11

Monk estaba sentado en la butaca de su habitación y tenía la vista fija en el techo. Ya no llovía, y ahora el aire era bochornoso y húmedo, a pesar de lo cual Monk sentía un frío que le llegaba a los huesos.

¿Porqué?

¿Por qué? Era algo tan disparatado e inconcebible como una pesadilla e igual de confuso y obsesivo.

Había estado en el piso de Grey aquella noche, y allí había sucedido algo de lo que había huido tan precipitadamente que hasta se había dejado olvidado el bastón en el paragüero de la casa. El cochero lo había recogido en Doughty Street y después, a unas pocas millas de distancia, había sufrido el accidente que se había cobrado la vida del cochero, y su memoria.

Pero ¿por qué había tenido que matar a Grey? ¿De qué lo conocía? Sabía que no podía haberlo conocido en casa de los Latterly porque Imogen se lo había dicho claramente. No podía imaginar en qué circunstancia o acto social podían haberse encontrado. De haber estado involucrado en algún caso, Runcorn lo habría sabido y sus propias notas acerca del caso lo habrían reflejado.

¿Qué había de deducir entonces? ¿Por qué lo había matado? No hay nadie que siga a un desconocido hasta su casa y allí le dé de bastonazos hasta matarlo, sin que exista una razón. A menos que uno esté loco, naturalmente.

¿Sería esto? ¿Estaba loco? ¿Que su cerebro estuviera enfermo ya antes de que ocurriera el accidente? ¿Lo habría olvidado sencillamente porque entonces, al cometer aquella monstruosidad, era una persona distinta de la que era ahora, y no sabía, por tanto, absolutamente nada de ello, hasta el punto de que ignoraba la naturaleza de sus inclinaciones y compulsiones, e incluso su existencia? Allí dentro había experimentado un sentimiento innegable, anonadador y pasmoso: la pasión del odio. ¿Cómo era posible? Tenía que pensar. La única manera posible de resolver aquel enigma era pensar, buscarle un sentido a todo aquello, dar con el camino de regreso a la razón y al mundo de lo comprensible, volviendo sobre sus pasos y repasando todos los detalles uno a uno… pero aún así, no podía creerlo. ¿O es que no hay hombre inteligente y ambicioso que crea verdaderamente que está loco? También a esta idea estuvo dando vueltas.

Los minutos se transformaron en horas, que se arrastraron despacio a través de la noche. Primero se dedicó a pasear por su habitación incansablemente, iba de aquí para allá, de allá para acá, hasta que las piernas comenzaron a dolerle y se dejó caer en la silla, inmóvil, con las manos y los pies tan fríos que se le quedaron insensibles, pero la pesadilla continuaba siendo tan real como antes e igual de absurda. Fustigó su memoria, intentó reconstruirla a partir de pequeños detalles, volvió a rememorar todo lo que recordaba desde los tiempos de la escuela en adelante, pero no encontró rastro de Joscelin Grey, no encontró siquiera el recuerdo de haberlo visto. No existía razón alguna, ninguna evidencia, ni tan siquiera vestigio alguno de ira, de celos, de odio, de miedo… pero ahí estaba la prueba: él había estado en aquel cuarto. Debió de aprovechar la ausencia de Grimwade mientras acompañaba a Bartholomew Stubbs a ver a Yeats.

Había permanecido tres cuartos de hora en el piso de Joscelin Grey y Grimwade lo había visto salir y se había figurado que el que se iba era Stubbs cuando, en realidad, Stubbs debía de haberse cruzado con él en la escalera en el momento en que salía y él entraba. Grimwade había dicho que el hombre que había visto salir parecía más fornido y un poco más alto y que se había fijado sobre todo en sus ojos. Monk recordó los ojos que le habían devuelto la mirada desde el espejo en su dormitorio la primera vez que se había mirado en él al salir del hospital. Eran unos ojos que llamaban la atención, tal como había dicho Grimwade, tranquilos, sombríos, de un color gris claro, unos ojos de mirada intensa, casi hipnótica. Lo que él trataba de encontrar era la mente que se ocultaba detrás de aquellos ojos, un resto de memoria… la apariencia externa apenas importaba. No podía establecer ninguna conexión entre su mirada de sesudo policía y la mirada del hombre de aquella noche. Grimwade tampoco la había establecido.

Pero él había estado en el piso de Grey, eso era innegable. No había seguido a Grey, sino que había ido a su casa después, él solo, sabiendo dónde podía encontrarlo. Conocía, pues, a Grey, sabía dónde vivía. ¿Por qué? ¿Por qué, en nombre de Dios, lo odiaba hasta el punto de perder la razón, dejar de lado todos sus principios de hombre adulto y golpearlo hasta matarlo y, aún después de muerto, cuando hasta un idiota habría visto que ya estaba muerto?

Sin duda, debía de haber conocido el miedo ya antes; siendo niño había debido de conocer el miedo al mar. Recordaba vagamente su fuerza desmedida cuando abrían sus fauces inconmensurables y engullía hombres, barcos y hasta la playa misma. Todavía oía su lamento, le llegaba como un eco de la infancia.

Y más tarde, también debía de haber sentido el miedo en los oscuros callejones de Londres, en los bajos fondos de la ciudad. Incluso ahora sentía un escalofrío al recordar la ira y la desesperación que eran ley en aquellos barrios de barracas, el hambre y el desprecio a la vida en la lucha por la supervivencia. Pero era demasiado orgulloso, demasiado ambicioso para ser cobarde. Se había adueñado de lo que había querido sin pestañear siquiera.

Pero ¿cómo iba a enfrentarse a la oscuridad desconocida, a la monstruosidad que anidaba en su cerebro, en su propia alma?

Había descubierto en su persona muchas cosas que no le gustaban: insensibilidad, ambición desmesurada, crueldad. Pero eran cosas soportables, cosas que podía rectificar, mejorar en el futuro… de hecho, ya había empezado a hacerlo.

Pero ¿por qué había asesinado a Joscelin Grey? Cuanto más se esforzaba en entenderlo, más se le escapaba el sentido de aquel acto. ¿Hasta tal punto le había importado aquel hombre? No había nada en su vida, ninguna otra relación, que pudiera dar fe de semejante furor.

No podía creer que lo había hecho simplemente porque estaba loco. A fin de cuentas no había atacado a un desconocido cualquiera en mitad de la calle, sino que había ido a buscar deliberadamente a Grey, se había tomado la molestia de ir a su casa. Hasta los locos tenían sus razones, por irracionales que pudieran parecer.

Debía encontrar el motivo… debía encontrar el móvil que justificase aquel acto antes de que lo encontrara Runcorn. Pero no sería Runcorn, sino Evan.

