Así que Monk se encontró en la calle se sintió mejor, si bien todavía no había podido sacudirse de encima por completo aquella impresión que lo había atenazado de forma tan violenta. Pese a haber durado un instante, había sido tan real que le había empapado el cuerpo de sudor caliente y después lo había dejado presa de temblores y náuseas ante la pura bestialidad de la visión.
Levantó la mano temblorosa y se tocó la mejilla húmeda. Caía una lluvia persistente que el viento torcía.
Se volvió a mirar a Evan, que iba detrás de él. En su cara no había ningún signo que revelase si también él había sentido aquella presencia salvaje. Parecía confundido y hasta un poco preocupado, pero Monk no logró descifrar ningún otro sentimiento en su expresión.
– Un hombre violento -dijo Monk, con los labios tensos, para repetir las palabras de Evan.
– Sí, señor-corroboró Evan solemnemente, atrapándolo y poniéndose a su lado.
Iba a decir algo más, pero cambió de parecer.
– ¿Por dónde va a empezar? -le preguntó, en cambio.
Monk tardó un momento en concentrar sus pensamientos para poder contestarle. Caminaban por Doughty Street en dirección a Guilford Street.
– Volveré a revisar las declaraciones -respondió, parándose junto al bordillo de la esquina justo cuando un cabriolé pasaba a toda velocidad junto a ellos y las ruedas proyectaban hacia los lados el barro del pavimento-. No se puede empezar por otro sitio, que yo sepa. Comenzaré por lo menos prometedor. El barrendero está allí-dijo indicando al niño a pocos metros de donde estaban, activamente ocupado en recoger paletadas de excrementos y una moneda de un penique que alguien le había arrojado-. ¿Es el mismo?
– Creo que sí, señor, pero desde aquí no distingo bien su cara.
Era un eufemismo, porque la cara del niño estaba oculta bajo la suciedad y las consecuencias de su ocupación y llevaba cubierta la mitad de la cabeza por un enorme gorro de tela que lo protegía de la lluvia.
Monk y Evan atravesaron la calle en dirección al chico.
– ¿Qué me dice ahora? -preguntó Monk cuando estuvieron junto al muchacho.
Evan asintió con la cabeza.
Monk buscó una moneda en el bolsillo, ya que se sentía obligado a recompensar al niño por lo que dejase de ganar durante el tiempo que le dedicase. Sacó dos peniques y se los dio.
– Alfred, soy policía y quisiera hablar contigo sobre el caballero que asesinaron en el número seis de la plaza.
El chico se embolsó los dos peniques.
– Ya, ya, pero yo ya dije lo que sabía cuando me preguntaron -le respondió sorbiéndose los mocos.
Levantó los ojos con aire esperanzado: valía la pena hablar con un hombre dispuesto a desprenderse de dos peniques.
– Es posible -admitió Monk-, pero de todos modos me gustaría hablar contigo.
Junto a ellos pasó con estruendo el carro de un vendedor ambulante que se dirigía a Grey's Inn Road y que los salpicó de barro y dejó a sus pies un par de hojas de col.
– ¿No podríamos subir a la acera? -inquirió Monk, procurando disimular lo incómodo que se sentía.
Se estaba ensuciando las botas nuevas y tenía húmedas las perneras del pantalón.
El chico asintió con la cabeza y, para subrayar la poca destreza de aquellos señores para eludir ruedas y cascos y mostrando la condescendencia propia del profesional frente al aficionado, los dirigió hacia el bordillo.
– ¿Entonces qué? -preguntó, esperanzado, escondiendo los dos peniques en algún lugar de los pliegues de sus varias chaquetas y sorbiéndose ruidosamente los mocos. Se abstuvo de enjugárselos con la mano por deferencia a la condición de sus superiores.
– ¿Viste al comandante Grey entrar en su casa el día en que lo mataron? -le preguntó Monk con la gravedad que requería el caso.
– Sí, lo vi y no me di cuenta de que lo siguiera nadie, por lo menos yo no vi a nadie.
– ¿Había mucho movimiento en la calle?
– No, era una noche muy mala, aunque era por julio, llovía que era un contento. No había mucha gente y la poca que había iba como alma que lleva el diablo.
– Un par de años -respondió levantando las cejas como si le sorprendiera la pregunta.
– O sea que debes de conocer a todo el vecindario -prosiguió Monk.
– Sí, eso diría yo. -De pronto se le iluminaron los ojos como si acabara de entender por qué le hacía la pregunta-. ¿Quiere saber si vi a alguien que no era del barrio?
Monk asintió con la cabeza, satisfecho de su sagacidad.
– Ni más ni menos.
– Le dieron de palos hasta matarlo, ¿verdad?
– Sí. -Monk se sorprendió para sus adentros ante la precisión de la frase.
– Entonces usted no buscará a una mujer, ¿es cierto?
– No -admitió Monk, aunque de pronto se le ocurrió pensar que un hombre podía vestirse de mujer, suponiendo que el que mató a Grey no fuera un desconocido sino alguien que él conocía, alguien que con los años había ido acumulando todo el odio que parecía flotar en aquella habitación-.-A menos que fuera una mujer muy corpulenta -añadió- y muy fuerte, además.
El niño disimuló una mueca.
– La mujer que yo vi era más bien pequeña. Una como la mayoría de esas que andan por ahí buscando o por lo menos tienen pinta de mujeres. Por aquí no se ven ni busconas ni pendejos. -Volvió a sorberse los mocos y abrió mucho la boca para expresar su desaprobación-: Aquí sólo se ven de esas que pueden pagarse los que tienen pasta. -Y con un gesto de la mano indicó las historiadas fachadas de la plaza que tenía detrás.
– Ya comprendo -dijo Monk tratando de disimular lo mucho que le divertían aquellas explicaciones-. ¿Y aquella noche viste alguna mujer de esta clase que fuera al número seis?
Probablemente era una pregunta inútil, pero dadas las circunstancias convenía no dejar ningún cabo suelto.
– Ninguna que no vea siempre.
– ¿A qué hora?
– Cuando ya me iba para casa.
– ¿A eso de las siete y media?
– Eso mismo.
– ¿Yantes?
– Hablamos sólo del número seis, ¿verdad?
– Sí.
Cerró los ojos como si tratara de concentrarse profundamente para complacer a aquellos señores. Quizás así le caerían otros dos peniques.
– Uno de los caballeros que vive en el seis entró con otro que llevaba uno de esos cuellos de piel llena de rizos.
– ¿Astracán? -sugirió Monk.
– No sé cómo la llaman, lo que sí sé es que los dos entraron a eso de las seis y que ya no volví a ver a ese señor. Eso podría ayudar, ¿no?
– Quizá. Muchísimas gracias.
Monk se había puesto muy serio, le dio otro penique, lo que no dejó de sorprender a Evan, y después se quedó mirándolo mientras se perdía por el callejón con aire despreocupado y zafándose del tráfico, dispuesto a reanudar el trabajo interrumpido.
