El amor es lo único que tenemos,

la única forma de poder ayudarnos mutuamente.

Eurípides, Orestes


Condado de San Diego

1998


Se levantan temprano y continúan huyendo.

– Hay gente que nos estará buscando -le explica Callan.

No me jodas, piensa Nora. Anoche, cuando pararon de correr y se detuvieron, ella exigió saber qué coño estaba pasando.

– Iban a matarte -contestó Callan.

Encontraron un motel barato algo apartado de la autopista y durmieron unas horas.

La despierta a las cuatro y dice que tienen que marcharse. Pero la cama es tan agradable y tibia que Nora se tapa la cara con la manta y descansa unos minutos más. De todos modos, Callan se está duchando. A través de las paredes baratas oye correr el agua.

Me levantaré cuando cierre el agua, piensa.

Lo siguiente que ella nota es que él le sacude el hombro y la despierta de nuevo.

– Tenemos que irnos. Nora se levanta, localiza el jersey y los tejanos que había tirado sobre la única silla de la habitación, y se los pone. -Voy a necesitar ropa nueva. -Ya la compraremos.

La mira sentada en la cama y no puede creer que esté con él. No puede creer lo que ha hecho, ignora cuáles serán las consecuencias, y le da igual. Es tan hermosa, incluso con aspecto cansado y la ropa arrugada y que huele. Pero huele a ella.

Nora termina de anudarse un zapato, alza la vista y le sorprende mirándola.

Siempre hace frío a las cuatro de la mañana. Aunque sea en pleno verano, en mitad de la selva del Amazonas, si te levantas de la cama a las cuatro de la mañana, aún hace frío, La ve temblar y le cede su chaqueta de cuero. -¿Y tú? -pregunta ella. -Estoy bien.

Acepta la chaqueta. Es demasiado grande, pero se envuelve con las mangas y la vieja chaqueta es suave y tibia, y experimenta la sensación de que son sus brazos lo que la están abrazando, como la abrazaron anoche. Los hombres le han regalado collares de diamantes, vestidos de Versace, pieles. Nada de eso la confortó tanto como esta chaqueta. Sube a la parte posterior de la moto y tiene que subirse las mangas para sujetarse. Se dirigen hacia el este por la interestatal 8. Por la carretera circulan sobre todo camiones, y algunas furgonetas llenas de mojados que van a trabajar a las granjas cercanas a Brawley Callan sigue conduciendo hasta que ve una desviación hacia algo llamado Sunrise Highway. Suena bien, piensa, y dobla hacia el norte. La carretera asciende zigzagueando por la empinada pendiente sur de Mount Laguna, deja atrás la pequeña ciudad de Descanso, y después corre a lo largo de la cumbre del risco, con espesos bosques de pinos a la izquierda y, cientos de metros más abajo, a su derecha, un desierto. Y el amanecer es espectacular.

Se detienen en una salida y ven el sol alzarse sobre el suelo del desierto, tiñéndolo de tonos que cambian del rojo al naranja, y después a una panoplia de marrones: tostado, beige, pardo y, por supuesto, arena.Vuelven a montar en la moto y continúan su camino, mientras el bosque da paso al chaparral, y después a largos tramos de tierra herbosa, y después llegan al borde de un lago, cerca del cruce con la autopista 79.

Callan tuerce al sur por la 79 y siguen el borde del lago hasta llegar a un pequeño restaurante que se alza junto al agua.

Callan para delante.

Entran.

El lugar es muy tranquilo: unos cuantos pescadores, un par de hombres con pinta de rancheros, que alzan la vista de sus platos cuando Callan y Nora entran. Eligen una mesa junto a la ventana, con vistas al pequeño lago. Callan pide dos huevos fritos, beicon y puré de patatas. Nora pide té y tostadas.

– Toma comida de verdad -dice Callan.

– No tengo hambre.

– Como quieras.

Nora no toca ni el té ni la tostada. Cuando Calían ha devorado los huevos, salen a dar un paseo por la orilla del lago.

– ¿Qué estamos haciendo? -pregunta Nora.

– Dar un paseo junto a un lago.

– Hablo en serio.

– Yo también.

Hay pinos al otro lado del lago. Sus agujas brillan en la brisa, que levanta pequeñas cabrillas en el agua.

– Me buscarán -dice Nora.

– ¿Quieres que te encuentren? -pregunta Callan.

