Slippin' into darkness,

When I heard my mother say…

«You been slippin' into darkness, oh, oh, oh

Pretty soon you're going to pay.»

War, «Slippin' Into Darkness»


Tijuana

1997


Nora Hayden se ha esfumado.

Así de sencillo, la brutal verdad que Art intenta afrontar.

Ernie Hidalgo otra vez.

Fuente Mamada revisitado.

Hay momentos aterradores en la vida de cualquier persona que trabaja con agentes secretos. El control saltado, la no señal, el silencio.

Es el silencio lo que te revolverá el estómago, lo que te empujará a rechinar los dientes, a tensar las mandíbulas, el silencio lo que extinguirá poco a poco la llama de la falsa esperanza. El silencio absoluto de cuando lanzas una señal de radar tras otra a la oscuridad, a las profundidades, y luego esperas a que regrese. Y esperas y esperas, y solo obtienes silencio.

Tenía que haber ido al apartamento de Colonia Hipódromo para encontrarse con Adán. Pero nunca apareció, ni tampoco el Señor de los Cielos. Antonio Ramos sí, con dos pelotones de sus fuerzas especiales en coches blindados, que aislaron toda la manzana e invadieron el edificio como si fuera la playa de Normandía.

Pero estaba vacío.

Ni Adán Barrera, ni Nora.

Ahora Ramos está poniendo Baja patas arriba en busca de los hermanos Barrera.

Ha estado esperando esta oportunidad durante años. Convencido por John Hobbs de que Adán Barrera está entregando armas a los insurgentes izquierdistas de Chiapas y otros lugares, Ciudad de México ha quitado la correa a Ramos y se ha lanzado al ataque como un pit bull atiborrado de esteroides. Tras una semana de operaciones, ya ha clausurado siete pisos francos, todos en los barrios exclusivos de Colonia Chapultepec, Colonia Hipódromo y Colonia Cacho.

Durante toda una semana, las tropas de Ramos recorrieron como una tromba los barrios ricos de Tijuana en camiones y todoterrenos blindados, y sus modales no son demasiado corteses, saltan por los aires puertas caras con cargas explosivas, invaden casas, cortan el tráfico e interrumpen los negocios durante horas. Casi parece que Ramos quiera granjearse la antipatía de las élites de la ciudad, que está dividida entre culpar a Ramos o a los Barrera de todos los problemas.

Lo cual, por supuesto, ha sido la pieza esencial de la estrategia a largo plazo de Adán durante años, entrelazarse hasta tal punto con la capa superior de Baja que un ataque contra los Barrera signifique un ataque contra ellos. Y gritan a Ciudad de México que Ramos está incontrolado, que se ha pasado, que está pisoteando sus derechos civiles.

A Ramos le da igual que la clase alta de Tijuana le odie a rabiar. Él también les odia, cree que han vendido la poca alma que tenían a los hermanos Barrera, los aceptaron en su seno, permitieron que sus hijos y sobrinos se metieran en el tráfico de drogas, a cambio de emociones baratas por asociación y dinero rápido y fácil. Se comportaron, piensa Ramos, como una pandilla de narcogroupies, tratando a los Barrera como celebridades, músicos de rock, estrellas de cine.

Y se lo dice a la cara cuando vienen a quejarse.

Escuchen, dice Ramos a los padres de la ciudad, los narcotraficantes asesinaron a un cardenal católico y ustedes les dieron la bienvenida. Ametrallaron a federales en plena calle en hora punta y ustedes los protegieron. Asesinaron a su propio jefe de policía y no hicieron nada al respecto. De modo que no me vengan con quejas. Ustedes se lo han buscado.

Ramos sale en la televisión y hace un llamamiento a la ciudad.

Mira sin pestañear a la cámara y anuncia que dentro de dos semanas tendrá a Adán y a Raúl Barrera entre rejas, y que su organización será historia. Se yergue ante montañas de armas capturadas y pilas de drogas incautadas, y da nombres y nombres (Adán, Raúl y Fabián), y después cita los nombres de los herederos de varias familias importantes de Tijuana, los Junior, y promete que también los meterá en la cárcel.

Después anuncia que ha despedido a cinco docenas de federales de Baja por falta de «sentido de la moralidad» para ser policías.

– Es motivo de vergüenza para la nación que, en Baja, haya muchos agentes de policía que no sean enemigos del cártel de los Barrera, sino sus criados -dice.

No pienso marcharme, dice. Voy a detener a los Barrera. ¿Quién está conmigo?

Bien, no demasiada gente.

Un joven fiscal, un investigador del Estado y los hombres de Ramos… y punto.

Art comprende por qué la gente de Tijuana no desfila tras la bandera de Ramos.

Están asustados.

Con buenos motivos.

Hace dos meses, un poli de Baja que había revelado los nombres de polis corruptos de la policía estatal fue encontrado en una cuneta dentro de una bolsa de lona. Le habían roto todos los huesos del cuerpo, una de las marcas de fábrica de las ejecuciones de Raúl Barrera. Hace tan solo tres semanas, otro fiscal que estaba investigando a los Barrera fue asesinado a tiros mientras corría como cada mañana en la pista de la universidad. Los pistoleros aún no han sido detenidos. Y el alcaide de la prisión de Tijuana fue ametrallado desde un coche cuando salió a su porche para recoger el periódico de la mañana. Los rumores apuntan a que había ofendido a un socio de los Barrera encarcelado en su prisión.

No, puede que los Barrera se hayan dado a la fuga, pero eso no significa que su reinado de terror haya terminado, y la gente no va a arriesgar el pellejo hasta que vea a los dos hermanos Barrera sobre una losa del forense.

La verdad es, piensa Art al cabo de una semana de iniciada la operación, que no hemos avanzado. La gente de Baja sabe que lanzamos un directo a la cabeza de los Barrera y fallamos.

Raúl sigue suelto.

Adán sigue suelto.

¿Y Nora?

Bien, el hecho de que Adán no cayera en la trampa de Colonia Hipódromo puede significar que su tapadera saltó por los aires. Art todavía se aferra a la esperanza, pero a medida que transcurren los días en silencio tiene que reconocer la posibilidad de que tendrá que buscar su cadáver descompuesto.


Así que Art no está de buen humor cuando entra en la sala de interrogatorios de la cárcel del centro de San Diego para charlar con Fabián Martínez, alias el Tiburón.

El pequeño gamberro no parece tan elegante con su chándal naranja federal, esposado de pies y manos. Pero conserva su sonrisa desdeñosa cuando entra y se deja caer en una silla plegable enfrente de Art, al otro lado de la mesa metálica.

– Fuiste a un colegio católico, ¿verdad? -empieza Art.

– Los agustinos -contesta Fabián-. Aquí, en San Pedro.

– Así que conoces la diferencia entre el purgatorio y el infierno -dice Art.

– Refréscame la memoria.

– Claro -dice Art-. En síntesis, los dos son dolorosos. Pero tu tiempo en el purgatorio expira algún día, mientras que el infierno es eterno. He venido a ofrecerte la posibilidad de elegir entre el infierno y el purgatorio.

– Te escucho.

Art se lo explica. Que solo por la acusación de tráfico de armas le caerán un mínimo de treinta años en una prisión federal, aparte de las acusaciones por tráfico de drogas, cada una de las cuales significa quince años como mínimo. Eso es el infierno. Por otra parte, si Fabián se convierte en testigo del gobierno, pasará unos cuantos años testificando dolorosamente contra sus antiguos amigos, seguido por un corto período en prisión, y después un nuevo nombre y una nueva vida. Y eso es el purgatorio.

– En primer lugar -contesta Fabián-, yo no sabía nada de esas armas. Fui a recoger productos. En segundo, ¿de qué tráfico de drogas estás hablando? ¿De dónde han salido esas drogas?

– Tengo un testigo que te coloca en el centro de una red de narcotráfico importante, Fabián. De hecho, te quiero meter en chirona por tu «condición de líder», a menos que hayas pensado en otra cosa.

– Te estás echando un farol.

– Mira, si quieres que te caigan treinta años por ver esa carta, adelante. Pero resulta que estás en una guerra de pujas con mi otro testigo, y quien me proporcione mejor información sobre los Barrera gana.

– Quiero un abogado.

Bien, piensa Art, y yo quiero que lo tengas. _… -No, Fabián -dice en cambio-. Un abogado solo te dirá que cierres la boca y te pudras en la cárcel el resto de tu vida.

– Quiero un abogado.

– ¿Así que no hay trato?

– No hay trato.

– Tengo que leerte tus derechos -dice Art.

– Ya me los leíste -dice Fabián, y se reclina en la silla. Está aburrido. Quiere volver a su celda para leer revistas.

– Ah, eso fue por la acusación de tráfico de armas -dice Art-. Tengo que hacerlo otra vez por lo del asesinato.

Fabián se incorpora.

– ¿Qué asesinato?

– Te detengo por el asesinato de Juan Parada -dice Art-. Es una acusación pendiente desde el noventa y cuatro. Tienes derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que digas…

– No tienes jurisdicción -dice Fabián-. Ese asesinato se cometió en México.

Art se inclina hacia delante.

– Los padres de Parada eran espaldas mojadas. Nació en las afueras de Laredo, Texas, de modo que es ciudadano norteamericano, igual que tú. Y eso me da jurisdicción. Oye, tal vez te juzgarán en Texas. El gobernador es un entusiasta de las inyecciones letales. Nos veremos en el juicio, capullo.

Ahora ve a hablar con tu abogado.

Y húndete en la mierda.


Si Adán hubiera acudido en coche a su cita con Nora en Colonia. Hipódromo, es probable que la policía le hubiera trincado.

Pero fue a pie.

La poli no esperaba que Adán Barrera llegara a pie, de manera que cuando vio los vehículos de la policía entrar en el barrio dio media vuelta y se largó. Caminó por la acera, al lado de los controles dispuestos en las calles.

No ha sido fácil desde entonces.

Ha sido expulsado de dos pisos francos más, ha recibido avisos de Raúl justo a tiempo, y ahora está en un piso franco del distrito de Río, mientras se pregunta cuándo irrumpirá la policía. Y lo peor son las comunicaciones, o la falta de ellas. Casi todos sus teléfonos móviles no están codificados, de modo que le da miedo utilizarlos.

Y los que sí lo están podrían estar interceptados, de manera que, aunque la policía fuera incapaz de descifrar lo que dijera, podrían localizarle mediante la señal. Por lo tanto, no sabe a quién han detenido, qué pisos han caído, qué han encontrado en ellos. No sabe quién dirige las redadas, cuánto tiempo van a durar, dónde van a atacar, ni siquiera si saben dónde está.

Lo que más preocupa a Adán es que las redadas llegaron sin previo aviso.

Ni una palabra, ni un susurro de sus amigos bien pagados de Ciudad de México.

Y eso le asusta, porque si los políticos del PRI se han vuelto contra él, deben de estar muy asustados. Y deben de saber que, si atacan al capo de los Barrera, no pueden fallar, lo cual les convierte en peligrosos.

Tienen que derrotarme, pensó.

Tienen que matarme.