Sintió que la sensación de frío crecía en su interior. Uno de los hechos más dolorosos que tendría que afrontar sería el momento en que Evan tuviera que rendirse a la evidencia de que era él quien había matado a Grey, que había sido él quien había provocado aquel horror en ambos, aquella repugnancia ante tan espantosa inclinación, tanta bestialidad. Los dos habían pensado en el asesino como en un ser de otro mundo, un ser desconocido, capaz de un acto horrible que escapaba a su comprensión. Para Evan continuaría siendo aquel ser, una criatura menos que humana… pero a él ya habría dejado de serle ajeno, un ser anormal del que pudiera olvidarse a intervalos, sino que lo deforme y lo obsceno estaban dentro de él.

Necesitaba dormir. El reloj de la repisa señalaba las cuatro y trece minutos. Pensaba iniciar una nueva investigación al día siguiente, a pesar de todo. Si no quería volverse loco tenía que descubrir por qué había matado a Joscelin Grey y debía averiguarlo antes que Evan.


Cuando entró en su despacho por la mañana, no se sentía preparado para enfrentarse con Evan; aunque, a decir verdad, nunca más volvería a estarlo.

– Buenos días, señor Monk -lo saludó Evan, cordialmente.

Monk respondió a su saludo, pero sin devolverle la mirada, de modo que Evan no pudo leer su expresión. Le costaba enormemente mentir, pero a partir de ahora tendría que mentir siempre, todos los días, en todas las ocasiones en que pudieran coincidir.

– He estado reflexionando, señor Monk. -Al parecer, Evan no había notado nada extraño-. Antes de precipitarnos a acusar a lord Shelburne tendríamos que estudiar bien a todos los demás. Es posible que Joscelin Grey tuviera relaciones con muchas otras mujeres. Deberíamos probar con los Dawlish, tienen una hija. Y está también la esposa de Fortescue y es posible que Charles Latterly también tenga mujer.

Monk se quedó helado. Había olvidado que Evan había visto la carta de Charles en el escritorio de Grey. Se había figurado absurdamente que Evan no sabía nada de los Latterly. Su voz le llegó en tono bajo y amable. Sonaba preocupada pero nada más.

– Señor Monk.

– Sí, dígame -respondió Monk con presteza. Tenía que dominarse, hablar con sensatez-. Ah, sí, supongo que eso es lo que tenemos que hacer, efectivamente.

¡Qué hipócrita era dejando que Evan metiera las narices en los secretos de otros en su intento de encontrar al asesino! ¿Qué pensaría Evan, qué sentiría, cuando descubriese que el asesino era él?

– ¿Quiere que empiece con Latterly? -Evan siguió hablando-. No sabemos mucho de él.

– ¡No!

Evan pareció sorprendido. Monk se dominó y cuando volvió a hablar su voz había recuperado la serenidad, aunque seguía evitando los ojos de Evan.

– No, yo me encargo de toda esta gente, quiero que usted vuelva a Shelburne Hall. -Quería alejar un tiempo a Evan de la ciudad, darse tiempo-. Procure sonsacar a los criados -se le ocurrió decir-. Procure ganarse la confianza de las doncellas, si puede, y también de la camarera. Las camareras suelen estar al acecho por las mañanas y acostumbran a observar todo tipo de cosas mientras la gente está desprevenida. Podría tratarse de otra persona de cualquier familia, pero Shelburne continúa siendo el más probable. Debe de resultar más difícil perdonar a un hermano que te haya puesto los cuernos, que a un desconocido; no sólo te ofende en lo más íntimo, sino que ha traicionado tu confianza y su constante presencia te lo recuerda a cada momento, por si no hubiera bastante.

– ¿Está usted seguro, señor Monk? -La sorpresa elevó el tono de voz de Evan.

¡Dios mío! ¿Seguro que Evan no sabía la verdad? No era posible, demasiado pronto… Monk se notó todo el cuerpo sudoroso e inmediatamente después sintió frío, y se puso a temblar.

– ¿No es eso lo que opina el señor Runcorn? -preguntó con la voz ronca por el esfuerzo que le imponía la necesidad de obrar con naturalidad.

¡Qué aislamiento el suyo! Estaba excluido de todo contacto humano debido a aquella terrible verdad que sabía.

– Sí, señor. -Sabía que Evan tenía clavados en él sus ojos, que lo observaba con ansiedad pero desorientado-. Así es, pero puede equivocarse. Lo que él quiere es que usted detenga a lord Shelburne…

Aquél era un supuesto que con anterioridad Evan no se habría atrevido a transformar en palabras. Era la primera vez que reconocía haber notado aquella envidia que reconcomía a Runcorn, que manifestaba haberlo calado. Monk estaba tan sorprendido que no se atrevía a levantar los ojos y, cuando lo hizo, lo lamentó al momento. Los ojos de Evan estaban cargados de ansiedad y lo observaban de manera aterradoramente directa.

– Pues no lo conseguirá… a no ser que tenga pruebas -dijo Monk lentamente-. Vaya, pues, a Shelburne Hall y vea qué averigua, pero ándese con mucho cuidado y procure escuchar más que hablar. Y por encima de todo, evite las insinuaciones.

Evan titubeó. Monk no dijo nada más. No estaba para conversaciones.

Un momento después Evan salía de su despacho, Monk se sentaba y cerraba los ojos para evadirse de la habitación. Sería todavía más difícil de lo que había supuesto la noche anterior. Evan había creído en él, le tenía simpatía. La decepción a menudo se transformaba en piedad y ésta en odio.

¿Y Beth? Dado que Northumberland quedaba tan lejos, quizá no llegaría a enterarse. Tal vez encontraría a alguien que se encargase de escribir a su hermana y decirle simplemente que él había muerto. Nadie querría hacerle aquel favor a él pero, si explicaba el caso a alguien, si le hablaba de los hijos de Beth, no lo harían por él, sino por ella.

– ¿Duerme usted, Monk? ¿O puedo abrigar la esperanza de que esté pensando? -Era la voz de Runcorn y estaba preñada de sarcasmo.

Monk abrió los ojos. Su carrera había terminado, no tenía futuro. Con todo, una de las pocas satisfacciones que le proporcionaba aquel hecho era que ya no debía temer a Runcorn. Nada de lo que pudiera hacerle Runcorn importaba lo más mínimo habida cuenta lo que ya se había hecho él a sí mismo.

– Estaba pensando -replicó Monk fríamente-. Me resulta más fácil pensar antes de ver a un testigo que cuando estoy con él. Entonces suelo quedarme callado como un pasmarote o cometo la torpeza de decir algo que no hace al caso, sólo para llenar un silencio de la conversación.

– ¿Otra vez el arte de saber estar? -exclamó Runcorn enarcando las cejas-. Creía que ya no le quedaba tiempo para este tipo de cosas.

