Ante su sorpresa encontró a Eva dormida

con las trenzas sueltas y las mejillas encendidas,

como si su descanso hubiera sido perturbado

John Milton, El paraíso perdido


Rancho Las Bardas

Baja, México

Marzo de 1997


Nora duerme con el Señor de los Cielos.

Es el nuevo apodo de Adán entre los narco-cognescenti: el Señor de los Cielos.

Y si él es el Señor, Nora es su Dama.

Ya no esconden su relación. Ella casi siempre está con él. Los narcos han bautizado a Nora, con ironía, la Güera, la Rubia, la dama de pelo dorado de Adán. Su amante, su consejera.


Güero fue enterrado en Guamuchilito.

Todo el pueblo asistió al funeral.

Adán y Nora también. Él con traje negro, ella con vestido y velo negros, caminaron con el cortejo detrás del coche fúnebre rebosante de flores. Una banda de mariachis tocó lacrimógenos corridos en honor al fallecido, mientras la procesión marchaba desde la iglesia construida por Güero, pasaba ante la clínica y el campo de fútbol que él había pagado, en dirección al mausoleo que albergaba los restos de su mujer y sus hijos.

La gente lloraba a raudales, se arrojaba sobre el ataúd abierto y tiraba flores sobre el cuerpo de Güero.

La muerte confería a su rostro un aire apuesto, tranquilo, casi sereno. Llevaba el pelo rubio peinado hacia atrás, y lo habían vestido con un caro traje gris y una corbata roja clásica, en lugar de la negra indumentaria de narcovaquero que solía exhibir.

Había sicarios por todas partes, tanto hombres de Adán como veteranos de Güero, pero llevaban las armas escondidas bajo la camisa y la chaqueta por respeto a la ocasión. Y si bien los hombres de Adán estaban muy atentos, nadie estaba preocupado por la amenaza de un asesinato. La guerra había terminado. Adán Barrera era el vencedor y, además, se estaba comportando con un respeto y dignidad admirables.

Era Nora quien había sugerido no solo que debía permitir que Güero fuera enterrado en su pueblo natal, junto a su familia, sino también que asistieran al funeral, para que todo el mundo los viera. Fue Nora quien le instó a donar generosas cantidades a la iglesia local, y a la escuela y la clínica locales. Nora le animó a donar dinero para un nuevo centro comunitario que recibiría el nombre del finado Héctor «Güero» Méndez Salazar. Nora le convenció además de que enviara emisarios por adelantado para asegurar a los sicarios de Güero y a la pasma de que la guerra había terminado, de que no habría venganza por hechos del pasado, y de que las operaciones continuarían como antes, con el mismo personal en su sitio. Por eso Adán desfilaba en la procesión fúnebre como un conquistador, pero un conquistador que blandía una rama de olivo en la mano.

Adán entró en la pequeña tumba y, a instancias de Nora, se arrodilló al lado de la pequeña bóveda que albergaba las fotos de Pilar, Claudia y Güerito, y rezó a Dios por sus almas. Encendió una vela por cada uno de ellos, después inclinó la cabeza y rezó con fervor.

La farsa no pasó desapercibida a la gente que esperaba fuera. La comprendieron. Estaban acostumbrados a la muerte y el asesinato y, de una manera extraña, a la reconciliación. Cuando Adán salió del mausoleo, daba la impresión de que casi habían olvidado que había sido él quien lo había llenado de cadáveres.

Los recuerdos quedaron enterrados con Güero en su tumba.

Fue una repetición del procedimiento que Adán y Nora habían empleado en los funerales del Verde y de García Abrego, y que era igual allá donde iban. Con Nora a su lado, Adán entregaba donaciones a escuelas, clínicas, campos de juego, todo en nombre de los fallecidos. En privado, se reunía con ex socios del muerto y les ofrecía una extensión de la Revolución de Baja: paz, amnistía, protección y un recorte de impuestos.

La palabra ya había corrido: podías reunirte con Adán o podías reunirte con Raúl. La prudente mayoría se reunía con Adán. Los pocos estúpidos recibían funerales.

La Federación había vuelto, con Adán como patrón.

Reinaba la paz, y con ella la prosperidad.

El nuevo presidente mexicano juró su cargo el primero de diciembre de 1994. Aquel mismo día, dos agencias de corredores de bolsa controladas por la Federación empezaron a comprar tesobonos, bonos del gobierno. A la semana siguiente, los cárteles de la droga retiraron su capital del banco nacional mexicano, lo cual obligó al nuevo presidente a devaluar el peso en un cincuenta por ciento. Después, la Federación cobró sus tesobonos y colapso la economía mexicana.

Feliz Navidad.

Como autorregalo de Navidad, la Federación compró propiedades, negocios, bienes raíces y pesos, los enterró bajo un árbol y esperó.

El gobierno mexicano no tenía dinero para pagar los tesobonos pendientes. De hecho, tenía una deuda de cincuenta mil millones de dólares. El capital huía del país más deprisa que los predicadores de una casa de putas asaltada por la policía.

Faltaban días para que el país anunciara la bancarrota, cuando la caballería norteamericana acudió con cincuenta mil millones de dólares en préstamos para apuntalar la economía mexicana. El presidente norteamericano no tenía otra alternativa: él y todos los congresistas estaban recibiendo frenéticas llamadas telefónicas de los principales contribuyentes a la campaña de Citicorp, y reunieron aquellos cincuenta mil millones como si fuera dinero para una comida.

El nuevo presidente mexicano tuvo que invitar, literalmente, a los señores de la droga a regresar al país con sus millones de narcodólares, con el fin de revitalizar la economía y poder pagar el préstamo. Y los narcos tenían ahora más miles de millones de dólares que antes de la «crisis del peso», porque en el período de tiempo transcurrido entre el canje de pesos por dólares y la llegada de la ayuda norteamericana, utilizaron los dólares para comprar pesos devaluados, que a su vez volvieron a subir cuando los norteamericanos entregaron el enorme préstamo.

Lo que, en síntesis, hizo la Federación fue comprar el país, volver a venderlo a un precio alto, comprarlo de nuevo a precio bajo, reinvertir en él y ver crecer las inversiones.

Adán aceptó de buen grado la invitación del presidente, pero el precio que pidió por llevar de nuevo sus narcodólares al país, fue un «ambiente comercial favorable».

Lo cual significaba que el presidente podía proclamar aquello de «romper la espalda de los cárteles de droga» cuando le viniera en gana, pero no debía hacer nada al respecto. Podía hablar por los codos, pero sin moverse ni un milímetro, porque eso sería una especie de suicidio político y económico.

Los norteamericanos lo sabían. Entregaron al presidente una lista de peces gordos del PRJ que estaban en nómina de la Federación, y de repente tres de aquellos tipos fueron nombrados gobernadores de estados. Otro se convirtió en secretario de Transportes, y otro que aparecía en la lista fue nombrado zar de la droga: jefe del Instituto Nacional de la Lucha contra la Droga.

Todo había vuelto a la normalidad.

Mejor que antes, porque lo que hizo Adán con sus beneficios de la crisis del peso fue empezar a construir Boeings 727.

Al cabo de dos años tiene veintitrés, una flota de aviones más grande que la de casi todos los países del Tercer Mundo. Los llena de cocaína en Cali y vuelan hasta aeropuertos civiles, aeropuertos militares e incluso autopistas, cerradas y custodiadas por el ejército hasta que el avión ha sido descargado.

Meten la coca en camiones frigoríficos y la transportan hasta almacenes cercanos a la frontera, donde la dividen en unidades más pequeñas y la cargan en camiones y coches que son obras de ingeniería. Toda una nueva industria ha nacido en Baja, una industria de «tuneadores», que remodelan vehículos con compartimientos ocultos llamados «bodegas de alijo». Tienen techos falsos, suelos falsos y guardabarros trucados huecos que se llenan de droga. Como cualquier industria, ha desarrollado especialistas, tíos que son grandes cortadores, y otros que son lijadores y pintores. Hay tíos que hacen cosas con masilla Bondo que un yesero veneciano solo podría soñar. En cuanto los coches están preparados, cruzan la frontera de Estados Unidos, son entregados en pisos francos, por lo general de San Diego o Los Angeles, para después ser enviados a diferentes destinos: Los Angeles, Seattle, Chicago, Detroit, Cleveland, Filadelfia, Newark, Nueva York y Boston.

La droga también viaja por mar. Desde su punto de partida en México es entregada en ciudades de la costa de Baja, donde la envasan al vacío y la cargan después en barcos pesqueros comerciales y privados, que recorren la costa hasta las aguas de California y tiran la droga al agua, donde flota hasta que es recogida por lanchas motoras, o a veces incluso por buceadores que la llevan a la orilla y la transportan hasta pisos francos.

También viaja a pie. Contrabandistas de poca monta la meten en mochilas y la envían sobre la espalda de mojados o coyotes que atraviesan corriendo la frontera con la esperanza de ganar una fortuna (digamos unos cinco mil dólares) por entregarla en un punto acordado de la región situada al este de San Diego. Parte de esta zona son desiertos alejados o montañas elevadas, y no es extraño que la Patrulla de Fronteras encuentre el cadáver de un mojado que murió deshidratado en el desierto o por exposición a condiciones climáticas extremas en las montañas, porque no cargaba con el agua o las mantas que le habrían salvado la vida, sino con un cargamento de coca.

La droga va al norte y el dinero al sur. Y ambas patas de este viaje de ida y vuelta son mucho más fáciles porque el TLCAN ha relajado la seguridad fronteriza, lo cual facilita, entre otras cosas, un flujo ininterrumpido de tráfico entre México y Estados Unidos. Y con él, un flujo ininterrumpido de droga.

Y el tráfico es más beneficioso que nunca, porque Adán utiliza su nuevo poder para negociar un trato mejor con los colombianos, que consiste en «Os compramos vuestra cocaína al por mayor y nosotros nos encargamos de venderla al por menor, gracias». Se acabaron los mil dólares por kilo de gastos de envío. Nos hemos independizado.

El Tratado de Libre Comercio (de droga) de América del Norte, piensa Adán.

Dios bendiga el libre comercio.

Adán ha conseguido que el antiguo Trampolín Mexicano parezca un niño pequeño dando saltitos en la cama. Eh, ¿para qué saltar cuando se puede volar?

Y Adán puede volar.

Es el Señor de los Cielos.

Pero la vida no ha vuelto al status quo ante bellum.

No. Hasta el siempre realista Adán sabe que nada puede ser igual después del asesinato de Parada. En teoría, es un hombre buscado. Sus nuevos «amigos» de Los Pinos han ofrecido una recompensa de cinco millones de dólares por los hermanos Barrera, el FBI les ha puesto en la lista de los Más Buscados, sus fotos cuelgan en las paredes de los puntos de control fronterizos y en las oficinas gubernamentales.

Es una farsa, por supuesto, de cara a los norteamericanos. Las fuerzas de la ley mexicanas ya no persiguen a los Barrera, del mismo modo que ya no intentan acabar con el tráfico de drogas entendido como un todo.

De todos modos, los Barrera no se lo pueden refregar por la cara, no pueden exhibirse. Es el trato no verbalizado. Los viejos tiempos han terminado. Se acabaron las fiestas en grandes restaurantes, las discos, los hipódromos, los asientos de primera fila en los grandes combates pugilísticos. Los Barrera tienen que facilitar al gobierno que pueda encogerse de hombros ante los norteamericanos y afirmar que de buena gana detendría a los Barrera si supiera dónde están.

Así que Adán ya no vive en la mansión de Colonia Hipódromo, no va a sus restaurantes, no se sienta en la trastienda para anotar cifras en sus libretas. No echa de menos la casa, no echa de menos los restaurantes, pero sí que echa de menos a su hija.

Lucía y Gloria están viviendo en Estados Unidos, en la tranquila zona residencial de Bonita, en San Diego. Gloria va al colegio católico; Lucía, a una iglesia nueva. Una vez a la semana, un coche correo de los Barrera se encuentra con ella en el aparcamiento de un centro comercial y le entrega un maletín con setenta mil dólares.

Una vez al mes, Lucía lleva a Gloria a Baja para que vea a su padre.

Se encuentran en hoteles rurales alejados, o en una zona de picnic que hay junto, a la carretera cerca de Tecate. Adán vive para estas visitas. Gloria ya tiene doce años, y está empezando a entender por qué su padre no puede vivir con ellas, por qué no puede cruzar la frontera de Estados Unidos. Él intenta explicarle que le han acusado falsamente de muchas cosas, que los norteamericanos cogen todos los pecados del mundo y los cargan sobre las espaldas de los Barrera.

Pero sobre todo hablan de cosas más mundanas, de cómo le va en el colegio, qué tipo de música escucha, qué películas ha visto, quiénes son sus amigos y lo que hacen cuando se reúnen. Está creciendo, por supuesto, pero a medida que crece también lo hace su deformidad, y el progreso de la enfermedad tiende a acelerarse en la adolescencia. La hinchazón del cuello empuja todavía más hacia abajo y a la izquierda su cabeza, ya de por sí pesada, lo cual le impide hablar bien. Algunos chicos del colegio (es un tópico que los niños son crueles, piensa él) la llaman la Chica Elefante.

