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Monk llegó temprano para conocer a John Evan y enterarse de todo lo que había averiguado Lamb acerca del asesinato del hermano de lord Shelburne, Joscelin Grey.

Seguía abrigando una cierta desconfianza. Los descubrimientos que había hecho con respecto a su propia persona eran absolutamente anodinos, cosas insignificantes que igual habrían podido referirse a cualquiera, como por ejemplo qué le gustaba y qué le disgustaba, y también que era vanidoso -como quedaba demostrado por el contenido de su armario ropero- y descortés, rasgo confirmado por el nerviosismo del sargento de guardia. Pero tenía muy presente el cálido afecto con que había sido recibido en Northumberland, lo que bastaba por sí solo para levantarle el ánimo. Se había propuesto ponerse a trabajar de inmediato porque el dinero que le quedaba no podía durar mucho.

John Evan era un muchacho alto y delgado, lo que daba a su apariencia un cierto aire de fragilidad, si bien Monk se dio cuenta, enseguida, de que era una fragilidad aparente, a juzgar por su porte. Posiblemente debajo de aquella chaqueta elegante había un cuerpo fuerte, aparte de que el muchacho sabía llevar la ropa con una gracia natural exenta de cualquier afeminamiento. Tanto sus ojos como su nariz denotaban sensibilidad, mientras que sus cabellos, ondulados y peinados hacia atrás, dejaban al descubierto una frente ancha y «tenían el color de la miel oscura. Su aspecto general era de inteligencia, lo que para Monk suponía una cualidad esencial, pero a la vez temible, ya que él todavía no se sentía preparado para tener a un compañero rápido y perspicaz, dotado de sutileza y percepción.

Pero Monk no tenía elección. Runcorn le presentó a Evan y le dejó un montón de papeles sobre la espaciosa mesa de madera de su despacho, que tenía la superficie cubierta de raspaduras. El despacho era grande, atestado de archivos y cajas, con una ventana de guillotina que daba a un estrecho callejón. La alfombra era un desecho doméstico, siempre mejor que la madera desnuda, y la habitación contaba, además, con dos sillas con el asiento de cuero. Runcorn salió y los dejó solos. Evan titubeó un momento antes de hablar, como si no quisiera usurpar una autoridad que no le correspondía, pero viendo que Monk no tomaba la iniciativa, puso un largo dedo sobre el montón de papeles.

– Son todas las declaraciones de los testigos, señor. A decir verdad, no han resultado de gran utilidad. Monk dijo lo primero que se le ocurrió.

– ¿Acompañaba usted al señor Lamb cuando se tomaron estas declaraciones?

– Sí, señor, salvo en la declaración del barrendero. Se encargó de ella el señor Lamb mientras yo me ocupaba del cochero.

– ¿Cochero?

Por un momento Monk abrigó la vana esperanza de que alguien hubiera visto al atacante, de que pudiera tratarse de una persona conocida y de que lo único que faltara por averiguar fuese su paradero. Pero la esperanza se desvaneció al momento. De haberse tratado de una cuestión tan sencilla, el caso no habría durado seis semanas. Es más, había visto un aire de desafío en la cara de Runcorn, hasta una especie de satisfacción perversa.

– El cochero que llevó al comandante Grey a su casa, señor -dijo Evan, echando por tierra las esperanzas de Monk, aunque lo hiciera con un tono exculpatorio.

– ¡Ah!

Monk estuvo a punto de preguntar si había alguna cosa aprovechable en las declaraciones del sujeto en cuestión, aunque enseguida se dio cuenta de que aquello descubriría una cierta ineficiencia por su parte.

Tenía todos los papeles delante. Cogió el primero mientras Evan esperaba junto a la ventana a que lo hubiese leído.

Estaba escrito con una caligrafía clara y muy legible y encabezado como declaración de Mary Ann Brown, vendedora callejera de cintas y encajes. Monk supuso que la gramática original había sido alterada un tanto y que se habían añadido algunas letras aspiradas, pero la autenticidad era manifiesta.

«Me encontraba en mi sitio habitual de Doughty Street, cerca de la plaza Mecklenburg, donde tengo por costumbre instalarme, justo en la misma esquina, porque sé que en esos edificios viven muchas señoras y las hay que tienen doncellas que cosen para ellas.»