Por lo tanto, está tomando medidas protectoras. En primer lugar, distribuye casi todos sus teléfonos móviles entre sus hombres, que se dispersan por toda la ciudad y el Estado con instrucciones de hacer llamadas y luego tirar los teléfonos (Ramos empieza a recibir informes de que Adán Barrera está en Hipódromo, en Chapultepec, Rosarito, Ensenada, Tecate, incluso al otro lado de la frontera, en San Diego, Chula Vista, Otay Mesa).

Raúl va a Radio Shack, compra más teléfonos y empieza a trabajar con ellos, se pone en contacto con polis que tiene en nómina, federales de Baja, policía estatal de Baja, polis municipales de Tijuana.

Las noticias no son buenas. Los polis estatales y locales que contestan a sus llamadas no saben una mierda. Nadie les ha dicho nada, pero sí saben que se trata de una operación federal, que no tiene nada que ver con ellos. ¿Y los federales locales?

– Al margen -dice Raúl a Adán.

Han vuelto a trasladarse. Se largaron del piso franco de Río diez minutos antes de que la policía llegara. Están en un apartamento de Colonia Cacho, con la esperanza de ocultarse al menos unas horas, hasta averiguar qué coño está pasando. Pero la policía local no les puede ayudar.

– No contestan al teléfono -dice Raúl.

– Llámales a casa -replica Adán.

– Tampoco contestan allí.

Adán coge un móvil y hace una llamada de larga distancia.

A Ciudad de México.

No hay nadie en casa. Ninguno de sus contactos en el PRI está disponible para recibir una llamada, pero si es tan amable de dejar su número, le llamarán en cuanto…

Es el acuerdo de las armas, piensa Adán. El cabrón de Art Keller ha relacionado las armas con las FARC, y lo ha utilizado para que Ciudad de México reaccionara. Siente ganas de vomitar. Solo había cuatro personas en México que sabían lo del acuerdo con Tirofijo. Raúl, Fabián, yo…

Y Nora.

Nora ha desaparecido.

No apareció en Colonia Hipódromo.

Pero la policía sí.

Llegó antes que yo, piensa. La trincaron y la policía la tiene oculta en algún sitio.

Raúl consigue un ordenador portátil, y después obliga a uno de los magos de la informática residentes que venga a este piso franco, y el mago consigue enviar correos electrónicos codificados a su red de ordenadores. Una codificación que ha diseñado el propio mago (le pagaron una cantidad de seis cifras), tan complicada que ni siquiera la DEA ha sido capaz de descifrarla. Hasta eso hemos llegado, piensa Adán, a lanzar mensajes electrónicos al espacio. Se sientan y vigilan la calle, por si aparecen vehículos blindados, y vigilan la pantalla del ordenador, por si aparece algún mensaje. Al cabo de una hora, Raúl consigue reunir a unos cuantos sicarios y un par de coches de trabajo limpios que no pueden relacionarse con el cártel. También dispone una serie de puestos de vigilancia y está atentó para controlar el paradero de la policía.

Cuando se pone el sol, Adán, vestido de peón, sube al asiento trasero de un Dodge Dart del 83 con Raúl. Delante van un conductor armado hasta los dientes y otro sicario. El coche se abre paso a través del laberinto peligroso en que se ha convertido Tijuana, mientras los coches de reconocimiento y los puestos de escucha despejan electrónicamente el camino, hasta que Adán sale por fin de la ciudad y llega al rancho Las Bardas.

Allí, Raúl y él se toman un descanso y tratan de averiguar qué ha sucedido.

Ramos les ayuda.

Los Barrera ponen el telediario de la noche y allí está, en una conferencia de prensa, anunciando que va a destruir el cártel de Baja antes de dos semanas.

– Eso explica por qué no recibimos ningún aviso -dice Adán.

– Eso explica una parte -rectifica Raúl.

Ramos tiene un plano virtual de todo el cártel. El emplazamiento de pisos francos, nombres de socios. ¿De dónde ha sacado esa información?

– Es Fabián -dice Adán-. Lo está cantando todo.

Raúl se muestra incrédulo.

– No es Fabián. Es tu querida Nora.

– No lo creo -dice Adán.

– No quieres creerlo -replica Raúl. Cuenta a Adán que encontraron un dispositivo de localización en el coche.

– También pudo ser Fabián -dice Adán.

– ¡La policía había montado una emboscada en tu nidito de amor! -grita Raúl-. ¿Lo sabía Fabián? ¿Quién sabía lo del acuerdo de las armas? Tú, Fabián, Nora y yo. Bien, no fui yo, no creo que fueras tú, Fabián está en una cárcel norteamericana, así que…

– Ni siquiera sabemos dónde está ella -dice Adán. Entonces un horrible pensamiento acude a su mente. Mira a Raúl, que ha apartado la persiana para mirar por la ventana-. ¿Le has hecho algo, Raúl?

Raúl no contesta.

Adán salta de la silla.

– ¿Le has hecho algo, Raúl?

Agarra a Raúl de la camisa. Raúl se lo quita de encima con facilidad y le empuja hacia la cama.

– Y si es así, ¿qué?

– Quiero verla.

– No creo que sea una buena idea.

– ¿Ahora eres el jefe?

– Tu obsesión por esa puta nos ha jodido el negocio.

Lo cual significa: Sí, hermano, hasta que recuperes el sentido común yo soy el jefe.

– ¡Quiero verla!

– ¡No voy a permitir que te conviertas en otro Tío!

El chocho, piensa Raúl, la debilidad de los Barrera.

¿Acaso no fue la obsesión de Tío por los coñitos jóvenes lo que provocó su caída? Primero con Pilar, y después con la otra puta, cuyo nombre ni siquiera puedo recordar. Miguel Ángel Barrera, M-1, el hombre que construyó la Federación, el hombre más listo, más despiadado, más sensato que he conocido en mi vida, pero su cerebro se obnubiló por culpa de un culo y acabó con él.

Y Adán ha heredado la misma enfermedad. Joder, Adán podría tener todos los coños que quisiera, pero tiene que ser ese en concreto. Podría haber encadenado amante tras amante si hubiera sido discreto, sin avergonzar a su mujer. Pero Adán no. No, se enamora de esa puta y se exhibe en público con ella.

Lo cual proporciona a Art Keller el blanco perfecto.

Y ahora, míranos.

Adán clava la vista en el suelo.

– ¿Está viva?

Raúl no contesta.

– Dime que está viva, Raúl.

Un guardia irrumpe en la sala.

– ¡Váyanse! -grita-. ¡Váyanse!

Los animales del zoo chillan cuando Ramos y sus hombres saltan el muro.

Ramos apoya en el hombro el lanzagranadas, apunta y dispara. Una de las torres de vigilancia estalla en un destello de luz amarillenta. Recarga, vuelve a apuntar, otro destello. Baja la vista y ve que dos ciervos se están lanzando contra la valla con intención de escapar. Salta dentro del corral y abre la puerta.

Los dos animales se pierden en la noche.

Los pájaros chillan y graznan, los monos parlotean enloquecidos, y Ramos recuerda haber oído rumores de que Raúl tenía un par de leones por aquí, y entonces oye sus gruñidos, que suenan como en las películas, pero se olvida enseguida porque están devolviendo el fuego.

Han llegado de noche en avión después de oscurecer, un aterrizaje sin luces peligroso en una vieja pista utilizada por los traficantes de droga, han atravesado el desierto y han recorrido a rastras los últimos mil metros para esquivar las patrullas de jeeps de los Barrera.

Y ahora hemos entrado en materia, piensa Ramos. Apoya la mejilla en la vieja y confortable culata de Esposa, dispara dos veces, se levanta y avanza, consciente de que sus hombres le están cubriendo. Después, se deja caer y cubre a los hombres que gatean delante de él, y de esta manera van avanzando hacia la casa de Raúl.

Uno de sus hombres es alcanzado delante de él. Está avanzando, y de pronto salta como un antílope cuando le abaten. Ramos va a ayudarle, pero la mitad de la cara del hombre ha desaparecido. Ramos le desengancha los cargadores de municiones del cinturón y se aleja rodando cuando una ráfaga le persigue.

El fuego procede del tejado de un edificio bajo. Ramos se arrodilla y barre la línea del tejado. Entonces siente dos golpes fuertes en el pecho, se da cuenta de que le han alcanzado en el chaleco antibalas Kevlar, desengancha una granada del cinturón y la arroja hacia el tejado.

Un ruido sordo, un destello, y dos cuerpos saltan por los aires, tras lo cual los disparos desde el edificio cesan.

Pero no los procedentes de la casa:

Destellos reveladores de cañones brillan en las ventanas, tejados y puertas. Ramos vigila con atención las puertas, porque, al parecer, han sorprendido a varios hombres de Raúl dentro de la casa, y tratarán de salir para desbordar el flanco de sus atacantes. Uno de los mercenarios vacía un cargador desde la puerta, y luego lo intenta. Los dos disparos de Ramos le alcanzan en el estómago, cae al suelo y se pone a gritar. Uno de sus cantaradas sale para arrastrarle al interior, pero media docena de balas le alcanzan y se desploma a los pies de su compinche.

– ¡Disparad a los coches! -grita Ramos.

Hay vehículos por todas partes, Land Rover, los Suburban favoritos de los narcos, algunos Mercedes. Ramos no quiere que ningún narco, sobre todo Raúl, suba a uno de los coches y huya, y ahora, después de acribillarlos, ninguno de esos coches irá a ninguna parte. Todos tienen los neumáticos reventados y los cristales destrozados. Después, uno o dos depósitos de gasolina estallan, y un par de coches se incendian.

Entonces las cosas se ponen chungas.

Porque alguien ha tenido la brillante idea de que una buena táctica de distracción sería abrir todas las jaulas, y los animales empiezan a correr de un lado a otro del terreno. En todas direcciones, despavoridos por el estruendo, las llamas y las balas que silban en el aire, y Ramos se queda atónito cuando una condenada jirafa pasa corriendo delante de él, después dos cebras, y antílopes que zigzaguean a través del patio, y Ramos vuelve a pensar en los leones, decide que será una manera muy estúpida de morir, se levanta y corre hacia la casa, se agacha cuando un pájaro grande pasa zumbando sobre su cabeza, los narcos salen de la casa y se arma la de O. K. Corral.

La luz de la luna plateada proyecta imágenes de hombres, animales, armas; hombres de pie, hombres corriendo, disparando, cayendo, agachándose. Parece un drama surrealista, pero las balas, el dolor y la muerte son reales, y Ramos se levanta y dispara, después esquiva a un mono enloquecido que chilla aterrorizado, y luego tiene un narco a su izquierda, después a su derecha (no, ese es uno de sus hombres), y las balas zumban, los cañones de las armas destellan, los hombres chillan y los animales braman. Ramos dispara otras dos veces y un narco cae, y entonces ve (o cree ver, al menos) la alta figura de Raúl que corre, disparando a la altura de las caderas, y por un momento Ramos apunta a sus piernas, pero Raúl desaparece. Ramos corre hacia el punto donde le ha visto, y después se tira al suelo cuando ve a un narco levantar su pistola, y Ramos dispara y el hombre salta en el aire y cae al suelo, una pequeña nube de polvo que se alza hacia la luz de la luna.

