All the federales say

They could have had him any day.

They only let him go so long

Out of kindness, I suppose.

TOWNES Van Zandt, «Pancho and Lefty»


San Diego

1996


La luz del sol es sucia.

Se filtra a través de una ventana manchada y unas mugrientas y rotas persianas, se introduce en la habitación de Callan como un gas nocivo, enfermizo y amarillo. Enfermizo y amarillo también son palabras que describen a Callan: enfermizo, amarillo, sudoroso, fétido. Yace retorcido entre las sábanas que no se han cambiado durante semanas, mientras sus poros intentan (sin éxito) expulsar el alcohol, costras de saliva seca en las comisuras de la boca entreabierta, y su cerebro trata desesperadamente de ordenar los fragmentos de las pesadillas de la realidad emergente.

El débil sol llega a sus párpados y se abren.

Otro día en el paraíso.

Mierda.

De hecho, casi se alegra de despertar. Los sueños eran malos, agravados por el alcohol. Casi espera ver sangre en la cama, porque sus sueños son encarnados. La sangre fluye a través de ellos como un río, y empalma una pesadilla con otra.

La realidad tampoco es mucho mejor.

Parpadea varias veces, comprueba que está despierto, baja poco a poco las piernas, que le duelen a causa de la concentración de ácido láctico, al suelo. Se queda sentado unos segundos, sopesa la posibilidad de volver a acostarse, y después coge el paquete de cigarrillos de la mesita de noche. Se lleva un cigarrillo a la boca, busca el encendedor y acerca la llama al extremo del cigarrillo.

Una profunda calada, una tos entrecortada, y se siente mejor.

Lo que necesita ahora es una copa.

Algo que le abra los ojos.

Baja la vista y ve la pinta de Seagram's a sus pies.

Puta mierda… Cada vez sucede con más frecuencia. Todas las noches. Te acabas la puta botella y no dejas nada para la mañana, ni el más ínfimo rayo de sol líquido ambarino. Lo cual significa que tendrás que levantarte. Levantarte, vestirte y salir a tomar un trago.

En otro tiempo (tampoco parece que haga tanto), se despertaba con resaca y lo que necesitaba era un café. En los primeros tiempos de aquellos primeros tiempos, salía al pequeño restaurante de la Cuarta avenida, se tomaba aquella primera taza que aliviaba el dolor de cabeza, y tal vez desayunaba algo, patatas, huevos y tostadas grasientas, el «especial». Después dejó de desayunar (solo le entraba el café), y luego, en algún momento, en algún momento del lento y vagabundo río que es la borrachera prolongada, descubrió que ya no era café lo que deseaba en la espantosa primera hora de la mañana, sino más licor.

Se pone en pie.

Le crujen las rodillas, le duele la espalda de dormir tanto rato en la misma postura.

Entra en el cuarto de baño arrastrando- los pies, un lavabo, un váter y una ducha amontonados en lo que había sido un armario.

Un borde de metal, delgado e insuficiente, separa la ducha del suelo, de modo que cuando aún se duchaba con regularidad (y paga cada semana una cantidad considerable por el cuarto de baño privado, porque no quería compartir el baño común que hay al final del pasillo con los psicóticos babeantes, los viejos casos de sífilis y las reinonas alcoholizadas), el agua siempre se salía e inundaba el viejo suelo de baldosas manchadas. O atravesaba la delgada cortina de plástico, con las flores desteñidas pintadas. Ahora ya no se ducha mucho. Piensa en hacerlo, pero se le antoja que es demasiado trabajo, y de todos modos la botella de champú está casi vacía, el champú restante solidificado y pegado al fondo de la botella, y supone un esfuerzo mental excesivo ir a Longs Drugs y comprar otra. Tampoco le gusta estar en compañía de tanta gente, al menos de civiles.

Un delgado fragmento de jabón sobrevive en el suelo de la ducha, y otra diminuta pastilla de jabón antiséptico (proporcionada por el hotel junto con la delgada toalla) descansa sobre el lavabo.

Se moja un poco la cara.

No se mira en el espejo, pero este a él sí.

Tiene la cara hinchada y amarillenta, con el pelo grasiento largo hasta los hombros, la barba enmarañada.

Estoy empezando a parecer, piensa Callan, el típico alcohólico y yonqui del Lamp. Bien, mierda, ¿por qué no? Salvo porque voy al cajero automático y siempre saco dinero, soy como cualquier alcohólico y yonqui del Lamp.

Se cepilla los dientes.

Hasta eso llega. No puede soportar el sabor rancio a vómito y whisky de su boca. Le produce más arcadas. Así que se lava los dientes y mea. No tiene que vestirse, porque lleva puesto lo que llevaba antes de perder el conocimiento, tejanos negros y camiseta negra. Pero tiene que calzarse, lo cual significa sentarse en la cama, agacharse, y cuando acaba de anudarse sus zapatillas de baloncesto negras Chuck Taylor (sin calcetines), casi siente ganas de volver a la cama.

Pero son las once de la mañana.

Hora de ponerse en marcha.

De tomar esa copa.

Saca la 22 de debajo de la almohada, la embute en la parte posterior de la cintura, bajo la camiseta varias tallas más grande, busca la llave y sale.

El pasillo apesta.

Sobre todo a Lysol, que la dirección esparce a destajo como si fuera napalm, con la intención de matar los aromas persistentes a orina, vómitos, mierda y viejos agonizantes. De matar los gérmenes, en cualquier caso. Es una batalla constante y perdida, como este lugar, piensa Callan mientras oprime el botón del único y traqueteante ascensor: una batalla constante y perdida.

El hotel Golden West.

Alojamiento de habitaciones individuales.

La última parada antes del cartón en la calle o la losa del forense.

Porque el hotel Golden West transforma cheques de la asistencia social, cheques de la (in)Seguridad Social, cheques del paro, cheques de invalidez, en alquileres de habitaciones. Pero en cuanto los cheques se acaban, te conviertes en una mierda. Lo siento, chicos, a la puta calle, el cartón, la losa. Algunos afortunados mueren en sus habitaciones. No han pagado el alquiler, o el olor de la descomposición se cuela por debajo de la puerta y al final se impone al Lysol, y un reticente empleado se tapa la nariz con un pañuelo y gira la llave maestra. Después hace la llamada y la ambulancia realiza su lento y acostumbrado trayecto hasta el hotel, y sacan a otro tipo en camilla para el último viaje, porque su sol se ha puesto por fin sobre el hotel Golden West.

