Monk no tenía más remedio que volver al caso Grey, pese a que tanto Imogen Latterly, con sus ojos inquietantes, como Hester, con sus prontos y su inteligencia, interferían en sus pensamientos. No lograba concentrarse y tenía que obligarse a pensar en los detalles y a trazar esquemas a partir de la masa amorfa de hechos y suposiciones que se habían ido acumulando hasta el momento.
Se sentó en su despacho con Evan para revisar aquel cúmulo de informes que iba creciendo progresivamente, pero no pudo extraer ninguna conclusión de todo ello, siendo el conjunto negativo por entero. Nadie había forzado la entrada, lo que quería decir que había sido el propio Grey quien había abierto la puerta a su asesino y, si le había abierto la puerta de su casa, significaba que no tenía motivo alguno para temerlo. No era probable que invitase a su casa a un desconocido a aquella hora de la noche, lo más probable era que se tratase de una persona conocida que lo odiaba con una intensa pero secreta violencia.
¿O quizá Grey sabía de aquel odio, pero se creía a salvo del mismo? ¿Se figuraba que la persona en cuestión no tenía poder para hacerle ningún daño, ya fuera por razones emocionales o por razones físicas? Incluso aquella respuesta estaba fuera de su alcance.
La descripción que tanto Yeats como Grimwade le habían proporcionado del único visitante cuya presencia no había quedado explicada no encajaba con el físico de Lovel Grey, si bien era tan imprecisa que casi había que prescindir de ella. Si el hijo de Rosamond Grey lo era de Joscelin y no de Lovel, esto de por sí podía ser razón suficiente para matarlo, sobre todo si el propio Joscelin estaba enterado y quizá no se abstenía de recordárselo a su hermano. No habría sido la primera vez que una lengua despiadada, por la burla que provocan el resentimiento o la impotencia, habría provocado una rabia incontrolable.
Evan se interpuso en sus pensamientos como si hubiera leído en ellos.
– ¿Usted cree que fue Shelburne quien mató a Joscelin? -Lo dijo con el ceño fruncido, la ansiedad pintada en el rostro y sus grandes ojos nublados.
Si algo temía, ciertamente, no era por su carrera: la sociedad, incluso los Shelburne, no iban a culparlo a él si se producía un escándalo. ¿Temía, quizá, por Monk? Entonces no dejaba de ser reconfortante. Monk levantó la cabeza y lo miró.
– Quizá no, pero si pagó a alguien para que lo hiciera habría debido ser más limpio y eficiente, menos violento. Los profesionales no pegan una paliza, a un hombre hasta matarlo, lo que suelen hacer es asestarle un navajazo o estrangularlo y nunca en su propia casa.
Las comisuras de los finos labios de Evan se torcieron hacia abajo.
– ¿Se refiere a que lo atacan en la calle o lo siguen hasta un lugar tranquilo… y allí queda zanjado el asunto en un momento?
– Suele ocurrir así, y después dejan el cadáver abandonado en un callejón desierto, preferiblemente fuera de su propio barrio, y se tarda un cierto tiempo en encontrarlo. De este modo hay menos posibilidades de relacionarlos con la víctima y corren menos riesgo de ser identificados.
– ¿No podría ser que el hombre tuviera prisa? -apuntó Evan-. Quizá no podía entretenerse en buscar el momento y el lugar adecuados.
Se apoyó en el respaldo de la silla y la inclinó para atrás levantándole las patas de delante.
– ¿Por qué había de tener prisa? -dijo Monk encogiéndose de hombros-. Si era Shelburne, no veo por qué había de tener prisa, y menos si se trataba de un asunto relacionado con Rosamond. No tema importancia que fueran unos días más o menos o incluso unas semanas.
– No -dijo Evan con aire sombrío y volviendo a apoyar las patas de la silla en el suelo-. No veo por dónde empezaremos a probar nada, ni siquiera dónde hay que buscar.
– Hay que descubrir dónde estaba Shelburne cuando mataron a Grey -respondió Monk-. Habría debido ocuparme antes de este particular.
– Yo lo pregunté a los criados de manera indirecta. -Evan pareció sorprendido, pero tan satisfecho que le costaba disimularlo.
– ¿Y qué dijeron? -preguntó Monk con interés porque no quería aguarle el entusiasmo.
– No estaba en Shelburne, parece que había ido a cenar a la ciudad. Quise comprobarlo. Efectivamente, cenó fuera y pasó la noche en su club, cerca de Tavistock Place. Difícilmente habría podido encontrarse en Mecklenburg Square en la hora precisa porque habrían notado su ausencia, aunque no es imposible.
Podía pasar por Compton Street, seguir por Hunter Street abajo, rodear Brunswick Square y Lansdowne Place, pasar por delante del Foundling Hospital hasta Caroline Place… y ya estaba en el sitio. Total: diez minutos de trayecto, menos quizá. Pero habría estado fuera como mínimo tres cuartos de hora si hay que contar la pelea con Grey… y el regreso. Con todo, el camino a pie es posible… habría sido fácil. Monk sonrió. Evan se merecía un elogio y estaba contento de poder hacérselo.
– Gracias. Debería haberlo comprobado yo mismo. Incluso pudo haber necesitado menos tiempo si el motivo de litigio era antiguo: pongamos diez minutos de ida, diez de vuelta y cinco de pelea. No es mucho tiempo echar a alguien en falta en un club.
Evan bajó los ojos, el rostro se le había enrojecido levemente. Sonreía.
– Esto no nos lleva más lejos de donde ya estábamos -apuntó no sin cierto pesar-. Tanto pudo ser Shelburne como otro cualquiera. Tendríamos que hacer pesquisas y averiguar a qué otra familia habría podido extorsionar. Pero esto nos granjeará más antipatías que si se tratara de un vulgar maleante. ¿Usted cree que pudo ser Shelburne pero que no conseguiremos demostrarlo nunca?
Monk se levantó.
– No lo sé, pero no será porque no lo hayamos intentado.
Estaba pensando en Joscelin Grey en Crimea, lo imaginó paralizado por el horror al ver cómo el frío, las enfermedades y la inanición acababan lentamente con centenares, testigo de la ciega incompetencia de unos mandos que habían enviado a sus hombres a morir destrozados por el fuego enemigo, asistiendo a la absoluta insensatez de todo aquello; él mismo víctima del miedo y del dolor físico, del agotamiento; sintiendo piedad, sin duda, por aquellos a los que había reconfortado a las puertas de la muerte en el hospital de Shkodér. Y mientras tanto, Lovel vivía en su gran mansión, se casaba con Rosamond y seguía acumulando dinero y comodidades.
Monk se dirigió a grandes zancadas a la puerta. La injusticia le dolía como un absceso rabioso y emponzoñado. Agarró el pomo de la puerta con brusquedad y la abrió de un tirón.
– ¡Señor Monk! -Evan se levantó apenas.
Monk se volvió.
Evan no encontraba las palabras apropiadas, no sabía cómo formular con palabras el aviso urgente que quería darle, pero Monk lo leyó en su cara, en sus grandes ojos color avellana, en su boca sensible.
– No ponga esta cara de susto -se apresuró a decirle volviendo a cerrar la puerta-. Vuelvo al piso de Grey, recuerdo que allí había una foto de la familia en la que aparece Shelburne y también Menard Grey. Quiero comprobar si Grimwade o Yeats reconocen a alguno de los personajes. ¿Quiere acompañarme?
La transformación del rostro de Evan, ahora tranquilizado, fue realmente cómica. Sonrió incluso en contra de su voluntad.
– Sí, claro que sí-dijo yendo a por el abrigo y la bufanda-. ¿Pero no podría hacerlo sin decir quién son los personajes? Me refiero a que, si saben que son sus hermanos… no sé… lord Shelburne…
Monk lo miró de reojo y Evan le sonrió como excusándose.
– Sí, claro -farfulló mientras seguía a Monk-. De todos modos, los Shelburne lo negarán y, como arremetamos contra ellos, nos enviarán directo al infierno.
Monk lo sabía y, por otra parte, tampoco tenía un plan específico en el caso de que alguna de las personas de la fotografía resultara identificada, pero ello supondría un paso más y había que darlo.
Grimwade estaba en su cubículo como de costumbre y los saludó cordialmente.
– Un día bastante agradable, ¿verdad, señor? -dijo echando una mirada fugaz a la calle-. Parece que va a despejarse.
– Sí -confirmó Monk sin prestar atención a lo que decía-, un día estupendo. -Parecía no darse cuenta de que llevaba la ropa mojada-. Vamos a volver a inspeccionar el piso del señor Grey, quiero coger una o dos cosas.
– Lo están ustedes llevando muy bien, cualquiera de estos días atrapan al culpable -exclamó Grimwade moviendo la cabeza y con un casi inapreciable rastro de sarcasmo en su rostro lúgubre-. Todos ustedes son muy trabajadores, las cosas como sean.
Monk ya estaba a media escalera, llave en mano, antes de que llegara a sus oídos la observación de Grimwade. Se detuvo súbitamente y Evan tropezó con sus talones.