Los Barrera se han ido.

Mientras el tiroteo muere (Ramos escoge la palabra «muere» a propósito, porque muchos mercenarios de Raúl están muertos, o al menos caídos), va de cadáver en cadáver, de herido a herido, de prisionero a prisionero, en busca de Raúl.

El rancho Las Bardas es un caos. La casa principal parece un gigantesco colador de arte popular. Hay coches en llamas. Pájaros extraños están subidos a las ramas de los árboles, y algunos animales han regresado a sus jaulas, donde se cobijan y lloriquean.

Ramos ve un cuerpo alto tendido junto a la valla sobre un lecho de amapolas matilija, las flores blancas teñidas del rojo de la sangre. Con Esposa fuertemente agarrada contra el cuerpo, Ramos le da la vuelta con el pie. No es Raúl. Ramos está furioso. Sabemos que Raúl estaba aquí, piensa. Le oímos. Y yo le vi, o creí verle, al menos. Tal vez no. Tal vez las llamadas de móvil eran falsas, para despistarnos, y los hermanos están sentados en una playa de Costa Rica o de Honduras, riéndose de nosotros mientras toman cerveza bien fría. Tal vez no estaban aquí.

Entonces la ve.

La trampilla está cubierta de tierra y algo de maleza, pero distingue una forma rectangular en el suelo. Mira con más detenimiento y ve las pisadas.

Puedes correr, Raúl, pero volar no.

Pero un túnel… Muy bueno.

Se agacha y ve que han abierto hace poco la trampilla. Hay una línea estrecha en el borde, por donde la tierra ha caído. Aparta la maleza y palpa el tirador cóncavo, cierra la mano sobre él y levanta la trampilla.

Oye el tenue clic y ve la carga explosiva.

Demasiado tarde.

– Me jodí.

La explosión le vuela en mil pedazos.


El silencio antes ominoso ahora es fúnebre.

Art ha intentado todo cuanto se le ha ocurrido para encontrar a Nora. Hobbs ha volcado todos sus recursos, pese a que Art se ha negado a divulgar la identidad de su fuente. Por consiguiente, Art ha contado con fotografías de satélites, puestos de escucha, barridos de internet sin resultado alguno.

Sus opciones son limitadas. No puede lanzar una búsqueda como hizo en el caso de Ernie Hidalgo, porque solo conseguiría estropear la tapadera de Nora y que la mataran, si es que no está ya muerta. Y ahora se ha quedado sin Ramos, al frente de su incesante campaña.

– Esto no pinta bien, jefe -dice Shag.

– ¿Cuándo es nuestro siguiente barrido de satélite?

– Dentro de tres cuartos de hora.

Si el tiempo lo permite, recibirán imágenes del rancho Las Bardas, el refugio de los Barrera en el desierto. Ya han recibido cinco, y no han mostrado nada. Algunos criados, pero nadie parecido a Adán o Raúl, y desde luego nadie que recuerde a Nora.

Ni el menor movimiento. Ningún vehículo nuevo, ningún rastro reciente de neumáticos, nada que salga ni entre. Sucede lo mismo en los otros ranchos y pisos francos de los Barrera que Ramos aún no había atacado. Ni gente, ni movimiento, ni charlas por móvil.

Joder, piensa Art, Barrera se estará quedando sin refugios.

Pero nosotros también.

– Avísame-dice.

Tiene una reunión con el nuevo zar de las drogas de México, el general Augusto Rebollo.

En teoría, el propósito de la reunión es que Rebollo le informe sobre las operaciones contra el cártel de los Barrera, como parte de su recién descubierto bilateralismo.

El único problema es que Rebollo no sabe gran cosa de la operación. Ramos mantenía sus actividades casi en secreto, y lo único que puede hacer Rebollo es salir en la televisión, con expresión feroz y decidida, y anunciar su apoyo total a todo lo que ha hecho el fallecido Ramos, incluso si ignora qué ha hecho.

Pero la verdad es que el apoyo es vacilante.

Ciudad de México se está poniendo más nerviosa a medida que pasan los días y los Barrera siguen libres. Cuanto más se prolonga esta guerra, más nerviosos se ponen, y están buscando, como John Hobbs explica con cautela a Art antes de entrar en la reunión, un «motivo para el optimismo».

En suma, Rebollo ronronea en su reunión con Art, con su uniforme verde del ejército planchado y limpio como un alfiler, que es evidente que sus colegas de la DEA tienen una fuente de información dentro del cártel de los Barrera, y que, en aras de la colaboración, su oficina podría ser de mucha más ayuda en la lucha común contra las drogas y el terrorismo si el señor Keller revelara dicha fuente.

Sonríe a Art.

Hobbs sonríe a Art.

Todos los burócratas de la sala sonríen a Art.

– No -dice.

Ve Tijuana desde las ventanas panorámicas del edificio de oficinas. Ella tiene que estar ahí, en algún sitio.

La sonrisa de Rebollo ha desaparecido. Parece ofendido.

– Arthur…-dice Hobbs.

– No.

Que se esfuerce un poco más.

La reunión acaba mal.

Art vuelve a la sala de guerra. Las fotos de satélite del rancho Las Bardas tendrían que haber llegado.

– ¿Hay algo? -pregunta a Shag.

Shag niega con la cabeza.

– Mierda.

– Se han escondido, jefe -dice Shag-. Ni tráfico de móviles, correos electrónicos, nada.

Art le mira. El rostro del viejo vaquero está curtido por la intemperie y surcado de arrugas, y ahora lleva bifocales. Joder, ¿habré envejecido tanto como él?, se pregunta Art. Dos viejos guerreros de la droga. ¿Cómo nos llaman los nuevos? ¿Narcos Jurásicos? Y Shag es mayor que yo. Pronto se jubilará.

– Llamará a su hija -dice de repente Art.

– ¿Qué?

– La hija, Gloria -dice Art-. La mujer y la hija de Adán viven en San Diego.

Shag hace un gesto de desaprobación. Ambos saben que implicar a una familia inocente es contrario a las reglas no escritas que gobiernan la guerra entre los narcos y ellos.

Art sabe lo que está pensando.

– A la mierda -dice-. Lucía Barrera sabe lo que su marido hace. No es inocente.

– La niña sí.

– Los hijos de Ernie Hidalgo también viven en San Diego -contesta Art-. Pero nunca ven a su padre. Pincha el teléfono.

– Jefe, ningún juez del mundo.

La mirada de Art le enmudece.


Raúl Barrera tampoco es feliz.

Pagan a Rebollo trescientos mil dólares al mes, y por ese dinero debería darles algo que valiera la pena.

Pero no acabó con Antonio Ramos antes del ataque contra el rancho Las Bardas, y ahora no puede confirmar que Nora Hayden es el origen de sus problemas, algo que Raúl necesita saber sea como sea, y deprisa. Está reteniendo a su propio hermano como prisionero virtual en este piso franco, y sí el soplón no era la amante de su hermano, lo pagará caro.

Así que, cuando Raúl recibe el mensaje de Rebollo (Caramba, lo siento), envía una frase de respuesta. Es sencilla: Hazlo mejor. Porque si no nos eres útil, no perderemos nada corriendo la voz de que estás en nuestra nómina. Entonces lo sentirás en la cárcel.

Rebollo recibe la frase.


Fabián Martínez hace piña con su abogado y va directo al grano.

Este sabe de procedimientos de actuación en redadas antidroga. El cártel envía a su representante legal y tú le das la información que tienes, si tienes alguna.

– No les dije nada -dice.

El abogado asiente.

– Tienen un informador -continúa Fabián, bajando la voz hasta susurrar-. Es la baturra de Adán, Nora.

– ¡Joder! ¿Estás seguro?

– Solo puede ser ella -dice Fabián-. Tienes que sacarme bajo fianza, tío. Me voy a volver loco aquí.

– Con cargos por tenencia de armas, Fabián, va a ser difícil…

– Que se jodan las armas.

Le habla al abogado sobre la acusación de asesinato.

Qué desastre, piensa el abogado. Si Fabián Martínez no hace un trato, va a pasar mucho tiempo en la cárcel.


No es exactamente una prisionera, pero no es libre de irse.

Nora ni siquiera sabe dónde está, salvo que se trata de algún lugar de, la costa este de Baja.

La casa donde la retienen está hecha de la misma piedra roja que la playa donde se encuentra. Tiene un techo de paja hecho de hojas de palma, y pesadas puertas de madera. No tiene aire acondicionado, pero las gruesas paredes de piedra la mantienen fresca por dentro. La casa cuenta con tres habitaciones, un pequeño dormitorio, un cuarto de baño y una sala delantera de cara al mar, que es una sala de estar combinada con una cocina abierta.

La electricidad la proporciona un generador que zumba ruidosamente fuera. Así que Nora tiene luz eléctrica, agua corriente caliente y un váter. Puede elegir entre una ducha caliente o un baño caliente. Incluso hay una antena parabólica fuera, pero se han llevado el televisor y no hay radio. También han quitado los relojes, y le confiscaron el reloj de pulsera cuando la trajeron.

Hay un pequeño reproductor de CD, pero sin CD.

Quieren que esté a solas con mi silencio, piensa.

En un mundo sin tiempo.

Lo cierto es que ha empezado a perder la noción del tiempo desde que Raúl la interceptó en Colonia Hipódromo y le dijo que subiera al coche, que se había montado un pollo y que la iba a llevar con Adán. Ella no confiaba en él, pero no tenía elección, y Raúl hasta empleó un tono de disculpa cuando le explicó que, por su propia protección, tenía que vendarle los ojos.

Sabe que se encuentra al sur de Tijuana. Sabe que circularon por la autopista de Ensenada durante un rato. Pero después la carretera se llenó de baches, y luego empeoró aún más, y se dio cuenta de que iban subiendo poco a poco por una carretera pedregosa en un todoterreno, y por fin percibió el olor del mar. Era oscuro cuando la llevaron dentro y le quitaron la venda.

– ¿Dónde está Adán? -preguntó a Raúl.

– Ya vendrá.

– ¿Cuándo?

– Pronto -dijo Raúl-. Relájate. Ve a dormir. Lo has pasado muy mal.

Le dio una pastilla para dormir, un Tuinol.

– No necesito eso.

– No, cógela. Necesitas dormir.

Se quedó delante de ella mientras la tomaba, Nora durmió como un tronco y despertó por la mañana algo aturdida y con la boca estropajosa. Pensó que estaba en alguna playa al sur de Ensenada, hasta que el sol salió por el lado contrario del mundo y dedujo que estaba tierra adentro. Cuando llegó la luz del día reconoció las aguas verdes del mar de Cortés.

Desde la ventana del dormitorio distinguió una casa grande en lo alto de la colina, y vio que toda la zona parecía un paisaje lunar de piedra roja. Un poco más tarde, una joven bajó de la casa grande con la bandeja del desayuno: café, pomelo y unas tortillas de harina.

Y una cuchara, observó Nora.

Ni cuchillo, ni tenedor.

Un vaso de agua con otro Tuinol.

Se resistió a tomarlo hasta que sus nervios cedieron, lo tragó y consiguió que se sintiera mejor. Durmió el resto de la mañana y solo despertó cuando la misma chica le trajo la bandeja de la comida: atún a la plancha, verduras hervidas, más tortillas.