Pregunta del señor Lamb: «¿Estaba usted en el sitio que ha dicho a las seis de la tarde?»

«Es muy probable, aunque no sabría decir qué hora era porque no tengo reloj. Pero lo que sí puedo decir es que vi llegar al señor que mataron. ¡Una cosa terrible, no se puede decir otra cosa! ¡Cuando ni los señores están a salvo!»

«¿O sea que usted vio llegar al comandante Grey?»

«Sí, señor, y muy elegante y garboso que iba, se lo digo yo.»

«¿Iba solo?»

«Sí, señor, solo.»

«¿Se metió enseguida en su casa? Me refiero a si lo hizo tan pronto como hubo pagado al cochero, claro.»

«Sí, señor, eso hizo.»

«¿A qué hora se fue usted de Mecklenburg Square?»

«De eso no estoy segura, pero oí que el reloj de la iglesia de San Marcos daba el cuarto antes de que yo me fuera.»

«¿A su casa?»

«Sí, señor.»

«¿A qué distancia está su casa de Mecklenburg Square?»

«A una milla, poco más o menos, diría yo.»

«¿Dónde vive usted?»

«Junto a Pentonville Road, señor.»

«O sea, a media hora a pie.»

«Pero ¿qué dice usted, señor? Yo diría que a un cuarto de hora. Demasiada humedad para andar entreteniéndose por el camino. Además, las chicas que se pasean por allí a esa hora las toman por lo que no son, por no decir algo peor.»

«Sin duda. O sea que usted se fue de Mecklenburg Square alrededor de las siete.»

«Más órnenos.»

«¿Se fijó si en el número seis entraba alguien más después del señor Grey?»

«Sí, señor, otro caballero vestido con abrigo negro y un gran cuello de pieles.»

Después de esta declaración seguía una nota entre corchetes en la que se especificaba que dicho señor residía en los apartamentos y que estaba fuera de toda sospecha.

A pie de página figuraba el nombre de Mary Ann Brown escrito con la misma caligrafía y una burda cruz al lado.

Monk dejó el documento. Se trataba de una declaración que sólo tenía un valor negativo, ya que hacía altamente improbable que el asesino hubiera seguido a Joscelin Grey hasta su casa. Con todo, el crimen había ocurrido en julio, época en que a las nueve de la noche todavía es de día. En el caso de que un hombre hubiera tramado un asesinato, o incluso un robo, a buen seguro que no se habría dejado ver tan cerca de la víctima.

Evan seguía sin moverse de la ventana y observaba a Monk con atención, ajeno a la algarabía de la calle, a los gritos del carretero que hacía retroceder a su caballo, al verdulero ambulante que pregonaba su mercancía y al chirrido y traqueteo de las ruedas de los carruajes.

Monk pasó a la declaración siguiente. Era de un tal Alfredo Crecen, un chaval de once años que hacía de barrendero en el cruce de Mecklenburg Square y Doughty Street y que se encargaba de recoger sobre todo el estiércol de las caballerías y otros desechos.

Sus declaraciones venían a ser del mismo tenor, salvo que él se había ido de Doughty Street media hora después de la vendedora de cintas.

El cochero declaraba que había recogido a Grey en un club militar poco antes de las seis y lo había conducido directamente a Mecklenburg Square. El pasajero no había hecho otra cosa que compartir el trayecto con él, aparte de hacer algún comentario banal sobre el tiempo, que era en extremo desagradable, y de desearle buenas noches al apearse. No recordaba nada más y, que él supiera, ni los habían seguido ni habían sido objeto de observación por parte de nadie. Tampoco se había fijado en ninguna persona sospechosa o de aspecto inusual en las proximidades de Guilford Street o de Mecklenburg Square, ya fuera durante el camino o en el momento de la partida, a no ser los habituales mercachifles, barrenderos, floristas y algún que otro caballero cuyo aspecto no llamaba especialmente la atención y que tal vez no eran más que empleados que regresaban a sus casas después de una larga jornada de trabajo o carteristas a la espera de una víctima propicia o cualquier otra cosa entre cien posibilidades más. Aquella declaración tampoco aportaba ninguna luz.