Sabe que es doloroso para ella, pero lo desecha con un encogimiento de hombros.

– Son idiotas -dice la niña-. No te preocupes, tengo amigos.

Pero sí que se preocupa, por su salud, se reprende por no poder estar con ella, sufre por el diagnóstico a largo plazo. Reprime las lágrimas cada vez que la visita va a terminar. Mientras Gloria se queda sentada en el coche, Adán discute con Lucía, intenta convencerla de que regrese a México, pero ella no quiere ni oír hablar de ello.

– No pienso vivir como una fugitiva -le dice. Además, dice que tiene miedo de México, miedo de otra guerra, miedo por ella y por su hija.

Son motivos más que suficientes, reflexiona Adán, pero él sabe el verdadero motivo: ahora siente desprecio por él. Está avergonzada de él, de cómo se gana la vida, de lo que ha hecho para ganársela. Quiere mantenerse alejada de él lo máximo posible, entregarse por completo a su frágil hija, cuidarla en la paz y tranquilidad de una vida residencial norteamericana.

Pero aun así, acepta el dinero, piensa Adán.

Nunca envía de vuelta el coche correo.

Intenta no amargarse por ello.

Nora le ayuda.

– Tienes que entender cómo se siente -le dice-. Quiere una vida normal para su hija. Es duro para ti, pero tienes que comprender cómo se siente.

Es curioso, piensa Adán, la amante defendiendo a la esposa, pero la respeta por ello. Ella le ha dicho muchas veces que, si pudiera reunirse con su familia de nuevo, debería hacerlo, y ella se retiraría a un segundo plano.

Pero Nora es el consuelo de su vida.

Cuando es sincero consigo mismo, tiene que reconocer que el lado positivo de estar separado de su esposa es que le concede libertad para estar con Nora.

No, el Señor de los Cielos vuela alto.

Hasta que…


El suministro de cocaína empieza a secarse.

No sucede de repente. Es como una sequía lenta y gradual.

Es la puta DEA norteamericana.

Primero, acabaron con el cártel de Medellín (Fidel «Rambo» Cardona se revolvió contra su viejo amigo Pablo Escobar, y ayudó a los norteamericanos a localizarle y matarle), y después fueron a por Cali. Detuvieron a los hermanos Orejuela cuando regresaban de una reunión en Cancún con Adán. Tanto el cártel de Medellín como el de Cali se rompieron en pedazos. Las Campanitas, los bautizó Adán.

Es lógico, piensa Adán, una evolución natural debido a la incesante presión norteamericana. Los que sobrevivirán serán aquellos capaces de mantener un perfil bajo. De no ser detectados por el radar norteamericano. Es lógico, pero también complica y dificulta los negocios de Adán. En lugar de tratar con una o dos entidades grandes, tiene que hacer juegos malabares con decenas, cuando no miríadas de pequeñas células, e incluso empresarios individuales. Y, con la desaparición de los cárteles integrados verticales, Adán ya no puede confiar en la entrega incesante y puntual de un producto de calidad. Digan lo que digan de los monopolios, piensa Adán, son eficaces. Pueden entregar lo que prometen donde y cuando dicen que lo harán, al contrario que las Campanitas, con quienes la entrega puntual de un producto de calidad se ha convertido en una excepción más que en una norma.

De modo que el sector de producción del negocio de cocaína de Adán ha empezado a temblar, y la vibración se está propagando a todo el entramado, desde los mayoristas a quienes los Barrera proporcionaban transporte y protección, hasta los nuevos mercados minoristas de Los Angeles, Chicago y Nueva York, de los que Adán se apoderó después de la detención de los Orejuela. Para colmo, tiene Boeings 727 vacíos (caros de comprar y mantener) aparcados en pistas de aterrizaje de Colombia, a la espera de cocaína que, con frecuencia, llega demasiado tarde o no aparece, ocuando lo hace, no es de la calidad y potencia prometidas. Así que los clientes de la calle se quejan a los minoristas, quienes se quejan a los mayoristas, quienes (con educación) se quejan a los Barrera.

Más tarde el flujo de cocaína se paraliza casi por completo.

El torrente se convierte en riachuelo, después en hilillo de agua, luego en gotas.

Por fin Adán descubre el motivo:

Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.

Las FARC.

El movimiento insurgente marxista más antiguo y longevo de Latinoamérica.

Las FARC controlan la remota zona sudoeste de Colombia, además de las decisivas fronteras con Perú y Ecuador, países productores de cocaína. Desde su baluarte de los territorios del noroeste de la selva amazónica, las FARC libran desde hace treinta años una guerra de guerrillas contra el gobierno colombiano, los ricos terratenientes de la nación y los intereses petroleros que operan desde los distritos costeros ricos en petróleo.

Y el poder de las FARC está en alza. Tan solo el mes anterior, las guerrillas lanzaron un osado ataque contra un puesto avanzado del ejército en la ciudad de Las Delicias. Conquistaron el fuerte, utilizando morteros y cargas explosivas de gran potencia, mataron a sesenta soldados y capturaron al resto. Las FARC cortaron la principal autopista que comunica los distritos del sudoeste con el resto del país.

Y las FARC no solo controlan las rutas de contrabando de cocaína que llegan de Perú y Ecuador, también se halla dentro de su territorio el distrito de Putumayo, una espesa selva tropical amazónica y ahora importante zona de cultivo de la planta de la coca. La producción nacional de coca era el sueño de los cárteles gigantes, e invirtieron millones de dólares en plantaciones de coca en la zona, pero justo cuando sus esfuerzos comenzaban a dar sus frutos, los cárteles se quedaron sin negocio, dejando atrás las caóticas Campanitas y unas trescientas mil hectáreas en cultivo, en las que cada día se plantaba más.

Lo que Sinaloa era para la amapola, lo es Putumayo para la hoja de coca: la fuente, el manantial, la cabecera del río desde la que fluye el tráfico de droga.

Las FARC lo bloquearon, y ahora se han puesto en contacto con él para negociar.

Y tendré que hacerlo, piensa Adán, mientras mira a Nora acostada a su lado.


Despierta y ve que Adán la está mirando.

Nora sonríe y le da un beso cariñoso.

– Me gustaría ir a dar un paseo.

– Te acompañaré.

Se ponen una bata y salen.

Manuel está allí.

Manuel siempre está allí, piensa Nora.

Adán le construyó una casa en los terrenos. Es una casa pequeña y sencilla, construida al estilo de los campesinos de Sinaloa. Pero Adán le dijo al constructor que aumentara un poco las dimensiones en atención a la pierna rígida de Manuel. Ordenó que construyeran muebles especiales para facilitarle la labor de levantarse y sentarse, y un pequeño jacuzzi en la parte de atrás para aliviar los dolores de su pierna, que empeoran con la edad. A Manuel no le gusta utilizarlo, porque cree que cuesta demasiado dinero calentarlo, de modo que Adán ha encargado a un criado que vaya cada noche a encenderlo.

Manuel se levanta del banco y les sigue, arrastrando la pierna derecha. Les sigue desde una distancia prudencial, con su inconfundible cojera. Para Nora es casi una caricatura: un AK colgado del hombro, dos bandoleras cruzadas sobre el pecho como un bandido de otros tiempos, una pistola enfundada en cada cadera, un enorme cuchillo encajado en el cinturón.

Solo le faltan el sombrero grande y el bigote caído, piensa Nora.

Una criada acude corriendo con una bandeja.

Dos cafés: con leche y azúcar para él, solo y sin azúcar para ella.

Adán da las gracias a la criada, que vuelve corriendo a la cocina. No mira a Nora, temerosa de que los ojos de la gringa la hechicen como hizo con el patrón. Es la comidilla de la cocina: miras a los ojos de la bruja y te cae un hechizo.

Al principio fue difícil aguantar la pasiva hostilidad de la servidumbre y la activa desaprobación de Raúl. El hermano de Adán pensaba que estaba bien tener una amante, pero no instalarla en la casa familiar. Oyó a los hermanos pelear al respecto y ofreció marcharse, pero Adán no quiso ni escucharla. Ahora se han acostumbrado a una plácida rutina doméstica, que incluye este paseo matutino.

El complejo residencial es precioso. A Nora le gusta en especial por las mañanas, antes de que el sol reduzca todas las formas a siluetas y destiña todos los colores. Empiezan su paseo por el huerto, porque Adán sabe que le gusta el olor ácido de los árboles frutales (naranjas, limones y pomelos), y el dulce aroma de las mimosas y jacarandás, cuyas flores caen de las ramas como lágrimas de lavanda. Pasan junto a los jardines florales (hemerocallis, zantedeschias, amapolas) y entran en la rosaleda.

Nora contempla las flores que brillan a causa del agua, oye el rítmico chup-chup-chup del sistema de riego que rocía todas las flores antes de que el sol convierta el riego en un ejercicio de evaporación instantánea.

Adán ahuyenta a un pavo real del jardín.

El recinto bulle de aves: pavos reales, faisanes, pintadas. Una mañana, cuando Adán estaba ausente, Nora se levantó temprano y vio un pavo real subido sobre el borde de la fuente central. La miró y desplegó su cola, y fue un espectáculo maravilloso, con todos los colores desplegados en contraste con la arena caqui.

Hay más aves en los árboles. Un asombroso surtido de pinzones. Adán intenta en vano enseñarle los nombres, pero ella los reconoce solo por los colores: dorado y amarillo, púrpura y rojo. Las currucas y el escribano lapislázuli, y la increíble tángara occidental que se le antoja un ocaso volador. Y los colibrís. Se han plantado flores especiales y colgado dispensadores de agua dulce para atraer a los colibrís, el de Anna, el de Costa, el de garganta negra, como Adán ha intentado diferenciarlos para que ella los reconociera. Nora solo reconoce las manchas deslumbrantes de colores rutilantes, y sabe que los echaría mucho de menos si un día no fueran a visitarla.

– ¿Quieres ver a los animales? -pregunta Adán.

– Por supuesto.

Adán es un hombre trabajador y práctico, y no consigue dar su aprobación al tiempo y el dinero que Raúl dedica a su zoo. Significa otra diversión para su hermano, una compensación para su ego, el hecho de poseer un ocelote, dos tipos de camellos, un guepardo, un par de leones, un leopardo, dos jirafas, un rebaño de ciervos raros.

Pero un tigre blanco no. Raúl lo vendió a un coleccionista de Los Angeles, y el muy idiota intentó cruzarlo por la frontera y lo pillaron. Tuvo que pagar una buena multa, y el tigre le fue confiscado. Ahora vive en el zoo de San Diego.

Su ballena se convirtió en una estrella de cine. Hicieron una redada en el parque de atracciones y después lo quemaron, y la ballena acabó en una serie de películas muy comerciales. De manera que a la ballena le fue muy bien, aunque Adán hace tiempo que no ve películas.

Adán y Nora pasean por su zoo privado por las mañanas, y uno de los cuidadores ya está preparado con comida para que Nora dé de comer a las jirafas. Le encanta su elegancia, sus largos cuellos y su forma de andar.

Baja de la pequeña plataforma que utilizan para dar de comer a las jirafas, recoge su taza de café y se adelanta a Adán. Otro cuidador abre una puerta para dejarla entrar en el corral de los ciervos, y le entrega una taza de plástico llena de comida.

– Buenos días, Tomás.

– Señora.

Nora y Adán desayunan en la terraza este para recibir la caricia del sol. Nora toma pomelo y café. Eso es todo, pomelo recién cogido del huerto y café. Adán come como uno de los leones de Raúl. Un enorme plato de huevos con machaca y ristras de chorizo frito. Una pila de tortillas de maíz calientes. Debido a la insistencia de Nora, un cuenco de fruta. Y un pequeño cuenco de salsa recién hecha. A Nora se le hace la boca agua al percibir el olor a tomate y cilantro, pero se conforma con el pomelo.

Adán se da cuenta.

– No lleva grasa -dice.

– La tortilla que me comería sí.

– Tendrías que engordar unos kilos.

– Eres muy galante.

Adán sonríe y vuelve a su periódico, sabiendo que no la convencerá. Nora está casi tan obsesionada con su cuerpo como él. En cuanto se duche y vaya a su oficina a trabajar, se pasará toda la mañana en el gimnasio. Mandó colocar un sistema estéreo y un televisor porque a ella le gusta el ruido cuando hace ejercicio. Y el gimnasio tiene dos elementos de todo (dos bicicletas reclinables, dos ruedas de andar, dos máquinas de musculación, dos conjuntos de pesos libres), aunque ella consigue convencerle muy pocas veces de que se ejercite con ella.

En días alternos corre en la larga pista de tierra que serpentea hasta el complejo, lo cual provocó algunas protestas del personal de seguridad, hasta que Adán descubrió a dos sicarios a quienes les gustaba correr. Entonces ella se quejó de eso, dijo que la cohibía tener a dos hombres que le pisaran los talones, pero en este tema Adán no dio su brazo a torcer y ella capituló.

