Hay dos cosas que el pueblo norteamericano no

quiere: otra Cuba en el corazón de Centroamérica

y otro Vietnam.

Ronald Reagan


México

Enero de 1985


Seis horas después de que Ernie haya desaparecido del mapa, Art entra como una tromba en el despacho del coronel Vega.

– Uno de mis hombres ha desaparecido -dice-. Quiero que registren la ciudad de cabo a rabo. Quiero que detenga a Miguel Ángel Barrera, y no quiero oír más chorradas…

– Señor Keller…

– … más chorradas acerca de que no sabe dónde está, y de que en cualquier caso es inocente. Quiero que los detenga a todos, a Barrera, a sus sobrinos, a Abrego, a Méndez, a todos esos cabronazos de traficantes de drogas. Usted, por supuesto, no sabe que Barrera está relacionado con… -Se planta ante el escritorio del hombre y le grita en la cara-. Si es necesario -dice-, desencadenaré una puta guerra.

Habla en serio. Pedirá la devolución de todos los favores, amenaza con ir a la prensa, irá, amenaza con recurrir a ciertos congresistas, lo hará, traerá toda una división de marines de Camp Pendleton e iniciará una verdadera guerra, si todo ello es necesario para rescatar a Ernie Hidalgo.

Si (por favor, Dios, por favor, Jesús y María, madre de Dios) Ernie sigue vivo.

– ¿Por qué sigue sentado ahí? -pregunta un segundo después.

Arrasan las calles.

De repente, como por arte de magia, Vega sabe dónde están los gomeros. Es un milagro, piensa Art, Vega sabe dónde viven, dónde paran o hacen negocios todos los narcotraficantes de la ciudad de categoría baja o media. Los detienen a todos. Los federales de Vega peinan la ciudad como la Gestapo, solo que no encuentran a Miguel Ángel, Adán, Raúl, Méndez ni Abrego. Es la misma historia de siempre, piensa Art, la misma misión de buscar y esquivar. Saben dónde estuvieron esos tíos, pero, por lo visto, no consiguen descubrir dónde están ahora.

Vega llega al extremo de invadir la urbanización de Barrera, cuya dirección recuerda de repente, pero cuando llegan descubren que Miguel Ángel se ha ido. También encuentran algo que pone como una fiera a Art.

Una fotografía de Ernie Hidalgo.

Una fotografía de carnet de identidad tomada en la oficina de Guadalajara del Poder Judicial de la Federación, el PJF.

Art la coge y la agita ante la cara de Vega.

– ¡Mire esto! -grita-. ¿Le dieron sus chicos esta foto? ¿Lo hicieron sus putos hombres?

– Por supuesto que no.

– Y una mierda -dice Art.

Vuelve a la oficina y llama a Tim Taylor a Ciudad de México.

– Estoy al corriente -dice Taylor.

– ¿Qué vas a hacer?

– He ido a la oficina del embajador -dice Taylor-. Irá a ver al presidente en persona. ¿Has sacado del país a Teresa y a los chicos?

– Ella no quería marcharse, pero…

– Mierda, Arthur.

– Pero le dije a Shag que la llevara al aeropuerto -dice Art-. Ya deberían estar en San Diego.

– ¿Y Shag?

– Esta peinando las calles.

– Os voy a sacar de ahí.

– Ni se te ocurra -dice Art.

Sigue un breve silencio.

– ¿Qué necesitas, Art? -pregunta después Taylor.

– Un poli honrado -dice Art. Le habla a Taylor de la foto que encontró en la urbanización de Barrera-. No quiero más capullos del PJF. Envíame alguien limpio, alguien de cierto peso.

Aquella tarde Antonio Ramos llega a Guadalajara.


Adán oye los chillidos del hombre.

Y la voz tranquila que repite la misma pregunta una y otra vez.

«¿Quién es Mamada?» «¿Quién es Mamada?» «¿Quién es Mamada?»

Ernie les dice que no lo sabe. Su interrogador no le cree y empuja el punzón para el hielo otra vez, raspando la tibia de Ernie con él.

El interrogatorio se reanuda de nuevo.

«Sí que lo sabes. Dinos quién es. ¿Quién es Fuente Mamada?»

Ernie les da nombres. Los que se le ocurren en aquel momento. Traficantes de poca monta, traficantes de enjundia, federales, policías del estado de Jalisco, cualquier gomero o poli corrupto, le da igual. Cualquier cosa con tal de que paren.

Pero no paran. No se tragan ningún nombre. El Doctor (los demás le llaman Doctor) sigue trabajando con el punzón para el hielo, lenta, paciente, metódicamente, indiferente a los gritos de Ernie. Sin prisas.

– ¿Quién es Mamada? ¿Quién es Mamada? ¿Quién es Mamada?

– No lo séééééééééééé…

El punzón descubre un nuevo ángulo para alcanzar otro fragmento de hueso y raspa.

Güero Méndez sale de la habitación, estremecido.

– Creo que no lo sabe -dice.

– Yo creo que sí -contesta Raúl-. Es un macho, un hijo de puta duro de pelar.

Esperemos que no sea demasiado duro, piensa Adán. Si nos diera el nombre del soplón, le dejaríamos marcharse antes de que la situación se nos escape de las manos. Conozco a los norteamericanos, le había dicho Adán a su tío, mejor que tú. Pueden bombardear, quemar y envenenar a otros pueblos, pero hazle daño a uno de ellos y reaccionarán con farisaico salvajismo.

Horas después de que se informara sobre la desaparición de Ernie, un ejército de agentes de la DEA irrumpió en el piso franco de Adán en Rancho Santa Fe.

Fue el mayor alijo de droga de la historia.

Novecientos kilos de cocaína valorados en treinta y siete millones y medio de dólares, dos toneladas de sinsemilla valoradas en otros cinco millones, más otros veintisiete millones en dinero en metálico, más máquinas de contar dinero, balanzas y demás herramientas relacionadas con el tráfico de drogas. Por no hablar de los quince trabajadores mexicanos ilegales que se dedicaban a pesar y empaquetar la coca.

Pero costó más que todo eso, piensa Adán mientras intenta no oír los gemidos de la otra habitación. Costó mucho más que eso. Las drogas y el dinero se pueden sustituir, pero un hijo…

– Una malformación linfática -habían dicho los médicos-. Linfangioma quístico.

Dijeron que no guardaba la menor relación con su precipitada huida de la casa de San Diego, minutos antes de que llegara la DEA, ni con las prisas por cruzar la frontera para ir a Tijuana, ni con el vuelo a Guadalajara. Los médicos dijeron que la enfermedad aparece en los primeros meses de embarazo, nunca después, y que en realidad no se conocen sus causas, solo que los canales linfáticos de la hija de Adán y Lucía no se desarrollaron bien, y por eso su cara y cuello están deformados, distorsionados, y no hay tratamiento ni cura. Y si bien la esperanza de vida es la normal, existe el peligro de infecciones o apoplejías, en ocasiones dificultades para respirar…

Lucía le echa la culpa a él.

No a él directamente, sino a su estilo de vida, los negocios, la pista secreta. Si hubieran podido quedarse en Estados Unidos, con los excelentes cuidados prenatales, si el bebé hubiera nacido en la clínica Scripps tal como habían pensado, si en aquellos primeros meses, cuando vieron que algo iba mal, si hubieran podido tener acceso a los mejores médicos del mundo… tal vez, solo tal vez… aunque los médicos de Guadalajara le habían asegurado que nada habría cambiado.

Lucía quería volver a Estados Unidos para dar a luz, pero no sin él, y él no podía ir. Había una orden de busca y captura para él y para Tío.

Pero si lo hubiera sabido, piensa Adán ahora, si hubiera albergado la más mínima sospecha de que algo podía pasarle al bebé, habría afrontado el peligro. Y las consecuencias.

Malditos sean los norteamericanos.

Y maldito sea Art Keller.

Adán había llamado al padre Juan durante aquellas primeras horas terribles. Lucía sufría muchísimo, como todos ellos, y el padre Juan había corrido al hospital al instante. Llegó y abrazó a la niña, la bautizó allí mismo por si acaso, después sujetó la mano de Lucía y habló con ella, rezó con ella, le dijo que sería la madre maravillosa de una maravillosa niña especial que la necesitaría. Después, cuando Lucía se rindió por fin a los tranquilizantes y se durmió, el padre Juan y Adán salieron al aparcamiento para que el obispo pudiera fumar un cigarrillo.

– Dime en qué estás pensando -le preguntó el padre Juan.

– En que Dios me está castigando.

– Dios no castiga a niños inocentes por los pecados de sus padres -respondió Parada. Mal que le pese a la Biblia, pensó.

– Pues explíqueme esto -dijo Adán-. ¿Así ama Dios a los niños?

– ¿Amas a tu hija, pese a su situación?

– Por supuesto.

– Entonces Dios ama a través de ti.

– Esa respuesta no me convence.

– Es la única que tengo.

Y no me convence, pensó Adán, y ahora también lo piensa. Y el secuestro de Hidalgo nos va a destruir a todos, si no lo ha hecho ya.

Apoderarse de Hidalgo había sido facilísimo. Joder, la policía lo había hecho por ellos. Tres polis detuvieron a Hidalgo en la plaza de Armas y lo entregaron a Raúl y Güero, que le drogaron, le vendaron los ojos y le condujeron a esa casa.