Monk la colocó sobre las otras dos, después levantó los ojos y vio que la mirada de Evan seguía fija en él y que, aunque tímida, no estaba exenta de humor. Evan le gustó instintivamente o quizá fuera simplemente que se sentía solo; no tenía amigos ni otra compañía humana más íntima que la que le ofrecía la cortés oficiosidad o amabilidad impersonal de la señora Worley al cumplir con sus «deberes cristianos». ¿Había tenido amigos en otro tiempo, los necesitaba? De ser así, ¿dónde estaban? ¿Por qué no había aparecido ninguno para darle la bienvenida? Ni siquiera había recibido una carta. La respuesta era desagradable y obvia: no se lo merecía. Era un hombre inteligente y ambicioso, un cazador de ratas de primera, pero no una persona atractiva, aunque no debía dejar que Evan descubriera su vulnerabilidad. Tenía que dar muestras de profesionalidad, de autoridad.

– ¿Todas las declaraciones son como éstas? -le preguntó.

– Más o menos -replicó Evan, contento de que se dignase dirigirle la palabra-. Nadie vio ni oyó nada que pudiera proporcionarnos una hora o un dato, ni siquiera una razón que justificase el hecho.

Monk estaba sorprendido. Tenía que centrarse, no podía dejar vagar sus pensamientos. Le costaría lo suyo mostrarse eficiente sin que se notara que estaba disperso.

– ¿No hubo robo? -preguntó.

Evan negó con un gesto y se encogió ligeramente de hombros. Sin proponérselo, poseía esa elegancia a la que Monk aspiraba y de la que Runcorn carecía absolutamente.

– A lo mejor no lo hubo porque se asustó y tuvo que marcharse con precipitación -respondió-. Grey tenía dinero en la cartera, aparte de que en la habitación había varios objetos decorativos pequeños y valiosos, fáciles de acarrear. De todos modos hay algo digno de mención: el cadáver no llevaba reloj. Es curioso, porque los caballeros de su condición suelen tener relojes de calidad, generalmente con alguna inscripción grabada, en fin, cosas de este tipo. Lo que sí llevaba era una cadena de reloj.

Monk estaba sentado en el borde de la mesa.

– ¿No lo habría empeñado? -preguntó-. ¿Lo había visto alguien con reloj?

Era una pregunta inteligente y le había venido a las mientes de manera automática. A veces hay caballeros que, pese a disfrutar de una situación desahogada, andan cortos de dinero, en ocasiones porque se visten o comen por encima de sus posibilidades y se encuentran temporalmente en apuros. ¿Cómo se le había ocurrido aquella pregunta? ¿Podía ser que fuera tan perspicaz que esa cualidad no dependiera de su memoria?

Evan se sonrojó ligeramente y sus ojos color avellana demostraron una súbita desorientación.

– Lamento decir que no sacamos nada en limpio, señor. Me refiero a que la gente que interrogamos no parecía tener unos recuerdos demasiado claros. Algunos dijeron que recordaban algo acerca de un reloj; otros, en cambio, no recordaban nada. No pudimos conseguir que nadie nos diera una descripción detallada. También nos planteamos la posibilidad de que pudiera haber acudido a una casa de empeños, pero no encontramos ningún resguardo, pese a lo cual visitamos todas las casas de empeños de las proximidades.

– ¿No averiguaron nada sobre el reloj?

Evan hizo un movimiento negativo con la cabeza.

– Nada en absoluto, señor.

– ¿O sea que no podríamos identificarlo aun en el caso de que apareciera? -dijo Monk con aire contrariado, indicando la puerta con un gesto-. Podría entrar por esa puerta cualquier desgraciado con el reloj encima y nosotros en la higuera. De todos modos, me atrevería a decir que si se lo llevó el asesino, a buen seguro lo arrojó al río cuando se levantó la liebre. Y si no lo tiró, no es tan imbécil como para andar con él por ahí.

Se volvió para examinar otra vez el montón de papeles y los revisó por encima.

– ¿Quemas?