– No -contesta ella-. Durante un tiempo, al menos.

– A mí me gustaría vivir durante un tiempo -dice Callan-. No sé cómo acabará esto, pero quiero vivir durante un tiempo. ¿Estás de acuerdo?

– Sí -contesta ella-. Sí, estoy muy de acuerdo.

No obstante, Callan quiere tomar algunas precauciones.

– Tendremos que deshacernos de la moto -explica-. La buscaran, y canta demasiado.

Encuentran un vehículo nuevo en la 79, unos kilómetros al sur. Hay una vieja granja en una hondonada, al este de la autopista. Uno de esos clásicos patios delanteros de un blanco sucio, con coches viejos y piezas viejas diseminados ante un viejo establo, y unas chozas destartaladas que debían de ser gallineros. Callan gira por la carretera de tierra y frena la moto ante el establo, dentro del cual hay un tipo con la inevitable gorra de béisbol trabajando en un Mustang del 68. Es alto, flaco, de unos cincuenta años, aunque cuesta saberlo por culpa de la gorra.

Callan mira el Mustang.

– ¿Cuánto pide por él?

– Nada -dice el tipo-. No está en venta.

– ¿Vende alguno?

El tipo señala un Grand Am del 85 aparcado fuera.

– La puerta del lado del pasajero no se abre desde dentro. Hay que abrirla desde fuera.

Se acercan al coche.

– Pero ¿el motor funciona? -pregunta Callan.

– Oh, sí, el motor funciona muy bien.

Callan sube y gira la llave.

El motor resucita como Blancanieves después del beso.

– ¿Cuánto? -pregunta Callan.

– No sé. ¿Mil cien?

– ¿Permiso de circulación?

– Permiso de circulación, certificado de matriculación, matrícula. Todo eso.

Callan vuelve a la moto, saca veinte billetes de cien dólares de la silla y se los da al tipo.

– Mil por el coche. El resto por olvidar que nos ha visto.

El tipo acepta el dinero.

– Oiga, cada vez que no quiera que le vea venga a verme.

Callan da las llaves a Nora.

– Sígueme.

Le sigue hacia el norte por la 79 hasta Julian, donde giran al este por la 78, siguiendo el largo descenso hacia el desierto cruzan un tramo largo y liso, hasta que al fin Callan se desvía por una carretera de tierra y para a un kilómetro del final de la carretera en la boca de un cañón.

– Esto bastará -dice Callan cuando ella baja del coche en referencia a que el fuego no se propagará por la arena, y que no habrá nadie en los alrededores que vea el humo. Extrae un poco de gasolina del depósito extra y lo vierte sobre la Harley.

– ¿Quieres despedirte? -pregunta a Nora.

– Adiós.

Tira la cerilla.

Contemplan la moto mientras arde.

– Un funeral vikingo -dice Nora.

– Solo que nosotros no somos los protagonistas. -Callan vuelve hacia el Grand Am, sube al asiento del conductor y le abre la puerta-. ¿Adónde quieres ir?

– A algún sitio bonito y tranquilo.

Callan piensa. Si alguien descubre el esqueleto de la moto y lo relaciona con nosotros, pensará que nos hemos dirigido hacia el este, atravesando el desierto, para coger un avión desde Tucson o Phoenix, o quizá Las Vegas. Así que, cuando regresan a la autopista, retrocede hacia el oeste.

– ¿Adónde vamos? -pregunta Nora. En realidad, le da igual. Es pura curiosidad.

Lo cual está muy bien, porque él contesta:

– No lo sé.

Solo piensa en conducir. Disfrutar del paisaje, disfrutar el hecho de estar con ella. Suben por la misma carretera que descendieron, se adentran en las montañas, hasta la pequeña ciudad de Julian.

La atraviesan (no quieren estar con gente), y después la carretera vuelve a bajar de nuevo, pues el terreno desciende hacia la llanura costera del oeste, y la tierra da paso a amplios campos, manzanares y ranchos de caballos, y bajan por una larga colina desde la que pueden ver un hermoso valle.

En mitad del valle hay un cruce. Una autopista va al norte y la otra al oeste. Hay algunos edificios esparcidos alrededor del cruce, una oficina de correos, un mercado, un restaurante, una panadería, una (improbable) galería de arte en el lado norte, unos grandes almacenes antiguos y algunas casas blancas en el lado sur, y aparte de eso no hay nada en ningún lado. Tan solo la carretera que atraviesa la amplia pradera, en la que pace el ganado.