No todo son borrachuzos. Algún turista europeo se deja caer por aquí, atraído por el precio en el caro San Diego. Se aloja una semana y se larga. O el jovencito norteamericano que se cree el siguiente Jack Kerouac o el nuevo Tom Waits, fascinado por su sordidez extrema, hasta que le roban la mochila de la habitación, con el discman y todo su dinero, le atracan en la calle, o uno de los veteranos intenta encularle en el baño común. Entonces el aspirante a hippy llama a mamá, y ella da el número de su tarjeta de crédito a la recepción para sacar a su niñito de allí, pero ya ha visto una parte de Estados Unidos que, de lo contrario, jamás habría conocido.

Pero la clientela se compone sobre todo de viejos borrachos y psicóticos de toda la vida, que se reúnen como cuervos en sillas destrozadas delante del televisor del vestíbulo. Balbucean sus propios diálogos, discuten por el canal (se han producido apuñalamientos, incluso víctimas mortales, por Los casos de Rockford o La isla de Gilligan; mierda, se han producido apuñalamientos por Ginger comparada con Mary Ann), o se limitan a mascullar monólogos internos de escenas, reales o imaginarias, que tienen lugar en su cerebro.

Batallas constantes y perdidas.

Callan no tiene por qué vivir aquí.

Tiene dinero, podría vivir mejor, pero elige este lugar.

Llámalo penitencia, purgatorio, lo que quieras… Este es el lugar donde se entrega a su autocastigo, se trinca cantidades inhumanas de alcohol (¿autoinyección letal?), suda por las noches, vomita sangre, chilla en sueños, muere cada noche, y vuelta a empezar de nuevo por la mañana.

«Te perdono. Dios te perdona.»

¿Por qué tuvo que decir eso el cura?

Después del puto tiroteo de Guadalajara, Callan se dirigió a San Diego, se alojó en el hotel Golden West y empezó a beber. Un año y medio después, sigue ahí.

Un buen decorado para odiarse a sí mismo. Le gusta.

Llega el ascensor, quejoso como un cansado camarero del servicio dé habitaciones. Callan abre la puerta y oprime el botón que hay debajo de la desteñida B. La puerta de rejilla se cierra como si fuera una celda, y el ascensor desciende entre crujidos. Callan se alegra de ser el único ocupante. No hay ningún turista francés que lo atosigue con petates, ningún universitario dispuesto a descubrir Estados Unidos que le golpee con la mochila, ningún borracho apestoso. Mierda, piensa Callan, el borracho apestoso soy yo.

Da igual.

Al recepcionista le cae bien Callan.

No tiene nada en su contra. El tipo, extraño y joven (para el Golden West), paga en metálico y por adelantado. Es tranquilo y no se queja, y aquella noche, cuando estaba esperando el ascensor y aquel atracador amenazó con una navaja al empleado, este chico le miró y lo derribó. Borracho como una cuba y derribó al atracador de un puñetazo, y después volvió a pedir educadamente la llave.

Así que al recepcionista le cae bien Callan. Sí, el hombre siempre está borracho, pero es un borracho tranquilo que no causa problemas, y eso es lo máximo que puedes pedir. Así que dice hola a Callan cuando deja su llave, Callan murmura un hola y sale por la puerta.

El sol le golpea como un puñetazo en el pecho.

De la oscuridad a la luz, tal cual. Deslumbrado, se queda quieto y entorna los ojos un momento. No está acostumbrado. En Nueva York nunca hacía este sol. Tiene la impresión de que siempre hace sol en el puto San Diego. Sun Diego, deberían llamarlo. Daría su hemisferio cerebral izquierdo por un día de lluvia.

Adapta sus ojos a la luz y entra en el Gaslamp District.

En otro tiempo, era un barrio peligroso y chabacano, lleno de garitos de strip-tease, salas de porno y hoteles de habitaciones individuales, la típica zona centro en declive. Después los hoteles destartalados empezaron a ceder el sitio a edificios de apartamentos cuando llegó el aburguesamiento y se puso de moda vivir en el Lamp. De modo que tienes un restaurante exclusivo al lado de un local porno, un club a la última delante de un hotel de habitaciones individuales, un edificio de apartamentos con cafetería en la planta baja junto a un edificio ruinoso con borrachuzos en el sótano y yonquis en el tejado.

El aburguesamiento está ganando.

Pues claro: el dinero siempre gaña, y el Lamp está empezando a convertirse en un parque temático yuppy. Aún aguantan algunos hoteles de habitaciones individuales, un par de locales porno, unos pocos bares cutres, pero el proceso es irreversible, porque las cadenas han iniciado la invasión, los Starbucks, los Gap, los cines Edwards. El Lamp empieza a parecerse a todo lo demás, y los locales porno, los bares cutres y los hoteles de habitaciones individuales parecen indios borrachos que merodean en el aparcamiento del comercio norteamericano.

Pero Callan no piensa en todo eso.

Solo piensa en ese trago, y sus pies le conducen hasta uno de los antiguos supervivientes, un bar estrecho y oscuro cuyo nombre desconoce (el letrero se borró hace mucho tiempo), encajado entre el último Laundromat del barrio y una galería de arte.

Está oscuro, como debe ser.

Es un bar de bebedores empedernidos (nada de aficionados o diletantes), y hay una docena o más en este momento, la mayoría hombres, que se tambalean en la barra y en los reservados de la pared del fondo. La gente no entra aquí a entablar relaciones sociales, a hablar de deportes o de política, o a catar whiskies estupendos. Entran a emborracharse y a continuar borrachos mientras se lo permitan sus bolsillos y sus hígados. Algunos alzan la vista con hosquedad cuando Callan abre la puerta y deja que un rayo de sol perfore la oscuridad.

La puerta se cierra deprisa, y todos vuelven a clavar la vista en su vaso, mientras Callan entra, se acomoda en un taburete ante la barra y pide.

Bien, todos no.

Hay un tío en un extremo de la barra que sigue mirando subrepticiamente por encima de su whisky. Un tipo pequeño, un tipo viejo con cara de querubín y la cabeza poblada de pelo plateado. Parece un duende subido sobre una seta en lugar del taburete de un bar, y sus ojos parpadean de sorpresa cuando reconoce al hombre que acaba de entrar en el bar, se sienta y pide dos cervezas con un chupito de whisky.

Han pasado veinte años desde que vio por última vez a este hombre, en el pub Liffey de la Cocina del Infierno, cuando este hombre (un crío, en realidad) sacó una pistola de la región lumbar y le metió dos balazos a Eddie «Carnicero» Friel.

