesidades masculinas. Le pega, cierto, pero no tan a menudo ni con tanta brutalidad como su padre, y sus exigencias sexuales no son muy frecuentes. Le pega, después se la tira, y si no puede mantener duro el floto se cabrea y le pega hasta que puede hacerlo.

Hay vidas peores, piensa.

Y el dinero que Adán Barrera le envía es generoso.

Pero no tan generoso como…

Aleja el pensamiento de su cabeza y ofrece el pan de muerto a don Miguel.

Le tiemblan las manos.

Tío se da cuenta.

Las pequeñas manos de la muchacha tiemblan cuando deposita el pan delante de él, y cuando la mira a los ojos ve que están húmedos, al borde de las lágrimas. ¿Es de pena?, se pregunta. ¿O de miedo? Y mientras la mira fijamente a los ojos, ella baja la vista hacia el pan de muerto, después la alza de nuevo hacia él, y Tío comprende.

– Es bonito -dice mientras contempla el panecillo.

– Gracias.

¿Se ha quebrado su voz?, se pregunta el hombre. ¿La más ínfima vacilación?

– Siéntate, por favor -dice al tiempo que le acerca la silla.

La muchacha se sienta y sus manos aferran los bordes de la silla.

– Toma el primer bocado, por favor -dice él al tiempo que toma asiento.

– Oh, no, es para usted.

– Insisto.

– No podría.

– Insisto.

Es una orden.

Que ella no puede desobedecer.

Por lo tanto, rompe un trozo de pan y se lo lleva a los labios. Su mano tiembla tanto que le cuesta encontrar la boca. Y por más que intenta reprimirlas, las lágrimas anegan sus ojos y luego se derraman, y el rímel rueda sobre sus mejillas, pintando franjas negras en su cara.

Le mira y sorbe por la nariz.

– No puedo.

– No obstante, me lo habrías dado.

La joven sorbe por la nariz, pero pequeñas burbujas de mocos surgen de ella.

Tío le da una servilleta de hilo.

– Sécate la nariz -ordena.

Ella obedece.

– Ahora tienes que comerte el pan que me has preparado -dice Tío.

– Por favor -se le escapa a la muchacha.

Después baja la vista.

¿Mis sobrinos ya están muertos?, se pregunta Tío. Güero no se atrevería a asesinarme, a menos que Adán y Raúl, sobre todo este último, hubieran sido eliminados. Así que o bien están muertos, o no tardarán en estarlo, o quizá Güero también ha fracasado en eso. Esperemos que así sea, piensa, y toma nota mental de ponerse en contacto con sus sobrinos lo antes posible, en cuanto concluya este triste asunto.

– Méndez te ha ofrecido una fortuna, ¿verdad? -pregunta Miguel Ángel a la chica-. Una vida nueva para ti, para toda tu familia.

Ella asiente.

– Tienes hermanas menores, ¿verdad? -pregunta Tío-. ¿El borracho de tu padre las maltrata? Con el dinero de Méndez podrías salvarlas, comprarles una casa.

– Sí.

– Entiendo -dice Tío.

Ella le mira esperanzada.

– Come -dice Miguel Ángel-. Es una muerte misericordiosa, ¿verdad? Sé que no habrías querido que muriera lenta y dolorosamente.

Ella se resiste a llevarse el pan a la boca. Su mano tiembla, pequeñas migas se quedan pegadas al carmín de un rojo intenso. Gruesas lágrimas caen sobre el pan, estropean la capa de azúcar tan primorosamente aplicada.

– Come.

La muchacha toma un pedazo de pan, pero no puede tragarlo, de modo que Tío llena una copa de vino y se la pone en la mano. Ella bebe, y eso parece ser de ayuda, porque engulle el pan con el líquido, da otro mordisco y bebe.

Él se inclina hacia delante y le acaricia el pelo con el dorso de la mano.

– Lo sé, lo sé -murmura con dulzura, mientras con la otra mano le introduce otro pedazo de pan en la boca. Ella abre la boca y lo recibe en la lengua, bebe un sorbo de vino, y entonces la estricnina surte efecto y su cabeza cae hacia atrás, los ojos abiertos de par en par, y la muerte gorgotea entre sus labios abiertos.

Ordena que arrojen su cadáver a los perros.


Parada enciende un cigarrillo.

Da una calada mientras se inclina, se pone los zapatos y se pregunta por qué le han despertado a las tantas de la madrugada, y de qué se trata ese «asunto personal urgente» que no podía esperar a que saliera el sol. Le dice al ama de llaves que acompañe al ministro de Educación a su estudio, que enseguida bajará.

Hace años que Parada conoce a Cerro. Era obispo de Culiacán cuando Cerro era gobernador de Sinaloa, y hasta bautizó a los dos hijos legítimos del hombre. ¿No había sido el padrino Miguel Ángel Barrera en ambas ocasiones?, se pregunta. Era Barrera quien había acudido a él para encargarse de los asuntos, espirituales y temporales, de la prole ilegítima de Cerro, cuando el gobernador se había aprovechado de una joven de un pueblo. Oh, bien, acudieron a mí por ser lo contrario de un abortista, cabe decirlo a favor del hombre.

Pero, piensa mientras se pone un viejo jersey de lana, si se trata de otra adolescente en circunstancias interesantes, estoy dispuesto a enfadarme de verdad. Cerro ya tiene edad suficiente para saber lo que se hace. Como mínimo, la experiencia tendría que haberle enseñado una lección, y en cualquier caso, ¿por qué tiene que presentarse (echa un vistazo al reloj) a las cuatro de la mañana?

Llama al ama de llaves.

– Café, por favor -le dice-. Para dos. En el estudio.

En los últimos tiempos, su relación con Cerro ha sido un tira y afloja constante, desde que pidió al ministro de Educación nuevos colegios, libros, programas de nutrición y más profesores. Ha sido una incesante negociación, en la que Parada ha pasado de puntillas al borde del chantaje, y en una ocasión echó en cara a Cerro que los pueblos rurales no debían ser tratados como «hijos bastardos», un comentario que, por lo visto, se tradujo en dos escuelas primarias y una decena de profesores nuevos.

Tal vez Cerro quiera vengarse, piensa Parada mientras baja. Pero cuando abre la puerta de su estudio y ve la cara de Cerro, sabe que el asunto es mucho más grave.

Cerro no se anda con rodeos.

– Me estoy muriendo de cáncer.

Parada se queda estupefacto.

– Lo siento muchísimo. ¿Es posible…?

– No. No hay esperanza.

– ¿Quiere que le confiese?

– Ya tengo un cura para eso -dice Cerro.

Entrega a Parada un maletín.

– Le he traído esto -dice-. No sabía a qué otra persona dárselo.

Parada lo abre, mira los papeles y las cintas.

– No entiendo -dice.

– He sido cómplice de un crimen múltiple -dice Cerro-. No puedo morir… Tengo miedo de morir… con esto sobre mi alma. Tengo que expiar mis culpas.

– Si confiesa, recibirá la absolución -contesta Parada-, pero si todo esto son pruebas de algo, ¿por qué me las entrega a mí? ¿Por qué no las entrega al fiscal general, o a…?

– Su voz sale en esas cintas.

Bien, no cabe duda de que es un buen motivo, piensa Parada.

Cerro se inclina hacia delante.

– El fiscal general -susurra-, el secretario del Interior, el presidente del PRI. El presidente. Todos. Todos nosotros.

Santo Dios, piensa Parada.

¿Qué hay en esas cintas?

Se fuma paquete y medio escuchándolas.

Encadenando un cigarrillo tras otro, escucha las cintas y examina los documentos. Informes de reuniones, notas de Cerro.

Nombres, fechas y lugares. La documentación de quince años de corrupción… No, no solo de corrupción. Eso sería la triste norma, y esto es extraordinario. Más que extraordinario. No hay palabras.

Lo que hicieron, en los términos más sencillos posibles: vendieron el país a los narcotraficantes.

No lo habría creído de no haberlo oído. Cintas de una cena, a veinticinco millones de dólares el cubierto, para contribuir a la elección del presidente. Los asesinatos de interventores electorales y el robo de las elecciones. Las voces del hermano del presidente y del fiscal general planeando tales atrocidades. Y pidiendo a los narcos un pago por ellas. Y por cometer los asesinatos. Y por torturar y asesinar al agente norteamericano Ernie Hidalgo.

Y después la Operación Cerbero, la conspiración para financiar, equipar y entrenar a la Contra mediante la venta de cocaína.

Y la Operación Niebla Roja, los asesinatos de la extrema derecha financiados en parte por los cárteles de la droga de Colombia y México, y apoyados por el PRI.

No es de extrañar que Cerro tenga miedo del infierno. Ha contribuido a construirlo en la tierra.

Y ahora comprendo por qué me entregó estas pruebas. Las voces de las cintas, los nombres de los informes… El presidente, su hermano, el secretario de Estado, Miguel Ángel Barrera, García Abrego, Güero Méndez, Adán Barrera, las decenas de policías, oficiales del ejército y agentes de inteligencia, dirigentes del PRI… No hay nadie en México que quiera o pueda actuar en esto.

Y Cerro me lo trae a mí. Quiere que se lo dé a… ¿Quién?

Se dispone a encender otro cigarrillo, pero descubre sorprendido que está harto de fumar. Nota la boca sucia. Sube a cepillarse los dientes, luego se da una ducha con el agua casi hirviendo y, mientras se aplica el agua en la nuca, piensa que tal vez debería entregar estas pruebas a Arthur Keller.

Ha mantenido abundante correspondencia con el norteamericano, ahora persona non grata en México, por desgracia, y el hombre continúa obsesionado con aplastar a los cárteles de la droga. Pero piénsalo bien, se dice: si le das esto a Arthur, ¿dónde acabará, teniendo en cuenta la escandalosa revelación de la Operación Cerbero y la complicidad de la CIA con los Barrera a cambio de la financiación de la Contra? ¿Está en condiciones Arthur de actuar en esto, o será silenciado por la actual administración? ¿O por cualquier administración norteamericana, ahora que están tan obsesionados con el TLCAN?

TLCAN, piensa Parada con asco. La cumbre hacia la que marchamos al unísono con los norteamericanos. Pero existen esperanzas. Las elecciones presidenciales se acercan, y el candidato del PRI (que ganará, por fuerza) parece ser un buen hombre. Luis Donaldo Colosio es un verdadero hombre de izquierdas, que atenderá a razones. Parada ha conversado con él, y el hombre simpatiza con sus ideas.

Y si estas asombrosas pruebas que el agonizante Cerro me ha traído son capaces de desacreditar a los dinosaurios del PRI, tal vez eso proporcionará a Colosio el impulso que necesita para seguir sus verdaderos instintos. ¿Debo cederle a él la información?

No, piensa Parada, no debe notarse que Colosio actúa contra su partido. Eso le robaría la nominación.

Por lo tanto, ¿quién posee la autonomía, el poder, la fuerza moral de sacar a la luz el hecho de que todo el gobierno de un país se ha vendido a un cártel de traficantes de droga?, se pregunta Parada mientras se enjabona la cara y empieza a afeitarse. ¿Quién?

La respuesta se le ocurre de repente.

Es evidente.

Espera hasta una hora decente de la mañana, y después telefonea a Antonucci para decirle que quiere transmitir una información importante al Papa.


La orden del Opus Dei fue fundada en 1928 por el acaudalado abogado convertido al sacerdocio José María Escrivá de Balaguer, un hombre preocupado por el hecho de que la Universidad de Madrid se hubiera transformado en un caldo de cultivo de organizaciones izquierdistas. Estaba preocupado hasta tal punto que su nueva organización de la élite católica luchó al lado de los fascistas en la guerra civil española, y se pasó los treinta años siguientes ayudando al general Franco a consolidar su poder. La idea consistía en reclutar jóvenes con talento entre la élite conservadora para introducirlos en el gobierno, la prensa y las grandes empresas, imbuirlos de los valores católicos tradicionales (sobre todo el anticomunismo) y enviarlos a hacer el trabajo de la Iglesia en sus esferas elegidas.

Salvatore Scachi (coronel de las Fuerzas Especiales, agente de la CIA, Caballero de Malta y esbirro de la mafia) es miembro en cuerpo y alma del Opus Dei. Cumplía todos los requisitos: asistía a misa cada día, se confesaba únicamente con un sacerdote del Opus Dei y hacía ejercicios espirituales con regularidad en centros del Opus Dei.

Ha sido un buen soldado. Ha combatido contra el comunismo en Vietnam, Camboya y el Triángulo de Oro. Ha luchado en México, en Centroamérica por mediación de Cerbero, en Sudamérica por mediación de Niebla Roja, operaciones que el teólogo de la liberación Parada amenaza ahora con revelar al mundo. Está sentado en el despacho de Antonucci, y reflexionan sobre lo que hay que hacer acerca de la información que el cardenal Juan Parada quiere transmitir al Vaticano.

– Dice que Cerro fue a verle -dice Scachi a Antonucci.

– Eso es lo que Parada me dijo.

– Cerro sabe lo bastante para hundir a todo el gobierno -dice Scachi. Y más.

– No podemos abrumar al Santo Padre con esta información -dice Antonucci.

Este Papa ha sido un gran partidario del Opus Dei, hasta el punto de beatificar en fecha reciente al padre Escrivá, el primer paso hacia la canonización. Obligarle a enfrentarse a las pruebas de la implicación de la orden en algunas de las acciones más despiadadas emprendidas contra la conspiración comunista mundial sería, como mínimo, embarazoso.