– Esto es bonito -dice Nora.

Callan para en el camino de entrada de grava que hay junto a las cabañas. Entra en los grandes almacenes, que ahora venden libros y útiles de jardinería, y sale unos minutos después con una llave.

– Tenemos una durante un mes -dice-. A menos que la odies. En ese caso, recuperaremos el dinero y nos iremos a otro sitio.

Tiene un pequeño salón, con un sofá antiguo, un par de sillas y una mesa, y una pequeña cocina con unos fogones de gas, una nevera antigua y un fregadero con armaritos blancos encima. Una única puerta conduce al diminuto dormitorio, que cuenta con un cuarto de baño todavía más diminuto (ducha, baño no) al fondo.

No vamos a perdernos en este lugar, piensa ella.

Él se ha detenido vacilante en la puerta de la calle.

– A mí ya me va bien -dice Nora-. ¿Y a ti?

– Está bien. -Deja que la puerta se cierre tras de sí-. A propósito, somos los Kelly. Yo soy Tom, y tú Jean.

– ¿Soy Jean Kelly?

– No se me ocurrió.

Después de ducharse y vestirse, recorren en coche los seis kilómetros que dista Julian para comprar ropa. La única calle principal está flanqueada sobre todo de pequeños restaurantes que venden pastel de manzana, especialidad de la zona, pero hay algunas dendas de ropa, donde Nora compra un par de vestidos informales y un jersey. No obstante, compran casi toda la ropa en la ferretería, que vende camisas vaqueras, tejanos, calcetines y ropa interior.

Nora descubre en la misma calle una librería que vende libros de segunda mano, y compra Ana Karenina, Middlemarch, The Eustace Diamonds y un par de novelas románticas de Nora Roberts: placeres culpables.

Vuelven al mercado que hay enfrente de su cabana, al otro lado de la autopista, y compran comestibles: pan, leche, café, té, Raisin Bran (los favoritos de él), Grape-Nuts (los de ella), beicon, huevos, pan de masa fermentada, un par de filetes, un poco de pollo, patatas, arroz, espárragos, judías verdes, tomates, pomelo, arroz integral, un pastel de manzana, vino tinto y cervezas; artículos diversos, como toallas de papel, lavaplatos, papel higiénico, desodorante, pasta de dientes y cepillos, jabón, champú, una navaja y hojas, crema de afeitar, un kit de teñir el pelo y unas tijeras.

Han acordado tomar algunas precauciones. Ni huir, ni cometer imprudencias innecesarias. Por lo tanto, la Harley tenía que desaparecer, y también el pelo largo hasta los hombros de Nora, porque si bien el aspecto de Callan es de lo más normal, el de ella no, y lo primero que sus perseguidores preguntarán a la gente es si se han fijado en una rubia de una belleza extraordinaria.

– Ya no soy bella -dice Nora.

– Sí lo eres.

Cuando vuelven a la casa, se corta el pelo.

Corto.

Se mira en el espejo cuando ha terminado.

– Juana de Arco.

– Me gusta.

– Mentiroso.

Pero cuando se vuelve a mirar en el espejo, también le gusta. Todavía más después de teñirlo de rojo. Bien, piensa, será más fácil cuidarlo. Aquí estoy, con el pelo muy corto y rojo, una camisa vaquera y tejanos. ¿Quién lo habría pensado?

– Tu turno -dice ella, al tiempo que mueve las tijeras.

– Sal de aquí.

– De todos modos, hay que cortarlo -insiste Nora-.Tienes pinta de años setenta.Venga, deja que te lo recorte.

– No.

– Gallina.

– Ese soy yo.

– Hay tíos que han pagado mucho dinero por dejarme hacer esto.

– ¿Cortarles el pelo? Estás de broma.

– Hay un mundo muy grande ahí fuera, Tommy.

– Te tiemblan las manos.

– Entonces, será mejor que te estés quieto.

Al final, se lo deja cortar. Se sienta inmóvil en la silla, contemplando la imagen de los dos, ella detrás de él, mientras mechones de pelo castaño van cayendo, primero sobre sus hombros y después al suelo. Nora termina y se miran en el espejo.

– No nos reconozco -dice ella-. ¿Y tú?

No, piensa Callan. No.