De modo que, cuando corre, dos guardaespaldas van tras ella. Siguiendo instrucciones concretas de Adán, uno corre mientras el otro trota, y se van turnando. No quiere que los dos estén sin aliento al mismo tiempo. Si se produce un tiroteo, quiere qué al menos uno tenga la mano firme. Además, les ha dicho: «Si algo le pasa, moriréis los dos».

Sus tardes son largas y lentas. Como Adán trabaja a la hora de comer, ella come sola. Después hace una breve siesta, se acomoda en una tumbona bajo la sombrilla para protegerse del sol. Por el mismo motivo, pasa la mayor parte de la tarde dentro, leyendo libros y revistas, viendo la televisión mexicana, esperando a que vuelva Adán para cenar tarde.

– Tengo que irme en viaje de negocios -dice él-. Puede que esté fuera unos días.

– ¿Adónde vas?

Adán sacude la cabeza.

– A Colombia. Las FARC quieren negociar.

– Te acompañaré.

– Es demasiado peligroso.

Ella le dice que lo comprende. Irá a San Diego durante su ausencia. Irá de compras, verá algunas películas, saldrá con Haley

– Pero te echaré de menos -dice.

– Yo también.

– Vamos a la cama.

Se lo folla con energía demoníaca. Le sujeta con el coño, le aferra con las piernas y él siente que se corre a borbotones dentro de ella. Le acaricia el pelo cuando él apoya la cara sobre sus pechos y le dice:

– Te quiero. Tienes mi alma en tus manos.


Putumayo, Colombia

1997


Adán va sentado en la parte de atrás de un jeep que traquetea sobre una carretera embarrada y llena de baches, practicada en la selva amazónica del sudoeste de Colombia. El aire que le rodea es tibio y fétido, y ahuyenta con la mano a las moscas y mosquitos que vuelan alrededor de su cabeza.

El viaje ha sido difícil.

Rechazó la idea de volar en uno de sus 727. Nadie puede saber que Adán va a reunirse con Tirofijo, el comandante de las FARC. En cualquier caso, volar habría sido demasiado peligroso. Si la CIA o la DEA interceptaran el plan de vuelo, los resultados serían desastrosos. Además, hay cosas que Tirofijo quiere que Adán vea en route.

Adán subió primero a bordo de un yate deportivo particular en Cabo, y después cambió a un viejo barco de pesca para el largo y lento viaje que le dejó en la costa del sur de Colombia, en la boca del río Coqueta. Fue la parte más peligrosa del viaje, porque la costa está bajo el control del gobierno y patrullada por milicias privadas, contratadas por las compañías petroleras para vigilar sus torres de perforación.

Adán subió desde el barco pesquero a un pequeño esquife de un solo motor. Se internaron en el río de noche, guiados por las llamas escupidas por las torres de refinería, como si fueran hogueras del infierno. La boca del río estaba llena de sedimentos y contaminada; el aire, irrespirable y sucio. Subieron río arriba, dejaron atrás las propiedades de la compañía petrolera, protegidas por vallas de alambre de espino de tres metros de altura y torres vigía en las esquinas.

Tardaron dos días en subir por el río, esquivando patrullas del ejército y escuadrones de seguridad privados. Por fin se internaron en la selva tropical, y ahora hará el resto del viaje en jeep. Su ruta les lleva más allá de los campos de coca, y Adán ve por primera vez los orígenes del producto que le ha reportado millones.

Bien, a veces los ve.

Otras veces ve los campos muertos y marchitos, envenenados por los helicópteros que lanzan defoliantes. Los productos químicos no son especializados. Matan las plantas de coca, pero también las judías, los tomates, las hortalizas. Envenenan el aire y el agua. Adán atraviesa pueblos desiertos que parecen objetos de museo: perfectos objetos antropológicos de una aldea colombiana, salvo que nadie vive en ella. Han huido de los defoliantes, han huido del ejército, han huido de las FARC, han huido de la guerra.

Pasan junto a otros pueblos que han sido quemados, sin más trámites. Círculos carbonizados en el suelo señalan el lugar donde se alzaban las cabañas.

– El ejército -explica su guía-. Queman los pueblos que creen conchabados con las FARC.

Y las FARC queman los pueblos que creen conchabados con el ejército, piensa Adán.

Llegan por fin al campamento de Tirofijo.

Los guerrilleros con uniforme de camuflaje de Tirofijo utilizan boinas y portan AK-47. Hay un número sorprendente de mujeres. Adán se fija en una impresionante amazona de pelo negro que le cae por debajo de su boina. Ella sostiene su mirada, como diciendo y tú qué miras, y él desvía la vista.

Hay actividad por todas partes (escuadrones de guerrilleros se están entrenando, otros están limpiando armas, haciendo la colada, cocinando, patrullando el campamento), y toda esta actividad parece organizada. El campamento es grande y ordenado. Pulcras hileras de tiendas verde oliva están montadas bajo redes de camuflaje. Varias cocinas han sido construidas bajo ramadas de paja. Ve lo que parece ser una tienda hospital y un dispensario. Incluso pasan ante una tienda que parece albergar una especie de biblioteca. Esto no es una pandilla de bandidos en fuga, piensa Adán. Es una fuerza bien organizada que controla su territorio. Las redes de camuflaje, para protegerlos de la vigilancia aérea, constituyen la única concesión a cierta sensación de peligro.

Su acompañante conduce a Adán hasta lo que parece la zona del cuartel general. Las tiendas son más grandes, con avances de lona sujetos para crear porches, bajo los cuales hay jofainas, así como sillas y mesas hechas de madera toscamente labrada. Un momento después, el acompañante vuelve con un hombre mayor y corpulento, vestido con uniforme de camuflaje verde oliva y boina negra.

Tirofijo tiene cara de sapo, piensa Adán. Más gordo de lo que cabría esperar en un guerrillero, con profundas bolsas bajo los ojos, gruesos mofletes y una boca ancha, que parece permanentemente fruncida. Tiene los pómulos altos y afilados, los ojos estrechos, las cejas arqueadas plateadas. No obstante, aparenta menos edad de sus casi setenta años. Camina hacia Adán con vigor y energía. Sus piernas cortas y pesadas no tiemblan.

Tirofijo mira a Adán un momento, como tomándole la medida, y después indica una ramada de paja bajo la cual hay una mesa y unas cuantas sillas. Se sienta y señala con un gesto a Adán para que haga lo mismo.

– Sé que colaboró en la Operación Niebla Roja -dice sin más preámbulos.

– No fue una cuestión política -dice Adán-. Simples negocios.

– Sabe que podría retenerle para pedir rescate -dice Tirofijo-. O podría ordenar que le mataran ahora mismo.

– Y usted sabe -replica Adán- que tal vez solo me sobreviviría una semana.

Tirofijo asiente.

– Bien, ¿de qué tenemos que hablar? -pregunta Adán.

Tirofijo saca un cigarrillo del bolsillo de la chaqueta y ofrece uno a Adán. Cuando Adán niega con la cabeza, Tirofijo se encoge de hombros y enciende el cigarrillo, y da una larga calada.

– ¿Cuándo nació usted? -pregunta.

– En mil novecientos cincuenta y tres.

– Yo empecé a luchar en mil novecientos ochenta y cuatro -dice Tirofijo-. Durante un período que ahora llaman de la «Violencia». ¿Ha oído hablar de eso?

– No.

Tirofijo asiente.

– Yo era leñador, y vivía en un pueblo pequeño. En aquellos tiempos, no estaba politizado. Izquierda, derecha, todo era indiferente a la madera que cortaba. Una mañana estaba en las colinas cortando leña cuando la milicia local de extrema derecha entró en nuestro pueblo, reunió a todos los hombres, les ató los brazos a la espalda y los degolló. Dejó que se desangraran hasta morir como cerdos, en la plaza del pueblo, mientras violaban a sus mujeres e hijas. ¿Sabe por qué lo hicieron?

Adán niega con la cabeza.

– Porque los aldeanos habían permitido que un grupo de izquierdas cavara un pozo para el pueblo -dice Tirofijo-. Aquella mañana, cuando volví, encontré los cadáveres tirados en el polvo. Mis vecinos, mis amigos, mi familia. Volví a las colinas, esta vez para unirme a las guerrillas. ¿Por qué le he contado esta historia? Porque usted puede decir que es apolítico, pero el día que vea a sus amigos y familiares tirados en el suelo, tomará conciencia política.

– Existe el dinero y la falta de dinero -dice Adán-, el poder y la falta de poder. Y punto.

– ¿Lo ve? -sonríe Tirofijo-. Ya es medio marxista.

– ¿Qué quiere de mí?

Armas.

Tirofijo tiene mil doscientos combatientes y planes para aumentarlos hasta treinta mil más. Pero solo tiene ocho mil rifles. Adán Barrera tiene dinero y aviones. Si sus aviones pueden sacar cocaína, tal vez puedan introducir rifles.

Por lo tanto, si quiero proteger mi fuente de cocaína, comprende Adán, tendré que hacer lo que quiere este viejo guerrero. Tendré que conseguirle armas para proteger su territorio de las milicias de extrema derecha, el ejército y, también, de los norteamericanos. Es una necesidad práctica, que a la vez entraña una dulce venganza.

– ¿Ha pensando en algún tipo de trato? -pregunta.

Sí.

Algo sencillo, dice Tirofijo.

Un kilo igual a un rifle.

Por cada rifle que Adán introduzca, las FARC permitirán que un kilo de cocaína se venda desde su territorio, a un precio rebajado para reflejar el coste del arma. Eso para un rifle normal. El AK-47 es el arma elegida, pero los M-16 o M-2 norteamericanos también son aceptables, siempre que las FARC puedan conseguir la munición adecuada gracias a los soldados o milicianos de extrema derecha capturados. Para otras armas -y Tirofijo ansia con desesperación lanzacohetes-, permitirán un kilo y medio, o incluso dos kilos.

Adán acepta sin negociar. Se le antoja que sería inapropiado regatear, casi antipatriótico. Además, este trato funcionará. Si -y es un «si» muy grande- es capaz de apoderarse de armas suficientes.

– Trato hecho -dice Adán.

Tirofijo le estrecha la mano.

– Un día se dará cuenta de que todo es política, y actuará basándose en el corazón, no en el bolsillo.

Aquel día, le dice Tirofijo, descubrirá su alma.


Nora deja ropa sobre la cama de su suite de un pequeño hotel de Puerto Vallarta, camisas y el traje que compró para Adán en La Jolla.

– ¿Te gusta?

– Me gusta.

– Apenas los has mirado.

– Lo siento.

– No lo sientas. -Nora se acerca y le abraza-. Solo dime en qué estás pensando.

Escucha con atención mientras Adán describe el cambio logístico al que se enfrenta: dónde conseguir la cantidad de armas militares que necesita para cumplir su parte del trato con Tirofijo. Es relativamente fácil conseguir algunas armas aquí y allá (Estados Unidos es, básicamente, un gran supermercado de armas), pero los miles de rifles que necesitará durante los próximos meses es algo que el mercado negro norteamericano no le puede proporcionar.

Y, no obstante, las armas tendrán que llegar a través de Estados Unidos, no de México. Así como los yanquis se ponen como locos por la entrada de drogas en su territorio, los mexicanos son todavía más fanáticos con respecto a las armas. Cuando Washington se queja de los narcóticos procedentes de México, Los Pinos contesta con quejas sobre las armas que entran desde Estados Unidos. Es un constante motivo de irritación en las relaciones entre ambos países el hecho de que los mexicanos parezcan considerar más peligrosas las armas que las drogas. No entienden por qué, en Estados Unidos, te cae una sentencia más larga por traficar con un poco de marihuana que por vender montones de armas.

No, el gobierno mexicano es muy sensible a las armas, tal como corresponde a un país que cuenta con un largo historial de revoluciones. Todavía más ahora, con la insurgencia de Chiapas. Tal como dice Adán a Nora, es imposible que pueda introducir tal cantidad de armas en México de una forma directa, aunque encuentre suministrador. Las armas tendrán que entrar por Estados Unidos, serán introducidas de contrabando a través de Baja, cargadas en 727 y transportadas a Colombia.

– ¿Puedes conseguir esa cantidad de armas? -pregunta Nora.

– Tengo que hacerlo -contesta Adán.

– ¿Dónde?


Hong Kong

1997


La primera impresión de Hong Kong siempre es asombrosa.

En primer lugar, el interminable vuelo a través del Pacífico, sin nada más que horas y horas de agua azul debajo, y de pronto aparece la isla, un retazo verde esmeralda con altas torres que brillan al sol, y detrás las impresionantes colinas.

Adán nunca había estado allí. Ella sí, varias veces, y le va señalando a través de las ventanillas los lugares más característicos: la isla de Hong Kong, Victoria Peak, Kowloon, el puerto.

Se hospedan en el hotel Península.

La idea de Nora es alojarse en Kowloon, en el continente, en lugar de decantarse por uno de los modernos hoteles para ejecutivos de la isla. Le gusta el encanto colonial del Península, cree que a él le gustará también, y además, Kowloon es un barrio mucho más interesante, sobre todo de noche.

El hotel es del agrado de Adán, su elegancia a la antigua usanza le atrae. Se sientan en la antigua terraza (ahora acristalada), con su vista del puerto y el embarcadero del ferry, y toman una merienda inglesa completa (que ella pide), mientras esperan a que su suite esté preparada.