Mickey hasta se acuerda de la música que sonaba. Recuerda que había cargado la máquina de discos con versiones de «Moon River», porque quería escuchar la canción el máximo número de veces posible antes de ir a chirona de nuevo. Recuerda haberle dicho a este hombre (sí, no cabe duda de que es él, incluso con el mismo bulto en la región lumbar, donde lleva la pistola) que tirara el arma al río Hudson.

Mickey nunca volvió a ver al chico, hasta este momento, pero se enteró del resto de la historia. Acerca de que este chico, ¿cómo se llama?, derrocó a Matty Sheehan y se convirtió en uno de los reyes de la Cocina del Infierno. De que él y su amigo se convirtieron en los reyes de la Cocina del Infierno. De que él y su amigo hicieron las paces con la familia Cimino y se convirtieron en pistoleros de Big Paulie Calabrese, y de que, si los rumores son ciertos, había abatido a Big Paulie delante del Spark Steak House, justo antes de Navidad.

Callan, piensa el viejo.

Sean Callan.

Bien, te he reconocido, Sean Callan, pero da la impresión de que tú a mí no.

Lo cual está bien, está bien.

Mickey Haggerty termina su bebida, baja del taburete y se encamina hacia una cabina telefónica. Sabe que alguien estará muy interesado en averiguar que Sean Callan está en un bar del Gaslamp.


Tiene que ser delírium trémens.

De todos modos, Callan busca su pistola.

Pero tiene que ser delírium trémens, aquí al menos, porque no existe otra explicación de que esté viendo a Big Peaches y a O-Bop al lado de su cama del Golden West, apuntándole con sus armas. Ve las balas en las recámaras, brillantes y letales, hermosas y plateadas, en las que se refleja la luz de la farola de la calle, la falsa lámpara de gas que la persiana rota no puede tapar.

El neón rojo del local porno de enfrente destella como una alarma.

Demasiado tarde.

Si esto no es delírium trémens, ya estoy muerto, piensa Callan. Pero, de todos modos, empieza a sacar la pistola de debajo de la almohada. Se los llevará con él.

– No lo hagas, puto irlandés -gruñe una voz.

La mano de Callan se queda petrificada. ¿Es un sueño de borracho o la realidad? ¿De veras están Big Peaches y O-Bop en su habitación, apuntándole con sus armas? Y si van a disparar, ¿por qué no lo hacen? Dicen que si mueres en sueños mueres en vida, pero a veces cuesta diferenciar entre los vivos y los muertos. Lo último que recuerda es haberse trincado cervezas con whisky en el bar. Ahora se despierta (más o menos), y podría estar vivo o podría estar muerto. ¿O está de vuelta en la Cocina, y los últimos nueve años han sido un sueño?

Big Peaches ríe.

– ¿Qué eres ahora?, ¿un puto hippy? Con ese pelo y esa barba…

– Está bolinga -dice O-Bop-. Una buena trompa irlandesa.

– ¿Tienes esa veintidós debajo de la almohada? -pregunta Peaches-. Me da igual lo borracho que estés. Saca la pistolita. Despacio, ¿eh? Si hubiéramos venido a liquidarte, ya habrías muerto antes de despertar.

– Entonces, ¿a qué vienen las pistolas? -pregunta Callan.

– Llámalo abundancia de precauciones -dice Peaches-. Eres Billy «el Niño» Callan. ¿Quién sabe qué te ha traído aquí? Tal vez un contrato para acabar conmigo. Así que saca la pistola poco a poco.

Callan obedece.

Durante medio segundo piensa en cargárselos, pero qué más da.

Además, la mano le tiembla.

O-Bop toma con delicadeza la pistola de la mano de Callan y la guarda en su cinturón. Después se sienta a su lado y le abraza.

– Jesús, cómo me alegro de verte.

Peaches se sienta al pie de la cama.

– ¿Dónde coño has estado? Joder, dijimos que te fueras al sur, no nos referíamos a la Antártida. Eres la hostia.

– Estás hecho un asco -dice O-Bop.

– Estoy hecho un asco.

– Bien, al menos lo parece -dice Peaches-. ¿Qué coño estás haciendo en este cagadero? Joder, Callan.

– ¿Lleváis algo de beber?

– Claro.

O-Bop saca media pinta de Seagram's del bolsillo y se la pasa a Callan.

Le da un buen viaje.

– Gracias.

– Malditos irlandeses -dice Peaches-. Sois todos unos borrachos.

– ¿Cómo me habéis encontrado? -pregunta Callan.

– Hablando de borrachos, Little Mickey Haggerty. Te vio en ese chiringuito de mierda al que vas a beber, metió una moneda en una cabina, averiguamos que vives en el hotel Golden West, no podíamos creerlo. ¿Qué coño te ha pasado?

– Muchas cosas.

– No me jodas -dice Peaches.

– ¿Para qué habéis venido?

– Para sacarte de aquí -dice Peaches-. Te vienes a casa conmigo.

– ¿A Nueva York?

– No, capullo -dice Peaches-. Ahora vivimos aquí. Sun Diego, nene. Es bonito. Un sitio bonito.

– Tenemos una banda -explica O-Bop-. Peaches, Little Peaches, Mickey y yo. Y ahora tú.

Callan sacude la cabeza.

– No, estoy harto de esa mierda.

– Sí -dice Peaches-. No cabe duda de que las cosas te van bien. Escucha, ya hablaremos de eso más tarde. Ahora vamos a ponerte sobrio, a darte bien de comer. Un poco de fruta. La fruta de aquí es increíble. No solo los melocotones. Estoy hablando de peras, naranjas, pomelos tan rosados y jugosos que son mejor que el sexo, te lo aseguro. O-Bop, recoge la ropa de tu chico y vámonos de aquí.

Callan está lo bastante borracho para obedecer.

O-Bop recoge algo de su mierda y Peaches le saca a rastras.

Tira uno de cien sobre la recepción y dice que la cuenta está saldada, sea cual sea el monto. De camino al coche (Peaches se ha comprado un Mercedes nuevo), O-Bop y Peaches le cuentan a Callan lo bien que les va aquí.

Que se atan los perros con longanizas, nene.

Con longanizas.


El pomelo descansa como un sol gordo en el cuenco.

Un sol gordo, hinchado, jugoso.

– Cómelo -dice Peaches-. Necesitas vitamina C.

Peaches se ha convertido en un obseso de la salud, como toda la gente de California. Aún es un hombre corpulento, pero un hombre corpulento bronceado, con el colesterol bajo y una dieta rica en fibra.