Aquella noche, Nora prepara caldo de pollo para ella y filete y patatas para él, después se sientan a la mesa y comen, ven la televisión, y cuando sale la noticia de que un laboratorio de meta ha estallado y se han encontrado unos cadáveres, Callan no le dice nada, porque está claro que no lo sabe.

Intenta sentir pena por Peaches y O-Bop, pero no puede. Esos dos se llevaron a demasiada gente al otro mundo, tú ya tenías que saber que iban a terminar así.

Como terminaré yo.

No obstante, le sabe mal por Mickey.

Pero la noticia también significa que Scachi les está siguiendo la pista.

Nora pasa una mala noche (no puede dormir, y no quiere ver lo que hay dentro de sus ojos). Él lo entiende. Guarda muchas imágenes iguales. Solo que yo me he endurecido más, piensa.

Así que se acuesta a su lado, la abraza y le cuenta cuentos irlandeses que recuerda de cuando era niño. Bien, los recuerda más o menos, y lo que no lo inventa, lo cual no es demasiado difícil, porque sólo tienes que hablar de hadas, duendes y chorradas por el estilo.

Cuentos de hadas y fábulas.

Ella se duerme al fin a las cuatro de la mañana, y él también, con la mano sujetando la 22 debajo de la almohada.

Nora despierta hambrienta.

No me extraña, piensa Callan, cruzan la autopista para ir al restaurante y Nora pide una tortilla de queso con guarnición de salchichas, y una tostada de pan de centeno con toneladas de mantequilla.

– ¿Quiere queso norteamericano, cheddar o Jack? -pregunta la camarera.

– Sí.

Come como una condenada.

La mujer engulle la tortilla como si fuera su última cena, como si la estuvieran esperando fuera para darle el pasaporte. Callan reprime una sonrisa cuando la ve esgrimir el tenedor como si fuera un arma (esas salchichas no recibirán cuartel), y no le habla de la pequeña mancha de mantequilla que tiene en la comisura de la boca.

– ¿No te ha gustado? -le pregunta él.

– Ha sido fantástico.

– Pide otra.

– ¡No!

– ¿Un bollo de canela?

– Vale.

– Los han hecho esta mañana -dice la camarera cuando deja sobre la mesa la enorme pasta y dos tenedores.

Nora sale y vuelve con el San Diego Union-Tribune, y mira los anuncios por palabras.

«Kim, de su hermana. Emergencia familiar. Buscándote por todas partes. Contacto Urgente.» Con un número de teléfono. Típico de Keller, piensa, cubriendo todas las bases por si acaso, solo por si acaso. Soy una persona independiente en fuga por voluntad propia. De modo que Arthur quiere que vuelva.

No voy a volver, Arthur. Todavía no.

Si me quieres, tendrás que encontrarme.


Lo está intentando.

Las tropas de Art están desplegadas. En aeropuertos, estaciones de tren, estaciones de autobús, puertos de embarque. Investigan listas de pasajeros, reservas, controles de pasaportes. Los chicos de Hobbs comprueban registros de inmigración de Francia, Inglaterra y Brasil. Saben que se trata de una empresa descabellada, pero al final de la semana están seguros de una cosa: Nora Hayden no ha abandonado el país, al menos con su pasaporte. Tampoco ha utilizado ninguna tarjeta de crédito ni su teléfono móvil, no ha intentado conseguir un trabajo, no la han detenido por una multa de tráfico ni han tomado nota de su número de la Seguridad Social para alquilar un apartamento.

Art presiona a Haley Saxon, la ha amenazado con todo, desde violar la Ley Mann hasta ser cómplice de un asesinato, pasando por estar al frente de una casa de lenocinio. De modo que la cree cuando dice que no sabe nada de Nora y que le llamará en cuanto sepa algo.

Ni sus puestos de escucha en la frontera ni los de Hobbs han recogido datos. Ni ella ha hablado, ni nadie ha hablado de ella.

Art se lleva a un especialista en reconstruir accidentes para que mida la profundidad de las huellas de la moto de Callan, y el tipo hace magia con la tierra y dice a Art que iban dos personas en esa moto, y confia en que el pasajero se sujetara con fuerza, porque iba muy deprisa.

Callan no puede haberla llevado muy lejos, razona Art. No habría podido retenerla contra su voluntad en un avión, un tren o un autobús, y hay muchos lugares en los que un prisionero podría huir de la moto, gasolineras, semáforos en rojo, un cruce.