Donde el Doctor le había revivido e iniciado sus cuidados.

Que, hasta el momento, no han dado resultado.

Oye la voz suave y paciente del Doctor en la otra habitación.

– Dime los nombres de los funcionarios del gobierno que están en la nómina de Miguel Ángel Barrera.

– No sé los nombres.

– ¿Mamada te dio los nombres? Dijiste que sí. Dímelos.

– Mentí. Me lo inventé. No lo sé.

– Entonces, dime el nombre de Mamada. Para preguntarle a él en lugar de a ti. Para que pueda hacerle esto a él en lugar de a ti.

– No sé quién es.

¿Es posible, se pregunta Adán, que el hombre no lo sepa? Oye ecos de su propia voz asustada ocho años atrás, durante la Operación Cóndor, cuando la DEA y los federales le pegaron y torturaron para extraerle información que no poseía. Le dijeron que debían asegurarse de que no lo sabía, de modo que continuaron tortura después de que les dijera, una y otra vez, «No lo sé».

– Joder -dice-. ¿Y si no lo sabe?

– ¿Y qué? -se encoge de hombros Raúl-. De todos modos, hay que dar una lección a los norteamericanos.

Adán oye la lección que se está impartiendo en la otra habitación. Los gemidos de Hidalgo cuando el metal del punzón raspa su tibia. Y la voz insistente y suave del Doctor:

– Quieres volver a ver a tu mujer. A tus hijos. No cabe duda de que estás más en deuda con ellos que con ese informador.

Piensa: ¿por qué te hemos vendado los ojos? Si nuestra intención fuera matarte, no nos habríamos tomado la molestia. Pero nuestra intención es soltarte. Para que vuelvas con tu familia. Con Teresa, Ernesto y Hugo. Piensa en ellos. Lo preocupados que estarán. Lo asustados que deben de estar tus hijos. Las ganas que tienen de que su papá vuelva. No querrás que crezcan sin padre, ¿verdad? ¿Quién es Mamada? ¿Qué te dijo? ¿Qué nombres te dio?

Y la respuesta de Hidalgo entre sollozos.

– No… sé… quién… es.

– Pues.

Empieza de nuevo.


Antonio Ramos creció en los vertederos de basura de Tijuana.

Literalmente.

Vivía en una choza situada ante el vertedero y recogía de la basura su comida, su ropa e incluso su refugio. Cuando construyeron una escuela cerca, Ramos iba cada día, y si algún niño se burlaba de su olor a basura, Ramos le daba una paliza. Ramos era un chico grande, flaco, debido a la falta de alimentos, pero alto y de manos veloces.

Al cabo de un tiempo, nadie le tomaba el pelo.

Continuó hasta el instituto, y cuando la policía de Tijuana le aceptó, fue como tocar el cielo. Buena paga, buena comida, ropa limpia. Perdió aquella figura enclenque y la llenó, y sus superiores descubrieron algo nuevo acerca de él. Sabían que era duro. Pero no sabían que era listo.

La DFS, el servicio de inteligencia de México, también lo descubrió, y le reclutó.

Ahora, cuando aparece una misión importante que requiere a alguien duro y listo, es Ramos quien suele recibir la llamada.

Recibe la llamada de rescatar a este agente de la DEA norteamericana a cualquier precio.

Art le recibe en el aeropuerto.

Ramos tiene rotos varios nudillos de la mano y la nariz. Su pelo negro es abundante, y un mechón cuelga sobre la frente pese a sus intentos de controlarlo. Lleva embutido en la boca su marca de fábrica, un puro negro.

– Todo poli necesita una marca de fábrica -dice a sus hombres-. Querréis que los malos digan: «Ojo con el macho del puro negro».

Lo hacen.

Lo dicen, van con cuidado y le tienen miedo, porque Ramos se ha ganado fama de tomarse la justicia por su mano. Se sabe que los tipos entregados a Ramos han pedido a gritos la intervención de la policía. La policía no acude. La policía tampoco quiere saber nada de Ramos.

Hay una callejuela cerca de la avenida de la Revolución bautizada como Universidad de Ramos. Está sembrada de colillas de puros y actitudes desagradables amansadas, y es donde Ramos, cuando patrullaba las calles de Tijuana, daba lecciones a los chicos que se consideraban malos.

– Vosotros no sois malos -les decía-. Yo soy malo.

Entonces les demostraba lo malo que era. Si necesitaban un recordatorio, solían encontrar uno en el espejo durante bastantes años después.

Seis hombres malos han intentado matar a Ramos. Ramos acudió a los seis funerales, por si alguno de los deudos deseaba vengarse. Ninguno lo intentó. Llama a su Uzi «mi Esposa». Tiene treinta y dos años.

Al cabo de unas horas ha detenido a los tres policías que secuestraron a Ernie Hidalgo. Uno de ellos es el jefe de la Policía Estatal de Jalisco.

– Podemos hacerlo deprisa o despacio-le dice Ramos a Art.

Ramos saca dos puros del bolsillo de la camisa, le ofrece uno a Art y se encoge de hombros cuando lo rechaza. Tarda mucho en encender el puro, le da vueltas hasta que la punta se enciende, después da una larga calada, mira a Art y enarca sus cejas negras.

Los teólogos tienen razón, piensa Art. Nos convertimos en lo que detestamos.

– Deprisa -dice.

– Vuelva dentro de un rato -dice Ramos. -No -contesta Art-. Haré lo que me corresponda.

– Ésa es la respuesta de un hombre -dice Ramos-. Pero no quiero testigos.


Ramos conduce al jefe de policía de Jalisco y a dos federales a una celda del sótano.

– No tengo tiempo para andar con rodeos, chicos -dice Ramos-. El problema es el siguiente: en este momento, tenéis más miedo de Miguel Ángel Barrera que de mí. Vamos a darle la vuelta a eso.

– Por favor -dice el jefe-, todos somos policías.

– No, yo soy policía -replica Ramos al tiempo que se calza unos pesados guantes negros-. El hombre al que secuestrasteis es policía. Vosotros sois un pedazo de mierda.

Alza los guantes para que todos los vean.

– No me gusta estropearme las manos -explica Ramos.

– Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo -dice el jefe.

– No -dice Ramos-, no podemos.

Se vuelve hacia el federal más corpulento y joven.

– Levanta las manos. Defiéndete.

El federal le mira con los ojos abiertos de par en par, asustado. Sacude la cabeza, y no levanta las manos.

Ramos se encoge de hombros.

– Como quieras.

Hace una finta con un derechazo a la cara, y después descarga todo su peso en tres ganchos de izquierda a las costillas. Los guantes aplastan huesos y cartílagos. El poli empieza a caerse, pero Ramos le sostiene con la mano izquierda y lanza tres rápidos golpes con la derecha. Después le arroja contra la pared, le da la vuelta y descarga una sucesión de golpes con ambas manos sobre sus riñones. Le sujeta contra la pared por la nuca.

– Has avergonzado a tu país -le dice-. Peor aún, has avergonzado a mi país.

Le coge del cuello con una mano y con la otra del cinturón, y le lanza a toda velocidad contra la pared opuesta. La cabeza del federal golpea el cemento con un impacto sordo. Su cuello se dobla hacia atrás. Ramos repite el procedimiento varias veces, hasta que por fin deja que el hombre caiga al suelo.

Ramos se sienta sobre un taburete de madera de tres patas y enciende un puro, mientras los otros dos polis miran a su amigo inconsciente, tumbado boca abajo. Sus piernas se agitan espasmódicamente.

Las paredes están manchadas de sangre.

– Bien -dice Ramos-, ahora me tenéis más miedo a mí que a Barrera, de modo que podemos empezar. ¿Dónde está el policía norteamericano?

Le cuentan todo lo que saben.

– Lo entregaron a Güero Méndez y a Raúl Barrera -le dice Ramos a Art-. Y a un tal doctor Álvarez, por eso creo que su amigo todavía podría estar con vida.

– ¿Por qué?

– Álvarez trabajaba para la DFS -dice Ramos-. Como interrogador. Hidalgo debe de saber algo que a ellos les interesa, ¿no?

– No -dice Art-. No sabe nada.

Art siente que se le revuelve el estómago. Están torturando a Ernie para averiguar la identidad de Mamada.

Y Mamada no existe.


– Dímelo -dice Tío.

– No lo sé -gime Ernie.

Tío cabecea en dirección al doctor Álvarez. El Doctor utiliza unos mitones para coger una barra de hierro al rojo vivo, que introduce…

– ¡Oh, Dios mío! -grita Ernie.

Después abre los ojos de par en par y su cabeza se derrumba sobre la mesa a la que le han atado. Tiene los ojos cerrados, está inconsciente, y los latidos de su corazón, que hace un momento se habían acelerado, son ahora peligrosamente lentos.

El Doctor deja los mitones y coge una jeringa llena de lidocaína, que inyecta en el brazo de Ernie. La droga le mantendrá consciente para que sienta el dolor. Impedirá que su corazón se paralice. Un momento después, la cabeza del norteamericano se levanta y sus ojos se abren.

– No te dejaremos morir -dice Tío-. Habla conmigo. Dime quién es Mamada.

Sé que Art me está buscando, piensa Ernie.

Removiendo cielo y tierra.

– No sé quién es Mamada -dice con voz entrecortada. El Doctor levanta de nuevo la barra de hierro.

– ¡Oh, Dios míooooooooo! -grita un momento después Ernie.