Peor sería el escándalo que estallaría contra el actual gobierno, justo cuando se han iniciado las negociaciones para devolver a la Iglesia la plena legalidad en México. No, estas revelaciones sacudirían al gobierno, y con él a las negociaciones, y darían impulso a los teólogos de la liberación herejes, muchos de los cuales son «tontos útiles» bienintencionados que contribuirían a elevar a los comunistas al poder.

La misma historia se ha repetido en todas partes, piensa Antonucci. Curas liberales estúpidos y engañados que ayudaban a aupar a los comunistas al poder, y después los rojos masacraban a los curas. Ocurrió en España, y por eso el bendito Escrivá fundó la orden.

Como miembros del Opus Dei, Scachi y Antonucci conocen bien el concepto del mayor bien, y para Scachi el mayor bien de derrotar al comunismo pesa más que el mal de la corrupción. También tiene otra cosa en mente: el TLCAN, que todavía se debate en el Congreso. Si alguna vez se hicieran públicas las revelaciones de Parada, el TLCAN se resentiría. Y sin el TLCAN, no habrá esperanza para el desarrollo de una clase media mexicana, que es el antídoto a largo plazo para la propagación ponzoñosa del comunismo.

– Tenemos la oportunidad de hacer algo grande por las almas de millones de fieles -dice Antonucci-, por devolver la verdadera Iglesia al pueblo mexicano, ganándonos la gratitud del gobierno mexicano.

– Si suprimimos esta información.

– Exacto.

– Pero no es tan sencillo -dice Scachi-. Por lo visto, Parada posee cierta información que saldrá a la luz si no entiende…

Antonucci se levanta.

– Debo dejar esos detalles terrenales a los hermanos laicos de la orden. Yo no entiendo de esas cosas.

Pero Scachi sí.

Adán está tumbado en la cama del rancho Las Bardas, la mayor fortaleza-estancia de Raúl, a un lado de la carretera entre Tijuana y Tecate.

El principal recinto del rancho, compuesto de casas separadas para Adán y Raúl, está rodeado de un muro de tres metros coronado de alambre de espino y fragmentos de botellas de cristal rotas. Hay dos portales, cada uno con enormes puertas de acero blindadas. Hay torres con focos en cada esquina, con guardias provistos de AK-47, ametralladoras M-50 y lanzacohetes chinos.

Y para llegar a este lugar, tienes que recorrer tres kilómetros, después de salir de la autopista, por una carretera de tierra roja, pero es muy posible que ni siquiera llegues a esa carretera, porque el cruce con la autopista está vigilado, veinticuatro horas al día los siete días de la semana, por policías del estado de Baja de paisano.

Fue aquí a donde fueron los hermanos después del ataque contra la disco La Sirena, y ahora el lugar está en alerta máxima. Los guardias patrullan los muros día y noche, brigadas en jeeps patrullan la campiña circundante, los técnicos barren la zona con aparatos electrónicos para detectar transmisiones de radio y llamadas de móvil.

Y Manuel Sánchez está sentado delante de la habitación de Adán como un perro fiel. Ahora somos gemelos, piensa Adán, con idéntica cojera. Pero la mía es temporal y la de él permanente, y por eso he mantenido empleado como guardaespaldas a ese hombre durante todos estos años, desde los días malos de la Operación Cóndor.

Sánchez no abandonará su puesto, no comerá, no dormirá.

Se queda apoyado contra la pared con la escopeta sobre el regazo, o de vez en cuando se levanta y cojea de un lado a otro del muro.

– Tendría que haber estado con usted, patrón -le dijo a Adán, mientras resbalaban lágrimas sobre su cara-. Tendría que haber estado con usted.

– Tu trabajo es proteger mi hogar y mi familia -contestó Adán-. Nunca me has decepcionado.

Ni lo hará.

No abandonará la ventana de Adán. La cocinera le lleva platos con tortillas de harina calientes, acompañadas de refritas y pimientos, y cuencos de albóndigas, y se sienta al lado de la ventana mientras come. Pero no se irá: don Adán le salvó la vida y la pierna, y don Adán, su mujer y su hija están en la casa, y si los sicarios de Güero logran infiltrarse en el recinto, tendrán que pasar por encima del cadáver de Manuel Sánchez para llegar hasta ellos.

Y nadie va a pasar por encima del cadáver de Manuel.

Adán se alegra de tenerle a su lado, aunque solo sea para que Lucía y Gloria se sientan seguras. Ya han sufrido lo suyo, cuando los sicarios del pasador las despertaron en plena noche y se las llevaron al campo sin ni siquiera hacer el equipaje. El episodio provocó a su hija una crisis respiratoria grave, y un médico tuvo que volar con los ojos vendados, para después ser conducido al rancho y asistir a la niña enferma. El costoso y delicado equipo médico (respiradores, tiendas de oxígeno, humidificadores) tuvo que ser trasladado en plena noche, e incluso ahora, semanas después, Gloria aún muestra síntomas.

Y después, cuando le vio cojear, presa del dolor, sufrió otra conmoción, y él se había sentido mal al mentirle, al decirle que había sido un accidente de moto, y seguir mintiéndole, diciéndole que se iban a quedar en el campo una temporada porque el aire era mejor para ella.

Pero no es estúpida, y Adán lo sabe. Ve las torres, los fusiles, los guardias, y pronto comprenderá, gracias a sus explicaciones, que la familia es muy rica y necesita protección.

Y entonces hará preguntas más difíciles de contestar.

Y recibirá respuestas más duras. Sobre cómo se gana la vida papá.

¿Lo comprenderá?, se pregunta Adán. Está nervioso, inquieto, cansado de la convalecencia. Y para ser sincero, se dice, echas de menos a Nora. La echas de menos en tu cama y a tu mesa. Sería estupendo comentar con ella la situación.

Había conseguido telefonearla un día después del ataque a La Sirena. Sabía que habría visto la tele o leído los periódicos, y quería decirle que estaba bien. Que pasarían algunas semanas antes de que pudieran verse de nuevo, pero lo más importante, que debía mantenerse alejada de México hasta que él le dijera lo contrario.

Ella había reaccionado tal como él había imaginado, tal como había esperado. Contestó al teléfono después del primer timbrazo, y notó el alivio en su voz. Después empezó a bromear con él, le dijo que, si se había dejado tentar por otra sirena, había recibido su merecido.

– Llámame -dijo-. Iré corriendo.

Ojalá pudiera, piensa él mientras estira penosamente la pierna. No sabes cuánto lo deseo.

Está harto de estar en la cama y se incorpora, baja poco a poco la pierna herida y se pone en pie. Coge el bastón y se acerca cojeando a la ventana. Hace un día precioso. Brilla un sol resplandeciente y cálido, los pájaros cantan y estar vivo es estupendo. Su pierna está curando deprisa y bien (no ha habido infección), y pronto estará como antes. Lo cual es estupendo, porque hay mucho que hacer y el tiempo apremia.

La verdad es que se siente preocupado. El ataque a La Sirena, el hecho de que utilizaran uniformes e identificaciones de federales, debió de costar cientos de miles en mordidas. Y el hecho de que Güero se sintiera lo bastante fuerte para violar la prohibición de utilizar la violencia en una ciudad turística tiene que significar que el negocio de Güero es más sólido de lo que habían supuesto.

Pero ¿cómo?, se pregunta Adán. ¿Cómo consigue que su producto atraviese la Plaza, que el pasador de los Barrera le ha cerrado? ¿Cómo ha conseguido Güero el apoyo de Ciudad de México y de sus federales?

¿Se habrá aliado Abrego con Güero? ¿Habría lanzado Güero el ataque contra La Sirena con la aprobación del viejo? Y si tal es el caso, el apoyo de Abrego significaría el del hermano del presidente, el Recaudador de Impuestos, con todo el peso del gobierno federal.

Incluso en Baja se ha desencadenado una guerra civil entre la pasma local: los Barrera son propietarios de la policía del estado de Baja, y Güero de los federales. Los polis de la ciudad de Tijuana son más o menos neutrales, pero hay un nuevo jugador en la ciudad, el Grupo Táctico Especial, un grupo de élite como los Intocables, al frente de los cuales se halla el insobornable Antonio Ramos. Si alguna vez se alía con los federales…

Gracias a Dios que se avecinan las elecciones, piensa Adán. Su gente ha abordado con discreción al candidato del PRI, Colosio, intentos que han sido rechazados de plano. Pero Colosio, al menos, ha asegurado que es antinarco en general. Si lo eligen, irá a por los Barrera y a por Méndez con igual vigor.

Pero, entretanto, somos nosotros contra el mundo, piensa Adán.

Y esta vez, el mundo gana.


A Callan no le hace un pelo de gracia.

Está en el asiento trasero de un Suburban rojo robado (el vehículo favorito de los vaqueros narcotraficantes), sentado al lado de Raúl Barrera, que está atravesando Tijuana como si fuera el puto alcalde. Recorren el bulevar Díaz Ordaz, una de las calles más concurridas de la ciudad. Conduce un agente de la policía estatal de Baja y otro va en el asiento delantero. Y él exhibe el atuendo completo de los vaqueros de Sinaloa, desde las botas hasta el sombrero blanco, pasando por la camisa negra con botones de perlas.

Así no se libra una guerra, piensa Callan. Lo que estos tipos deberían hacer es imitar a los sicilianos, ser discretos, no hacer ruido. Pero, por lo visto, ese no es el estilo mexicano, tal como ha aprendido Callan. No, los mexicanos son muy machos, van por ahí haciendo acto de presencia.

A Raúl le gusta que le vean.

Por lo tanto, Callan no se sorprende cuando dos Suburbans negros llenos de federales uniformados de negro empiezan a seguirles por el bulevar. Lo cual no es una buena noticia, piensa Callan.

– Mmm… Raúl…

– Ya les he visto.

Ordena al conductor que se desvíe a la derecha, corriendo en paralelo a un gigantesco mercadillo.

Güero va en el segundo Suburban. Ve que aquel coche de bomberos yuppy gira a la derecha, y cree ver a Raúl Barrera en el asiento trasero.

De hecho, lo primero que ve es un payaso.

Una estúpida y risueña cara de payaso está pintada en la pared del enorme mercadillo, que abarca dos manzanas de la ciudad. El payaso tiene una de esas grandes narices rojas, la cara blanca, la peluca y nueve metros de longitud, y Güero parpadea y después se concentra en el tipo del asiento trasero del Suburban rojo, con matrícula de California, y no le cabe la menor duda de que es Raúl.

– Adelántale -dice a su chófer.

El Suburban negro adelanta y obliga al Suburban rojo a acercarse al bordillo. El vehículo de Güero frena detrás del todoterreno rojo.

Mierda, piensa Callan, cuando un comandante federal baja del coche y se acerca hacia ellos, apuntando su M-16, seguido de dos de sus muchachos. No es una multa de tráfico. Se baja un poco en el asiento, saca la 22 de la cadera y la deja debajo de su antebrazo izquierdo.

– Estamos cubiertos -dice Raúl.

Callan no está tan seguro, porque cañones de rifles asoman de las ventanillas de dos Suburbans negros, como mosquetes de los carromatos de una película del Oeste antigua, y Callan piensa que si la caballería no llega pronto, no quedará gran cosa que enterrar en la gran pradera.

Puto México.

Güero baja la ventanilla trasera derecha, apoya su AK sobre el antepecho y apunta a Raúl.


El conductor de la poli estatal de Baja abre la ventanilla.

– ¿Algún problema? -pregunta.

Sí, debe de haber algún problema, porque el comandante federal ve a Raúl por el rabillo del ojo y se dispone a apretar el gatillo de su M-16.

Callan le dispara desde el regazo.

Las dos balas alcanzan al comandante en la frente.

El M-16 cae al suelo un segundo antes que él.

Los dos polis estatales de Baja del asiento delantero disparan a través de su parabrisas. Raúl dispara desde atrás, y las balas pasan rozando las orejas de sus dos chicos de delante, y no para de gritar porque si este es el último Arriba, quiere marcharse con estilo. Se irá de una forma que los narcocorridos cantarán durante años.

Pero no se va a marchar.

Güero ha visto el Suburban rojo, pero no llegó a ver el Ford Aerostar ni el Volkswagen Jetta que lo seguían a una manzana de distancia, y ahora esos dos vehículos robados llegan a toda velocidad y atrapan a los federales.

Fabián salta del Aerostar y cose a balazos a un federal con su AK. El federal herido intenta ponerse a cubierto bajo el Suburban negro, pero uno de los suyos ve que están en desventaja y, en su afán de sobrevivir, cambia de bando en un abrir y cerrar de ojos. Levanta su M-16 y, mientras el hombre suplica por su vida, le da el golpe de gracia en la cara, y después mira a Fabián a la espera de su aprobación.

Fabián le mete dos tiros en la cabeza.

¿Quién necesita a un cobarde así?

Callan obliga a Raúl a sentarse.

– ¡Tenemos que sacarte de aquí cagando leches!

Callan abre la puerta y rueda sobre la acera. Dispara desde debajo del coche contra cualquier cosa que lleve pantalones negros, mientras Raúl baja, y se ponen a disparar mientras corren por la calle hacia el bulevar.

Menuda putada, piensa Callan.

Están llegando polis de todos los puntos cardinales, en coches, en motos y a pie. Policías federales, policías estatales, policías de la ciudad de Tijuana, y nadie está seguro de quién es quién. La bronca es generalizada.

Todo el mundo intenta saber a" quién tiene que disparar, y al mismo tiempo intenta saber a quién no. Al menos, los pistoleros de Fabián saben contra quién están disparando, pues van abatiendo metódicamente a todos los federales que pueden, pero esos tipos son duros, repelen la agresión, vuelan balas desde todos los ángulos, y hay un imbécil al otro lado de la calle con una Sony de 8 milímetros, que intenta grabar en vídeo toda la puta movida, y gracias a la misericordia concedida a los idiotas y a los borrachos sobrevive al tiroteo de diez minutos, aunque mucha gente no.