Evan tenía una expresión absorta y pensativa, si bien Monk no habría podido decir si estaba reflexionando acerca de las respuestas del chico o sobre sus medios de subsistencia.
– Hoy no veo por aquí a la vendedora de cintas -dijo Evan recorriendo con la mirada en uno y otro sentido la acera de Guilford Street-. ¿Con quién quiere hablar ahora?
Monk meditó un momento.
– ¿Cómo podemos localizar al cochero? Supongo que tenemos su dirección.
– Sí, señor, la tenemos, pero dudo que en estos momentos esté en su casa.
Monk volvió la cara hacia el viento que soplaba del este y que llegaba impregnado de fina llovizna.
– No, a menos que esté enfermo -hubo de admitir-. Hoy es un buen día para los cocheros. No hay quien vaya andando con este tiempecito si puede pagarse el trayecto en coche. -Parecía satisfecho de la observación que acababa de hacer, ya que sonaba inteligente e indicaba sentido común-. Le enviaremos una citación para que se pase por comisaría. De todos modos, no creo que agregue nada a lo que ya declaró. -Y con sonrisa sarcástica añadió-: ¡A menos que fuera él quien matara a Grey!
Evan clavó en él sus ojos sorprendidos y se quedó mirándolo fijamente, como si por un instante hubiera llegado a dudar de si hablaba o no en broma. Hasta el propio Monk pareció dudarlo un momento. No había motivos para creer en lo que había dicho el cochero. Podían haberse cruzado palabras violentas entre los dos, una discusión ridícula, tal vez por algo tan irrelevante como el importe del trayecto. Quizás el cochero había acompañado a Grey escaleras arriba para ayudarle a llevar alguna caja o paquete, había visto el piso, las comodidades, las dimensiones, los ornamentos y, dejándose llevar por un acceso de envidia, había atacado a Grey. También era posible que el cochero estuviese borracho; no era el primer cochero que se protegía contra el frío, la lluvia y las lar gas horas de trabajo abusando de la bebida. ¡Que Dios los ayudase, porque eran muchos los que morían de bronquitis o de tuberculosis!
Evan seguía mirándolo, como indeciso.
Monk levantó la voz para exponer sus últimas ideas.
– Debemos asegurarnos a través del portero de que Grey entró realmente solo en su casa. Al portero pudo pasarle inadvertida la presencia de un cochero llevando un paquete. Hay personajes que son invisibles, entre ellos los carteros; estamos tan acostumbrados a verlos que, aunque los ojos los perciban, el cerebro no los registra.
– Es posible. -En la voz de Evan parecía irse consolidando aquella idea-. Podría ser que recogiese datos para otra persona, anotase direcciones o trayectos caros, localizase posibles víctimas por encargo de alguien. ¿No sería ése un segundo empleo bien pagado?
– En efecto. -Monk estaba quedándose helado después de tanto rato de pie en el bordillo-. En cualquier caso, mejor que la de un muchacho que hace de barrendero porque él puede ver el interior de una casa, pero peor en lo tocante a saber cuándo la víctima está fuera. Si su plan era éste, no hay duda de que se equivocó con Grey. -Se estremeció de frío-. Quizá sería mejor hacerle una visita que enviarle una citación; podría ponerse nervioso. Está haciéndose tarde. ¿Y si tomamos un bocado en la taberna del barrio y nos enteramos de los cotilleos? Después usted podría volver por la tarde a la comisaría y averiguar si se sabe algo del cochero, en qué concepto lo tiene la gente… si sabemos quién es, por ejemplo, y quiénes son sus compañeros. Yo volveré a hablar con el portero y, a ser posible, con algún vecino.
La taberna del barrio resultó ser un sitio agradable y ruidoso donde les sirvieron con impecable cortesía una cerveza y un bocadillo, aunque los observaron con desconfianza por el hecho de ser desconocidos y, a juzgar por su indumentaria, policías. No se abstuvieron de hacer algún comentario capcioso, pero quedó muy claro que Grey no frecuentaba la casa y que en ella no le tenían una especial simpatía, sólo sentían ese interés general por lo macabro que despierta siempre el asesinato.
A la salida Evan volvió a la comisaría y Monk a Mecklenburg Square a fin de entrevistarse de nuevo con Grimwade. Comenzó por el principio.
– Sí, señor -dijo Grimwade armándose de paciencia-. El comandante Grey llegó alrededor de las seis y cuarto o tal vez un poco antes y a mí me pareció que tenía el aspecto de siempre.
– ¿Llegó en coche? -Monk quería asegurarse de que no había inducido al hombre a contestar una cosa determinada ni a sugerirle la respuesta que él quería.
– Sí, señor.
– ¿Cómo lo sabe? ¿Vio el coche?
– Sí, señor, lo vi. -Grimwade oscilaba entre el nerviosismo y la ofensa-. Se paró delante mismo de la puerta. La noche no estaba para dar ni un solo paso por la calle.
– ¿Vio al cochero?
– Mire usted, no veo dónde quiere ir a parar. Ahora la expresión de humillación era muy evidente.
– ¿Lo vio? -repitió Monk. Grimwade hizo una mueca.
– No lo recuerdo -admitió.
– ¿Bajó del pescante, ayudó al comandante Grey a llevar algún paquete, alguna caja o algo por el estilo?
– No, que yo recuerde. No, no bajó.
– ¿Está seguro?
– Sí, estoy seguro. No pasó por esa puerta.
La teoría se había ido por los suelos. Habría tenido que ser muy veterano para sentirse contrariado, pero no tenía experiencia con la que contar. Parecía que las preguntas se le ocurrían con facilidad, pero seguramente la mayoría estaban dictadas por el sentido común.
– ¿O sea que subió solo escaleras arriba? -era el último intento y estaba destinado a eliminar el más mínimo vestigio de duda.
– Sí, señor, subió solo.
– ¿Habló con usted?
– Que yo recuerde, no me dijo nada especial. Si no recuerdo nada supongo que será porque no me dijo nada. No me hizo nunca ningún comentario con respecto a miedos que pudiera tener o a si esperaba o no alguna visita.
– Sin embargo, aquella tarde y aquella noche algunas personas visitaron el edificio.
– Sí, pero no de las que van por ahí matando a la gente.
– ¿Cómo? -exclamó Monk levantando las cejas-. No irá a decirme que el comandante Grey se lo hizo él sólito de manera accidental, ¿verdad? Por supuesto que está la otra alternativa: el asesino ya estaba dentro.
El rostro de Grimwade cambió rápidamente pasando de la resignación a la extrema ofensa para llegar al horror total. Se quedó mirando a Monk pero no se le ocurría palabra alguna.
– ¿Tiene usted alguna otra idea? Supongo que no…yo tampoco -suspiró Monk-. Volvamos a recapitular. Usted ha dicho que, después de la llegada del comandante Grey, hubo dos visitantes: una mujer alrededor de las siete y un hombre más tarde, aproximadamente a las diez menos cuarto. Ahora bien, ¿a quién iba a ver la mujer, señor Grimwade, y qué aspecto tenía? Quisiera rogarle que, por favor, no haga alteraciones cosméticas en aras de la discreción.