Art ve que la llama prende, parpadea, y después se eleva hacia el cielo.

Se arrodilla delante de la hilera de velas votivas y reza una oración por Ernie. A la Virgen María, a san Antonio, al mismísimo Jesucristo.

Un hombre alto y gordo se acerca por el pasillo central de la catedral.

– Padre Juan.

El sacerdote ha cambiado poco en nueve años. Su pelo blanco es un poco menos abundante, el estómago algo más abultado, pero los intensos ojos grises aún conservan su luz.

– Estás rezando -dice Parada-. Pensaba que no creías en Dios.

– Haré cualquier cosa.

Parada asiente. -¿Cómo puedo ayudar?

– Usted conoce a los Barrera.

– Yo los bauticé -contesta Parada-. Les di la primera comunión. Los confirmé.

Casé a Adán y a su mujer, piensa Parada. Sostuve a su hija deforme en mis brazos.

– Póngase en contacto con ellos -dice Art.

– No sé dónde están.

– Estaba pensando en la radio -dice Art-. En la televisión. Le respetan, le escucharán.

– No lo sé -dice Parada-. Lo puedo intentar, desde luego.

– ¿Ahora mismo?

– Por supuesto -dice Parada-. Puedo confesarle -añade un instante después.

– No hay tiempo.

Van en coche a la emisora de radio y Parada envía un mensaje a «los secuestradores del policía norteamericano». Les ruega, en el nombre de Dios Padre, Jesucristo, la Virgen María y todos los santos, que liberen al hombre sano y salvo. Les exhorta a que miren su alma, e incluso, ante la sorpresa de Art, esgrime su última carta: amenaza con excomulgarles si hacen daño al hombre.

Les condena con todo su poder y autoridad al infierno eterno.

Después repite su esperanza de salvación.

«Liberad al hombre y volved con Dios. Su libertad es vuestra libertad.»

– … me dieron una dirección -dice Ramos.

– ¿Cómo? -pregunta Art. Está escuchando el mensaje de Parada por la radio de la oficina.

– He dicho que me dieron una dirección -dice Ramos. Se cuelga la Uzi del hombro-. Mi Esposa. Vamos.

La casa se encuentra en un barrio corriente. Los dos Ford Bronco de Ramos, atestados de agentes especiales de la DFS, rugen calle arriba, y los hombres bajan de un salto. Desde las ventanas disparan largas e indisciplinadas ráfagas de AK. Los hombres de Ramos se tiran al suelo y devuelven el fuego con ráfagas cortas. El tiroteo se interrumpe. Cubierto por sus hombres, Ramos y dos agentes más corren hasta la puerta con un ariete y la derriban.

Art entra justo detrás de Ramos.

No ve a Ernie. Recorre todas las habitaciones de la pequeña casa, pero lo único que encuentra son dos gomeros muertos, con un agujero limpio en la frente, tendidos junto a las ventanas. Un hombre herido está sentado, apoyado contra la pared. Otro está sentado con las manos sobre la cabeza.

Ramos saca la pistola y la apunta a la cabeza del hombre herido.

¿Dónde? -pregunta.

– No sé.

Art se estremece cuando Ramos aprieta el gatillo y el cerebro del hombre salpica la pared.

– ¡Jesús! -grita Art.

Ramos no le oye. Apoya la pistola contra la sien del otro gomero.

¿Dónde?

– ¡Sinaloa!

¿Dónde?

¡Un rancho de Güero Méndez!

– ¿Cómo lo encuentro?

¡No sé! ¡No sé! ¡No sé! ¡Por favor! ¡Por el amor de Dios! -grita el gomero.

Art agarra a Ramos por la muñeca.

– No.

Por un momento, da la impresión de que Ramos podría disparar contra Art. Después baja la pistola.

– Tenemos que encontrar el rancho antes de que le trasladen de nuevo -dice-. Debería dejarme disparar a este bastardo para que no hable.

El gomero se pone a llorar.

¡Por el amor de Dios!

– Tú no tienes dios, hijo de la gran puta -dice Ramos al tiempo que le golpea la cabeza-. ¡Te voy a mandar p'al carajo! _ -No -dice Art.

– Si los federales se enteran de que sabemos lo de Sinaloa -dice Ramos-, trasladarán de nuevo a Hidalgo para que no podamos encontrarle.

Si es que podemos encontrarle, piensa Art. Sinaloa es un vasto estado rural. Localizar un rancho es como localizar una granja concreta en Iowa. Pero matar a este tipo no servirá de nada.

– Póngale en aislamiento -dice Art.

– ¡Ay, Dios! ¡Qué chingón que eres! -grita Ramos.

Pero Ramos ordena a uno de sus hombres que se lleve al gomero, le encierre en algún sitio y averigüe qué más sabe.

– Por el amor de Dios -dice después-, no dejes que nadie hable con él, o le meteré tus pelotas en la boca.

Después Ramos echa un vistazo a los cadáveres del suelo.

– Y tirad esta basura -ordena.


Adán Barrera oye el mensaje radiofónico de Parada.

La voz familiar del obispo se impone a la banda sonora de fondo de los gemidos rítmicos de Hidalgo.

Después atruena la amenaza de la excomunión.

– Mierda de superstición -dice Güero.

– Esto ha sido un error -dice Adán.

Una metedura de pata. Un grave error de cálculo. Los norteamericanos han reaccionado con mayor radicalidad de la que temían, han ejercido su enorme presión política y económica sobre Ciudad de México. Los putos norteamericanos han cerrado la frontera, han dejado miles de camiones tirados en la carretera, su cargamento pudriéndose bajo el sol, con unos costes económicos enormes. Y los norteamericanos están amenazando con exigir la devolución de los préstamos, joder, a México con el FMI, lanzar una crisis económica que podría destruir literalmente el peso. De manera que hasta nuestros amigos sobornados de Ciudad de México se están volviendo contra nosotros, ¿y por qué no? El PJF, la DFS y el ejército están reaccionando a las amenazas norteamericanas, encierran a todos los miembros de los cárteles que encuentran, invaden casas y ranchos… Corren rumores de que un coronel de la DFS ha golpeado hasta la muerte a un sospechoso y disparó a otros tres, de manera que ya se han perdido cuatro vidas mexicanas por la de este norteamericano, pero da la impresión de que a nadie le importa, porque solo son mexicanos.

Así que el secuestro fue un craso error, agravado por el hecho de que, pese a todo el coste, aún no han descubierto la identidad del tal Mamada.

Está claro que el norteamericano no lo sabe.

Lo habría dicho. No habría podido soportar el tormento del hueso, los electrodos, la barra de hierro. Si lo hubiera sabido, lo habría confesado. Y ahora yace sin dejar de gemir en ese dormitorio convertido en cámara de tortura, y hasta el Doctor ha levantado las manos y ha anunciado que ya no puede hacer más, y los yanquis y sus lambiosos están siguiendo mi rastro, y hasta mi antiguo cura me está enviando al infierno.

«Liberad al hombre y volved con Dios. Su libertad es la vuestra.»

Tal vez, piensa Adán.

Puede que tengas razón.

Ernie Hidalgo existe ahora en un mundo bipolar.

Está el dolor, y la ausencia de dolor, y nada más.

Si la vida significa dolor, es mala.

Si la muerte significa ausencia de dolor, es buena.

Intenta morir. Le mantienen vivo con goteros salinos. Intenta dormir. Le mantienen despierto con inyecciones de lidocaína. Controlan su corazón, su pulso, su temperatura, con la intención de impedir que muera y ponga fin al dolor.

Siempre con las mismas preguntas: «¿Quién es Mamada?». «¿Qué te dijo?», «¿Qué nombres te dio?», «¿Quién es del gobierno?», «¿Quién es Mamada?».

Siempre las mismas respuestas: «No lo sé», «No me dijo nada que yo no le haya dicho», «Nadie», «No lo sé».

Seguidas de más dolor, de muchos cautelosos cuidados, y de más dolor.

Después una pregunta nueva.

De pronto una nueva pregunta y un nuevo mundo.

«¿Qué es Cerbero?» «¿Has oído hablar de Cerbero?» «¿Mamada te habló alguna vez de Cerbero?» «¿Qué te dijo?»

«No lo sé.» «No, no he oído hablar de eso.» «No, no me habló de eso.» «No me dijo nada.» «Lo juro por Dios.» «Lo juro por Dios.» «Lo juro por Dios.»

«¿Y Art?» «¿Te habló alguna vez de Cerbero?» «¿Mencionó Cerbero en alguna ocasión?» «¿Le oíste hablar alguna vez con alguien acerca de Cerbero?»

«Cerbero, Cerbero, Cerbero…»

«Conoces la palabra, pues.»

«No, lo juro por Dios. Lo juro por Dios. Que Dios me ayude. Que Dios me ayude. Por favor, Dios, ayúdame.»

El Doctor abandona la habitación, le deja a solas con su dolor. Le deja preguntándose: ¿Dónde está Dios, dónde está Arthur? ¿Dónde está Jesús, la Virgen María y el Espíritu Santo? María, ten piedad de mí.

Cosa rara, la piedad llega en la forma del Doctor. Es Raúl quien lo sugiere.

– Mierda, esos gemidos me están volviendo loco -le dice al Doctor-. ¿No puedes hacerle callar?

– Podría darle algo.

– Dale algo -dice Adán.