Tres federales han muerto y tres están heridos. Dos sicarios de los Barrera, incluido un policía del estado de Baja, la han palmado y hay dos muy malheridos, al igual que siete transeúntes que han sido alcanzados por las balas. Y en uno de esos momentos surrealistas que solo parecen ocurrir en México, aparece el obispo de Tijuana, que pasaba por allí, y va de cadáver en cadáver dando la extremaunción a los muertos y consuelo espiritual a los supervivientes. Llegan ambulancias, coches de la televisión y camionetas de la televisión. Hay de todo, salvo veinte enanos bajando de un cochecito.

El payaso ya no ríe.

Le han borrado literalmente la sonrisa de la cara, su nariz roja está acribillada a balazos, y hay agujeros recientes en la comisura de cada pupila, de modo que está contemplando la escena con los ojos bizcos.

Güero se ha escurrido por un pasaje entre dos edificios. Pasó casi todo el tiroteo tirado en el suelo de su Suburban, después se bajó por la puerta contraria y se alejó sin que nadie le viera.

No obstante, mucha gente ve a Raúl. Callan y él van retrocediendo por la calle, codo con codo, Raúl disparando con su AK, Callan lanzando ráfagas de dos disparos con su 22.

Callan ve que Fabián salta al interior del Aerostar y da marcha atrás, aunque tiene los neumáticos reventados. Rueda sobre las llantas, saltan chispas a ambos lados, hasta que frena junto a Callan y Raúl.

– ¡Subid! -grita.

Por mí, cojonudo, piensa Callan. Apenas ha llegado a la puerta cuando Fabián acelera de nuevo y vuelan calle abajo, y entonces se estrellan contra otro puto Suburban que ha bloqueado el cruce. El coche está lleno de detectives de paisano, con los M-16 apuntados y dispuestos.

Callan se siente aliviado cuando Raúl deja caer su AK, levanta las manos y sonríe.


Entretanto, Ramos y sus muchachos llegan preparados para zurrar la badana, pero todas las badanas que quedan están sangrando o se han marchado ya. La calle entera zumba como una nube de insectos en los oídos de Ramos, mientras le llega el rumor de que la policía ha detenido a uno de los Barrera.

Era Adán.

No, era Raúl.

Sea quien sea el que ha detenido la poli, piensa Ramos, ¿adónde le habrán llevado? Es importante, porque si han sido los federales le habrán llevado a un vertedero y disparado cuatro tiros, y si ha sido la policía de Baja le habrán llevado a un piso franco, y si ha sido la policía de la ciudad, Ramos aún podría meter en el saco a un Barrera.

Sería estupendo que fuera Adán.

Y no tanto si fuera Raúl, pero aun así…

Ramos está reuniendo testigos oculares, hasta que un agente uniformado de la ciudad se acerca y le dice que los detectives de la brigada de homicidios de la ciudad han detenido a uno de los Barrera y a dos tipos que iban en el coche con ellos.

Ramos corre hacia la comisaría.

Con el puro en la boca, Esposa en la cadera, entra como una tromba en la sala de la brigada de homicidios, justo a tiempo de ver desaparecer la nuca de Raúl por la puerta de atrás. Ramos levanta la pistola para meter una bala en aquella nuca, pero un tío de homicidios agarra el cañón.

– Tómatelo con calma-dice.

– ¿Quién coño era ese? -pregunta Ramos.

– ¿Quién coño era quién?

– El tipo que acaba de matar a balazos a un montón de polis -replica Ramos-. ¿O es que te da igual?

Por lo visto, sí, porque los tíos de homicidios se apelotonan ante la puerta para dejar que Raúl, Fabián y Callan se vayan de rositas, y si están avergonzados de sí mismos, Ramos no lo detecta en sus caras.


Adán lo ve en la televisión.

El Mercadillo de Sinaloa ha salido en todos los telediarios.

Oye a reporteros sin aliento anunciar que ha sido detenido. O bien su hermano, según el canal. Pero todos están comentando que, por segunda vez en cuestión de semanas, ciudadanos inocentes han quedado atrapados en el fuego cruzado entre bandas de drogas rivales, en pleno centro de una ciudad importante. Y que hay que hacer algo para detener la violencia entre los cárteles rivales de Baja.

Bien, pronto se hará algo, piensa Adán. Tenemos suerte de haber sobrevivido a los dos últimos ataques, pero ¿cuánto tardaremos en agotar la suerte?

La conclusión es que estamos acabados.

Y cuando yo haya muerto, Güero perseguirá a Lucía y a Gloria y las matará. A menos que pueda descubrir, y neutralizar, la fuente del nuevo poder de Güero.

¿De dónde procede?


Ramos y sus tropas están poniendo patas arriba un almacén cercano a la frontera, en el lado mexicano. El soplo era bueno, y han encontrado montones de cocaína envasada al vacío. Una decena de trabajadores de Güero Méndez están maniatados, y Ramos observa que todos lanzan miradas furtivas hacia una carretilla elevadora aparcada en un rincón.

– ¿Dónde están las llaves? -le pregunta al encargado del almacén.

– En el cajón de arriba del escritorio.

Ramos se apodera de las llaves, salta sobre la carretilla y sube. Apenas da crédito a sus ojos.

La boca de un túnel.

– ¿Me estáis tomando el pelo? -pregunta en voz alta Ramos.

Salta de la carretilla, agarra al encargado y lo levanta del suelo.

– ¿Hay hombres ahí? -pregunta-. ¿Trampas explosivas?

– No.

– Si hay, volveré y te mataré.

– Lo juro.

– ¿Las luces están apagadas?

– Sí.

– Pues enciéndelas.

Cinco minutos después, Ramos sujeta a Esposa con una mano y utiliza la otra para bajar por la escalerilla clavada a un lado de la entrada del túnel.

Diecinueve metros y medio de profundidad.

El pozo tiene unos dos metros de altura y uno veinte de ancho, con suelos y paredes reforzados. Hay luces fluorescentes sujetas al techo. Un sistema de aire acondicionado bombea aire fresco a todo el túnel. Han dispuesto una vía estrecha en el suelo, con cochecitos sobre los raíles.

Joder, piensa Ramos, al menos no hay locomotora. De momento.

Empieza a caminar por el pozo en dirección norte, hacia Estados Unidos. Entonces se le ocurre que debería ponerse en contacto con alguien del otro lado antes de cruzar la frontera, incluso bajo el suelo. Vuelve a la superficie y hace algunas llamadas telefónicas. Dos horas después, vuelve a bajar la escalerilla, seguido de Art Keller. Y detrás de ellos, un batallón del Grupo Táctico Especial y un montón de agentes de la DEA.

En el lado norteamericano, un ejército de agentes de la DEA, el INS, la ATF, el FBI y Aduanas están concentrados en la zona que hay al otro lado del túnel, a la espera de asaltar el lugar preciso en cuanto el grupo del túnel les dé la orden por radio.

– Increíble, joder -dice Shag Wallace cuando llegan al fondo-. Alguien ha invertido un montón de dinero en esto.

– Alguien ha pasado un montón de dinero por aquí -contesta Art. Se vuelve hacia Ramos-. ¿Sabemos que es obra de Méndez, y no de los Barrera?

– Es de Güero -dice Ramos.

– ¿Qué pasa? ¿alguien le pasó un vídeo de La gran evasión? -pregunta Shag.

– Avísame cuando crucemos la frontera -dice Ramos a Art.

– Lo haré a ojo -contesta Art-. Joder, ¿cuánto mide esto?

Unos cuatrocientos veinte metros, más o menos, así lo calculan antes de llegar al siguiente pozo vertical. Una escalerilla de hierro clavada a las paredes de cemento conduce a una trampilla sujeta con tornillos.

Art conecta un dispositivo GPS.

Las tropas llegarán de un momento a otro.

Mira la trampilla.

– Bien -dice-, ¿quién quiere ser el primero en pasar?

– Estamos en tu jurisdicción -dice Ramos.

Art sube por la escalerilla, seguido de Shag, y se agarran a la escalerilla con una mano mientras abren la trampilla con la otra.

Debía de ser complicado subir la droga desde el túnel, piensa Art. Una cadena de hombres situados en diversos peldaños de la escalerilla, probablemente. Se pregunta si estaban pensando en construir un montacargas.

La trampilla se abre y entra luz en el pozo.

Art aferra con firmeza la pistola y sube.

Caos.

Los hombres corren como cucarachas cuando las luces se encienden, y los chicos del destacamento especial con chaqueta azul se abalanzan sobre ellos, les obligan a tirarse al suelo y les inmovilizan las manos a la espalda con cables de teléfono.

Es una fábrica de conservas, observa Art.

Hay tres cintas transportadoras organizadas, montañas de latas vacías, máquinas de empaquetar, máquinas de etiquetar. Art lee una de las etiquetas: guindillas. Y la verdad es que hay inmensas pilas de guindillas preparadas para ser colocadas en las cintas transportadoras.

Pero también hay ladrillos de cocaína.

Y Art cree que la coca se enlata a mano.

Russ Dantzler se acerca a él.

– Güero Méndez, el Willy Wonka de los polvos para la nariz.

– ¿Quién es el propietario de este edificio? -pregunta Art.

– ¿Estás preparado para esto? Los hermanos Fuentes.

– No jodas.

– Desde luego que no.

Alimentos Tres Hermanos, piensa Art. Vaya, vaya, vaya. La familia Fuentes es un elemento importante de la comunidad méxico-americana. Importantes hombres de negocios del sur de California, grandes contribuyentes del Partido Demócrata. Los camiones de los Fuentes van desde las fábricas de conservas y los almacenes de San Diego y Los Angeles a ciudades de todo el país.

Un sistema de distribución preparado para la cocaína de Güero Méndez.

– Genial, ¿verdad? -dice Dantzler-. Pasan la coca por el túnel, la enlatan como guindillas y la envían a donde les da la gana. Me pregunto si alguna vez la habrán cagado. Quiero decir, si alguien de Detroit habrá comprado una lata de guindillas y habrá acabado con trescientos gramos de polvitos. En ese caso, deme una lata de aquellas guindillas, ¿sabe a qué me refiero? ¿Qué quieres que hagamos con los hermanos Fuentes?

– Detenerles.

Lo cual será interesante, piensa. No solo son grandes contribuyentes del Partido Demócrata, sino grandes contribuyentes de la campaña presidencial de Luis Donaldo Colosio.


Adán tarda unos treinta y dos segundos en enterarse de la noticia.

Ahora sabemos cómo pasaba Méndez su cocaína a través de la Plaza, piensa Adán. La ha estado pasando por debajo. Y ahora también conocemos el origen de su poder en Ciudad de México. Ha comprado al presunto heredero, Colosio.

Eso es todo.

Güero ha comprado Los Pinos, y estamos acabados.

Entonces suena el teléfono.

Sal Scachi quiere ofrecer su ayuda.

Cuando explica lo que entraña su oferta, Adán se niega al instante. Firme, inalterable, tajantemente, la respuesta es no.

Es impensable.

A menos que…

Adán le dice lo que quiere a cambio.

Favor con favor se paga.

Hacen falta días de negociaciones secretas, pero Scachi accede por fin.

Pero Adán tiene que actuar con celeridad.

Estupendo, piensa Adán.

Pero necesitaremos gente para hacerlo.

Chicos.

Eso es lo que Callan anda buscando, chicos.

Está sentado en el sótano de una casa de Guadalajara. El lugar es una puta armería. Hay chatarra por todas partes, y no solo los habituales AR y AK.

Hay material pesado: ametralladoras, lanzagranadas, chalecos antibalas Kevlar. Callan está sentado en una silla plegable metálica, mirando a un puñado de adolescentes chicanos, todos miembros de bandas callejeras de San Diego, mientras miran a Raúl Barrera clavar con chinchetas una fotografía en un tablón de anuncios.

– Memorizad esta cara -les dice Raúl-. Es Güero Méndez.

Los adolescentes están fascinados. Sobre todo cuando Raúl saca lenta y teatralmente fajos de billetes de una bolsa de lona y los deja sobre la mesa.

– Cincuenta mil dólares norteamericanos -dice-. En metálico. Irán a parar al primero de vosotros que…

Una pausa melodramática.

– … se cargue a Güero Méndez.

Van a iniciar la «caza de Güero», anuncia Raúl. Van a formar convoyes de vehículos blindados hasta encontrar a Méndez, y después utilizarán su potencia de fuego combinada para enviarle al infierno, donde merece estar.

– ¿Alguna pregunta? -dice Raúl.

Sí, unas cuantas, piensa Callan. Para empezar, ¿cómo coño crees que vas a liquidar a los asesinos profesionales de Güero con esta pandilla de críos? ¿Es esto lo que nos queda? ¿Es esto lo mejor que el pasador de los Barrera, con todo su dinero y poder, es capaz de reunir? ¿Un puñado de pandilleros de San Diego?

Es una puta broma, con motes como Flaco, Soñador, Poptop y, no es coña, Scooby Doo. Fabián los reclutó en el barrio, dice que son asesinos despiadados, que se lo han dejado claro.

Sí, es posible, piensa Callan. Es posible, pero una cosa es llevarte por delante a otro pandillero que está fumando hierba en el porche, y otra muy distinta cargarte a un puñado de asesinos profesionales.