Había también el informe suministrado por el vecino de enfrente, un tal Albert Scarsdale, escueto y tajante. De sus palabras se deducía que le molestaba la falta de consideración y el evidente mal gusto que había tenido Grey dejándose asesinar en Mecklenburg Square y se veía a la legua que consideraba que cuanto menos dijera acerca del asunto más pronto lo dejarían en paz y antes podría desentenderse de un caso tan sórdido como aquél.

Admitía que había oído a alguien en el pasillo que mediaba entre sus aposentos y los de Grey a eso de las ocho, y quizás otra vez alrededor de las diez menos cuarto. No habría podido asegurar si se trataba de dos visitantes separados o del mismo que había venido y después se había marchado, aunque también podía haber sido un animal extraviado, tal vez un gato, o el portero que hacía su ronda. A juzgar por sus palabras, tenía clasificados a estos dos seres en la misma categoría. También podía haberse tratado de un recadero que andaba extraviado por la casa o de una docena de posibilidades más. Él estaba ocupado en sus cosas y no había visto ni oído nada digno de mayor consideración. La declaración estaba firmada y rubricada con su nombre, acompañado de muchos ornamentos extravagantes.

Monk miró a Evan, que seguía esperando junto a la ventana.

– Ese señor Scarsdale tiene todas las trazas de ser un entrometido imbécil y un inútil total, por más señas -observó secamente.

– No es otra cosa, señor -admitió Evan, con un brillo en los ojos pero sin una sonrisa en los labios-. Supongo que es el escándalo del vecindario; interesa a los indeseables y goza de muy mala reputación social.

– En fin, nada que ver con un caballero -remató Monk, emitiendo un juicio inmediato y cruel acerca del hombre.

Evan hizo como que no lo había entendido, aunque era evidente que fingía.

– ¿Nada que ver con un caballero, señor? -dijo frunciendo el rostro.

Monk había hablado sin darse tiempo a pensar o sin preguntarse por qué se sentía tan seguro al respecto.

– Así es. Otro, que gozara de una condición social más sólida que la suya no se sentiría afectado por un escándalo cuya proximidad no es más que una especie de accidente geográfico que no tiene nada que ver personalmente con él. A menos, por supuesto, que conociera bien a Grey.

– No, señor -dijo Evan, mientras su mirada revelaba una opinión coincidente con la de Monk.

Era evidente que Scarsdale se dolía del menosprecio de Grey, lo que Monk podía imaginar perfectamente.

– Negó todo contacto personal con él, lo que tanto puede ser una mentira como una circunstancia muy extraña. De ser el caballero que pretende ser, a buen seguro que habría conocido a Grey, o cuando menos habría cruzado alguna palabra con él. Después de todo, vivían muy cerca.

Monk no quiso dar pie al desaliento.

– Puede tratarse de una pretensión social, pero vale la pena indagarlo. -Volvió a echar una ojeada a los papeles-. ¿Qué más hay? -Y mirando a Evan añadió-: A propósito, ¿quién lo descubrió?

Evan se acercó y extrajo otros dos informes de la parte inferior del montón y se los ofreció a Monk.

– La mujer de la limpieza y el portero, señor. Sus explicaciones coinciden, aunque el portero dice alguna cosa más, porque nosotros, como es lógico, también le hicimos algunas preguntas relacionadas con aquella noche.

Monk se encontró momentáneamente desorientado.

– ¿También?

Evan se ruborizó levemente, contrariado por su propia falta de claridad.

– No lo encontraron hasta la mañana siguiente, cuando llegó la mujer que se encargaba de limpiarle la casa y de prepararle la comida y no pudo entrar. Parece que no disponía de llave porque él no le tenía una excesiva confianza. Él mismo le abría la puerta y, si no estaba en casa, la mujer se iba y volvía en otro momento, aunque generalmente Grey dejaba recado al portero.

– Ya entiendo. ¿Solía ausentarse? Supongo que sabemos adonde iba.

Había dicho la frase en tono autoritario y no sin cierta impaciencia.

– Por lo que dice el portero, a veces se iba algún fin de semana y en alguna ocasión más tiempo, una semana o dos, a una casa de campo, pero esto sólo lo hacía durante la época de buen tiempo -respondió Evan.

– Así pues, ¿qué ocurrió cuando llegó la señora… como se llame?