– ¡Lo siento! -se disculpó.
– ¿Qué ha querido decir? -dijo Monk volviéndose con el ceño fruncido-. ¿Todos ustedes? ¡Si sólo somos usted y yo!
Los ojos de Evan se ensombrecieron.
– ¡Por lo menos, que yo sepa! ¿Cree que Runcorn habrá estado aquí?
Monk se había quedado clavado en el sitio.
– ¿Por qué iba a venir? Él no quiere que se resuelva el caso, sobre todo si el culpable es Shelburne. No quiere tener nada que ver con el asunto.
– ¿Será por curiosidad? -dijo Evan, aunque en su rostro había otros sentimientos que no expresó con palabras.
Monk pensaba lo mismo. Tal vez Runcorn quería tener alguna prueba que le confirmara que había sido Shelburne, obligar después a Monk a desenmascararlo y pasar después él al ataque. Se miraron un momento y entre los dos se estableció una connivencia silenciosa y total.
– Iré a averiguarlo. -Evan se volvió y, lentamente, bajó de nuevo la escalera.
Tardó no poco en volver mientras Monk se quedaba esperándolo en la escalera, primero pensando en encontrar una escapatoria, una forma de evitar tener que ser él quien acusara a Shelburne. Después pensó en Runcorn. ¿Desde cuándo existía aquella enemistad entre los dos? ¿Se trataría simplemente del miedo que abriga el profesional de más edad frente a un rival que se interpone en su ascenso al éxito, un rival más joven e inteligente que él?
¿Sólo era esto? ¿Que él era más joven y más inteligente que Runcorn? ¿O acaso también más duro, más implacable en la persecución de sus ambiciones, un hombre que se atribuía los méritos del trabajo ajeno, que buscaba más el reconocimiento que la justicia, que prefería los casos más rodeados de publicidad, los más llamativos, los mejor planteados, un hombre que se las arreglaba incluso para descargar sus fallos en los demás, un ladrón de esfuerzos ajenos?
Si él era así, se tenía bien merecido el odio de Runcorn, y el deseo de venganza de éste estaba justificado.
Monk levantó la vista hacia el techo viejo, pero esmeradamente enyesado. Al otro lado del mismo estaba la habitación donde Grey había sido asesinado a golpes. En aquel instante no se sentía implacable, sino confundido, oprimido por aquel vacío al que lo había abocado la ausencia de memoria, temeroso de aquello que pudiera descubrir acerca de su naturaleza, angustiado por el posible fracaso en su trabajo. El golpe que había recibido en la cabeza, pese a ser fuerte, no podía haberlo cambiado hasta tal punto. Lo que no había hecho la herida quizá lo había hecho el miedo. Se había despertado perdido y solo, sin saber nada, teniendo que irse descubriendo paso a paso a partir de lo que los demás pudieran revelarle de sí mismo, de la opinión que tenían de él, aunque no llegara a saber el porqué de lo que pensaran. No sabía nada acerca de las motivaciones de sus actos, de los razonamientos y las excusas que él mismo había urdido a su entera satisfacción. Todas las emociones que lo habían guiado y que habían bloqueado su entendimiento estaban en aquella región vacía que se había tragado todo lo anterior a la cama del hospital y el rostro de Runcorn.
Llegado a aquel punto, tuvo que interrumpir sus reflexiones. Evan había vuelto, y traía el rostro contraído por la ansiedad.
– ¡Fue Runcorn! -Monk se precipitó hacia aquella conclusión, aterrado de pronto como un hombre que se viera enfrentado a un atacante.
Evan negó con la cabeza.
– No, eran dos hombres que no he podido identificar a partir de la descripción de Grimwade. Según él eran policías y le enseñaron los papeles antes de entrar.
– ¿Los papeles? -repitió Monk.
Habría sido una estupidez preguntar qué aspecto tenían; si no recordaba a los hombres de su propio departamento, ¿cómo iba a reconocer los de los demás?
– Sí. -Era evidente que Evan seguía ansioso-. Dice que llevaban papeles de identificación iguales que los nuestros.
– ¿Sabe si eran de nuestra comisaría?
– Sí, señor -le dijo Evan con el rostro contraído-, pero no se me ocurre quiénes pudieran ser. De todos modos, ¿por qué habría de enviar Runcorn a otros agentes? ¿Por qué motivo?
– Supongo que es pedir demasiado imaginar que dieron sus nombres.
– Me temo que Grimwade no les prestó mucha atención.
Monk dio media vuelta y siguió escaleras arriba, disimulando para que Evan no advirtiera que estaba preocupado. Ya en el rellano, metió en la cerradura la llave que le había dado Grimwade y abrió la puerta del piso de Grey. El pequeño vestíbulo estaba exactamente igual que la última vez y notó que le producía una desagradable sensación de familiaridad, el presentimiento de lo que habría más allá.
Notó inmediatamente la presencia de Evan detrás de él. Estaba pálido y sus ojos eran sombríos, pero Monk sabía que la causa de su angustia era Runcorn y los dos hombres que habían estado en la casa, no su sensibilidad ante la violencia que todavía flotaba en el aire.
No había razón para andarse ahora con vacilaciones. Abrió la segunda puerta.
Sintió una especie de suspiro prolongado detrás de él, junto a su hombro casi. Era Evan, que dejaba escapar su aliento ruidosamente por la sorpresa.
En la habitación reinaba el más absoluto desorden; el escritorio estaba volcado y todo su contenido amontonado en un rincón. Era evidente por la colocación de los papeles que habían sido revisados uno por uno. Las sillas también estaban por el suelo, una patas arriba, y tenían los asientos arrancados. El sofá había sido destripado con un cuchillo y se había extraído de él todo el relleno. Los cuadros también estaban por el suelo y tenían levantado el dorso.
– ¡Dios mío! -exclamó Evan, estupefacto.
– Esto no es obra de la policía, diría yo -dijo Monk con voz tranquila.
– Pero Grimwade me ha dicho que llevaban papeles -protestó Evan- y que él los leyó.
– ¿No ha oído hablar nunca de copistas?
– ¿Falsificadores? -preguntó Evan con voz cansina-. Claro, Grimwade habría sido incapaz de detectar la superchería.
– Si el copista es muy bueno, tampoco la detectaría usted. -Monk puso cara de vinagre.
Había falsificaciones tan buenas de declaraciones juradas, de cartas o de recibos, que engañaban incluso a los que supuestamente las habían emitido. En su forma más sofisticada, alimentaba un comercio complejo y lucrativo; en la más baja, era una forma precaria de ganarse la vida o de engañar a los analfabetos o a los poco avisados.
– ¿Quién habrá sido? -Evan pasó por delante de Monk y contempló todo aquel estropicio-. ¿Y qué diablos andarían buscando?
Los ojos de Monk vagaron por los estantes donde antes había objetos decorativos.
– Aquí encima antes había un azucarero de plata. -Señaló el sitio con el dedo-. Mire si está en el suelo, debajo de los papeles. -Se volvió lentamente-. Y sobre aquella mesa había un par de objetos de jade. En aquel nicho había dos cajas de rapé, una tenía la tapadera con incrustaciones taraceadas. Y mire en el aparador, en el segundo cajón había plata.
– ¡Qué memoria increíble la suya! Yo no me había fijado en nada de lo que dice. -Evan estaba impresionado, sus ojos brillantes reflejaron su admiración, después se arrodilló y comenzó a revisar con la máxima atención todo lo que se ocultaba debajo de aquel desbarajuste, sin mover nada de su sitio, sólo levantándolo lo suficiente para explorar lo de debajo. Hasta el propio Monk estaba sorprendido de lo que había dicho. No recordaba haber observado con tanto detalle todas aquellas nimiedades. Era evidente que se había fijado en las señales de la lucha, las manchas de sangre, el desorden de los muebles, los desconchados de la pintura y los cuadros que colgaban torcidos de las paredes, pero en este preciso momento no recordaba haberse fijado en el cajón del aparador y, en cambio, en su imaginación veía la plata, cuidadosamente ordenada en los compartimentos forrados de gamuza verde del interior.
¿No lo habría visto en algún otro sitio? ¿No estaría confundiendo esta habitación con otra, este elegante aparador con alguno que había visto en otro momento de su pasado, perteneciente a otra persona? ¿Tal vez a Imogen Latterly?
Tenía que desterrar de sus pensamientos a Imogen de una vez por todas, por más fácilmente, por más agradablemente que irrumpiera en ellos. Imogen era un sueño, la plasmación de sus recuerdos y de sus anhelos. No podía haberla conocido tan bien como para conocer de ella otra cosa que su encanto, su abatimiento, el valor que demostraba sobreponiéndose a él, la solidez de su lealtad.
Se obligó a pensar en el presente. Evan estaba registrando el aparador que había desencadenado sus recuerdos.
– No es más que el resultado de la práctica -replicó lacónicamente, pese a que ni él se lo explicaba-. También usted adquirirá ese don. Quizá no sea el segundo cajón, mejor que mire en todos.