¿Una pandilla de niñatos para un golpe de envergadura? Estarán demasiado ocupados meándose encima y disparándose entre sí (espero que a mí no), cuando les entre el pánico y se dediquen a ametrallar cualquier cosa que destelle en su visión periférica. No, Callan aún no comprende esta Cruzada de los Niños de Raúl. Se va a armar un pollo de los gordos, y Callan solo espera a) localizar en el caos a Méndez y quitarle de en medio, y b) hacerlo antes de que uno de los chavales le abata por equivocación.

Entonces recuerda que solo tenía diecisiete años cuando se cargó a Eddie Friel en la Cocina. Sí, pero eso fue diferente. Tú eras diferente. Estos chicos no parecen asesinos como yo.

La pregunta que quiere plantear a Raúl es: ¿Estás borracho? ¿Se te ha ido la puta olla? De todos modos, no hace esa pregunta, sino que se decanta por otra más práctica.

– ¿Cómo sabemos que Méndez sigue en Guadalajara?


Porque Parada le pidió que fuera a verle.

Porque Adán le pidió a Parada que se lo pidiera.

– Quiero parar la violencia -le dice al anciano sacerdote.

– Eso es fácil -contesta Parada-. Párala.

– No es tan fácil -arguye Adán-. Por eso le pido ayuda.

– ¿A mí? ¿Para qué?

– Para hacer las paces con Güero.

Adán sabe que ha tocado un punto débil, el punto que ningún sacerdote puede resistir.

Presenta a Parada una difícil elección. No es idiota. Sabe que si, contra todo pronóstico, consiguiera hacer las paces entre los Barrera y los Méndez, también estaría favoreciendo un ambiente más eficaz para el funcionamiento de los cárteles de la droga. En ese sentido, estaría colaborando a perpetuar un mal, cosa que, como sacerdote, ha jurado no hacer. Por otra parte, también ha jurado aprovechar cualquier oportunidad de mitigar el mal, y la paz entre los dos cárteles enfrentados impediría solo Dios sabe cuántos asesinatos más. Y obligado a elegir entre los males del tráfico de drogas y el asesinato, ha de juzgar el asesinato como un mal mayor.

– ¿Quieres sentarte a hablar con Güero? -pregunta.

– Sí, pero ¿dónde? Güero no querrá ir a Tijuana, y yo no quiero ir a Culiacán.

– ¿Vendrías a Guadalajara? -pregunta Parada.

– Si garantiza mi seguridad.

– ¿Tú garantizarías la de Güero?

– Sí -dice Adán-, pero él no aceptaría esa garantía, del mismo modo que yo no aceptaría la de él.

– No es eso lo que estoy preguntando -dice Parada impaciente-. Te estoy preguntando si jurarás no atentar contra Güero de ninguna manera.

– Lo juro por mi alma.

– Tu alma, Adán, es más negra que el infierno.

– Cada cosa a su tiempo, padre.

Parada escucha. Si puedes arrojar un solo rayo de luz en la oscuridad, a veces se convierte en una cuña que se propagará hasta iluminar todo el vacío. Si no creyera en esto, piensa mientras reflexiona sobre el alma de este asesino múltiple, no podría levantarme por las mañanas. De modo que, si este hombre está pidiendo ese único rayo de luz, no puedo negarme.

– Lo intentaré, Adán -dice.

No será fácil, piensa mientras cuelga el teléfono. Si la mitad de lo que he oído sobre la guerra entre estos hombres es cierto, será imposible convencer a Güero para que venga a hablar con Adán Barrera sobre paz. Aunque puede que también esté harto de matar.

Tarda tres días en poder ponerse en contacto con Méndez.

Parada se pone en contacto con viejos amigos de Culiacán y hace correr el rumor de que quiere hablar con Güero. Tres días después, Güero llama.

Parada no pierde el tiempo con preliminares.

– Adán Barrera quiere hablar de paz.

– No me interesa la paz.

– Deberías.

– Mató a mi mujer y a mis hijos.

– Más motivo aún.

Güero no ve la lógica, pero lo que sí ve es una oportunidad. Mientras Parada insiste sobre la reunión de Guadalajara en un lugar público, con él como mediador y «todo el peso moral de la Iglesia» como garantía de su seguridad, Méndez ve la oportunidad de sacar por fin a los Barrera de su fortaleza de Baja. Al fin y al cabo, su mejor oportunidad de matarlos fracasó, y tiene el culo clavado en San Diego.

Así que escucha, y mientras oye al cura insistir en que su mujer y sus hijos lo habrían deseado así, finge algunas lágrimas de cocodrilo, y después, con voz entrecortada, accede a celebrar la reunión.

– Lo intentaré, padre -dice en voz baja-. Aprovecharé esta oportunidad de hacer las paces. ¿Podemos rezar juntos, padre? ¿Podemos rezar por teléfono?

Y mientras Parada pide a Dios que les ayude a encontrar la luz de la paz, Güero está rezando a San Jesús Malverde para algo diferente.

No cagarla esta vez.


La van a cagar a base de bien. Es lo que opina Callan.

Mientras contempla el espectacular Looney Toon que Raúl está montando en la ciudad de Guadalajara. Es de una ridiculez absoluta, exhibirse en este desfile, con la esperanza de localizar a Güero para alinearse en paralelo como acorazados ante una isla y volarle por los aires.

Callan ha dado grandes golpes. Él mismo fue el hombre que descabezó a dos de las Cinco Familias, y trata de explicarle a Raúl cómo deberían hacerse las cosas. («Averiguas dónde va a estar en un momento concreto, llegas antes y le tiendes una emboscada.») Pero Raúl no le hace caso: es un cabezota. Es como si quisiera que saliera mal. Se limita a sonreír y a decir a Callan:

– Calma, tío, y estate preparado cuando empiece el tiroteo.

Durante toda una semana las fuerzas de los Barrera atraviesan la ciudad, día y noche, en busca de Güero Méndez. Y mientras ellos miran, otros hombres escuchan. Raúl ha apostado a técnicos en otro piso franco, que utilizan el equipo de tecnología más avanzado para captar llamadas de móviles, con la intención de interceptar mensajes entre Güero y sus lugartenientes.

Güero está haciendo lo mismo. Tiene sus propios técnicos en su propio piso franco controlando el tráfico de móviles, intentando localizar a los Barrera. Ambos bandos juegan al mismo juego, cambian de móviles sin cesar, se trasladan de un piso franco a otro, patrullan las calles y las ondas, intentan localizarse y matarse entre sí antes de que Parada organice la reunión de paz, que solo puede terminar en un peligroso tiroteo.

Y ambos bandos están intentando lograr ventaja, recabar cualquier información que les sea provechosa: qué clase de coche conduce el enemigo, cuántos hombres tiene en la ciudad, quiénes son, qué tipo de armas portan, dónde se hospedan y qué ruta tomarán. Tienen espías trabajando, dedicados a investigar qué policías están en nómina, cuándo estarán de servicio, si rondarán los federales y por dónde.

Ambos bandos están escuchando los teléfonos del despacho de Parada, intentan averiguar sus horarios, sus planes, cualquier cosa que les proporcione un indicio sobre dónde pretende celebrar la reunión y les conceda ventaja para tender una emboscada. Pero el cardenal esconde sus cartas, por ese mismo motivo, y ni Barrera ni Méndez pueden descubrir dónde o cuándo tendrá lugar la reunión.

Uno de los técnicos de Raúl descubre algo sobre Güero.

– Está utilizando un Buick verde -dice a Raúl.

– ¿Güero conduce un Buick? -pregunta Raúl con desdén-. ¿Cómo lo sabes?

– Uno de sus chóferes llamó a un taller -explicó el técnico-. Quería saber cuándo iba a estar listo el Buick. Es un Buick verde.

– ¿Qué garaje? -pregunta Raúl.

Pero para cuando llegan, el Buick ya no está.

De manera que la búsqueda continúa, día y noche.


Adán recibe la llamada de Parada.

– Mañana a las dos y media en el hotel del aeropuerto de Hidalgo -le dice Parada-. Nos encontraremos en el vestíbulo.

Adán ya lo sabía, tras haber interceptado una llamada del chófer del cardenal a su mujer para comentar sus horarios del día siguiente. Confirma lo que Adán ya sabía: el cardenal Antonucci llega desde Ciudad de México a la una y media, y Parada va a recogerle al aeropuerto. Después subirán a una sala de conferencias privada para celebrar una reunión, después de la cual el chófer de Parada devolverá a Antonucci al aeropuerto para que tome el vuelo de las tres, y Parada se quedará en el hotel, para asistir a la cumbre de paz con Méndez y Adán.

Adán lo ha sabido desde el principio, pero era absurdo revelárselo a Raúl hasta el último momento.

Adán se aloja en un piso franco diferente del resto. Baja al sótano, donde el verdadero escuadrón de la muerte está atrincherado. Estos sicarios han ido llegando en vuelos diferentes durante los últimos días, los han recogido con discreción en el aeropuerto y después los han tenido encerrados en este sótano. La comida ha llegado de diferentes restaurantes a horas diferentes, o la han preparado en la cocina de arriba para luego bajarla. Nadie ha ido de paseo o de putas. Es algo estrictamente profesional. Una decena de uniformes de la policía estatal de Jalisco están pulcramente doblados sobre unas mesas. Chalecos antibalas y AR-15 esperan en los percheros.

– Acabo de confirmarlo todo -dice Adán a Fabián-. ¿Tus hombres están preparados?

– Sí.

– Tiene que salir bien.

– Saldrá.

Adán asiente y le entrega un teléfono móvil que ha sido interceptado con su conocimiento. Fabián marca un número.

– Ha llegado la orden. Estad en vuestros sitios a las dos menos cuarto.

Cuelga.

Güero recibe la noticia diez minutos después. Ya ha recibido la llamada de Parada, y ahora sabe que Adán intenta tenderle una emboscada cuando entre en el aeropuerto.

– Creo que llegaremos a la reunión un poco antes -dice Güero al jefe de sus sicarios.

Y tenderemos una emboscada a la emboscada, piensa.


Raúl recibe la llamada de Adán en un teléfono seguro, baja al dormitorio y despierta a los dormidos pandilleros.

– Se ha suspendido -anuncia-. Mañana volvemos a casa.

Los chavales están cabreados, decepcionados, su sueño de conseguir cincuenta de los grandes se ha ido por el desagüe. Le preguntan a Raúl qué ha pasado.

– No lo sé -contesta Raúl-. Supongo que se ha enterado de que íbamos a por él y volvió corriendo a Culiacán. No os preocupéis, ya se presentarán más oportunidades.

Raúl procura animarlos.

– Nos levantaremos temprano para coger el vuelo. Podéis ir al centro comercial.

Es un pequeño consuelo, pero menos da una piedra. El centro comercial de Guadalajara es uno de los más grandes del mundo. Con la capacidad de recuperación de la juventud, se ponen a hablar de lo que comprarán en el centro.

Raúl se lleva arriba a Fabián.

– ¿Sabes lo que hay que hacer? -le pregunta Raúl.

– Claro.

– ¿Estás preparado?

– Lo estoy.


Raúl encuentra a Callan en el dormitorio de arriba.

– Mañana volvemos a Tijuana -dice Raúl.

Callan se siente aliviado. El plan era una mierda. Raúl le da un billete de avión y el programa del día.

– Güero intentará atacarnos en el aeropuerto -le informa.

– ¿Qué quieres decir?

– Cree que varaos a hacer las paces con él -continúa Raúl-. Cree que una pandilla de críos nos protegen. Que nos va a dejar como un colador.

– Tiene razón.

Raúl sonríe y sacude la cabeza.

– Te tenemos a ti, y a toda una banda de sicarios que irán vestidos de policías estatales de Jalisco.

Bien, piensa Callan, al menos eso responde a mi pregunta de por qué los Barrera estaban utilizando a una pandilla de críos. Los críos son el cebo.

Y tú también.

Raúl aconseja a Callan que tenga la pistola dispuesta y los ojos bien abiertos.

Siempre lo hago, piensa Callan. La mayoría de los tíos muertos que conoce acabaron así por no tener los ojos bien abiertos. Se descuidaron, o confiaron en alguien.

Callan no se descuida.

Y no confía en nadie.

Parada deposita su fe en Dios.

Se levanta antes de lo acostumbrado, va a la catedral y dice misa. Después se arrodilla ante el altar y pide a Dios que le dé fuerza y sabiduría para hacer lo que es necesario ese día. Reza para hacer lo correcto, y acaba con «Así sea».

Vuelve a su residencia y se afeita de nuevo, después elige su ropa con más esmero que de costumbre. Según como vista, Antonucci entenderá automáticamente una cosa u otra, y Parada quiere dar a entender un mensaje unívoco.

De alguna manera, alberga la esperanza de reconciliarse con la Iglesia. ¿Por qué no? Si Adán y Güero pueden hacerlo, Antonucci y Parada también. Por primera vez en mucho tiempo, se siente esperanzado. Si esta administración salta y entra una mejor, cabe la posibilidad de que en este nuevo ambiente las teologías conservadoras y de la liberación encuentren un terreno común. Trabajar juntas para que reine la justicia en la tierra y alcanzar el paraíso.

Enciende un cigarrillo, pero lo apaga.

Debería dejar de fumar, piensa, aunque solo fuera para complacer a Nora.

Hoy es un buen día para empezar.

Un día de nuevos principios.

Elige una sotana negra y cuelga de su cuello una gran cruz. Lo bastante religioso para aplacar a Antonucci, piensa, pero no tan ceremonial para que el nuncio crea que se ha convertido en un conservador recalcitrante. Conciliador pero no obsequioso, piensa, complacido con el cambio.