– Aquí es donde descansaban los antiguos señores del opio -dice Nora.

– ¿De veras? -pregunta Adán. Sus conocimientos de historia son muy limitados, incluso la relacionada con el tráfico de drogas.

– Claro -dice ella-. Por eso los ingleses se apoderaron de Hong Kong. Lo conquistaron durante la guerra del Opio.

– ¿La guerra del Opio?

– En la década de mil ochocientos cuarenta -explica Nora-, los ingleses declararon la guerra a los chinos para obligarles a permitir el comercio de opio.

– Bromeas.

– No -dice Nora-. Como parte del tratado de paz, los comerciantes de opio ingleses consiguieron vender su producto en China, y la corona británica convirtió Hong Kong en colonia. Así tenían un puerto para proteger el opio. El ejército y la marina protegían la droga.

– Nada cambia -dice Adán-. ¿Cómo sabes todas estas cosas?

– Leo -dice Nora-. De todos modos, pensé que te gustaría estar aquí.

Y así es. Adán se reclina, bebe su Darjeeling, unta su bollo con crema espesa y mermelada, y se siente como si fuera el continuador de una larga tradición.

Cuando entran en su habitación, se derrumba en la cama.

– No querrás ponerte a dormir -dice ella-. Nunca podrás superar el jet lag.

– No puedo mantenerme despierto -murmura Adán.

– Yo te mantendré despierto.

– Ah, ¿sí?

Oh, sí.

Después se duchan y ella le dice que ya ha planificado el resto del día y la noche, si está dispuesto a ponerse en sus manos.

– ¿No acabo de hacerlo? -pregunta él.

– ¿No te lo has pasado bien? -pregunta Nora.

– Era yo el que chillaba.

– La coordinación es fundamental -dice Nora mientras él se afeita-. Date prisa.

Se da prisa.

– Esta es una de las cosas que más me gusta hacer en el mundo -explica Nora mientras se encaminan al embarcadero del Star Ferry. Compra los billetes y esperan unos minutos, y después suben al ferry. Ella escoge asientos en la parte de babor del viejo barco, rojo como un coche de bomberos, con la mejor vista del centro de Hong Kong mientras se dirigen a la isla. A su alrededor, barcas de pesca, lanchas motoras, juncos y sampanes surcan el puerto.

Cuando atracan, ella le insta a salir de la terminal.

– ¿A qué vienen tantas prisas? -pregunta Adán cuando ella le agarra del codo y le empuja hacia delante.

– Ya lo verás, ya lo verás. Venga.

Le guía por Garden Road hasta la base de Victoria Peak, donde suben al Tram. El Tram, un funicular, asciende la pendiente empinada.

– Es como una atracción de feria -dice Adán.

Llegan al observatorio justo antes de ponerse el sol. Es lo que ella quiere que vea. Se quedan en la terraza mientras el cielo se tiñe de rosa, después de rojo, y luego se sume en la oscuridad, en tanto las luces de la ciudad se encienden como un ramillete de diamantes sobre una almohada de raso negro.

– Jamás había visto algo semejante -dice Adán.

– Estaba segura de que te gustaría -contesta ella.

Adán se vuelve y la besa.

– Te quiero -dice.

– Yo también te quiero.


Se reúnen con los chinos la tarde siguiente.

Tal como habían acordado, una lancha motora recoge a Nora y Adán en el puerto de Kowloon y les conduce hacia el centro de la bahía, donde suben a un junco que está esperando, en el cual realizan el largo trayecto hasta Silver Mine Bay, en la costa este de Lantau Island. Aquí, el junco desaparece entre una flota de otros miles de juncos y sampanes, en los que vive la «gente de los barcos». Su junco se abre camino entre el laberinto de muelles, dársenas y barcos anclados, antes de detenerse junto a un sampán grande. El capitán dispone una tabla entre su barco y el sampán, y Nora y Adán cruzan.

Tres hombres están sentados a una pequeña mesa, bajo el dosel en forma de arco que cobija la parte media del barco. Se levantan cuando ven subir a bordo a Nora y a Adán. Dos de los hombres son mayores. Uno de ellos, repara enseguida Nora, tiene los hombros cuadrados y la postura rígida de un militar. El otro es más informal y algo encorvado: el hombre de negocios. El tercero es un joven, muy nervioso en presencia de sus superiores. Tiene que ser el traductor, piensa Nora.

El joven se presenta en inglés como señor Yu, y Nora traduce sus palabras al español, aunque Adán sabe suficiente inglés para seguir la conversación básica. Pero eso sirve de pretexto a Nora para estar presente, y se ha vestido para la ocasión con un traje gris corriente, blusa color marfil de cuello alto y unas joyas muy sencillas.

De todos modos, el oficial, el señor Li, no pasa por alto su belleza, y se inclina cuando le presentan, ni tampoco el hombre de negocios, el señor Chen, que sonríe y está a punto de besarle la mano. Una vez efectuadas las presentaciones, se sientan para tomar el té y hablar de negocios.

Resulta frustrante para Adán que la primera parte de la reunión se limite a una serie inacabable de trivialidades y cumplidos, todavía más tediosos debido a la doble capa de traducción del mandarín al inglés, después del inglés al español, y vuelta a empezar. Le gustaría ir directo al grano, pero Nora le ha advertido de que es una parte necesaria de la ceremonia de los negocios en China, y de que sería considerado un socio grosero, y por tanto de nula confianza, si interrumpiera el proceso. De modo que se queda sentado y sonríe durante toda la conversación sobre lo bonito que es Hong Kong, después sobre la belleza de México, de lo maravillosa que es su comida, de lo encantador e inteligente que es el pueblo mexicano. A continuación, Nora alaba la calidad del té, y el señor Li responde que es basura inmunda, y entonces Nora le dice que ya le gustaría tener «basura» como esa en Tijuana, y el señor Li se ofrece a enviarle un poco si insiste, pese al hecho de que es indigno de ella, y así sucesivamente, hasta que el señor Li (un general de alto rango del Ejército Popular de Liberación) hace una seña casi imperceptible en dirección al joven señor Yu, que empieza a hablar de negocios en serio.

Una compra de armas.

Lo cual requiere capas y capas de traducción, a pesar de que Li habla un más que aceptable inglés. Pero el proceso de traducción le concede tiempo para pensar y conferenciar con Chen, un ejecutivo de la Guangdong Overseas Shipping Company (GOSCO), y, además, mantiene viva la alegre ficción de que esta mujer extraordinaria es una traductora y no la amante de Barrera, como todo el mundo sabe en los círculos diplomáticos de Ciudad de México. Ha sido necesario tiempo para montar la reunión, tiempo y delicadas maniobras, y los chinos han hecho los deberes. Saben que el traficante de drogas mantiene relaciones con una famosa cortesana, que es, como mínimo, una mujer de negocios tan inteligente y agresiva como su amante. Así que Li escucha con paciencia, mientras Yu habla con la mujer y la mujer habla con Barrera, aunque todos saben ya que ha venido para comprar armas que ellos ansian vender, de lo contrario no estaría aquí.

«¿Qué clase de armamento?»

«Rifles. AK-47.»

«Ustedes los llaman "cuernos de chivo". Me parece muy adecuado. ¿Cuántos desea adquirir?»

«Al principio, un pedido pequeño. Tal vez un par de miles.»

El tamaño del pedido asombra a Li. Y le impresiona que Barrera (o quizá fue la mujer) se tomara la molestia de describirlo como un pedido «pequeño», lo cual les confiere mucha dignidad. La cual perderé si no consigo satisfacer un pedido tan «pequeño». También me ha gustado el hecho de que esgrimieran ese «al principio» a modo de cebo. Para informarme de que, si soy capaz de satisfacer su gigantesco pedido, vendrán más.

Li se vuelve hacia Adán.

«No solemos trabajar con cifras tan pequeñas.»

«Sabemos que nos están haciendo un favor. Tal vez podríamos conseguir que valiera la pena tomarse tantas molestias si adquiriéramos también armamento pesado. Digamos lanzacohetes KPG-2.»

«¿Lanzacohetes? ¿Esperan que estalle una guerra?»

Nora contesta.

«El pueblo chino, tan amante de la paz, sabe que a veces no se compran armas para declarar una guerra, sino para impedir la necesidad de declararla. Sun Tzu escribió: "Ser invencible depende de uno mismo. Ser vulnerable, del enemigo".»

Nora ha invertido bien las largas horas en el avión. Li está impresionado.

«Por supuesto -dice Li-, teniendo en cuenta el modesto volumen, no podríamos ofrecer el mismo precio que en pedidos de mayor cuantía.»

«Teniendo en cuenta que nuestro pedido es el principio de lo que esperamos sea una larga relación comercial -contesta Adán-, confiamos en que, como gesto de buena voluntad, nos ofrezcan un precio que nos permita acudir a ustedes en futuras ocasiones.»

«¿Está diciendo que no puede pagar el precio total?»

«No, estoy diciendo que no pagaré el precio total.»

Adán también ha hecho los deberes. Sabe que el EPL es tanto un negocio como la fuerza de defensa nacional, y que Beijing lo está sometiendo a una gran presión para conseguir ingresos. Necesitan este acuerdo tanto como yo, piensa, tal vez más, y el tamaño del pedido no es para hacerle ascos, en absoluto. Así que vas a aceptar mi precio, mi general, sobre todo si…

«Por supuesto -añade-, pagaríamos en dólares norteamericanos. En metálico.»

Porque el EPL no solo está sometido a presión para obtener ingresos, sino también para conseguir divisas extranjeras, y deprisa, y no quieren pesos mexicanos inestables, sobre todo en papel. Quieren los billetes verdes norteamericanos. El ciclo satisface a Adán: dólares norteamericanos para China a cambio de armas, rifles para Colombia a cambio de cocaína, cocaína para Estados Unidos a cambio de dólares norteamericanos…

A mí me va bien.

A los chinos también. Dedican las tres horas siguientes a repasar los detalles: precios, fechas de entrega.

El general arde en deseos de cerrar el trato. Y el ejecutivo también. Y Beijing. GOSCO no solo está construyendo instalaciones en

San Pedro y Long Beach, también las está construyendo en Panamá. Y comprando enormes extensiones de tierra a lo largo del canal que no solo parte en dos a la flota norteamericana, sino que también se sienta a horcajadas sobre las dos insurgencias izquierdistas emergentes de Centroamérica: la guerra de las FARC en Colombia y la insurrección zapatista en el sur de México. Que los norteamericanos se ocupen por una vez de su propio hemisferio. Que se preocupen más de los apuros de Panamá que de eso llamado Taiwán.

No, este acuerdo con el cártel de los Barrera solo puede aumentar la influencia china en el patio trasero de los norteamericanos, mantenerlos ocupados apagando incendios comunistas, y obligarles también a gastar recursos en su Guerra contra las Drogas.

Aparece una botella de vino y brindan por la amistad.

Wan swei -dice Nora.

Diez mil años.

Dentro de seis semanas, un cargamento de dos mil AK-47 y seis docenas de lanzagranadas, con munición suficiente, será enviado desde Guangzhou a bordo de un carguero de GOSCO.


San Diego


Una semana después de regresar de Hong Kong, Nora cruza la frontera en Tecate, y después recorre el largo camino a través del desierto hasta llegar a San Diego. Se registra en el hotel Valencia y pide una suite con vistas a la La Jolla Cove y al mar. Haley se reúne con ella y cenan en Top of the Cove. El negocio va bien, le dice Haley.

Nora se acuesta temprano y se levanta temprano. Se pone una sudadera y corre un buen rato alrededor de La Jolla Cove, por el sendero que bordea los acantilados. Regresa cansada y sudorosa, pide su habitual pomelo y café al servicio de habitaciones y se ducha, mientras espera a que le suban el desayuno.

Después se viste y va de compras a La Jolla Village. Puede ir andando a todas las tiendas de moda, y ya va cargada de bolsas antes de llegar a su tienda favorita, donde elige tres vestidos y se los lleva al probador.

Unos minutos después, sale con dos de los vestidos y los deja sobre el mostrador.

– Me llevo estos. He dejado el rojo en el probador.

– Ya lo cuelgo yo -dice la propietaria.

Nora le da las gracias, sonríe y vuelve a salir al soleado atardecer de La Jolla. Decide que le apetece cocina francesa para comer y consigue una mesa en la Brasserie sin problemas. Pasa el resto de la tarde viendo una película y echando una larga siesta. Se levanta, pide un consomé para cenar, se pone uno de sus vestidos negros, y se recompone el pelo y el maquillaje.


Art Keller aparca a tres manzanas de distancia de la Casa Blanca y recorre a pie el resto del camino.

Se siente solo. Tiene su trabajo y poca cosa más.

Cassie tiene ya dieciocho años, pronto se graduará en Parkman. Michael tiene dieciséis, cursa primer año en la Bishop's School. Art va a los partidos de voleibol de Cassie y a los certámenes de natación de Michael, y sale con los chicos después si no han quedado con sus amigos. Se encuentran una vez al mes en su apartamento del centro. Art lleva a cabo esfuerzos extravagantes por entretenerlos, pero casi siempre se quedan junto a la piscina del complejo con los demás «padres de visita» y sus hijos. A los suyos cada vez les molestan más estas visitas obligadas, que interfieren en su vida social.

