…y todos los cerrojos y tranca

s de hierro macizo o roca sólida con facilidad se aflojan:

las puertas infernales vuelan de improviso

abiertas con un impetuoso retroceso y un sonido

estridente;

sus goznes produjeron un horrísono y prolongado estampido,

que conmovió las más profundas simas del

Erebo.

John Milton, El paraíso perdido


Ciudad dé México

19 de septiembre de 1985


La cama tiembla.

El temblor se funde con su sueño, y después con sus pensamientos conscientes: la cama está temblando.

Nora se sienta en la cama y mira el reloj, pero le cuesta enfocar los números digitales porque da la impresión de que vibran, casi se licúan, delante de sus ojos. Extiende la mano para inmovilizar el reloj. Son las seis y dieciocho minutos de la mañana. Entonces se da cuenta de que es la mesita de noche la que está temblando, de que todo está temblando, la mesa, las lámparas, la silla, la cama.

Está en una habitación de la planta séptima del hotel Regis, un lugar muy conocido de la avenida Juárez, cerca del parque de la Alameda, situado en el centro de la ciudad. Invitada por un ministro del gabinete, la llevaron para ayudarle a celebrar el Día de la Independencia, y allí sigue, tres días después. Por las noches, vuelve a casa con su mujer. Por las tardes, va al Regis para celebrar su independencia.

Nora piensa que tal vez continúe durmiendo, soñando, porque ahora las paredes están latiendo.

¿Estoy enferma?, se pregunta. Se siente mareada, con náuseas, sobre todo cuando se levanta de la cama y no puede caminar, ni siquiera tenerse en pie, mientras da la impresión de que el suelo se desliza bajo sus pies.

Mira el espejo grande de pared que hay frente «a la cama, pero su rostro no se ve pálido. Su cabeza sigue dando vueltas en el espejo, y entonces el espejo se inclina y estalla en mil pedazos.

Levanta el brazo para protegerse los ojos y nota que diminutas astillas de cristal se clavan en su carne. Después oye el sonido de un fuerte chubasco, pero no es lluvia, sino cascotes que caen de los pisos superiores. Entonces da la impresión de que el suelo se desliza como una de esas planchas metálicas de las casas de la risa, pero esto no es divertido, sino aterrador.

Estaría más aterrorizada todavía si viera lo que está pasando en la calle. Verla ondular, literalmente, ver que la parte superior del hotel se inclina, oscila y golpea la cúspide del edificio de al lado. No obstante, lo oye. Oye el terrible crujido, y después la pared que hay detrás de la cama cae, ella abre la puerta y escapa al pasillo.

Fuera, Ciudad de México sufre temblores de muerte.

La ciudad está construida sobre el lecho de un antiguo lago, que a su vez se asienta sobre la gran placa tectónica de Cocos, la cual se halla en constante movimiento bajo la masa continental mexicana. La ciudad y sus blandos cimientos se hallan a solo trescientos kilómetros del borde de la placa, y de una de las fallas más grandes del mundo, la gigantesca Zanja de Centroamérica que corre bajo el océano Pacífico desde la ciudad turística mexicana de Puerto Vallarta hasta Panamá.

Durante años se han producido pequeños movimientos sísmicos a lo largo de los extremos norte y sur de esta placa, pero no cerca del centro, ni cerca de Ciudad de México, lo que los científicos llaman «laguna sísmica». Los geólogos la comparan con una hilera de petardos que han estallado a lo largo de ambos extremos pero no en el centro. Dicen que, tarde o temprano, el centro tiene que incendiarse y estallar.

El problema empieza treinta kilómetros bajo la superficie de la tierra. Durante incontables eones, la placa de Cocos ha estado intentando hundirse, deslizarse bajo la placa hacia el este, y esta mañana lo consigue. A sesenta kilómetros de la costa, a trescientos sesenta kilómetros al oeste de Ciudad de México, la tierra se agrieta y envía un gigantesco terremoto a través de la litosfera.

Si la ciudad hubiera estado más cerca del epicentro, habría aguantado mejor. Tal vez los rascacielos habrían sobrevivido a las rápidas sacudidas de alta frecuencia que ocurren cerca del temblor real. Los edificios habrían saltado, aterrizado y se habrían agrietado, pero habrían resistido.

Pero a medida que el temblor se aleja del centro su energía se disipa, lo cual, aunque parezca contradictorio, aumenta su peligrosidad debido al suelo blando. El temblor se transforma en lentos y largos movimientos ondulantes, un conjunto de olas gigantescas, por decirlo de alguna manera, que se suceden bajo el blando lecho del lago, esa cuenca de gelatina sobre la que la ciudad está construida, y esa gelatina rueda, y los edificios ruedan con ella, y sacude los edificios no tanto vertical como horizontalmente, y ese es el problema.

Cada piso de los rascacielos se traslada más hacia un lado que el piso de abajo. Los edificios, ahora más pesados por arriba, se deslizan literalmente en el aire, entrechocan las cabezas y retroceden de nuevo. Durante dos largos minutos, las cúspides de dichos edificios se deslizan de costado en el aire, y se rompen.

Bloques de cemento se desprenden y caen a la calle. Las ventanas estallan. Enormes fragmentos dentados de cristal vuelan por el aire como misiles. Las paredes interiores se derrumban, acompañadas de las vigas de apoyo. Las piscinas de los tejados se agrietan, y toneladas de agua derriban los techos que hay bajo ellas.

Algunos edificios se parten en el cuarto o quinto piso, y envían dos, tres, ocho, doce plantas de piedra, cemento y acero a la calle, y miles de personas caen con ellas y quedan sepultadas bajo los cascotes.

Edificio tras edificio (doscientos cincuenta en cuatro minutos) se vienen abajo. El gobierno cae, literalmente: el Secretariado de la Marina, el Secretariado de Comercio y el Secretariado de Comunicaciones se derrumban. El centro turístico de la ciudad se lee como una lista de bajas, nombre tras nombre: el hotel Monte Cario, el hotel Romano, el hotel Versalles, el Roma, el Bristol, el Ejecutivo, el Palacio, la Reforma, el ínter-Continental y el Regis caen uno tras otro. La mitad superior del hotel Caribe se parte como un palillo, y a través de la grieta caen a la calle colchones, equipajes, cortinas y huéspedes. Barrios enteros desaparecen: Colonia Roma, Colonia Doctores, Unidad Aragón y la Urbanización Tlatelolco, donde un edificio de apartamentos de veintidós plantas se derrumba sobre sus ocupantes. En un giro de los acontecimientos particularmente cruel, el temblor destruye el hospital general de México y el hospital Juárez, matando y atrapando pacientes, así como a médicos y enfermeras, que con tanta desesperación se necesitan.

Nora no sabe nada de todo lo ocurrido. Sale corriendo al vestíbulo, donde puertas de habitaciones que han caído parecen cartas de un sofisticado castillo de naipes que ha empezado a ceder. Una mujer la adelanta y aprieta el botón del ascensor.

– ¡No!-grita Nora.

La mujer se vuelve y la mira, con los ojos desorbitados de miedo.

– No coja el ascensor -dice Nora-. Baje por la escalera.

La mujer la mira sin comprender.

Nora intenta recordar las palabras en español, pero no puede.

Entonces la puerta del ascensor se abre y brota un chorro de agua, como en una mala película de terror. La mujer da media vuelta, mira a Nora y ríe.

Agua -dice.

– Vamos -dice Nora-. Vámonos, como se diga.

Agarra a la mujer de la mano e intenta arrastrarla, pero la mujer no se mueve. Suelta la mano y empieza a apretar el botón de bajada del ascensor una y otra vez.

Nora la deja y localiza la puerta de salida a la escalera. El suelo se ondula y rueda bajo sus pies. Entra en la escalera y es como estar en una larga caja oscilante. La fuerza la envía de un lado a otro mientras baja corriendo la escalera. Hay gente delante de ella, y también detrás. La escalera se está llenando. Sonidos, sonidos horribles, resuenan en el estrecho espacio: crujidos, chasquidos, los ruidos de un edificio que se está cayendo a trozos, y chillidos, chillidos de mujeres, y peor aún, los gritos penetrantes de los niños. Se agarra a la barandilla para no perder el equilibrio, pero esta también se mueve.

Un piso, dos, intenta contarlos por los rellanos, y luego desiste. ¿Han sido tres, cuatro, cinco pisos? Sabe que tiene que bajar siete. Es absurdo, pero no recuerda cómo cuentan los pisos en México. ¿Empiezan por arriba y van bajando? ¿O es la planta baja el primero, y después segundo, tercero, cuarto…?