Dios, qué ganas tengo de fumar un cigarrillo, piensa. Está nervioso por las tareas que le aguardan: entregar a Antonucci la información acusadora de Cerro, y después sentarse con Adán y Güero. ¿Qué puedo decir para que hagan las paces?, piensa. ¿Cómo haces las paces entre un hombre cuya familia ha sido asesinada y el hombre que, según apuntan todos los rumores, la asesinó?

Bien, deposita tu fe en Dios. Él te dará las palabras.

Pero fumar sería un consuelo.

Pero no voy a hacerlo.

Y voy a adelgazar unos kilos.

Irá dentro de un mes a la conferencia de obispos de Santa Fe, donde se encontrará con Nora. Será divertido, piensa, sorprenderla esbelto y sin fumar. Bueno, esbelto no, pero tal vez más delgado.

Baja a su despacho y ocupa su mente con papeleos varios durante unas horas, después llama a su chófer y le pide que tenga preparado el coche. Luego se acerca a su caja fuerte y saca el maletín que contiene las notas y cintas acusadoras de Cerro.

Ha llegado el momento de ir al aeropuerto.


En Tijuana, el padre Rivera se prepara para el bautizo. Se pone los hábitos, bendice el agua y rellena los documentos necesarios. Al pie del formulario añade como padrinos a Adán y a Lucía Barrera.

Cuando los nuevos padres llegan con su flamante hijo, Rivera hace algo extraño.

Cierra las puertas de la iglesia.


El grupo de los Barrera llega al aeropuerto de Guadalajara, recién salido del centro comercial.

Van cargados de bolsas de compras, en su afán por adquirir todo el centro. Raúl ha entregado a los chicos dinero extra para calmar su decepción por la cancelación de la lotería de Güero, y han hecho lo que hacen los chavales con dinero en el bolsillo.

Gastarlo.

Callan contempla el espectáculo con incredulidad;

Flaco compró un jersey del Chivas Rayadas de Guadalajara (que lleva con la etiqueta de venta todavía colgando del cuello negro), dos pares de zapatillas Nike, una Nintendo nueva y media docena de juegos.

Soñador siguió la ruta de la ropa. Se compró tres gorras, que se ha embutido en la cabeza a la vez, una chaqueta de gamuza y un traje nuevo (el primero de su vida), cuidadosamente envuelto en una bolsa de ropa.

Scooby Doo tiene los ojos vidriosos después de salir del salón de juegos. Joder, piensa Callan, el pequeño esnifador de cola siempre tiene los ojos vidriosos, pero ahora sus pupilas están petrificadas después de jugar dos horas a Tomb Raider, Mortal Kombat y Assassin 3, y está sorbiendo la misma Slurpee gigante a la que le ha ido dando durante todo el trayecto desde las galerías comerciales.

Poptop está borracho.

Mientras los demás compraban, Poptop entró en un restaurante y empezó a trincar cervezas, y cuando le pillaron in fraganti ya era demasiado tarde, y Flaco, Soñador y Scooby tuvieron que devolverle por la fuerza a la furgoneta para ir al aeropuerto, y tuvieron que parar tres veces para que Poptop pudiera vomitar.

Y ahora el muy mierda no encuentra el billete de avión, de modo que sus compinches y él están registrando su mochila.

Cojonudo, piensa Callan. Si estamos intentando convencer a Güero Méndez de que somos un blanco fácil, lo estamos haciendo de coña.

Tenemos a una pandilla de críos cargados de maletas y bolsas de compras en la acera, delante de la terminal, y Raúl está intentando establecer algún tipo de orden, y Adán acaba de llegar con su gente, y todo parece un viaje de instituto que regresa a casa el último y caótico día. Y los chicos ríen y dan gritos de júbilo, y Raúl está intentando dilucidar con el empleado del mostrador exterior si hay que facturar el equipaje allí o hay que hacerlo dentro, y Soñador va a buscar un par de carritos para transportar las maletas, y le dice a Flaco que le acompañe a ayudarle, mientras Flaco grita a Poptop:

– ¿Cómo has podido perder el puto billete, pendejo?

Y da la impresión de que Poptop va a volver a vomitar, pero lo que sale de su boca no es vómito, sino sangre, y entonces se derrumba sobre el bordillo.

Callan ya se ha dejado caer sobre la acera, tras ver un Buick verde con cañones de pistolas asomando por las ventanillas laterales. Saca la 22 y dispara dos balas al Buick. Después rueda detrás de otro coche aparcado, justo cuando una ráfaga de AK barre el punto de la acera donde se encontraba, y las balas rebotan en el cemento y en la pared de la terminal.

El imbécil de Scooby Doo se ha quedado parado sorbiendo la pajita de su Slurpee, contemplando la escena como si fuera un videojuego con gráficos muy realistas. Intenta recordar si ya se han marchado del centro comercial y qué juego es ese, que debe de haber costado una tonelada de fichas, porque es real como la vida misma. Callan salta desde detrás del relativo refugio de la furgoneta, agarra a Scooby y le arroja sobre el cemento, la Slurpee se derrama sobre el pavimento y es de frambuesa, de modo que cuesta diferenciarla de la sangre de Poptop, que también se está esparciendo sobre el cemento.

Raúl, Fabián y Adán tiran bolsas negras al suelo y sacan de ellas AK, luego apoyan los rifles contra el hombro y empiezan a disparar contra el Buick.

Las balas rebotan en el coche (incluso en el parabrisas), así que Callan supone que el vehículo está blindado, pero dispara dos veces, se deja caer al suelo y ve que las puertas opuestas del coche se abren y Güero y otros dos tipos armados con rifles bajan, se aplastan contra el coche, apoyan los AK sobre el capó y sueltan una andanada.

Callan se adentra en aquella zona en la que no oye nada (reina un silencio perfecto en su cabeza cuando ve a Güero, apunta con cuidado a su cabeza y está a punto de enviarle al otro mundo), cuando un coche blanco frena en la línea de tiro. El conductor parece ajeno a lo que está pasando, como si acabara de llegar al rodaje de una película, y está cabreado y decidido a llegar al aeropuerto como sea, de modo que deja atrás el Buick y se acerca al bordillo, que se encuentra a unos seis metros de distancia.

Lo cual parece poner en acción a Fabián.

Ve el Marquis blanco y se lanza hacia él sin dejar de disparar, y Callan imagina que Fabián ha confundido el coche blanco con un nuevo cargamento de sicarios de Güero, y Fabián corre hacia el vehículo, y Callan trata de cubrirle, pero el coche blanco está en la línea de fuego y no quiere disparar por si son civiles en lugar de chicos de Güero.

Pero ahora las balas están alcanzando al Buick por el otro lado, y Callan distingue por el rabillo del ojo algunos de los falsos policías de Jalisco, lo cual obliga a Güero y a sus muchachos a acuclillarse detrás del Buick, de manera que Fabián sobrevive a su carrera hacia el Marquis.

Parada ni siquiera le ve venir. Está demasiado concentrado en el derramamiento de sangre que tiene lugar ante él. Hay cuerpos tirados en la acera, algunos inmóviles, otros se arrastran a cuatro patas, y Parada no sabe si están heridos, muertos, o están intentando protegerse de las balas que vuelan por todas partes. Entonces mira por la ventanilla y ve a un joven tendido de espaldas, con burbujas de sangre en la boca y los ojos abiertos de par en par a causa del dolor y el terror, y Parada sabe que ese joven se está muriendo, así que se dispone a bajar del coche para darle la extremaunción.

Pablo, su chófer, intenta agarrarle y retenerle, pero es un hombre menudo y Parada se lo quita de encima con facilidad.

– ¡Sal de aquí! -grita el sacerdote, pero Pablo se niega, se acurruca como puede bajo el volante y se tapa los oídos con las manos, mientras Parada abre la puerta y baja, justo cuando llega Fabián y le apunta el arma al pecho.

Callan le ve.

Maldito cabrón, piensa, no es ese. Ve que Parada extrae su largo cuerpo del coche, se endereza y camina hacia Poptop, y ve que Fabián se interpone en su camino y levanta su AK. Callan se levanta y grita:

– ¡no!

Salta sobre el capó de un coche y corre hacia Fabián sin dejar de gritar.

– ¡no, fabián! ¡no es él!

Fabián mira a Callan, y en ese momento Parada agarra el rifle y consigue desviar el cañón hacia el suelo, y Fabián intenta levantarlo de nuevo y aprieta el gatillo, y el primer disparo alcanza a Parada en el tobillo, y el siguiente en la rodilla, pero una descarga de adrenalina recorre el cuerpo de Parada, que ni siquiera los siente, y no suelta el rifle.

Porque quiere vivir. Lo siente ahora con más fuerza y apremio que nunca. Siente que la vida es buena, el aire es dulce y quedan muchas cosas por hacer, cosas que quiere hacer. Quiere llegar junto al joven agonizante y sosegar su alma antes de que muera. Quiere escuchar más jazz. Quiere ver la sonrisa de Nora. Quiere otro cigarrillo, otra buena comida. Quiere arrodillarse para rezar a su Señor. Pero no caminar con Él, todavía no, hay mucho por hacer aún, así que lucha. Sujeta el cañón del rifle con todas sus fuerzas.

Fabián baja la cabeza, levanta el pie, lo planta sobre el crucifijo de Parada y lanza una patada, y el cura sale disparado contra el coche, y entonces Fabián vuelve a levantar el cañón del rifle y envía quince balas al pecho de Parada.

Parada siente que la vida se le escapa mientras su cuerpo resbala sobre un flanco del coche.

Callan se arrodilla junto al cura agonizante.

El hombre le mira y murmura algo que Callan no entiende.

– ¿Qué? -pregunta Callan-. ¿Qué ha dicho?

– Te perdono -murmura Parada.

– ¿Qué?

– Dios te perdona.

El cura empieza a hacer la señal de la cruz, pero sus manos se desploman y su cuerpo se agita antes de morir.

Callan mira al cura muerto, mientras Fabián levanta el rifle, apunta y dispara dos veces más contra la cabeza de Parada.

La sangre mancha la pintura blanca del coche.

Y brota del cabello blanco de Parada.

Callan se vuelve.

– Ya estaba muerto -dice.

Fabián no le hace caso, mete la mano en la parte delantera del coche, saca un maletín y se aleja con él. Callan se sienta y acuna la cabeza destrozada de Parada en sus brazos, mientras que, llorando como un niño, no para de preguntar:

– ¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho?

Indiferente a la batalla que ruge a su alrededor.

Le da igual.

A Adán no.

No presencia la muerte de Parada. Está ocupado llevando a cabo la ejecución de Güero Méndez, que está agachado detrás del Buick, consciente de que la ha cagado. Dos de sus muchachos ya han caído, y el coche, aunque blindado, vibra debido al número de balas que lo alcanzan, y no va a aguantar mucho más. Hay mucho cristal astillado, los neumáticos están reventados y solo es cuestión de tiempo que el depósito de gasolina estalle. Los hombres de Barrera disfrazados de policías de Jalisco les superan en número, y esa brigada infantil de pacotilla era una burda artimaña. Y ahora le tienen rodeado por tres lados, y si consiguen dominar el cuarto, detrás del Buick, está acabado. Está muerto. Y si bien se iría contento llevándose por delante a Raúl y Adán, está muy claro que eso no va a suceder, de modo que hay que salir cagando leches e intentarlo en otro momento.

Pero huir no es tan fácil. Decide que le queda una última oportunidad y la aprovecha. Saca del maletero del coche una granada de gas lacrimógeno y la arroja por encima del Buick hacia los Barrera, y después grita a sus cuatro hombres supervivientes que aprovechen el momento, y lo hacen, corriendo en paralelo a la terminal sin dejar de disparar.

Los hombres de Adán van armados hasta los dientes, pero no tienen mascarillas antigás, y empiezan a toser y padecer náuseas, y Adán experimenta la sensación de que le arden los ojos, pugna por levantarse, y después decide que, debido a que no ve nada y las balas siguen zumbando a su alrededor, tal vez no sea una buena idea, así que cae de rodillas.

Raúl no.

Con los ojos irritados, la nariz abrasada, carga hacia el grupo de Méndez que está huyendo, disparando a la altura de la cadera. Una ráfaga alcanza al jefe de los sicarios de Méndez en la columna vertebral y lo derriba, pero Raúl ve con gran frustración cómo Méndez consigue llegar a un taxi aparcado, arroja al chófer a la acera y se sienta al volante, mientras espera el tiempo suficiente para que sus tres tiros supervivientes suban antes de salir a toda mecha.

Raúl dispara contra el coche, pero no consigue alcanzar las ruedas, y Güero se aleja del aparcamiento, con la cabeza agachada, mientras que los policías de Jalisco que no han sufrido los efectos del gas lacrimógeno disparan contra el taxi.

– ¡Hijo de la gran puta! -chilla Raúl.

Se vuelve a su derecha y ve a Callan sosteniendo el cuerpo de Parada en los brazos.

Raúl cree que Callan ha sido alcanzado. El hombre está llorando y cubierto de sangre y, sea lo que sea Raúl, no es desagradecido, recuerda sus deudas, así que se agacha para levantar a Callan.

– ¡Vamos! -grita-. ¡Tenemos que salir de aquí!

Callan no contesta.

Raúl le golpea en la cabeza con la culata de la pistola, le levanta y le arrastra hacia la terminal.

– ¡Vámonos todos! -grita sin dejar de andar-. ¡Tenemos que tomar un avión!

En la pista, el vuelo 211 de Aeroméxico lleva ya quince minutos de retraso.

Pero el vuelo espera.