Art lo comprende, y por lo general permite que las cancelen con un «La próxima vez» falsamente alegre.

No sale con mujeres. Ha mantenido un par de relaciones breves con mujeres divorciadas (polvos fáciles programados entre las exigencias de la profesión y de las familias monoparentales), pero fueron más tristes que satisfactorias, por lo que no tardó en dejar de intentarlo.

De modo que casi todas las noches las pasa en compañía de los muertos.

Nunca están demasiado ocupados y no escasean. Ernie Hidalgo, Pilar Talavera y sus hijos, Juan Parada. Todos ellos, bajas colaterales de la guerra privada de Art contra los Barrera. Le van a ver de noche, charlan con él, le preguntan si ha valido la pena.

De momento, la respuesta es no.

Art está perdiendo la guerra.

El cártel de los Barrera consigue ahora unos beneficios de unos ocho millones de dólares a la semana. La mitad de la cocaína y un tercio de la heroína que llega a las calles de Estados Unidos proceden del cártel de Baja. Prácticamente toda la metanfetamina al oeste del Mississippi tiene su origen en los Barrera.

Nadie osa retar en México el poder de Adán. Ha puesto en pie de nuevo la Federación de su tío, y es el patrón indiscutible. Ninguno de los restantes cárteles le disputa la influencia. Además, Barrera ha asegurado su propio suministro de cocaína en Colombia. Es independiente de Cali o Medellín. El negocio de los Barrera es autosuficiente desde la planta de coca hasta la esquina, desde la flor de la amapola a la galería de tiro, desde la sinsemilla hasta el ladrillo que llega a las calles, desde la efedrina base hasta la piedra de meta de crystal.

El cártel de Baja es un negocio de polidrogas verticalmente integrado.

Eso sin contar los negocios «legales». El dinero de los Barrera está invertido en las maquiladoras que hay junto a la frontera, en bienes raíces de todo México (sobre todo en las ciudades costeras de Puerto Vallarta y Cabo San Lucas) y del sudoeste de Estados Unidos, y en la banca, incluidos varios bancos y cooperativas de «crédito de Estados Unidos. Los mecanismos financieros del cártel están íntimamente entrelazados con los negocios más saneados y poderosos de México.

Art llega a la puerta de la Casa Blanca y toca el timbre.

Haley Saxon sale al vestíbulo para recibirle.

Sonríe como una profesional y le entrega la llave de una habitación de arriba.

Nora está sentada en la cama.

Espléndida con su vestido negro.

– ¿Estás bien? -pregunta Art.

El vestido rojo era la señal de que debía verle en persona. Durante más de dos años, le está dejando mensajes en lugares previamente convenidos de toda la ciudad.

Fue Nora quien le facilitó los detalles de la reunión de los hermanos Orejuela con Adán, la información que permitió a la DEA detenerlos cuando volvían a Colombia.

Nora fue quien le puso al día sobre la nueva organización de la Federación.

Nora le ha facilitado cientos de informaciones, a partir de las cuales ha conseguido deducir miles más. Gracias sobre todo a ella, posee una gráfica de la organización de los Barrera en Baja y en California. Rutas de entrega, pisos francos, correos. Cuándo entraban las drogas, cuándo salía el dinero, quién mató a quién y por qué.

Ella ha arriesgado su vida para proporcionarle esta información durante sus «expediciones de compras» a San Diego y Los Ángeles, en sus visitas a balnearios, en cualquier viaje que hace fuera de México y sin Adán.

El método que utilizan es de una sencillez sorprendente. La verdad es que los cárteles de la droga cuentan con mayor presupuesto y mejor tecnología que Art, y que no se les aplican restricciones constitucionales. Por lo tanto, la única forma de acabar con la superioridad tecnológica de los Barrera es acudir a la tecnología tradicional: Nora se sienta en la habitación de su hotel, escribe su información y la envía a Art a un apartado de correos que tiene bajo un nombre falso.

Nada de móviles.

Nada de internet.

El correo de Estados Unidos, eficaz como siempre.

A menos que se produzca una emergencia. En tal caso, tiene que dejar un vestido rojo en un probador. La propietaria de la tienda se enfrentaba a una acusación de posesión que habría podido enviarla a la cárcel durante cinco años. En cambio, accedió a hacer este favor al Señor de la Frontera.

– Estoy bien -contesta Nora.

Lo que está es furiosa.

No, furiosa no es la palabra adecuada para describir su estado de ánimo, piensa mientras mira a Art Keller. Dijiste que con mi ayuda detendrías a Adán enseguida, pero han pasado dos años y medio. Dos años y medio de fingir amar a Adán Barrera, de aceptar a un hombre al que odio en mi fuero interno, de sentirle en la boca, en el coño, en el culo, y fingir que me encanta. Fingir que amo a este monstruo que asesinó al hombre al que amaba de verdad, para después guiarle, moldearle, ayudarle a conseguir el poder para cometer más iniquidades. No sabes lo que es (no, no puedes) despertar por la mañana con eso a tu lado, reptar entre sus piernas, abrir las tuyas, gritar como si tuvieras de verdad un orgasmo, sonreír y reír y compartir comidas y conversaciones, todo el tiempo viviendo una pesadilla, a la espera de que tú actúes.

Y hasta el momento, ¿qué has hecho? Aparte de detener a los Orejuela, nada.

Ha estado con esta información durante dos años y medio, a la espera del momento adecuado para actuar.

– Esto es demasiado peligroso -dice Art.

– Confío en Haley -dice ella-. Quiero que entres en acción. Ya.

– Adán aún es intocable. No quiero que…

Ella le explica el acuerdo de Adán con las FARC y los chinos.

Art la mira con admiración. Sabía que era lista (no le ha perdido la pista en todo este tiempo), pero ignoraba que era tan perspicaz. Lo ha pensado todo de principio a fin.

Ya lo creo que sí, piensa Nora. Ha estado leyendo hombres toda su vida. Ve el cambio transparentarse en su rostro, los ojos que se iluminan de emoción. A cada hombre le excita algo. Ha visto todas las modalidades, y ahora es el turno de Art Keller.

Venganza.

Igual que yo.

Porque Adán ha cometido una grave equivocación. Está haciendo justo lo que podría destruirle.

Y ambos lo sabemos.

– ¿Quién más sabe lo del cargamento de armas? -pregunta Art.

– Adán, Raúl y Fabián Martínez -contesta Nora-. Y yo. Y ahora, tú.

Art sacude la cabeza.

– Si intervengo en esto, sabrán que has sido tú. No puedes volver.

– Voy a volver -replica Nora-. Sabemos lo de San Pedro y lo de GOSCO. Pero no sabemos qué barco, qué muelle…

Y aunque puedas conseguir esa información, piensa Art, lanzar la redada será como matarte.

– ¿Quieres follarme, Art? -pregunta Nora cuando él se dispone a marcharse-. Para que resulte más realista, por supuesto.

Su soledad es palpable, piensa.

Tan fácil de tocar.

Abre las piernas apenas.

Él vacila.

Es una pequeña venganza por dejarla «dormir» durante tanto tiempo, pero le sienta bien.

– Estaba bromeando, Art.

Él capta el mensaje.

Desquite.

Sabe que dejar a un agente secreto en el mismo lugar durante tanto tiempo como ha hecho él es una insensatez. Seis meses es mucho tiempo, un año es lo máximo. No pueden durar tanto. Se desquician, se queman, la información que proporcionan les delata, el tiempo se acaba.

Y Nora Hayden no es una profesional. En términos estrictos, ni siquiera es una agente secreta, sino un informador confidencial. Da igual. Ha estado ejerciendo durante demasiado tiempo.

Pero no habría podido utilizar los datos que me facilitó en México, porque Barrera está bajo protección mexicana. Y no habría podido utilizar sus datos en Estados Unidos, porque tal vez la habría puesto en peligro antes de acabar con Adán de una vez por todas.

La frustración ha sido espantosa. Nora le ha proporcionado suficiente información para destruir la organización de los Barrera de la noche a la mañana, y no ha podido utilizarla. Lo único que podía hacer era esperar y confiar en que el Señor de los Cielos volara demasiado cerca del Sol.

Y ahora lo ha hecho.

Es hora de apretar el gatillo. Y de sacar a Nora.

Podría detenerla en este momento, piensa. Bien sabe Dios que me sobran los pretextos. Detenerla, ponerla en una situación comprometida, y de esa forma nunca podría volver. Conseguirle una nueva identidad y una nueva vida.

Pero no lo va a hacer.

Porque todavía la necesita cerca de Adán, un tiempo más. Sabe que está poniendo a prueba su suerte, pero permite que salga de la habitación.


– Necesito pruebas -dice John Hobbs.

Pruebas sólidas y tangibles para enseñar al gobierno mexicano antes de pensar siquiera en animarles a lanzar una ofensiva contra Adán Barrera.

– Tengo una fuente -dice Art.

Hobbs asiente. Sí, continúa.

– No puedo revelar su identidad -contesta Art.

Hobbs sonríe.

– ¿No eres tú quien inventó una fuente que no existía?

¿Y ahora, Keller, con su obsesión con los Barrera, viene con una historia acerca de que Adán Barrera ha llegado a un acuerdo con las FARC para importar armas chinas a cambio de cocaína? ¿Algo que apoyaría con solidez la guerra de la CIA contra los Barrera? Es demasiado conveniente.

Art lo comprende. Que viene el lobo.

– ¿Qué clase de prueba?-pregunta.

– El cargamento de armas sería estupendo, por ejemplo.

Pero ahí está el dilema, piensa Art. Trincar el cargamento de armas delataría a quien estoy intentando proteger. Si pudiera lograr que Hobbs presionara a Ciudad de México para lanzar un ataque preventivo contra los Barrera, no sería necesario poner en peligro a Nora. Pero para conseguir que lancen el ataque, tengo que destapar el cargamento de armas, y la única persona que me lo puede conseguir es Nora.

Pero si lo hace, es persona muerta.

– Vamos, John -dice-, podrías fingir que lo has descubierto desde China. Señales de radio marítimas interceptadas, tráfico de internet, satélites espía… Di que tienes un informador en Beijing.

– ¿Quieres que ponga en peligro fuentes valiosas de Asia para proteger a algún traficante de drogas que te has agenciado? Por favor.

Pero se siente tentado.

Los zapatistas de Chiapas están más activos que nunca, y por lo visto sus filas se han nutrido en fecha reciente de refugiados procedentes de Guatemala, de modo que existen posibilidades de que la insurgencia comunista se vaya propagando de región a región.

Y un nuevo grupo insurgente de izquierdas, el Ejército Popular Revolucionario (EPR), apareció en junio durante un funeral en memoria de los campesinos de Guerrero asesinados por milicias de extrema derecha. Después, hace pocas semanas, el EPR lanzó ataques simultáneos contra puestos de policía de Guerrero, Tabasco, Puebla y el propio México, en los que mataron a dieciséis agentes de policía e hirieron a otros veintitrés. El Vietcong empezó con más humildad, piensa Hobbs. Ofreció a sus homólogos de inteligencia mexicanos ayuda contra el EPR, pero los mexicanos, siempre sensibles a las interferencias neoimperialistas de los yanquis, la rechazaron.

Una estupidez, piensa Hobbs, porque basta con echar un rápido vistazo al mapa para darse cuenta de que la insurgencia comunista se está extendiendo hacia el norte desde Chiapas, alimentada por la devastación económica de la crisis del peso y los desajustes causados por la implementación del TLCAN.

México está basculando al borde de la revolución, y todo el mundo, salvo los avestruces, lo saben. Incluso Defensa reconoce la posibilidad. Hobbs acaba de leer los planes de contingencia ultrasecretos para una invasión estadounidense de México en el caso de un derrumbe social y económico total. Dios, con un Castro en Cuba ya es suficiente. ¿Te imaginas un subcomandante Marcos gobernando desde Los Pinos? ¿Un gobierno marxista que comparte una frontera de tres mil kilómetros con Estados Unidos? ¿Teniendo en cuenta que todos los estados de esa frontera pronto serán de mayoría hispana? Pero, por Dios, ¿no les daría un ataque a los mexicanos si se enteraran de ese informe?

No, los mexicanos solo pueden aceptar ayuda militar norteamericana a través del velo de la Guerra contra las Drogas. Pasa lo mismo con el Congreso, piensa Hobbs. El Síndrome de Vietnam impide que el Congreso autorice un solo centavo para lanzar guerras encubiertas contra los comunistas, pero siempre tiene abierta la caja de caudales para luchar contra las drogas. Así que no vayas al Capitolio para decirles que estás ayudando a tus aliados y vecinos a defenderse de la guerrilla marxista. No, envía a tus partidarios de la DEA a pedir dinero para impedir que las drogas lleguen a las manos de los jóvenes norteamericanos.