Evan le obedeció mientras Monk volvía a revolver el montón que estaba en el suelo y comenzaba a abrirse camino en medio de todo aquel batiburrillo buscando algo que le revelara el porqué o arrojara alguna luz al respecto.
– Aquí no hay nada -dijo Evan cerrando el cajón con una mueca de desagrado en los labios-, pero es el lugar que le corresponde, con todas los huecos y forrado de paño. ¿Tanto alboroto por una docena de cubiertos de plata? Quizás esperaban encontrar más cosas. ¿Dónde ha dicho que estaba el jade?
– Allí. -Monk pasó por encima de un montón de papeles y de cojines hasta llegar a un estante vacío, después se preguntó con una sensación de malestar cómo podía saberlo y cuándo lo había visto.
Se agachó y revisó cuidadosamente todo lo que estaba desparramado por el suelo, volviendo a dejarlo tal como lo había encontrado. Evan le miraba.
– ¿Voló el jade?
– Sí, ha desaparecido -dijo Monk irguiéndose-, pero cuesta creer que unos vulgares ladrones corrieran con las molestias y los gastos que supone falsificar unos documentos de identificación policial a cambio de unas cuantas piezas de plata, Unos objetos decorativos de jade y creo que un par de cajas de rapé. -Echó una mirada a su alrededor-. De todos modos, no podían llevarse mucho más sin delatarse. De haberse llevado cosas como muebles o cuadros habrían despertado las sospechas de Grimwade.
– ¡Pero la plata y el jade deben de tener su valor!
– No mucho, una vez el perista se ha quedado con su parte. -Monk permaneció un momento observando todo aquel montón de objetos desparramados por el suelo e imaginó las prisas frenéticas y el ruido desaforado que habrían tenido que hacer-. La verdad, no valía la pena -dijo, pensativo- y habría sido mucho más fácil dar el palo en un sitio que no le interesara a la policía. No, buscaban otra cosa, la plata y el jade son una propina. Además, ¿sabe de algún ladrón profesional que deje un caos como éste?
– ¿Cree que podría ser Shelburne? -La voz de Evan había subido una octava a causa de la incredulidad.
Monk no acabó de entender lo que quería decir.
– ¡No sé qué habría podido interesarle a Shelburne! -dijo volviendo a echar un vistazo a su alrededor, mientras en su imaginación veía la habitación tal como estaba antes-. Aunque se hubiera dejado aquí algo que le perteneciera, se habría podido inventar una docena de razones en caso de que lo hubiéramos interrogado, teniendo en cuenta que Joscelin está muerto y no puede negarlo. Podría haberse dejado aquí cualquier cosa, lo que fuese y en el momento que fuese, o igual podría habérsela prestado a Joscelin… o Joscelin podría habérsela llevado de su casa. -Levantó los ojos al techo y observó las hojas de acanto que adornaban el yeso-. Y no me cabe en la cabeza que contratase a una pareja de hombres con documentos policiales falsos para que vinieran a saquear la casa. No, de Shelburne nada.
– ¿Quién, entonces?
Monk estaba asustado, de pronto todo había perdido toda lógica. Lo que encajaba no hacía apenas diez minutos, resultaba ahora absolutamente disparatado, como las piezas de dos rompecabezas diferentes. Al mismo tiempo se sentía eufórico: si no era Shelburne, si era alguien que tenía tratos con falsificadores y ladrones, entonces quizá no habría escándalo social ni tampoco extorsión de ningún género.
– No sé -respondió a Evan con repentina firmeza-, pero no hay necesidad de andarse con mucho tiento en este caso para descubrir resultados. Nadie perderá su trabajo aunque tengamos qué hacer preguntas embarazosas a algunos copistas o aunque haya que sobornar a algún perista o incluso tocar determinados resortes.
Evan sonrió más tranquilo y sus ojos se iluminaron. Monk pensó que seguramente sabía muy poco de los bajos fondos y que lo más probable era que para él todavía conservaran el atractivo del misterio. Ya descubriría sus lados oscuros: el gris de la miseria, el negro del dolor prolongado y del miedo constante. Y también su humor amargo y grosero, su risa malvada.
Monk observó el rostro atento de Evan, sus rasgos afables y sensibles. No podía explicárselo, las palabras no son más que nombres de cosas que ya se conocen. ¿Qué podía conocer Evan que lo preparase para el sinfín de desechos humanos que pululaban en las sombras de Whitechapel, St. Giles, Bluegate Fields, Seven Dials o Devil's Acre? Monk había conocido penalidades siendo niño, ahora se acordaba de haber pasado hambre -había recuperado aquella sensación- y también frío, sabía qué era llevar zapatos rotos, ropa por la que se colaba la aspereza del viento del nordeste, comidas a base de pan y un unto cualquiera. Recordaba vagamente el dolor de los sabañones y el rabioso picor que producían cuando se calentaban. Recordaba los labios agrietados de Beth, sus dedos blancos y ateridos.
Pero no eran recuerdos desagradables porque, detrás de aquellos pequeños contratiempos había siempre una sensación de bienestar, la certidumbre de una seguridad. Siempre habían ido limpios, siempre habían llevado ropa limpia aunque escasa y vieja, la mesa también estaba limpia, en la casa se olía a harina y a pescado y, en verano, cuando las ventanas estaban abiertas, a viento cargado de sal.
Todo iba perfilándose en su mente: recordaba escenas, sabores, tactos, todo envuelto siempre en el lamento del viento y el chillido de las gaviotas. Los domingos iban todos a la iglesia, no podía rememorar todas las palabras, pero le llegaban fragmentos musicales, cánticos solemnes que rebosaban del bienestar de aquéllos que los entonaban sabiendo que los cantaban bien.
Su madre le había inculcado todas las virtudes que poseía: honradez, laboriosidad, deseo de aprender. Aunque no recordaba sus palabras, sabía que su madre creía en ello. Era un buen recuerdo y lo agradecía más que ningún otro porque le devolvía su identidad. No recordaba claramente el rostro de su madre, cada vez que intentaba evocarlo se desdibujaba y disolvía hasta convertirse en el de Beth tal como la había visto hacía pocas semanas, sonriente, segura de sí misma. Quizá no fueran distintas una de otra.
Evan estaba esperando, brillantes los ojos de expectación, ansioso por ser testigo de la pericia en la indagación, de la capacidad de ahondar en el corazón del delito.
– Sí -prosiguió Monk como rememorando-, ahora seremos libres de proseguir según se nos antoje. Y, aunque no lo dijo en voz alta, pensó que Runcorn se quedaría con un palmo de narices.
Volvió a la puerta y Evan lo siguió. Mejor no poner orden en aquel caos, mejor dejarlo como estaba… quizá toda aquella confusión aportaría una respuesta en algún momento.
Estaba en el recibidor, junto a la mesilla, cuando se fijó en los bastones del paragüero. Los había visto anteriormente, pero estaba demasiado concentrado en los hechos sangrientos ocurridos en la habitación de al lado para prestarles atención. De todos modos, ya tenían en su poder el bastón que había servido de arma homicida. Se fijó, sin embargo, en que todavía había cuatro bastones más. No parecía ilógico pensar que Grey se hubiese convertido en un coleccionista de bastones a pequeña escala, dado que utilizaba uno al andar; a fin de cuentas era un hombre muy atildado: todo en él lo demostraba. Lo más probable es que tuviera un bastón para las mañanas, otro para las tardes, otro más para estar por casa y uno más rústico para andar por el campo.
Los ojos de Monk se detuvieron en un bastón recto y oscuro de color caoba con una fina franja de latón, tallada en relieve e incrustada en la madera, que formaba algo así como los eslabones de una cadena. Fue una sensación extraordinaria, muy intensa, casi sintió mareo, una especie de hormigueo en la piel: sabía con absoluta certeza que había visto aquel bastón y no una, sino vanas veces.
Evan estaba a su lado esperando, preguntándose qué hacía allí parado. Monk trataba de ver claro en sus ideas, trataba de ampliar la imagen hasta abarcar en ella el dónde y el cuándo, hasta ver al hombre que sostenía aquel bastón en la mano. Pero ninguna imagen acudió en su ayuda, sólo notó aquella viva comezón que le producía la identificación de un objeto conocido… y el miedo.
– ¿Señor Monk? -La voz de Evan era dubitativa.
No se explicaba el porqué de aquella repentina parálisis. Los dos estaban en el recibidor, inmóviles, y la razón de aquella actitud estaba en el cerebro de Monk. Y por mucho que éste se esforzara, aunque pusiera todo su empeño en ello, lo único que veía era el bastón, pero ningún hombre ni ninguna mano agarrada a él.
– ¿Se le ha ocurrido algo, señor Monk? -La voz de Evan se coló en sus pensamientos, pese a la concentración de los mismos.
– No -dijo Monk moviéndose por fin-, no.
Pero le debía dar una respuesta razonable, una explicación, una razón que justificase su conducta. Buscó las palabras con dificultad.
– Estaba preguntándome por dónde podemos empezar. ¿Dice usted que Grimwade no retuvo los nombres que figuraban en los papeles?