Estaba delante de Monk, balanceándose ligeramente, y tenía las manos cruzadas detrás de la espalda. De pronto las desplazó hacia delante y, en actitud beligerante, tendió a Monk un fajo de periódicos del día.

– ¿Ha leído los periódicos esta mañana? Ha habido un asesinato en Stepney, han apuñalado a un hombre en plena calle, y dicen que ya es hora de que hagamos nuestro trabajo o de que dejemos el puesto a otros más competentes.

– ¿Por qué dan por sentado que en Londres sólo hay una persona capaz de apuñalar a un hombre? -preguntó Monk con amargura.

– Porque están furiosos y asustados -le echó en cara Runcorn- y se sienten abandonados por aquellos en quienes habían depositado su confianza y de quienes esperaban protección. Nada más que por esto. -Dejó caer ruidosamente el montón de periódicos sobre la mesa de Monk-. Les importa un bledo que usted hable como un señor o que se conozca al dedillo los cubiertos que hay que utilizar para comer lo que sea, señor Monk, lo que sí les importa y mucho es si sabe cumplir con su trabajo y atrapar asesinos y dejar las calles limpias de esta gentuza.

– ¿Cree que puede haber sido lord Shelburne el que apuñaló a este hombre de Stepney? -Monk miró a Runcorn directamente a los ojos.

Disfrutaba al sentirse libre de trabas para odiar a alguien, y de poder mentirle sin sentirse culpable.

– Por supuesto que no -la indignación enronqueció la voz de Runcorn-, pero creo que han pasado para usted los tiempos en que andaba presumiendo por ahí dándose humos como si fuera alguien y que debería tener valor suficiente para olvidarse de escalar puestos y decidirse de una vez a detener a Shelburne.

– ¿Ah, sí? Pues no pienso hacerlo, porque no estoy seguro de que sea culpable. -Monk le respondió con una mirada directa que rezumaba antipatía-. Si está tan seguro, ¿por qué no lo detiene usted?

– ¡Me acordaré de su insolencia! -le gritó Runcorn, inclinándose hacia él con los puños tan apretados que los nudillos le quedaron blancos-. Y mientras esté en esta comisaría, haré cuanto esté en mi mano para que no llegue nunca al nivel superior. ¿Me ha oído?

– Naturalmente que lo he oído -Monk conservó deliberadamente la calma-, aunque no hacía falta que me lo dijese porque ya lo había dejado muy claro con su forma de proceder. ¿O lo ha dicho para que se entere el resto del personal? Desde luego que deben haberle oído gritármelo. En cuanto a mí, hace tiempo que conocía sus intenciones. Y ahora, si no tiene nada que añadir… -Se levantó y pasó por su lado para dirigirse a la puerta-. Tengo que interrogar a otros testigos.

– Le doy de tiempo hasta que acabe esta semana -bramó Runcorn detrás de él con la cara roja como un tomate, pero Monk ya había salido y estaba recogiendo el sombrero y el abrigo al pie de la escalera.

La única ventaja que tiene el desastre total es que se traga las contrariedades de poca monta.


Tan pronto como hubo llegado a casa de los Latterly y la camarera lo hizo pasar, decidió que haría lo único que podía conducirlo a la verdad. Runcorn le había concedido una semana y a buen seguro que Evan estaría de vuelta mucho antes. Tenía poquísimo tiempo. Dijo que quería ver a Imogen a solas. La camarera vaciló, pero lógicamente Charles no estaba en casa a aquella hora de la mañana; no siendo más que una criada, tampoco disponía de autoridad suficiente para negarse.

Monk comenzó a pasear nerviosamente de un lado a otro mientras iba contando los segundos hasta que oyó fuera unos pasos ligeros y decididos y se abrió la puerta. Monk giró en redondo sobre sus talones, para encontrarse con que quien había entrado era Hester, y no Imogen Latterly.

Su primera reacción fue de contrariedad, a la que siguió algo muy parecido a una sensación de alivio. De momento, la ocasión quedaba aplazada. Hester se hallaba ausente cuando ocurrieron los hechos y, a menos que Imogen se hubiera sincerado con ella, no podía serle de ninguna ayuda. Tendría, pues, que volver. Quería saber la verdad, aunque le aterraba conocerla.

– Buenos días, señor Monk -dijo Hester llena de curiosidad-. ¿Qué podemos hacer por usted esta vez?

– No creo que pueda serme usted de ayuda -replicó él. Aquella muchacha no le gustaba, pero habría sido una estupidez mostrarse grosero con ella-. Es con la señora Latterly con quien deseo hablar, ya que ella estaba en Londres cuando el comandante Grey murió. Si mal no recuerdo, entonces estaba usted en el extranjero.

– Así es, en efecto, pero lamento decirle que Imogen estará todo el día fuera y que no la espero hasta última hora de la tarde.

Hester lo miró con el ceño ligeramente fruncido y él percibió con desagrado su aguda percepción y la atención con que lo observaba. Imogen era más amable, infinitamente menos directa que Hester, pero adivinaba en Hester una inteligencia que posiblemente podría satisfacer mejor su actual necesidad.

– Veo que algo de sustancial importancia le preocupa -dijo ella con gravedad-. Tenga la bondad de sentarse y, en caso de que se trate de algo relacionado con Imogen, le quedaría muy reconocida si me dice de qué se trata, pues tal vez pueda yo contribuir a que el problema se resuelva con el mínimo perjuicio para ella. Ya ha sufrido bastante, igual que mi hermano. ¿Qué ha descubierto, señor Monk?

Monk la miró impasible, explorando sus grandes ojos diáfanos. Tenía que ser por fuerza una mujer fuera de lo común y con un valor inmenso para haber desafiado a su familia y viajado prácticamente sola hasta uno de los campos de batalla más sangrientos del mundo, poniendo en riesgo su vida y su salud para cuidar a los heridos. Debían de quedarle muy pocas ilusiones, lo cual, en las actuales circunstancias, reconfortaba extraordinariamente a Monk. Sus distintas experiencias de la vida abrían un abismo entre él e Imogen: horror, violencia, odio y dolor, cosas que escapaban a su imaginación y que de ahora en adelante serían como la sombra de Monk, como su misma piel. Hester debía de haber visto hombres debatirse entre la vida y la muerte, esa desnudez del alma que aparece cuando el miedo se lo lleva todo por delante y la sinceridad desata la lengua porque fingir entonces es una pretensión inútil.

Tal vez fuera mejor hablar con Hester.

– Tengo un problema muy grande, señorita Latterly -comenzó Monk notando al momento que hablar con ella era más fácil de lo que había supuesto al principio-. Hasta ahora no le he dicho a usted ni a nadie toda la verdad sobre mis investigaciones en torno a la muerte del comandante Grey.