Los «polis de Jalisco» se quitan el uniforme (debajo van vestidos de civil), tiran sus armas en la acera y caminan con calma hacia la salida. Después los Barrera, los pandilleros supervivientes y los pistoleros profesionales entran en la terminal. Tienen que pasar por encima de los cadáveres para llegar, no solo el de Poptop y los de los dos pistoleros de Méndez, sino también de los seis transeúntes atrapados en el fuego cruzado. La terminal es un manicomio, la gente llora y grita, el personal médico intenta localizar a los heridos, y el cardenal Antonucci se yergue en medio del caos y grita:

– ¡Calma! ¡Calma! ¿Qué ha pasado? ¿Alguien quiere decirme qué ha sucedido?

Tiene miedo de ir a comprobarlo por sí mismo. Siente el estómago revuelto, y siente que no es justo que se encuentre en esa tesitura. Todo lo que Scachi le había pedido era que se reuniera con parada, nada más, y ahora se encuentra con esa escena, y no puede menos que experimentar un sentimiento de alivio y vergüenza cuando un joven pasa a su lado y le contesta:

– ¡Hemos acabado con Güero Méndez! -le dice Soñador-. ¡El Tiburón ha acabado con Méndez!

El grupo de los Barrera recorre con calma el pasillo en dirección a su vuelo y hace cola para entregar los billetes a la encargada de la puerta, como harían en cualquier otro vuelo. La encargada toma los billetes, les devuelve los pasajes de embarque, suben por la pasarela hasta entrar en el avión. Adán Barrera sigue cargando su bolsa con el AK dentro, pero es como cualquier otra pieza de equipaje, sobre todo porque va en primera clase.

El único problema se presenta cuando Raúl llega a la puerta con el inconsciente Callan cargado al hombro.

– No puede subir así -dice la encargada con voz temblorosa.

– Lleva su billete -contesta Raúl.

– Pero…

– Primera clase -dice Raúl.

Le entrega los billetes y sube por la pasarela. Localiza el asiento de Callan y lo deja caer, después cubre su camisa manchada de sangre con una manta y dice a la estupefacta azafata:

– Se le fue la mano en la fiesta.

Adán se sienta al lado de Fabián, que tiene la vista puesta en el piloto.

– ¿A qué estamos esperando? -le pregunta.

El piloto cierra la puerta de la cabina a su espalda.

Cuando el avión aterriza, la policía del aeropuerto va a recibirles y les acompañan a través de una puerta trasera hasta los coches que aguardan. Y Raúl da una orden:

Dispersaos.


No hace falta que se lo diga a Callan.

Le dejan en su casa, donde se queda lo suficiente para ducharse, cambiarse la ropa ensangrentada, recoger algo de dinero y marcharse. Toma un taxi hasta el paso fronterizo de San Isidro y recorre el puente, de vuelta en Estados Unidos. Otro gringo borracho más que regresa de una juerga en la avenida Revolución.

Ha estado ausente nueve años.

Ahora está de vuelta en el país donde, bajo el nombre de Sean Callan, está buscado por conspiración para distribuir narcóticos, chantaje, extorsión y asesinato. Le da igual. Prefiere arriesgarse aquí que pasar un minuto más en México. De modo que cruza la frontera, sube al tranvía rojo del puente y se baja en el centro de San Diego.

Tarda una hora y media en localizar una armería, en la esquina de la Cuarta con J, y compra una 22 en la trastienda sin enseñar papeles. Después encuentra una licorería y compra una botella de whisky escocés, va a un hotel de habitaciones individuales y alquila una habitación por una semana.

Se encierra en la habitación y empieza a beber.

Te perdono, es lo que el cura había dicho.

Dios te perdona.


Nora está en su dormitorio cuando oye la noticia.

Está leyendo, con la CNN como ruido de fondo, cuando su oído capta las palabras.

– Cuando volvamos, la trágica muerte del sacerdote de mayor rango de México…

Su corazón se detiene, y nota cómo retumba su cabeza cuando marca el número de Juan, mientras contempla una serie eterna de anuncios publicitarios, con la esperanza de que descuelgue el teléfono, de que no sea él, de que conteste al teléfono (Dios, por favor, no permitas que sea él), pero cuando vuelven las noticias ve una antigua foto de él en una mitad de la pantalla y la escena del aeropuerto en la otra, y le ve tirado en el pavimento, pero no grita.

Abre la boca, pero no logra emitir ningún sonido.

En un día normal, el Cruce de las Plazas de Guadalajara está lleno de turistas, enamorados y transeúntes que pasean a mediodía. En un día normal, los muros de la catedral están bordeados de paradas donde los buhoneros venden cruces, tarjetas del rosario, modelos en plastilina de santos y milagros, diminutas esculturas de rodillas, codos y otras partes del cuerpo que la gente convencida de que ha sanado gracias a la oración deja en la catedral a modo de recuerdo.

Pero hoy no es un día normal. Hoy es el funeral del cardenal Parada, y las agujas gemelas de azulejos amarillos de la catedral se ciernen sobre una plaza abarrotada de fieles afligidos, que hacen una cola sinuosa y esperan horas para desfilar ante el ataúd del cardenal mártir y rendirle homenaje.

Han venido de todas partes de México. Muchos son tapados sofisticados, ataviados con trajes caros y vestidos elegantes, aunque de tonos apagados. Otros han venido del campo, campesinos con camisas y vestidos blancos recién lavados. Otros se han desplazado desde Culiacán y Badiraguato, y estos hombres van vestidos de vaquero, y muchos fueron bautizados por Parada, él les dio la primera comunión, les casó, enterró a sus padres cuando solo era un cura rural. Después están los burócratas del gobierno con trajes grises y negros, y sacerdotes y obispos con sus uniformes clericales y cientos de monjas con gran variedad de hábitos, pertenecientes a sus respectivas órdenes.

En un día normal, la plaza bulle de sonidos (el veloz parloteo de las conversaciones mexicanas, los gritos de los buhoneros, la música de los mariachis), pero hoy reina en la plaza un extraño silencio. Solo se oye el murmullo de las plegarias y oscuros susurros acerca de conspiraciones.

Porque muy pocos de los congregados creen en la explicación del gobierno sobre la muerte de Parada, que le confundieron con otro, que los sicarios de los Barrera confundieron a Parada con Güero Méndez.

Pero estas cosas se dicen entre susurros. Hoy es día de luto, y los miles de personas que esperan con paciencia en la cola sinuosa, para entrar luego en la catedral, lo hacen en silencio o rezando en voz baja.

Art Keller es uno de ellos.

Cuantos más datos descubre sobre la muerte del padre Juan, más le preocupa. Parada iba en un Marquis blanco, Méndez en un Buick verde. Parada vestía sotana negra con una gran cruz sobre el pecho (que ha desaparecido), Méndez llevaba atuendo de vaquero chic de Sinaloa.

¿Cómo pudo alguien confundir a un hombre de un metro noventa, sesenta y dos años, pelo blanco, con sotana y crucifijo, con un tipo rubio de metro setenta y cinco vestido de narcovaquero? Le dispararon a quemarropa. ¿Cómo pudo hacer eso un asesino avezado como Fabián Martínez? ¿Por qué había un avión esperando? ¿Cómo pudieron Adán, Raúl y sus pistoleros subir a bordo? ¿Cómo pudieron bajar en Tijuana y salir escoltados del aeropuerto?

¿Y por qué, aunque decenas de testigos describieron a un hombre idéntico a Adán Barrera en el aeropuerto y en el avión, un tal padre Rivera, de Tijuana, declaró que Adán Barrera fue el padrino de un bautizo celebrado en el mismo momento en que Parada era tiroteado?

El cura hasta llegó a exhibir el certificado del bautizo, con el nombre y la firma de Adán.

¿Y quién era el misterioso yanqui que una decena de testigos vieron acunar el cadáver de Parada, que subió al avión con los Barrera, y desde entonces ha desaparecido del mapa?

Art recita una rápida oración (hay gente en la cola detrás de él) y encuentra un asiento en la atestada catedral.

El funeral es largo y emotivo. Una persona tras otra salen a hablar sobre la influencia del padre Juan en su vida, y el sonido de los sollozos resuena en el amplio espacio. La atmósfera es serena, dolorida, respetuosa, silenciosa.

Hasta que el presidente se levanta para hablar.

Tenía que estar presente, por supuesto, el presidente y todo el gabinete, y un montón de funcionarios del gobierno, y cuando se levanta y camina hacia el púlpito, un silencio expectante cae sobre la muchedumbre. El presidente carraspea y empieza:

– Un acto criminal ha terminado con la vida de un hombre bueno, decente y generoso…

Y no puede continuar, porque alguien grita entre la multitud: Justicia!

Y otro le corea, y luego otro, y al cabo de unos segundos, miles de personas dentro de la catedral, y otros miles fuera, empiezan a cantar:

Justicia, justicia, justicia…

… y el presidente retrocede del micrófono con una sonrisa de comprensión, mientras espera a que cesen los cánticos, pero no cesan…

Justicia, justicia, justicia…

cada vez con mayor fuerza…

– JUSTICIA, JUSTICIA, JUSTICIA…

… y entonces la policía secreta empieza a ponerse nerviosa, murmuran entre sí en sus pequeños micrófonos y auriculares, pero es difícil hacerse oír sobre el cántico de…

– JUSTICIA, JUSTICIA, JUSTICIA…

que va creciendo de intensidad hasta que dos nerviosos policías alejan al presidente del micrófono y lo sacan por una puerta lateral de la catedral y lo meten en su limusina blindada, pero los gritos le siguen cuando el coche sale de la plaza…

– JUSTICIA, JUSTICIA, JUSTICIA…

Casi todos los funcionarios del gobierno ya se han marchado cuando Parada es enterrado en la catedral.

Art no se había sumado a los cánticos, sino que permaneció sentado, asombrado al ver a la gente de la iglesia anunciar que ya estaba harta de tanta corrupción, plantar cara al poderoso líder de su país y exigir justicia. Y pensó: Bien, la obtendréis si de mí depende.

Se levanta para sumarse a la cola que desfila ante el ataúd. Escoge con cuidado su sitio.

El pelo rubio de Nora Hayden está cubierto con un chal negro, su cuerpo envuelto en un vestido negro. Hasta así está hermosa. Se arrodilla a su lado, une las manos como si rezara y susurra:

– ¿Reza por su alma y se acuesta con su asesino?

Ella no contesta.

– ¿Cómo puede vivir con su conciencia? -pregunta Art, y luego se levanta.

Se aleja de sus quedos sollozos.


Por la mañana, el jefe nacional de todo el PJF, el general Rodolfo León, vuela a Tijuana con cincuenta agentes de élite especialmente seleccionados, y por la tarde ya se han dividido en escuadrones de seis agentes cada uno, armados hasta los dientes y preparados para combatir, que peinan las calles de Colonia Chapultepec en Suburbans y Dodge Rams blindados. Por la noche han irrumpido en seis pisos francos de los Barrera, incluida la residencia personal de Raúl en Caco Sur, donde han encontrado un alijo de AK-47, pistolas, granadas de fragmentación y dos mil cartuchos. En el enorme garaje descubren seis Suburbans negros blindados. Al terminar la semana han detenido a veinticinco socios de los Barrera, confiscado más de ochenta casas, almacenes y ranchos pertenecientes a los Barrera y a Güero Méndez, y detenido a diez policías de seguridad del aeropuerto que acompañaron a los Barrera cuando bajaron del vuelo 211.

En Guadalajara, un escuadrón auténtico de la policía estatal de Jalisco se topa con un camión de mudanzas lleno de policías de Jalisco falsos, y una persecución a través de la ciudad termina con dos de los polis falsos atrapados dentro de una casa, disparando contra más de cien policías de Jalisco toda la noche hasta bien entrada la mañana, cuando uno muere y el otro se rinde, pero no antes de que hayan conseguido abatir a dos policías auténticos y herido al jefe de la fuerza de policía estatal.

A la mañana siguiente, el presidente aparece ante las cámaras para proclamar su determinación de aplastar de una vez por todas a los cárteles de la droga, y para anunciar que han descubierto, detenido, expulsado y llevarán a juicio a más de setenta agentes corruptos del PJF, y que ofrece cinco millones de dólares de recompensa por cualquier información que conduzca a la captura de Adán y Raúl Barrera, así como de Güero Méndez, todos los cuales siguen en libertad y en paradero desconocido.

Porque ni siquiera con el ejército, los federales y todas las policías estatales que peinan el país son capaces de encontrar a Güero, a Raúl o a Adán.

Porque no están allí.

Güero ha cruzado la frontera de Guatemala.

Y los Barrera también han cruzado la frontera. De Estados Unidos.

Están viviendo en La Jolla.


Fabián descubre a Flaco y a Soñador viviendo bajo el puente de la calle Laurel en Balboa Parlk.

Los polis no los localizaron, pero Fabián recorrió de cabo a rabo el barrio y la gente le dijo cosas que no diría a la pasma. Se lo dicen porque saben que, si mienten a la policía, tal vez les darán la paliza y toda esa mierda, pero si mienten a Fabián, les dará por el culo, y esa es la cruda realidad.

Una noche en que Flaco y Soñador están dormitando bajo el puente, Flaco siente que un zapato se clava en sus costillas y pega un bote, pensando que es un poli o un marica, pero es Fabián.

Mira a Fabián con sus grandes ojos porque tiene miedo de que el tiro vaya a meterle una bala entre ceja y ceja, pero Fabián sonríe.

Y golpea su pecho con el puño.

Hermanitos -dice-, es hora de demostrar que tenéis arrestos.

– ¿Qué quieres que hagamos? -pregunta Flaco.