– No, pero es lógico suponer que no usaron sus verdaderos nombres, de todos modos.
– Por supuesto, pero esto nos ayudaría a saber el nombre que utilizó el copista para falsificar los documentos. -La pregunta había sido tonta pero Monk la aprovechó para sacarle partido, mientras Evan escuchaba todas sus palabras como si de un maestro se tratara-. En Londres hay infinidad de copistas. -Pronunciaba las palabras con gran seguridad, sabía de qué hablaba y era algo de gran importancia-. Y hasta aseguraría que hay más de uno que ha falsificado documentos policiales en las últimas semanas.
– Sí… por supuesto. -Evan pareció satisfecho-. Se lo pregunté, sí, pero cuando todavía no sabía que se trataba de ladrones… El caso es que él no les prestó atención. Estaba más interesado en la autorización.
– ¡Ah, bien! -Monk había vuelto a recuperar el dominio de sí mismo, abrió la puerta y salió-. Supongo que le bastó con el nombre de la comisaría.
Evan salió detrás de él y después se volvió y cerró la puerta con llave.
Sin embargo, una vez estuvieron en la calle, Monk cambió de parecer. Tenía ganas de ver qué cara ponía Runcorn cuando se enterara del robo y comprendiera que Monk no iba a necesitar andar revolviendo entre escándalos como único medio para llegar al asesino de Grey. De pronto tenía ante sí un nuevo camino, donde la peor de las posibilidades era el simple fracaso, pero entre las que se perfilaba un auténtico éxito.
Envió a Evan a hacer un recado trivial, dándole instrucciones precisas para que se volviera a reunir con él al cabo de una hora y se montó en un cabriolé que lo condujo a comisaría a través de calles ruidosas e inundadas de sol. Una vez allí fue a ver a Runcorn, que lo recibió en su despacho con cara de satisfacción.
– Buenos días, Monk -lo saludó cordialmente-. Nada nuevo, ¿verdad?
Monk dejó que la satisfacción se adueñara un poco más de Runcorn, como dejándolo demorarse en la exquisitez de un baño caliente que mereciera ser prolongado por puro deleite.
– Es un caso de lo más sorprendente -respondió con aire tranquilo, mirando directamente a los ojos de Runcorn y fingiendo preocupación.
A Runcorn se le ensombreció el rostro, pero Monk percibió nítidamente su satisfacción como quien percibe un olor.
– Por desgracia, el público no reconoce los méritos de la sorpresa-replicó Runcorn, prolongando la expectación-. El que el público esté desorientado, no nos autoriza a disfrutar de dicho privilegio. Usted no aprieta suficientemente las clavijas, Monk. -Frunció ligeramente el ceño y se recostó en su sillón, mientras un rayo de sol que se filtraba por la ventana incidía en un lado de su cabeza. Su voz se hizo untuosa-. ¿Está plenamente seguro de encontrarse recuperado del todo? No parece el mismo de antes. No solía ser tan… -sonrió como si la palabra le complaciera- tan indeciso. El objetivo primordial que se fijaba antes era la justicia; de hecho, era su único objetivo. Antes no se detenía ante el primer obstáculo, no le arredraban las pesquisas por desagradables que fueran. -En el fondo de sus ojos aleteaba la duda y también la antipatía hacia Monk. Runcorn estaba en equilibrio entre el arrojo y la experiencia, como el que aprende a ir en bicicleta-. Seguro que usted está convencido de que esta cualidad fue la que lo llevó tan lejos en tan poco tiempo.
Se interrumpió y permaneció a la espera; Monk tuvo una visión fugaz de unas arañas reposando en el centro de su tela, esperando la llegada de las moscas que, tarde o temprano, caerían irremisiblemente: todo era cuestión de tiempo, pero acabarían por caer.
Monk decidió dar largas al asunto, él también quería estudiar a Runcorn, quería que revelase sus sentimientos y descubriera su vulnerabilidad.
– Este caso es diferente -respondió titubeante, dejando que la ansiedad se reflejara en sus maneras. Se sentó en la silla delante del escritorio-. No recuerdo otro como éste. No se puede comparar a ningún otro.
– Un asesinato es un asesinato -dijo Runcorn negando con la cabeza en un gesto levemente pomposo-. La justicia no establece diferencias y, si quiere que le hable con franqueza, tampoco el público… en todo caso, éste le interesa más. Tiene todos los elementos que gustan, todos los periodistas necesitan estimular las pasiones y asustar a la gente… hacer que se sulfure.
Monk decidió hilar delgado.
– No tanto -objetó-, en ese caso no hay ninguna historia de amor y precisamente lo que más gusta a la gente son las historias de amor. Aquí no hay ninguna mujer.
– ¿Que no hay historia de amor? -Runcorn enarcó las cejas-. Mire, Monk, nunca lo he tenido por un cobarde y mucho menos por estúpido. -Hizo una mueca inverosímil en la que se mezclaban la satisfacción y una afectada preocupación-. ¿Está seguro de que se encuentra bien? -Se inclinó hacia delante para reforzar el efecto de sus palabras-. ¿No tiene dolores de cabeza, por casualidad? Se dio un golpe fuertísimo en la cabeza, ¿sabe? Supongo que ahora no lo recuerda, pero cuando lo vi la primera vez en el hospital usted ni me reconoció.
Monk se negó a darse por enterado del aterrador pensamiento que había asomado a sus pensamientos.
– ¿Una historia de amor? -preguntó a bocajarro, como si después de aquella frase no hubiera oído nada más.
– ¡Joscelin Grey y su cuñada! -Runcorn lo miró atentamente, pero con los ojos velados como si estuviera un poco confundido, pero Monk vio que sus pequeñísimas pupilas estaban alerta detrás de los pesados párpados.
– ¿El público lo sabe? -Monk fingió inocencia con igual desenvoltura-. No he tenido tiempo de leer la prensa. -Avanzó el labio en señal de duda-. ¿Le parece prudente comunicárselo? ¡No creo que a lord Shelburne le gustara demasiado!
El rostro de Runcorn se tensó.
– No, naturalmente todavía no les he dicho nada -le dijo dominando a duras penas la voz-, pero todo es cuestión de tiempo. No podemos demorarlo indefinidamente. -Había dureza en su rostro, casi avidez-. No hay duda de que usted ha cambiado, Monk. Antes era combativo, ahora parece otro, un desconocido… hasta para usted. ¿Ha olvidado cómo era?
Durante un momento Monk se sintió incapaz de contestar, incapaz de hacer otra cosa que parar el golpe. Sí, era de esperar, se había confiado demasiado, había estado estúpidamente ciego ante lo obvio. Era evidente que Runcorn sabía que había perdido la memoria. De no haberlo sabido desde el primer momento, seguramente lo habría adivinado al ver las cuidadosas maniobras de Monk, el hecho de que desconociera la relación que había entre ambos. Runcorn era un profesional, se pasaba la vida extrayendo la verdad de las mentiras, intuyendo motivos, destapando cosas escondidas. ¡Vaya estúpida arrogancia la de Monk! ¡Figurarse que había conseguido engañarlo! Se sonrojó ante tamaña tontería.
Runcorn lo estaba observando, atento a aquella oleada de calor que le había teñido la cara. Tenía que dominarse, encontrar un escudo o, mejor, un arma. Se irguió un poco más y sostuvo la mirada de Runcorn.
– Puedo ser un desconocido para usted, señor Runcorn, no para mí. Algunos no somos tan sencillos como parecemos. Me parece que no soy tan temerario como usted me juzga. Mejor así-saboreaba el momento, aunque no era tan dulce como esperaba.
Miró a Runcorn directamente a los ojos.
– He venido a verle para informarle de que han entrado en el piso de Grey o, por lo menos, de que lo han sometido a un concienzudo registro, a un saqueo, incluso que los autores del hecho son dos hombres que se hicieron pasar por policías. Parece que falsificaron unas cédulas de identificación policial y las mostraron al portero para poder entrar.
Runcorn estaba tenso y una mancha roja apareció en su piel. Monk no pudo resistirse a añadir:
– Esto arroja una luz diferente sobre todo el caso, ¿no cree? -continuó hablando con aire risueño, haciendo corno que a los dos les complacía el giro que habían tomado los acontecimientos-. No me imagino a lord Shelburne contratando a un cómplice y haciéndose pasar por policía para registrar el piso de su hermano.
A Runcorn le habían bastado unos pocos segundos para reflexionar.
– ¡Lo que quiere decir que ha contratado a dos! Así de sencillo.
Pero Monk estaba preparado.
– Si buscaban algo que merecía correr un riesgo tan grande -replicó-, ¿por qué no fueron al piso antes? La cosa ya llevaba dos meses allí dentro.
– ¿Dónde está ese riesgo tan grande? -le dijo Runcorn bajando un poco la voz, como quien no se toma en serio la idea-. Lo cogieron sin ninguna dificultad. Debió de resultarles bastante fácil: vigilar un poco el edificio para asegurarse de que los policías de verdad no merodeaban por los alrededores, entrar en el piso con documentación falsa, coger lo que hubieran ido a buscar y salir tranquilamente. Seguro que tenían a alguien apostado en la calle.