– Me tiré un montón de años en chirona -explica a Callan-, pero me siento cojonudo.

Callan no.

Callan se siente exactamente como un hombre que se ha tirado una borrachera de años. Se siente como muerto, si es que la muerte es tan asquerosa. Y ahora, el gordo de Big Peaches le está dando la paliza para que se coma el puto pomelo.

– ¿Tienes una cerveza? -pregunta Callan.

– Sí, tengo una cerveza -contesta Peaches-. Eres tú quien no tiene ni va a beber ninguna cerveza jodido alcohólico. Vamos a enderezarte.

– ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

– Cuatro putos días -dice Peaches- de lo más placenteros, con tus vómitos, tus lloros, tus balbuceos, tus gritos de mierda.

¿Qué gritaba?, se pregunta Callan. Es preocupante, porque los sueños eran sangrientos y aterradores. Los malditos fantasmas (y había muchos) no querían marcharse.

Y aquel puto cura.

«Te perdono. Dios te perdona.»

No, Él no, padre.

– No me gustaría ver una foto de tu hígado, tío -dice Peaches-. Debe de parecer una pelota de tenis usada. Ahora juego al tenis, ¿te lo había dicho? Juego todas las mañanas, salvo las cuatro últimas, en las que he estado haciendo de enfermera. Sí, juego al tenis, patino…

¿Ciento treinta kilos de Big Peaches sobre ruedas?, piensa Callan. La de accidentes que puede haber…

– Sí -dice O-Bop-, sacamos las ruedas de un camión Mack y se las pusimos a los patines.

– Que te den por el culo, Ricitos -dice Peaches-. Patino muy bien.

– La gente se aparta de su camino, te lo aseguro -dice O-Bop.

– Tendrías que hacer ejercicio, en lugar de empinar tanto el codo -dice Peaches a O-Bop-. Tú, Días sin Huella, come el puto pomelo.

– ¿Se pela antes? -pregunta Callan.

– Malditos idiotas. Dame eso.

Peaches coge un cuchillo, corta el pomelo por la mitad, lo parte con cuidado en rodajas y lo devuelve al cuenco de Callan.

– Ahora, te lo comes con la cuchara, so bárbaro. ¿Sabes que la palabra «bárbaro» procede de los romanos? Significaba «pelirrojo». Se referían a los tuyos. Lo vi en el, ¿cómo se llama?, Canal Historia anoche. Me encanta esa mierda.

Suena el timbre de la puerta, Peaches se levanta y va a abrir.

O-Bop sonríe a Callan.

– Con esa bata, Peaches parece un viejo mamma mia, ¿verdad? Hasta le están saliendo tetas. Sólo le faltan unas zapatillas de color rosa con pompones. Tendrías que verle patinando. La gente sale corriendo. Es como una película de terror japonesa. Wopzilla.

– Entra en la cocina, verás lo que ha traído el gato -oyen que dice Peaches.

Un par de segundos más tarde, Callan está ante Little Peaches, quien le da un gran abrazo.

– Me lo habían contado -dice Little Peaches-, pero si no lo veo no lo creo ¿Dónde has estado?

– En México, sobre todo.

– ¿No hay teléfonos en México? -pregunta Little Peaches-. ¿No puedes llamar a la gente para informarla de que estás vivo?

– ¿Adónde debía llamarte? -pregunta Callan-. Estás en el puto Programa de Protección de Testigos. Si yo pudiera encontrarte, también otra gente lo haría.

– Toda la demás gente está en Marion -dice Peaches.

Sí, claro, piensa Callan. Tú les metiste allí. Big Peaches, el de la vieja escuela, se convirtió en el más espectacular pájaro cantor desde Valachi. Metió a Johnny Boy en la cárcel de por vida, y a algunos más de propina. No parece que su vida vaya a durar mucho, por otra parte. Dicen que Johnny Boy tiene cáncer de garganta.

Es bueno que Peaches cantara, así Callan no tendrá que preocuparse de que llame a Sal Scachi, a quien no le gustará nada que Callan haya escapado de la reserva. Callan sabe demasiado sobre el trabajo de Scachi (toda aquella mierda de Niebla Roja) para andar suelto, así que es bueno que Peaches y él no sigan en contacto.

Little Peaches se vuelve hacia su hermano.

– ¿Estás dando de comer a este tipo?

– Sí, le estoy dando de comer.

– Pero este pomelo de mierda no -dice Little Peaches-. Joder, dale salchichas, un poco de prosciutto, unos raviolis. Si es que encuentras. Callan, en esta ciudad hay una Little Italy, pero no podrías conseguir un cannoli ni con una ametralladora. En los restaurantes italianos de aquí sirven tomates secos. ¿Qué significa eso? Después de dos años, yo también me he convertido en un tomate seco. Siempre hace sol y calor, incluso de noche. ¿Cómo lo consiguen, eh? ¿Alguien me traerá un café, o tengo que pedirlo como en un puto restaurante?

– Aquí tienes tu puto café -dice Peaches.

– Gracias. -Little Peaches deja una caja encima de la mesa y se sienta-. He traído unos Donuts.

– ¿Donuts? -dice Peaches-. ¿Por qué me estás saboteando siempre?

– Eh, Richard Simmons, no los comas si no los quieres. Nadie te ha apuntado una pistola a la cabeza.

– Capullo de mierda.

– Porque no me presento en casa de mi hermano con las manos vacías -dice Little Peaches a Callan-. Los buenos modales me convierten en un capullo.

– En un capullo de mierda -rectifica Peaches mientras coge un Donuts.

– Come un Donuts, Callan -dice Little Peaches-. Come cinco. Cada uno que comas significará uno menos para mi hermano, y así no tendré que oírle lloriquear sobre su figura. Estás gordo, Jimmy, spaghetti de sebo. Desengáñate.

Salen al patio porque Peaches cree que a Callan le sentará bien tomar un poco el sol. De hecho, Peaches cree que a Peaches le sentaría bien tomar un poco el sol, pero no quiere parecer egoísta. Peaches opina que no hay motivos para vivir en San Diego si no te pones a tomar el sol a la menor oportunidad.

De manera que se reclina en la tumbona, abre la bata y empieza a aplicarse Bain du Soleil en el cuerpo.

– No hay que jugar con el cáncer de piel -explica.

Mickey no piensa hacerlo. Se encasqueta la gorra de los Yankees y se sienta bajo el parasol del patio.