Más Tuinol.

La despertaron en plena noche de su profundo sueño y empezaron a hacerle preguntas. Su interrogador, un hombre bajo con un acento que no era del todo mexicano, era afable, educado y persistente…

«¿Qué pasó la noche del embargo de armas?»

«¿Adónde fue? ¿A quién vio? ¿Con quién habló?»

«¿Qué hacía durante sus viajes de compras a San Diego? ¿Qué compraba? ¿A quién veía?»

«¿Conoce a Arthur Keller? ¿Le dice algo ese nombre?»

«¿Alguna vez la detuvieron por prostitución? ¿Por posesión de drogas? ¿Por evasión de impuestos?»

Ella contestaba con otras preguntas.

«¿De qué está hablando?»

«¿Por qué me pregunta estas cosas?»

«¿Quién es usted?»

«¿Dónde está Adán?»

«¿Sabe que me están molestando?»

«¿Puedo volver a dormir?»

La dejaron volver a dormir, la despertaron de nuevo un cuarto de hora después y le dijeron que era la noche siguiente. Ella sabía que no era cierto, pero fingió creerles cuando el interrogador le hizo las mismas preguntas, una y otra vez, hasta que ella se indignó y dijo:

«Quiero volver a dormir.»

«Quiero ver a Adán y…»

«Quiero otro Tuinol.»

Le daremos uno dentro de un rato, dijo el interrogador. Cambió de táctica.

«Hábleme del día del alijo de armas, por favor. Descríbalo minuto a minuto. Subió al coche y…»

«Y, y, y…»

Volvió a la cama, puso la cabeza debajo de la almohada y le dijo que cerrara el pico y se marchara, que estaba cansada. El hombre le ofreció otra pastilla y ella la aceptó.

La dejaron dormir durante veinticuatro horas y empezaron de nuevo.

Preguntas, preguntas, preguntas.

Dígame esto, dígame aquello.

Art Keller, Shag Wallace, Art Keller.

«Explíqueme cómo disparó al chino. ¿Qué hizo usted? ¿Qué sintió? ¿Por dónde cogió el arma? ¿Por el cañón? ¿Por la empuñadura?»

«Hábleme de Keller. ¿Desde cuándo le conoce? ¿Le abordó él o le abordó usted?»

«¿De qué está hablando?», -contestó ella.

Porque sabía que, si le daba una respuesta, lo estropearía todo. En la nube de barbitúricos, fatiga, miedo, confusión, desorientación. Comprendía lo que estaban haciendo, y no podía hacer nada para impedirlo.

El hombre nunca la tocaba, nunca la amenazaba.

Y eso le infundía esperanzas, porque daba a entender que no estaban seguros de que hubiera sido ella. De haber estado seguros, la habrían torturado para arrancarle la información, o la habrían matado. El interrogatorio «suave» significaba que albergaban dudas, y eso significaba otra cosa…

Que Adán aún estaba de su lado. No me están haciendo daño, pensó, porque aún tienen que preocuparse de Adán. De modo que aguantó. Dio evasivas, respuestas confusas, negativas tajantes, contraataques indignados.

Pero se está debilitando.

Le está afectando.

Una mañana, el desayuno no llegó. Lo pidió, la chica la miró confusa y dijo que se lo acababa de servir. Pero no era verdad. Lo sé… ¿o no?, se preguntó. Y después hubo dos comidas, una a continuación de la otra, y más sueño y más Tuinol.

Vaga por los alrededores, cerca de la casa. Las puertas no están cerradas con llave y nadie se lo impide. El recinto está flanqueado por el mar a un lado y el desierto interminable por el otro. Si intentara huir andando, moriría de sed o de exposición a los elementos.

Camina hacia el mar y se adentra hasta que el agua le llega a los tobillos.

El agua está tibia y le sienta de maravilla.

El sol se pone a su espalda.


Adán mira desde su habitación de la casa de la colina.

Está prisionero en su habitación, vigilado por una rotación de sicarios leales a Raúl. Se turnan ante la puerta de día y de noche, y Adán imagina que habrá unos veinte en todo el terreno.

La ve entrar en el agua. Lleva un vestido de playa desteñido y un sombrero blanco flexible para proteger su piel del sol. El pelo le cuelga suelto sobre los hombros desnudos.

¿Fuiste tú?, se pregunta.

¿Me traicionaste?

No, decide, no puedo creerlo.

Raúl sí que lo cree, aunque los días de interrogatorio no han conseguido demostrarlo. Es un interrogatorio suave, le ha asegurado su hermano. No la han tocado, ni mucho menos herido.

Más te vale, le había dicho Adán. Un moratón, una cicatriz, un chillido de dolor, y encontraré una forma de que te maten, por más hermano mío que seas.

¿Y si ella es el soplón?, preguntó Raúl.

Entonces, piensa Adán mientras la ve sentarse al borde del agua, eso sería diferente.

Sería algo diferente por completo.

Raúl y él han llegado a un acuerdo. Si Nora no es el traidor, Raúl permitirá que Adán vuelva a ser el patrón. Ese es el trato, piensa Adán, aunque la experiencia le dice que nadie que haya asumido el poder lo cede de nuevo.

De buen grado, al menos.

Ni con facilidad.

Y tal vez sería mejor así, piensa. Que Raúl se quede el pasador, cojo mi parte del dinero y me voy con Nora a vivir con tranquilidad a otro sitio. Siempre ha querido vivir en París. ¿Por qué no?

¿Y la otra mitad de la ecuación? Si resulta que Nora les traicionó, por el motivo que sea, el pequeño golpe de estado de Raúl será permanente, y Nora…

No quiere pensar en ello.

El ejemplo de Pilar Talavera está grabado a fuego en su mente.

Llegado el caso, me encargaré yo mismo, piensa. Es curioso que todavía puedas amar a alguien que te ha traicionado. La llevaré al mar, dejaré que vea los últimos rayos del sol desvanecerse sobre el agua.

Será rápido e indoloro.

Y después, si no fuera por Gloria, me metería la pistola en la boca.

Los hijos nos atan a la vida, ¿verdad?

Sobre todo esta hija, tan frágil y dependiente.

Debe de estar muñéndose de preocupación, piensa Adán. Las noticias de Tijuana habrán llegado a los periódicos de San Diego, y aunque Lucía intente protegerla, Gloria estará preocupada hasta que sepa algo de mí.

Lanza otra larga mirada a Nora, se aleja de la ventana y golpea la puerta.

El guardia la abre.

– Dame un móvil-ordena Adán.

– Raúl dijo…

– Me importa una mierda lo que dijo Raúl, pendejo -replica Adan-. Todavía soy el patrón, y si te digo que me des algo, me lo das.

Le dan el teléfono.


– ¿Jefe?

– ¿Sí?

– Ya.

Shag entrega a Art los auriculares conectados con el micrófono del teléfono intervenido de Lucía Barrera. Oye la voz de Lucía…

«¿Adán?»

«¿Cómo está Gloria?»

«Preocupada.»

«Déjame hablar con ella.»

«¿Dónde estás?»

«¿Puedo hablar con ella?»

Una larga pausa. Después, la voz de Gloria.

«¿Papá?»

«¿Cómo estás, cariño?»

«He estado preocupada por ti.»

«Estoy bien. No te preocupes.»

Art oye que la niña llora.

«¿Dónde estás? El periódico decía…»

«Los periódicos inventan cosas. Estoy bien.»

«¿Puedo ir a verte?»

«Todavía no, cariño. Pronto. Escucha, dile a mamá que te dé un gran beso de mi parte, ¿de acuerdo?»

«De acuerdo.»

«Adiós, cariño. Te quiero.»

«Te quiero, papá.»

Art mira a Shag.

– Vamos a tardar un poco, jefe.

Tardan una hora, pero se le antojan cinco, mientras envían los datos electrónicos a la NSA y los analizan. Después llega la respuesta. La llamada procedía de un teléfono móvil (eso ya lo sabíamos, piensa Art), de modo que no pueden facilitar una dirección, pero pueden especificar la torre de transmisiones más cercana.

San Felipe.

En la costa este de Baja, al sur de Mexicali.

En un radio de noventa kilómetros desde la torre.

Art ya tiene un plano desplegado sobre la mesa. San Felipe es una ciudad pequeña, tal vez veinte mil habitantes, muchos de ellos norteamericanos en busca de sol y calor. Hay poca cosa, salvo la ciudad, un montón de desierto y una ristra de campamentos de pesca al norte y al sur.

Incluso con un radio de noventa kilómetros, es la típica aguja en un pajar, y cabe la posibilidad de que Adán se haya desplazado para tener cobertura, y en estos momentos se esté largando a toda leche.

Pero al menos tenemos una zona delimitada, piensa Art.

Un rayo de esperanza.

– La llamada no se hizo desde la ciudad -dice Shag.

– ¿Cómo lo sabes?

– Escucha la cinta otra vez.

La vuelven a poner, y Art oye al fondo un tenue zumbido de pulsaciones rítmicas. Mira a Shag perplejo.

– Eres un chico de ciudad, ¿verdad? -dice Shag-. Yo crecí en un rancho. Lo que estás oyendo es un generador. No están conectados a la red eléctrica.

Art solicita un barrido por satélite, pero es de noche y tardarán horas en llegar imágenes.


El interrogador acelera el ritmo.

Despierta a Nora de un profundo sueño inducido por el Tuinol, la sienta en una silla y exhibe el dispositivo de localización ante su cara.

– ¿Qué es esto?

– No lo sé.

– Sí que lo sabe -insiste el hombre-. Usted lo puso allí.

– ¿Dónde? ¿Qué hora es? Quiero volver…

El hombre la sacude. Es la primera vez que la toca. También es la primera vez que grita.

– ¡Escuche! ¡Hasta el momento he sido amable, pero me está haciendo perder la paciencia! ¡Si no empieza a colaborar, le haré daño! ¡Mucho! ¡Dígame quién le dio esto para que lo pusiera en el coche!

Ella contempla el pequeño aparato durante mucho rato, como si fuera un objeto de un pasado lejano. Lo sostiene entre el índice y el pulgar y le da vueltas, lo examina desde diferentes ángulos. Después lo alza hacia la luz y lo examina con más atención. Se vuelve hacia el interrogador.

– Nunca lo había visto -dice.

Entonces él se pone a chillarle en la cara. Nora ni siquiera comprende lo que está diciendo, pero está chillando (recibe gotas de saliva en la cara) y la sacude de un lado a otro, y cuando por fin la suelta, ella se derrumba en la silla, agotada.

– Estoy muy cansada -dice.

– Ya lo sé -dice el hombre, todo suavidad y compasión de repente-. Esto podría acabar muy pronto, ¿sabe?

– ¿Puedo dormir, pues?

– Oh, sí.


Art está sentado delante del ordenador cuando las fotos aparecen en la pantalla.

Con los ojos irritados a causa de la fatiga, despierta a Shag, que está dormido derrumbado en la silla con las botas encima del escritorio.