– No me refería al riesgo de que pudieran atraparlos con las manos en la masa -dijo Monk, desdeñoso-, sino a otro riesgo mucho mayor: caer en manos de posibles extorsionadores.
Sintió una enorme satisfacción al ver que la expresión de Runcorn traicionaba que no había pensado en aquella posibilidad.
– Podía hacerlo de una manera anónima -dijo Runcorn barriendo de ese modo aquella eventualidad.
Monk le dedicó una sonrisa.
– Si valía la pena pagar a unos ladrones y a un copista de primera clase para recuperar lo que fuese, el ladrón no tenía que ser muy despierto para comprender que valía la pena elevar un poco el precio antes de entregar la mercancía. No hay nadie en Londres que no sepa que en aquel piso se ha cometido un crimen. Si lo que buscaba valía el precio de ladrones y falsificadores para recuperarlo, tenía que ser una prueba condenatoria.
Runcorn lanzó una mirada furibunda a la mesa y Monk se quedó esperando.
– ¿Qué sugiere usted, pues? -dijo Runcorn finalmente-. Alguien buscaba algo. ¿O cree que se trataba de un ladrón corriente que quiso probar suerte? -La idea le repugnaba según delató su voz, incluso le obligó a torcer el gesto.
Monk eludió la pregunta.
– Lo que yo intento es averiguar qué buscaban en el piso -replicó haciendo retroceder la silla y levantándose-. A lo mejor es algo que a nosotros ni se nos había ocurrido.
– ¡Pues tendrá que ser un detective de primera para averiguar de qué se trata! -En los ojos de Runcorn relumbró el triunfo.
Pero Monk se irguió y lo miró abiertamente.
– Lo soy -dijo sin el más mínimo titubeo-. ¿O se figuraba que he cambiado?
Cuando Monk salió del despacho de Runcorn no tenía ni la más mínima idea acerca de cómo empezar. Había olvidado todos sus contactos, podía cruzarse por la calle con un perista o con un soplón y no reconocerlos. Tampoco podía preguntar a sus colegas. Si Runcorn le tenía manía, lo más probable es que también se la tuvieran otros, aunque Monk no podía imaginar quiénes. Dar a entender semejante flaqueza propiciaría un golpe de gracia. Runcorn sabía que Monk había perdido la memoria, ahora estaba completamente seguro de ello, a pesar de que sólo le había dicho ambigüedades. Ahora tenía una posibilidad, una buena oportunidad de defenderse de un hombre hasta haber recuperado una dosis suficiente de memoria y pericia profesional como para desafiarlos a todos. Si resolvía el caso Grey, no habría quién le pudiese, por mucho que dijera Runcorn.
De todos modos, le desagradaba sentirse odiado de aquella manera tan enconada y persistente y más sabiendo cada día con mayor certeza que las razones que tenía para odiarlo estaban justificadas.
¿Estaba luchando únicamente por su supervivencia? ¿O acaso el instinto de atacar a Runcorn era más fuerte que él, no sólo el deseo de encontrar la verdad y hacer justicia, sino también de llegar antes que Runcorn y asegurarse de que Runcorn quedaba enterado? Quizá de haber sido un simple espectador que observase a otros dos hombres, por lo menos una parte de su simpatía se habría inclinado hacia Runcorn. En su interior albergaba una crueldad que descubría por vez primera, un placer de salir vencedor que no despertaba precisamente su admiración.
¿Siempre había sido de aquella manera? ¿O era una reacción nacida de sus miedos?
¿Cómo empezaría a buscar a los ladrones? Pese a lo mucho que le gustaba Evan -y la verdad es que le gustaba cada día más, porque era un hombre entusiasta, amable, tenía sentido del humor y, por encima de todo, poseía una pureza de intenciones que Monk envidiaba-, no se atrevía a ponerse en manos de Evan diciéndole la verdad. Y para ser sincero (y algo de vanidad había también en esto), Evan era la única persona, aparte de Beth, que tenía de él una buena opinión sin paliativos, que le tenía simpatía. Monk no soportaba verse privado de ello.
En consecuencia, no podía pedir a Evan que le diera los nombres de soplones y peristas, sino que tenía que averiguarlos por su cuenta. De todos modos, si había sido tan buen detective como todo parecía indicar, tenía que conocer a muchos. Seguro que ellos lo reconocerían.
Llegó tarde y encontró a Evan esperándolo. Se disculpó, para sorpresa de Evan, y sólo más tarde cayó en la cuenta de que si Evan no esperaba que lo hiciera era simplemente porque él era su superior. Tenía que andarse con mucho cuidado, sobre todo si pretendía ocultar a Evan sus intenciones, y también sus mermas. Deseaba ir a comer a cualquier figón de los barrios bajos y esperaba que, si avisaba al tabernero, seguramente se le acercaría alguien. Tendría que adoptar la misma táctica en varios sitios diferentes pero, en cuestión de tres o cuatro días como mucho, tendría desde donde empezar a trabajar.
No conseguía recordar nombres ni caras, pero el olor de las tabernas le resultó francamente familiar. Sabía cómo debía comportarse sin necesidad de pararse a pensar en ello: tenía que cambiar de color como hacen los camaleones, dejar los hombros caídos, caminar con aire desenfadado, mantener los ojos bajos pero estar alerta. No es el hábito lo que hace el monje: un tahúr, un cochero, un carterista de categoría o un ladrón del Swell Mob pueden vestir tan bien como el primero… de hecho, el enfermero del hospital lo había tomado por uno de Swell Mob.
Pero Evan, con su rostro franco y angelical, sus ojos cargados de bondad, tenía un aspecto demasiado limpio para dar el pego. No había en él ni rastro de la astucia propia de los granujas y, sin embargo, algunos entre los granujas más eximios eran precisamente los mejor dotados para la simulación y los que tenían más cara de inocencia. Los bajos fondos son lo bastante grandes como para dar cabida a las infinitas variedades de la mentira y del fraude y no hay debilidad que quede sin explotar.
Empezaron un poco más al oeste de Mecklenburg Square en dirección a King's Cross Road. Viendo que la primera taberna no les proporcionaba un resultado inmediato se trasladaron más al norte, a Pentonville Road, después más al sur y finalmente de nuevo al este, a Clerkenwell.
A pesar de que la lógica parecía respaldar su método, al día siguiente Monk empezó a sentirse como si se hubiera lanzado a una empresa descabellada y a temer que Runcorn fuera el último en reírse. Así de aprensivo estaba cuando, por fin, en una taberna llena hasta los topes llamada The Grinning Rat, un hombrecito zarrapastroso que al sonreír descubría unos dientes amarillentos se deslizó hasta un asiento cercano a ellos, mirando a Evan con desconfianza. El local rebosaba ruido, olía fuertemente a cerveza, a sudor, a la suciedad de ropa y personas que llevaban mucho tiempo sin lavarse, a comida grasienta. El suelo estaba cubierto de serrín y el tintineo de los vasos era constante.
– ¿Qué tal, señor Monk? Hacía mucho tiempo que no lo veía. ¿Dónde se había metido?
Monk sintió una repentina excitación que se esforzó en disimular.
– Tuve un accidente -respondió hablando con voz inexpresiva.
El hombre lo miró de arriba abajo en actitud crítica y refunfuñó, rechazando la idea.
– Me han dicho que busca a alguien que le eche una mano, ¿no?
– Eso mismo -admitió Monk.
No debía precipitarse demasiado o le costaría demasiado caro, y no podía permitirse el andar con componendas; tenía que acertar a la primera si no quería parecer un novato. Veía por el ambiente o porque se lo decía el olfato que el regateo formaba parte del juego.
– ¿Se puede ganar algo? -preguntó el hombre.
– Puede ser.
– Bien -respondió mientras reflexionaba-. Usted siempre se ha portado correctamente conmigo, por esto usted siempre será primero que otro poli. Los hay que son fetén, que quede claro, pero hay algún julay que, si usted supiera, se le caería la cara de vergüenza. -Movió la cabeza y aspiró aire con fuerza poniendo cara de asco. Monk sonrió.
– ¿Qué quiere saber? -preguntó el hombre.
– Varias cosas. -Monk bajó más la voz y paseando la mirada por la mesa, sin fijarla en el nombre-. Cosas robadas… un perista y un buen copista.
También el hombre clavó los ojos en la mesa, concentrado en los cercos de los vasos que habían dejado su huella en la superficie.
– Peristas los hay a montones y copistas a patadas. ¿Son cosas especiales estas que usted dice?
– No mucho.
– ¿Por qué las busca, entonces? ¿Será que alguno se ha pasado?
– Sí.
– Está bien, ¿de qué se trata? Monk las describió lo mejor que supo: sólo podía recurrir a la memoria.
– Cubiertos de plata…
El hombre lo fulminó con la mirada.
Monk dejó a un lado la plata.