¿Qué más da? Sigue adelante, se dice, y entonces una espantosa sacudida, como un barco cabalgando las olas, la arroja contra la pared izquierda. Conserva el equilibrio, recupera el uso de los pies. Sigue adelante, sigue adelante, sal del edificio antes de que te caiga encima. Sigue bajando la escalera.

Es curioso, pero piensa en la empinada escalera que desciende desde Montmartre a través de la plaza Willette, donde algunas personas toman el funicular, pero ella siempre prefiere la escalera, porque es bueno para sus pantorrillas, pero también porque le gusta, y si camina en lugar de bajar en funicular, eso justifica un chocolat chaud en el bonito café que hay al pie. Y quiero volver allí, piensa, quiero volver a sentarme en una silla de la terraza, y que el camarero me sonría, y ver a la gente, ver la curiosa catedral, la Basílica del Sagrado Corazón en lo alto, la que parece hecha de azúcar hilado.

Piensa en eso, piensa en eso, no pienses en morir en esta trampa, en esta trampa mortal abarrotada y oscilante. Dios, qué calor hace aquí, Dios, deja de chillar, no sirve de nada, cierra el pico, hay un soplo de aire, ve gente apelotonada delante de ella, y entonces el embotellamiento desaparece y sale al vestíbulo.

Las arañas de cristal caen del techo como fruta podrida de un árbol que están sacudiendo, caen y se rompen sobre el antiguo suelo de baldosas. Pasa por encima de los cristales rotos, en dirección a las puertas giratorias. Hay un embotellamiento, espera su turno y pasa. No necesita empujar, ya la están empujando por detrás. Percibe el aroma del aire, aire maravilloso, ve la tenue luz del sol, casi ha salido…

Y entonces, el edificio se desploma sobre ella.


Está diciendo misa cuando empieza.

A doce kilómetros del epicentro, en la catedral de Ciudad Guzmán, el arzobispo Parada sostiene la hostia sobre la cabeza y ofrece una oración a Dios. Es una de las ventajas y privilegios de ser arzobispo de la archidiócesis de Guadalajara, venir a decir misa a esta pequeña ciudad. Le encanta la arquitectura churrigueresca clásica de la catedral, fusión típicamente mexicana del gótico europeo con el paganismo maya y azteca. Las dos torres góticas de la catedral están redondeadas siguiendo el estilo precolombino, y flanquean una cúpula adornada con una panoplia de azulejos multicolores. Incluso ahora, de cara al retablo que hay detrás del altar, ve las tallas de madera dorada, querubines y cabezas humanas europeas, pero también volutas nativas de frutas, flores y pájaros.

El amor al color, a la naturaleza, la alegría de vivir, esto es lo que le deleita de la rama mexicana del cristianismo, la mezcla sin fisuras de paganismo indígena y una fe inquebrantable en Jesús. No se trata de la religión seca y austera de la intelectualidad europea, con su odio al mundo natural. No, los mexicanos poseen una sabiduría innata, la generosidad espiritual, ¿cómo decirlo?, brazos lo bastante largos para abarcar este mundo y el siguiente en un cálido abrazo.

Eso es estupendo, piensa, mientras se vuelve hacia la congregación. Debería encontrar una forma de expresarlo en un sermón.

Esta mañana, la catedral está atestada de fieles, aunque es jueves, porque ha venido a celebrar la misa. Tengo suficiente amor propio para disfrutar de este hecho, piensa. La verdad es que es un arzobispo enormemente popular. Se mezcla con la gente, comparte sus preocupaciones, sus pensamientos, sus risas, sus comidas. Oh, Dios, piensa, ya lo creo que comparto sus comidas. Sabe que corre un chiste por todas las ciudades que visita, y las visita todas: «Ensanchad la silla que preside la mesa. El arzobispo Juan viene a cenar».

Toma una hostia y procede a depositarla sobre la lengua del fiel arrodillado delante de él.

Entonces el suelo salta bajo sus pies.

Eso es justo lo que siente, algo similar a un salto. Después, otro y otro, hasta que los saltos se funden en una serie constante de sacudidas.

Nota algo húmedo en la manga.

Baja la vista y ve que el vino se derrama de la copa que sostiene el monaguillo a su lado. Rodea la espalda del chico con su brazo.

– Avanza bajo los arcos y sal -dice-. Que todo el mundo vaya saliendo, con calma y en silencio.

Empuja con suavidad al monaguillo.

– Vete.

El muchacho baja del altar.

Parada espera. Esperará hasta que el resto de la congregación haya salido de la iglesia. Cálmate, se dice. Si mantienes la calma, ellos también la mantendrán. Si cunde el pánico, la gente podría morir aplastada al intentar salir.

De modo que se queda y pasea la vista a su alrededor.

Los animales tallados cobran vida.

Saltan y tiemblan.

Los rostros tallados se mueven arriba y abajo.

Un asentimiento petrificado, piensa Parada. ¿Sobre qué, me pregunto?

En el exterior, las dos torres tiemblan.

Están hechas de piedra antigua. Hermosas piezas de artesanía, obra de artistas locales. Hechas con amor, con cuidado extremo. Pero se alzan en Ciudad Guzmán, provincia de Jalisco, un nombre que procede de los primitivos habitantes tarascanos y que significa «lugar arenoso». Las piedras de la torre son hermosas, fuertes y se elevan a la misma altura, pero hicieron el mortero de ese suelo arenoso.

Podían resistir muchas cosas, viento, lluvia y tiempo, pero no estaban hechas para aguantar el embate de un terremoto de escala 7,8, de treinta kilómetros de profundidad y a solo quince kilómetros de distancia.

De modo que, mientras los fieles desalojan la iglesia pacientemente, las torres tiemblan, el mortero que las sujeta se suelta y se derrumban sobre los bisnietos de los hombres que las construyeron. Las torres se desploman a través de la cúpula de azulejos y atrapan a veinticinco fieles.

Porque la iglesia está abarrotada esta mañana.

Por amor al obispo Juan.

El cual continúa inmóvil en el altar, incólume, conmocionado y horrorizado, mientras le gente que tiene delante desaparece en una nube de polvo amarillento.

Aún sujeta la hostia.

El cuerpo de Cristo.


Sacan a Nora de entre los muertos.

Una viga de sustentación de acero le salvó la vida. Cayó en diagonal sobre un fragmento de pared derrumbado e impidió que otra columna la aplastara. Dejó una grieta de espacio, un poco de aire, mientras yacía enterrada bajo los escombros del hotel Regis, de modo que al menos pudo respirar.

No es que haya mucho que respirar, el aire está saturado de polvo.

Se ahoga, tose, no ve nada, pero puede oír. ¿Transcurren minutos, horas? No lo sabe, pero durante ese tiempo se pregunta si está muerta. Si eso es el infierno, atrapada en un espacio pequeño y caluroso, incapaz de ver, atragantándose con el polvo. Estoy muerta piensa, muerta y enterrada. Oye gemidos, gritos de dolor, y se pregunta si eso durará eternamente. Si esa es su eternidad. El lugar donde van las putas cuando mueren.

Tiene espacio suficiente para apoyar la cabeza sobre el brazo Quizá pueda dormir en el infierno, piensa, dormir toda la eternidad. Siente dolor. Descubre que su brazo está cubierto de sangre húmeda, y después recuerda que el espejo estalló y los cristales se clavaron en su brazo. No estoy muerta, piensa, cuando siente la sangre húmeda. Los muertos no sangran.

No estoy muerta, piensa.

Estoy enterrada viva.

Entonces se apodera de ella el pánico.

Empieza a hiperventilar, a sabiendas de que no debería, que solo está agotando con mayor rapidez el pequeño suministro de oxígeno, pero no puede evitarlo. La idea de estar enterrada viva, en ese ataúd subterráneo… Recuerda un estúpido cuento de Poe que le obligaron a leer en el instituto. Los arañazos en la tapa del ataúd…

Tiene ganas de chillar.

Es absurdo malgastar el aire, piensa. Con él se pueden hacer cosas mejores.

– ¡Socorro! -grita.

Una y otra vez. A pleno pulmón.

Entonces oye sirenas, pasos, el sonido de pies encima de ella.

– ¡Socorro!

Un instante.

¿Dónde estás?

– ¡Aquí! -grita, y después repite la palabra en español.

Siente y oye que levantan cosas de encima. Dan órdenes, imparten instrucciones. Después levanta la mano lo máximo posible.

Un segundo después siente el increíble calor de otra mano que apodera de la suya. Luego siente que tiran de ella, la sacan al exterior, y, de pronto, como por milagro, está de pie al aire libre. Bien, más o menos. Hay una especie de techo encima. Paredes y columnas se inclinan peligrosamente. Es como estar en un museo en ruinas.