– Adán quiere que volváis a México -contesta Fabián.

Explica que a los Barrera les están atribuyendo toda la responsabilidad de la muerte de aquel cura, que los federales les están presionando, irrumpiendo en sus pisos francos, deteniendo a gente, y que la cosa no va a calmarse hasta que pillen a alguien implicado en el tiroteo.

– Vais y os detienen -dice Fabián-, y les decís la verdad, que íbamos a por Güero Méndez, que nos tendió una emboscada, y que Fabián confundió a Parada con Güero y le mató por accidente. Nadie quería hacer daño a Parada. Algo por el estilo.

– No sé, tío -dice Soñador.

– Escuchad -dice Fabián-, sois unos críos. No participasteis en el tiroteo. Solo os caerán unos años, y entretanto cuidaremos como reyes a vuestros familiares. Y cuando salgáis, encontraréis en el banco el respeto y el agradecimiento de Adán Barrera, acumulando intereses para vosotros. Flaco, tu madre trabaja de camarera en un hotel, ¿verdad?

– Sí.

– Dejará de hacerlo si demuestras tener arrestos -dice Fabián.

– No sé -dice Soñador-. La poli mexicana…

– Os diré una cosa. ¿Os acordáis de la recompensa por Güero? ¿Aquellos cincuenta mil? Os los dividís, nos decís a quién hay que entregarlo, y asunto concluido.

Ambos dicen que el dinero vaya a parar a sus madres.

Cuando se acercan a la frontera, las piernas de Flaco tiemblan tanto que tiene miedo de que Fabián se dé cuenta. Sus rodillas están entrechocando entre sí literalmente, tiene los ojos anegados en lágrimas y no puede impedir que se derramen. Está avergonzado, aunque oye a Soñador sorber por la nariz en el asiento de atrás.

Cuando están cerca del cruce, Fabián frena para que salgan.

– Tenéis arrestos -dice-. Sois guerreros.

Atraviesan Inmigración y Aduanas sin ningún problema y empiezan a caminar hacia el sur, hasta entrar en la ciudad. Apenas han recorrido dos manzanas cuando unos focos les iluminan, les deslumbran, y los federales gritan y les dicen que levanten las manos, y Flaco obedece. Entonces un poli le agarra, le tira al suelo y le esposa las manos a la espalda.

Flaco está tirado en el suelo, con la espalda arqueada de forma dolorosa, pero ese dolor no es nada comparado con el que experimenta después de que el federal le escupa en la cara y le dé una patada en la oreja con la punta de su bota de combate, como si le hubiera reventado el tímpano.

El dolor estalla como fuegos artificiales dentro de la cabeza de Flaco.

Después, desde muy lejos, oye una voz que le dice…

Esto solo es el principio, mi hijo.

Apenas ha empezado.


El teléfono de Nora suena y ella descuelga.

Es Adán.

– Quiero verte.

– Vete al infierno.

– Fue un accidente -dice él-. Una equivocación. Dame la oportunidad de explicártelo. Por favor.

Ella quiere colgar, se detesta por no hacerlo, y no lo hace. Accede a encontrarse con él aquella noche en la playa de La Jolla Shores, junto a la Torre Salvavidas 38.

Le ve acercarse bajo la tenue luz de la torre. Da la impresión de que Nora está sola.

– Sabes que he puesto mi vida en tus manos -dice Adán-. Si has llamado a la policía…

– Era tu cura -dice ella-. Tu amigo. Mi amigo. ¿Cómo pudiste…?

Él niega con la cabeza.

– Ni siquiera estaba allí. Estaba en un bautizo en Tijuana. Fue un accidente, se cruzó…

– Eso no es lo que dice la policía.

– Méndez es el dueño de la policía.

– Te odio, Adán.

– No digas eso, por favor.

Parece tan triste, piensa ella. Solo, desesperado. Quiere creerle.

– Júralo -dice-. Júrame que estás diciendo la verdad.

– Lo juro.

– Por la vida de tu hija.

No puede permitirse perderla.

Asiente.

– Lo juro.

Ella le estrecha en sus brazos.

– Dios, Adán, me siento tan mal.

– Lo sé.

– Le quería.

– Lo sé -dice Adán-.Yo también.

Y lo más triste, piensa, es que es verdad.


Debe de ser un vertedero, porque Flaco huele a basura.

Y debe de ser por la mañana, porque nota en la cara la tenue luz del sol, aunque a través de una capucha negra. Le han reventado un tímpano, pero puede oír las súplicas de Soñador.

– Por favor, por favor, no, no, por favor.

Suena un disparo y Flaco ya no oye a Soñador.

Después Flaco siente que un cañón de pistola roza su cabeza, junto a su oído bueno. Describe pequeños círculos, como si su poseedor quisiera asegurarse de que Flaco sabe lo que es, y entonces oye que el percusor chasquea.

Flaco chilla.

Un clic seco.

Flaco pierde el control. Su vejiga no aguanta más y siente la orina caliente que resbala por su pierna, las rodillas ceden y cae al suelo, retorciéndose como un gusano, intentando alejarse del cañón de la pistola, y entonces oye que el percutor retrocede de nuevo, otro clic seco, y una voz:

– Tal vez la siguiente, ¿eh, pequeño pendejo?

Clic.

Flaco se caga encima.

Los federales gritan de alegría.

– ¡Dios, qué hedor! ¿Qué has estado comiendo, mierdita?

Flaco oye que el percutor retrocede de nuevo.

La pistola ruge.

Las balas se hunden en la tierra, al lado de su oído.

– Levantadle -ordena la voz.

Pero los federales no quieren tocar al chico cubierto de mugre. Encuentran por fin una solución: le quitan la capucha y la mordaza a Soñador y le obligan a despojar a Flaco de los pantalones y la ropa interior manchados, y le dan un paño mojado para que limpie la mierda de su amigo.

– Lo siento -murmura Flaco-. Lo siento.

– No pasa nada.

Después los meten en la parte posterior de una furgoneta y les conducen de vuelta a su celda. Les arrojan sobre un suelo de cemento desnudo, cierran la puerta con estrépito y les dejan a solas un rato.

Los dos chicos lloran tumbados en el suelo.

Una hora después, un federal regresa y Flaco se pone a temblar de manera incontrolada.

Pero el federal se limita a tirarles una libreta y un lápiz, y les dice que se pongan a escribir.


Su historia se publica en los periódicos al día siguiente.

Confirmación de las sospechas del PJF sobre lo sucedido en el caso Parada: el cardenal fue víctima de una equivocación de identidad, asesinado porque miembros de una banda norteamericana le confundieron con Güero Méndez.

El presidente vuelve a la televisión, con el general León a su lado, para anunciar que esta noticia no hace más que fortalecer la resolución de su administración de declarar una guerra sin cuartel contra los cárteles de la droga. No cesarán hasta castigar a esos asesinos y destruir a los narcotraficantes.


La lengua de Flaco cuelga de su boca.

Tiene la cara de un azul oscuro.

Cuelga del cuello de la tubería de vapor que corre a lo largo del techo de su celda.

Soñador cuelga a su lado.

El forense regresa con el veredicto de doble suicidio. Los jóvenes no podían soportar la culpa de haber asesinado al cardenal Parada. El forense nunca entró en detalles sobre los golpes con fractura de hueso recibidos en la nuca.


San Diego


Art espera en el lado norteamericano de la frontera.

El terreno aparece de un verde extraño en los prismáticos de visión nocturna. De todos modos, es un territorio extraño, piensa. Tierra de nadie, la desolada extensión de colinas polvorientas y profundos cañones que hay entre Tijuana y San Diego.

Cada noche se practica un juego siniestro aquí. Justo antes del ocaso, los aspirantes a mojados se congregan sobre el canal de drenaje seco que corre a lo largo de la frontera, a la espera de que oscurezca. Como si recibieran una señal, todos corren al unísono. Es un juego de cifras: los ilegales saben que la Patrulla de Fronteras solo puede detener a un número limitado, de modo que el resto cruzará para conseguir trabajos por debajo del salario mínimo, recogiendo fruta, lavando platos, trabajando en granjas.

Pero esta noche el jaleo ya ha terminado, y Art se ha asegurado de que la Patrulla de Fronteras esté lejos de este sector. Un desertor llega desde el otro lado, y si bien va a ser invitado del gobierno de Estados Unidos, no puede cruzar por ninguno de los puestos normales. Sería demasiado peligroso. Los Barrera tienen observadores que vigilan los puestos de control veinticuatro horas al día, siete días a la semana, y Art no puede correr el riesgo de que divisen a este hombre.

Consulta su reloj y no le gusta lo que ve. Es la una y diez, y su hombre lleva un retraso de diez minutos. Podría ser tan solo la dificultad de recorrer el traicionero terreno de noche. Su chico podría haberse extraviado en alguno de los numerosos cañones, o subido por la cresta equivocada, o…

Deja de engañarte, dice, Ramos le acompaña, y Ramos conoce este territorio como si fuera su patio trasero, porque lo es.

Tal vez Ramos no consiguió convencerle, y el tipo decidió seguir siendo fiel a los Barrera. Tal vez se ha acojonado, ha cambiado de opinión. O tal vez Ramos no logró llegar a tiempo, y ahora yace en una cuneta con una bala en la cabeza. O un disparo en la boca, lo más probable, como les suele pasar a los soplones.

Justo entonces ve la luz de una linterna parpadear tres veces.

Hace parpadear la suya dos veces, quita el seguro de su revólver y se interna en el cañón, la linterna en una mano, la pistola en la otra. Al cabo de un minuto distingue dos figuras, una alta y gruesa, la otra baja y mucho más delgada.

El cura tiene aspecto desdichado. No lleva sotana ni alzacuello, sino una sudadera Nike con capucha, vaqueros y zapatillas de deporte. Muy apropiado, piensa Art.

Parece aterido y asustado.

– ¿Padre Rivera? -pregunta Art.

Rivera asiente.

Ramos la da una palmada en la espalda.

– Ánimo, padre. Ha elegido bien. Los Barrera le habrán matado tarde o temprano.

Eso era lo que querían que creyera, al menos. Fue Ramos, a instancias de Art, quien se encargó de abordarle. Encontró al cura corriendo como todas las mañanas, se acercó a su lado y le preguntó si le gustaba respirar aire puro, y si quería seguir respirándolo. Después le enseñó las fotos de algunos de los hombres que Raúl había torturado hasta la muerte, y añadió en tono risueño que, como era cura y todo eso, quizá se limitarían a pegarle un tiro.

Pero no pueden dejarle vivir, padre, le había dicho Ramos. Sabe demasiado. Miserable, mentiroso, lameculos. Puedo salvarle, no obstante, añadió Ramos cuando el hombre se puso a llorar. Pero tiene que ser pronto, esta noche, y tendrá que confiar en mí.

– Tiene razón -dice Art.

Cabecea en dirección a Ramos, y si los ojos de un hombre pueden sonreír satisfechos, los ojos de Ramos están sonriendo satisfechos.

– Adiós, viejo -le dice Ramos a Art.

– Adiós, viejo amigo.

Art toma a Rivera por la muñeca y le guía con dulzura hacia su vehículo. El cura deja que le conduzca como a un niño.


Chalino Guzmán, alias el Verde, patrón del cártel de Sonora, llega a su restaurante favorito de Ciudad Juárez para desayunar. Va cada mañana para tomar sus huevos rancheros con tortillas de harina, y si no fuera por las características botas de piel de lagarto verdes, cualquiera diría que es un granjero más que apenas vive de una tierra roja calcinada por el sol.

Pero los camareros saben quién es. Le conducen hasta su mesa habitual en el patio y le llevan café y el periódico de la mañana. Y sacan termos con café a sus sicarios, que esperan en coches aparcados delante del restaurante.

Justo al otro lado de la frontera se encuentra la ciudad texana de El Paso, a través de la cual el Verde pasa toneladas de cocaína, marihuana y algo de heroína. Se sienta y mira el periódico. No sabe leer, pero finge que sí, y en cualquier caso le gusta mirar las fotos.

Mira por encima del periódico y ve que uno de sus sicarios se acerca a un Ford Bronco aparcado delante para decirle que se mueva. El Verde se enfada un poco. Casi todos los residentes conocen las normas de esta hora de la mañana. Debe de ser un forastero, piensa, mientras el sicario llama con los nudillos a la ventanilla.

Entonces la bomba estalla y hace pedazos al Verde.


Don Francisco Unzueta, alias García Abrego, jefe del cártel del Golfo y patrón de la Federación, cabalga un corcel de color tostado con crin y cola blancas al frente del desfile del festival anual de su pequeño pueblo de Coquimatlán. El corcel trota, sus cascos repiquetean sobre los adoquines de la estrecha calle, y él va vestido de vaquero, tal como corresponde al patrón del pueblo. Describe un arco con su sombrero enjoyado para contestar a los vítores.

Desde luego que le vitorean. Don Francisco ha construido la clínica del pueblo, la escuela, el patio de recreo. Incluso pagó el aire acondicionado de la nueva comisaría de policía.

Sonríe a la gente y agradece elegantemente su gratitud y amor. Reconoce a algunos individuos de entre la multitud y procura saludar a los niños. No ve el cañón de una ametralladora M-60, que asoma por la ventana de un segundo piso.

La primera ráfaga de balas calibre 50 se lleva su sonrisa, junto con el resto de la cara. La segunda le destroza el pecho. El caballo relincha de terror, se encabrita y corcovea.

La mano muerta de Abrego continúa sujetando las riendas.


Mario Aburto, un mecánico de veintitrés años, espera entre la inmensa multitud aquel día, en el barrio pobre de Lomas Taurinas, cerca del aeropuerto de Tijuana.