En consecuencia, Art restringe la búsqueda a un radio de un depósito de gasolina desde el cruce de la carretera de tierra con la I-8. Busca una Harley-Davidson Electra Glide.

Y la encuentra.

Un helicóptero de la Patrulla de Fronteras que vuela sobre Anza-Borrego en busca de mojados divisa los restos carbonizados y aterriza para investigar. El informe llega a Art enseguida. Sus chicos están controlando todo el tráfico de radio, así que al cabo de dos horas tiene a un tipo allí en compañía de un vendedor de Harley que tiene pendiente un juicio por posesión de meta. El tipo contempla los restos carbonizados de la moto y confirma casi llorando que es el mismo modelo que andan buscando.

– ¿Cómo es posible que hagan algo así? -protesta.

No tienes que ser Sherlock Holmes (mierda, ni siquiera ser Larry Holmes) para ver que un coche siguió a la moto hasta aquí, que alguien bajó del coche, todos se fueron en el coche de nuevo y regresaron a la autopista.

El experto en reconstrucción de accidentes ataca de nuevo. Mide la profundidad de las marcas de neumáticos y el ancho entre los neumáticos, toma un molde de las marcas de neumáticos, juega un poco con la tierra y comunica a Arthur que tiene que buscar un descapotable pequeño de dos puertas, transmisión automática y neumáticos Firestone antiguos.

– Otra cosa -le dice el tipo de la Patrulla de Fronteras-. La puerta del pasajero no funciona.

– ¿Cómo coño lo sabe? -pregunta Art. Los agentes de la Patrulla de Fronteras son expertos en leer huellas. Sobre todo en el desierto.

– Las pisadas que hay ante la puerta del pasajero -le dice el agente-. Ella retrocedió para dejar que la puerta se abriera.

– ¿Cómo sabe que era una mujer? -pregunta el experto de Art.

– Esas marcas son de zapatos de mujer -explica el agente-. La misma mujer conducía el coche. Salió por el lado del conductor, se acercó al tipo, paró y miró. ¿Ve que el talón se clava más donde esperó unos minutos? Después dio la vuelta para ir al lado del pasajero, el hombre dio la vuelta para ir al lado del conductor y la dejó entrar.

– ¿Puede decirme qué tipo de zapatos calzaba la mujer?

– ¿Yo? No -dice el agente-. Pero apuesto a que ustedes tienen a alguien que sí.

En efecto, y el tipo aparece en un helicóptero al cabo de media hora. Toma un molde del zapato y se lo lleva al laboratorio. Cuatro horas después llama a Art con los resultados.

Es ella.

Está con Callan.

Al parecer, por voluntad propia.

Lo cual siembra dudas en la mente de Art. ¿A qué nos estamos enfrentando?, ¿a un caso agudo de síndrome de Estocolmo, o a otra cosa?, se pregunta.Y si bien la buena noticia es que está viva, al menos hasta hace un par de días, la mala noticia es que Callan ha infringido las normas. Iba en un coche en dirección este con una «prisionera», que al menos parece colaborar, de modo que podría estar en cualquier parte.

Y Nora con él.

– Deja que me ocupe yo a partir de ahora -dice Sal Scachi a Art-. Conozco a ese tipo. Si le encuentro, negociaré con él.

– ¿El tipo mató a tres de sus viejos camaradas y raptó a una mujer, y aún quieres negociar con él? -le pregunta Art.

– Todo irá bien -dice Scachi.

Art accede a regañadientes. Es lógico. Scachi conoce de antes a Callan, y Art no puede insistir mucho más en su empeño sin llamar la atención.Y necesita que Nora vuelva.Todos lo necesitan. No pueden llegar a un acuerdo con Adán Barrera sin ella.


Sus días se han transformado en una plácida rutina.

Nora y Callan se levantan pronto y desayunan, a veces en casa, a veces en el restaurante del otro lado de la autopista. Él sigue por lo general la vía del colesterol a tope, y ella suele tomar una tostada de harina de avena sin adornos porque el local no sirve fruta para desayunar, salvo en el brunch de los domingos. No hablan mucho durante el desayuno. Ninguno de los dos es muy hablador a primera hora de la mañana. En lugar de conversar, intercambian secciones del periódico.