Un socorrista la sujeta por los brazos y la mira con curiosidad.

Entonces ella percibe un olor. Un olor dulzón y mareante. Dios, ¿qué es?

Una chispa hace estallar el gas.

Nora oye un crujido penetrante, y después un estruendo sordo que agita su corazón, y cae sobre el agujero. Cuando vuelve a levantar la vista, hay fuego por todas partes. Es como si el puto aire estuviera ardiendo.

Y avanza hacia ella.

¡Vámonos! -grita el hombre-. ¡Ahorita!

Uno de los hombres agarra a Nora del brazo otra vez y la empuja, y se ponen a correr. Están rodeados de llamas, y escombros ardientes caen sobre sus cabezas, ella oye un chasquido, percibe un olor acre y amargo, un hombre da manotadas sobre su cabeza y comprende que su pelo está ardiendo, pero no nota nada. La manga del hombre arde, pero la sigue empujando, empujando, y de pronto salen al aire libre y ella quiere dejarse caer, pero el hombre no se lo permite, la sigue empujando sin parar porque, detrás de ellos, los restos del hotel Regis se desploman y arden.

Los otros dos hombres no lo consiguen. Se suman a los ciento veintiocho héroes que morirán intentando rescatar a gente atrapada en el terremoto.

Nora aún no sabe esto, mientras corre por la avenida Benito Juárez y llega a la relativa seguridad del espacio abierto del parque de la Alameda. Cae de rodillas cuando una mujer policía, una guardia de tráfico, arroja una chaqueta sobre su cabeza y apaga el fuego.

Nora pasea la vista a su alrededor. El hotel Regis es una pila de escombros en llamas. Al lado, da la impresión de que han partido en dos los almacenes Salinas y Rocha. Serpentinas rojas, verdes y blancas, adornos del Día de la Independencia, flotan en el aire sobre el cono truncado del edificio. Alrededor de Nora, a juzgar por lo que ve a través de las nubes de polvo, los edificios han caído o se han partido por la mitad. Enormes pedazos de cemento, piedra y acero retorcido siembran las calles.

Y la gente. El parque está lleno de gente que reza de rodillas.

El cielo está oscuro a causa del humo y el polvo.

Oculta el sol.

Una y otra vez, oye que murmuran la misma frase: El fin del mundo.

La parte derecha de la cabeza de Nora está chamuscada. Tiene el brazo izquierdo ensangrentado y salpicado de fragmentos de cristal. La conmoción y la adrenalina se están desvaneciendo, y el dolor está empezando a convertirse en algo real.


Parada se arrodilla sobre los cadáveres.

Les da la extremaunción a título póstumo.

Una hilera de cadáveres llama su atención. Veinticinco cadáveres envueltos en sudarios improvisados, mantas, toallas, manteles, lo que pudieron encontrar. Alineados pulcramente sobre la tierra ante la iglesia derrumbada, mientras vecinos frenéticos peinan las ruinas en busca de más. Buscan a sus seres queridos, desaparecidos, atrapados bajo la piedra antigua. Desesperados, con la esperanza de oír algún indicio de vida.

Su boca murmura las palabras en latín, pero su corazón…

Algo se ha roto en su interior, se ha agrietado al igual que la tierra. Ahora se ha abierto una falla entre Dios y yo, piensa.

El Dios que existe, el Dios que no existe.

No se lo puede decir. Sería una crueldad. Le buscan para que envíe las almas de los fallecidos al cielo. No puede decepcionarles, en este momento no, tal vez nunca. La gente necesita esperanza y yo no se la puedo quitar. No soy tan cruel como Tú, piensa.

Así que pronuncia las oraciones. Les unge con aceite y prosigue el ritual.

Un cura se le acerca por detrás.

– ¿Padre Juan?

– ¿No ve que estoy ocupado?

– Quieren que vaya a Ciudad de México.

– Me necesitan aquí.

– Es una orden, padre Juan.

– ¿De quién?

– Del nuncio papal -dice el cura-. Están llamando a todo el mundo para organizar la ayuda. Usted ya ha hecho ese trabajo antes, así que…

– Aquí hay docenas de muertos…

– Hay miles de muertos en Ciudad de México -dice el sacerdote.

– ¿Miles?

– Nadie sabe cuántos. Y decenas de miles sin hogar.

Así que esto es lo que hay, piensa Parada: hay que ponerse al servicio de los vivos.

– En cuanto haya terminado aquí -contesta.

Vuelve a dar la extremaunción.


No pueden conseguir que se marche.

Mucha gente lo intenta (policías, socorristas, parámédicos), pero Nora no quiere recibir atención médica.

– Su brazo, señorita, su cara…

– Tonterías -replica ella-. Hay mucha gente con heridas mucho peores. Me encuentro bien.

Me duele todo, piensa, pero me encuentro bien. Es curioso, hace tan solo, un día habría pensado que ambas cosas eran incompatibles, pero ahora sé que no es cierto. Le duele el brazo, le duele la cabeza, la cara, chamuscada por el fuego como si hubiera tomado demasiado el sol, pero se encuentra bien.

De hecho, se siente fuerte.

¿Dolor?

A la mierda el dolor. Está muriendo gente.

Ahora no quiere que la ayuden; quiere ayudar.

Se sienta y se quita con cuidado los fragmentos de cristal del brazo, y después se lo lava en la cañería principal de agua rota. Desgarra una manga del pijama de algodón que todavía lleva puesto (es una suerte que siempre le haya gustado más el hilo que la seda) y la ata alrededor de la herida. Después arranca la otra manga y la utiliza como pañuelo para cubrirse la nariz y la boca, porque el polvo y el humo la están asfixiando, y el olor…

Es el olor de la muerte.

Inimaginable, si nunca lo has percibido; inolvidable, después de la primera vez.

Aprieta el pañuelo contra su cara y va a buscar algo para ponerse en los pies. No le cuesta mucho, porque es como si los grandes almacenes hubieran estallado, y todo su contenido está esparcido por las calles. Se apodera de un par de chancletas de goma, y no piensa en ello como si se tratara de un saqueo (no se producen saqueos. Pese a la extrema pobreza de gran parte de los habitantes de la ciudad, no se producen saqueos), y se une a una partida de voluntarios que están excavando las ruinas del hotel en busca de supervivientes. Hay centenares de partidas semejantes, miles de voluntarios que se dedican a excavar en los edificios caídos de la ciudad, trabajando con palas, picos, desmontadoras de neumáticos, barras de acero rotas y las manos desnudas para rescatar a la gente atrapada bajo los cascotes. Sacan a los muertos y heridos en mantas, sábanas, cortinas de ducha, cualquier cosa que sirva de ayuda al personal de urgencias desesperado y superado por las circunstancias. Otros grupos de voluntarios ayudan a sacar los cascotes de las calles para dejar paso a ambulancias y coches de bomberos. Helicópteros de los bomberos vuelan sobre los edificios en llamas, bajan a hombres con cabrestantes para rescatar a gente a la que no se puede acceder desde tierra.

Entretanto, miles de radios emiten una letanía, rota por los gritos de dolor o alegría de los oyentes cuando el locutor anuncia los nombres de los muertos y los nombres de los supervivientes.

Se producen otros sonidos, gemidos, sollozos, oraciones, chillidos, gritos de ayuda, todos apagados, todos procedentes de las profundidades de las ruinas. Voces de personas atrapadas bajo toneladas de cascotes.

De modo que los voluntarios siguen trabajando. En silencio con terquedad, voluntarios y profesionales buscan supervivientes. Al lado de Nora está trabajando un grupo de girl scouts. No tendrán más de nueve años, piensa Nora, mientras observa sus rostros serios y decididos, abrumados ya, literalmente, con el peso del mundo. Hay girl scouts y boy scouts, clubes de fútbol, clubes de bridge, e individuos como Nora, que forman equipos.

Médicos y enfermeras, los pocos que quedan después del derrumbamiento del hospital, peinan los escombros con estetoscopios, aplican los instrumentos a las piedras para captar cualquier señal de vida. Cuando lo consiguen, los trabajadores piden silencio a gritos, las sirenas paran, los vehículos apagan los motores y todo el mundo guarda silencio absoluto. Y después un médico sonríe o asiente, y los equipos entran en acción, mueven la piedra, el acero y el cemento con delicadeza y cuidado, pero con eficacia, y a veces se llega a un final feliz cuando rescatan a alguien de entre los cascotes. Otras veces es más triste, no pueden apartar los obstáculos con la velocidad necesaria. Llegan demasiado tarde y descubren un cuerpo sin vida.

En cualquier caso, siguen trabajando.

Todo el día y toda la noche.