Los gemidos también le están molestando. Y si piensan liberarle, tal como él desea, será mejor devolverlo en el mejor estado posible. Que no es muy bueno, pero mejor que muerto. Y a Adán se le ocurre la idea de devolver al policía y, a cambio, obtener lo que desean.

Ponerse en contacto de nuevo con Arturo.

– ¿Heroína? -pregunta el Doctor.

– Tú eres el médico -dice Raúl.

Heroína, piensa Adán. Barro Mexicano cultivado en México. La ironía es fina.

– Dale un chute -le ordena al Doctor.

Ernie siente la aguja penetrar en su brazo. El pinchazo y la quemadura familiares, y después algo diferente: un bendito alivio.

La ausencia de dolor.

Ausencia tal vez no. Digamos alejamiento, como si flotara en un cúmulo sobre el dolor. El observado y el observador. El dolor todavía está presente, pero distante.

Eloi, Eloi, gracias.

Virgen María del Barro Mexicano.

Mmmmmmmmm…


Art está en la oficina con Ramos, examinando planos de Sinaloa y comparándolos con los informes de inteligencia sobre campos de marihuana y sobre Güero Méndez. Intentando estrechar el cerco. En la televisión, un funcionario de la oficina del fiscal general de México está anunciando con solemnidad:

– En México, la categoría de banda importante de drogas no existe.

– Podría trabajar para nosotros -dice Art.

Tal vez la categoría de banda importante de drogas no exista en México, piensa Art, pero sí que existe en Estados Unidos. En cuanto se enteraron de la desaparición de Ernie, Dantzler lanzó una doble redada.

Adán escapó por los pelos del piso franco de San Diego, pero el alijo fue épico.

En la costa Este acertó de nuevo y detuvo a un tal Jimmy «Big Peaches» Piccone, un capo de la familia Cimino. El FBI de Nueva York les pasó todas las fotos de la banda que obraban en su poder, y cuando Art les echa una ojeada ve algo que le hiela los huevos.

Es evidente que la foto está tomada ante el bar habitual de algún mafioso, y allí está el gordo Jimmy Piccone y su hermano pequeño, igualmente obeso, unos cuantos spaghetti más, y alguien de pie cerca.

Sal Scachi.

Art habla con Dantzler por teléfono.

– Sí, es Salvatore Scachi -le dice Dantzler-. Un miembro de la familia Cimino.

– ¿En la banda de Piccone?

– Por lo visto, Scachi no es miembro de ninguna banda -dice Dantzler-. Es una especie de mafioso que va por libre. Está bajo las órdenes directas del mismísimo Calabrese. Y ojo al dato, Art: ese tipo fue coronel del ejército de Estados Unidos.

Maldita sea, piensa Art.

– Hay algo más, Art -dice Dantzler-. Este Piccone, Jimmy Peaches. El FBI tiene su teléfono intervenido desde hace meses. Habla por los codos. Ha estado largando sobre un montón de cosas.

– ¿Coca?

– Sí -dice Dantzler-.Y armas. Parece que su banda se dedica a vender armas robadas.

Art está asimilando esta información cuando otra línea suena y Shag salta sobre ella.

– Art -dice después.

Art cuelga a Dantzler y se pone al otro teléfono.

– Tenemos que hablar -dice Adán.

– ¿Cómo sé que lo tenéis?

– Dentro de su anillo de boda está grabada la frase Eres toda mi vida.

– ¿Cómo sé que está vivo todavía?

– ¿Quieres que le hagamos chillar un poco?

– ¡No!-dice Art-. Dime dónde.

– La catedral -dice Adán-. El padre Juan garantizará la seguridad de ambos. Si veo a un solo poli, Art, será hombre muerto.

De fondo, además de los gemidos de Ernie, Art oye algo que le provoca, si es posible, más escalofríos todavía.

«¿Qué sabes de Cerbero?»


Art se arrodilla en el confesionario…

La rejilla se desliza a un lado. Art no puede distinguir la cara que hay detrás de la rejilla, lo cual, supone, es fundamental en esta farsa sacrílega.

– Te lo advertimos una y otra vez -dice Adán-, y no nos hiciste caso.

– ¿Está vivo?

– Está vivo -dice Adán-. Ahora te toca a ti mantenerle con vida.

– Si muere, te encontraré y te mataré.

– ¿Quién es Mamada?

Art ya lo ha pensado todo. Si revela a Adán que Mamada no existe, le meterán una bala en la cabeza a Ernie al instante. Tiene que evitarlo.

– Entrégame antes a Hidalgo.

– Ni hablar.

– En ese caso, creo que no tenemos nada más que decir -dice Art, y su corazón casi se para.

Empieza a levantarse cuando le dice Adán:

– Tienes que darme algo, Art. Algo que pueda entregarles.

Art vuelve a arrodillarse. Perdóname, padre, porque estoy a punto de pecar.

– Cancelaré todas las operaciones contra la Federación -dice-. Abandonaré el país, dimitiré de la DEA.

Porque, qué coño, es lo que todo el mundo quiere que haga, sus jefes, su gobierno, su propia esposa. Si puedo terminar con este círculo vicioso y estúpido a cambio de la vida de Ernie…

– ¿Te irás de México? -pregunta Adán.

– Sí.

– ¿Y dejarás en paz a nuestra familia?

Ahora que mi hija ha nacido tullida por tu culpa.

– Sí.

– ¿Cómo sé que cumplirás tu palabra?

– Lo juro por Dios.

– No me sirve.

No, claro.

– Aceptaré el dinero -dice Arthur-. Abre una cuenta a mi nombre, retiraré los fondos. Después libera a Ernie. Cuando aparezca, te diré la identidad de Mamada. -Y te irás.

– Ni un segundo después de lo necesario, Adán.

Art espera una eternidad mientras Adán medita. Durante la espera, reza en silencio a Dios y al diablo para que acepte el trato.

– Cien mil -dice Adán-. Serán enviados por giro telegráfico a una cuenta numerada del First Georgetown Bank, Gran Caimán. Te telefonearé para darte las cifras. Retirarás setenta mil por giro telegráfico. En cuanto veamos la transacción, soltaremos a tu hombre. Saldrás de México en el vuelo siguiente. Y no vuelvas nunca, Art.

La ventana se cierra.


Las olas se alzan ominosamente, y después rompen contra su cuerpo.

Oleadas de dolor cada vez más grandes.

Ernie quiere más drogas.

Oye que la puerta se abre.

¿Vienen con más drogas?

¿O más dolor?

Güero mira al poli norteamericano. Las decenas de pinchazos, donde introdujeron el punzón para el hielo, están cubiertas de pus e infectadas. Tiene la cara amoratada e hinchada debido a las palizas. Las muñecas, los pies y los genitales están quemados a causa de los electrodos, y el culo… El hedor es horrendo: las heridas infectadas, el pis, la mierda, el sudor acre.

Lávale, había ordenado Adán. ¿Quién es Adán Barrera para dar órdenes? Yo ya mataba hombres cuando él todavía vendía tejanos a quinceañeros. Y ahora vuelve diciendo que ha llegado a un acuerdo (sin el permiso ni el conocimiento de M-1) para liberar a este hombre, ¿a cambio de qué? ¿Promesas vacías de otro poli norteamericano? ¿Quién va a cumplirlas, después de ver a su camarada torturado y mutilado?, se pregunta Güero. ¿A quién piensa tomar el pelo Adán? Hidalgo tendrá suerte si sobrevive al viaje en coche. Aun así, lo más probable es que pierda las piernas, tal vez los brazos. ¿Qué clase de paz cree Adán que comprará con este montón de carne ensangrentado, hediondo y podrido?

– Vamos a llevarte a casa -dice después de acuclillarse junto a Hidalgo.

– ¿A casa?

– Sí -dice Güero-, ya puedes irte a casa. Duerme. Cuando despiertes, estarás en casa.

Clava la aguja en la vena de Ernie y empuja el émbolo. El Barro Mexicano tarda solo un segundo en surtir efecto. El cuerpo de Ernie se agita y sus piernas patalean. Dicen que un chute de heroína es como besar a Dios.


Art contempla el cadáver desnudo de Ernie.

En posición fetal dentro de una sábana de plástico negro, tirado en la cuneta de una carretera de tierra de Badiraguato. Las costras de sangre ennegrecida resaltan contra el brillante plástico negro. Aún lleva puesta la venda negra. Por lo demás, está desnudo, y Art puede ver las heridas abiertas, por donde le introdujeron el punzón para el hielo y le rasparon los huesos, las quemaduras de los electrodos, las señales de violación anal, las marcas de agujas de las inyecciones de lidocaína y heroína en los brazos.

¿Qué he hecho?, se pregunta Art. ¿Por qué otra persona ha tenido que pagar por mi obsesión?

Lo siento, Ernie. Lo siento muchísimo.

Y lo van a pagar muy caro, que Dios me ayude.

Hay polis (federales y policías del estado de Sinaloa) por todas partes. La policía estatal fue la primera en llegar y saboteó el lugar del crimen, borró las huellas de los neumáticos, las pisadas, las huellas dactilares, cualquier prueba que pudiera relacionar a alguien con el crimen. Ahora los federales han asumido el control y recorren el lugar de una punta a otra, para asegurarse de que no queda ninguna prueba.

El comandante se acerca a Art.

– No se preocupe, señor -dice-, no descansaremos hasta encontrar al que lo hizo.