Ahora Evan parecía más atento.

– Señora Huggins. Llamó a la puerta, como de costumbre, y al no recibir respuesta después de llamar por tercera vez, bajó a ver al portero, Grimwade, para saber si el señor le había dejado algún recado. Grimwade le dijo que había visto llegar a Grey la noche anterior y que todavía no lo había visto salir, así pues, que volviese a llamar. A lo mejor Grey estaba en el cuarto de baño o se encontraba profundamente dormido. Seguro que cuando subiera lo encontraría esperándola en la escalera, ansioso de que le preparara el desayuno.

– Pero no fue así-dijo Monk, pese a tratarse de un comentario totalmente innecesario -No, a los pocos minutos la señora Huggins volvió a bajar, inquieta y excitada, porque preciso es reconocer que a esa clase de mujeres le gusta mucho dramatizar, y pidió a Grimwade que hiciera algo.

Evan sonrió tristemente antes de continuar:

– Para satisfacción de la señora Huggins, ésta confirmó que lo habían encontrado tendido y bañado en su propia sangre, por lo que decidieron que había que hacer algo y llamaron de inmediato a la policía. Dijo una docena de veces esta misma frase: «Tenía una mueca extraña en la cara.» Está convencida de que tiene dotes de vidente, por lo que dediqué un cuarto de hora a convencerla de que se ocupara de limpiar y no de hacer vaticinios, pese a que se ha convertido en algo así como la heroína de los periódicos locales… y también de la taberna local.

Monk no pudo reprimir una sonrisa.

– Podría estar en un circo y, en cambio, se dedica a servir a los señores -dijo-. Dejemos que sea heroína por un día… y que tome ginebra gratis durante los seis meses venideros cada vez que cuente la historia. ¿O sea que fue al escenario de los hechos acompañada de Grimwade?

– Sí, entraron los dos juntos con una llave maestra, por supuesto.

– ¿Y qué fue exactamente lo que encontraron?

Aquélla era, tal vez, la cosa más importante: los hechos precisos del descubrimiento del cadáver.

Evan hizo una descripción tan detallada que Monk se quedó con la duda de si al contarlo reproducía las palabras de los testigos o daba su propia visión de la estancia.

– El pequeño vestíbulo estaba en perfecto orden -comenzó Evan-. En él había las cosas habituales de esta clase de habitaciones: un perchero para los abrigos y sombreros, un paragüero para los bastones, paraguas y demás, una caja para las botas, una mesita para las tarjetas de visita y… nada más. Todo estaba limpio y ordenado. La puerta daba directamente al saloncito, y el dormitorio y las demás dependencias eran contiguos al mismo.

Pasó una sombra por su curioso rostro, pero se distendió un poco y, como sin querer, se apoyó en el marco de la ventana.

– En la otra habitación todo era diferente. Las cortinas estaban corridas y la lámpara de gas seguía encendida pese a que era de día. Grey estaba derrumbado, parte en el suelo y parte en la butaca, y tenía la cabeza colgando. Había mucha sangre y su estado era impresionante. -Dijo aquellas palabras sin que le parpadearan los ojos, aunque Monk pudo comprobar que era gracias a un gran esfuerzo-. Debo admitir -prosiguió- que he visto pocos cadáveres, pero éste fue con mucho el asesinato más brutal que he visto en mi vida. El hombre había sucumbido como resultado de varios golpes dados con algún objeto contundente pero fino. Me refiero a que no se trataba de una porra, para poner un ejemplo. Era evidente que había habido lucha, porque había una mesilla derribada y con una pata rota, aparte de algunos objetos de adorno desparramados por el suelo, y una de las butacas estaba caída sobre el respaldo, precisamente aquella en la que el cuerpo del cadáver se apoyaba a medias.

Ante el recuerdo, la expresión de Evan se había hecho más grave, y había empalidecido.

– Las restantes habitaciones estaban intactas -dijo moviendo las manos en un gesto negativo-. Costó un buen rato conseguir que la señora Huggins se recuperara lo suficiente para poder examinar la cocina y el dormitorio. Al fin se calmó y, según declaró, estaban exactamente como ella las había dejado el día anterior.