– Un objeto de jade -prosiguió- de casi un palmo de altura, una bailarina con los brazos levantados y los codos doblados. Jade rosa…
– Eso está mejor. -El hombre había levantado la voz y Monk evitaba mirarlo a la cara-. No hay mucho jade rosa por ahí -continuó-. ¿Algo más?
– Un cuenco de plata de unos diez centímetros, creo, y un par de cajas con incrustaciones para guardar rapé.
– ¿Cómo eran las cajas? ¿Plata, oro, esmalte? Expliquese un poco más.
– No me acuerdo.
– ¿Que qué? ¿Entonces cómo sabe lo que se han llevado? -El rostro se le ensombreció con la desconfianza y por vez primera miró a Monk-. ¡Oiga! ¿Había fiambre?
– Sí-dijo Monk con voz monocorde, mirando todavía la pared-, pero no fue el ladrón. Lo mataron antes del robo.
– ¿Está seguro? ¿Cómo sabe que fue antes del robo?
– Hacía dos meses que estaba muerto. -Monk sonrió con amargura-. De esto estoy más que seguro. Robaron en su casa sin él dentro.
El hombre se quedó pensando unos minutos antes de dar su opinión.
Junto a la barra estallaron unas ruidosas carcajadas.
– ¿Un robo en una casa cerrada? -dijo con aire de superioridad-. ¿Cómo sabían que encontrarían algo? ¿Qué ha dicho de un copista? ¿Qué pinta aquí el copista?
– Los ladrones entraron en la casa haciéndose pasar por policías -le replicó Monk.
El rostro del hombre se iluminó y se rió, divertido.
– ¡Ésa es buena! ¡Me gusta! -Se pasó el dorso de la mano por la boca y volvió a reír-. Sería un pecado chivarse de un tío con esos arrestos…
Monk se sacó medio soberano de oro del bolsillo y lo dejó sobre la mesa. Los ojos del hombre se prendieron de él como si hubiera quedado hipnotizado.
– Quiero encontrar al copista que hizo esas falsificaciones -repitió Monk, extendiendo la mano, volviendo a coger la moneda y guardándosela en un bolsillo interior, mientras los ojos del hombre seguían toda la trayectoria-. Y nada de comedias -le advirtió Monk-, porque como me metas las manos en los bolsillos, te acordarás, a menos que tengas ganas de ir a recoger estopa una temporada. No creo que a esos dedos tan rápidos que tienes les fuera a hacer ningún bien la estopa. -Sintió que el corazón le daba un vuelco al recordar, de pronto, imágenes de dedos humanos sangrando de tanto desenmarañar, un día tras otro, los cabos de las cuerdas mientras los años de sus vidas se iban desgranando sin pausa.
El hombre se hizo atrás.
– ¿Qué le pasa, señor Monk? En mi vida le he cogido nada. -Hizo la señal de la cruz precipitadamente aunque a Monk le quedó la duda de si la había hecho como confirmación de la verdad o a título de penitencia por la mentira-. Ya habrá mirado en los tenderetes -prosiguió el hombre con una mueca-, a lo mejor han bautizado a la señorita de jade, ¿no puede ser?
Evan parecía confundido, aunque Monk no sabía por qué.
– Casas de empeños -le tradujo-. Como es natural, los ladrones eliminan de los objetos cualquier detalle que pueda identificarlos, pero al jade no pueden hacerle gran cosa sin estropearlo. -Se sacó cinco chelines del bolsillo y se los dio al hombre-. Volveré dentro de dos días y, si sabes algo, te habrás ganado el medio soberano.
– Está bien, pero no aquí. Plumber's Row abajo hay un sitio que le llaman Purple Duck… cerca de Whitechapel Road. Nos encontraremos allí. -Miró a Monk de arriba abajo con aire contrariado-. Pero con ropa ful, ¿eh?, no me venga fardando a lo monaguillo, ¿eh? Y tráigase el oro, porque sabré algo. Ya lo verán… usted y usted -dijo mirando de reojo a Evan y después escurriéndose de la silla y perdiéndose entre el gentío.
Monk estaba encantado, de pronto cantaba por dentro. Hasta encontró tolerable el budín de ciruela, que se estaba enfriando rápidamente. Dirigió una amplia sonrisa a Evan.
– Venga disfrazado -explicó-, no me venga vestido como un cura.
– ¡Ah! -exclamó aliviado Evan, que estaba empezando a divertirse-, ya entiendo. -Echó una mirada a toda aquella multitud de rostros que tenía a su alrededor y entrevió el misterio detrás de la suciedad mientras su imaginación los revestía de un color indefinible.
Pasados dos días, Monk se vistió con ropa vieja, tal como le había recomendado el hombre; el soplón habría dicho «trapos». Monk hubiera dado cualquier cosa para recordar su nombre pero, a pesar de todos los esfuerzos que hizo, era tan incapaz de acordarse de aquello como de casi todo lo que le había ocurrido después de los diecisiete años. Había tenido atisbos de hechos que correspondían a años anteriores, incluidos su primer año, o los dos primeros años, de su vida en Londres, pero por mucho que se quedase despierto en la cama a oscuras, dejando vagar sus pensamientos, repasando una vez y otra todo lo que sabía en la esperanza de que su cerebro volviese a la vida de pronto y empezase a atar cabos, lo cierto es que no recordaba nada.
Monk y Evan estaban sentados en el local llamado Purple Duck. En el delicado rostro de Evan se reflejaba lo mucho que le molestaba estar en aquel sitio y los esfuerzos que hacía para disimularlo. Al mirarlo, Monk hubo de preguntarse cuántas veces habría estado él en aquel sitio para que no le molestase como a Evan. Seguramente para él aquella barahúnda, los olores, la despreocupada promiscuidad, eran cosas familiares que su subconsciente recordaba aunque su memoria no.
Tuvieron que aguardar casi una hora antes de que apareciese el soplón, pero llegó sonriente y se sentó junto a Monk sin decir palabra.
Monk no estaba dispuesto a comprometer el precio dejando adivinar su ansiedad.
– ¿Quieres beber? -le propuso.
– No, la moneda y basta -replicó el hombre-, no fuera que me vieran bebiendo con dos como ustedes, y no se me ofendan. Los taberneros tienen buena memoria y son muy bocazas.
– Así es -admitió Monk-, pero si quieres la moneda te la tienes que ganar.
– ¡Pero a qué viene eso, señor Monk! -Puso cara de ofendido-. ¿Es que le he engañado alguna vez? ¡Dígame!
Monk no tenía ni idea.
– ¿Has encontrado al copista? -preguntó sin responder a su pregunta.
– El jade no lo he podido encontrar, no estoy seguro, vamos.
– ¿Has encontrado al copista?
– ¿Conoce a Tommy, el que pasa dinero marcado?
Monk sintió un momentáneo acceso de pánico. Evan estaba observándolo, fascinado por el chalaneo. ¿Habría tenido que conocer al tal Tommy? Sabía lo que era dinero marcado, de la misma manera que sabía qué era un falsificador.
– ¿Tommy? -dijo parpadeando.
– ¡Sí! -respondió el hombre con impaciencia-. Tommy el ciego, bueno el que hace que es ciego. Y me parece que medio lo es.
– ¿Y dónde lo encontraré? -Haciendo como que no se tragaba algo, tal vez podría encontrar a qué aferrarse.
No podía descubrir que ignoraba algo que habría debido saber ni tampoco conformarse con datos que resultaran inútiles de puro vagos.
– ¿Encontrarlo usted? -El hombre sonrió con aire condescendiente ante semejante ocurrencia-. Usted no lo encontraría en su vida y no le conviene buscarlo porque es peligroso. Vive en las barracas y tan seguro como que en el infierno hay fuego que, como no vaya acompañado, le agujerean la barriga, vamos. Yo lo acompañaré.
– ¿Ahora hace de copista? -Monk disimuló su alivio con una observación indefinida y (así lo esperaba) intrascendente.
El hombrecillo lo miró lleno de sorpresa.
– ¡Ni hablar, hombre! Ése no sabe ni escribir su nombre, ¿cómo va a falsificar nada? Pero él conoce a uno que falsifica, y a mí me da en la nariz que es éste el que anda buscando, porque sabe que hace trabajos de este estilo.
– Está bien. ¿Y del jade qué? ¿Te has enterado de algo?
El hombre contrajo el rostro en una mueca tal que parecía una rata acorralada.
– Esto está un poco difícil, gobernador. Sé de uno que tiene una pieza., pero jura y perjura que se lo vendió un ganzúa… y usted no me dijo nada de ningún ganzúa.
– No, no era un ganzúa -admitió Monk-. ¿No sabes nada más?
– Sólo esto.
Monk sabía que mentía, aunque no habría podido decir por qué. Era suma, no era más que un cúmulo de impresiones demasiado vagas como para ser analizadas.
– No te creo una palabra, Jake, pero lo del copista lo has hecho bien. -Se hurgó en el bolsillo y sacó la prometida moneda de oro-. Y si nos llevas hasta el hombre que busco, te ganarás otra igual. Y ahora llévame a Tommy el ciego, el que pasa dinero marcado.