Hester lo escuchó sin interrumpirlo. Aunque a Monk le resultara sorprendente, aquella joven sabía cuándo había que guardar silencio.

– No he mentido -prosiguió Monk-, pero he callado uno de los hechos más importantes.

Hester estaba muy pálida.

– ¿Tiene que ver con Imogen?

– ¡No! No se trata de nada sobre ella, de ella sólo sé lo que ella me haya podido contar, es decir, que conocía a Joscelin Grey y le tenía una gran simpatía y que él había estado en esta casa en calidad de amigo del hermano de usted, George. Lo que me he callado me atañe a mí.

Monk vio pasar por el rostro de Hester una sombra de preocupación, pero no sabía cuál podía ser el motivo. ¿Sería por su instrucción como enfermera, o algún temor relativo a Imogen, algo que quizás ella sabía y él no? Pero ahora tampoco lo interrumpió.

– El accidente que sufrí antes de hacerme cargo del caso de Joscelin Grey comportó una grave complicación de la que no he hablado con nadie. -Por un momento pensó con rabia que ella pudiera suponer que trataba de ganarse su simpatía y Monk notó que la sangre se le subía a las mejillas-. Perdí la memoria. ¡Totalmente! Cuando recobré el sentido en el hospital donde me internaron ni siquiera sabía cómo me llamaba. – ¡Qué lejana le parecía ahora aquella pesadilla!-. Cuando estuve lo bastante recuperado para volver a mi casa, mis habitaciones me resultaron un lugar desconocido, como si perteneciesen a alguien a quien yo no hubiese visto en mi vida. No conocía a nadie, no sabía siquiera qué edad, ni qué aspecto tenía. Ni siquiera cuando me miré en el espejo pude reconocerme. -Vio piedad en el rostro de Hester, pura y simple lástima, sin atisbo de condescenciencia ni de indeferencia. Todo era mucho más grato de lo que había esperado.

– Cuánto lo siento… -murmuró Hester con voz serena-. Ahora comprendo por qué parecían tan extrañas algunas de las preguntas que usted hacía. Habrá tenido que enterarse de todo a partir de cero.

– Mire, señorita Latterly… me parece que su cuñada vino a verme antes del accidente para preguntarme o confiarme algo. Podría tener que ver con Joscelin Grey… pero yo no me acuerdo de nada. Si ella pudiera decirme todo lo que sepa acerca de mí, quizás algo que yo le dije…

– ¿De qué manera podría serle de ayuda en el caso de Joscelin Grey? -De pronto bajó los ojos y se miró la mano, que descansaba en su regazo-. ¿Cree que Imogen puede tener algo que ver con su muerte?-Levantó vivamente la cabeza y lo miró con ojos cándidos pero llenos de temor-. ¿Cree que Charles podría haberlo matado, señor Monk?

– No… no, de esto estoy completamente seguro.-Tenía que mentir puesto que decir la verdad era imposible si quería contar con su ayuda-. Encontré algunos apuntes míos de antes del accidente y que indican que yo entonces sabía algo importante, pero no consigo recordarlo. Se lo pido por favor, señorita Latterly… dígale que me ayude.

Hester parecía desolada, como si también ella temiese lo que pudiera resultar.

– Por supuesto que lo haré, señor Monk. En cuanto vuelva le explicaré lo que hace al caso y tan pronto como tenga algo que comunicarle iré a verle y se lo haré saber. ¿En qué lugar discreto podríamos encontrarnos para hablar?

Estaba en lo cierto: Hester tenía miedo. No quería que su familia pudiera espiar su conversación… tal vez en especial temiera a Charles. La miró con una sonrisa amarga en los labios, y ella le devolvió la misma amarga sonrisa. Entre los dos se había fraguado una conspiración absurda: ella para proteger a su familia hasta el límite de lo posible, él para descubrir su verdad antes de que Evan o Runcorn se lo hicieran imposible. Tenía qué descubrir por qué había matado a Joscelin Grey.

– Mándeme aviso y nos encontraremos en Hyde Park, en el extremo de Piccadilly en Serpentine. A nadie le llamará la atención ver a dos personas paseando por esa zona.

– Muy bien, señor Monk. Haré lo que pueda.

– Gracias.

Monk se levantó y se despidió mientras ella se quedaba observando su figura, algo envarada y tan peculiar, bajar la escalera y salir a la calle. Habría podido reconocerlo en cualquier parte sólo por su manera de andar. Tenía una agilidad de movimientos no muy diferente de la que es propia de los soldados acostumbrados a la autodisciplina que imponen las largas marchas, pese a que en su porte no había nada de militar.

Así que lo hubo perdido de vista, se sentó. Tenía frío y sentía una cierta desazón, sabiendo que le era imposible no hacer lo que Monk le había pedido y exactamente tal como se lo había pedido. Mejor que ella fuera la primera en saber la verdad que tener que esperar a que la descubrieran otros.

Pasó una tarde de soledad y tristeza y cenó sola en su habitación. Hasta que supiera la verdad a través de Imogen, no podía correr el riesgo de permanecer mucho tiempo con Charles, sentada a la mesa con él, por ejemplo. Tenía miedo de que sus pensamientos la traicionasen y acabasen hiriéndolos a ambos. Cuando era niña se tenía por muy sutil y capaz de todo tipo de disimulos. Tendría unos veinte años cuando se refirió a ello con toda seriedad en el curso de una comida. Era la única ocasión en que recordaba haber visto a toda su familia al completo prorrumpir en sonoras carcajadas. El primero en reír había sido George, con el rostro contraído por las muecas de una incontenible hilaridad y manifestando lo que pensaba a grito pelado. ¡Vaya idea peregrina la suya! ¡Pero si era la persona más transparente del mundo en todo lo que fueran emociones! Cuando estaba contenta arrastraba a toda la casa en un remolino de alegría; cuando se sentía desgraciada, caía sobre toda la familia un velo de fúnebre tristeza.

Habría sido inútil, y doloroso además, tratar de engañar a Charles.


Hasta el día siguiente por la tarde no tuvo la oportunidad de hablar a solas un buen rato con Imogen. Imogen había estado fuera de casa toda la mañana y había entrado como una tromba, con la falda ondeando con su agitación; tras dejar en el banco al pie de la escalera una cesta llena de ropa, se quitó apresuradamente el sombrero.

– De veras que no sé en qué piensa la esposa del vicario -dijo enfadada-. Juraría a veces que esta mujer se figura que todos los males del mundo pueden curarse con una homilía sobre el buen comportamiento bordada a mano, con unas cuantas prendas de ropa interior limpia y con una jarra de caldo casero. Y la señorita Wentworth es la persona menos capacitada que hay sobre la tierra para ayudar a una madre con una recua de hijos sin nadie que le eche una mano.