– ¿Que no haga qué?
– ¡Que me diga la verdad, hombre! -le soltó Monk-. A los inquilinos podría resultarles muy molesto si tenemos que hacer la investigación de manera directa.
Grimwade lo miró, había comprendido perfectamente lo que Monk pretendía decirle.
– Ella era una mujer de vida alegre, señor; se llama Mollie Ruggles -dijo entre dientes-. De muy buen ver, señor, pelirroja por más señas. Conozco su dirección, señor, pero ya comprenderá que le quedaré muy agradecido si hace las diligencias oportunas con discreción y no le dice quién le ha dicho que ella estuvo aquí.
Sus esfuerzos para disimular la contrariedad que le producía la situación y su mirada implorante resultaban más bien cómicos.
Monk procuró no demostrar lo bien que se lo estaba pasando porque sólo habría servido para poner más nervioso al portero.
– Lo tendré en cuenta -accedió Monk, ya que tal proceder sólo podía redundar en su propio interés.
Las prostitutas son informantes muy útiles cuando se las trata con respeto.
– ¿A quién vino a ver?
– Al señor Taylor, señor. Vive en el piso número cinco. Viene a verlo con frecuencia.
– ¿Seguro que se trata de la mujer que me dice?
– Sí, señor.
– ¿La acompañó usted hasta la puerta del piso del señor Taylor?
– ¡Oh, no, señor! Conoce de sobra el camino. Y el señor Taylor… pues… -Se encogió de hombros-. Comprenderá, señor, que sería una indiscreción que la acompañara, ¿no le parece? Como tampoco me parece discreto que lo visitara usted -añadió no sin cierta intención.
– No -dijo Monk con una ligera sonrisa-. O sea que usted no abandonó su puesto habitual cuando ella entró.
– No, señor.
– ¿Hubo otras mujeres, señor Grimwade? Al hacerle la pregunta lo miró directamente, aunque Grimwade evitó sus ojos.
– ¿Tendré que hacer las averiguaciones por mi cuenta? -lo amenazó Monk-. Y dejar que los detectives hagan sus pesquisas.
Grimwade pareció sorprendido y levantó la cabeza con viveza.
– ¡No irá usted a hacer eso, señor! Se trata de caballeros que viven en la casa. Se marcharían. No tolerarían este tipo de cosas…
– Pues que no nos obliguen a hacerlas.
– Es usted un hombre muy duro, señor Monk.
Sin embargo, por debajo del resentimiento que dejaba traslucir su voz se adivinaba un involuntario. respeto. Aquello constituía de por sí una pequeña victoria.
– Quiero encontrar al hombre que mató al comandante Grey -le explicó Monk-. Una persona entró en este edificio, se abrió paso escaleras arriba hasta el piso del comandante Grey y lo golpeó repetidas veces con un bastón hasta causarle la muerte, después de lo cual siguió golpeándolo.
Notó la impresión que había causado en Grimwade y también él sintió la misma repulsión. Recordó la sensación de, horror que había experimentado durante su visita al lugar de los hechos. ¿Acaso las paredes retenían el recuerdo de las cosas ocurridas ante ellas? ¿Acaso quedaban flotando en el aire la violencia o el odio una vez consumado el acto que provocaban y hacían mella después en la persona sensible e imaginativa como una sombra de aquel horror?
No, era absurdo. Las personas que experimentaban este tipo de sensaciones no eran las imaginativas sino las propensas a tener pesadillas. Estaba permitiendo que sus propios miedos, que el horror de unos sueños que aún eran recurrentes y la vaciedad de su pasado ocuparan su presente y nublaran su entendimiento. Bastaba con que pasase un poco más de tiempo, que fuera elaborándose un poco más su identidad, que aprendiera a conocerse mejor, y otros recuerdos, más sólidos, se asentarían en la realidad. Recuperaría la claridad de entendimiento, tendría un pasado en el que afianzar sus raíces, otras emociones, otras personas…
¿O no sería, más bien, que se le presentaban recuerdos mezclados, distorsionados, como ocurre en los sueños? ¿Sería que estaba recordando jirones del dolor y del miedo que había sentido cuando el coche se volcó sobre él, derribando, aprisionándolo, y que oyó el grito de terror cuando cayó el caballo y el cochero salió proyectado de cabeza y murió estrellado contra las piedras de la calle? Debía de haber experimentado un miedo violento y, en el instante antes de quedar inconsciente, debió de sentir el dolor agudo y cegador que se produce en los huesos al fracturarse. ¿Era eso lo que había sentido? ¿Podía ser que no tuviera nada que ver con Grey, sino con sus recuerdos, simplemente un destello, una sensación, la violencia de unas impresiones mucho antes de que recobrara la claridad de la percepción real?
Debía averiguar más cosas acerca de sí mismo, qué había hecho aquella noche, adonde iba o de dónde venía. Qué clase de hombre había sido, qué personas le interesaban, a cuáles había agraviado o a quién debía algo. ¿Qué cosas le importaban? Todos los hombres tenían relaciones, todos los hombres tenían sentimientos, ansias incluso; los seres humanos despertaban pasiones en otros seres humanos. ¿No tenía que haber en algún sitio alguna persona que abrigase sentimientos con respecto a él, sentimientos que no tuviese que ver con la rivalidad y el resentimiento profesional? No era posible que hubiera sido tan negativo ni que careciese hasta tal punto de objetivos que en toda su vida no hubiera dejado huella alguna en ningún otro ser.
Tan pronto como quedara libre de sus obligaciones, debía dejar a un lado a Grey, abandonar la reconstrucción pieza por pieza de la vida de aquel hombre, reunir las escasas claves que tenía de la suya propia y juntarlas una por una con toda la pericia de que fuera capaz.
Grimwade seguía esperando, observándolo lleno de curiosidad, consciente de que por un momento había dejado de ser objeto de su atención.
Monk volvió a mirarlo.
– ¿Y bien, señor Grimwade?-dijo con repentina suavidad-. ¿Qué otras mujeres hubo?
Grimwade confundió aquel tono de voz más bajo con una nueva amenaza.
– Una fue a ver al señor Scarsdale, señor, aunque él me pagó con generosidad para que no lo dijera.
– ¿A qué hora llegó?
– Hacia las ocho.
Scarsdale había dicho que había oído a alguien a [as ocho. ¿Se refería, quizás, a la mujer que había ido i verle a él, tratando así de cubrirse las espaldas por si la hubiera visto alguien?
– ¿Subió usted con ella? -dijo Monk mirando a Grimwade.
– No, señor, puesto que sabía que ya había estado aquí con anterioridad y que también conocía el camino. Además, yo sabía que el señor la estaba esperando.
Lo miró de reojo, con aire de complicidad, una mirada de hombre a hombre. Monk se dio por aludido.
– ¿Y la persona que vino a las diez menos cuarto? -preguntó-. Me refiero al visitante del señor Yeats, según información de usted mismo. ¿También conocía el camino?