Examina las fotos. Empezando con una imagen grande de toda la zona de San Felipe, tomada desde un satélite meteorológico, desechan el sector conectado a la red eléctrica y empiezan a avanzar a través de los vectores norte y sur de la ciudad ampliados.

Descartan las zonas del interior. No hay suministro de agua, pocas carreteras transitables, y las escasas carreteras que serpentean a través del desierto rocoso dejarían a los Barrera tan solo una vía de escape, y no es probable que se hayan encerrado en esa ratonera.

Por lo tanto, se concentran en la costa, al este de la cadena de montañas bajas y la carretera principal, que corre paralela a la costa, con carreteras secundarias que van hacia el este, a los campamentos de pesca y otros pequeños pueblos de la playa.

La costa norte de San Felipe es un lugar muy frecuentado por todoterrenos, y suele estar abarrotado de turistas, pescadores y campamentos de todoterrenos, de modo que no da mucho juego. La costa sur de la ciudad es similar, pero la carretera empeora de manera considerable y la civilización casi desaparece, hasta que te acercas a la pequeña aldea pesquera de Puertocitos.

Pero hay una extensión de diez kilómetros entre las dos ciudades (que empieza a unos cuarenta kilómetros al sur de San Felipe) en que no hay campamentos, tan solo algunas casas de playa aisladas. El radio de acción coincide con la potencia de la señal del móvil de Barrera, 4800 bps, de modo que es ahí donde tienen que concentrar sus esfuerzos.

Es un lugar perfecto, piensa Art. Solo hay unas pocas carreteras de acceso (pistas para todoterrenos), y los Barrera deben de tener apostados centinelas en esa carretera, y también en San Felipe y Puertocitos. Pueden divisar cualquier vehículo solitario que se acerque por la carretera, y ya no digamos el convoy armado necesario para el asalto. Para cuando puedan acercarse, los Barrera ya habrán desaparecido (por carretera o por barco).

Pero no puedes pensar en eso ahora. Primero, localiza el objetivo, y después, preocúpate de cómo conquistarlo.

Hay una docena de casas esparcidas por el tramo aislado de costa. Algunas en la misma playa, pero la mayoría en las colinas. Tres no están ocupadas. No hay vehículos ni señales, de neumáticos recientes. Cuesta elegir entre las nueve restantes. Todas parecen normales, desde el espacio, al menos, aunque es difícil para Art decidir cuál sería anormal en este caso. Todas parecen haber sido construidas en parcelas despejadas de rocas y agave. La mayoría son sencillas, edificios rectangulares de techo de paja o compuesto. La mayoría…

Entonces repara en la anomalía.

Casi la pasa por alto, pero algo le llama la atención. Algo que no encaja.

– Haz un zoom sobre eso -dice.

– ¿Qué? -pregunta Shag.

Donde Art señala con el dedo solo ve rocas y maleza.

«Eso» es la sombra de unas rocas, que no se distinguen de un millón de otras, pero la sombra… la sombra es una línea recta.

– Eso es un edificio -dice Art.

Descargan la imagen y la amplían. Es granulada, cuesta verlo, pero al examinarla bajo una lupa detectan una profundidad.

– ¿Estamos mirando una roca cuadrada? -pregunta Art-. ¿O un edificio cuadrado con un techo de roca?

– ¿Quién pone un techo de roca en una casa? -pregunta Shag.

– Alguien que quiere fundirla con el paisaje -contesta Art.

Hacen retroceder el zoom, y ahora empiezan a distinguir otras sombras demasiado regulares, y fragmentos de maleza que contienen líneas rectas. Al principio es difícil, pero luego empieza a emerger una imagen de dos estructuras, una más pequeña que la otra, y formas que podrían disimular vehículos debajo.

Coordinan la imagen sobre el plano grande. La casa se halla junto a una pista que se desvía de la carretera principal, cuarenta y ocho kilómetros al sur de San Felipe.

Cinco horas después, un barco de pesca sube desde Puertocitos, desafiando un fuerte viento de cara. Echa el ancla a doscientos metros de la orilla, lanza sus sedales y espera al ocaso. Después uno de los «pescadores» se tumba sobre la cubierta y apunta con un telescopio de rayos infrarrojos hacia la playa, delante de dos casas de piedra.

Divisa a una mujer con un vestido blanco que camina con paso inseguro hacia el agua.

Tiene el pelo largo y rubio.


Art cuelga el teléfono, hunde la cabeza entre las manos y suspira. Cuando vuelve a levantar la vista, una sonrisa alumbra su cara.

– La tenemos.

– ¿No querrás decir «le» tenemos, jefe? -pregunta Shag-. No perdamos de vista el objetivo. Detener a los Barrera es el objetivo, ¿verdad?


Fabián Martínez continúa en su celda, pero se siente un poco más reconciliado con la vida en general.

Ha celebrado una buena reunión con su abogado, quien le ha asegurado que no debe preocuparse por las acusaciones de tráfico de drogas. Los testigos del gobierno no van a hacer acto de presencia, y ciertas personas aportarán información sobre el soplón.

La acusación de tráfico de armas sigue planteando problemas, pero el abogado también ha tenido una idea genial al respecto.

– Intentaremos que sea extraditado a México -dijo-. Por el asesinato de Parada.

– ¿Bromea?

– En primer lugar -dijo el abogado-, en México no hay pena de muerte. En segundo, tardarán años en llevarle a juicio, y entretanto…

No terminó la frase. Fabián sabía a qué se refería. Entretanto, se arreglarán las cosas. Saldrán a la luz tecnicismos, los fiscales perderán el entusiasmo, los jueces conseguirán ranchos de vacaciones.

Fabián se tumba sobre el colchón y piensa que está en muy buena forma. Que te den por el culo, Keller. Sin Nora no tienes nada. Y que te den por el culo, Güera. Espero que estés pasando una velada agradable.


No la dejan dormir.

Cuando llegó, no le dejaban hacer otra cosa que dormir, y ahora no le permiten cerrar los ojos. Puede sentarse, pero si se pone a dormir, la levantan y la obligan a estar de pie.

Está dolorida.

Le duele todo el cuerpo, los pies, las piernas, la espalda, la cabeza.

Los ojos.

Lo peor son los ojos. Los tiene irritados, le duelen, los siente en carne viva. Daría cualquier cosa por tumbarse y cerrar los ojos. O sentarse, incluso estar de pie, pero con los ojos cerrados.

Pero no la dejan.

Y no le dan Tuinol.

Nora no lo quiere. Lo necesita.

Siente hormigueos desagradables en la piel, y sus manos no dejan de temblar. Si a eso añadimos a eso el dolor de cabeza, las náuseas y…

– Solo uno -lloriquea.

– Usted quiere cosas, pero no da nada -contesta el interrogador.

– No tengo nada que dar.

Siente las piernas entumecidas.

– No estoy de acuerdo -dice el interrogador. Entonces empieza a preguntar de nuevo, sobre Arthur Keller, la DEA, el dispositivo de localización, sus viajes a San Diego…

Lo saben, piensa Nora. Ya lo saben, de modo que, ¿por qué no les digo lo que ya saben? Se lo digo, dejo que hagan lo que van a hacer, pero sea lo que sea podré dormir. Adán no va a venir, Keller no viene… Diles algo.

– Si le hablo de San Diego, ¿me dejará dormir? -pregunta.

El interrogador accede.

La guía paso a paso.


Shag Wallace se marcha por fin de la oficina. Sube a su Buick de cinco años de antigüedad y conduce hasta un aparcamiento situado frente al supermercado Ames de National City. Espera unos veinte minutos, hasta que un Lincoln Navigator entra en el aparcamiento, da la vuelta poco a poco y frena a su lado.

Un hombre baja del Lincoln y sube al Buick con Shag.

Deja el maletín sobre su regazo. Lo abre con un chasquido metálico, y después da la vuelta al maletín para que Shag vea los fajos de billetes que contiene.

– ¿La pensión de los policías es aquí mejor que en México? -pregunta el hombre.

– No mucho -contesta Shag.

– Trescientos mil dólares -dice el hombre.

Shag vacila.

– Cójalos -dice el hombre-. Al fin y al cabo, no está pasando información a los narcos. Esto es de policía a policía. El general Rebollo necesita saberlo.

Shag exhala un largo suspiro.

Entonces dice al hombre lo que desea saber.

– Necesitamos pruebas -dice el hombre.

Shag saca la prueba del bolsillo de la chaqueta y se la entrega.

Después coge los trescientos mil dólares.


Un viento del sur sopla en la península de Baja, empuja aire más caliente y una capa de nubes sobre el mar de Cortés.

Sin más fotos de satélite, la última información Art la ha recibido hace ya más de dieciocho horas, y podrían haber sucedido muchas cosas durante esas horas. Los Barrera podrían haberse marchado, Nora podría estar muerta. La capa de nubes no muestra señales de ir a disiparse, de modo que la información no hace otra cosa que envejecer.

O sea, lo que hay es lo que hay, y hay que actuar deprisa o no hacer nada.

Pero ¿cómo?

Ramos, el único poli de México en quien podía confiar, ha muerto. El responsable del NCID está en la nómina de los Barrera, y Los Pinos está dando marcha atrás a la campaña de los Barrera a mil por hora.

Art solo tiene una alternativa.

Que detesta.

Se reúne con John Hobbs en Shelter Island, el puerto deportivo que hay en mitad del puerto de San Diego. Se encuentran de noche, enfrente de Humphreys, junto a la bahía, y pasean a lo largo del estrecho parque que flanquea el agua.

– ¿Sabes lo que me estás pidiendo? -dice Hobbs.

Sí, piensa Art.

De todos modos, Hobbs lo verbaliza.

– Lanzar un ataque ilegal en territorio de un país amigo. Viola todas las leyes internacionales que conozco, además de cientos de leyes nacionales, y podría provocar, y perdona la franqueza, una grave crisis diplomática con un Estado vecino.

– Es nuestra última posibilidad de acabar con los Barrera -arguye Art.

– Detuvimos el cargamento chino.

– Este -contesta Art-. ¿Crees que Adán abandonará? Si no le detenemos ahora, seguirá con el acuerdo de armas a cambio de drogas, y las FARC estarán armadas hasta los dientes dentro de seis meses.

Hobbs guarda silencio. Art camina a su lado, intenta leer sus pensamientos, escucha el sonido del agua mientras lame las rocas. A lo lejos, las luces de Tijuana centellean y parpadean.

Art experimenta la sensación de que no puede respirar. Si Hobbs no pica el anzuelo, Nora Hayden morirá y los Barrera ganarán.

– No podré utilizar nuestros recursos habituales -dice por fin Hobbs-. Tendremos que subcontratar, un experimento inédito hasta el momento.

Gracias a Dios, se dice Art.

– Por cierto, Arthur -añade Hobbs al tiempo que se vuelve hacia él-, esto va a ser una operación clandestina. Jamás podremos explicar a los mexicanos cómo detuvimos a los Barrera. No será una operación de las fuerzas de la ley, sino de la inteligencia. No será una detención, sino una sanción extrema. ¿Estás de acuerdo con todo eso?

Art asiente.

– Necesito oírtelo decir -insiste Hobbs.

– Es una sanción -dice Art-. Eso es lo que quiero.