De modo que el Congreso jamás autorizaría, ni el gobierno mexicano aceptaría sin más, la oferta de setenta y cinco helicópteros Huey y una docena de aviones C-26 para luchar contra los zapatistas y el EPR, pero el Congreso ha destinado el mismo paquete para ayudar a los mexicanos a acabar con los traficantes de droga, y el equipo será entregado con discreción al ejército mexicano para que lo utilice en Chiapas y en Guerrero.

¿Y ahora tenemos al patrón de la Federación proporcionando armas a los insurgentes comunistas de Colombia? Eso animaría a los mexicanos.

Art juega su última carta.

– ¿Vas a permitir que un cargamento de armas vaya a parar a manos de los insurgentes comunistas de Colombia? Por no hablar del aumento de la influencia china en Panamá.

– No -dice Hobbs con calma-. Tú lo estás permitiendo.

– Que te jodan, John -replica Art-. Si esto se hunde, la CIA no se lleva nada. Yo no comparto información, bienes, logros, nada.

– Dime quién es el informador, Art. Art le mira fijamente.

– Entonces, consígueme las armas -dice Hobbs. Pero es que no puedo, piensa Art. No hasta que Nora me diga dónde están.


México


También se está celebrando una reunión en el rancho Las Bardas. Entre Adán, Raúl y Fabián.

Y Nora.

Adán insistió en que la incluyeran. La verdad es que el acuerdo no habría sido posible sin ella.

A Raúl no le sienta bien.

– ¿Desde cuándo nuestras baturras se meten en nuestros asuntos? -pregunta a Fabián-. Debería quedarse en el dormitorio, que es su lugar. Que abra las piernas, pero la boca no.

Fabián lanza una risita. A él sí que le gustaría abrir las piernas de la Güera, y también la boca. Es el chocho más exquisito que ha visto en su vida. Estás perdiendo el tiempo con un enclenque como Adán, piensa. Ven conmigo, tragona, te haré gritar.

Nora ve la expresión de su cara y piensa: Inténtalo, capullo. Adán ordenaría despellejarte vivo y asarte a fuego lento. Yo llevaría los malvaviscos.

Los chinos quieren cobrar al contado en metálico, y no aceptarán otra forma de pago, ni una transferencia, ni una serie de pagos blanqueados por mediación de empresas fantasma. Insisten en que tiene que ser absolutamente imposible seguir el rastro del pago, y la única forma es el pago al contado.

Y quieren que sea Nora quien se encargue de ello.

Para los chinos significa una garantía que Adán envíe a su adorada amante.

– De ninguna manera -dicen Adán y Raúl al mismo tiempo, aunque por motivos diferentes.

– Tú primero -dice Nora a Raúl.

– Tú y Adán no habéis hecho nada por ocultar vuestra relación -dice Raúl-. La DEA debe de tener más fotos tuyas que mías Si te arrestan, tienes mucha información dentro de esa bonita cabeza, y motivos para revelarla.

– ¿Por qué habrían de detenerme?, ¿por acostarme con tu hermano? -replica Nora. Se vuelve hacia Adán-. Tu turno.

– Es demasiado peligroso -dice-. Si algo fuera mal, te caería la perpetua.

– Entonces, tenemos que asegurarnos de que nada salga mal -dice ella.

Expone su caso: No paro de cruzar la frontera en uno u otro sentido. Soy ciudadana norteamericana, con dirección en San Diego. Soy una rubia atractiva capaz de atravesar cualquier puesto de control flirteando. Y lo más importante, es lo que desean los chinos.

– ¿Por qué? -pregunta Raúl de repente-. ¿Por qué quieres correr un riesgo así?

– Porque -dice ella sonriente-, a cambio, me haréis rica.

Espera a que asimilen la respuesta.

– Quiero al mejor tuneador de Baja -dice por fin Adán-. Máxima seguridad a ambos lados de la frontera. Fabián, que nuestra mejor gente de California se encargue de recoger la mercancía. Quiero que vayas en persona. Si algo le pasa a ella, los dos seréis responsables.

Se levanta y sale.

Nora sigue sentada y sonríe.

Raúl sigue a Adán hasta el jardín.

– ¿En qué estás pensando, hermano? -pregunta-. ¿Qué le impediría denunciarnos? ¿Qué le impediría quedarse con el dinero sin pensarlo dos veces? ¡Es una puta, por el amor de Dios!

Adán gira en redondo y agarra a Raúl de la pechera de la camisa.

– Eres mi hermano y te quiero, Raúl, pero si vuelves a hablar de ella así, dividiremos el pasador y cada uno seguirá su camino. Ahora haz el favor de encargarte de tu trabajo.


Mientras Nora espera en la cola del paso fronterizo de San Isidro, el mejor tuneador de Baja está sentado en una silla del décimo piso de un edificio de apartamentos que domina el punto de control. Está un poco nervioso porque le han pedido que garantice su trabajo: si registran el coche, Raúl Barrera le meterá un balazo en la nuca. -Para que te sientas más motivado -dice Raúl. No sabe adónde va el coche, no sabe quién lo conduce, pero sí sabe que no es normal que el dinero suba hacia el norte en lugar de bajar hacia el sur. Ha construido escondites en todo el Toyota Camry, y va cargado de millones de dólares norteamericanos. Sólo desea que a la Patrulla de Fronteras no se le ocurra pesar el coche.

Lo mismo piensa Nora. No está demasiado preocupada por una inspección visual, ni siquiera por los perros, porque los han adiestrado para oler drogas, no dinero. Aun así, han empapado con zumo de limón los fajos de billetes de cien dólares para neutralizar cualquier olor. Y el coche es nuevo. Nunca lo han utilizado para transportar droga, de modo que no hay ningún aroma residual.

No obstante, han dejado restos de arena en el suelo del conductor, y también en el asiento trasero, con algunas toallas húmedas, una sudadera con capucha y un par de chancletas viejas.

La espera de hoy en la frontera es de una hora y media, lo cual es un coñazo. Pero Adán insistió en que cruzara un domingo por la tarde, cuando hay más tráfico, miles de norteamericanos que vuelven a casa después de pasar el fin de semana en los centros de ocio baratos de Ensenada y Rosarita. Por lo tanto, Nora tiene mucho tiempo para pasarse al tercer carril, donde el agente de la Patrulla de Fronteras de servicio está en la nómina de los Barrera.

Nada se ha dejado al azar, por otra parte. Raúl se encuentra ante la ventana del apartamento y mira por unos prismáticos. Hay tres edificios de apartamentos que dominan la frontera desde el lado mexicano, y los Barrera son propietarios de los tres. Raúl ve que su agente de la Patrulla de Fronteras ocupa su puesto y alza la vista hacia el edificio de apartamentos.

Raúl teclea unos números en su busca.

El busca de Nora zumba y ve el número 666 en la diminuta pantalla, el código de los narcos para comunicar que no hay problemas. Hace una señal en dirección al conductor del Ford Explorer que lleva delante. El hombre la está mirando por el retrovisor y se desvía hacia el tercer carril, con el fin de que Nora le siga. El jeep Cherokee que viene detrás hace lo mismo para dejarle sitio. Suenan bocinas, se hacen cortes de mangas, pero Nora se coloca en el tercer carril.

Lo único que tiene que hacer ahora es esperar y ahuyentar a los escuadrones de vendedores ambulantes que recorren las colas de coches vendiendo sombreros, milagros, rompecabezas de porespán con el plano de México, gaseosas, tacos, burritos, camisetas, gorras de béisbol, cualquier cosa, a la gente aburrida que espera para cruzar. La cola de la frontera es un largo y estrecho mercado al aire libre, y Nora compra un sombrero hortera, un poncho y una camiseta con el lema mi novia fue a tijuana y solo compró esta horrenda camiseta, con el fin de reforzar su pinta de turista, y también porque siempre siente pena por los vendedores callejeros, en especial los niños.

Está a tres coches de distancia del punto de control cuando Raúl mira por los prismáticos y grita:

– ¡Joder!

El tuneador pega un bote en su silla.

– ¿Qué pasa?

– Están cambiando el turno. Mira.

Raúl mira. Un supervisor de la Patrulla de Fronteras está cambiando a los agentes a colas diferentes. Es una práctica común, pero el momento elegido no parece una simple coincidencia.

– ¿Sabrán algo? -pregunta el tuneador-. ¿Tenemos que abortar el plan?

– Demasiado tarde -contesta Raúl-. Ya no puede dar media vuelta.

La frente del tuneador se perla de sudor.

Nora ve que han cambiado al agente y piensa: Dios, por favor, ahora no, cuando estoy tan cerca. Siente que su corazón se acelera y lleva a cabo un esfuerzo deliberado por respirar lenta y profundamente. Los agentes de la frontera están entrenados para detectar signos de angustia, se dice, y tú solo quieres ser una rubia más que vuelve de un fin de semana salvaje en México.

El Ford Explorer frena en el punto de control. Está «lleno de chicanos», tal como había dicho Fabián, siguiendo parte del plan. El agente dedicará un montón de tiempo a registrar ese coche y solo dedicará a Nora una mirada superficial. El agente está haciendo un montón de preguntas, pasea alrededor del Explorer, mira por las ventanillas, examina tarjetas de identidad. El golden retriever baja y corre alrededor del vehículo, olfatea y mueve la cola.

Por una parte, es estupendo que se estén demorando con el coche, tal como habíamos planeado. Pero por otra parte, es insoportable, piensa Nora.

Por fin, el Explorer pasa y Nora frena. Apoya las gafas de sol sobre la frente, para que el agente vea sus hermosos ojos azules. Pero no le saluda ni inicia una conversación. Los agentes buscan a gente que se muestra demasiado cordial o ansiosa por complacer.

– ¿Identificación? -pregunta el agente.

Ella le enseña su permiso de conducir de California, pero ha dejado el pasaporte en el asiento del pasajero para que se vea bien. El agente se da cuenta.

– ¿Qué ha estado haciendo en México, señorita Hayden?

– He ido a pasar el fin de semana -dice ella-. Ya sabe, tomar el sol, la playa, unos cuantos margaritas.

– ¿Dónde se ha alojado?

– En el hotel Rosarita.

Lleva facturas que coinciden con su visa en el bolso.

El agente asiente.

– ¿Saben que se llevó las toallas?

– Uy.

– ¿Entra algo más en el país?

– Solo esto.

El agente mira los souvenirs que ha comprado en la cola.

Este es el momento crucial. La dejará pasar, registrará el coche un poco más, o le dirá que se desvíe al carril de inspección. Las opciones una y dos son aceptables, pero la tres podría constituir un desastre, y Raúl contiene el aliento cuando ve que el agente asoma la cabeza por la ventanilla y echa un vistazo al asiento de atrás.

Nora se limita a sonreír. Sigue el ritmo con los pies y canturrea al compás de la emisora de rock clásico de la radio.

El agente retrocede.

– ¿Drogas?

– ¿Qué?

El agente sonríe.

– Bienvenida, señorita Hayden.

– Va a pasar -dice Raúl.

El tuneador dice que necesita mear.

– ¡No te relajes demasiado! -grita Raúl-. ¡Aún tiene que pasar por San Onofre!


El teléfono suena en el escritorio de Art Keller.

– Keller al habla.

– Acaba de entrar.

Art sigue a la escucha para que le digan la marca del coche, la descripción y la matrícula. Después telefonea al puesto de la Patrulla de Fronteras de San Onofre.


Adán recibe una llamada similar en su despacho.

– Ha pasado -dice Raúl.

Adán se siente aliviado, pero la preocupación no le abandona. Nora todavía tiene que cruzar el punto de control de San Onofre, y eso es lo que le da miedo. El punto de control de San Onofre se halla en un tramo desierto de la ruta 5, justo al norte de la base de la marina de Pendleton, y la zona está sembrada de vigilancia electrónica e interferencias radiofónicas. Si la DEA quisiera detenerla, lo haría ahí, lejos de las torres de vigilancia de los Barrera o de cualquier ayuda procedente de Tijuana. Es muy posible que Nora se esté precipitando hacia una emboscada en San Onofre.


Nora se dirige hacia el norte por la ruta 5, la principal arteria norte-sur que recorre California como una columna vertebral. Deja atrás el centro de San Diego, el aeropuerto y SeaWorld, el gran templo mormón que parece hecho de azúcar hilado, con aspecto de ir a fundirse bajo la lluvia. Deja atrás la salida de La Jolla, el hipódromo de Del Mar y Oceanside, antes de detenerse por fin en un área de descanso al sur de la base de la marina de Camp Pendleton.

Baja y cierra el coche con llave. No ve dónde están los sicarios de los Barrera, que han aparcado cerca, pero sabe que están en uno u otro coche, o quizá en varios, para vigilar su vehículo mientras va al baño. Es muy dudoso que alguien vaya a robar un Toyota Camry, pero nadie quiere correr el riesgo con varios millones de dólares en el coche.

Va al baño, se lava las manos y recompone su maquillaje. La señora de la limpieza espera con paciencia a que termine. Nora sonríe, le da las gracias y un billete de un dólar antes de salir. Compra una Diet Pepsi en una máquina, vuelve a subir al coche y empieza a conducir en dirección norte. Le gusta este tramo de autopista que atraviesa la base de la marina porque, una vez que dejas atrás los barracones, está casi desierta. Tan solo la cordillera al este, y hacia el oeste nada, salvo los carriles de tráfico en dirección sur, y después el Pacífico azul.