– No, señor, subí con él porque no conocía mucho al señor Yeats y no había estado nunca en la casa, así se lo dije así al señor Lamb.
– Ya comprendo. -Monk se abstuvo de hacer ningún comentario negativo por la omisión de la muerte que había ido a ver a Scarsdale. Si seguía acosándolo frustraría sus propósitos-. ¿O sea que usted subió con dicho señor?
– Sí, señor -dijo Grimwade con firmeza-. Y vi cómo el señor Yeats le abría la puerta y lo hacía pasar.
– ¿Qué aspecto tenía el hombre? Grimwade frunció los ojos.
– Pues era un hombre alto… corpulento y… -De pronto, puso una cara compungida-. ¡No irá l suponer que fuera él quien lo hizo! -Lanzó un lento suspiro y con los ojos muy abiertos continuó-: Ahora que lo pienso… podría haber sido él…
– Sí, podría ser… -admitió Monk con voz precavida-. Cae dentro de lo posible. ¿Lo reconocería si volviera a verlo?
Grimwade puso cara de profundo abatimiento.
– ¡Ay, señor, en esto me ha cogido! No creo que pudiera reconocerlo. Mire usted, no lo vi de cerca cuando estuvo aquí abajo y, al subir las escaleras, yo no tenía en la cabeza otra cosa que el piso al que iba porque estaba muy oscuro. Estaba cayendo un chaparrón terrible y el hombre llevaba un abrigo grueso. Era una de esas noches en que la gente lleva el cuello del abrigo levantado y las alas del sombrero bajadas. Creo que era moreno, es lo único que podría asegurar, porque suponiendo que llevase barba, no debía de ser muy abundante.
– Lo más probable es que llevara la cara afeitada y quizá tenía la piel oscura. -Monk procuraba disimular la contrariedad que dejaba traslucir su voz. No quería que la irritación que sentía empujase al hombre a decir cualquier cosa con tal de complacerle, a lo mejor algo que no era verdad.
– ^-Era un hombre corpulento, señor -le dijo Grimwade en tono esperanzado-, y alto, un metro ochenta por lo menos. Esto ya descarta a bastante gente, ¿verdad?
– Sí, sí, por supuesto -admitió Monk-. ¿A qué hora salió?
– Lo vi salir por el rabillo del ojo, señor. Serían alrededor de las diez y media, o un poco antes, cuando pasó por delante de mi ventanilla.
– ¿Por el rabillo del ojo? ¿Está seguro de que era él?
– Tenía que ser él porque no lo había visto salir antes ni tampoco lo vi salir después y tenía el mismo aspecto. Llevaba el mismo abrigo y el mismo sombrero, era de la misma altura y del mismo peso. Aquí no vive nadie de esas trazas.
– ¿Habló usted con- él?
– No, parecía que tenía prisa. Con seguridad tendría ganas de llegar a su casa. Hacía una noche de todos los demonios, tal como le he dicho antes, señor, una noche que no era buena ni para los hombres ni para los animales.
– Ya lo sé. Gracias, señor Grimwade. Si recuerda alguna otra cosa, dígamelo o deje aviso a mi nombre en la comisaría. Que pase usted un buen día.
– Lo mismo digo, señor -dijo Grimwade con inmenso alivio.
Monk decidió esperar a Scarsdale, en primer lugar, para echarle en cara su mentira con respecto a la mujer y, en segundo lugar, para tratar de saber algo más acerca de Joscelin Grey. Se dio cuenta no sin una cierta sorpresa que apenas sabía nada de la víctima, salvo cómo había muerto. La vida de Grey era una hoja tan en blanco como la suya propia, Grey era una sombra circunscrita por unos cuantos detalles físicos, sin color o entidad suficientes para despertar amor u odio. Estaba fuera de duda que la persona que había golpeado a Grey hasta matarlo sentía mucho odio. Y no sólo lo había golpeado hasta matarlo sino que había seguido haciéndolo después de muerto. ¿Con qué propósito? ¿Había quizás algo en Grey que, de manera inconsciente o deliberada, hubiera podido generar tanta pasión, o sólo había sido el catalizador de algo que él ignoraba… y también su víctima?
Volvió a salir a la plaza y buscó dónde sentarse, para contemplar desde allí la entrada de la casa número seis. Scarsdale tardó más de una hora en llegar, ya empezaba a anochecer y hacía cada vez más frío, pero Monk consideró que valía la pena esperar. Lo vio llegar. Venía andando y Monk lo siguió a unos pasos de distancia; en el zaguán de la casa, preguntó a Grimwade si se trataba, en efecto, de Scarsdale.
– Sí, señor -dijo Grimwade en contra de su voluntad, pero a Monk no le interesaban las inquietudes del portero.
– ¿Me necesita para que lo acompañe?
– No, gracias. Encontraré el camino.
Subió los peldaños de dos en dos y llegó al final de la escalera justo en el momento en que se cerraba la puerta. Atravesó el rellano a zancadas y llamó con golpes enérgicos. Después de un segundo de vacilación se abrió la puerta. En pocas palabras, Monk dio a conocer su identidad y el asunto que lo había traído hasta allí.
Scarsdale no pareció contento de verlo. Era un hombre bajo y nervudo, cuyo rasgo más favorecedor era un bigote rubio que no armonizaba con el cabello, que empezaba a ralear, y unas facciones anodinas. Iba vestido con elegancia, aunque con un cierto amaneramiento.
– Lo siento, pero hoy no puedo recibirlo -le dijo con brusquedad-. Tengo que cambiarme, porque ceno fuera. Vuelva mañana o pasado mañana.
Monk, que era más fornido que él, no estaba dispuesto a que lo echaran a cajas destempladas.
– Mañana tengo que hacer otras visitas -dijo interponiéndose en el camino de Scarsdale- y necesito que me dé cierta información ahora.
– Pues no tengo ninguna información que darle… -comenzó a decir Scarsdale echándose atrás como si se dispusiera a cerrar la puerta.
Monk dio un paso adelante.
– Sí, por ejemplo el nombre de la muchacha que vino a verle la noche en que el comandante Grey fue asesinado y por qué nos mintió con respecto a ella.
Monk consiguió lo que quería: Scarsdale se había quedado de una pieza. Sin saber qué decir, dudó si marcarse un farol o intentar un arreglo amistoso. Monk lo observaba lleno de desprecio.
– Yo… -comenzó Scarsdale- yo creo que usted no me ha interpretado… Todavía no sabía qué decir. Monk tensó el rostro.
– A lo mejor preferiría que hablásemos del asunto en un lugar más discreto que el recibidor, ¿no?
Echó una ojeada a la escalera y al rellano, al que daban otras puertas… entre ellas la de Grey.
– Sí… sí, supongo que sí. -Era evidente que Scarsdale se sentía muy incómodo y tenía la frente perlada de sudor-. De todos modos no puedo decirle nada que tenga que ver con la cuestión, ¿sabe usted? -Retrocedió hacia el interior de su casa y Monk lo siguió-. La muchacha que estuvo a verme no tiene relación con el pobre Grey y ella no vio ni oyó a nadie.