Hasta el momento, todo va bien, piensa Art. Pero sabe que John Hobbs no se irá sin exigir un precio, que no tarda mucho en llegar.

– Y tengo que saber quién es tu informador.

– Por supuesto.

Art se lo dice.


Callan vuelve de la playa hacia la casa que ha alquilado. El día es frío y neblinoso en la costa de NoCal, y le gusta.

Se siente bien.

Abre la puerta de la casa, saca la 22 y apunta.

– Tranquiiiiiilo -dice Sal-. Estamos bien.

– ¿Estamos?

– Te marchaste de la reserva, Sean -dice Sal-. Tendrías que haber hablado conmigo antes.

– ¿Me habrías dejado marchar?

– Sí, con las debidas precauciones -dice Sal.

– ¿Qué hay del ataque contra los Barrera?

– Ha llovido mucho desde entonces.

– Así que estamos bien -dice Callan sin dejar de apuntar-. Gracias por la información. Ahora lárgate.

– Tengo una oferta de trabajo para ti.

– Paso -dice Callan-. Ya no me dedico a eso.

Estupendo, le dice Scachi, porque esta vez no estamos hablando de quitar vidas. Estamos hablando de salvar una.


Deciden atacar desde el mar.

Art y Sal examinan planos de zona muy detallados y deciden que es la única forma de actuar deprisa. Un barco de pesca subirá desde el sur de noche, y ellos embarcarán en Zodiacs y tomarán tierra en la playa.

Ahora es una cuestión de tiempo y marea.

El mar de Cortés tiene mareas extremas. La marea baja puede retirarse cientos de metros, y esa distancia frustraría por completo el ataque. No pueden cruzar cientos de metros de playa. Incluso de noche, serían detectados y abatidos antes de poder acercarse a las casas.

Por lo tanto, las posibilidades de que el ataque se salde con éxito son escasas. Tiene que ser de noche y con marea alta.

– Tenemos que atacar entre las nueve y las nueve y veinte -dice Sal-. Esta noche.

Demasiado pronto, piensa Art.

O quizá demasiado tarde.


Nora habla de su última visita a San Diego.

Cuenta que fue de compras, lo que compró, dónde se alojó, su comida con Haley, la siesta, el rato que fue a correr, la cena.

– ¿Qué hizo aquella noche?

– Me quedé en la habitación, pedí la cena al servicio de habitaciones, vi la tele.

– ¿Estaba en La Jolla y solo vio la tele? ¿Por qué?

– Porque me apetecía. Estar sola, haraganear, atontarme delante de la caja tonta.

– ¿Qué vio?

Sabe que está descendiendo por una pendiente resbaladiza. Lo sabe, pero no puede remediarlo. Así es la naturaleza de las pendientes resbaladizas, ¿verdad?, piensa. Lo que hice en realidad aquella noche fue ir a la Casa Blanca y reunirme con Keller, pero no puedo decirlo, ¿verdad? Así que…

– No lo sé. No me acuerdo.

– No ha pasado tanto tiempo.

– Tonterías. Una película tonta. Tal vez me quedé dormida.

– ¿PPV? ¿HBO?

No recuerda si el Valencia tiene películas de PPV, HBO o lo que sea. Ni siquiera está segura de haber encendido la tele. Pero si digo que vi una película de pago, eso aparecería en mi cuenta, ¿verdad?, piensa.

– Creo que fue HBO o Showtime, una de esas.

El interrogador intuye que se está acercando a su meta. La mujer es una aficionada. Una mentirosa profesional siempre es vaga en todo. («No me acuerdo. Podría ser esto, podría ser aquello.») Pero esta mujer había explicado con seguridad y detalle todo lo que había hecho. Hasta su descripción de aquella noche, cuando empezó a mostrarse vacilante y evasiva.

Una mentirosa profesional sabe que la clave es conseguir que sus mentiras parezcan la verdad, y no al revés.

Bien, sus verdades parecen verdades, pero ¿y las mentiras?

– Pero ¿no se acuerda de qué película era?

– Estaba zapeando.

– Zapeando.

– Sí.

– ¿Qué cenó?

– Pescado. Suelo tomar pescado.

– Controla su peso.

– Por supuesto.

– Voy a marcharme un rato. En mi ausencia, haga el favor de pensar en la película que vio.

– ¿Puedo dormir?

– Si duerme, no podrá pensar, ¿verdad?

Pero no puedo pensar si no duermo, piensa Nora. Ese es el problema. No se me ocurren más mentiras. Ya ni siquiera estoy segura de lo que pasó y lo que no. ¿Qué película vi? ¿Qué película es esta? ¿Cómo termina?

– Si puede recordar lo que vio aquella noche, la dejaré dormir.

El hombre conoce el procedimiento. Sometida a suficiente presión, la mente creará una respuesta. En este caso, da igual que sea fantasía o verdad. Solo quiere que se comprometa con una respuesta.

A cambio de dormir, la mente de la mujer «recordará» la información. Incluso podría ser real para ella. Si es así, estupendo. Pero si resulta que es falsa, le habrá proporcionado la grieta a partir de la cual todo lo demás se astillará.

La mujer se desmoronará.

Y entonces sabremos la verdad.


– Está mintiendo -dice el interrogador a Raúl-. Inventa cosas.

– ¿Cómo lo sabe?

– Lenguaje corporal -dice el interrogador-. Respuestas vagas. Si le hago la prueba del polígrafo y la interrogo sobre aquella noche en particular, fallará.

¿Tengo suficiente para convencer a Adán?, se pregunta Raúl. ¿Para poder liquidar a esa puta mentirosa sin desencadenar una guerra civil con mi hermano? Primero, Fabián envía un mensaje a través de su abogado, diciendo que la mujer es el soplón. Ahora, el interrogador está a punto de pillarla mintiendo.

Pero ¿tengo que esperar?

¿A que Rebollo nos dé la respuesta definitiva? Si es que puede.

– ¿Cuánto tiempo tardará en doblegar su voluntad? -pregunta.

El interrogador consulta su reloj.

– Ahora son las cinco -dice-. Las ocho y media, las nueve como máximo.


Ahora las nubes se han puesto de nuestro lado, piensa Art, mientras el pesquero surca las aguas picadas. Escucha el rítmico golpeteo del casco contra las pequeñas olas, que rompen contra la proa. El mal tiempo que había obstaculizado sus operaciones de recogida de datos está trabajando ahora en su favor, les oculta de los vigilantes de la costa, y también de otros barcos, algunos de ellos sin duda con guardias de los Barrera.

Mira a los hombres sentados en silencio en la cubierta. Sus ojos brillan en los rostros ennegrecidos. Fumar está prohibido, pero la mayoría llevan cigarrillos sin encender en los labios, para aplacar el nerviosismo. Otros mastican chicle. Algunos hablan en voz baja, pero casi todos tienen la vista clavada en la niebla gris que tiembla bajo la luz de la luna.

Los hombres llevan chalecos antibalas Kevlar encima de chándales negros, y cada hombre es todo un arsenal, provisto de una Mac-10 o un M-16, una 45 a un lado del cinturón y un cuchillo de hoja plana en el otro. Los chalecos están festoneados de granadas.

De modo que estos son los «recursos externos», piensa Art.

¿De dónde coño los ha sacado Scachi?


Callan lo sabe.

Lleva una semana sentado aquí con los chicos de Niebla Roja, algunos de ellos antiguos compañeros de litera de Las Tangas, a la espera de cumplir la misión.

«Interceptar el suministro de armas a los terroristas en su origen», tal como lo había expresado Scachi.

Tres Zodiacs cubiertas con lonas impermeables están amarradas a la cubierta. Irán ocho hombres por barca y desembarcarán alejadas cincuenta metros entre sí. Los hombres de las dos barcas situadas más al norte se dirigirán hacia la casa principal. La tripulación de la tercera barca tendrá como objetivo la casa pequeña.

Llegar o no llegar, esa es la cuestión, piensa Callan.

Si los Barrera han recibido el soplo, nos encontraremos en mitad de un fuego cruzado procedente de casas de piedra, atrapados en una playa desnuda sin otra protección que la niebla. La playa quedará sembrada de cadáveres.

Pero no se quedarán allí.

Sal lo ha dejado muy claro: no hay que abandonar a nadie. Muertos, vivos o a medias, volverán al barco. Callan echa un vistazo a la pila de bloques de ceniza que hay en la popa. «Lápidas», las había llamado Sal.

Entierro en el mar.

No vamos a abandonar cadáveres en México. Para el mundo exterior, será un golpe llevado a cabo por una banda rival de narcos que se aprovecharon de las dificultades actuales de los Barrera. Si te capturan, y no te dejes capturar, eso es lo que les dirás. Con independencia de lo que te hagan. ¿Una idea mejor? Trágate la pistola. No somos marines, no iremos a rescatarte.

Art baja.

El fuerte olor a diésel le revuelve el estómago. O tal vez son los nervios, piensa.

Scachi está tomando un café.

– Como en los viejos tiempos, ¿eh, Arthur?

– Casi.

– Oye, Arthur, si no quieres que esto ocurra, sólo dilo.

– Quiero que ocurra.

– Tienes treinta minutos en esa playa -dice Sal-. Al cabo de media hora tienes que volver al barco y largarte. Lo último que nos interesa es que nos detenga una patrulla mexicana.

– Comprendido -dice Art-. ¿Cuánto falta para llegar?

Scachi traslada la pregunta al capitán del barco.

Dos horas.

Art consulta su reloj.

Llegarán a la playa alrededor de las nueve.


Nora comete la equivocación a las ocho y cuarto.

Está a punto de quedarse dormida de pie, pero la sacuden y la obligan a pasear por la habitación. Después la vuelven a sentar, cuando el interrogador entra y pregunta:

– ¿Recuerda lo que vio aquella noche?

– Sí.

Porque tiene que dormir. Tengo que dormir. Si puedo dormir, puedo pensar, y podré pensar en una forma de salir de esta. Así que dale algo, lo que sea, compra un poco de sueño. Compra un poco de tiempo.

– Muy bien. ¿Qué?

Amistad.

– La película sobre los esclavos.

– Exacto.

Sé valiente y pregúntame sobre ella, piensa. La he visto. La recuerdo. Puedo hablar de ella. Haz preguntas. Que te jodan.

– No hay películas las noches del fin de semana, de modo que tiene que haber sido PPV o HBO.

– U otra…

– No. Lo he comprobado. Su hotel solo tiene HBO y PPV.

– Ah.

– ¿Qué fue?

¿Cómo voy a saberlo?, piensa Nora.

– HBO.

El interrogador sacude la cabeza con tristeza, como un profesor cuyo alumno le ha decepcionado.

– No, ese hotel no tiene HBO.

– Pero acaba de decir.

– La estaba poniendo a prueba.

– Entonces debió de ser PPV.

– ¿Sí?

– Sí, ahora me acuerdo. Fue PPV porque recuerdo haber mirado la tarjetita que dejan encima del televisor, y me pregunté si los empleados pensarían que había solicitado porno. Sí, eso es, y yo… ¿Qué?

– Nora, tengo una copia de su factura. No pidió ninguna película.

– ¿No?