– ¿Te refieres a la señora Addison? -preguntó Hester inmediatamente.

– ¡Pobre mujer, está que no sabe cómo salir adelante! -explicó Imogen-. Siete hijos y ella más delgada que un palillo. No me extraña que esté agotada. Come menos que un pajarillo… tiene que dar toda la comida que tiene en casa a aquellas bocas famélicas que no se cansan nunca de pedir. ¿Quieres decirme en qué puede ayudarles la señorita Wentworth? Si le dan soponcios a cada momento… Me paso la mitad del tiempo levantándola del suelo.

– También a mí me darían soponcios si llevara un corsé de ballenas tan prieto como ella -dijo Hester con ironía-. Su doncella debe de tener que atárselo apuntalándose con un pie en la cama. ¡Pobre infeliz! Encuentro lógico que su madre quiera sacársela de encima y casarla con Sydney Abernathy. No sólo es un hombre que tiene mucho dinero sino también debilidad por los espectros. Así se siente más amo y señor.

– Miraré si encuentro alguna homilía sobre la vanidad adecuada para ella. -Imogen ignoró la cesta y entró en el saloncito, donde se dejó caer en una de las enormes butacas-. Tengo calor y estoy cansada. ¿Puedes decirle a Martha que me traiga una limonada? ¿Llegas a la cuerda?

Era una pregunta ociosa, ya que Hester estaba de pie. Con aire ausente tiró de la cuerda.

– No se trata de vanidad -dijo refiriéndose todavía a la señorita Wentworth-, sino de supervivencia. ¿Qué quieres que haga, la pobre, si no se casa? Tanto su madre como sus hermanas la han convencido de que la única alternativa es la vergüenza, la pobreza y una vejez solitaria y lastimosa.

– Esto me recuerda una cosa -dijo Imogen sacándose las botas pisando los talones de una y otra-. ¿Has sabido algo del hospital de lady Callandra? Me refiero al que quieres administrar.

– No pico tan alto, a lo único que aspiro es a ayudar -la corrigió Hester.

– ¡No me vengas con bobadas! -dijo Imogen extendiendo los pies y arrellanándose un poco más en la butaca-. Lo que tú quieres es mandar a todo el personal. -Entró la doncella y se quedó esperando respetuosamente.

»Una limonada, por favor, Martha -le pidió Imogen-. Estoy muerta de calor. El tiempo está loco. Un día llueve que parece que haya que preparar el arca porque viene el diluvio y al día siguiente hace un calor que no se puede ni respirar.

– Sí, señora. ¿Quiere que le prepare unos bocadillos de pepino?

– ¡Oh, sí, me encantaría! Gracias.

– Sí, señora.

La doncella salió con mucho revuelo de faldas.

Hester llenó con una conversación trivial los escasos minutos en los que la criada estuvo ausente. Siempre le había sido fácil hablar con Imogen y la amistad que había entre las dos era más parecida a la que se da entre hermanas que a la de dos mujeres que sólo están emparentadas por el matrimonio de una y cuyos estilos de vida son completamente diferentes. En cuanto Martha hubo traído los bocadillos y la limonada y se quedaron a solas, Hester se centró en el asunto que tanto la apremiaba.

– Imogen, ayer vino otra vez aquel policía, Monk…

La mano de Imogen, que iba a coger el bocadillo, se quedó en el aire, pero la miró con curiosidad y con aire ligeramente divertido. Ni sombra de prevención. Pero Imogen, a diferencia de Hester, sabía ocultar perfectamente sus sentimientos si se lo proponía.

– ¿Monk? ¿Y qué quería esta vez?

– ¿Por qué sonríes?

– Te sonrío a ti, cariño. Sé cuánto este hombre te saca de quicio y, por otra parte, sé que te gusta un poco. De hecho, no sois tan diferentes en algunos aspectos: intolerancia frente a la estupidez, ira ante la injusticia y los dos perfectamente preparados para ser todo lo antipáticos que imaginarse pueda.

– No nos parecemos en nada -dijo Hester con impaciencia- y no veo que sea asunto para risas.

Hester sintió un molesto calor que le arrebolaba las mejillas. Aunque sólo fuera para variar, le habría gustado tomarse con mayor naturalidad de vez en cuando los asuntos de la feminidad que a Imogen se le daban de forma tan natural como respirar. No despertaba en los hombres aquella urgencia por protegerla que despertaba Imogen. Daban por sentado que era perfectamente capaz de cuidarse sola, un cumplido, éste, del que ya empezaba a cansarse.

Imogen dio cuenta del bocadillo, una cosa minúscula que no excedía los cinco centímetros cuadrados.

– Bueno, ¿me vas a decir a qué vino o no?

– Claro que te lo voy a decir. -Hester también cogió un bocadillo y se lo comió, era muy delicado y el pepino estaba crujiente y fresco-. Hace unas semanas Monk tuvo un accidente muy serio, más o menos en la época en que mataron a Joscelin Grey.

– ¡Cuánto lo siento! ¿Está enfermo? Parecía encontrarse muy bien la última vez.

– Supongo que está físicamente recuperado -le respondió Hester y, al ver la repentina gravedad y preocupación que se reflejaban en la cara de Imogen, también ella se sintió conmovida-, pero sufrió un golpe muy fuerte en la cabeza y no recuerda nada anterior al momento en que recobró el sentido en un hospital de Londres.

– ¿Nada? -En el rostro de Imogen brilló una chispa de asombro-. ¿Quieres decir que no me recuerda… quiero decir, que no nos recuerda?

– No se acordaba ni siquiera de sí mismo -dijo Hester muy seria-. No sabía su nombre ni cuál era su profesión, y no reconoció su cara cuando la vio en el espejo.

– ¡Qué cosa tan extraña… y tan terrible! No siempre me siento demasiado satisfecha de mi persona… pero, ¡pensar que podría olvidarme de quién soy! No puedo imaginar que uno se quede sin su pasado: que todo lo que ha hecho y las razones que puede tener para amar u odiar hayan caído en el olvido.

– ¿Por qué fuiste a verlo, Imogen?

– ¿Cómo? No sé a qué te refieres.

– Sabes muy bien a qué me refiero. Aquella vez que encontramos a Monk en la iglesia de St. Marylebone te acercaste a hablar con él. Tú lo conocías. Yo entonces supuse que también él te conocía a ti, pero no era así. Él no se acordaba de nadie.

Imogen apartó la vista y, con grandes miramientos, tomó otro bocadillo.

– Supongo que de esto Charles no sabe nada -prosiguió Hester.

– ¿Me estás amenazando? -preguntó Imogen, mirándola abiertamente con sus enormes ojos.