Nora descansa un rato por la noche. Se toma una taza de té y un pedazo de pan en el centro improvisado de auxilio a los damnificados en el parque. El parque está atestado de gente que se ha quedado sin hogar, y de gente que tiene miedo de quedarse en sus casas y edificios de apartamentos. Ahora el parque parece un gigantesco centro de refugiados, y Nora supone que así es.

Lo que es diferente es el silencio. Las radios están sintonizadas a bajo volumen, la gente susurra oraciones, habla en voz baja con sus hijos. No hay discusiones, ni empujones o codazos para disputarse la pequeña provisión de comida y agua. La gente hace cola con paciencia, lleva las escasas raciones a los ancianos y a los niños, se ayudan a transportar agua, montan tiendas de campaña y refugios improvisados, cavan letrinas. Los que viven en casas que el terremoto ha respetado aportan mantas, ollas, sartenes, comida, ropa.

Una mujer entrega a Nora unos tejanos y una camisa de franela.

– Cógelos.

– No podría.

– Está refrescando.

Nora acepta la ropa.

Gracias.

Nora va a cambiarse detrás de un árbol. La ropa nunca le había producido tal sensación de bienestar. El tacto de la franela sobre su piel se le antoja cálido y maravilloso. En casa tiene armarios llenos de ropa, piensa, que apenas ha utilizado una o dos veces. Daría cualquier cosa por unos calcetines. Sabe que la ciudad se encuentra a más de mil quinientos metros sobre el nivel del mar, pero lo nota ahora, cuando la noche empieza a refrescar. Se pregunta cómo estará la gente atrapada bajo los edificios, si habrán encontrado algo con que calentarse.

Termina el té y el pan, vuelve a ceñirse el pañuelo y regresa a las ruinas del hotel. Se arrodilla al lado de una mujer de edad madura y empieza a apartar más escombros.


Parada atraviesa el infierno.

Se elevan incendios de las tuberías de gas rotas. Brotan llamas del interior de los edificios en ruinas, iluminan la oscuridad estigia del exterior. El humo acre irrita sus ojos. El polvo invade su nariz y su boca, y le hace toser. El olor le da náuseas. El hedor repugnante de cuerpos en estado de descomposición, el olor de la carne quemada. Bajo aquellos olores penetrantes, el olor más apagado pero todavía acre de heces humanas, pues los sistemas de alcantarillado han fallado.

La situación empeora a medida que avanza, se topa con un niño tras otro, que vagan llamando entre sollozos a sus madres y sus padres. Algunos van en ropa interior o pijama, otros con uniforme escolar. Los va recogiendo. Lleva a un niño pequeño en brazos y sujeta la mano de una niña con la otra, que aferra la mano de otro niño, que aferra la mano de…

Cuando llega al parque de la Alameda, ya va acompañado de más de veinte niños. Va de un lado a otro hasta que encuentra la tienda del Socorro Católico.

Parada localiza a un monseñor.

– ¿Ha visto a Antonucci?

Se refiere al cardenal Antonucci, el nuncio papal, el más alto representante del Vaticano en México.

– Está diciendo misa en la catedral.

– La ciudad no necesita una misa -dice Parada-. Necesita electricidad y agua. Comida, sangre y plasma.

– Las necesidades espirituales de la comunidad…

– Sí, sí, sí, sí -dice Parada, y se aleja.

Necesita pensar, ordenar sus ideas. Hay que organizar muchas cosas, la gente tiene muchas necesidades. Es abrumador. Saca un paquete de cigarrillos del bolsillo y se dispone a encender uno.

Una voz, una voz de mujer, surge de la oscuridad.

– Apague eso. ¿Está loco?

Sopla la cerilla. Enciende su linterna e ilumina la cara de la mujer. Un rostro de una belleza extraordinaria, incluso bajo la capa de polvo y mugre.

– Cañerías de gas reventadas -dice ella-. ¿Quiere que saltemos todos por los aires?

– Hay incendios por todas partes -contesta él.

– En ese caso, supongo que no nos hace falta uno más, ¿eh?

– No, supongo que no -dice Parada-. Usted es norteamericana.

– Sí.

– Ha llegado enseguida.

– Estaba aquí cuando ocurrió.

– Ah.

La examina de pies a cabeza. Siente el fantasma de una emoción largo tiempo olvidada. La mujer es menuda, pero tiene algo de guerrera. Una auténtica resentida. Quiere luchar, pero no sabe contra qué o cómo.

Como yo, piensa.

Extiende una mano.

– Juan Parada.

– Nora.

Solo Nora, observa Parada. Sin apellido.

– ¿Vives en Ciudad de México, Nora?

– No, vine por negocios.

– ¿A qué clase de negocios te dedicas?

Ella le mira a los ojos.

– Soy una call girl.

– Me temo que no…

– Una prostituta.

– Ah.

– ¿A qué te dedicas tú?

Él sonríe.

– Soy cura.

– No vas vestido de cura.

– Tú no vas vestida de prostituta -replica él-. De hecho, soy algo peor que un cura, soy un obispo. Un arzobispo.

– ¿Eso es mejor que obispo?

– Desde el punto de vista jerárquico, era más feliz de cura.

– ¿Y por qué no vuelves a ser cura?

Él sonríe y asiente.

– Debo deducir que eres una call girl de mucho éxito. -Sí -admite Nora-. Apuesto a que es usted un arzobispo de mucho éxito.

– De hecho, estoy pensando en dejarlo.

– ¿Por qué?

– No estoy seguro de seguir creyendo.

Nora se encoge de hombros.

– Finja.

– ¿Fingir?

– Es fácil. Yo lo hago siempre.

– Ah. Aaah, ya entiendo. -Parada nota que se ruboriza-. Pero ¿por qué debería fingir?

– Por el poder -dice Nora. Al ver que Parada parece confuso, continúa-: Un arzobispo debe de ser muy poderoso, ¿verdad?

– En cierto sentido.

Nora asiente.

– Yo me acuesto con hombres poderosos. Sé que cuando quieren que se haga algo, se hace.

– ¿Y?

– Pues que hay que hacer muchas cosas -dice Nora mientras señala el parque que les rodea.

– Ah.

Por la boca de los niños, piensa Parada. Ya no digamos de las prostitutas.

– Bien, ha sido agradable hablar contigo -dice-. Deberíamos mantenernos en contacto.

– ¿Una puta y un obispo?

– Está claro que no has leído la Biblia -dice Parada-. ¿El Nuevo Testamento? ¿Te suena María Magdalena?

– No.

– En cualquier caso, sería estupendo que fuéramos amigos -dice, y añade enseguida-: No me refiero a ese tipo de amistad. Hice voto… Solo quiero decir… Me gustaría que fuéramos amigos.

– Creo que a mí también.

Parada saca una tarjeta del bolsillo.

– Cuando las cosas se tranquilicen, ¿querrías llamarme?

– Sí, lo haré.

– Estupendo. Bueno, será mejor que me vaya. Tengo cosas que hacer.

– Yo también.

Parada vuelve hacia la tienda del Socorro Católico.

– Empiece a averiguar el nombre de estos niños -ordena a un sacerdote-, y después cotéjelos con la lista de muertos, desaparecidos y supervivientes. Alguien tendrá una lista de padres que buscan a sus hijos. Compare ambas.

– ¿Quién es usted? -pregunta el sacerdote.

– Soy el arzobispo de Guadalajara -contesta Parada-. Ponga manos a la obra. Y que otra persona se encargue de conseguir comida y mantas para esos niños.

– Sí, Ilustrísima.

– Y necesitaré un coche.

– ¿Ilustrísima?

– Un coche -dice Parada-. Necesitaré un coche para ir a ver al nuncio.

La residencia de Antonucci se encuentra al sur de la ciudad, lejos de las zonas más afectadas. La electricidad funcionará, las luces estarán encendidas. Lo más importante, los teléfonos funcionarán.

– Muchas calles están cortadas, Ilustrísima.

– Y muchas no -replica Parada-. Ustedes siguen aquí parados. ¿Por qué?

Dos horas después, el nuncio papal, el cardenal Girolamo Antonucci, regresa a su residencia y se encuentra al personal inquieto y al arzobispo Parada en su despacho, con los pies apoyados sobre la mesa, fumando un cigarrillo y dando órdenes por teléfono.

Parada levanta la vista cuando Antonucci entra.

– ¿Puede traernos un poco de café? -pregunta Parada-. La noche va a ser larga.

Y mañana, el día será más largo todavía.


Placeres culpables.

Café caliente y fuerte. Pan recién horneado.

Y gracias a Dios, Antonucci es italiano y fuma, piensa Parada mientras inhala en sus pulmones el más culpable de todos los placeres culpables, al menos entre los que están al alcance de un sacerdote.