– No. Bien, ¿por qué no me dice lo que hizo en realidad aquella noche, Nora?

– Ya se lo he dicho.

– Me ha mentido, Nora. Estoy muy decepcionado.

– Solo estaba confusa. Estoy muy cansada. Si me deja dormir un poco…

– La única razón de mentir es que oculte algo. ¿Qué está ocultando, Nora? ¿Qué hizo en realidad aquella noche?

Nora apoya la cara en las manos y llora. No había llorado desde la muerte de Juan, y la conforta. Es un alivio.

– Estuvo en otro sitio aquella noche, ¿verdad?

Ella asiente.

– Ha estado mintiendo desde el primer momento.

Vuelve a asentir.

– ¿Puedo dormir ya, por favor?

– Denle Tuinol -dice el interrogador-.Y llamen a Raúl.


La puerta de Adán se abre.

Raúl entra y le da una pistola.

– ¿Puedes hacerlo tú, hermano?


Nora siente una mano sobre el hombro.

Al principio, cree que es un sueño, pero abre los ojos y ve a Adán de pie a su lado.

– Amor mío -dice él-, vamos a dar un paseo.

– ¿Ahora?

Adán asiente.

Su aspecto es muy serio, piensa ella. Muy serio.

La ayuda a bajar de la cama.

– Estoy hecha un desastre -dice Nora.

Es cierto. Tiene el pelo revuelto y la cara hinchada a causa de las drogas. Adán piensa que nunca la había visto sin maquillaje.

– Tú siempre estás adorable -contesta-. Ponte un jersey. Hace frío. No quiero que te pongas enferma.

Sale con él a la niebla plateada. Está atontada y le cuesta caminar sobre los guijarros de la playa. Adán la sujeta por el codo y se alejan de la casa, en dirección a la orilla.


Raúl mira desde la ventana.

Ha visto a Adán y a su mujer salir de la casa de piedra y adentrarse en la oscuridad. Ahora les ha perdido de vista en la niebla.

¿Podrá hacerlo?, se pregunta Raúl.

¿Podrá apoyar el cañón en la nuca de esa bonita cabeza rubia y apretar el gatillo? ¿Tiene eso importancia? Si no, lo haré yo. Y en cualquier caso, soy el nuevo patrón, y el nuevo patrón dirigirá las cosas de una manera diferente a la del antiguo. Adán se ha ablandado. Siempre el pequeño contable… Bueno con los números, no tanto con la sangre.

Una llamada a la puerta interrumpe sus pensamientos.

– ¿Qué pasa? -pregunta con brusquedad.

Entra uno de sus hombres. Está sin aliento, como si hubiera subido la escalera corriendo.

– El soplón -dice-. Acaba de llamar Rebollo. Se lo dijo el propio tío de la DEA, Wallace…

– Es Nora.

El hombre niega con la cabeza.

– No, patrón. Es Fabián.

El mensajero aporta las pruebas: la acusación de asesinato, la amenaza de la pena de muerte, y después lo más flagrante de todo: copias de resguardos de depósitos, depósitos efectuados por Keller a nombre de Fabián en bancos de Costa Rica, las Caimán y hasta Suiza.

Cientos de miles de dólares, beneficios de los tombes conseguidos por los hermanos Piccone.

– Le ofrecieron un trato -dice el hombre-. Plata o plomo.

Eligió la plata.


– Sentémonos -dice Adán.

Ayuda a Nora a sentarse y se acomoda a su lado.

– Tengo frío -dice ella.

Adán la rodea con su brazo.

– ¿Te acuerdas de aquella noche en Hong Kong? -pregunta-. ¿Cuando me llevaste a Victoria Peak? Imaginemos que estamos allí.

– Me gustaría.

– Mira hacia allí -le dice-. ¿Imaginas las luces?

– ¿Estás llorando, Adán?

Él extrae poco a poco la pistola de la espalda.

– Bésame -dice Adán.

Vuelve la barbilla de Nora hacia él y la besa con dulzura en los labios, mientras pasa el cañón de la pistola por detrás de su cabeza,

– Eras la sonrisa de mi alma -susurra contra sus labios mientras amartilla el arma.


«Lo siento, hermano. Cuando me llegó la información, demasiado tarde. Qué tragedia. Pero nos vengaremos de Fabián, te lo aseguro.»

Raúl ensaya lo que va a decir.

Nos ocuparemos de la Güera ahora, y después de Fabián, piensa. Matar a esta mujer destruirá a Adán. Será incapaz de volver a asumir el control del pasador.

Es tu hermano.

Está chingada, piensa.

Aparta al mensajero a un lado, baja corriendo la escalera y sale a la noche.

– ¡Adán! ¡Adán! -grita. Adán oye los gritos, apagados por la niebla.

Oye los pies que corren sobre las piedras, que se acercan. Tensa el dedo sobre el gatillo y piensa: No puedo dejar que lo haga él.

Mira hacia atrás y ve la forma alta de Raúl que corre hacia él como un fantasma entre la niebla.

Tengo que hacerlo.

Hazlo.


Art salta del barco y pisa la playa.

Avanza dando tumbos con el agua hasta los tobillos, tropieza y cae de cara sobre la arena. Se levanta y corre agachado pendiente arriba, y entonces ve…

A Raúl Barrera.

Que corre hacia…

Adán.

Y Nora.

Es un disparo difícil, desde cien metros de distancia como mínimo, y Art no ha disparado furioso un M-16 desde Vietnam. Levanta el rifle hasta la altura del hombro, aplica el ojo al visor nocturno, apunta a Raúl y aprieta el gatillo.

La bala alcanza a Raúl a media zancada.

Justo en el estómago.

Art ve que cae, rueda y empieza a arrastrarse hacia delante.

Entonces la noche se ilumina.


Raúl cae al suelo.

Rueda sobre las rocas, lanzando gritos de dolor.

Adán corre hacia él. Cae de rodillas, intenta sujetarle, pero Raúl es demasiado fuerte. Su dolor es demasiado grande, y se suelta del abrazo de Adán.

¡Dios mío! -grita Adán.

Tiene las manos empapadas en sangre. También la pechera de la camisa y los pantalones.

Está caliente.

– ¡Adán! -gime Raúl-. No fue ella. Fue Fabián. -Entonces, clama a Dios-: ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Madre de Dios!

Adán intenta aclarar sus ideas.

El mundo está estallando a su alrededor. Se oyen disparos por todas partes, y el sonido de pasos que corren hacia ellos sobre las rocas. Es entonces cuando aparecen los guardaespaldas de Raúl, algunos disparan detrás de ellos, mientras otros intentan levantar a Raúl del suelo.

– ¡Id a buscar un coche! -grita Adán-. Traedlo aquí. Raúl, vamos a llevarte a un hospital.

– ¡No me mováis!

– Tenemos que hacerlo.

Empiezan a arrastrarle playa arriba, lejos del ataque.

Adán agarra a Nora de los brazos y tira de ella.

– ¡Vamos!

Una granada aterriza a escasos metros y les derriba.

Nora queda tendida sobre las rocas, conmocionada, y le mana sangre de la nariz. Adán está gritando algo, pero no oye nada. Manuel se lo está llevando. Adán grita y trata de volver con ella, pero el campesino es demasiado fuerte para él.

Dos sicarios intentan levantarla, pero dos ráfagas los derriban.

Otro destello de luz, y después la oscuridad.


Art ve que Raúl y Adán están siendo arrastrados colina arriba, hacia unos Land Rovers que están aguardando, cerca de la casa principal.

Se dirige hacia ellos.

Una lluvia de balas cae alrededor de sus pies.

Un hombre delgado con gafas sin montura sale de la casa y empieza a correr hacia lo alto de la colina, pero una ráfaga de balas le alcanza mientras corre y cae hacia atrás, como un dibujo animado de una película muda que ha resbalado en una piel de plátano.

La puerta se cierra a su espalda y empiezan a disparar desde las ventanas. Art se tira al suelo y gatea hacia Nora. Callan avanza a su lado, rueda, lanza ráfagas de dos disparos y vuelve a rodar.

– ¡Al suelo! -grita Callan detrás de él.

Un segundo después, una granada atraviesa una ventana de la casa y estalla.

Dejan de disparar desde la casa.


Raúl se encoge de dolor cuando sus hombres le depositan en el asiento trasero. Adán sube por el otro lado y acuna la cabeza de su hermano sobre el regazo.

Raúl toma su mano y llora.

Manuel salta detrás del volante. Los hombres de Raúl intentan detenerle, pero Adán grita:

– ¡Quiero a Manuel!

Obedecen. El coche se pone en marcha, y cada traqueteo supone una tortura para Raúl.

Adán experimenta la sensación de que su hermano, al agarrarle, va a destrozarle los huesos de la mano, pero le da igual. Acaricia el pelo de Raúl y le dice que aguante, que todo saldrá bien.

– Agua -musita Raúl.

Adán encuentra una botella de agua en el bolsillo del asiento, desenrosca el tapón y acerca la botella a la boca de Raúl. Éste bebe y Adán nota que el agua cae sobre sus zapatos.


Adán se vuelve y mira hacia el pie de la pendiente.

Ve el cuerpo inmóvil de Nora.

– ¡Nora! -grita-. ¡Tenemos que volver! -dice a Manuel.

Manuel no quiere ni oír hablar de ello. El coche va en primera, con tracción en las cuatro ruedas, y asciende poco a poco la colina, seguido de otro Rover, cuyos sicarios disparan desde atrás para cubrirles.

Balas trazadoras describen arcos en la noche, como polillas mortíferas.

Una granada disparada desde un cohete alcanza el coche de detrás y estalla, enviando por los aires fragmentos de metal recalentado. El conductor salta en llamas del coche y se retuerce como fuegos artificiales en la noche. Otro cuerpo se desploma desde el lado abierto del coche y chisporrotea sobre las rocas.

Manuel pisa el acelerador y Raúl chilla.


Art ve estallar uno de los Rovers, intenta distinguir algo a través de las llamas y ve que el primero prosigue su camino.

– ¡Maldita sea! -brama. Se vuelve hacia Callan-. ¡Quédate con ella! -ordena.

Entrega el peso muerto de Nora a Callan y corre hacia el Land Rover, que escapa. Disparos lanzados desde la casa principal zumban alrededor de su cabeza como mosquitos. Agacha la cabeza y sigue corriendo, deja atrás el Rover en llamas y los cuerpos carbonizados, y persigue al vehículo que avanza penosamente colina arriba.


Adán le ve, gira en redondo y trata de sujetar con fuerza la pistola para disparar, pero cada músculo que mueve envía oleadas de dolor al cuerpo de Raúl. Ve que Keller, sin dejar de correr, apoya el rifle contra el hombro.

Adán dispara.

Los dos hombres fallan.

Entonces el Rover corona la colina. Baja la pendiente contraria y Raúl grita. Adán le sujeta cuando el vehículo acelera.


Art se para al borde del risco. Está encorvado, intentando recuperar el aliento, mientras ve alejarse el Rover.

Respira hondo tres veces, se lleva el rifle al hombro y apunta hacia la parte izquierda del parabrisas posterior, donde ha visto por última vez a Adán. Aspira una larga bocanada de aire, aprieta el gatillo y exhala.