Monk respiró profundamente y se quedó pensativo. Tenía que hacer alguna observación inteligente, no bastaba con un comentario baladí sobre hechos tan obvios. Evan lo observaba y seguía a la espera, un tanto cohibido.

– O sea que parece que tuvo una visita en algún momento de la noche -dijo Monk a modo de hipótesis y con mayor inseguridad de lo que habría querido- y que la persona en cuestión se peleó con él o simplemente lo atacó. Entonces se produjo una lucha violenta de la que Grey salió perdedor.

– Más o menos -asintió Evan, volviendo a erguirse-. Por lo menos los datos que poseemos no dejan suponer que ocurriera otra cosa. Ni siquiera sabemos si fue un desconocido o una persona de su confianza.

– ¿No había señales que indicasen que se había forzado la entrada?

– No, señor. De todos modos, no hay ningún ladrón que fuerce la entrada de una casa si ve luz en ella.

– No, claro.

Monk se maldijo por haber hecho una pregunta tan idiota. ¿Siempre había sido tan necio? En el rostro de Evan no asomó ningún indicio de sorpresa. ¿Quizás era una muestra de buena educación? ¿O tal vez su actitud obedecía al temor de provocar las iras de un superior que no se distinguía por la tolerancia?

– No, por supuesto -dijo levantando la voz-. Podría haber sido sorprendido por Grey y dejar después encendidas las luces para despistar.

– No me parece probable, señor. De haber sido tan calculador, ¿no se habría llevado algún objeto valioso? Por lo menos el dinero del billetero de Grey, lo que habría sido imposible de descubrir.

Monk no tenía respuesta para esta suposición. Lanzó un suspiro y se sentó ante el escritorio. No se molestó en invitar a Evan a que lo hiciera. Luego pasó a leer la declaración del portero.

La tarde anterior Lamb lo había sometido a un interrogatorio exhaustivo, en el que le había preguntado si había recibido alguna visita, por la presencia de algún recadero, mensajero o incluso la de algún animal extraviado. Grimwade había negado rotundamente tales posibilidades. Ni por asomo: él acompañaba siempre a los recaderos al lugar apropiado o recogía personalmente el encargo. Los edificios no se habían contaminado nunca con la presencia de ningún animal extraviado: ni cosas sucias, ni animales extraviados, ni nada que pudiera ensuciar aquel lugar confiado a su custodia. Pero ¿quién suponía que era él, la policía? ¿Acaso querían insultarlo?

Monk se preguntó qué habría respondido Lamb. Por supuesto que, de haber hecho él la pregunta, sabía qué le habría dicho a aquel hombre sobre los méritos que les correspondían tanto a los animales como a los seres humanos extraviados. Incluso ahora se le ocurría un par de respuestas ácidas que hubiera podido darle.

Grimwade juró que sólo se habían presentado dos visitantes. Estaba perfectamente seguro de que no había pasado nadie más por delante de su ventana. La primera visitante había sido una señora, que había entrado a eso de las ocho y con respecto a la cual no estaba dispuesto a decir, así, de buenas a primeras, a quién había ido a visitar. Las cuestiones de carácter privado debían tratarse con discreción. En cualquier caso, no había ido a ver al señor Grey, de eso estaba absolutamente seguro. Por otra parte, aquella señora era una criatura sumamente delicada, incapaz de haber infligido al muerto las heridas que había sufrido. El segundo visitante había sido un hombre y había ido a ver al señor Yeats, residente en la casa desde hacía mucho tiempo, y Grimwade lo había acompañado hasta el mismo rellano y había comprobado personalmente que era recibido.

Quienquiera que fuera la persona que había asesinado a Grey era evidente que o se había servido con añagazas de uno de los otros visitantes o había permanecido en el edificio bajo una apariencia que lo había hecho pasar inadvertido. Era algo que caía dentro de lo lógico.

Monk dejó el papel. Habría que volver a interrogar a Grimwade con más detenimiento y explorar las mínimas posibilidades. De allí podía salir alguna cosa. Evan se sentó en el saliente de la ventana.

La declaración de la señora Huggins era como Evan la había descrito, aunque la señora era mucho más locuaz que él. Si Monk la leyó fue sólo porque quería darse tiempo para pensar.