– Sabemos quién lo hizo -contesta Art-. Miguel Ángel Barrera.

Shag Wallace pierde los estribos.

– ¡Maldita sea, si tres de sus jodidos tíos le raptaron!

Art lo separa. Le retiene contra el coche, cuando un jeep aparece a toda velocidad, Ramos salta de él y corre hacia Art.

– Le hemos encontrado -dice Ramos.

– ¿A quién?

– A Barrera -dice Ramos-. Tenemos que irnos ya.

– ¿Dónde está?

– En El Salvador.

– ¿Cómo…?

– Por lo visto, la novieta de M-1 añora su hogar -dice Ramos-. Ha llamado a sus papás.


El Salvador

Febrero de 1985


El Salvador es un pequeño país del tamaño de Massachusetts, situado en la costa del Pacífico del istmo de América Central. Art sabe que no es una república bananera como su vecina del este, Honduras, sino una república cafetera, cuyos trabajadores tienen tal fama de laboriosidad que los llaman los «alemanes de América Central».

Tanto trabajar no les ha servido de mucho. Las llamadas Cuarenta Familias, un dos por ciento de la población de tres millones y medio de habitantes, siempre han estado en posesión de casi toda la tierra fértil, sobre todo en forma de grandes plantaciones de café. Cuanta más tierra se dedicaba a cultivar café, menos tierra se dedicaba al cultivo de alimentos, y a mediados del siglo XIX casi todos los campesinos de El Salvador se morían de hambre.

Art contempla la campiña verde. Desde el aire se ve plácida y hermosa, pero sabe que es un campo de muerte.

Las matanzas empezaron en la década de 1980, cuando los campesinos empezaron a engrosar las filas del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), o de los sindicatos obreros, mientras estudiantes y sacerdotes se erigían en líderes del movimiento a favor de la reforma de la tierra y el trabajo. Las Cuarenta Familias respondieron formando una milicia de extrema derecha llamada ORDEN, y la orden que habían recibido era la orden de siempre.

ORDEN, casi todos sus miembros oficiales en activo del ejército salvadoreño, puso manos a la obra. Campesinos, obreros, estudiantes y sacerdotes empezaron a desaparecer, y sus cuerpos aparecían en carreteras secundarias, o sus cabezas en los patios de recreo de los colegios, a modo de ejemplo.

Estados Unidos, emperrado en proseguir la guerra fría, intervino. Muchos oficiales de ORDEN fueron entrenados en la U.S. School of the Americas. Para cazar guerrilleros del FMLN y agricultores, estudiantes y sacerdotes, el ejército salvadoreño contaba con la ayuda de helicópteros Bell, aviones de transporte C-47, rifles M-16 y ametralladoras M-60, donadas por los estadounidenses. Mataron a muchos guerrilleros, pero también a centenares de estudiantes, profesores, obreros y sacerdotes.

Los del FMLN no eran precisamente ángeles, piensa Art. Cometían asesinatos y se financiaban gracias a secuestros. Pero sus esfuerzos palidecían en comparación con el ejército salvadoreño, bien organizado y financiado, y su doble, ORDEN.

Setenta y cinco mil muertos, piensa Art, mientras el avión aterriza en un país que se ha convertido en su propia fosa común. Un millón de refugiados, otro millón sin hogar. De una población de apenas cinco millones y medio de habitantes.


El vestíbulo del Sheraton está limpio y reluciente.

Los elegantes y ricachones se relajan en el salón con aire acondicionado, o se sientan en el fresco y oscuro bar. Todo el mundo va vestido impolutamente con los trajes y chaquetas blancas de los trópicos.

Todo es tan agradable, piensa Art. Y tan norteamericano…

Hay norteamericanos por todas partes, que beben cerveza en el bar, sorben Coca-Cola en la cafetería, y la mayoría son asesores militares. Van vestidos de civil, pero el porte militar es inconfundible, el pelo al uno, los polos de manga corta, los tejanos sobre zapatillas de tenis o las lustradas botas marrones proporcionadas por el ejército.

Desde que los sandinistas tomaron el control de Nicaragua, al sur, El Salvador se ha convertido en el gueto militar norteamericano. En teoría, los estadounidenses han venido para asesorar al ejército salvadoreño en su guerra contra el FMLN, pero también para asegurarse de que El Salvador no se convierta en la siguiente pieza de dominó que caiga en América Central. De manera que ya tenemos a soldados norteamericanos asesorando a los salvadoreños, y a soldados norteamericanos asesorando a la Contra, y después están los secretas.

Los tipos de la Compañía destacan tanto como los soldados de permiso. Para empezar, visten mejor, trajes a medida, camisas abiertas en el cuello y sin corbata, en lugar de la ropa deportiva que llegó al economato de la base. Lucen el pelo con estilo, incluso un poco largo, a la moda latinoamericana, y sus zapatos son Churchill y Bancroft caros. Si ves a un secreta con zapatillas de tenis, piensa Art, es que va a jugar al tenis.

Así que están los soldados y los secretas, y también los tipos de la embajada, que pueden ser una u otra cosa, o ninguna de las dos. Son los diplomáticos reales y los funcionarios del consulado los que se encargan de los asuntos mundanos de visados, pasaportes extraviados y chicos retrohippies norteamericanos detenidos por vagancia y/o consumo de drogas. Después están los agregados culturales, las secretarias y las mecanógrafas.Y después están los agregados militares, muy parecidos a los asesores militares, salvo por el hecho de que visten mejor. Y después están los empleados de la embajada, que portan descripciones de empleo ficticias como transparentes velos de decencia, y que en realidad son espías. Se sientan en la embajada y controlan emisiones radiofónicas de Managua, con los oídos alerta para captar un acento cubano, o, aún mejor, ruso. O trabajan «la calle», como dicen ellos, se citan con sus fuentes en lugares como el bar del Sheraton, con la intención de averiguar qué coronel se cotiza al alza, qué coronel se cotiza a la baja, cuál podría estar planeando el próximo golpe de Estado, y si sería bueno o malo.

Así que tienes a los soldados, a los espías, a los tipos de la embajada y a los espías de la embajada, y por último a los hombres de negocios.

Compradores de café, compradores de algodón, compradores de azúcar.

Los compradores de café parecen del país. No es de extrañar, piensa Art. Sus familias han estado aquí durante generaciones. Da la impresión de que son los propietarios del hotel: este es su bar, suyo y de los cultivadores salvadoreños con los que están comiendo en el amplio patio. Los compradores de algodón y azúcar parecen ejecutivos norteamericanos más clásicos (se trata de una cosecha reciente en el paisaje salvadoreño), y los compradores norteamericanos aún tienen que adaptarse al entorno. Parecen incómodos, incompletos sin sus corbatas.

Así que tenemos un montón de norteamericanos, y un montón de salvadoreños ricos, y los otros salvadoreños que se ven son empleados del hotel o policías de la secreta.

Policía secreta, piensa Art. Eso sí que es un oxímoron. Lo único secreto de la policía secreta es cómo consigue destacar tanto. Art se para en el vestíbulo y los distingue como bombillas en un árbol de Navidad. Es sencillo: sus trajes baratos son imitaciones malas de los costosos trajes hechos a medida de la clase dirigente. Y si bien intentan parecer ejecutivos, tienen la tez morena y curtida por la intemperie. Ningún ladino de las Cuarenta Familias va a engrosar las filas de la policía, secreta o no, así que estos chicos, destinados a vigilar las idas y venidas en el Sheraton, aún parecen granjeros que van a la ciudad a la boda de un primo.

Pero, como bien sabe Art, el papel de un policía de la secreta en una sociedad como esta no consiste en pasar desapercibido, sino en ser visto. Llamar la atención. Informar a todo el mundo de que el Gran Hermano está vigilando.

Y tomar notas.

Ramos localiza al policía que anda buscando. Se retiran a una habitación y empiezan las negociaciones. Una hora después, Art y él se dirigen hacia el complejo residencial donde Tío está escondido con su Lolita.

Salir de San Salvador es un recorrido largo, aterrador y triste. El Salvador posee la mayor densidad de población de América Central, que aumenta cada día que pasa, como puede comprobar Art por todas partes. Pequeñas aldeas de chabolas parecen ocupar todos los ensanchamientos de la carretera: casetas improvisadas con bidones hechas de cartón, hojalata ondulada, madera contrachapada o simple maleza cortada ofrecen de todo a gente que no tiene nada o casi nada con que comprar. Sus propietarios corren hacia el jeep cuando ven al gringo en el asiento delantero. Los niños se apelotonan contra el jeep, piden dinero, comida, lo que sea.

Art sigue conduciendo.

Tiene que llegar al complejo antes de que Tío desaparezca de nuevo.

En El Salvador siempre hay gente que desaparece.

A veces, a razón de doscientas personas por semana. Secuestradas por escuadrones de la muerte de extrema derecha, y después desaparecidas. Y si alguien hace demasiadas preguntas al respecto, también desaparece.

Todos los suburbios del Tercer Mundo son iguales, piensa Art: el mismo barro o polvo, según cual sea la estación y el clima, el mismo olor a cocinas económicas y alcantarillas abiertas, el mismo espectáculo monótono y desgarrador de niños desnutridos con barrigas hinchadas y grandes ojos.