Exhala el humo y ve que se eleva hacia el techo, y escucha a Antonucci mientras deja su taza sobre la mesa y habla con el ministro del Interior.

– He hablado en persona con Su Santidad, y desea que asegure al gobierno de su amado pueblo de México que el Vaticano está dispuesto a ofrecer toda la ayuda que pueda, pese al hecho de que no disfrutamos de relaciones diplomáticas oficiales con el gobierno de México.

Antonucci parece un pájaro, piensa Parada.

Un pájaro diminuto con un pico pequeño y pulcro.

Le enviaron desde Roma ocho años antes con la misión de devolver oficialmente México al redil después de más de cien años de anticlericalismo gubernamental oficial, desde que la Ley Lerdo de 1856 se había incautado de las inmensas haciendas propiedad de la Iglesia y las había vendido a continuación. La constitución revolucionaria de 1857 había despojado de poder a la Iglesia, y el Vaticano se desquitó excomulgando a todo mexicano que tomara el juramento constitucional.

Por lo tanto, durante un siglo había existido una tregua endeble entre el Vaticano y el gobierno mexicano. Las relaciones oficiales nunca se habían reanudado, pero ni siquiera a los socialistas más radicales del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que ha gobernado México con un sistema de partido único pseudo-democrático desde 1917, se les ocurriría intentar abolir la Iglesia por completo en un país de campesinos creyentes. En consecuencia, se han producido pequeños hostigamientos, como la prohibición de la indumentaria clerical, pero en general ha existido un acuerdo más o menos forzado entre el gobierno y el Vaticano.

Pero el objetivo del Vaticano ha sido siempre recuperar el rango legal en México, y como político del ala ultraconservadora de la Iglesia, Antonucci ha sermoneado a Parada y a los demás obispos en el sentido de que «no debemos permitir que los creyentes mexicanos caigan en manos de los ateos comunistas».

Por lo tanto, es natural, piensa Parada, que Antonucci considere el terremoto una buena oportunidad. Presentar la muerte de diez mil fieles como la forma elegida por Dios para doblegar al gobierno.

La necesidad obligará al gobierno a tener que humillarse con frecuencia durante los siguientes días. Ya ha tenido que aceptar la ayuda de los norteamericanos, pero eso solo ha sido el principio. Aún tiene que arrastrarse ante la Iglesia para solicitar ayuda, y lo hará.

Y les daremos dinero.

Dinero que nos han dado los creyentes, ricos y pobres, durante siglos. La moneda en el platillo, no sujeta a impuestos, invertida hasta obtener grandes beneficios. De modo que, piensa Parada, ahora exigiremos un precio a un país postrado, para devolverle el dinero que antes le quitamos.

Cristo lloraría.

¿Mercaderes en el templo?

Nosotros somos los mercaderes del templo.

– Ustedes necesitan dinero -anuncia Antonucci al ministro-. Lo necesitan cuanto antes, y les va a costar conseguir los préstamos, teniendo en cuenta su escasa credibilidad.

– Lanzaremos bonos del Estado.

– ¿Quién los comprará? -pregunta Antonucci, con una insinuación, de sonrisa satisfecha en las comisuras de su boca-. Para esa cantidad de dinero, son incapaces de ofrecer intereses suficientes para tentar a los inversores. Ni siquiera pueden pagar los intereses, ya no digamos condonar, las deudas que todavía arrastran. Lo sabemos con certeza: poseemos cantidades de papel mexicano.

– Seguros -dice el ministro.

– Están infraasegurados -replica Antonucci-. Su propio Ministerio del Interior ha hecho la vista gorda en relación con las prácticas hoteleras de asegurar por debajo del valor real, con el fin de fomentar el turismo. Pasa lo mismo con los grandes almacenes, los edificios de apartamentos. Incluso con los ministerios que se han venido abajo. O estaban autoasegurados, debería decir, sin fondos de apoyo. Temo que es algo escandaloso. De manera que, mientras su gobierno desprecia oficialmente al Vaticano, las instituciones financieras tienen mejor opinión de nosotros. Creo que, en su jerga, se llama la «Triple A».

Maquiavelo solo habría podido ser italiano, piensa Parada.

Si no se tratara de un chantaje tan espantosamente cínico, cabría sentir admiración.

Pero hay demasiado trabajo que hacer, y es urgente, de modo que Parada interviene.

– Dejémonos de chorradas, ¿vale? Aportaremos cualquier tipo de ayuda, económica y material, extraoficialmente. A cambio, ustedes permitirán que nuestros sacerdotes exhiban la cruz y reconocerán sin ambages cualquier ayuda procedente de la Santa Iglesia Católica. Nos garantizarán que la siguiente administración, al cabo de un mes de tomar posesión, iniciará negociaciones para establecer relaciones oficiales entre el Estado y la Iglesia.

– Eso será en mil novecientos ochenta y ocho -dice con brusquedad Antonucci-. Faltan casi tres años.

– Sí, ya lo he calculado -dice Parada. Se vuelve hacia el ministro-. ¿Trato hecho?

Sí, por supuesto.

– ¿Quién se cree que es? -pregunta Antonucci después de que el ministro se haya ido-. No vuelva a ningunearme en una negociación. Le tenía cogido por las pelotas.

– ¿Es lo que debemos hacer ahora? -pregunta Parada-. ¿Tener cogida por las pelotas a gente necesitada?

– Usted carece de autoridad para…

– ¿Voy a ser conducido al paredón? -pregunta Parada-. En tal caso, dese prisa. Tengo trabajo que hacer.

– Parece olvidar que soy su superior directo.

– Para empezar, no puede olvidar lo que es incapaz de reconocer -dice Parada-. Usted no es mi superior. Usted es un político enviado por Roma para hacer política.

– El terremoto fue un acto de Dios… -empieza Antonucci.

– No doy crédito a mis oídos.

– … que nos brinda una oportunidad de salvar las almas de millones de mexicanos.

– ¡No salve sus almas! -grita Parada-. ¡Sálveles a ellos!

– ¡Eso es una herejía!

– ¡Cojonudo!

No solo son las víctimas del terremoto, piensa Parada. Son los millones de personas que viven en la pobreza. Los incontables millones de personas hacinadas en las chabolas de Ciudad de México, la gente que vive en los vertederos de Tijuana, los campesinos sin tierra de Chiapas, que en realidad son poco más que siervos.

– Esa «teología de la liberación» no me convence -dice Antonucci.

– Me da igual -contesta Parada-. Yo no respondo ante usted, sino ante Dios.

– Puedo descolgar ese teléfono y ordenar que le trasladen a una capilla de Tierra del Fuego.

Parada agarra el teléfono y se lo acerca.

– Hágalo -dice-. Me encantaría ser un cura de parroquia en los confines del mundo. ¿Por qué no marca el número? ¿Quiere que lo haga por usted? Se está echando un farol. Llamaré a Roma, y después llamaré a los periódicos para contarles exactamente por qué me trasladan.

Ve que aparecen manchitas rojas en las mejillas de Antonucci. El pájaro está cabreado, piensa Parada. He erizado sus plumas. Pero Antonucci recupera la calma, su apariencia plácida, incluso su sonrisa complacida, al tiempo que cuelga el auricular.

– Ha elegido bien -dice Parada con una confianza que no siente-. Dirigiré este esfuerzo humanitario, blanquearé este dinero de la Iglesia para no avergonzar al gobierno, y contribuiré a que la iglesia vuelva a México.

– Estoy esperando el quid del pro quo -dice Antonucci.

– El Vaticano me nombrará cardenal.

Porque el poder de hacer el bien solo puede apoyarse en el… en el poder.

– Usted también se ha convertido en un político -dice Antonucci.

Es verdad, piensa Parada.

Estupendo.

Magnífico.

Así sea.

– Por lo tanto, hemos llegado a un acuerdo -dice Parada.

De pronto se ha convertido más en un gato que en un pájaro, piensa Parada. Piensa que se ha comido al canario. Que le he vendido mi alma por ambición. Una transacción que él puede comprender.

Bien, que piense eso.

Finja, había dicho la encantadora prostituta norteamericana.

Tiene razón: es fácil.


Tijuana

1985


Adán Barrera medita sobre el trato que acaba de hacer con el PRI. Fue muy sencillo, piensa. Vas a desayunar con una maleta llena de dinero y te marchas sin ella. Se queda debajo de la mesa, al lado de tus pies, nunca mencionada pero en todo momento asumida, un entendimiento tácito: pese a las presiones norteamericanas en sentido contrario, permitirán a Tío que vuelva a casa de su exilio en Honduras.

Y que se jubile.

Tío vivirá discretamente en Guadalajara y administrará sus negocios legales en paz y tranquilidad. Este es el aspecto positivo del acuerdo.