Peaches abre una lata fría de melocotón en almíbar y se mete unos cuantos gajos en la boca. Callan ve que una gota de zumo cae sobre su gordo pecho, y después se mezcla con el sudor y la loción bronceadora, y resbala sobre su estómago.

– En cualquier caso, es bueno que aparecieras -dice Peaches.

– ¿Por qué?

– ¿Qué te parecería cometer delitos en que las víctimas no pudieran acudir a la policía?

– Suena bien.

– ¿«Suena bien»? -pregunta Peaches-. A mí me suena celestial.

Se lo explica a Callan.

Las drogas van al norte, de México a Estados Unidos.

El dinero va al sur, de Estados Unidos a México.

– Se limitan a meter el producto (seis, a veces siete cifras) en coches y cruzan la frontera de México -dice Peaches.

– O no -añade Little Peaches.

Ya han hecho tres trabajitos antes, y ahora les ha llegado la noticia de que un piso franco de los narcos de Anaheim está a reventar de dinero y tiene que viajar al sur. Tienen la dirección, tienen los nombres, tienen la marca del coche y la matrícula. Hasta tienen una idea de cuándo van a efectuar el viaje los correos.

– ¿De dónde sacáis la información? -pregunta Callan.

– De un tipo -contesta Peaches.

Callan ya se imaginaba que era de un tipo.

– No hace falta que lo sepas -dice Peaches-. Se lleva un treinta por ciento.

– Es como volver al tráfico de drogas, pero mejor -dice O-Bop-. Recibimos los beneficios, pero no tenemos que tocar el producto.

– Es delito honrado -dice Peaches-. Arriba las manos, dadnos el dinero.

– Tal como al Buen Dios le gusta -dice Mickey

– Bien, Callan -dice Little Peaches-, ¿te unes a nosotros?

– No sé -dice Callan-. ¿A quién robamos el dinero?

– A los Barrera -contesta Peaches con una mirada astuta e inquisitiva, como diciendo: ¿Hay algún problema?

No lo sé, piensa Callan. ¿Lo hay?

Los Barrera son peligrosos como tiburones, no es gente a la que puedas joder impunemente. Eso por un lado. Además, son «amigos nuestros», según Sal Scachi, al menos, y eso es otra cosa.

Pero asesinaron a aquel cura. Eso fue un atentado, no un accidente. Un asesino a sangre fría como Fabián el Tiburón Cabronazo no dispara contra nadie a quemarropa por accidente. Eso no ocurre nunca.

Callan no sabe por qué asesinaron al cura, solo sabe que lo hicieron.

Y me convirtieron en cómplice, piensa.

Y van a pagar por ello.

– Sí -dice Callan-. Me uno a vosotros.

La banda del West Side ataca de nuevo.


O-Bop ve que el coche sale del camino de entrada.

Son las tres de la mañana y está agazapado a media manzana de distancia. Tiene un trabajo importante que hacer: seguir al coche correo sin que le vean y confirmar que entra por la 5. Teclea un número en su móvil.

– Ya sale -dice.

– ¿Cuántos tíos?

– Tres. Dos delante, uno detrás.

Cuelga, espera unos segundos y sale.

Tal como habían planificado, Little Peaches llama a Peaches, el cual llama a Callan, que a su vez llama a Mickey. Se ponen a cronometrar sus relojes y esperan la siguiente llamada. Mickey ha calculado el tiempo medio de recorrido desde el camino de entrada a la rampa de la 5: seis minutos y medio. Por lo tanto, saben que dentro de un minuto o así deberían recibir la siguiente llamada.

Si reciben la llamada, el plan sigue adelante.

Si no, tendrán que improvisar, y nadie lo desea. Así que los seis minutos son tensos. Sobre todo para O-Bop. Es el que se está encargando del trabajo en este momento, el que la puede cagar si se fijan en él, el que tiene que quedarse donde pueda verles pero sin que ellos le vean. Les sigue desde diferentes distancias. Una manzana, dos manzanas. Pone el intermitente de la izquierda y apaga los faros un segundo para que parezca un coche diferente cuando reanude la persecución.

O-Bop lo consigue.

Mientras tanto, Little Peaches está sentado, sudando, a una hora y media al sur, en la 5.

Durante tres minutos.

Cuatro.

Big Peaches está sentado en un reservado del Denny's, junto a la autopista, un poco al norte de Little Peaches. Está dando buena cuenta de una tortilla de queso, patatas fritas, tostada y café. A Mickey no le gusta que coman antes de un trabajo (un estómago lleno complica las cosas si te disparan), pero Peaches es así. No quiere atraer la mala suerte sobre su persona, tomando precauciones por si le disparan. Se pule las patatas grasientas, saca dos Rolaids del bolsillo y los mastica mientras echa un vistazo a la sección de deportes.

Cinco minutos.

Callan procura no mirar el reloj.

Está tendido en la cama de la habitación de un motel que hay en la salida de la autopista de Ortega, al lado de la 5. Ha sintonizado la HBO y está viendo una película que ni siquiera sabe cuál es. Sería absurdo estar esperando en la moto a la intemperie. Si los correos llegan a la 5, habrá mucho tiempo. Consultar su reloj no va a cambiar nada, sólo conseguirá ponerle nervioso. Pero al cabo de unos diez minutos cede y lo mira.

Cinco minutos y medio.

Mickey no mira su reloj. La llamada llegará cuando llegue. Está sentado en un coche aparcado delante del Centro de Transportes de Oceanside. Fuma un cigarrillo y repasa en su cabeza lo que sucederá si los correos no toman la 5. En ese caso, lo que deberían hacer es abandonar, esperar a la siguiente vez. Pero Peaches no se lo va a permitir, así que tendrán que montárselo como sea. Intentar deducir la ruta a partir de la información que les proporcione O-Bop, encontrar una forma de adelantarse al coche correo y decidir un lugar donde darles el alto.

Como jugar a indios y vaqueros. No le gusta.

Pero no consulta su reloj.

Seis minutos.

Little Peaches está a punto de tirar la toalla.

Un millón de dólares en el saco y…

El teléfono suena.

– Todo va bien -oye que dice O-Bop.

Aprieta el botón de reinicio de su reloj. Una hora y veintiocho minutos es el tiempo medio que se tarda en llegar desde la rampa de entrada hasta esta salida. Después llama a Peaches, que descuelga el teléfono sin apartar los ojos del periódico.

– Todo va bien.

Peaches consulta su reloj, llama a Callan y pide un trozo de pastel de cerezas.