Lomas Taurinas es una colonia de cabañas y chozas improvisadas, en una cañada de las montañas desnudas y fangosas que flanquean el lado este de Tijuana. En Lomas Taurinas, cuando no te estás atragantando con el polvo, estás resbalando en el barro que desciende desde las colinas erosionadas, y a veces se lleva las chozas con él. Hasta hace poco, el agua corriente significaba que construías tu choza sobre uno de los miles de riachuelos (agua que corre literalmente a través de tu casa), pero la colonia recibió en fecha reciente cañerías de agua y electricidad como recompensa a su lealtad al PRI. De todos modos, gran parte del suelo embarrado es una cloaca abierta al aire libre y un vertedero que poco a poco se va llenando.

Luis Donaldo Colosio está flanqueado por quince soldados de paisano del Estado Mayor, los guardaespaldas del presidente. Un escuadrón especial de ex policías de Tijuana, contratados para fortalecer la seguridad en las paradas de la campaña electoral, se halla diseminado entre la muchedumbre. El candidato habla desde un camión de mudanzas aparcado en una especie de anfiteatro natural situado en el fondo de la cañada.

Ramos vigila desde la pendiente, con sus hombres apostados en diferentes puntos del anfiteatro. Es una tarea difícil, la multitud es numerosa, estridente y fluida como barro. La gente se había apiñado alrededor del Chevy Blazer rojo cuando avanzó poco a poco por una calle hasta entrar en el barrio, y le preocupa a Ramos que ocurra lo mismo cuando Colosio se marche.

– Se va a armar un pollo -dice para sí.

Pero Colosio no vuelve al coche cuando termina el discurso.

En cambio, decide ir a pie.

«Nadar entre la gente», como dice él.

– ¿Que va a hacer qué? -grita Ramos por la radio al general Reyes, el jefe de la guardia del ejército.

– Va a ir a pie.

– ¡Está loco!

– Es lo que él quiere.

– ¡Si hace eso, no podremos protegerle! -dice Ramos.

Reyes es miembro del Estado Mayor mexicano y segundo de a bordo de la guardia personal del presidente. No va a aceptar órdenes de un piojoso poli de Tijuana.

– Su trabajo no es protegerle -resopla-. Nosotros somos los responsables.

Colosio escucha la conversación.

– ¿Desde cuándo necesito protección del pueblo? -pregunta.

Ramos ve impotente cómo Colosio se zambulle en un mar de gente.

– ¡La cabeza alta! ¡La cabeza alta! -grita por radio a sus hombres, pero sabe que pueden hacer poca cosa. Aunque sus hombres son estupendos tiradores, apenas pueden ver a Colosio entre la muchedumbre, y mucho menos abatir a un posible asesino. No solo no pueden ver, sino que apenas pueden oír, pues los altavoces montados sobre el camión empiezan a emitir a toda pastilla cumbias de Baja.

Ramos no oye el disparo.

Apenas ve a Mario Aburto abrirse paso entre los guardaespaldas, agarrar a Colosio por el hombro derecho, apoyar la pistola del 38 contra su sien derecha y apretar el gatillo.

Ramos empieza a bajar mientras se desata el caos.

Algunas personas se apoderan de Aburto y empiezan a golpearle.

El general Reyes toma al caído Colosio en sus brazos y lo lleva hasta un coche. Uno de sus hombres, un comandante de paisano, agarra a Aburto del cuello de la camisa y lo arrastra a través de la multitud. La sangre mancha el cuello del mayor cuando alguien golpea con una piedra a Aburto en la cabeza, pero el escuadrón del Estado Mayor rodea al mayor como los defensores rodean a un corredor en un partido de rugby, se abre paso por la fuerza entre la muchedumbre y mete al asesino en un Suburban negro.

Mientras Ramos avanza hacia el Suburban, ve que una ambulancia ha conseguido llegar, y ve que Reyes y sus hombres introducen a Colosio en la parte trasera. Es entonces cuando Ramos ve la segunda herida en el costado izquierdo de Colosio. Le han disparado dos veces, no una.

La sirena de ambulancia aúlla mientras se aleja.

El Suburban negro se dispone a seguirla, pero Ramos alza a Esposa y apunta al comandante sentado en el asiento delantero.

– ¡Policía de Tijuana! -grita-. ¡Identifíquese!

– ¡Estado Mayor! No se entrometa -grita el comandante.

Desenfunda la pistola.

Una mala idea. Doce rifles de la policía de Tijuana apuntan a su cabeza.

Ramos se acerca al coche por el lado del pasajero. Ve al presunto asesino en el suelo del asiento trasero, entre tres soldados de paisano que le están dando puñetazos y patadas.

Ramos mira al comandante.

– Abra la puerta, voy a subir.

– Y una mierda.

– ¡Quiero que ese hombre llegue vivo a la comisaría de policía!

– ¡No es asunto suyo! ¡No se entrometa!

Ramos se vuelve hacia sus hombres.

– ¡Si el coche se mueve, matadles!

Levanta a Esposa y destroza con la culata la ventanilla del pasajero. Mientras el comandante se agacha, Ramos introduce la mano, abre la puerta y sube. Tiene apuntado el cañón de Esposa al estómago del comandante. El comandante tiene apuntada su pistola a la cara de Ramos.

– ¿Qué pasa? -pregunta el comandante-. ¿Cree que soy Jack Ruby?

– Solo estoy comprobando que no. Quiero que este hombre llegue vivo a la comisaría de policía.

– Vamos a llevarle al cuartel general de la policía federal -dice el comandante.

– Mientras llegue vivo -repite Ramos.

El comandante baja la pistola.

– Vámonos -ordena al conductor.

Una muchedumbre llega al hospital general de Tijuana antes que la ambulancia de Colosio. La gente llorosa se ha congregado en la escalinata, solloza, grita el nombre de Colosio y exhibe su foto. La ambulancia entra a Colosio por la puerta de atrás y le conducen a un quirófano. Un helicóptero ha aterrizado en la calle, con los rotores girando, dispuesto a transportar al hombre herido a un centro especial que hay en San Diego, al otro lado de la frontera.

El cual nunca llega a utilizarse.

Colosio ha fallecido.


Bobby.

Se parece demasiado a Bobby, piensa Art.

El pistolero solitario, el chiflado enajenado, aislado. Las dos heridas, una en la sien derecha, otra en el costado izquierdo.

– ¿Cómo lo hizo Aburto? -pregunta a Shag-. ¿Dispara a boca-jarro a la sien derecha de Colosio, y después otra vez en el lado izquierdo del estómago? ¿Cómo?

– Igual que Robert E Kennedy -contesta Shag-. La víctima se da la vuelta cuando le alcanza la primera bala.

Shag lo demuestra, echa la cabeza hacia atrás con brusquedad y gira a la izquierda mientras cae al suelo.

– Eso está muy bien -dice Art-, solo que la trayectoria de las balas han llegado de direcciones opuestas.

– Ah, ya estamos.

– De acuerdo -dice Art-. Hacemos una redada en el túnel de Güero y está relacionado con los hermanos Fuentes, que son grandes partidarios de Colosio. Después Colosio va a Tijuana, territorio de los hermanos Barrera, y lo matan. Dime que estoy loco, Shag.

– No creo que estés loco -dice Shag-. Pero creo que estás obsesionado con los Barrera desde.

Calla. Clava la vista en la mesa.

Art termina por él.

– Desde que asesinaron a Ernie.

– Sí.

– ¿Y tú no?

– Sí -admite Shag-. Quiero cargármelos a todos, a los Barrera y a Méndez, pero, jefe, en algún momento, o sea… En algún momento tienes que dejarlo correr.

Tiene razón, piensa Art.

Claro que tiene razón. Y me gustaría dejarlo correr. Pero querer y poder son dos cosas muy diferentes, y dejar correr esta «obsesión con los Barrera», como dice Art, es algo que no puedo hacer.

– Voy a decirte una cosa: cuando las cosas se calmen, descubriremos que los Barrera estaban detrás de esto.

No me cabe la menor duda.


Güero Méndez está tendido en una camilla en un hospital privado, donde tres de los mejores cirujanos plásticos de México están preparados para darle una cara nueva. Una cara nueva, piensa, pelo teñido, un nombre nuevo, y podré reanudar mi guerra contra los Barrera.

Una guerra que ganará sin duda, con el nuevo presidente de su lado.

Se recuesta sobre la almohada cuando la enfermera le prepara.

– ¿Está preparado para dormir? -pregunta.

Asiente. Preparado para dormir, y para despertar convertido en un hombre nuevo.

La mujer coge una jeringa, quita el taponcito de goma y apoya la aguja contra una vena de su brazo, y después empuja el émbolo. Le acaricia la cara mientras la droga empieza a surtir efecto.

– Colosio ha muerto -dice entonces en voz baja.

– ¿Qué ha dicho?

– Tengo un mensaje de Adán Barrera. Su hombre, Colosio, ha muerto.

Güero intenta levantarse, pero su cuerpo no obedece a su mente.

– Esto se llama Dormicum -dice la enfermera-. Una dosis masiva. Podría llamarse «inyección letal». Esta vez, cuando sus ojos se cierren, no volverán a abrirse.

Güero intenta chillar, pero su boca no emite ningún sonido. Lucha por mantenerse despierto, pero nota que se le escapa todo, la conciencia, la vida. Forcejea con las correas, intenta liberar una mano para quitarse la mascarilla y pedir auxilio, pero sus músculos no responden. Ni siquiera su cuello gira para negar con la cabeza, no, no, no, mientras su vida se le escapa.

– Los Barrera dicen que se pudra en el infierno -oye decir a la enfermera como desde una distancia infinita.


Dos guardias empujan un carrito de la lavandería, lleno de sábanas y mantas limpias, hasta la suite de celdas de Miguel Ángel Barrera, en la prisión de Almoloya.

Tío se sube, los guardias le cubren con una sábana y le sacan del edificio, cruzan los patios y salen por la puerta.

Así de sencillo, así de fácil.

Tal como estaba prometido.

Miguel Ángel baja del carrito y camina hasta una furgoneta que lo aguarda.

Doce horas después vive retirado en Venezuela.

Tres días antes de Navidad, Adán se arrodilla ante el cardenal Antonucci en su estudio privado de Ciudad de México.

«El hombre más buscado de México» oye recitar al nuncio papal en latín, la absolución para él y para Raúl por su papel involuntario en la muerte accidental del cardenal Juan Ocampo Parada.

Antonucci no le absuelve de los asesinatos del Verde, Abrego, Colosio y Méndez, piensa Adán, pero el gobierno sí. Por anticipado… Todo a cambio de asesinar a Parada.

Si mato a su enemigo, había insistido Adán, tienen que dejar que mate al mío.

Todo ha terminado, piensa Adán. Méndez ha muerto, la guerra ha concluido. Tío ha huido de la prisión.

Y yo soy el nuevo patrón.

El gobierno mexicano acaba de devolver a la Santa Iglesia Católica todo su pleno rango legal. Un maletín repleto de información acusadora ha pasado de las manos de Adán a las de algunos ministros del gobierno.

Adán abandona la habitación con una nueva alma oficialmente limpia.

Favor con favor se paga.


La víspera de Año Nuevo, Nora vuelve a casa después de cenar con Haley Saxon. Se marchó incluso antes de que descorcharan las botellas de champán.

No está de humor para fiestas. Las vacaciones han sido deprimentes. Es la primera Navidad en nueve años que no pasa con Juan.

Introduce la llave en la puerta y la abre, y cuando entra, una mano le tapa la boca. Busca en el bolso el aerosol de pimienta, pero le arrebatan el bolso de la mano. -No voy a hacerle daño -dice Art-. No grite.

Aleja poco a poco la mano de su boca.

Ella se vuelve y le abofetea.

– Voy a llamar a la policía -dice.

– Yo soy la policía.

– Voy a llamar a la policía de verdad.

Se dirige al teléfono y empieza a marcar.

El Día de Año Nuevo, Art se levanta con el sonido del televisor y una resaca descomunal.

Debí de dejarla encendida anoche, piensa. La cierra, entra en el cuarto de baño, toma un par de aspirinas y engulle un gran vaso de agua. Entra en la cocina y prepara café.

Abre la puerta mientras hierve y recoge el diario del pasillo. Se lleva el periódico y el café a la mesa de la sala de estar del desnudo apartamento y se sienta. Hace un día diáfano de invierno, y ve el puerto de San Diego a unas manzanas de distancia; y al otro lado, México.

Adiós a 1994, piensa. Un año cabrón.

Que 1995 sea mejor.

Más invitados en la reunión de los muertos de anoche. Los de siempre, y ahora el padre Juan. Sacrificado en la cruz de fuego que yo creé, intentando hacer las paces en la guerra que yo inicié. Se llevó gente consigo, además. Chavales. Dos pandilleros de San Diego, hijos de mi propio barrio.

Todos vinieron a despedir el año.

Menuda fiesta.

Mira la primera plana del periódico y observa sin mucho interés que el TLCAN entra en vigor hoy.

Bien, felicidades a todo el mundo, piensa. El mercado libre florecerá. Las fábricas brotarán como setas justo al otro lado de la frontera, y obreros mexicanos mal pagados fabricarán nuestras zapatillas de tenis, nuestra ropa de diseño, nuestras neveras y aparatos electrodomésticos a precios que podamos permitirnos.

Todos nos engordaremos y seremos felices, ¿y qué es un cura muerto comparado con esto?

Bien, me alegro de que todos tengáis vuestro tratado, piensa.

Pero yo, desde luego, no lo he firmado.

Загрузка...