Se levantaron los tres y, abriéndose paso a través de los parroquianos, salieron en hilera a la calle. Habían recorrido unos doscientos metros cuando Monk se dio cuenta, con una excitación que casi no podía dominar, que había llamado al hombre por su nombre. Por fin volvían a él, no sólo los recuerdos, sino también su pericia. Apresuró el paso y no pudo por menos de sonreír a Evan.
El barrio que llamaban «las barracas» era una monstruosidad: un conjunto astroso de habitáculos amontonados, que se apuntalaban precariamente unos a otros, tablones que la humedad había empapado y pandeado, pavimentos y paredes cubiertos de remiendos y sobrerremiendos. Resultaba oscuro incluso en aquella tarde de finales de verano, y la humedad del aire se pegaba a la piel. Olía a excrementos humanos y los albañales que bajaban por los callejones en cuesta rebosaban inmundicias. El correteo y los chillidos de las ratas eran incesantes. Había gente por todas partes, echadas sobre piedras o amontonadas frente a las puertas, a veces en grupos de hasta seis u ocho unos vivos y otros muertos por hambre o enfermedad. En estos lugares el tifus y la neumonía eran enfermedades endémicas, y las enfermedades venéreas pasaban de unos a otros como las pulgas y los piojos.
Pasando junto a un albañal, Monk vio a un niño caído dentro. Debía de tener cinco o seis años y su rostro grisáceo en aquella media luz de la tarde sobrecogía el ánimo. Imposible decir si era niño o niña. Monk pensó con furiosa rabia que, aun siendo un acto de bestialidad golpear un hombre hasta matarlo, como a Grey, morir de manera tan abyecta como aquel crío era todavía más brutal.
Se fijó en la expresión de Evan, pálido el rostro en aquella semioscuridad y los ojos como agujeros abiertos en su cabeza. No se le ocurría nada que decir; allí las palabras no servían de nada. En lugar de hablarle, apretó su brazo fugazmente, en un gesto de intimidad que brotaba espontáneo en aquel horrible lugar.
Siguieron a Jake a lo largo de otra calleja y de otra más, subieron un tramo de escaleras que amenazaban con ceder bajo su peso a cada paso que daban y, al llegar arriba, Jake se detuvo por fin y les habló en un hilo de voz, como afectado por tanta miseria. Hablaba como se habla en presencia de un muerto.
– Unos cuantos escalones más, señor Monk, y estamos en casa de Tommy el ciego, que vive detrás de la puerta de la derecha.
– Gracias, te daré tu moneda cuando le haya hablado, y eso si nos sirve.
A Jake se le distendió la cara en una sonrisa.
– Ya me la he cobrado, señor Monk -dijo sosteniendo una moneda reluciente-. ¿Se figuraba que se me había olvidado cómo hacerlo? Menudo estaba yo hecho, de joven… -Se echó a reír y la soltó en su bolsillo-. A mí me enseñaron los mejores. Ya volveremos a vernos, señor Monk, todavía me debe otra si les echa el guante a los ladrones.
Monk sonrió a su pesar. Sería un ratero, pero había aprendido su arte de uno que se ganaba la vida enseñando a niños que robaban para él mientras él se quedaba con las ganancias a cambio de mantenerlos. El aprendizaje de la supervivencia. Tal vez su única alternativa habría sido morir de hambre, como el niño que habían visto. Solamente llegaban a adultos los que tenían dedos ágiles, los fuertes o los afortunados. Monk no podía permitirse el demorarse en juicios, y se sentía excesivamente presa de la piedad y de la ira como para intentarlo siquiera.
– Si los cazo, tuya es, Jack -le prometió antes de emprender el último tramo de escaleras, seguido de Evan.
Al llegar arriba, abrió la puerta sin llamar.
Al parecer, Tommy el ciego lo estaba esperando. Era un hombrecillo aseado de poco más de metro y medio de altura, de rostro desagradable y facciones acusadas, vestido de una manera que hasta él mismo habría calificado de chillona. No debía de padecer más que miopía, porque vio inmediatamente a Monk y supo quién era.
– ¡Buenas, señor Monk! Me han dicho que anda buscando a un copista… uno en especial, ¿no es eso?
– Exactamente, Tommy. Busco a uno que hizo unos papeles falsos para dos maleantes que robaron en una casa de Mecklenburg Square. Entraron haciendo ver que eran policías.
A Tommy se le iluminó la cara de satisfacción.
– Esto me gusta -admitió-, tiene su gracia, ¿verdad?
– Siempre que a uno no lo atrapen, claro.
– ¿Qué le va en ello? -dijo Tommy frunciendo los párpados.
– Asesinato, Tommy. Al que lo hizo le caerá la más larga, y al que lo ayudó lo mismo lo embarcan.
– ¡Dios mío! -Tommy se quedó visiblemente pálido-. Se puede imaginar si me gusta Australia. Y la grima que me dan los barcos. No entiendo por qué mandan a los hombres de aquí para allá de esta manera. No es natural. He oído contar cosas terribles. -Se estremeció-. Me han dicho que aquello está lleno de salvajes y de criaturas que no están hechas por un Dios cristiano. Y hay unas cosas con docenas de patas y otras cosas sin ninguna pata… ¡Uf! -Hizo girar los ojos en redondo-. ¡Valiente sitio, la Australia!
– Entonces no te arriesgues a que te manden a él-le aconsejó Monk sin asomo de simpatía- y encuéntrame al copista.
– ¿Seguro que es asesinato? -Tommy no parecía muy convencido.
Monk se preguntó si sería por una cuestión de fidelidades o simplemente de contrastar una ventaja con otra.
– ¡Claro que es seguro! -dijo en voz baja y monocorde, consciente de la amenaza que llevaba implícita la afirmación-. Asesinato y robo. Robaron plata y jade. ¿Sabes algo de la figura de jade de una bailarina, jade rosa, un palmo de alta, más o menos?
Tommy se puso a la defensiva y en su voz espesa y nasal se apreciaba un sentimiento de miedo.
– Hacer de soplón no es lo mío, gobernador. De esto nada, no me va a sacar nada.
– ¿Y el copista? -dijo Monk, inalterable.
– Eso, bueno, lo llevaré a verlo. ¿Y yo qué saco?
La esperanza nunca muere. Si la espantosa realidad del barrio no había podido con ella, ¿cómo iba a poder Monk?
– Suponiendo que sea el hombre que busco -refunfuñó.
Tommy los llevó a través de otro laberinto de callejones y escaleras, sin que Monk pudiera calcular qué distancia habían recorrido realmente. Sospechó que se trataba más bien de desorientarlos y que, en realidad, sólo se habían desplazado unos centenares de metros. Por fin se detuvieron delante de una puerta grande y, después de dar un fuerte golpe a la misma, Tommy el ciego desapareció y la puerta se abrió de par en par.
La habitación en la que entraron estaba muy iluminada y olía a quemado. Una vez dentro, Monk levantó involuntariamente los ojos al techo y vio unos tragaluces de vidrio. Se fijó también que en la parte baja de las paredes había unas grandes ventanas. Era lógico: la pluma hábil de un falsificador necesitaba luz a raudales.
El hombre que estaba en la habitación se volvió a mirar a los que entraban. Era rechoncho, ancho de hombros y con unas grandes manazas cortas y achatadas. La piel de su cara era muy pálida aunque años de suciedad habían acabado por prestarle color, y su cabello, fino y descolorido, se le pegaba en mechones a la cabeza.
– ¿Y bien? -preguntó, un tanto irritado.
Monk vio, al hablar, que tenía los dientes cortos y renegridos y hasta le pareció que, incluso a la distancia en que se encontraba, notaba el olor a rancio que despedían.
– Falsificaste unas cédulas de identificación para dos que se hicieron pasar por policías de Lye Street. -Lo afirmó, no lo preguntó-. Pero no he venido a verte por esto, sino porque quiero encontrar a los hombres. Es un caso de asesinato, y te conviene quedar al margen.
El hombre lo miró de reojo y distendió los labios, como si se estuviera riendo para sus adentros.
– ¿Usted es Monk?
– ¿Y qué si lo soy? -Le sorprendió que el hombre supiera de él. ¿Tan famoso era? Por lo visto, sí.
– Está muy solicitado su caso, ¿no? -El hombre a duras penas podía contener su satisfacción, y le temblaban las carnes por la risa que reprimía.
– Ahora el caso lo llevo yo -replicó Monk.
No quería que el hombre supiera que el robo y el asesinato eran delitos independientes, porque la amenaza de la horca era sumamente útil.
– ¿Y qué quiere? -preguntó el hombre.
Tenía la voz ronca, como de haber reído o gritado mucho, aunque costaba bastante imaginarlo haciendo cualquiera de las dos cosas.
– ¿Quiénes son? -lo acogotó Monk.
– Pero, señor Monk, ¿cómo quiere que lo sepa?-Sus hombros macizos seguían agitándose-. ¿Usted se figura que pregunto a la gente cómo se llama?