– No, naturalmente que no. -Hester se sentía contrariada por su propia torpeza y también con Imogen por semejante ocurrencia-. No sabía que pudieran existir motivos para amenazarte. Precisamente quería decirte que, a no ser que sea inevitable, no pienso decirle nada. ¿Tiene que ver con Joscelin Grey?

A Imogen se le atragantó el bocadillo y tuvo que echar el cuerpo hacia delante para no ahogarse.

– No -dijo cuando recuperó el aliento-, no tiene nada que ver con él. Ahora, viéndolo en perspectiva me doy cuenta de que quizá fuera una tontería, pero en aquel momento esperaba sinceramente…

– ¿Qué esperabas? ¡Por clamor de Dios! ¿Quieres explicarte de una vez?

Muy lentamente, con grandes dosis de ayuda, represión y consuelo por parte de Hester, Imogen le contó con todo detalle exactamente qué había hecho, qué le había dicho a Monk y por qué.


Cuatro horas más tarde, bajo el oro de un sol de última hora de la tarde, Hester estaba en el parque junto a la Serpentina, observando los círculos concéntricos que se formaban en el agua. Junto a ella pasó un niño con su batita azul llevando un barco de juguete bajo el brazo y dándole la mano a la niñera. Ésta llevaba un sencillo uniforme de algodón, un gorrito de encaje almidonado en la cabeza y caminaba erguida como los soldados en los desfiles. El músico de una banda, que estaba de descanso, la miró con admiración.

Al otro lado de la hierba y del arbolado, pasaron a caballo por Rotten Row dos damas distinguidas; sus monturas relucían, los arneses tintineaban y los cascos de los caballos se hincaban en la tierra con un ruido sordo. A lo largo de Knightsbridge y en dirección a Piccadilly matraqueaban carruajes que parecían moverse en otro mundo, eran como juguetes que se desplazasen a distancia.

Alcanzó a oír los pasos de Monk antes de verle acercarse. Se volvió cuando ya casi estaba a su lado. Se detuvo a un paso de distancia y sus ojos se encontraron. Habría sido ridículo demorarse en cortesías.

Monk no demostraba sentir temor alguno; su mirada era tranquila y resuelta, pero Hester sabía qué pozo hueco y cuántas incógnitas se escondían tras aquella mirada. Hester fue la primera en hablar.

– Imogen se entrevistó con usted después de la muerte de mi padre con la vana esperanza de que usted pudiera descubrir alguna prueba que demostrase que no se trataba de suicidio. La familia estaba hundida. Primero la muerte de George en la guerra, después la de papá por disparo de arma de fuego que, gracias a la amabilidad de la policía, pudo pasar por un accidente, pese a que era del dominio público que se había suicidado. Había perdido una gran cantidad de dinero. Lo que pretendía Imogen era salvar algo del naufragio… tanto para Charles como para mi madre.

Se calló un momento tratando de conservar la compostura, pero era evidente que sentía un dolor muy profundo.

Monk permaneció totalmente inmóvil, sin intervenir, lo que Hester le agradeció. Al parecer, había entendido que debía decirlo todo de una tirada, o de lo contrario no podría decirlo nunca.

Soltó un lento suspiro y continuó.

– Para mamá ya era demasiado tarde, porque todo su mundo se había venido abajo. Se había muerto su hijo pequeño, le había caído encima la desgracia económica y, después, el suicidio de su marido… no sólo la pérdida, sino también la vergüenza del hecho en sí. Mamá murió diez días más tarde… murió de pena…

Nuevamente se vio obligada a callar durante varios minutos. Monk no dijo nada, pero extendió la mano y apretó con fuerza y decisión la de Hester. La presión de sus dedos fue como el salvavidas que lleva hasta la orilla.

A lo lejos, un perro correteaba por la hierba y un niño pequeño empujaba un aro.

– Imogen fue a verlo a usted sin que Charles lo supiera… porque él no lo habría aprobado. Ésta es la razón de que ella ya no volviera a hablarle a usted del asunto… y por supuesto ignoraba que usted hubiese perdido la memoria. Dice que usted la interrogó sobre todo lo que había ocurrido con anterioridad a la muerte de papá y, en los encuentros siguientes, también le preguntó acerca de Joscelin Grey. Ya le contaré lo que ella me dijo… -Por el Row pasaron a medio galope un par de jinetes inmaculadamente vestidos. Monk seguía cogiéndole la mano.

»Mi familia conoció a Joscelin Grey en marzo. En casa nadie había oído hablar de él y se presentó de forma completamente inesperada. Vino de noche. Usted no llegó a conocerlo, pero era un hombre simpatiquísimo… incluso yo lo recuerdo pese a que su paso por el hospital de Shkodér fue muy breve. Solía confraternizar con los heridos y a menudo les escribía cartas a aquellos que estaban demasiado enfermos como para poder hacerlo ellos mismos. Tenía la sonrisa y la risa fáciles, siempre un chiste a punto. Contribuyó mucho a levantar la moral de la gente. Por supuesto que su herida no era muy importante, tampoco sufrió el cólera ni disentería.

Se pusieron a caminar lentamente para no llamar demasiado la atención. Caminaban muy juntos.

Hester se esforzó en trasladarse con el pensamiento a aquella época, a sus olores, a la intimidad con el dolor, al cansancio constante y a la piedad. Se imaginó a Joscelin Grey tal como lo había visto la última vez, renqueando escaleras abajo con un cabo a su lado, bajando al puerto para embarcar hacia Inglaterra.

– Era un poco más alto que la media -dijo en voz alta-, delgado, los cabellos rubios. Le quedó una ligera cojera… supongo que, de haber vivido, la habría tenido siempre. Al presentarse en casa, dio su nombre, dijo que era el hermano más pequeño de lord Shelburne, que había participado en la guerra de Crimea y que había sido declarado inválido. Les contó su historia, les habló del tiempo que había pasado en Shkodér y les dijo que su tardanza en visitarles se debía a su herida.

Al mirar a Monk, Hester leyó la pregunta antes de que él la formulara.

– Dijo que había conocido a George… antes de la batalla del Alma, en la que George perdió la vida. Por supuesto que mi familia lo recibió con los brazos abiertos por su amistad con George, pero también porque les gustó. Mamá todavía estaba muy apesadumbrada. Ya se sabe que cuando un muchacho va a la guerra tiene muchas posibilidades de morir, pero saberlo no prepara para enfrentar los sentimientos que se desencadenan cuando el hecho fatal ocurre. Para papá supuso una gran pérdida, según Imogen me contó, pero para mi madre fue el final de algo sumamente precioso. George era el hijo pequeño y ella siempre le había tenido un cariño especial. Era… -Se esforzó en rememorar la infancia, un jardín cerrado con un sol propio-. Se parecía mucho a mi padre… la misma sonrisa, el mismo cabello aunque más oscuro, como el de mi madre. Le gustaban los animales y era un excelente jinete. Supongo que sería lógico que se alistara en la caballería. Como era normal, la primera vez que estuvo en casa no le hicieron muchas preguntas sobre George. Habría sido una descortesía, una falta de consideración a su amistad, pero lo invitaron a volver cuando quisiera o tuviera tiempo disponible…

– ¿Volvió? -Monk habló por vez primera, su voz era tranquila y la pregunta era lógica, pero había preocupación en su rostro y un velo en su mirada.