Callan recibe la llamada, coordina su reloj, telefonea a Mickey, se levanta y toma una ducha larga y caliente. No hay prisa, y quiere estar suelto y relajado, de modo que se queda bajo el agua humeante un rato y deja que golpee sus hombros y su nuca. Siente el principio de una descarga de adrenalina, pero no quiere que se dispare demasiado pronto. Se obliga a tomar la ducha lenta y cuidadosamente, y se siente bien cuando nota que su mano no tiembla.

Se viste también con parsimonia. Se pone poco a poco los tejanos negros, una camiseta negra y una sudadera negra. Calcetines negros, botas de motorista negras, un chaleco antibalas Kevlar. Después la chaqueta de cuero negra, los guantes ceñidos negros. Sale. La noche anterior pagó en metálico y firmó con un nombre falso, de manera que deja la llave en la habitación y cierra la puerta al salir.

El trabajo de O-Bop es más sencillo ahora. No sencillo, sino más sencillo, de modo que puede situarse a una buena distancia del correo y acercarse solo cuando se aproximan a rampas de salida. Tiene que asegurarse de que no tomen una curva y salgan a la 57 o a la 22, o a Laguna Beach Road o a la autopista de Ortega. Pero da la impresión de que la corazonada de Peaches era acertada, estos tíos van a seguir la carretera principal hasta llegar a México. Así que O-Bop se lo toma con calma, y ahora puede hablar por teléfono sin temor a delatarse, de modo que proporciona los detalles a Little Peaches: «BMW azul, UZ 1 832. Tres tíos. Maletines en el maletero». Esto último no significa una buena noticia, porque tendrán que dar un paso más una vez que hayan detenido el coche, pero Mickey les obligó a practicar esta opción, de modo que O-Bop no está demasiado preocupado.

Mickey sí está preocupado.

Eso es lo que hace Mickey. Preocuparse y esperar hasta que abre la taquilla de Amtrak, después entra y paga en metálico un billete de ida a San Diego. Camina hacia la estación de los Greyhound y compra un billete para Chula Vista. Después vuelve al coche y espera. Y se preocupa. Lo han practicado decenas de veces, pero sigue preocupado. Demasiadas variables, demasiados «si». ¿Y si se produce un embotellamiento de tráfico, si hay un policía estatal aparcado cerca, si llevan un coche de apoyo y no lo vemos? ¿Y si alguien recibe un disparo? Y si, y si, y si…

«Si mi tía tuviera pelotas, sería mi tío», es lo que había contestado Peaches a todas aquellas preocupaciones. Termina su pastel, toma otra taza de café, deja dinero para la cuenta y la propina (la propina justa, ni demasiado pequeña, ni demasiado generosa. No quiere que le recuerden por ningún motivo), y va al coche. Saca la pistola de la guantera, la sostiene sobre su regazo y comprueba el cargador. Todas las balas siguen en su sitio, tal como pensaba, pero es un hábito, un reflejo. A Peaches le horroriza la posibilidad de ir a apretar el gatillo un día y oír el chasquido seco de una cámara vacía. Guarda la pistola en la funda del tobillo y disfruta de su peso confortable cuando pone en marcha el coche y pisa el acelerador.

Ahora todos están en su sitio: Little Peaches en Calafia Road. Peaches en la salida de la autopista de Ortega. Callan en su moto, esperando en la salida de Beach Cities, en Dana Point. Mickey en el Centro de Transportes de Oceanside. O-Bop en la 5, siguiendo al coche correo.

Todos en su sitio.

A la espera de la diligencia.

Que se dirige hacia la emboscada.

O-Bop habla por teléfono.

– Un kilómetro para la salida.

Little Peaches ve pasar el coche. Baja los prismáticos, habla por el móvil.

– Ahora.

Callan sale a la autopista.

– Estoy en ello.

– Recibido -contesta Peaches.. Mickey empieza a cronometrar de nuevo.

Callan ve el coche por el retrovisor y disminuye un poco la velocidad para que le adelante. Ningún pasajero del coche le mira. Un motorista solitario camino hacia el sur en la oscuridad antes del amanecer. Faltan veinte minutos para la recta desierta de Pendleton, el punto donde quiere hacerlo, de modo que se rezaga un poco sin perder de vista el objetivo. La mayor parte del tráfico se dirige hacia el norte, no hacia el sur, y los pocos coches que se ven irán disminuyendo de número cuando dejen atrás la ciudad de San Clemente, en el condado de Orange.

Dejan atrás Basilone Road, después las famosas playas de surfistas llamadas Trestles, las dos cúpulas de la central generadora de energía atómica de San Onofre, el puesto de control de la Patrulla de Fronteras que corta el paso de los carriles en dirección norte de la 5, y luego llega la tranquilidad. No hay nada a su derecha, salvo dunas de arena y mar, que ahora empieza a dibujarse bajo la tenue luz de los primeros rayos de sol sobre Black Mountain, que domina el paisaje de Camp Pendleton.

Callan lleva un micro y unos auriculares dentro del casco de motorista.

Pronuncia una sola palabra.

– ¿Adelante?

– Adelante -contesta Mickey.

Callan retuerce el acelerador, se inclina hacia delante para cortar la resistencia del viento y corre en dirección al coche correo. Frena al lado casi justo donde había planeado, en la larga recta antes de la larga curva a la derecha que se desvía hacia el mar.

El conductor le ve en el último segundo. Callan observa que sus ojos se desorbitan a causa de la sorpresa, y entonces el coche salta hacia delante cuando el conductor acelera. No le preocupa que un poli le detenga ahora, sino que le maten, y el Beamer toma ventaja.

De momento.

Por eso eligieron la Harley, ¿verdad? Por eso la compraron, básicamente un motor ron dos ruedas y un asiento sujeto a ellas. La puta Harley no se va a dejar vencer por un coche de yuppy. No se va a dejar vencer por un coche de yuppy con dos millones de dólares dentro.

De manera que cuando el Beamer llega a los cien, Callan se pone a cien.

Cuando llega a ciento veinte, Callan le imita.

Ciento cuarenta, ciento cuarenta.

Cuando se pasa al carril derecho, Callan también lo hace.

A la izquierda, a la izquierda.

A la derecha, a la derecha.

El Beamer alcanza los ciento cincuenta, y Callan no se queda atrás.