Después de desayunar suelen ir a dar un paseo en coche. Saben que no es muy inteligente por su parte (lo más inteligente sería dejar aparcado ese coche detrás de la casa), pero aún siguen en plan fatalista y les gusta ir a pasear. Callan ha descubierto un lago a diez kilómetros al norte por la autopista 79, un bonito paseo a través de praderas erizadas de robles y colinas ondulantes, grandes ranchos en el lado oeste de la carretera, la reserva de Kumeyaay al otro. Después las colinas dan paso a una llanura ancha y lisa de tierra de pastoreo, con colinas al sur (el observatorio de Monte Palomar descansa como una gigantesca pelota de golf sobre la cumbre más alta) y un gran lago en medio.

No es un lago de primera división (tan solo un amplio óvalo de agua en mitad de una llanura más grande), pero es un lago al fin y al cabo, y pueden pasear alrededor de su extremo sur, cosa que a ella le gusta. Por lo general, encuentran un numeroso rebaño de ganado Holstein blanco y negro pastando en el lado este del lago, y les gusta mirarlo.

A veces llegan hasta el lago y dan la vuelta andando. Otras, se adentran en el desierto, dejan atrás Ranchita y llegan a Culp Valley, donde hay dispersos enormes pedruscos redondos, como si un gigante hubiera abandonado su juego de canicas y no hubiera vuelto a buscarlas. En otras ocasiones suben hasta Inaja Peak, donde aparcan y suben por el breve sendero hasta el mirador, desde el que se pueden ver todas las cordilleras y, al sur, México.

Después vuelven a casa y preparan la comida (él toma pavo o bocadillo de jamón, ella algo de fruta que ha comprado en el mercado), tras la cual echan una larga siesta. Nora no se había dado cuenta hasta ahora de lo cansada que estaba, de su agotamiento extremo, y de que debía de necesitar mucho dormir, porque da la impresión de que su cuerpo lo anhela, y se queda dormida con facilidad nada más apoyar la cabeza sobre la almohada.

Después de la siesta pasan el tiempo en el salón o, si hace calor, en el pequeño porche. Ella lee libros, él escucha la radio y mira las revistas. Al atardecer van al mercado a comprar la cena. A ella le gusta comprar la comida a diario, porque eso le recuerda París, y siempre pregunta al tipo de la parada qué corte de carne le recomienda ese día.

– El noventa por ciento de la cocina consiste en una buena compra -dice a Callan.

– Vale.

Callan cree que a ella le gusta comprar y cocinar más que comer, porque dedica veinte minutos a elegir el mejor corte de filete, y luego apenas come un par de pedazos. O tres, si es pollo o pescado. Y es muy exigente con la verdura, que ingiere en cantidades masivas.Y aunque compra patatas para él («Sé que eres irlandés»), ella se prepara arroz integral.

Preparan la cena juntos. Se ha convertido en un ritual que Callan disfruta, los dos embutidos en la diminuta cocina, troceando verduras, pelando patatas, calentando aceite, salteando la carne o hirviendo la pasta y hablando. Hablan de chorradas, de películas, de Nueva York, de deportes. Ella le habla un poco de su niñez, él le cuenta algo de la suya, pero aparcan lo más desagradable. Nora le habla de París, de la comida, los mercados, los cafés, el río, la luz.

No hablan del futuro.

Ni siquiera hablan del presente. Qué coño están haciendo, quiénes son, qué significan el uno para el otro. No han hecho el amor, ni siquiera se han besado, y ninguno sabe si eso es un «todavía» o qué. Solo sabe que es el segundo hombre en toda su vida que no quiere tirársela únicamente, y tal vez el primer hombre que ella desea que lo haga. Callan solo sabe que están juntos, y eso es suficiente.

Suficiente para vivir.


Scachi está conduciendo por la Sunrise Highway cuando la divisa, una granja destartalada donde parece que se venden coches usados. Qué coño, piensa Scachi, y para.

El típico patán con gorra de béisbol se acerca renqueando.

– ¿Necesita ayuda?

– Tal vez -dice Scachi-. ¿Vende esa chatarra?

– Solo trabajo con ella -dice Bud.

Pero Scachi percibe el destello de alarma en los ojos del tipo y sigue su instinto.

– ¿Ha vendido uno hace poco, con la puerta del pasajero inutilizada?

Los ojos de Bud se abren de par en par, como esos mamones de los anuncios de la tele de Psychic Friends Network, como diciendo: «¿Cómo lo sabes?».

– ¿Quién es usted? -pregunta Bud.