Monk cerró la puerta de la casa y siguió al hombre hasta el salón.
– Esto quiere decir que usted ya se lo ha preguntado, ¿verdad, señor? -Dejó que su cara reflejase el interés que sentía.
– Sí, en efecto. -Scarsdale estaba empezando a recuperar el aplomo ahora que se veía rodeado de sus cosas.
Encendió la lámpara de gas y subió su intensidad; la luz se reflejaba ligeramente sobre el cuero bruñido, la antigua alfombra turca y las fotografías con sus marcos de plata. Un caballero que departía con un simple agente de policía de Peel.
– Por descontado que, de haber algún detalle que hubiera podido ayudarles en su trabajo, se lo habría comunicado.
Había empleado la palabra «trabajo» con una vaga condescendencia, una alusión al abismo que los separaba. No invitó a Monk a sentarse y también él permaneció de pie, un tanto incómodo, entre el aparador y el sofá.
– En cuanto a esa señorita, ¿la conoce usted bien? -Monk no trató de eliminar el desprecio sarcástico que evidenciaba su voz.
Scarsdale quedó confundido, sin saber si debía mostrarse insultado o mentir, debido a que no se le ocurría nada lo bastante tajante. Optó por lo último.
– ¿A qué se refiere? -preguntó con una cierta altivez.
– A si puede responder de su veracidad -respondió Monk mientras clavaba sus ojos en los de Scarsdale y acompañaba la mirada de una sonrisita irónica-. Dejando aparte su… «trabajo» -con toda deliberación había elegido la misma palabra-, ¿se trata de una persona de absoluta probidad?
A Scarsdale se le encendió el rostro y Monk comprendió que acababa de perder cualquier posibilidad de cooperación por su parte.
– ¡Usted se excede en su autoridad! -le escupió Scarsdale-. Y además, es un impertinente. Mis asuntos particulares no le atañen para nada. Váyase con tiento con las palabras o me veré obligado a presentar una queja a sus superiores. -Después de echar una mirada a Monk, decidió que no sería una buena idea-. La señora en cuestión no tiene motivo alguno para mentir -dijo con altanería-. Vino aquí sola y se marchó sola y no vio a nadie al entrar ni al salir, salvo a Grimwade, el portero, lo que usted mismo puede comprobar preguntándoselo a él directamente. Como usted sabe, aquí no entra nadie si él no lo autoriza. -Aspiró ligeramente por la nariz-. ¡Esta casa no es un establecimiento donde se alquilan habitaciones!
Por espacio de un segundo sus ojos se pasearon por el elegante mobiliario para luego posarse en Monk.
– De esto se deduce entonces que Grimwade tuvo que ver al asesino -replicó Monk, sin apartar los ojos del rostro de Scarsdale.
Scarsdale captó la insinuación y palideció. Podía ser arrogante y estar quizá cargado de prejuicios, pero no tenía un pelo de tonto.
Monk aprovechó lo que consideraba su mejor oportunidad.
– Usted es un caballero de posición social similar a la del comandante Grey. -El comentario hipócrita le despertó remordimientos-. Además, es su vecino inmediato. Con seguridad, podría hacerme algún comentario acerca de su persona, ya que no sé nada de él.
Scarsdale pareció contento de cambiar de tema y, pese a su irritación, parecía halagado.
– Sí, por supuesto -admitió él rápidamente-. ¿No sabe nada de él?
– Nada en absoluto -admitió Monk.
– Era un hermano menor de lord Shelburne, ¿sabe usted? -Los ojos de Scarsdale se dilataron y por fin decidió desplazarse hasta el centro del salón y sentarse en un sillón de madera tallada y respaldo duro. Con un gesto vago del brazo autorizó a Monk a hacer lo propio.
– ¿Ah, sí?
Monk escogió otro sillón de respaldo duro para no estar a un nivel inferior al de Scarsdale.
– Sí, por supuesto, una familia muy antigua -explicó Scarsdale con fruición-. Lady Shelburne, viuda de lord Shelburne, era la hija mayor del duque de Ruthven… o eso creo. Si no era ese ducado era otro de nombre parecido.
– Hábleme de Joscelin Grey -le recordó Monk.
– ¡Ah, era un tipo muy cordial! Fue oficial en Crimea, no me acuerdo de qué regimiento, pero sé que poseía un brillante historial militar -asintió vigorosamente-. Creo que me dijo que lo habían herido en Sebastopol y había pasado a la reserva. Tenía una ligera cojera, el pobre, aunque no lo afeaba, si quiere que le sea franco. Era muy bien parecido y tenía un gran encanto, gustaba mucho a la gente, ¿sabe usted?
– ¿La familia es rica?
– ¿Los Shelburne? -A Scarsdale pareció divertirle la ignorancia de Monk, se veía que estaba recuperando su aplomo-. ¡Y tan rica! Pero supongo que usted ya lo sabe… bueno, quizá no. -Miró a Monk de arriba abajo con aire despectivo-. Por supuesto que todo el dinero fue a parar al hijo mayor, el actual lord Shelburne. Ya se sabe, siempre ocurre igual, toda la fortuna es para el hijo mayor, incluso el título. De este modo no se fragmenta el patrimonio, de lo contrario quedaría todo desperdigado, ¿comprende usted? La propiedad perdería todo su poder.
Monk reprimía el deseo de demostrarle que no necesitaba lecciones y de que estaba perfectamente al corriente de las leyes que rigen la primogenitura.
– Sí, gracias. ¿De dónde procedía el dinero de Joscelin Grey?
Scarsdale agitó las manos, pequeñas pero con gruesos nudillos y uñas muy cortas.
– Pues de ganancias de negocios, supongo. No creo que tuviera mucho dinero, pero tampoco estaba necesitado. Siempre iba muy bien vestido. La indumentaria de una persona dice mucho de ella, ¿sabe usted?
Volvió a mirar a Monk torciendo ligeramente los labios, pero al percatarse de la calidad de la chaqueta de Monk y de la porción de la camisa que quedaba a la vista cambió de opinión y sus ojos reflejaron cierta confusión.
– Que usted supiera, este señor no estaba ni casado ni comprometido, ¿no es así?
Monk lo dijo con una cara muy seria, con la que disimuló en parte su satisfacción.
Scarsdale pareció sorprendido ante su ineficiencia.
– ¿Será posible que no lo sepa?
– Sí, sabemos que no mantenía ninguna relación de tipo oficial -dijo Monk apresurándose a enmendar el error-, pero usted se encuentra en unas circunstancias favorables para saber si existía alguna relación, alguna persona en la que él tuviera… algún interés.
Las comisuras de los gruesos labios de Scarsdale se torcieron hacia abajo.
– Si se refiere a una relación de conveniencia, no estoy enterado, aparte de que las personas de buena cuna no indagan en los gustos personales… o acomodos de otro caballero.