– Probablemente no, pero sabes quiénes son. No te hagas el longuis, no te va.
– Conozco a gente -admitió con una voz que era apenas un susurro-, no se lo niego, pero no porque estén sin un chavo van a ser ladrones.
– ¿Estén sin un chavo? -Monk lo miró con ironía-. ¿Desde cuándo te dedicas a hacer falsificaciones de balde? No te veo haciendo favores a los mendigos. Ésos te pagaron y, si no ellos, alguien te pagó. Si no cobraste de ellos, ¿de quién cobraste? Con esto me basta.
Los ojos del hombre, entrecerrados como rendijas, se abrieron un poco más.
– ¡Vaya, inteligente el señor Monk, muy inteligente! -E hizo como que aplaudía en silencio con sus manos anchotas y fuertes.
– ¿Quién te pagó?
– Mi trabajo es confidencial, señor Monk. Como ponga la soga al cuello de mis clientes, mi negocio se va por los suelos. Era un prestamista, no le diré más.
– Los copistas tienen poca clientela en Australia -dijo Monk mirando los dedos ágiles y diestros del hombre-. Y allí el trabajo es duro… y el clima peor.
– Écheme el lazo, si quiere -dijo el hombre torciendo el gesto-, pero primero tendrá que cazarme y usted sabe tan bien como yo que nunca me echará el guante. -La sonrisa de su rostro no se alteró en absoluto-. Daría usted un paso en falso, a los polis pueden pasarles cosas horribles como los atrapen en las barracas y corra la voz.
– Y a los copistas que informan sobre sus clientes también les pueden pasar cosas horribles… como corra la voz -añadió Monk inmediatamente-. Cosas tan horribles como… dedos rotos. ¡Y ya me dirás qué hace un copista sin dedos!
El hombre lo miró fijamente, de pronto apareció un odio manifiesto en sus ojos cansados.
– ¿Y cómo va a correr la voz, señor Monk, si yo no le he dicho nada?
Evan, que se había quedado en la puerta, se movía inquieto, pero Monk no le prestaba atención.
– Porque yo diré que tú me lo has dicho -replicó Monk.
– Pero si todavía no ha encontrado a los ladrones… -La voz ronca iba recuperando tono, al dar con nuevos temas de burla.
– A alguien encontraré.
– Para esto se necesita tiempo, señor Monk. ¿Cómo va a encontrar a nadie si yo no se lo digo?
– No te precipites, copista -le espetó Monk bruscamente-. No tienen por qué ser los culpables, cualquiera me sirve. Y para cuando se descubra que me confundí de hombres, tú ya tienes los dedos rotos. Tardan en curar, te lo advierto, y según me han dicho los dolores duran años.
El hombre le dirigió una palabra obscena.
– Muy bien -dijo Monk mirándolo con asco-. ¿Quién te pagó?
El hombre lo observó con el odio pintado en la cara.
– ¿Quién te pagó? -Monk se inclinó ligeramente hacia delante.
– Josiah Wigtight, prestamista -le escupió el hombre-. Lo encontrará en Gun Lañe, Whitechapel. ¡Y ahora váyase!
– ¿Prestamista? ¿Y a qué clase de gente presta?
– A los que le pueden devolver el préstamo, ¡no se chupa el dedo!
– Gracias -dijo Monk con una sonrisa e irguiendo mucho el cuerpo-. Gracias, copista, tienes el negocio asegurado. No nos has dicho nada.
El copista le lanzó otro insulto, pero Monk ya había cruzado la puerta y se apresuraba a bajar por las escaleras desvencijadas, con Evan, angustiado y lleno de dudas, pegado a sus talones. Pero Monk no le dio ninguna explicación ni se fijó en su mirada interrogativa.
Se había hecho demasiado tarde para ir a ver al prestamista y lo único que ocupaba los pensamientos de Monk en ese momento era cómo salir de las barracas de una pieza, antes de que alguien les pegara una puñalada sólo para quitarles la ropa, a pesar de lo ajada que estaba, o por la simple razón de que eran intrusos.
Dio las buenas noches a Evan sin entretenerse y éste lo miró con aire vacilante, aunque enseguida le respondió en voz baja antes de perderse en la oscuridad, elegante figura extrañamente joven vista a la luz de gas.
De vuelta a casa de la señora Worley, tomó una comida caliente por la que dio gracias a Dios mientras saboreaba cada bocado al tiempo que se odiaba por ello, pues no podía apartar de sus pensamientos la imagen de aquellos que hubieran cantado victoria por el solo hecho de haber sobrevivido un día más y comido lo suficiente para conservar la vida.
Toda aquella miseria no le había resultado extraña, mientras que a Evan era evidente que sí. Debía de haber frecuentado aquellos lugares en el pasado. Se había dejado guiar por el instinto, había modificado su porte adaptándose al ambiente para no parecer ajeno a él y para no parecer, sobre todo, un representante de la autoridad. Los mendigos, los enfermos, aquellos que habían abandonado toda esperanza lo movían a extrema piedad y le provocaban una profunda e insistente cólera… sorpresa, no.
El trato desconsiderado que le había deparado al copista le había salido natural, sin mediar cálculo alguno. Conocía las barracas y los que las habitaban. Puede que incluso hubiese sobrevivido a ellas.
Sólo cuando hubo dejado vacío el plato, se apoyó en el respaldo de la silla y pensó en el caso.
Un prestamista encajaba en el caso. Era muy posible que Joscelin Grey hubiera recurrido a un prestamista al perder sus modestos bienes en el negocio de Latterly, sabedor de que su familia no le ayudaría. Tal vez el prestamista no tuviera intención de matarlo, sino sólo atemorizarlo para que le devolviese el dinero, advirtiendo de paso a otros deudores morosos. Al tratar Grey de defenderse, la cosa se le había escapado de las manos. Sí, era posible. El visitante que había llamado a la puerta de Yeats era un matón del prestamista. Tanto Yeats como Grimwade habían dicho que era un hombre alto, delgado y fuerte, a juzgar por cómo le quedaba la ropa.
¡Vaya bautismo para Evan el de hoy! No había abierto la boca. Ni siquiera le había preguntado a Monk si tenía intención de detener a personas inocentes y correr la voz de que el copista los había delatado.
Monk se sintió flaquear al recordar lo que había dicho; pero era, sencillamente, lo que le había dictado el instinto. Había sido un arrebato de violencia que había nacido espontáneamente; sorprendido de haberlo visto en otra persona. ¿Él era así? No podía tratarse de una amenaza que pensara llevar a la práctica. ¿O sí? Recordaba la rabia que había brotado en su interior ante la sola mención de la palabra prestamista. Los prestamistas eran parásitos de los desesperados que se aferran a la respetabilidad, principio que veneran. En ocasiones, el único bien que poseía un hombre era su honradez, su única fuente de orgullo, su identidad en medio del anonimato y la desdicha generales.
¿Qué habría pensado Evan de él? No era cosa que le dejara indiferente, le entristecía pensar que podía decepcionarle, que Evan pudiese considerar sus métodos tan detestables como el delito que pretendían combatir, sin entender que lo que usaba sólo eran palabras, nada más que palabras.
¿Podía Evan conocerle mejor de lo que él se conocía a sí mismo? Evan debía de estar al corriente de su pasado. Tal vez en otros tiempos sus palabras habían sido una advertencia a la que seguía una acción.
¿Qué habría pensado de él Imogen Latterly? Aquella fantasía suya era un despropósito. Las barracas eran una realidad tan alejada de ella como los planetas del espacio. Se habría sentido enferma y asqueada con sólo verlas, no digamos si las hubiese tenido que visitar o tratar con sus moradores. Si ella le hubiera visto amenazar al copista, si hubiera llegado a presenciar aquella escena en la habitación inmunda, no habría permitido que volviera a entrar nunca más en su casa.
Estaba sentado con la mirada clavada en el techo, lleno de ira y dolor. ¡Qué perspectiva tan pobre la de enfrentarse al día siguiente al usurero que tal vez había matado a Joscelin Grey! Odiaba aquel mundo con el que tenía que estar en contacto; lo que deseaba era pertenecer a aquel otro mundo, limpio y exquisito, y poder hablar de igual a igual con gente como los Latterly. Entonces Charles no adoptaría con él aquellos aires de superioridad, y él habría podido hablar con Imogen Latterly como se habla con una amiga y habría discutido con Hester sin la cortapisa de su inferioridad social. Habría sido un placer extraordinario para él. Le habría encantado cantarle unas cuantas verdades a aquella muchacha testaruda.
Pero precisamente porque odiaba tan profundamente las barracas, no podía ignorarlas. Las había visto, sabía de su sordidez y su desesperanza, que nunca desaparecerían de allí.
Bien, por lo menos ahora podría dirigir su furia contra algo, encontraría al hombre violento y codicioso que había apaleado a Joscelin Grey hasta matarlo. Y así, podría pensar en Grey reconciliado consigo mismo… y Runcorn quedaría derrotado en toda la línea.