– Soy el que le va a pagar más por abrir la boca de lo que el otro le pagó por mantenerla cerrada -contesta Scachi-. Si no, me incautaré de su casa, de su tierra, de todos sus coches y de la foto autografiada de Richard Petty, y después le meteré en la cárcel hasta que los Chargers ganen la Super Bowl, o sea, por toda la eternidad.

Saca el fajo de dinero y empieza a soltar billetes.

– Avíseme.

– ¿Es usted poli?

– Y un poco más -dice Scachi sin dejar de billetes-. ¿Ya?

Mil quinientos pavos.

– Basta.

– Es usted uno de esos patanes astutos, ¿eh? -dice Scachi-. Se aprovechan de los pobres urbanitas. Mil seiscientos y hasta ahí hemos llegado, amigo mío, y no se pase.

– Un Grand Am del ochenta y cinco -dice Bud al tiempo que se guarda el dinero en el bolsillo-. Verde lima.

– ¿Matrícula?

– 4ADM045.

Scachi asiente.

– Voy a decirle lo mismo que le dijo el otro tipo. Si alguien pregunta, yo no he estado aquí, no me ha visto. Esta es la diferencia: si me vende al mejor postor… -saca un revólver del 38-, volveré, le meteré esto por el culo y apretaré el gatillo hasta vaciarlo. ¿Entendido?

– Sí.

– Bien -dice Scachi, y guarda el revólver.

Vuelve al coche y se marcha.


Callan y Nora van a la iglesia.

Están dando uno de sus paseos de la tarde y salen de la autopista 79 en la reserva de Kumeyaay, y van a la antigua misión de Santa Isabel. Es una iglesia pequeña, poco más que una capilla, construida al estilo clásico de las misiones californianas.

– ¿Quieres entrar? -pregunta Callan.

– Me gustaría.

Se acercan a una pequeña estatua abstracta que hay al lado de la iglesia. La placa anuncia el ángel de las campanas perdidas, y cuenta la historia de que las campanas de la misión fueron robadas en los años veinte, y que los feligreses todavía rezan por su recuperación, para que la iglesia recobre la voz.

¿Alguien robó las campanas de la iglesia?, se pregunta Callan. Típico. La gente no puede dejar nada en paz.

Entran en la iglesia.

Las paredes de adobe encaladas contrastan con las vigas de madera oscura cortadas a mano que sostienen el techo picudo. Paneles de pino incongruentes pero baratos forran la mitad inferior de las paredes, bajo vidrieras que plasman santos y las estaciones de la cruz. Los bancos de roble parecen nuevos. El altar está adornado al estilo abigarrado mexicano, con estatuas de colores vivos de la Virgen María y los santos. Para Nora es un momento agridulce: no ha entrado en una iglesia desde el funeral de Juan, y esto se lo recuerda.

Se paran delante del altar juntos.

– Quiero encender una vela -dice ella.

Callan la acompaña, y se arrodillan juntos delante de las velas votivas. Una estatua del Niño Jesús se alza detrás de la vela, y detrás hay un cuadro de una hermosa joven kümeyaay que mira con reverencia al cielo.

Nora enciende una vela, agacha la cabeza y reza en silencio.

Callan se arrodilla, mientras espera a que Nora termine, y mira el mural que ocupa toda la pared derecha, detrás del altar. Es una expresiva plasmación de Cristo en la cruz, con los dos ladrones crucificados a cada lado.

Nora tarda un rato.

– Me siento mejor -dice cuando salen.

– Has rezado mucho rato.

Ella le habla de Juan Parada. De su amistad y del amor que sentía por él. De que el asesinato de Parada la condujo a traicionar a Adán.

– Odio a Adán -dice-. Quiero que se pudra en el infierno.

Callan no dice nada.

Vuelven al coche, y al cabo de diez minutos Nora habla de nuevo.

– Tengo que volver, Sean.

– ¿Por qué?

– Para testificar contra Adán -dice ella-. Mató a Juan.

Callan lo entiende. Odia oír eso, pero lo entiende. De todos modos, intenta disuadirla.

– No creo que Scachi y los demás te dejen testificar. Creo que quieren matarte.

– Tengo que volver, Sean.

Él asiente.

– Te llevaré con Keller.

– Mañana.

– Mañana.