– No, no me refiero a una relación con intereses de tipo económico -respondió Monk no sin una sombra de desdén-, sino a alguna señora a la que pudiera haber… admirado… o incluso cortejado.
La indignación que hizo presa en Scarsdale le hizo subir los colores.
– Que yo sepa, no.
– ¿Era jugador?
– No tengo ni idea. Tampoco yo lo soy, aunque algunas veces juego con amigos, por supuesto, aunque Grey no se contaba entre ellos. No he oído nunca ningún comentario al respecto, si es a esto a lo que se refiere.
Monk comprendió que aquella tarde no le sacaría más y, además, estaba cansado. Por otra parte, su propio misterio personal pesaba como una losa sobre sus pensamientos. ¡Qué extraño que el vacío pudiera ser tan acaparador! Se puso en pie.
– Gracias, señor Scarsdale. Si se entera de algo que pueda arrojar alguna luz sobre los últimos días de vida del comandante Grey o si sabe de alguien que pudiera desearle algún mal, espero que nos lo haga saber. Cuanto antes detengamos al sujeto que buscamos, más seguros estaremos todos.
También Scarsdale se puso en pie, ahora con el rostro tenso ante aquel sutil y desagradable recordatorio del hecho ocurrido en su mismo rellano y que había amenazado su seguridad mientras él estaba en su casa.
– Sí, naturalmente -dijo en tono algo perentorio-. Y ahora, si tiene la bondad de permitirme que me cambie de ropa, tengo que ir a una cena, como ya le he dicho.
Cuando Monk llegó a la comisaría encontró a Evan que lo estaba esperando. Se sorprendió al ver que se alegraba tanto de verlo. ¿Habría sido siempre ahora vivía en el aislamiento del recuerdo, de todo lo que podía haber sido amor o afecto en su vida? ¿No tendría un amigo en alguna parte, alguien con quien hubiera compartido penas y alegrías o cuando menos vivido unas experiencias comunes? ¿No habría habido ninguna mujer, en épocas pasadas si no recientes, algún tesoro de ternura, de risas o de lágrimas? De no ser así, quería decir que era una persona desabrida. ¿No habría tal vez alguna tragedia en su vida? ¿O algún agravio?
Sobre él se cernía la nada amenazando con engullir la precariedad del presente. No le quedaba siquiera el consuelo de la costumbre.
El rostro atento de Evan, todo nariz y ojos, era en extremo afable.
– ¿Ha encontrado algo, señor? Se levantó enseguida de la silla en la que estaba sentado.
– No mucho -respondió Monk con una voz de pronto más alta y firme que lo que justificaban las palabras-. No es probable que pudiera entrar nadie sin ser advertido, a excepción del hombre que visitó a Yeats alrededor de las diez menos cuarto. Dice Grimwade que era un hombre corpulento y que iba muy arrebujado en su ropa, lo que me parece lógico dada la noche que hacía. Según él, lo vio salir hacia las diez y media. Lo había acompañado hasta arriba, pero no lo vio de cerca y no cree que pudiera reconocerlo.
El rostro de Evan denotaba una mezcla de excitación y de decepción.
– ¡Maldita sea! -estalló-. ¿Podría haber sido cualquiera, entonces? -Observó a Monk con rapidez-. Por lo menos sabemos exactamente cómo entró. Esto es importante. ¡Felicidades, señor!
Monk sintió que se le levantaba el ánimo. Sabía que la reacción no estaba justificada porque, en realidad, se trataba de un paso muy pequeño. Se sentó en la silla detrás del escritorio.
– Medía alrededor de metro ochenta-reiteró-. Moreno y quizá con la cara afeitada. Supongo que esto limita un poco las posibilidades.
– Las limita enormemente, señor -exclamó Evan, entusiasmado, volviendo a ocupar su asiento-. Por lo menos ahora sabemos que no se trataba de un ladrón ocasional. Si visitó a Yeats o dijo que iba a visitarlo es porque lo tenía planeado y se había tomado la molestia de estudiar el edificio. Sabía qué otras personas vivían en él. Y, por supuesto, está también Yeats. ¿Lo ha visto?
– No, no estaba, pero me gustaría enterarme de algunas otras cosas sobre él antes de ir a verle.
– Sí, sí, claro. Supongo que, si sabe algo, lo más probable es que lo niegue. -El rostro de Evan reflejaba ansiedad y hasta su cuerpo parecía tenso bajo la elegante chaqueta que llevaba, como si estuviese esperando que sucediese algún hecho repentino allí mismo, en la propia comisaría-. El cochero está fuera de toda sospecha, esto por descontado. Se trata de una persona perfectamente respetable y hace veinte años que trabaja en esta zona, está casado y tiene siete u ocho hijos. Jamás ha habido quejas contra él.
– Sí -confirmó Monk-, Grimwade dijo que no lo vio entrar en el edificio, cree incluso que no bajó del pescante.
– ¿Qué quiere que haga con este Yeats? -preguntó Evan, con una leve sonrisa que le curvó los labios-. Mañana es domingo, no es buen día para visitas.
Monk lo había olvidado.
– Tiene usted razón. Déjelo para el lunes. Hace casi siete semanas que sigue en su casa, no es una pista muy interesante.
La sonrisa de Evan se hizo más franca aún.
– Gracias, señor. Tenía otros planes para el domingo. -Se levantó-. Que pase un buen fin de semana. Buenas noches.
Monk lo vio salir con la impresión de que algo se le escapaba. Era una tontería. Como era lógico, Evan tendría amigos, familia incluso y también cosas interesantes que hacer, quizás una mujer. Jamás se había parado a pensarlo. En cierto modo aquello venía a añadirse a su sensación de aislamiento. ¿Cómo pasaba el tiempo normalmente? ¿Tenía amigos ajenos a su trabajo, algún entretenimiento o pasatiempo? Tenía que haber más cosas debajo del hombre pertinaz y ambicioso que había descubierto dentro de sí hasta el momento.
Seguía hurgando inútilmente en su imaginación cuando oyó unos golpes en la puerta, unos golpes apresurados pero no demasiado insistentes, como si la persona que llamaba desease que no le respondiese para así marcharse sin tener que entrar.
– ¡Adelante! -gritó, con voz estentórea, Monk.
Se abrió la puerta y entró un muchacho robusto. Llevaba uniforme de policía. La mirada era ansiosa pero el rostro agradable y de tinte rosado.
– ¿Qué hay? -preguntó Monk. El joven carraspeó.
– Señor Monk…
– ¿Qué hay? -repitió Monk.
¿Conocía a aquel hombre? A juzgar por su expresión circunspecta, en el pasado debía de existir algún hecho importante para ambos, por lo menos para aquel joven. Estaba de pie en el centro de la habitación, parado pero descargando alternativamente el peso del cuerpo de un pie a otro. La mirada de Monk y su silencio hacían que se sintiera peor.
– ¿Puedo ayudarle en algo? -Monk trató de imprimir un tono afable a su voz-. ¿Tiene algo que decirme?
Habría dado cualquier cosa por recordar su nombre.