– Sí, varias veces y, pasado un cierto tiempo, papá consideró que había llegado el momento de preguntar por George. Habían recibido cartas suyas, por supuesto, pero George les había dado muy pocos detalles -sonrió con tristeza-, lo mismo que yo. Ahora me pregunto si no habríamos debido contar más cosas. O por lo menos contárselas a Charles. Ahora vivimos en mundos diferentes y, si se las contara ahora, no haría más que angustiarlo inútilmente.

Miró más allá de Monk y contempló a una pareja que seguía el mismo camino, los dos cogidos del brazo.

– Ahora ya tiene muy poca importancia. Joscelin Grey volvió otra vez y se quedó a cenar y entonces empezó a contarles cosas de Crimea. Dice Imogen que él era siempre muy delicado con las palabras, que no utilizaba nunca un lenguaje impropio y que, aunque mamá estaba muy abatida y se entristeció mucho al conocer las condiciones espantosas en que estaban, Joscelin parecía tener un especial sentido de lo que podía decirse sin traspasar los límites de la pena y la admiración para caer en el horror puro y simple. Les habló de batallas, pero no les dijo nada del hambre ni de las enfermedades y siempre les habló tan encomiásticamente de George, que se sintieron orgullosos de escucharlo.

»Por supuesto que también le hicieron preguntas acerca de sus hazañas. Había sido testigo de la Carga de la Brigada Ligera en Balaclava y les habló del valor sublime de los soldados, de que nunca se había visto soldados más valientes ni más leales al deber, aunque también les confesó que aquella carnicería había sido la cosa más espantosa que había presenciado en su vida, entre otras cosas porque fue tan inútil. Se habían lanzado a caballo contra las armas enemigas; él así lo contó.

Hester se estremeció al recordar las carretas cargadas de muertos y heridos, los esfuerzos realizados durante toda la noche, la inutilidad de aquel esfuerzo, la sangre. ¿Había experimentado Joscelin Grey alguna cosa de las avasalladoras emociones de ira y piedad que ella sentía?

– Les explicó que no habían tenido la menor posibilidad de sobrevivir a la carga -dijo con voz tranquila, tan baja que casi quedó apagada por el murmullo del viento-. Imogen dijo que Joscelin estaba furioso y que comentó cosas terribles de lord Cardigan. Creo que ése debió de ser el momento en que más me habría gustado Joscelin.

Pese al profundo dolor que sentía, Monk pensó que también a él le habría gustado entonces. Había oído hablar de aquella carga suicida y, una vez disipado el arrebato de admiración que levantó, lo único que había dejado era una rabia creciente ante aquella flagrante incompetencia y aquella devastación, ante vanidades individuales, las rivalidades absurdas que de una manera tan inútil e insensata habían malbaratado tantas vidas.

¿Cómo era posible que él pudiera odiar a Joscelin Grey?

Aunque Hester siguió hablando, Monk ya no la escuchaba. La muchacha estaba muy seria, el rostro cariacontecido ante tanto dolor y tanta muerte. Él habría querido tocarla y decirle con sencillez y de una manera elemental, sin palabras, que él sentía lo mismo que ella.

¿Qué repulsión no sentiría Hester si supiera que la persona que había apaleado a Joscelin Grey hasta matarlo en aquella horrible habitación de su casa era él?

– … cuanto más intimidaban -decía ella- más le tomaban aprecio, no por su amistad con George, sino por él mismo. Mamá esperaba con ansia sus visitas y se preparaba para recibirlo con varios días de antelación. ¡Menos mal que no llegó a enterarse de cómo murió!

Monk consiguió reprimir la pregunta que ya iba a hacerle sobre la fecha en la que había muerto su madre. Se acordó de que había sufrido una especie de ataque, de que tenía el corazón destrozado.

– Siga -le dijo, sin embargo-. ¿O eso es todo?

– No -dijo Hester negando con la cabeza-, hay mucho mas. Como le he dicho, todos los de la casa le cobraron una gran simpatía, Imogen y Charles también. A Imogen le gustaba oír hablar de la valentía de los soldados y del hospital de Shkodér, supongo que en parte por mí.

Monk recordó lo que había oído acerca del hospital militar, de Florence Nightingale y de sus mujeres, del denodado esfuerzo físico que desplegaban, indiferentes a la condena social. Los hombres desempeñaban por tradición el oficio de enfermeros y las pocas mujeres que había en este sector eran las más fuertes y rudas y hacían poca cosa más que dedicarse a limpiar la basura y los desechos.

Hester volvió a hablar:

– Hacía unas cuatro semanas que se conocían cuando les habló por primera vez del reloj…

– ¿Del reloj?

Monk no sabía nada de ningún reloj, salvo que Grey llevaba el suyo encima cuando encontraron su cadáver, y que Constable Harrison había localizado uno en una casa de empeños, que después resultó no tener ninguna relación con Joscelin Grey.

– Sí, el reloj de Joscelin Grey-replicó Hester-. Parece que era un reloj de oro de gran valor personal porque se lo había regalado su abuelo, que había luchado con el duque de Wellington en Waterloo. Estaba abollado porque había recibido un impacto de bala de un mosquete francés; precisamente gracias a él, su abuelo había salvado la vida. A decirle Joscelin que él también quería ser soldado, el anciano le regaló el reloj. Joscelin Grey lo consideraba como un talismán, y al ver al pobre George muy nervioso la noche antes de la batalla del Alma, quizá porque intuía lo que acabaría por sucederle, Joscelin le dejó el reloj. Como George murió al día siguiente, Joscelin no lo recuperó. No le daba importancia, pero les encareció que, si les devolvían el reloj junto con las pertenencias de George, se lo entregaran, que les quedaría agradecidísimo. Lo describió minuciosamente, incluso la inscripción que tenía en el interior.

– ¿Y se lo devolvieron? -preguntó Monk.

– No, porque el reloj no apareció. No tenían ni la más remota idea de qué había podido sucederle al reloj, pero el caso es que el ejército no lo devolvió junto con las otras cosas de George, las que le encontraron encima y el resto de sus pertenencias personales. Supongo que alguien lo robaría. Es un delito repugnante, pero es evidente que suele ocurrir. Estaban desolados, especialmente papá.