Y ahora, suelta la adrenalina. Recorre sus venas como el combustible del motor de la moto. Moto, motor, motorista, la adrenalina canta, navega, vuela, Callan ha llegado a la zona, una descarga de adrenalina pura cuando se coloca al lado del Beamer y el conductor da un volantazo a la izquierda para intentar embestirle, y casi lo consigue, y Callan tiene que rezagarse y casi pierde el equilibrio. Casi lo pierde a ciento cincuenta por hora, lo cual le pondría a dar vueltas sobre el asfalto, donde se convertiría en una mancha de sangre y tejidos. Pero endereza la moto y se pone detrás del Beamer, que ahora le lleva una ventaja de diez metros, y entonces se abre la ventanilla posterior, asoma un Mac-10 y empieza a disparar como la ametralladora de un avión.

Pero quizá Peaches tenía razón. En un coche lanzado a esa velocidad no puedes acertar una mierda, y en cualquier caso Callan se está inclinando a la derecha y a la izquierda, y los chicos del Beamer piensan que no le van a acertar, de modo que lo mejor es acelerar, y lo hacen.

El Beamer se pone a ciento sesenta, a ciento setenta, y subiendo.

Ni siquiera la Harley puede alcanzarlo.

Por eso Callan atacó donde lo hizo, porque la recta termina en una gigantesca curva cerrada que el Beamer jamás podría tomar a ciento veinte, y no digamos ya a ciento cincuenta. Eso es lo jodido de la física: es implacable, de modo que, o el conductor disminuye la velocidad y deja que el tipo de la moto le alcance, o sale volando de la carretera como un avión en una pista, solo que este no puede volar.

Decide arriesgarse con el perseguidor.

Decisión errónea.

Callan se inclina a la izquierda, con el pie casi rozando el cemento. Sale de la parte superior de la curva a la altura de la ventanilla del conductor, el cual se acojona cuando ve la 22 tan cerca de su cara. Callan dispara una vez para agrietar la ventanilla y…

Pop-pop.

Siempre dos disparos, muy seguidos, porque el segundo corrige automáticamente el primero. En este caso no era necesario. Ambos disparos dan en el blanco.

Las dos balas del 22 están dando vueltas en el cerebro del tipo como las bolas de una máquina del millón.

Por eso la 22 es el arma favorita de Callan. No es lo bastante potente para atravesar un cráneo. En cambio, envía la bala rebotando de un lado a otro del cráneo, buscando con desesperación una salida, encendiendo todas las luces para después apagarlas.

Juego terminado.

No hay partida gratis.

El Beamer da un giro de trescientos sesenta grados y se sale de la carretera.

No obstante, resiste (la estupenda ingeniería alemana), si bien los dos pasajeros están todavía aturdidos por el impacto, mientras Callan se acerca con la moto y…

Pop-pop.

Pop-pop.

Callan vuelve a la autopista.

Tres segundos después, Little Peaches frena detrás del Beamer. Baja del coche con una escopeta en la mano izquierda, por si acaso, se acerca y abre la puerta del conductor. Se inclina sobre el conductor muerto y saca las llaves del encendido. Se dirige hacia la parte posterior del coche, saca los maletines del maletero, vuelve a subir a un coche y se marcha.

En la autopista hay una decena de coches que presencian fragmentos de lo ocurrido, pero ninguno para o se acerca porque Little Peaches va en un coche de la Patrulla de Caminos de California, con el uniforme correspondiente, con lo cual suponen que todo está controlado.

Y tienen razón.

Little Peaches vuelve al coche y se dirige con calma hacia el sur. No le preocupa la posibilidad de que le detenga un poli de verdad, porque momentos antes, a la hora exacta según el reloj de Mickey, Big Peaches ha accionado un interruptor de un transmisor de radio control, y en un solar desierto situado a media manzana de distancia una furgoneta Dodge se ha encendido como el pastel de cumpleaños de un octogenario, y mientras Peaches se encamina hacia su siguiente tarea, ya oye las sirenas que aúllan en su dirección. Se dirige hacia el aparcamiento de un campo de golf de Oceanside, al norte, y está sentado allí cuando Little Peaches llega. Little Peaches toma los maletines, baja del coche de poli falso y sube con Peaches. Mientras Little Peaches se desprende del uniforme de policía, se dirigen hacia el Centro de Transportes de Oceanside.

O-Bop acaba de pasar junto al Beamer accidentado, y sabe que la última parte del trabajo se ha cumplido, así que conduce hasta la salida de la autopista 76. Hay un pequeño solar de tierra dentro del cruce, y allí ha parado Callan. Abandona la Harley y sube con O-Bop. Se encaminan hacia el centro de transportes.

Donde Mickey está esperando en su coche.

Con los ojos clavados en el reloj, esperando.

Los minutos van pasando.

O el trabajo ha salido bien, o sus amigos están heridos, muertos, detenidos.

Entonces ve a Little Peaches entrar en el aparcamiento. Se quedan sentados en el coche hasta que anuncian el tren y lo ven llegar desde San Diego. Bajan del coche, con trajes clásicos, cada uno cargado con un maletín y una taza de café de cartón, una bolsa de viaje colgada del hombro, como unos ejecutivos más que corren para subir al tren porque tienen una reunión en Los Ángeles. Mickey les da los billetes con disimulo cuando pasan junto al coche. Suben pocos momentos antes de que el tren se ponga en marcha, y por eso eligieron el Centro de Transportes de Oceanside, porque cuando el tren Amtrak llega desde el sur, el tren de cercanías sale hacia el sur por una vía diferente. Peaches coge un maletín y sube al tren que va en dirección a Los Ángeles. Su hermano toma el otro maletín y se dirige hacia San Diego, al sur.

Cuando los trenes se alejan de los andenes, Callan y O-Bóp entran en el aparcamiento y bajan del coche. Llevan el pelo corto, al estilo marine, y el tipo de ropa mala de los marines cuando están de permiso. Se cuelgan los petates al hombro, pasan junto al coche de Mickey, reciben sus billetes y se encaminan hacia la parte de la estación de transportes en que están aparcados los autobuses. Un par de marines más de Pendleton que están de permiso. O-Bop sube a un autobús con destino a Escondido, y Callan a uno en dirección a Hemet.

Peaches tiene un billete para Los Angeles, pero no llega a terminar el viaje. Unos minutos al sur de la estación de Santa Ana, entra en los lavabos y cambia su traje de ejecutivo por ropa informal propia de California, y no sale hasta que el tren entra en la estación. Después, baja en Santa Ana y se registra en un motel. Little Peaches lleva a cabo una rutina similar, solo que en dirección sur, baja en la ciudad surfera de Encinitas y se registra en uno de esos viejos moteles de carretera que hay al otro lado de la Pacific Coast Highway.