– No, señor… quiero decir sí, señor. Tengo que hacerle una consulta. -Hizo una inspiración profunda-. Esta tarde se ha recibido la información de que en casa de un prestamista ha aparecido un reloj… y he pensado que a lo mejor podía tener algo que ver con el caballero que asesinaron… ya que no se le localizó el reloj, sólo una cadena, ¿verdad, señor?
Sostenía en la mano un trozo de papel con una nota escrita con la actitud de quien espera que estalle de un momento a otro.
Monk cogió el papel y le echó una ojeada. Se trataba de la descripción de un reloj de oro de caballero con las iniciales}. G. grabadas con muchos ornamentos en la tapa del mismo. En el interior del reloj no había ninguna inscripción.
Levantó los ojos para mirar al agente.
– Gracias -dijo con una sonrisa-. Podrían ser muy bien… sus iniciales. ¿Qué otra cosa sabe sobre el particular?
El agente se quedó como la grana.
– Poco más, señor Monk. El hombre jura y perjura que la persona que lo empeñó era uno de sus clientes habituales, pero no porque lo diga vamos a creerlo, ¿no le parece, señor? Lo que pasa es que no quiere verse mezclado en ningún asesinato.
Monk volvió a echar una mirada al papel. En el mismo figuraba el nombre y la dirección del prestamista, lo que podía comprobar cuando se le antojase.
– No, miente sin duda -admitió-. Pero de todos modos podríamos enterarnos de algo si demostramos que se trata efectivamente del reloj de Grey. Gracias… ha sido usted muy perspicaz. ¿Puedo quedarme con el papel?,
– Sí, señor, no nos hace ninguna falta, tenemos muchos otros contra él.
El color rosa encendido de su cara dejaba ver su evidente satisfacción y su considerable sorpresa. Pero seguía clavado en el sitio.
– ¿Hay algo más? -preguntó Monk levantando las cejas.
– ¡No, señor! No hay nada más. Gracias, señor -dijo el agente girando sobre sus talones y saliendo con aire marcial, aunque tropezó en el umbral de la puerta al salir y titubeó antes de enfilar el pasillo.
Casi de inmediato volvió a abrirse la puerta y entró un sargento nervudo con bigote negro.
– ¿Se encuentra usted bien, señor? -preguntó a Monk al verlo con el ceño fruncido.
– Sí. ¿Qué le pasa a… él?
Hizo un gesto con la mano indicando la figura del agente que acababa de salir, deseoso de saber cómo se llamaba.
– ¿Harrison?
– Sí.
– Nada… le pasa que tiene miedo de usted. Eso es lo que le pasa. De todos modos, no tiene nada de extraño teniendo en cuenta el rapapolvo que usted le pegó delante de toda la comisaría cuando se le escapó aquel estafador… lo que, de hecho, no fue culpa suya porque es un contorsionista acabado. Era más difícil de agarrar que un cerdo untado de grasa. Y como le hubiéramos roto el cuello, el rapapolvo habría sido para nosotros.
Monk estaba confundido. No sabía qué decir. ¿Había sido realmente injusto con el chico o había motivos sobrados para decirle lo que le había dicho? A juzgar por las palabras del sargento, parecía como si hubiera mostrado una crueldad gratuita con el muchacho, pero sólo tenía una versión del caso, no había nadie que lo defendiera, que diera las explicaciones debidas, que justificara sus razones y dijera lo que a lo mejor él sabía y quizá los demás no.
Y por mucho que se devanara los sesos, tenía la cabeza en blanco, si no recordaba siquiera el rostro de Harrison, ya no digamos ningún detalle en relación con el incidente.
Se sentía estúpido allí sentado, con los ojos levantados hacia la mirada crítica del sargento, que era evidente que no sentía la más mínima simpatía hacia él por estimar que se había portado de manera injusta en aquella ocasión.
¡Monk estaba ansioso por encontrar una explicación! Quería saber, sobre todo para comprenderse. ¿Cuántos otros incidentes como éste iban a surgir aún, cosas que había hecho y que parecían feas vistas desde fuera, para alguien que no conocía su participación en el caso?
– ¿Señor Monk?
Monk volvió rápidamente a la realidad.
– Sí, sargento.
– He pensado que le gustaría saber que hemos atrapado al desalmado que mató al viejo Billy Marlowe. Lo colgarán, seguro. ¡Vaya elemento!
– ¡Oh, muchas gracias! Han hecho un buen trabajo.
No tenía ni idea de qué le estaba hablando el sargento, pero era evidente que se suponía que estaba al corriente del caso.
– Muy bien -añadió.
– Gracias, señor.
El sargento se irguió, después dio media vuelta y salió, cerrando la puerta con un sonoro chasquido. Monk prosiguió su trabajo.
Una hora más tarde abandonó la comisaría y recorrió lentamente las aceras húmedas y oscuras en dirección a Grafton Street.
Por lo menos las habitaciones de la señora Worley ya empezaban a hacérsele familiares. Sabía dónde estaban las cosas y, aún mejor, ello le proporcionaba sensación de intimidad. Allí no lo molestaba nadie, nadie se entrometía en el tiempo que se entregaba a la reflexión para intentar dar con una pista.
Después de comer el estofado de cordero acompañado de bolitas de pasta, caliente y reconfortante, aunque a decir verdad un poco pesado, dio las gracias a la señora Worley cuando le recogió la bandeja, la vio bajar con ella las escaleras y después volvió a revisar su escritorio. Las facturas iban a serle de poca utilidad, difícilmente podía ir al sastre y decirle:
– ¿Quién soy? ¿Qué cosas me gustan? ¿A usted le gusto o no le gusto y por qué?
Una de las pocas cosas que le satisfacían era que, al parecer, había sido puntual en el pago de las facturas, no había recordatorios de deuda y todos los recibos llevaban una fecha muy poco posterior a la de la factura. Por lo menos se había enterado de una cosa, aunque de poca importancia: era metódico.
Las cartas personales de Beth le revelaron muchas cosas acerca de ella: su simplicidad, su afecto espontáneo, toda una vida dedicada a lo pequeño. No hablaba en ellas de penalidades ni de inviernos rigurosos, tampoco de naufragios ni de hombres que se entregaban al salvamento. Las inquietudes que sentía por su hermano provenían de lo más profundo de sus sentimientos y no parecían esperar reconocimiento alguno. Se limitaba a transmitirle su afecto y su interés por él y daba por sentado que los sentimientos de su hermano eran iguales que los suyos. Él sabía sin necesidad de pruebas más evidentes que era porque él no le había dicho nada, ni siquiera le había escrito con regularidad. Le desagradaba pensar en ello, le producía una profunda vergüenza. Le escribiría pronto, redactaría una carta con visos suficientes de credibilidad, a lo mejor conseguía así una respuesta de ella que le revelase más cosas.