– ¿Y Joscelin Grey?

– Estaba disgustado, como es lógico, pero según Imogen hizo lo posible para disimularlo y además no volvió a hablar nunca más del asunto.

– ¿Y el padre de usted?

Hester dejó vagar la mirada a lo lejos, la fijó en el viento que movía las hojas.

– Papá no podía devolverle el reloj, ni menos aún reemplazarlo con otro, ya que a pesar de su valor material tenía un valor intrínseco muy superior, que era lo que realmente importaba. Así pues, cuando Joscelin Grey le propuso embarcarse en una empresa financiera, papá pensó que era lo mínimo que podía hacer para compensarlo. Por otra parte, a juzgar por lo que dijeron él y Charles, en aquel momento les pareció un plan excelente.

– ¿Fue el plan en el que su padre perdió el dinero?

Hester tensó el rostro.

– Sí, no lo perdió todo, pero sí gran parte. Sin embargo, lo que hizo que se quitara la vida -por fin Imogen ha aceptado que fue así- fue el haber recomendado a sus amigos que invirtieran dinero y algunos perdieron mucho más que él. De ahí la vergüenza que sintió. Joscelin Grey también perdió dinero, claro, y estaba desolado.

– ¿Se rompió la amistad a partir de aquel momento?

– No inmediatamente, sino una semana más tarde, cuando papá se pegó un tiro. Joscelin Grey envió una carta de pésame y Charles le respondió dándole las gracias y dándole a entender que, dadas las circunstancias, era mejor para todos interrumpir las relaciones.

– Sí, tuve ocasión de leer la carta. No sé por qué, pero Grey la conservaba.

– Mamá murió al cabo de unos días -continuó Hester con voz tranquila-. Se hundió y ya no volvió a levantar cabeza. Naturalmente, no era momento para ceremonias sociales, ya que todo el mundo estaba de luto… -Titubeó un momento-. Y seguimos estándolo.

– ¿Fue después de la muerte de su padre cuando Imogen vino a verme? -dijo un momento después.

– Sí, pero no inmediatamente, fue a verlo un día después de haber enterrado a mamá. No veo que usted pudiera hacer nada, pero ella estaba tan trastornada que era incapaz de pensar. ¿Quién podría echárselo en cara? Le costaba muchísimo aceptar la realidad de los hechos. -Dieron media vuelta y continuaron el paseo en sentido inverso.

– ¿O sea que vino a verme a la comisaría? -preguntó Monk.

– Sí.

– ¿Y me dijo todo lo que me ha contado usted ahora?

– Sí. Y usted le preguntó todos los detalles relativos a la muerte de papá. Cómo había muerto, cuándo exactamente, quién estaba en la casa en aquel momento y otras cosas por el estilo.

– ¿Y yo tomé nota?

– Sí, usted le dijo que podría tratarse de asesinato o de un accidente, aunque lo dudaba. Dijo que haría algunas averiguaciones.

– ¿Sabe si las hice?

– Pregunté a Imogen pero ella no sabía nada, salvo que usted no encontró pruebas de que pudiera tratarse de otra cosa que de suicidio, es decir, que mi padre se había quitado la vida dejándose llevar por la desesperación. Le dijo que, de todos modos, continuaría haciendo averiguaciones y que, si descubría alguna cosa, se lo haría saber. Pero por lo visto no descubrió nada, por lo menos hasta el momento en que volvimos a verlo en la iglesia, más de dos meses después de ocurridos los hechos.

Monk estaba contrariado y también asustado. Seguía sin encontrar una conexión directa entre él y Joscelin Grey y tampoco una razón que pudiera justificar su odio. Lo intentó por última vez.

– ¿Sabe Imogen algo acerca de las averiguaciones que hice? ¿No le dije nada?

– No -dijo negando con la cabeza-, pero por las preguntas que usted le hizo acerca de mi padre y de lo que conocía del negocio en cuestión, dedujo que usted se ocupaba del asunto.

– ¿Conocí yo a Joscelin Grey?

– No, usted conoció al señor Marner, una de las personas que más dinero invirtieron en el negocio. Hablaron de él pero, que ella sepa, usted no llegó a conocer a Joscelin Grey. La última vez que habló con usted, usted le dijo taxativamente que no lo conocía. Joscelin Grey también había sido víctima de aquel desgraciado asunto y parece que usted juzgaba que el señor Marner era uno de los principales responsables del descalabro, ya fuera de forma deliberada o no.

Aunque poco, aquello ya era algo, un punto de partida para empezar a trabajar.

– ¿Tiene usted idea de dónde puedo encontrar ahora al señor Marner?

– No, en absoluto. Aunque se lo pregunté a Imogen, tampoco ella sabe nada al respecto.

– ¿Sabe su nombre de pila?

Hester volvió a negar con un gesto.

– No, usted sólo citó su nombre de pasada. Siento no poder ayudarlo.

– Me ha ayudado. Por lo menos ahora sé lo que hacía antes del accidente. Ya cuento con un punto de partida.

Era una mentira, pero no habría conseguido nada diciendo la verdad.

– ¿Cree que asesinaron a Joscelin Grey por algo relacionado con el negocio? ¿Le parece que él habría sabido algo de ese tal señor Marner? -preguntó Hester con una gran tristeza en el semblante al verse forzada a recordar, aunque sin eludir por ello la reflexión-. ¿Sería fraudulento el asunto y quizás él lo descubrió? Monk tenía que mentir una vez más.

– No lo sé. Tendré que volver a empezar desde el principio. ¿Sabría decirme de qué negocio se trataba o por lo menos los nombres de algunos de los amigos de su padre que invirtieron dinero en él? Así podrían darme detalles.

Hester le dio varios nombres y Monk los anotó, direcciones incluidas. Después le dio las gracias un poco torpemente, habría deseado que ella supiera que le estaba muy agradecido aunque sin el embarazo que les hubiera supuesto a ambos tener que decirlo con palabras. Le estaba agradecido por su franqueza, por su comprensión exenta de lástima, por aquella tregua momentánea en las discusiones y los cálculos sociales.

Monk vaciló buscando las palabras precisas, pero Hester le tocó ligeramente el brazo con la mano y lo miró a los ojos un momento. Por un instante, Monk pensó en la amistad que acababa de surgir entre los dos, algo más profundo que un vínculo romántico, más limpio, más sincero, pero se esfumó enseguida. Entre él y cualquier otra persona se interponía el cuerpo machacado de Joscelin Grey.

– Gracias -dijo con voz tranquila-. Me ha hecho un favor inmenso. Le agradezco el tiempo que me ha dedicado y su sinceridad. -Monk sonrió a Hester mirándola directamente a los ojos-. Buenas tardes, señorita Latterly.

Загрузка...