No es Guadalajara, donde una clase media numerosa y próspera suaviza la diferencia entre ricos y pobres. En San Salvador no, piensa, donde los suburbios de chabolas se apretujan contra rascacielos centelleantes, como las cabañas de paja de los campesinos medievales que se apretujaban contra los muros de los castillos. Solo que estos muros están patrullados por guardias de seguridad privados, que portan rifles automáticos y metralletas. Y por la noche, los guardias salen de los muros del castillo y pasean entre las aldeas (utilizan jeeps en lugar de caballos), matan a los campesinos, abandonan sus cuerpos en las encrucijadas y en mitad de las plazas de los pueblos, asesinan y violan a mujeres, y ejecutan a niños delante de sus padres.

Para que los supervivientes sepan cuál es su lugar.

Es un campo de exterminio, piensa Art.

El Salvador.

Menudo Salvador, vaya mierda.


El complejo residencial se halla en un bosquecillo de palmeras, a unos cien metros de la playa.

Un muro de piedra coronado por alambre de espino rodea la casa principal, el garaje y las dependencias del servicio. Un portal de madera gruesa y la caseta de un guardia separan el camino de acceso de la carretera privada.

Art y Ramos se agachan detrás del muro, a treinta metros del portal.

Se esconden de la luna llena.

Una decena de comandos salvadoreños se hallan apostados a intervalos alrededor del perímetro del muro.

Han hecho falta frenéticas horas de negociaciones para conseguir la cooperación salvadoreña, pero se ha llegado a un trato: pueden entrar y detener a Barrera, conducirle a la embajada norteamericana, llevarle en un avión del Departamento de Estado a Nueva Orleans, y acusarle allí de asesinato en primer grado y conspiración para distribuir narcóticos.

Para ello, han sacado de la cama a un acobardado agente de bienes raíces y lo han conducido a su despacho, donde proporciona al comando un diagrama del complejo. Mantienen incomunicado al nervioso hombre hasta que la operación haya terminado. Art y Ramos examinan el diagrama y trazan un plan operativo. Pero hay que hacerlo deprisa, antes de que los protectores de Barrera en el gobierno mexicano se enteren e intervengan. Hay que hacerlo limpiamente, nada de ruido, nada de escándalos y ninguna baja salvadoreña.

Art consulta su reloj: las cuatro y cincuenta y siete minutos de la mañana.

Faltan tres minutos para la hora H.

Una brisa transporta el aroma de los jacarandás desde el complejo, y Art recuerda Guadalajara.Ve las copas de los árboles alzarse sobre el muro, las hojas púrpura que lanzan destellos plateados bajo la luz de la luna. Al otro lado oye cómo las olas lamen la playa.

El paisaje idílico de los amantes, piensa.

Un jardín perfumado.

El paraíso.

Bien, esperemos que el paraíso se pierda de una vez por todas, piensa. Esperemos que Tío esté dormido como un tronco, sumido en un sopor poscoital del que pueda ser despertado con rudeza. Art recrea una imagen vulgar de Tío, arrastrado con el culo al aire hasta la furgoneta que espera. Cuanta más humillación, mejor.

Oye pasos, y ve que uno de los guardias de seguridad del complejo se dirige hacia él, baña el muro con la luz de su linterna, en busca de rateros furtivos. Art pega su cuerpo al muro.

El rayo de luz le da de lleno en los ojos.

El guardia baja la mano hacia la funda de la pistola, pero una serpiente de tela rodea su cuello y Ramos le levanta del suelo. Los ojos del guardia se salen de sus órbitas, la lengua asoma de su boca, y después Ramos deja caer al hombre inconsciente al suelo.

– Se pondrá bien -dice.

Gracias a Dios, piensa Art, porque un civil muerto jodería el trato, cogido con alfileres. Consulta su reloj cuando dan las cinco; el comando debe ser de primer orden, porque en aquel preciso segundo Art oye un estallido sordo cuando una carga explosiva vuela el portal del muro.

Ramos mira a Art.

– Su pistola.

– ¿Qué?

– Es mejor que lleve la pistola en la mano.

Art hasta ha olvidado que llevaba una. La desenfunda y corre detrás de Ramos, atraviesa la puerta volada y entra en el jardín. Deja atrás las dependencias del servicio, donde los aterrados trabajadores están tendidos en el suelo, apuntados con un M-16 por uno de los comandos. Mientras Art corre hacia la casa principal intenta recordar el diagrama, pero la descarga de adrenalina ha borrado su memoria, y entonces piensa: A la mierda, y sigue a Ramos, que corre con agilidad delante de él, con Esposa balanceándose en su cadera.

Art mira hacia lo alto del muro, donde tiradores vestidos de negro están apostados como cuervos, con los rifles apuntados a los terrenos del complejo, preparados para abatir a cualquiera que intente huir. Entonces, de repente, se encuentra delante de la casa principal, Ramos le agarra y le empuja al suelo cuando se oye otra explosión y el sonido de la madera al astillarse, en el momento en que la puerta principal salta por los aires.

Ramos vacía medio cargador en el hueco.

Después entra.

Art le sigue.

Intenta recordar: El dormitorio, ¿dónde está el dormitorio?


Pilar se incorpora y grita cuando irrumpen por la puerta.

Se tapa los pechos con la sábana y vuelve a gritar.

Tío (Art no da crédito a sus ojos, todo es demasiado surrealista) está escondido debajo de las sábanas. Se ha tapado la cabeza como un niño pequeño, como pensando: «Si no puedo verlos, ellos no pueden verme a mí», pero Art sí que le ve. Art es todo adrenalina. Tira de las sábanas, le levanta como si fuera unas pesas y le arroja de bruces sobre el suelo de parquet.

Tío no está con el culo al aire, sino que lleva unos pantalones cortos negros de seda, y Art siente que se deslizan a lo largo de su pierna cuando planta la rodilla en la región lumbar de Tío, agarra su barbilla y le levanta la cabeza lo suficiente para que su cuello amenace con partirse, y después apoya el cañón de la pistola en su sien derecha.

– ¡No le haga daño! -grita Pilar-. ¡Yo no quería que le hicieran daño!

Tío libera la barbilla de la presa de Art y tuerce el cuello para mirar a la chica. La única palabra que pronuncia destila odio en estado puro.

– Chocho.

La chica palidece, con expresión aterrorizada.

Art empuja la cara de Tío contra el suelo. La sangre de la nariz rota de Tío se vierte sobre la madera pulida.

– Vamos, tenemos que darnos prisa -dice Ramos.

Art saca las esposas del cinturón.

– No le esposes -dice Ramos, sin disimular la irritación de su voz.

Art parpadea.

Entonces comprende: no se dispara contra un hombre que intenta escapar si va esposado.

– ¿Quieres liquidarle aquí o fuera? -pregunta Ramos.

Eso es lo que espera que haga, piensa Art, disparar contra Barrera. Cree que insistí en sumarme a la incursión, para poder hacer eso. La cabeza le da vueltas cuando cae en la cuenta de que tal vez todo el mundo espera que haga eso. Todos los tíos de la DEA, Shag, sobre todo Shag, esperan que se ciña al viejo código de que a un asesino de polis no le llevas de vuelta a casa, un asesino de polis siempre muere al intentar escapar.

Joder, ¿de veras esperan eso?

Tío sí, desde luego.

– Me maravilla que todavía esté vivo -dice serena, suave, burlonamente.

Bien, no te asombres tanto, piensa Art mientras amartilla el revólver.

– Date prisa -dice Ramos.

Art le mira. Ramos está encendiendo un puro. Dos comandos le están mirando, impacientes, mientras se preguntan por qué el gringo blando no ha hecho aún lo que debería hacer.

De modo que todo el plan de conducir a Tío a la embajada era una farsa, piensa Art. Una farsa para contentar a los diplomáticos.

Puedo apretar el gatillo, y todo el mundo jurará que Barrera se resistió a la detención. Sacó una pistola. Tuve que dispararle. Además, nadie va a examinar con mucha atención el informe del forense.

– Date prisa.

Solo que esta vez es Tío quien lo ha dicho, en tono irritado, casi aburrido.

– Date prisa, sobrino.

Art le agarra del pelo y tira de su cabeza hacia arriba.

Art recuerda el cuerpo mutilado de Ernie arrojado en la cuneta, exhibiendo las señales de su tortura.

Acerca la boca al oído de Tío.

Vete al infierno, Tío -susurra.

– Nos encontraremos allí -contesta Tío-. Tendrías que haber sido tú, Arturo, pero les convencí de que fueran a por Hidalgo, en recuerdo de los viejos tiempos. Al contrario que tú, yo respeto las relaciones. Ernie Hidalgo murió por ti. Ahora, hazlo de una vez. Pórtate como un hombre.

Art aprieta el gatillo. Es difícil, exige más presión de la que recordaba.

Tío le sonríe.

Art siente la presencia del mal en estado puro.

El poder del perro.

Pone en pie a Tío.

Barrera le sonríe con absoluto desprecio.

– ¿Qué estás haciendo? -pregunta Ramos.

– Lo que habíamos planeado. -Guarda la pistola en la funda, y después esposa las manos de Tío a su espalda-. Vámonos.

– Lo haré yo -dice Ramos-. Si eres tan escrupuloso.

– No lo soy -replica Art-. Vámonos.

Uno de los comandos se dispone a cubrir la cabeza de Tío con una capucha. Art le detiene, y después mira a Tío a la cara.