El negativo es que García Abrego hará realidad su antigua ambición de sustituir a Tío como el Patrón. Y tal vez no sea tan negativo. La salud de Tío es precaria y, no nos engañemos, ha cambiado desde que la perra de Talavera le traicionó. Dios, con lo mucho que le gustaba la pequeña segundera, hasta quería casarse con ella, y ya no es el mismo de antes.

Así que Abrego asumirá el liderazgo de la Federación desde su base de los estados del Golfo. El Verde continuará al frente de Sonora. Güero Méndez conservará la Plaza de Baja.

Y el gobierno federal mexicano hará la vista gorda. Gracias al terremoto.

El gobierno necesita dinero para reconstruir, y en este momento solo hay dos fuentes: el Vaticano y los narcos. La Iglesia ya ha intervenido, sabe Adán, y nosotros también. Pero habrá una compensación, y el gobierno cumplirá.

Además, la Federación también correrá con los gastos necesarios para que el partido gobernante, el PRI, gane las próximas elecciones, como ha sucedido desde la revolución. Incluso ahora, Adán está ayudando a Abrego a organizar una cena para recaudar fondos, a veinticinco millones de dólares el cubierto, a la que se espera que contribuyan todos los narcos y hombres de negocios de México.

Si es que quieren hacer negocios, claro está.

Y siempre necesitamos hacer negocios, piensa Adán. El fiasco de Hidalgo alteró gravemente sus planes, e incluso con Arturo fuera del país y la situación calmada, hay que recuperar mucho dinero. Ahora, una vez restablecidas las relaciones con Ciudad de México, podemos volver a los negocios como antes.

Lo cual significa robar la Plaza de Baja a Güero.


Había sido idea de Tío que sus sobrinos se infiltraran en Tijuana.

Como cuclillos.

Porque el plan a largo plazo era ir aumentando poco a poco su poder e influencia, y después expulsar a Güero de su nido. De todos modos, es un propietario ausente, que intenta dirigir la Plaza de Baja desde su rancho situado en las afueras de Culiacán. Güero confía en lugartenientes para controlar el día a día de la Plaza, narcos que le son leales, como Juan Esparagoza y Tito Mical.

Y Adán y Raúl Barrera.

Había sido idea de Tío que Adán y Raúl entablaran amistad con los vástagos de la clase dirigente de Tijuana. «Convertíos en parte del tejido, por si quieren eliminaros que no puedan hacerlo sin romper toda la manta. Cosa que no harán.» Hacedlo lenta, cautelosamente, hacedlo sin que Güero se dé cuenta, pero hacedlo.

– Empezad con los críos -había aconsejado-. Los mayores harán cualquier cosa con tal de proteger a los pequeños.

Así que Adán y Raúl habían lanzado una ofensiva de seducción. Compraron casas caras en la exclusiva Colonia Hipódromo, y de repente estuvieron metidos en el ajo. De hecho, estaban en todas partes. Como si un día no existiera Raúl Barrera, y al día siguiente te lo encontraras hasta en la sopa. Vas a un club, y allí está Raúl, pagando la cuenta. Vas a la playa, y Raúl está haciendo katas de kárate. Vas a las carreras, y Raúl está apostando fuerte. Vas a una disco, y Raúl está inundando el lugar de Dom Pérignon. Empieza a congregar una corte a su alrededor, los vástagos de la sociedad de Tijuana, los hijos de diecinueve y veinte años de banqueros, abogados, médicos y funcionarios del gobierno, a quienes les gusta aparcar sus coches a lo largo de una pared, junto a un gigantesco roble centenario, y hablar de chorradas con Raúl.

Muy pronto, el árbol se convierte simplemente en «el árbol», y todo el mundo se reúne en el Árbol.

Como Fabián Martínez.


Fabián es guapo como una estrella de cine.

No se parece a su tocayo, un antiguo cantante que salía en películas playeras, sino a un joven Tony Curtís hispano. Fabián es un chico guapo, y lo sabe. Todo el mundo se lo ha estado diciendo desde que tenía seis años, y el espejo no es más que una confirmación. Es alto, de piel cobriza y boca ancha y sensual. Tiene abundante pelo negro, que lleva peinado hacia atrás. Tiene dientes blancos y relucientes (tras años de caros tratamientos de ortodoncia) y una sonrisa seductora.

Lo sabe porque la ha practicado… un montón.

Fabián está matando el tiempo un día cuando oye que alguien dice:

– Vamos a matar a alguien.

Fabián mira a su cuate Alejandro.

Esto es la hostia.

Como salido de El precio del poder.

Aunque Raúl Barrera no se parece en nada a Al Pacino, es alto y fornido, ancho de espaldas y con un cuello adecuado a los movimientos de kárate que está siempre exhibiendo. Hoy viste una chaqueta de cuero y una gorra de béisbol de los San Diego Padres. Las joyas sí que son como las de Al Pacino. No le caben más: gruesas cadenas de oro alrededor del cuello, pulseras de oro en las muñecas, anillos de oro y el inevitable Rolex de oro.

De hecho, piensa Fabián, el hermano mayor de Raúl se parece más a Al Pacino, pero ahí acaban las semejanzas con El precio del poder. Fabián se ha encontrado con Adán Barrera solo unas cuantas veces: en un club nocturno con Ramón, en un combate de boxeo, otra vez en El Big, la hamburguesería de Ted en la avenida de la Revolución. Pero Adán parece más un contable que un narcotraficante. Ni abrigos de visón, ni joyas, muy tranquilo y de voz suave. Si alguien no te lo señalara, ni repararías en su presencia.

En Raúl sí que te fijas.

Hoy está apoyado contra su flamante Porsche Targa rojo, y habla como si tal cosa de matar a alguien.

Da igual a quién.

– ¿Quién tiene un enemigo? -les pregunta Raúl-. ¿A quién queréis borrar del mapa?

Fabián y Alejandro intercambian otra mirada.

Han sido cuates durante mucho tiempo, casi desde que nacieron, pues nacieron con pocas semanas de diferencia en el mismo hospital, el Scripps de San Diego. Era una práctica común entre la clase alta de Tijuana a finales de los sesenta: cruzaban la frontera para que sus hijos gozaran de la ventaja de la doble nacionalidad. De manera que Fabián y Alejandro, y la mayoría de sus cuates, nacieron en Estados Unidos, fueron al jardín de infancia y a preescolar juntos en el exclusivo barrio de Hipódromo, en las colinas que dominan el centro de Tijuana. Cuando ya estaban a punto de entrar en quinto o sexto, sus padres se trasladaron a San Diego con los hijos, para que los chicos pudieran ir a un instituto de Estados Unidos, aprender inglés, ser totalmente biculturales y establecer contactos transnacionales que tan importantes serían para triunfar más adelante. Sus padres reconocían que, si bien Tijuana y San Diego se encontraban en dos países diferentes, se hallaban en la misma comunidad comercial.

Fabián, Alejandro y todos sus colegas fueron al instituto para chicos católico Augustine. Sus hermanas fueron a Nuestra Señora de la Paz. (Sus padres echaron un rápido vistazo a las escuelas públicas de San Diego y decidieron que no querían que fueran tan biculturales.) Pasaban los días de la semana con los curas y los fines de semana en Tijuana, celebrando fiestas en el club de campo o visitando las playas de Rosarito y Ensenada. A veces se quedaban en San Diego, dedicados a la misma mierda que los adolescentes norteamericanos los fines de semana: comprar ropa en el centro comercial, ir al cine, pasear por Pacific Beach o La Jolla Shores, montar fiestas en casa del amigo cuyos padres estuvieran fuera el fin de semana (y había muchos. Una de las ventajas de ser un chico rico es que tus padres tienen dinero para viajar), beber, follar, fumar hierba.

Estos chicos llevan dinero en el bolsillo y visten bien. Siempre fue así, tanto en el colegio como en el instituto. Fabián, Alejandro y su pandilla iban siempre a la última, compraban en las mejores tiendas. Incluso ahora, los dos en la Universidad de Baja, llevan suficiente dinero en el bolsillo para ir de punta en blanco. Gran parte del tiempo que no pasan en discos y clubes, o matando el tiempo en el Árbol, lo dedican a ir de compras. Pasan muchísimo tiempo más comprando que estudiando, de eso no cabe duda.

No es que sean estúpidos.

No lo son.

Sobre todo Fabián: es un chico listo. Podría hacer un curso de económicas con los ojos cerrados, como los tiene en clase la mitad del tiempo. Fabián es capaz de calcular el interés compuesto en su cabeza mientras tú aún estás pulsando las teclas de tu calculadora. Podría ser un estudiante estupendo.