Ha cruzado el punto de control de San Onofre cientos de veces, como la mayoría de los ciudadanos del sur de California, si se desplazan desde San Diego al condado de Orange. Siempre ha sido una especie de chiste, piensa, mientras el tráfico de delante empieza a disminuir la velocidad, un punto de control «fronterizo» a cien kilómetros de la frontera. Pero la verdad es qué muchos ilegales se dirigen hacia la zona metropolitana de Los Angeles, y la mayoría utilizan la 5, de modo que quizá sea lógico.

Lo que suele pasar es que llegas al punto de control, frenas y, si eres blanco, el agente de la Patrulla de Fronteras te deja pasar con un ademán aburrido de la mano. Eso es lo que suele pasar, piensa, mientras se detiene a una docena de coches del punto de control, y eso es lo que espera.

Solo que esta vez el tipo de la Patrulla de Fronteras le indica que se detenga.


Art consulta su reloj… otra vez. Debería estar llegando. Sabe cuándo cruzó la frontera, cuándo llegó al área de descanso. Si no ha dado media vuelta en algún sitio, si no se ha puesto nerviosa y cambió de opinión, si… si… si…


Adán pasea de un lado a otro de su despacho. También tiene un horario en mente, y Nora no debería tardar en llamar. No se arriesgaría a llamar cerca de la vigilancia de Pendleton, y no tiene nada que decir hasta que haya cruzado San Onofre, pero ya tendría que haber pasado. Debería estar en San Clemente, debería estar…


El agente le indica que baje la ventanilla.

Otro agente se acerca por el lado del pasajero. También baja la ventanilla, después mira al agente de al lado y le dedica su mejor sonrisa.

– ¿Pasa algo?

– ¿Lleva alguna tarjeta de identificación?

– Claro.

Busca su cartera en el bolso, y después abre la cartera para que el agente vea su permiso de conducir. Mientras tanto, el agente del lado del pasajero pasa el dispositivo de localización entre el apoyacabezas y el asiento, al tiempo que se inclina para examinar la parte posterior.

El primer agente examina el permiso de conducir un buen rato.

– Lamento las molestias, señora -dice después, y la deja pasar.


Art descuelga el teléfono antes de que termine de sonar el primer timbrazo.

– Hecho.

Cuelga y lanza un suspiro de alivio. La vigilancia aérea ya está en su sitio, una combinación de helicópteros de «tráfico» militares y aviones privados, y podrá seguirla durante todo el trayecto.

Y cuando se reúna con los chinos, nosotros también estaremos allí.


Nora espera a llegar a San Clemente para sacar el móvil y marcar un número de Tijuana. Cuando Fabián contesta, ella dice:

– He pasado.

Cuelga.

Ahora ya solo es cuestión de ir hacia el norte, hasta que los chinos le digan la hora y el lugar del encuentro.

Y eso es lo que hace.

Conducir.


Adán recibe la llamada de Raúl, y este le comunica que Nora ha cruzado el punto de control de San Onofre. Después sale a dar una vuelta. Ya solo es cuestión dé esperar.

Sí, piensa, solo esperar.

Fabián tiene camiones apostados en Los Angeles, esperando a cargar las armas y transportarlas hasta la frontera, en un punto aislado del desierto, donde serán transferidas a otros camiones, conducidas a distintas pistas de aterrizaje y enviadas a Colombia por avión.

Todo está en su sitio… pero antes Nora tiene que efectuar la transacción con los chinos. Y antes de hacer eso, los chinos deben decirle dónde y cuándo.


Art también tiene hombres apostados, escuadrones de agentes de la DEA armados hasta los dientes, jefes de policía federales, el FBI, esperando la orden en San Pedro. El puerto de San Pedro es inmenso, y las instalaciones de GOSCO son enormes, fila tras fila de almacenes de carga, de modo que tienen que saber cuál deben atacar. Es una operación complicada, porque tienen que permanecer quietos hasta que se haya producido el intercambio, y después actuar cuanto antes.

Art está en un helicóptero, contemplando un plano electrónico del condado de Orange y una luz roja parpadeante que representa a Nora. Discute consigo mismo. ¿Ordenar que la siga una unidad de tierra o esperar? Decide esperar cuando ella toma la salida norte 405 de la 5 y se dirige hacia San Pedro.

Ninguna sorpresa.

Pero sí se sorprende cuando la luz roja parpadeante se desvía de la 405 en el MacArthur Boulevard de Irving y gira hacia el oeste.

– ¿Qué coño está haciendo? -dice Art en voz alta-. ¡Síguela! -ordena al piloto.

El piloto sacude la cabeza.

– ¡No puedo! ¡Control de tráfico aéreo!

Entonces Art comprende qué coño está haciendo.

– ¡Maldita sea!

Ordena que unidades de tierra se dirijan cuanto antes al aeropuerto John Wayne, pero el plano le dice que hay cinco salidas posibles del aeropuerto, y que tendrá suerte si consigue cubrir una sola.


Se desvía de MacArthur en la salida del aeropuerto y se dirige hacia el edificio del aparcamiento.

El helicóptero de Art planea sobre la 405, al norte del aeropuerto. Es su única esperanza, que haya entrado en el aeropuerto para eludir la vigilancia radiofónica, que el lugar se halle en San Pedro y vuelva pronto a la autopista.

O, piensa Art, que se quede los millones y suba a un avión. Mira la pantalla, pero la luz roja parpadeante se ha apagado.


Nora llama por el móvil.

– Estoy aquí -dice.

Raúl le da una dirección de la cercana Costa Mesa, a unos tres kilómetros de distancia. Nora sale del edificio y dobla al oeste por MacArthur, alejándose de la 405, después gira por la calle Bear y se adentra en el trazado anodino de Costa Mesa.

Lo localiza, un pequeño garaje en una calle llena de pequeños almacenes. Un hombre con una ametralladora Mac-10 colgada al hombro abre la puerta y ella entra. La puerta se cierra tras de sí, y es como en una carrera de Fórmula 1 a la que asistió una vez en compañía de un cliente: un grupo de hombres saltan al instante sobre el coche provistos de herramientas eléctricas, lo desmontan, meten el dinero en maletines Halliburton, y después en el maletero de un Lexus negro.

Este sería un buen momento para quedarse con el dinero, piensa Nora, pero ninguno de estos hombres se siente tentado. Todos son ilegales, con la familia en Baja, y saben que los sicarios de los Barrera están aparcados delante de sus casas, con órdenes de matar a todos los que están dentro si el dinero y el correo no salen del garaje deprisa y a salvo.

Nora les mira trabajar con la diligente y silenciosa eficacia de un equipo de boxes. El único sonido es el chirrido de los taladros eléctricos, y solo tardan trece minutos en desmontar el coche y volver a cargar el dinero en el Lexus.

El hombre de la ametralladora le entrega un móvil nuevo.

Llama a Raúl.

– Hecho.

– Dime un color.

– Azul.

Cualquier otro color significaría que la están reteniendo contra su voluntad.

– Adelante.

Sube al Lexus. La puerta del garaje se abre y ella sale. Vuelve a Bear y diez minutos después se encuentra de nuevo en la 405, en dirección a San Pedro. Conduce bajo un helicóptero de tráfico que da vueltas sobre la zona.


Art contempla la pantalla vacía.

Nora Hayden, admite al fin, se ha esfumado.


Ella lo sabe, lo comprende, está viajando en dirección norte hacia Dios sabe dónde, y ahora está sola. Lo cual no es nuevo para Nora. Salvo por los pocos años con Parada, siempre ha estado sola.

Pero no sabe cómo se supone que debe hacer esto. O qué va a suceder. Lo más fácil del mundo sería quedarse con el dinero y seguir adelante, pero así no conseguirá lo que quiere.

Es de noche cuando cruza Carson, y sus torres perforadoras de gas natural brillan como torres de señales en una especie de versión industrial del infierno. Siguiendo el plan, se desvía por la salida de LAX y llama.

Le dicen el lugar del encuentro.

Una gasolinera de AARCO en la salida 110 dirección oeste.

Camino de San Pedro.

– Dime un color.

– Azul.

– Adelante.

Por un segundo piensa en utilizar el móvil para llamar a Keller al número secreto que le dio, pero el número aparecería en los registros telefónicos y, además, el coche podría llevar micrófonos. De modo que conduce hasta la gasolinera y frena al lado del surtidor. Un coche hace destellar sus luces. Avanza hacia una fila de cabinas telefónicas (Dios, ¿es que alguien utiliza todavía cabinas?, se pregunta) y se queda sentada, mientras un asiático provisto de un pequeño maletín sale del otro coche y camina hacia el asiento del pasajero de su coche.

Ella abre la puerta y el hombre sube.

Es joven, unos veinticinco años, vestido con el traje negro, la camisa blanca y la corbata negra que parece ser el uniforme de los jóvenes ejecutivos asiáticos actuales.

– Soy el señor Lee -dice.

– Sí, y yo la señora Smith.

– Lo siento -dice Lee-, pero haga el favor de darse la vuelta y apoyar las manos sobre la puerta.

Ella obedece y el hombre la cachea en busca de cables. Después abre el maletín, saca un pequeño barredor electrónico y busca micrófonos en el coche.

– Espero que me perdone -dice satisfecho.

– Ningún problema.

– Vámonos.

– ¿Adónde?

– Yo la iré dirigiendo.

Se encaminan hacia el puerto.


Art tiene bajo vigilancia las instalaciones de GOSCO en el puerto.

Es su última oportunidad.

Un agente de la DEA está sentado en lo alto de una gigantesca caja, con sus potentes prismáticos de visión nocturna apuntados a la entrada de GOSCO, y ve el Lexus negro acercarse por la calle.

– Vehículo acercándose.

– ¿Puedes identificar al conductor? -pregunta Art.

– Negativo. Ventanillas tintadas.

Podría ser cualquiera, piensa Art. Podría ser Nora, podría ser un directivo de GOSCO que viene a inspeccionar un almacén, podría ser un putero buscando un escondrijo para una mamada rápida.

– No lo pierdas.

No quiere hablar demasiado. Los narcos tendrán barredores de audio en marcha, y aunque sus transmisiones están codificadas, la triste realidad es que los narcos cuentan con mayor presupuesto y mejor tecnología.

Continúa sentado en la parte posterior de una furgoneta hippy, a unos cinco kilómetros del puerto, a la espera. Es lo único que puede hacer.


Nora recorre una calle entre dos filas de almacenes de GOSCO que corren perpendiculares a sus dos muelles de carga. Dos enormes cargueros de GOSCO están amarrados en los muelles. Saltan chispas de los soldadores que están haciendo reparaciones en los barcos, y carretillas elevadoras vienen y van entre el muelle y los almacenes. Sigue conduciendo hasta que entra en una zona más tranquila.

La puerta de un almacén se abre y Lee le ordena que entre.


– Los he perdido -dice el agente a Art-. Han entrado en un almacén.

– ¿Qué puto almacén?

– Podría ser uno de los tres -contesta el agente-. D-1803, 1805 o 1807.

Art consulta un plano de las instalaciones de GOSCO. Puede tener equipos en el lugar dentro de diez minutos y aislar el grupo de almacenes por dos lados. Cambia de canal.

– Todas las unidades, preparadas para actuar dentro de cinco minutos.


El señor Lee es educado.

Baja, da la vuelta al coche y abre la puerta de Nora. Ella baja y pasea la vista a su alrededor.

Si aquí hay un enorme cargamento de armas, está muy bien disimulado: solo hay un montón de estanterías vacías y un Lexus idéntico al que está conduciendo.

Mira a Lee y enarca las cejas.

– ¿Tiene el dinero? -pregunta el hombre.

Ella abre el maletero, y después los maletines. Lee examina las pilas de billetes usados, y después lo cierra todo de nuevo.

– Su turno -dice Nora.

– Esperaremos -contesta Lee.

– ¿A qué?

– A ver si la policía llega.

– Eso no era parte del plan -dice Nora.

– No era parte de su plan -replica Lee.

Se miran fijamente durante unos momentos.

– Esto es muy aburrido -dice ella.

Vuelve al coche y se sienta, y piensa: Por favor, Dios, no dejes que Keller irrumpa por la puerta.


La voz de Shag Wallace suena en la radio.

– A tu señal, jefe.

Art ciñe su chaleco antibalas Kevlar, quita el seguro de su M-16, respira hondo.

– Adelante -dice.

– Recibido.

– ¡Esperad! -grita en el micrófono. Le sale de dentro. Algo no va bien, algo no está claro. Han sido demasiado cautelosos, demasiado listos. O tal vez sea que me estoy acojonando en la vejez-. Replegaos.


Quince minutos.

Veinte.

Media hora.

Nora saca el teléfono.

– ¿Qué está haciendo? -pregunta Lee.

– Llamar a mi gente -dice Nora-. Se estarán preguntando qué demonios me ha pasado.

Lee le da su teléfono.

– Utilice este.

– ¿Por qué?

– Seguridad.