– Inyección letal o cámara de gas, Tío. Ponte a pensar en ello.

Tío se limita a sonreír.

A sonreírle a él.

– Ponedle la capucha -ordena Art.

El comando cubre la cabeza de Tío y ciñe la capucha. Art le agarra por los brazos inmovilizados y le conduce fuera.

A través del jardín perfumado.

Donde, piensa Art, los jacarandás nunca han olido tan bien. Un aroma dulce y empalagoso, piensa Art, como el incienso que recuerda de la iglesia cuando era pequeño. La primera fragancia era agradable. A la siguiente, se te revolvía el estómago.

Así se siente ahora mientras avanza con Tío a través del complejo en dirección a la furgoneta que espera en la calle, solo que la furgoneta ya no espera, y unos veinte rifles le están apuntando.

A Tío no.

A Art Keller.

Son soldados salvadoreños del ejército regular, y les acompaña un yanqui vestido de civil, con relucientes zapatos negros.

Sal Scachi.

– Keller, te dije que la siguiente vez me limitaría a disparar.

Art pasea la vista a su alrededor y ve tiradores subidos a los muros.

– Había pequeñas diferencias de opinión en el seno del gobierno salvadoreño -dice Scachi-. Nosotros las solventamos. Lo siento, muchacho, pero no podemos permitir que te lo lleves.

Mientras Art se pregunta a quiénes se refiere el plural, Scachi hace una señal y dos soldados salvadoreños quitan la capucha de la cabeza de Tío. No me extraña que estuviera tan sonriente, piensa Art. Sabía que la caballería no estaba muy lejos.

Otros soldados sacan a Pilar. Ahora lleva un negligé que resalta más que esconde, y los soldados la miran con descaro.

– Lo siento -dice entre sollozos, cuando pasa al lado de Tío.

Tío le escupe en la cara. Los soldados le sujetan las manos a la espalda y no puede secarse, de modo que la saliva resbala sobre su mejilla.

– No olvidaré esto-dice Tío.

Los soldados conducen a Pilar hasta una furgoneta que espera.

Tío se vuelve hacia Art.

– Tampoco me olvidaré de ti.

– Vale, vale -dice Scachi-. Nadie se va a olvidar de nadie. Don Miguel, póngase ropa de verdad y vayámonos. En cuanto a ti, Keller, y tú, Ramos, a la policía local le gustaría meteros en la cárcel, pero les hemos convencido de las ventajas de deportaros. Unos aviones militares están esperando. Así que, si la fiestecita ha terminado…

– Cerbero -dice Art.

Scachi le agarra y se lo lleva aparte.

– ¿Qué cojones has dicho?

– Cerbero -contesta Art. Cree que ya lo ha comprendido todo-. ¿Aeropuerto de Ilopongo, Sal? ¿Hangar Cuatro?

Scachi lo mira fijamente, y luego dice:

– Keller, acabas de ganarte un puesto en el Salón de la Fama de los Capullos.


Cinco minutos después, Art se encuentra en el asiento delantero de un jeep.

– Juro por Dios que, si de mí dependiera -dice Scachi mientras conduce-, te metería una bala en la nuca ahora mismo.

Ilopongo es un campo de aviación muy ajetreado. Aviones militares, helicópteros y aviones de transporte por todas partes, junto con el personal de mantenimiento.

Sal dirige el jeep hacia una serie de hangares tipo Quonset, con números delante que van del 1 al 10. La puerta del Hangar 4 se abre y Sal entra.

La puerta se cierra a sus espaldas.

Hay mucha actividad en el hangar. Una veintena de hombres, algunos en traje de faena, otros con uniforme de camuflaje, todos armados, están descargando un avión de SETCO. Tres hombres más están hablando, algo apartados. Por experiencia, Art sabe que, cuando ves a un grupo de hombres trabajando y a otros hablando, los que mandan son los que hablan.

Reconoce una de las caras.

David Núñez, socio de Ramón Mette en SETCO, expatriado cubano, veterano de la Operación 40.

Núñez interrumpe la conversación y se acerca al punto donde están amontonando las cajas. Vocifera una orden y uno de los obreros abre una caja. Art ve que Núñez levanta un lanzagranadas como si fuera un ídolo religioso. Los hombres amargados manipulan las armas de una forma diferente al resto de nosotros, piensa. Parece que las armas estén conectadas con ellos de una forma visceral, como si un cable corriera desde el gatillo hasta sus corazones, pasando por la polla. Y Núñez tiene esa expresión en la cara: está enamorado del arma. Dejó sus huevos y su corazón en la playa de la bahía de Cochinos, y el arma representa su esperanza de desquitarse.

Es la vieja conexión de la droga Cuba-Miami-Mafia, comprende Art, activada de nuevo, que transporta coca en avión desde Colombia a América Central, luego a México, y desde allí a los traficantes de la mafia de Estados Unidos. Y la mafia paga en armamento, que va a parar a la Contra.

El Trampolín Mexicano.

Sal salta del jeep y se acerca a un joven norteamericano que debe de ser un oficial militar de paisano.

Conozco a este tipo, piensa Art. Pero ¿de qué? ¿Quién es?

Entonces recupera la memoria. Mierda, yo debería conocer a este tío. Preparé emboscadas nocturnas con él en Vietnam, Operación Fénix. ¿Cómo coño se llama? Entonces estaba en las Fuerzas Especiales, era capitán… Ya está, Craig.

Scott Craig.

Mierda, Hobbs ha reunido aquí al antiguo equipo.

Art ve que Scachi y Craig hablan y le señalan. Sonríe y saluda. Craig se pone a hablar por la radio. Detrás de él, Art ve paquetes de cocaína amontonados hasta el techo.

Scachi y Craig se acercan a él.

– ¿Esto es lo que querías ver, Art? -pregunta Scachi-. ¿Ya estás contento?

– Sí, no quepo en mí de gozo.

– No deberías tomártelo a broma-dice Scachi.

Craig le fulmina con la mirada.

No le sale bien. Parece un boy scout, piensa Art. Cara de niño, pelo corto, aspecto pulcro. Un Eagle Scout que cambia drogas por armas.

– La pregunta es -dice Craig a Art-, ¿vas a jugar en el equipo?

Bien, sería la primera vez, ¿no?, piensa Art.

Por lo visto, Scachi está pensando lo mismo.

– Keller tiene fama de vaquero -dice-. En la pradera solitaria…

– Mal sitio -dice Craig.

– Una tumba poco profunda y solitaria -añade Scachi.

– He dejado un informe completo de todo lo que sé en una caja de seguridad -miente Art-. Si me pasa algo, irá a parar al Washington Post.

– Te estás echando un farol, Art -dice Scachi.

– ¿Quieres averiguarlo?

Scachi se aleja y habla por radio. Vuelve al poco y da una orden a gritos.

– Tápale la cabeza a este hijoputa.


Art sabe que está en la parte trasera de un coche, tal vez un jeep, a juzgar por los saltos. Sabe que se está moviendo. Sabe que, sea cual sea el lugar al que le llevan, está muy lejos, porque tiene la sensación de llevar horas viajando. Eso es lo que cree, pero en realidad no lo sabe porque no puede consultar su reloj, ni ver nada, y ahora comprende el terrorífico efecto desorientador de ir encapuchado. La sensación de no ser capaz de ver, pero sí de oír, y de que cada sonido es un estímulo que desata pensamientos cada vez más terroríficos.

El jeep se detiene y Art espera oír el chirrido metálico del cerrojo de un rifle, o el chasquido del percutor de una pistola, o, peor aún, el silbido de un machete que corta el aire y después…

Nota que han cambiado la marcha y el jeep salta hacia delante, y ahora se pone a temblar. Sus piernas se agitan de manera incontrolable y no puede dominarlas, ni tampoco impedir que su mente evoque imágenes del cuerpo torturado de Ernie. No puede reprimir el pensamiento: No permitas que me hagan lo que le hicieron a Ernie, ni su lógico corolario, mejor él que yo.

Se siente avergonzado, miserable, cuando en su mente vislumbra que, enfrentado a la terrible realidad, preferiría que se lo hicieran a otro. De haber podido, no habría ocupado el lugar de Ernie.

Intenta recordar el Acto de Contrición, lo que las monjas le enseñaron en primaria: si estás a punto de morir y no hay ningún sacerdote que pueda darte la absolución, si rezas un Acto de Contrición sincero podrás ir al cielo. De eso se acuerda. Lo que no puede recordar es la maldita oración.

El jeep para.

El motor se apaga.

Unas manos agarran a Art por encima de los codos y lo sacan del jeep. Nota hojas bajo los pies. Tropieza con una enredadera, pero los brazos no le dejan caer. Se da cuenta de que lo conducen hacia la selva. Después, las manos le empujan y cae de rodillas. No hace falta mucha fuerza. Nota las piernas como si fueran de agua.


– Quitadle la capucha.

Art conoce la voz que da la orden. John Hobbs, el jefe de sección de la CIA.

Están en una especie de base militar, un campo de entrenamiento, a juzgar por su aspecto, en el interior de la selva. A su derecha, jóvenes soldados con uniforme de camuflaje están enzarzados en una carrera de obstáculos… con notable torpeza. A su izquierda ve un pequeño campo de aviación que ha sido practicado en la selva. Justo enfrente, aparece la cara pequeña y pulcra de Hobbs, el espeso pelo blanco, los brillantes ojos azules, la sonrisa desdeñosa.