Al día siguiente por la mañana se despertó tarde y encontró a la señora Worley que llamaba a su puerta. La hizo pasar y la mujer le dejó el desayuno sobre la mesa, exhalando al mismo tiempo un suspiro y haciendo un movimiento con la cabeza. Tuvo que desayunar antes de vestirse ya que de lo contrario se le habría enfriado el desayuno. Después reanudó la búsqueda de rastros de su personalidad, que fue una vez más, infructuosa, nada que fuese más allá de sus objetos personales inmaculados y más bien caros. Todo aquello no le decía sino que tenía buen gusto, aunque más bien convencional. ¿Sería, quizá, que le gustaba que lo admirasen? ¿De qué servía la admiración, sin embargo, si era admiración por el coste o el buen gusto de determinadas pertenencias? ¿Era un hombre superficial? ¿Vanidoso? ¿O alguien que buscaba una seguridad que no sentía, que pretendía encontrar un lugar en un mundo que no creía que lo aceptase?
Hasta la misma habitación donde vivía era impersonal, con un mobiliario tradicional y unos cuadros sentimentaloides. ¿Sería que correspondían más a los gustos de la señora Worley que a los suyos?
Después de comer se vio obligado a inspeccionar los últimos sitios que le quedaban: los bolsillos de sus otros trajes y las chaquetas colgadas del armario. En la de mejor calidad, una chaqueta de vestir de muy buen corte, encontró un trozo de papel y, desdoblándolo con mucho cuidado, vio que se trataba de una hoja impresa que anunciaba unas vísperas en una iglesia que no conocía.
Quizá no estaba lejos. Vio brillar un rayo de esperanza. A lo mejor era miembro de alguna congregación religiosa. En ese caso el ministro lo conocería. Quizás allí tuviera amigos, un credo, tal vez incluso un cargo o algún tipo de ocupación. Volvió a doblar con cuidado la hoja de papel y la dejó en el escritorio, después entró en el dormitorio para lavarse, afeitarse y ponerse sus mejores galas, incluida la chaqueta de la que había sacado la hoja en cuestión. A las cinco de la tarde estaba preparado y bajó para preguntar a la señora Worley si sabía dónde estaba la iglesia de St. Marylebone.
Se llevó una gran desilusión al ver que ella mostraba la más absoluta ignorancia al respecto. Hervía por dentro a causa de esta contrariedad. La señora Worley habría debido conocer las señas, pero la expresión plácida e indiferente de su rostro demostraba bien a las claras que las ignoraba.
Ya estaba a punto de discutir con ella y de decirle a gritos que habría debido saber lo que le preguntaba cuando se dio cuenta de lo necio que habría sido actuando de ese modo, ya que sólo habría conseguido irritarla y alejar a una amiga cuando tan necesitado de amigos estaba.
La mujer lo miraba fijamente con el rostro enfurruñado.
– ¡Vaya, veo que se ha molestado! Déjeme que pregunte a mi marido, que conoce mejor que yo la ciudad. Por descontado que debe de estar en Marylebone Road, pero no sé el lugar exacto. La calle es larga, ¿sabe usted?
– Gracias -dijo con precaución, sintiéndose ridículo-, pero se trata de algo muy importante.
– Va a una boda, ¿verdad? -le dijo mirando la chaqueta negra e impoluta-. Lo que a usted le hace falta es un buen cochero que conozca el camino y lo lleve al sitio directamente y rápido, ¿no le parece?
Era una respuesta obvia y se preguntó por qué no se le había ocurrido. Le dio las gracias y, después de informarse con el señor Worley, que dijo que debía de encontrarse enfrente de York Gate, salió a buscar un coche.
Las vísperas ya habían empezado cuando subió de prisa las escaleras y entró en la sacristía. Oía las voces que se elevaban en el aire entonando el primer himno, más respetuoso que alegre. ¿Era un hombre religioso? Quizás habría sido más adecuado preguntar: ¿lo había sido? Era un hecho que en aquel momento no se sentía reconfortado ni abrigaba tampoco un sentimiento de reverencia, sólo de admiración ante la belleza sencilla de la arquitectura del templo.
Entró con rapidez, procurando pisar con los costados de sus relucientes botas al andar a fin de no hacer ruido. Se volvieron una o dos cabezas en señal de protesta, pero él las ignoró y se deslizó en el último banco y tanteó a su alrededor para dar con el libro de himnos.
No encontraba familiar el ambiente; podía seguir el himno porque la tonada era sencilla, sembrada de frases musicales corrientes. Se arrodillaba cada vez que veía arrodillarse a los demás y se levantaba cuando los demás se levantaban. Pero no sabía responder.
Cuando el ministro subió al pulpito para iniciar el sermón, Monk lo miró con atención mientras escudriñaba en su memoria para hallar algún indicio capaz de inducir el recuerdo. ¿Y si iba a ver a aquel hombre y le confesaba la verdad? ¿Si le pedía que le dijese todo lo que sabía de él? La voz sonaba monótona, emitía un lugar común tras otro. La benignidad del tono era evidente, pero estaba tan pendiente de las palabras que resultaba casi incomprensible. Monk iba hundiéndose cada vez más en aquella situación de impotencia en la que se encontraba. Parecía que el hombre ni siquiera era capaz de seguir el hilo conductor que enlazaba una frase con otra, ya no digamos entender la naturaleza y pasiones de su Grey.
Una vez entonado el último amén, Monk vio salir a los feligreses con la esperanza de que alguno removiera su memoria o, mejor aún, le dirigiera la palabra.
Ya estaba a punto de renunciar a aquella esperanza cuando se fijó en una mujer joven vestida de negro, esbelta y de estatura mediana, los negros cabellos peinados suavemente hacia atrás dejando al descubierto un rostro casi luminoso, unos ojos oscuros, una piel delicada y una boca de labios gruesos y generosos. No era el rostro de una persona débil, sino capaz tanto de romper a reír a carcajadas como de sumirse en la desesperación. Su forma de andar era grácil, lo que indujo a Monk a observarla.
Cuando la joven llegó a su altura pareció advertir su presencia y se volvió. Con los ojos muy abiertos, vaciló un momento y contuvo el aliento como si fuera a hablar.
Monk aguardó mientras sentía que la esperanza iba creciendo en su interior. Al mismo tiempo notaba una excitación absurda, tenía la impresión de que estaba a punto de ocurrir algo.
Pero fue un momento fugaz que se desvaneció enseguida y, como si la muchacha hubiera recuperado el dominio de sí misma, levantó un poco la barbilla, se recogió la falda en un gesto innecesario y continuó su camino.
Monk la siguió, pero ya se había perdido entre un grupo de personas, dos de las cuales, también vestidas de negro, al parecer iban con ella. Una de las personas era un hombre alto y rubio de unos treinta y cinco años, tenía suaves cabellos, nariz larga y porte severo; la otra era una mujer, se mantenía muy erguida y sus facciones denotaban un carácter fuerte. Los tres salieron a la calle y se quedaron esperando algún vehículo. Ninguno de los tres se volvió para mirarlo.
Monk regresó en coche a su casa sumido en un mar de confusiones, con una sensación de miedo y también de una loca y turbadora esperanza.