Ella se encoge de hombros y coge el teléfono.

– ¿Dónde estamos?

– No les envíe aquí -dice Lee.

– ¿Por qué?

El hombre sonríe satisfecho. Nora ha visto esa sonrisa un millar de veces, sobre todo después de sus espectaculares orgasmos fingidos.

– La mercancía no está aquí.

– ¿Dónde está?

Ahora que ningún policía se ha presentado en el almacén, el hombre se siente lo bastante seguro para decirle la verdad. Además, tiene a la amante de Adán Barrera como garantía.

– Long Beach.

Las nuevas instalaciones de GOSCO en el puerto de Long Beach, le dice.

Muelle 4, fila D, edificio 3323.

Llama a Raúl y le da la información.

– Tenemos que llamar a nuestro jefe y recibir permiso para este cambio de planes -dice después de colgar.


Art Keller está sudando la gota gorda.

Si ha sido Nora la que ha entrado en el almacén, lleva ahí dentro más de media hora. Y no ha pasado nada. Nadie ha entrado ni ha salido, ningún camión ha llegado. Algo va mal.

– Todas las unidades preparadas -dice-. Atacaremos a mi señal.

Entonces suena su móvil.


Lee escucha angustiado mientras Nora cuenta a Adán que la han llevado a un edificio desierto, le han apoyado una pistola en la cabeza a modo de prueba y que las armas están en realidad en Long Beach.

– Muelle 4, fila D, edificio 3323.

– Muelle 4, fila D, edificio 3323 -repite Art Keller.

– Exacto -dice Nora.

Cuelga y devuelve el teléfono a Lee.

– Pongámonos en marcha -dice ella.

El hombre niega con la cabeza.

– Nos quedamos aquí.

– No entiendo.

Lo entiende cuando Lee saca una 45 de debajo de su chaqueta negra y la deja sobre su regazo.

– Cuando la transacción haya terminado -dice-, yo me iré en un coche con el dinero, y usted subirá en otro y se marchará. Pero si algo desafortunado ocurre…


Long Beach, piensa Art.

Maldito sea Long Beach. Tenemos que llegar allí antes de que lo hagan los camiones de los Barrera y se pongan a cargar. Ordena por radio a su gente que se disperse. Tenemos que trasladar este puto ejército a Long Beach, y deprisa.


Fabián Martínez está pensando más o menos lo mismo. Tiene en la carretera un convoy, tres camiones articulados pintados con compañía de productos calexico, preparados para ir a San Pedro, y ahora tienen que volver por la 405 hasta Long Beach.

Menudo coñazo.

Está sentado en el asiento del pasajero del primer camión con una Mac-10 bajo la chaqueta.

Por si acaso.

Dos de sus mejores hombres van en un coche de reconocimiento a un kilómetro de distancia. Entrarán primero, y si ven algo sospechoso, le enviarán un mensaje por busca y saldrán cagando leches.

Hace frío para ser una noche del sur de California, incluso en marzo, así que se sube el cuello de la chaqueta y le dice al conductor que conecte la puta calefacción.


Nora está sentada en el asiento delantero del Lexus mientras espera.

– ¿Le importa que encienda la radio? -pregunta.

A Lee no le importa.


Mientras se dirige a Long Beach, Art corrige su plan.

¿Qué plan?, piensa. Ese es el problema. Tenía un plan táctico para la redada en San Pedro, pero ahora será como una carga de la caballería a la desesperada, y eso le pone muy nervioso.

Lo mejor sería permitir que los camiones de los Barrera recogieran el cargamento, e interceptarles en la carretera. Pero tiene que asegurarse de que Nora está bien. Así que la redada tiene que ser en el almacén, veloz y eficaz. Entrar a toda leche y sin contemplaciones.

Todos los agentes han sido informados. Todos saben que el Señor de la Frontera quiere a la Güera, y la quiere viva para presionarla y conseguir que delate a su novio. Saben eso, piensa Art, pero ¿lo recordarán en mitad de la redada, sobre todo si los hombres de los Barrera deciden responder al fuego?

Existen montones de posibilidades de que la jodamos, y de que Nora acabe muerta.

Vuelve a ponerse en contacto por radio con Shag para asegurarse de que ha comprendido.


Los coches de reconocimiento de Fabián no ven nada que no les guste, y le envían la señal 666.

Es la una de la madrugada y el complejo de Long Beach está lleno de camiones que cargan y descargan. Lo cual es estupendo, piensa Fabián. Nadie se fijará en tres más.

Localiza el muelle 4, después la fila D, después el edificio 3323, un enorme edificio prefabricado de acero ondulado como los demás. Salta del camión y llama a la puerta de la oficina. Da patadas en el suelo mientras dos chinos inspeccionan sus camiones, las cabinas y los remolques. Después la gran puerta metálica del edificio se abre.

Fabián vuelve a subir a la cabina del primer camión y les guía hacia el interior.


Nora se sobresalta cuando suena el móvil de Lee.

Ve que la mano de Lee se tensa sobre la culata de la pistola cuando contesta. Nora respira hondo y se prepara para agarrarle la muñeca, pero el hombre cuelga, se vuelve hacia ella y dice:

– Su gente ha llegado. Todo va bien.

– Estupendo -dice ella-.Vámonos.

El hombre niega con la cabeza.

– Todavía no.

Fabián está hablando con el chino que está al mando.

– ¿Tienes el dinero?

– Sí.

– ¿Dónde está ella?

– En otro sitio -dice el hombre-. En cuanto concluyamos la transacción, se reunirá con vosotros.

A Fabián no le hace gracia. No porque le importe una mierda Nora Hayden (aparte de desear follársela hasta cansarse, le daría igual que acabara muerta), sino porque a Adán sí le importa, y él es responsable de la seguridad de Nora. ¿Y esos monos amarillos la retienen como rehén? Muy mal.

– Quiero hablar con ella -dice.

Lee entrega el teléfono a Nora.

– Quieren hablar con usted.

Nora coge el teléfono.

– Dime un color -dice Fabián.

– Rojo.


Fabián devuelve el teléfono al chino, saca la Mac-10 de debajo de la chaqueta y la esgrime en su cara.

– Vuelve a llamar a tu chico -dice-. Dile que todo va de coña.

Aparecen armas por todas partes. Todos los hombres de Fabián, y también todos los chinos. Salvo que la mayoría de los chinos están en pasarelas elevadas, apuntando hacia abajo, de modo que cuentan con ventaja táctica.

Son las típicas tablas.

Que se esfuman cuando la puerta de la oficina sale volando por los aires.


Se desata el caos.

Art es el primero en cruzar la puerta, seguido de una falange de agentes. Activa el interruptor y la puerta metálica de carga se abre de nuevo y deja al descubierto otro pelotón de la DEA, el FBI y el ATF, toda una sopa de letras letal provista de rifles automáticos, escopetas, chalecos Kevlar y viseras antibalas, con lamparillas que brillan sobre sus cascos.

Los agentes gritan a pleno pulmón.

– ¡quietos!

– ¡DEA!

– ¡al suelo! ¡al suelo!

– ¡FBI!

– ¡TIRAD LAS ARMAS!

Las armas caen haciendo ruido metálico sobre las pasarelas y el suelo de cemento. Fabián sopesa la posibilidad de empezar a disparar, pero enseguida se da cuenta de que es inútil, deja que su Mac-10 se deslice hasta el suelo y alza las manos.

Art busca a Nora con la vista. Es difícil ver algo en mitad del caos, con hombres corriendo, otros cayendo al suelo, agentes agarrando a gente y tirándola al suelo. Busca su pelo rubio y no lo ve, de manera que grita por el micro de su radio «¡adelante!», con la esperanza de que Shag le oiga por encima del barullo, mientras reza para que no sea demasiado tarde.

A su lado, un chino está gritando por su móvil.

Art le agarra por el cuello de la camisa, le arroja al suelo y le quita el teléfono de una patada.


Lee oye a su jefe gritar por el teléfono.

Nora ve que sus ojos se abren de par en par, y después la pistola se alza y la apunta a la frente.

Grita.

Por encima del ruido sordo de una explosión.

Sangre y huesos salpican la ventanilla del pasajero.

El cuerpo de Lee se derrumba en el asiento, Nora se vuelve y ve al tirador del SWAT en la puerta, que cuelga de sus goznes.


Aún sigue chillando cuando Shag Wallace se acerca poco a poco al coche, abre la puerta y la toma con delicadeza del codo.

– No pasa nada -dice-. Se encuentra bien. Vamos, tenemos que salir de aquí.

La saca del coche, la guía hasta el exterior y la acomoda en el asiento delantero de su coche.

– Espere aquí un momento.


Shag vuelve al interior del almacén, se sienta en el asiento delantero del Lexus y coge la 45 de la mano muerta de Lee. Después la sostiene a escasos centímetros de la frente de Lee, apunta a las heridas de entrada y aprieta el gatillo.

Limpia el arma y vuelve a su coche.

Se sienta al lado de Nora y le dice que sujete un momento la 45. Aturdida, ella obedece. Después Shag recupera el arma.

– Esta es la historia: las cosas se pusieron feas. El chino iba a dispararle. Usted agarró la pistola, luchó, ganó. ¿Lo ha comprendido?

Ella asiente.

Cree haberlo entendido. No está segura. Sus manos no dejan de temblar.

– ¿Se encuentra bien? -pregunta Shag-. Escuche, si no es así, no pasa nada. Si quiere parar esto ahora mismo, dígalo. Lo comprenderemos.

– ¿Han detenido a Adán? -pregunta.

– Todavía no -contesta Shag.

Nora sacude la cabeza.


Art se arrodilla sobre el cuello de Fabián y le ata las muñecas con el cable de teléfono.

– Ha sido esa puta, ¿verdad? -pregunta Fabián.

Art ejerce más presión con las rodillas y empieza a recitar los derechos de Fabián.

– Quiero un abogado ahora mismo -dice Fabián.

Art le pone en pie, le empuja contra una de las furgonetas de la DEA y se aleja para inspeccionar los dos contenedores (seis metros de largo, dos metros y medio de ancho y dos metros y medio de altura) llenos de cajas.

Sus hombres las sacan y las revientan.

Dos mil AK-47 de fabricación china salen de las cajas en piezas: cañones, recámaras, culatas. Otras herramientras incluyen dos docenas de lanzacohetes KPG-2 chinos, considerados muy valiosos porque son manuales.

Dos mil rifles igual a dos mil kilos de cocaína, piensa Art. Solo Dios sabe cuántos kilos dejan pasar por los lanzacohetes, capaces de derribar helicópteros.

A continuación encuentran seis cargamentos de rifles M-2, M-1 reconvertidos, la típica carabina del ejército. La diferencia entre el original y el M-2 es que el último puede pasar a ser automático con un único cambio. También encuentra algunos LAWS, la versión norteamericana del KPG-2, no tan eficaz contra helicópteros pero muy bueno contra vehículos blindados. Todas ellas armas perfectas para una guerra de guerrillas.

Por valor de miles de kilos de coca.

El alijo más grande de la historia.

Pero aún no ha terminado.

Todo esto no sirve de nada si no conduce a la desaparición de Adán Barrera.

Cueste lo que cueste.

Si Adán escapa, la única posibilidad de encontrarle será por mediación de Nora. Tienes un plan para sacarla, pero los planes a veces salen mal.

Ella quería volver, se dice. Tú le concediste la posibilidad de abandonar, y ella tomó una decisión. Es adulta, capaz de tomar decisiones.

Sí, sigue repitiéndote eso.


Nora circula con el Lexus nuevo por la autopista hasta la primera salida, entra en una gasolinera, va al lavabo de señoras y vomita. Después de vaciar el estómago, vuelve al coche y conduce hasta la estación de tren de Santa Ana, deja el coche en un aparcamiento, entra en una cabina telefónica, cierra la puerta y llama a Adán.

Llorar no representa ningún problema. Las lágrimas ruedan con facilidad entre sus sollozos entrecortados.

– Algo salió mal… No sé… Iba a matarme… Yo…

– Vuelve.

– La policía me estará buscando.

– Es demasiado pronto -dice Adán.

Abandona el coche, sube al tren, ve a San Isidro, cruza por el puente peatonal.

– Estoy asustada, Adán.

– No pasará nada -dice él-. Ve al sitio de la ciudad. Espera allí. Estaremos en contacto.

Sabe a qué se refiere. Es un código que inventaron hace mucho tiempo para emergencias como esta. El sitio de la ciudad es un piso que tienen en la Colonia Hipódromo de Tijuana.

– Te quiero -dice Nora.

– Yo también te quiero.

Nora sube en el siguiente tren con destino a San Diego.


A veces, los planes salen mal.

En este caso, los mecánicos de Costa Mesa están trabajando en el pequeño Toyota Camry tuneado, con el fin de prepararlo para otro viaje, y encuentran algo interesante encajado entre el asiento y el reposacabezas del asiento del pasajero.

Una especie de aparato electrónico.

El jefe de los operarios hace una llamada.


Nora baja del tren en San Diego, sube al tranvía que baja a San Isidro, desciende, sube los peldaños del puente peatonal y cruza la frontera a pie.

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