– Y quitadle las esposas.

Art siente que sus muñecas recuperan la circulación. Después, la sensación de hormigueo. Hobbs le indica con un ademán que le siga y entran en una tienda de campaña, que alberga un par de sillas de lona, una mesa y un catre.

– Siéntate, Arthur.

– Me gustaría quedarme de pie un rato.

Hobbs se encoge de hombros.

– Arthur, tienes que comprender que si no fueras de la «familia», ya te habríamos liquidado. Bien, ¿qué es esa tontería de una caja de seguridad?

Ahora Art sabe que tenía razón, que su último intento de sobrevivir había dado en el blanco. Si la descarga de cocaína en el Hangar 4 hubiera sido obra de renegados, le habrían apiolado en la carretera. Repite la amenaza que dirigió a Scachi.

Hobbs le mira fijamente.

– ¿Qué sabes acerca de Niebla Roja? -pregunta.

¿Qué coño es Niebla Roja?, se pregunta Art.

– Escucha -contesta-, yo solo sé lo de Cerbero. Y lo que sé es suficiente para hundiros.

– Estoy de acuerdo con tu análisis -dice Hobbs-. Bien, ¿en qué situación nos deja eso?

– Cada uno con las mandíbulas cerradas sobre la garganta del otro -dice Art-.Y ninguno de los dos puede aflojar la presa.

– Vamos a dar un paseo.

Atraviesan el campamento, dejan atrás la carrera de obstáculos, el campo de tiro, los claros de la selva donde soldados vestidos con uniforme de camuflaje están sentados en el suelo, mientras los instructores les enseñan tácticas de emboscada.

– Miguel Ángel Barrera pagó todo lo que hay en el campamento de entrenamiento -explica Hobbs.

– Jesús.

– Barrera comprende.

– Comprende, ¿qué?

Hobbs sube por una empinada senda hasta lo alto de una colina. Hobbs señala por encima de la inmensa selva que se extiende ante ellos.

– ¿Qué crees que es esto? -pregunta.

Art se encoge de hombros.

– Una selva tropical.

– A mí me parece la nariz de un camello -contesta Hobbs-. Ya conoces el viejo proverbio árabe: en cuanto el camello mete la nariz dentro de la tienda, el camello está dentro de la tienda. Nicaragua está ahí abajo, la nariz del camello comunista en la tienda del istmo de Centroamérica. No es una isla como Cuba, que podemos aislar con nuestra armada, sino parte del continente americano. ¿Cómo estás en geografía?

– Pasable.

– Entonces ya sabrás que la frontera sur de Nicaragua, la que estamos mirando ahora, se halla apenas a cuatrocientos cincuenta kilómetros del canal de Panamá. Comparte la frontera del norte con una inestable Honduras y un El Salvador aún menos estable, los cuales están luchando contra la insurgencia comunista.Y también Guatemala, que sería la siguiente pieza del dominó en caer. Si estás puesto en geografía, sabrás que entre Guatemala y los estados del sur de México, Yucatán, Quintana Roo y Chiapas, solo hay selva tropical y selva montañosa. Esos estados son rurales y pobres en su mayor parte, habitados por campesinos sin tierras, víctimas perfectas de la insurgencia comunista. ¿Qué pasaría si México cayera en poder de los comunistas, Arthur? Cuba ya es bastante peligrosa… Imagina una frontera de tres mil kilómetros con un país satélite de los comunistas. Imagina bases de misiles soviéticos en Jalisco, Durango, Baja.

– ¿Qué pasaría? ¿Se apoderarían de Texas a continuación?

– No, de la Europa occidental -dice Hobbs-, porque saben, y es cierto, que ni siquiera Estados Unidos posee los recursos militares o económicos suficientes para defender una frontera de tres mil kilómetros con México y el desfiladero de Fulda al mismo tiempo.

– Estáis locos.

– ¿De veras? -pregunta Hobbs-. Los nicaragüenses ya están pasando armas a través de la frontera para el FMLN de El Salvador. Pero no hace falta que vayamos tan lejos. Piensa únicamente en Nicaragua, un Estado satélite de los soviéticos montado a horcajadas sobre Centroamérica. Imagina submarinos soviéticos con base en la orilla del Pacífico desde el golfo de Fonseca, o en la orilla del Atlántico, siguiendo el golfo de México. Podrían convertir el Golfo y el Caribe en un lago soviético. Piensa en esto: si ya nos costó detectar silos de misiles en Cuba, intenta detectarlos en estas montañas, en la cordillera Isabelia. Misiles de alcance medio podrían llegar a Miami, Nueva Orleans o Houston, y nos quedaría muy poco tiempo para reaccionar. No quiero ni hablar de la amenaza de los misiles lanzados desde submarinos en el Golfo o el Caribe. No podemos permitir que Nicaragua sea un Estado satélite soviético. Así de sencillo. La Contra arde en deseos de ocuparse de la labor. ¿O prefieres ver a chicos norteamericanos combatiendo y muriendo en esa selva, Arthur? Tú eliges.

– ¿Quieres que elija entre la Contra que trafica con droga, los terroristas cubanos y los escuadrones de la muerte salvadoreños que asesinan mujeres, niños, curas y monjas?

– Son brutales, malvados y crueles -dice Hobbs-. Solo superados por los comunistas. Echa un vistazo al globo -continúa Hobbs-. Salimos corriendo de Vietnam, y los comunistas aprendieron la lección. Conquistaron Camboya en un abrir y cerrar de ojos. Nosotros no hicimos nada. Invadieron Afganistán, y no hicimos nada, salvo prohibir que unos deportistas participaran en unas carreras. Así que, después de Afganistán, siguen Pakistán y la India. Y después, se acabó, Arthur: toda Asia se tiñe de rojo. Tienes estados satélites soviéticos en Mozambique, Angola, Etiopía, Irak y Siria. Y nosotros no hacemos nada de nada, así que piensan: «Estupendo, vamos a ver si no hacen nada en Centroamérica». Se apoderan de Nicaragua, ¿y cómo reaccionamos? La Enmienda Boland.

– Es la ley.

– Es un suicidio -dice Hobbs-. Solo un idiota o el Congreso serían capaces de cometer la locura de permitir que un títere soviético se enquistara en el corazón de Centroamérica. Es imposible describir semejante estupidez. Teníamos que hacer algo, Arthur.

– De modo que la CIA asume la responsabilidad de…

– La CIA no asumió ninguna responsabilidad -dice Hobbs-. Es lo que intento explicarte, Arthur. Cerbero emana de la más alta autoridad del país.

– Ronald Reagan…

– … es Churchill. En un momento crítico de la historia, ha visto la luz y ha decidido actuar.

– ¿Me estás diciendo…?

– No está enterado de todos los detalles, por supuesto -dice Hobbs-. Solo nos ordenó dar marcha atrás a lo que estaba sucediendo en Centroamérica y derrocar a los sandinistas, «con todos los medios necesarios». Te lo citaré textualmente, Arthur: la Directiva Número Tres del Departamento de Seguridad Nacional autoriza al vicepresidente a tomar el mando de las actividades contra los terroristas comunistas que actúan en Latinoamérica. En respuesta, el vicepresidente formó el Terrorist Incident Work Group (TIWG), con base en El Salvador, Honduras y Costa Rica, que a su vez instituyó la National Humanitarian Assistance Operation (NHAO), la cual, a su vez, de acuerdo con la Enmienda Boland, tiene como misión proporcionar ayuda «humanitaria» no letal a los refugiados nicaragüenses, es decir, a la Contra. La Compañía no dirige la Operación Cerbero, ahí te has equivocado, sino que lo hace la oficina del vicepresidente. Scachi se halla bajo mis órdenes directas, y yo bajo las del vicepresidente.

– ¿Por qué me estás contando esto?

– Apelo a tu patriotismo -dice Hobbs.

– El país al que amo no se acuesta con gente que tortura hasta la muerte a sus propios agentes.

– Pues entonces a tu pragmatismo -dice Hobbs. Saca unos documentos del bolsillo-. Documentos bancarios. Depósitos ingresados en tus cuentas de las islas Caimán, Costa Rica, Panamá… Todos de Miguel Ángel Barrera.

– No sé nada de eso.

– Resguardos de reintegros con tu firma.

– Tuve que hacer ese trato.

– El menor de dos males. Exacto -dice Hobbs-. Comprendo muy bien el dilema. Ahora te pido que comprendas el nuestro. Guardas nuestro secreto, nosotros guardamos el tuyo.

– Que te jodan.

Art da media vuelta y empieza a andar hacia la senda.

– Keller, si crees que vas a marcharte de rositas…

Art levanta el dedo corazón y sigue caminando.

– Tenemos que llegar a una especie de acuerdo…

Art niega con la cabeza. Que se metan por el culo su teoría del dominó, piensa. ¿Qué puede ofrecerme Hobbs a cambio de Ernie?

Nada.

Nada en este mundo. No puedes ofrecer nada a un hombre que lo ha perdido todo, la familia, su trabajo, su amigo, la esperanza, la confianza, la fe en su país. No puedes ofrecer nada significativo a ese hombre.

Pero resulta que sí.

Entonces Art lo comprende: Cerbero no es un guardián, es un portero. Un portero jadeante, sonriente, con la lengua fuera, que te invita ansioso a entrar en el averno.

Y no puedes resistirte a la invitación.

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