El coche sigue alejándose.

Art vuelve corriendo a la casa principal.


Los hombres de Scachi se dedican a su trabajo como una cuadrilla de obreros, sin prisas. Un escuadrón dispara para cubrir al segundo con ráfagas breves y disciplinadas, mientras el otro avanza. Después se intercambian. Tres rotaciones siguiendo esta táctica consiguen que uno de los hombres llegue junto a la casa. Se aplasta contra las paredes de piedra, mientras los otros disparan a través de las ventanas. Después, a una señal, dejan de disparar y el hombre de Scachi sujeta una carga a la puerta y se arroja al suelo, al tiempo que la puerta salta en pedazos.

Los demás mercenarios se precipitan hacia ella.

Tres veloces ráfagas, y después silencio.


Art entra.

Es una carnicería, es de locos.

Sangre por todas partes, muertos y heridos, los mercenarios de Scachi trabajan con diligencia para acabar con los sicarios que basculan entre ambos mundos.

Tres sicarios muertos están espatarrados en el suelo del salón. Uno de ellos yace cabeza abajo con dos heridas de bala en la nuca. Art pasa por encima de él y entra en el dormitorio.

Hay once cadáveres más.

Un hombre herido, con una mancha roja en el hombro, está sentado con la espalda apoyada contra la pared, las piernas abiertas ante él. Scachi se acerca al hombre y echa el pie hacia atrás como si se dispusiera a marcar un gol desde cincuenta metros de distancia.

Su bota golpea al hombre en las pelotas con un ruido sordo.

– Empieza a hablar -dice Art.

El sicario obedece. Adán y Raúl estaban aquí, y también la Güera, y Raúl resultó herido de un disparo.

– Bien, una buena noticia -dice Scachi. Hace los mismos cálculos que Art. Si Raúl Barrera ha recibido un balazo en el vientre, no sobrevivirá. Es como si estuviera muerto. Mejor, de hecho.

– Podemos alcanzarles -dice Art a Scachi-. Van por la carretera. No están muy lejos.

– ¿Alcanzarles con qué? -pregunta Scachi-. ¿Has traído un jeep? -Consulta su reloj-. ¡Diez minutos!

– ¡Tenemos que seguirles! -brama Art.

– No hay tiempo.

El hombre sigue vomitando información. Los hermanos Barrera se fueron en el jeep, en dirección a San Felipe para auxiliar a Raúl.

Scachi le cree.

– Sacadle fuera y pegadle un tiro -ordena.

Art ni se inmuta.

Todo el mundo conoce las reglas.


El Land Rover traquetea sobre la carretera llena de baches.

Raúl chilla.

Adán no sabe qué hacer. Si dice a Manuel que vaya más despacio, Raúl se desangrará antes de que pueda recibir ayuda. Si le dice que acelere, los sufrimientos de Raúl aún serán peores.

El neumático delantero izquierdo se hunde en un charco y Raúl grita.

– Por favor, hermano -murmura cuando recupera el aliento.

– ¿Qué pasa, hermano?

Raúl le mira.

– Ya lo sabes.

Desvía los ojos hacia la pistola que lleva al cinto.

– No, Raúl. Te salvarás.

– No… puedo… aguantarlo… más -jadea Raúl-. Por favor, Adán.

– No puedo.

– Te lo suplico.

Adán mira a Manuel.

El viejo guardaespaldas sacude la cabeza. No va a hacerlo.

– Para el coche -ordena Adán.

Saca la pistola del cinto de Raúl, abre la puerta del coche, deja caer con suavidad la cabeza de su hermano sobre el asiento. El aire del desierto transporta los aromas de la savia y el hermosillo. Adán levanta la pistola y apunta a la cabeza de Raúl.

– Gracias, hermano -susurra Raúl.

Adán aprieta el gatillo dos veces.


Art sigue a Scachi hasta la playa, donde Sal se persigna ante los cadáveres de dos mercenarios.

– Buenos hombres -dice a Art.

Dos mercenarios depositan los cuerpos en las Zodiacs. Art corre hacia el lugar donde dejó a Nora.

Se detiene cuando ve a Callan acercarse, cargado con Nora sobre el hombro, el pelo rubio colgando alrededor de sus brazos.

Art le ayuda a cargar el peso muerto hasta una barca.


Adán no va a San Felipe, sino que se dirige a un pequeño campamento pesquero.

El propietario sabe quién es, pero finge no saberlo, que es la decisión más sabia. Les alquila dos cabañas en la parte de atrás, una para Adán y la otra para el conductor.

Manuel sabe lo que hay que hacer aunque no se lo hayan dicho.

Aparca el Land Rover al lado de su cabaña y transporta el cadáver de Raúl hasta el cuarto de baño. Deja el cuerpo en la bañera y sale a comprar un cuchillo de los utilizados por los pescadores. Vuelve y despedaza el cadáver de Raúl. Corta las manos, los pies, los brazos, las piernas y, por fin, la cabeza.

Es una pena que no puedan dispensarle el funeral que merece, pero nadie debe saber que Raúl Barrera ha muerto.

Los rumores correrán, por supuesto, pero mientras exista la posibilidad de que el pasador de los Barrera continúe con vida, nadie se atreverá a atacarles. En cuanto sepan que ha muerto, se abrirán las puertas y los enemigos entrarán en tromba para vengarse en la persona de Adán.

Manuel coge un cuchillo de desescamar y despelleja con sumo cuidado la piel de los dedos cortados de Raúl, y después tira la piel por el desagüe de la bañera. Luego, guarda las partes cercenadas en bolsas de la compra de plástico y enjuaga la bañera. Carga las bolsas hasta una pequeña barca motora, las llena con las bolas de plomo que utilizan los pescadores para hundir las redes y se adentra con la barca en el golfo. Después, cada doscientos o trescientos metros, tira una de las bolsas al agua.

Cada vez que lo hace recita una rápida oración, dirigida tanto a la Virgen María como a san Jesús Malverde.


Adán llora bajo la ducha.

Sus lágrimas se cuelan por el desagüe junto con el agua sucia.


Art y Shag van al cementerio y dejan flores en la tumba de Ernie. -Solo queda uno -dice Art a la lápida-. Solo queda uno.

Después van a La Jolla Shores y contemplan la puesta de sol desde el bar del Sea Lodge.

Art levanta su cerveza.

– Por Nora Hayden.

– Por Nora Hayden.

Entrechocan los vasos y miran en silencio el espectáculo del sol cuando desciende sobre el mar, como una bola en llamas que tiñe las aguas de un dorado resplandeciente.


Fabián sale contoneándose del edificio del Tribunal Federal de San Diego. El juez federal ha aceptado extraditarle a México.

Aún va con el chándal naranja, las muñecas esposadas a la cintura, los tobillos sujetos con grilletes, pero aun así logra contonearse y dedicar su mejor sonrisa de estrella de cine a Art Keller.

– Saldré antes de un mes, perdedor -dice cuando pasa al lado de Art y entra en la furgoneta que le está esperando.

Ya lo sé, piensa Art. Por un segundo, se le ocurre detenerle, pero acto seguido piensa: Que se joda.

El general Rebollo se encarga en persona de detener a Fabián Martínez.

– No te preocupes por nada -dice a Fabián en el coche, camino de la comparecencia ante el magistrado-, pero procura no ser arrogante. Declárate no culpable y mantén la boca cerrada.

– ¿Se encargaron de la Güera?

– Está muerta.

Sus padres aguardan en la sala del tribunal. Su madre llora y le ¡abraza. Su padre le estrecha la mano. Una hora más tarde, después de pagar medio millón de dólares de fianza, y una cifra similar a modo de soborno bajo mano, el juez entrega a Junior Número Uno a la custodia de sus padres.

Quieren que se pierda de vista y salga de Tijuana, así que le llevan a la finca de su tío en las afueras de Ensenada, cerca de la aldea de El Sauzal.

A la mañana siguiente se levanta temprano para ir a mear.

Se levanta de la cama, en realidad un colchón preparado en la terraza, y baja al cuarto de baño. Está durmiendo fuera porque todos los dormitorios de la estancia de su tío están llenos de parientes, y porque de noche hace más fresco gracias a la brisa que llega del Pacífico.Y es más silencioso. No puede soportar los aullidos de los bebés, las discusiones, el ajetreo de las relaciones sexuales, los ronquidos ni ningún otro sonido procedente de una reunión de familia numerosa.

El sol acaba de salir y ya hace calor fuera. Será otro día largo y cálido en El Sauzal, otro día aburrido y abrasador de Ensenada, plagado de hermanos ruidosos, sus mandonas esposas, sus irritantes retoños y su tío, que piensa que es un vaquero y se empeña en que monte a caballo.

Baja y nota que algo va mal.

Al principio, no sabe definirlo, pero luego sí. Algo que debería haber, pero que no ve.

Humo.

Tendría que salir humo de los alojamientos de los criados, al otro lado de las puertas de la casa principal. Ha salido el sol, y las mujeres ya deberían estar preparando tortillas, y el humo tendría que elevarse por encima de los muros del complejo residencial.

Pero no es así.

Lo cual es raro.

¿Será fiesta hoy?, se pregunta. No puede ser, porque su tío habría preparado algo, sus cuñadas habrían estado discutiendo como posesas por algún detalle del menú o la disposición de la mesa, y a él ya le habrían asignado su aburrido papel en la celebración.

¿Por qué no se han levantado los criados?

Entonces ve por qué.

Los federales entran en tromba por la puerta.

Habrá una docena o así, con sus características chaquetas negras y gorras de plato, y Fabián piensa: Joder, ya estamos otra vez, y recuerda lo que Adán siempre le ha dicho, así que levanta las manos, a sabiendas de que va a ser un rollo patatero, aunque seguro que puede solucionarse, pero entonces se fija en que el jefe de los federales arrastra la pierna detrás de él.

Es Manuel Sánchez.

– No -musita Fabián-. No, no, no, no…


Tendría que haberse pegado un tiro.

Pero le prenden antes de que pueda encontrar una pistola, y le obligan a presenciar lo que hacen a su familia.

Después le atan a una silla, y uno de los hombres más grandes se coloca detrás de él y le agarra por su espeso pelo negro, para que no pueda mover la cabeza, incluso cuando Manuel le enseña el cuchillo.

– Esto es por Raúl -dice Manuel.

Hace cortes breves y profundos siguiendo el contorno de la frente de Fabián, después coge cada ristra de piel y la desprende. Los pies de Fabián patean el suelo de piedra mientras Manuel despelleja su cara, y deja las ristras colgando sobre su pecho como pieles de plátano.

Manuel espera a que los pies dejen de patalear y le dispara en la boca.


El bebé está muerto en brazos de su madre.

A juzgar por la forma en que yacen los cuerpos (ella encima, el bebé debajo), Art deduce que la mujer intentó proteger al niño.

Es culpa mía, piensa Art.

Yo he provocado su desgracia.

Lo siento, piensa Art. Lo siento muchísimo. Se inclina sobre la madre y el niño, hace la señal de la cruz y susurra:

In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.

El poder del perro -oye murmurar a un poli mexicano.

El poder del perro.

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