Aquella noche están acostados en la oscuridad, escuchando el sonido de los grillos y la respiración de cada uno. A lo lejos, una manada de coyotes se lanza a una algarabía de chillidos y aullidos, tras la cual vuelve a reinar el silencio.

– Yo estaba allí -dice Callan.

– ¿Dónde?

– Cuando mataron a Parada -dice-. Yo colaboré.

Siente que el cuerpo de Nora se pone tenso a su lado. Deja de respirar.

– Por el amor de Dios, ¿por qué? -pregunta después.

Transcurren diez, quince minutos, antes de que él vuelva a reanudar su relato. Después le habla de cuando tenía diecisiete años, estaba en el pub Liffey y disparó contra Eddie Friel. Habla durante horas, murmura en voz baja contra el calor de su cuello, y le habla de los hombres que ha matado. Le habla de los asesinatos que cometió en Nueva York, Colombia, Perú, Honduras, El Salvador,

México. Hasta que llega a aquel día en el aeropuerto de Guadalajara.

– No sabía que él era el objetivo. Intenté impedirlo, pero era demasiado tarde. Murió en mis brazos, Nora. Dijo que me perdonaba.

– Pero tú no lo has hecho.

Callan sacude la cabeza.

– Soy culpable. Por él. Por todos los demás.

Se sorprende cuando ella le abraza con fuerza. Sus lágrimas le caen en el cuello.

– Cuando tenía catorce años… -empieza Nora cuando para de llorar.

Le habla de los hombres. Los clientes, las fiestas, los trabajos.Todos los hombres que se corrieron en su boca, en su culo, donde fuera. Le mira a los ojos esperando ver asco, pero no lo descubre. Entonces le confiesa que amaba a Parada, y que deseaba vengarse, y que se fue con Adán, y que eso provocó más muertes, y que duele.

Sus caras están cerca, sus labios casi se tocan.

Coge su mano, la pasa por debajo de la camisa vaquera y la apoya sobre el pecho. Parece sorprendido, pero ella asiente y Callan roza el pezón con la palma, y ella siente que se pone duro y le gusta, y cuando él baja la boca para lamerlo y chuparlo es como si ella floreciera en su boca, y nota que se humedece.

La tiene dura. Le abre los tejanos, la palpa y el gemido de Callan vibra sobre su pecho. Libera su polla de los pantalones y la acaricia, mientras él le baja vacilante la cremallera de los pantalones, introduce la mano, le toca el coño con un dedo, y ella dice «Es estupendo», así que hunde el dedo en su humedad, frota con dulzura su flor, nota que se endurece, Nora arquea la espalda y gime y grita, y él baja la boca y la chupa y la lame como si estuviera curando una herida, y el cuerpo de ella se tensa y arquea, le agarra la mano cuando se corre, él le acaricia el cuello y el pelo y dice «Está bien, está bien», y cuando ella deja de llorar se inclina para chuparle la polla, pero él dice «Quiero estar dentro de ti», y ella dice «Te quiero dentro de mí».

Nora se tumba, coge su polla y la guía hacia su interior, él empuja con delicadeza, ella le rodea con sus piernas para introducirle por completo, y él mira sus hermosos ojos y su hermosa cara y ella sonríe y él dice «Dios, es tan hermoso», ella asiente y levanta las caderas para que se zambulla todavía más, y él toca ese dulce lugar en su interior, y entra y sale, y ella es como calor dulce y resbaladizo, brilla en la oscuridad, le acaricia la espalda, el culo, las piernas, y gime «Fantástico, fantástico», y él busca aquel punto con la polla y lo toca, lame el sudor que cubre los labios de ella, lame el sudor de su cuello, nota el sudor que resbala entre sus pechos y cae sobre su torso, que cae desde sus muslos sobre los de él, porque le tiene sujeto con mucha fuerza, y él dice «Voy a correrme», y ella dice «Sí, cariño, córrete dentro de mí, córrete dentro de mí, córrete dentro de mí», y él sigue empalándola sin cesar, y entonces nota que su coño le estruja y le aferra, grita, y vuelve a gritar, y después se derrumba sobre el calor de su hombro y ella dice «Me encanta sentirte dentro de mí».

Se quedan dormidos así, él encima de ella.

Callan se levanta temprano, mientras ella todavía sigue dormida, y va a la ciudad a comprar comestibles para poder despertarla con el aroma de tortitas de arándanos, café y beicon.

Cuando vuelve, ella ya se ha marchado.

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