Mickey vuelve a su hotel. No ha estado cerca de la acción, y si los polis quieren seguir su rastro y hacerle algunas preguntas, tampoco tiene nada que decir. Da un paseo por el centro y vuelve para echar una siesta.

Callan y O-Bop terminan sus respectivos viajes. O-Bop va a un motel No-Tell contiguo a un local porno, feliz de tener cosas que hacer mientras se oculta. Se registra, compra fichas por valor de veinte pavos y se tira casi toda la tarde metiendo las monedas en las máquinas de vídeo.

Sentado en su autobús, Callan intenta olvidar que acaba de matar a tres hombres, pero no puede. No siente el vacío de costumbre. Siente algo que no puede definir.

«Te perdono. Dios te perdona.»

No puede sacarse esa mierda de la cabeza.

Baja del autobús y se registra en un Motel 6. La habitación es poca cosa, pero tiene cable. Callan se deja caer sobre la cama y ve películas en el televisor. La habitación huele a desinfectante, pero es mejor que el Golden West.

El plan es esperar unos días a que las cosas se enfríen, y después, si todo se ha calmado (y no hay motivos para creer lo contrario), se reunirán en el Sea Lodge de La Jolla, se relajarán en la playa unos días, pedirán algunas macizas (es Peaches el que dice «macizas») a Haley Saxon y montarán una fiesta.

Callan recuerda la chica que vio allí, Nora. Recuerda que deseaba mucho a la chica, y que Big Peaches se la quitó. Recuerda lo hermosa que era, y piensa que, si pudiera tocar aquella belleza, tal vez su vida sería menos fea. Pero eso fue hace mucho tiempo, mucha sangre ha corrido bajo el puente desde entonces y no es posible que Nora siga en aquella casa.

¿O sí?


De todos modos, no quiere preguntar.

Tres días después, Peaches se pone al teléfono como si estuviera pidiendo comida china para llevar: ¿qué quieres? ¿Una rubia, una morena, qué tal una negrita? Todos se han reunido en la habitación de Peaches, aunque tienen habitaciones contiguas en la playa. Es fantástico, piensa Callan. Sales de tu habitación y ya estás en la playa, y está contemplando el ocaso sobre el mar mientras Peaches pide coños por teléfono.

– Me da igual -dice a Peaches.

Y Peaches dice por teléfono «le da igual», y les despide porque tiene que ocuparse de unos negocios, en los que no deben participar. Id a nadar, daos una ducha, cenad algo, preparaos para las macizas.

Los negocios de Peaches llegan una hora más tarde, después de oscurecer.

No hablan mucho. Peaches le da un maletín que contiene trescientos de los grandes como pago por la información.

Art Keller coge el dinero y se va.

Así de sencillo.


Haley Saxon también se ocupa de sus negocios.

Decide cuáles serán las cinco chicas que enviará a Sea Lodge, y después da el soplo a Raúl Barrera.

Algunos gángsters de los viejos tiempos están en la ciudad, gastando mucho dinero, y adivina quiénes son. ¿Te acuerdas de Jimmy Peaches? Bien, ha aparecido de repente con un montón de pasta.

La información interesa mucho a Raúl.

Y claro, Haley sabe muy bien dónde están.

Pero deja a mis chicas al margen.


Callan está en la cama, mirando cómo se viste la chica.

Es bonita, muy bonita (largo pelo rojo, buena percha, bonito culo), pero no era ella. No obstante, se lo ha pasado bomba, un dinero bien invertido. Se la chupó, después se puso encima de él y le cabalgó hasta que se corrió.

Está en el cuarto de baño recomponiendo su maquillaje, y ve por el espejo que la está mirando.

– Podemos repetir, si quieres -dice.

– Estoy bien.

Cuando la chica se va, Callan se envuelve en una toalla y sale a la pequeña terraza. Ve cómo las pequeñas olas plateadas bajo la luz de la luna rompen en la playa. Un bonito barco pesquero deportivo está amarrado a unos cien metros de distancia, y sus luces proyectan reflejos dorados.

La tranquilidad sería total, piensa Callan, si no oyera a Big Peaches dale que dale en la habitación de al lado. El cabrón de Peaches no cambiará nunca (volvió a repetir eso de «tu chica me gusta más», pero esta vez le tocó a su hermano. A Little Peaches le dio igual), ya le había enviado su chica a la habitación, después de decir «Es tuya», de modo que cambiaron de mujeres y de habitaciones, y por eso Callan está oyendo a Big Peaches resollar y jadear como un toro asmático.

Encuentran el cadáver de Little Peaches por la mañana.

Mickey llama con los nudillos a la puerta de Callan, y cuando Callan abre, Mickey le agarra, le empuja hasta la habitación de Big Peaches, y allí está Little Peaches, atado a una silla con las manos en los bolsillos.

Pero las manos no están sujetas a los brazos.

Están cortadas. La alfombra está empapada de sangre.

Little Peaches tiene un trapo embutido en la boca y los ojos desorbitados. No hay que ser Sherlock Holmes para deducir que le cortaron las manos y dejaron que se desangrara.

Callan oye cómo Big Peaches llora y vomita en el cuarto de baño. O-Bop está sentado en la cama, con la cabeza entre las manos.

El dinero ha desaparecido, por supuesto.

En cambio, en el armario hay una nota.


METEOS LAS MANOS EN LOS BOLSILLOS.


Los Barrera.

Peaches sale del cuarto de baño. Tiene la cara roja, surcada por las lágrimas. Burbujitas de mocos asoman de su nariz.

– No podemos abandonarle -llora.

– Tenemos que irnos, Jimmy -dice Callan.

– Los mataré -dice Peaches-. Aunque sea lo último que haga, esos bastardos me las pagarán.

No hacen las maletas ni nada. Cada uno sube a su vehículo y se largan. Callan va hasta San Francisco, encuentra un pequeño motel cerca de la playa y se esconde.

Raúl Barrera ha recuperado su dinero, aunque faltan trescientos mil dólares.

Raúl sabe que el dinero ha ido a parar a quien dio el soplo a los hermanos Piccone.

Pero (y hay que reconocer que Little Peaches se portó como un hombre) no les dijo quién era. Afirmó que no lo sabía.


Callan se esconde en Seaside, California.

Encuentra uno de esos moteles con cabañas no lejos de la playa y paga en metálico. Durante los primeros días no sale mucho. Después empieza a dar largos paseos por la playa.

Donde las olas le susurran rítmicamente:

«Te perdono…

Dios…»

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