Pero no hace falta. No forma parte del plan.

El plan es el siguiente: tú vas al instituto en Estados Unidos, vuelves y apruebas en la universidad, tu papá te mete en el negocio, y con todos los contactos que has hecho a ambos lados de la frontera, ganas dinero.

Ese es el plan de vida.

Pero el plan no preveía que los hermanos Barrera se mudaran a la ciudad. No estaba incluido en el lote que Adán y Raúl Barrera se mudaran a Colonia Hipódromo y alquilaran una gran mansión blanca en lo alto de la colina.

Fabián conoce a Raúl en una disco. Está sentado a una mesa con un grupo de amigos y entra este tío asombroso (abrigo de visón largo hasta los pies, botas de vaquero verde fosforescente y sombrero de vaquero negro), y Fabián mira a Alejandro y dice:

– ¿Te has fijado en eso?

Piensan que el tipo está de guasa, pero el guasón les mira, llama a gritos a un camarero y pide treinta botellas de champán.

Treinta botellas de champán.

Y no una mierda barata, no: Dom.

Que paga a tocateja.

– ¿Quién se viene de marcha conmigo? -pregunta después.

Resulta que todo el mundo.

La marcha va por cuenta de Raúl Barrera.

La marcha va por cuenta, y punto, tío.

Entonces, un día no está, y al otro sí.

Por ejemplo, están sentados un día alrededor del Árbol, fumando un poco de hierba y practicando un poco de kárate, y Raúl se pone a hablar de Felizardo.

– ¿El boxeador? -pregunta Fabián. César Felizardo, el héroe más grande de México.

– No, el labriego -contesta Raúl. Termina un veloz golpe hacia atrás y mira a Fabián-. Sí, el boxeador. Pelea contra Pérez aquí la semana que viene.

– No quedan entradas -contesta Fabián. -Para ti no -dice Raúl.

– ¿Para ti sí? -Es de mi ciudad -dice Raúl-. Culiacán. Yo era su representante. Es mi piejo. Si queréis ir, yo me encargo.

Sí, quieren ir, y sí, Raúl se encarga. Asientos de primera fila. £1 combate no dura mucho (Felizardo deja KO a Pérez en el tercer asalto), pero aun así es una caña. Lo mejor es cuando Raúl les lleva al vestuario después para presentarles a Felizardo. Habla con ellos como si fueran amigos de toda la vida.

Fabián también repara en algo más: Felizardo les trata como a colegas, y trata a Raúl como a un cuate, pero el boxeador trata a Adán de una manera diferente. Hay un aire de deferencia en su forma de hablarle a Adán. Y Adán no se queda mucho rato, entra, felicita al boxeador y se marcha.

Pero todo se detiene durante los escasos minutos que está en la habitación.

Sí, Fabián capta la idea de que los Barrera pueden llevarte a sitios, y no solo a asientos de tribuna de un partido de fútbol (Raúl les lleva), o a asientos de palco para ver el partido de los Padres (Raúl les lleva), o incluso a Las Vegas, a donde todos vuelan un mes después, se alojan en el Mirage, pierden todo su puto dinero, ven a Felizardo sacudir de lo lindo a Rodolfo Aguilar durante seis asaltos para conservar su título de peso ligero, y después se van de juerga con un batallón de call girls de lujo a la suite de Raúl, para volver a casa (con resaca, bien follados y felices) la tarde siguiente.

No, capta la idea de que los Barrera pueden llevarte de un día a otro a lugares a los que no accederías en años, si lo consigues alguna vez, trabajando catorce horas en la oficina de tu padre.

Se oyen cosas acerca de los Barrera (el dinero que van tirando a su alrededor procede de las drogas, bueno, ¿y qué?), pero sobre todo acerca de Raúl. Una de las historias que les han contado entre susurros sobre Raúl dice así:

Está sentado en su coche delante de casa, con música bandera sonando en los altavoces a toda pastilla y el bajo a máximo volumen, cuando uno de los vecinos sale y llama con los nudillos a la ventanilla del coche.

Raúl baja la ventanilla.

– ¿Sí?

– ¿Podría bajar el volumen? -chilla el tipo por encima de la música-. ¡La oigo dentro de casa! ¡Las ventanas vibran!

Raúl decide tocarle un poco los cojones.

– ¿Qué? -grita-. ¡No le oigo!

El hombre no está de humor para mamonadas. También es un machito.

– ¡La música! -grita-. ¡Bájela! ¡Está demasiado alta, joder!

Raúl saca la pistola de la chaqueta, la apoya en el pecho del hombre y aprieta el gatillo.

– Ahora no está demasiado alta, ¿verdad, pendejo?

El cuerpo del hombre desaparece, y nadie se vuelve a quejar de la música de Raúl.

Fabián y Alejandro han hablado de esta historia y han decidido que debe de ser una chorrada, no puede ser cierta, es demasiado al estilo de El precio del poder para ser real. Pero, cuando Raúl ha terminado su canuto sugiere: «Vamos a matar a alguien», como si sugiriera ir a Bassin-Robbins a comprar un cucurucho de helado.

– Vamos -dice Raúl-, seguro que querréis desquitaros de alguien.

Fabián sonríe a Alejandro.

– De acuerdo…-dice.

El padre de Fabián le había regalado un Miata. Los padres de Alejandro le habían regalado un Lexus. La otra noche estaban haciendo carreras, como tantas otras noches. Pero esa noche Fabián adelanta a Alejandro en una carretera de dos carriles y otro coche viene en dirección contraria. Fabián consigue meterse en su carril y evitar un choque frontal por un pelo. Resulta que el otro conductor es un tipo que trabaja en el edificio de oficinas de su padre y reconoce el coche. Llama al padre de Fabián, que se cabrea como una mona y le confisca el Miata durante seis meses, y ahora Fabián se ha quedado sin coche.

Fabián se lo cuenta a Raúl.

Es una broma, ¿verdad? Una bobada, una gracia, cosas de colgados.

Hasta que el hombre desaparece una semana después.

Una de esas raras noches en que el padre de Fabián va a casa a cenar, encuentra a Fabián y empieza a hablarle de un hombre de su edificio que ha desaparecido, borrado de la faz de la Tierra, y Fabián se excusa de la mesa, va al cuarto de baño y se lava la cara con agua fría.

Más tarde se encuentra con Alejandro en un club y comentan el asunto protegidos por la música estridente.

– Mierda -dice Fabián-. ¿Crees que lo habrá hecho?

– No lo sé -dice Alejandro. Mira a Fabián y se echa a reír-. Noooo.

Pero el hombre no aparece. Raúl nunca dice ni una palabra al respecto, pero el hombre no aparece. Y Fabián está acojonado, digamos. Era una broma, solo le estaba poniendo a prueba, ¿y por eso ha muerto un hombre?

¿Y cómo te sientes?, se pregunta, como haría un consejero escolar.

La respuesta sorprende a Fabián.

Se siente alucinado, culpable y…

Estupendo.

Poderoso.

Señalas con un dedo y…

Adiós, cabronazo.

Es como el sexo, pero mejor.

Dos semanas después hace acopio de valor para hablar de negocios con Raúl. Suben al Porsche rojo y van a dar una vuelta.

– ¿Cómo entro? -pregunta Fabián.

– ¿Dónde?

La pista secreta -dice Fabián-, No tengo mucho dinero. Quiero decir que no tengo mucho dinero propio.

– No necesitas dinero -dice Raúl.

– ¿No?

– ¿Tienes una carta verde?

– Sí.

– Por ahí se empieza.

Así de sencillo. Dos semanas después, Raúl regala a Fabián un Ford Explorer y le dice que cruce la frontera por Otay Mesa. Le dice a qué hora tiene que cruzar y qué carril tiene que utilizar. Fabián está acojonado, pero es una pasada, un chute de adrenalina. Cruza la frontera como si no existiera. El hombre le indica con un ademán que pase. Conduce hasta la dirección que Raúl le ha dado, donde dos tíos suben al Explorer, él sube al de ellos y vuelve a Tijuana.

Raúl le da diez de los grandes.

En metálico.

Fabián también enrola a Alejandro.

Son cuates, colegas.

Alejandro le acompaña dos veces, y luego entra en el negocio. Está bien, ganan dinero, pero…

– No estamos ganando mucho dinero -le dice a Alejandro una tarde.

– A mí me parece que sí.

– Pero se gana mucho más dinero transportando coca.

Va a ver a Raúl y le dice que está dispuesto a prosperar.

– Genial, hermano -dice Raúl-. Todos estamos dispuestos a prosperar.

Le cuenta a Fabián de qué va el rollo y hasta le pone en contacto con los colombianos. Se sienta con él mientras redactan un contrato de lo más habitual: Fabián recibirá cargamentos de cincuenta kilos de coca, que un barco de pesca desembarcará en Rosario. Los pasará a través de la frontera a mil el kilo. No obstante, cien de esos grandes irán a parar a Raúl, a cambio de protección.

Bam.

Cuarenta de los grandes, así de fácil.

Fabián hace dos contratos más y se compra un Mercedes.

Puedes quedarte el Miata, papá. Aparca ese cortacésped japonés, y no lo muevas. Y entretanto: Ya puedes dejarme de dar la paliza con las notas, porque he sacado sobresaliente en Marketing 101. Ya soy corredor de materias primas, papá. No te preocupes por meterme en la empresa, porque lo último que deseo en este mundo es un T-R-A-B-A-J-O.

No podría soportar el recorte salarial.

Si crees que Fabián ligaba antes, tendrías que verle ahora.

Fabián tiene D-I-N-E-R-O.

Tiene veintiún años y vive a lo grande.

Los demás chicos se dan cuenta, los demás hijos de médicos y abogados y corredores de Bolsa. Se dan cuenta y quieren imitarle. Muy pronto, casi todos los chicos que frecuentan el pequeño círculo de Raúl en el Árbol, practicando kárate y fumando hierba, están en el negocio. Introducen la mierda en Estados Unidos, o hacen sus propios contratos y dan su parte a Raúl.

Están metidos (la siguiente generación de la estructura de poder de Tijuana) hasta el cuello.

Muy pronto, el grupo recibe un mote. Los Junior.

Fabián se convierte, pues, en el Junior.

Una noche, está tomando unas copas en Rosario cuando se topa con un boxeador llamado Eric Casavales y su promotor, un tío mayor llamado José Miranda. Eric es un boxeador muy bueno, pero esta noche está borracho y no se da cuenta de quién es aquel blandito cachorro de yuppy. Bebidas derramadas, camisas manchadas, intercambio de palabras. Sin dejar de reír, Casavales saca una pistola del cinturón y la agita ante las narices de Fabián, antes de que José consiga llevárselo.

De modo que Casavales se aleja tambaleante, riendo de la expresión asustada del niñato rico cuando vio el cañón de la pistola, y todavía continúa riendo cuando Fabián se dirige a su Mercedes, saca su pistola de la guantera, alcanza a Casavales y a Miranda, que están parados ante el coche del boxeador, y les mata a tiros.

Fabián tira la pistola al mar, sube a su Mercedes y regresa a Tijuana.

Y se siente muy bien.

Satisfecho de sí mismo.

Esa es una versión de la historia. La otra, muy popular en Ted's Big Boy, es que el encuentro de Martínez con el boxeador no fue accidental, que el promotor de Casavales estaba retrasando un combate que César Felizardo necesitaba para ascender y no daba su brazo a torcer, ni siquiera después de que Adán Barrera le abordara con una oferta muy razonable. Nadie sabe cuál es el verdadero motivo, pero Casavales y Miranda están muertos, y ya avanzado ese mismo año, Felizardo consigue su combate por el campeonato de los pesos ligeros y lo gana.

Fabián niega haber matado a alguien por ningún motivo, pero cuanto más lo niega, más credibilidad gana la historia.

Raúl llega al extremo de ponerle un mote.

El Tiburón.

Porque se mueve como un tiburón en el agua.


Adán no trabaja con los chicos. Trabaja con los adultos.

Lucía le supone una enorme ayuda, con su árbol genealógico y su estilo de la vieja escuela. Le lleva a un buen sastre, le compra trajes caros y clásicos y ropa sencilla. (Adán intenta, pero fracasa, que Raúl se someta a la misma transformación. En todo caso, su hermano se vuelve aún más extravagante, y añade a su indumentaria de narcovaquero de Sinaloa, por ejemplo, un abrigo de visón largo hasta los pies.) Lucía le lleva a clubes de poder privados, a los restaurantes franceses del distrito de Río, a fiestas privadas en casas particulares de los barrios de Hipódromo, Chapultepec y Río.

Y van a la iglesia, por supuesto. Van a misa los domingos por la mañana. Dejan generosos cheques en el cepillo, dedican enormes contribuciones al fondo para construcción, el fondo del orfanato, el fondo para curas ancianos. El padre Rivera va a su casa a cenar, celebran barbacoas en el patio trasero, jóvenes parejas que acaban de iniciar una familia les piden que sean los padrinos de sus primogénitos. Son como cualquier otra pareja joven y ambiciosa de Tijuana. Él es un hombre de negocios tranquilo y serio, primero con un restaurante, después dos, después cinco. Ella es la esposa de un hombre de negocios joven.

Lucía va al gimnasio, a comer con las demás esposas, a San Diego de compras en Fashion Valley y Horton Plaza. Ella lo considera un deber para con los negocios de su marido, pero nada más. Las demás esposas lo comprenden: la pobre Lucía tiene que dedicar tiempo a la pobre niña, quiere estar en casa, está entregada a la Iglesia.

Ahora es madrina de media docena de bebés. Sufre por ello. Cree que está condenada a erguirse con una sonrisa afligida ante la pila bautismal, sosteniendo al hijo sano de otra mujer.

Si no está en casa, es fácil encontrar a Adán en la parte posterior de alguno de sus restaurantes, bebiendo café y anotando cifras en una libreta. Si no supieras cuáles son sus verdaderos negocios, nunca lo adivinarías. Parece un joven contable. Si no pudieras ver las cifras escritas a lápiz en la libreta, jamás pensarías que son los cálculos de equis kilos de cocaína por la cuota de entrega de los colombianos, menos los gastos de transporte, los gastos de protección, los sueldos de los empleados y otros gastos generales, el diez por ciento de Güero, los diez puntos de Tío. Son cálculos más prosaicos que el coste del filete de buey, las servilletas de hilo y los artículos de limpieza de los cinco restaurantes que ya posee, pero casi siempre está ocupado con el cálculo más complicado de mover toneladas de coca colombiana, así como la sinsemilla de Güero, y cantidades pequeñas de heroína para introducirse en el mercado.

Raras veces ve las drogas, a los proveedores o a los clientes. Adán solo se encarga del dinero (cobrarlo, contarlo, blanquearlo). Pero no lo recoge. Eso es asunto de Raúl.

Raúl se encarga de su parte del negocio.

Pongamos el caso de los dos camellos que cogen doscientos kilos de dinero de los Barrera, cruzan la frontera y siguen conduciendo hacia Monterrey en lugar de ir a Tijuana. Pero las autopistas mexicanas pueden ser largas y, como no podía ser menos, el PJF detiene a los dos pendejos cerca de Chihuahua, y los retiene el tiempo suficiente para que Raúl llegue.

Raúl no está contento.

Tiene las manos de un camello extendidas bajo una cortadora de papel.

– ¿Tu madre no te enseñó nunca a guardarte las manos en los bolsillos? -le pregunta.

– ¡Sí! -chilla el camello. Tiene los ojos desorbitados.

– Tendrías que haberle hecho caso -dice Raúl.

Entonces apoya todo su peso sobre la hoja, que cercena las muñecas del camello. Los polis llevan al tipo corriendo al hospital porque Raúl ha dejado muy claro que quiere vivo al hombre sin manos, y paseando por ahí como un tablero de anuncios humano.

El otro camello fugitivo consigue llegar a Monterrey, pero encadenado y amordazado en el maletero de un coche que Raúl conduce hasta un aparcamiento desierto, rocía con gasolina y prende fuego. Después Raúl transporta el dinero hasta Tijuana en persona, come con Adán y va a un partido de fútbol.

Durante mucho tiempo, nadie intenta apropiarse del dinero de los Barrera.

Adán no interviene en ninguno de los asuntos sucios. Es un hombre de negocios. Tiene una empresa de importación/exportación: exporta drogas, importa dinero. Después se ocupa del dinero, lo cual supone un problema. Es el tipo de problema que todo hombre de negocios quiere padecer, por supuesto: ¿Qué hago con todo este dinero? Pero sigue siendo un problema. Adán puede blanquear cierta cantidad por mediación de los restaurantes, pero cinco restaurantes no pueden producir millones de dólares, de modo que siempre está buscando sistemas de blanqueo.

Pero para él, todo son números.

Hace años que no ve drogas.

Ni sangre.

Adán Barrera nunca ha matado a nadie.

Ni siquiera ha cerrado un puño impulsado por la ira. No, todo eso es cosa de Raúl. No parece importarle, todo lo contrario. Y esta división del trabajo facilita a Adán negar el origen del dinero que entra en casa.

Y eso es lo que necesita volver a hacer, llevar dinero a casa.

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