Después se ocupó del último informe, el del médico. Fue el que le pareció más desagradable, aunque quizás era esencial. Estaba escrito con una caligrafía pequeña, precisa y muy pulcra.

Monk pensó en la persona que había escrito aquel informe y se imaginó a un médico bajito con gafas redondas y manos muy limpias. Hasta después no se le ocurrió preguntarse si a lo mejor conocía a dicha persona y si aquél no podía ser el primer signo de recuperación de la memoria.

El informe era clínico en grado extremo y se ocupaba del cadáver como si Joscelin Grey fuera una especie y no un individuo, es decir, un ser humano sujeto a pasiones e inquietudes, esperanzas y fantasías, un hombre que había sido despojado de forma tan súbita y violenta de la vida y que, forzosamente, debió experimentar terror y sufrimiento extremos en esos escasos minutos que estaban examinando tan fríamente.

El cadáver había sido objeto de inspección poco después de las nueve y media de la mañana. El informe decía que correspondía al de un hombre de poco más de treinta años, de constitución delgada aunque bien alimentado, y que aparentemente no padecía ninguna enfermedad ni incapacidad física, sólo una herida muy reciente en la parte superior de la pierna derecha que tal vez habría podido provocarle una cojera. El médico estimaba que se trataba de una herida poco profunda, semejante a las que se observan en muchos militares, y que podía datar de unos cinco o seis meses atrás. Hacía de ocho a doce horas que estaba muerto; en cuanto a este detalle no podía entrar en mayores precisiones.

La causa de la muerte era evidente para cualquiera que lo examinase: una sucesión de fuertes y violentos golpes en la cabeza y espalda con un instrumento largo y delgado, probablemente un bastón o una vara.

Monk dejó el informe, calmado de pronto ante los detalles de la muerte. El lenguaje escueto, desprovisto de toda emoción, revivió de forma perversa las sensaciones. Su imaginación vio el cadáver de forma vivida, lo olió incluso, notó el olor ácido a muerto y el zumbido de las moscas. ¿Había visto muchas personas asesinadas? No podía preguntarlo.

– Muy desagradable -dijo sin levantar la vista para mirar a Evan.

– Sí, mucho -asintió Evan con la cabeza-. Los periódicos hicieron mucho ruido en su momento y arremetieron contra nosotros por no haber encontrado al asesino. Aparte de que el suceso puso nerviosa a mucha gente, es bien sabido que Mecklenburg Square es una zona muy bonita y si uno no puede estar seguro en un sitio como éste, ¿dónde va a estarlo? Hay que añadir a esto que Joscelin Grey era joven y había sido oficial del ejército, una persona que gozaba de muchas simpatías y tenía costumbres absolutamente inofensivas, además de ser de muy buena familia. Estuvo en la guerra de Crimea, después de la cual fue dado de baja por invalidez. Tenía un buen historial, había sido testigo de la carga de la Brigada Ligera y lo habían malherido en Sebastopol. -El rostro de Evan se contrajo ligeramente debido q la turbación y quizás a la piedad-. Muchas personas opinan que su propio país lo ha abandonado, por así decir, en primer lugar al ver que se ha permitido que le ocurriera esto, y después, porque no se ha descubierto al culpable. -Miró a Monk, como disculpándose por la injusticia simplemente porque la comprendía-. Sé que esto no es justo, pero hay un grupo de cruzados que vende periódicos y a quienes les ayuda tener una causa, ¿comprende? ¡Y, por supuesto, los charlatanes de siempre han compuesto varias canciones sobre el tema… sobre el héroe redivivo y ese tipo de cosas!

Las comisuras de la boca de Monk se vencieron a ambos lados.

– ¿Se han despachado a gusto?

– Sí, bastante -admitió Evan encogiéndose de hombros-. Y no tenemos ninguna pista. Hemos estudiado una y otra vez todas las pruebas que tenemos y lisa y llanamente, no disponemos de nada que permita relacionar al muerto con nadie. Cualquier maleante pudo burlar al portero y colarse por la puerta. Nadie vio ni oyó nada que pueda sernos de utilidad y nos encontramos exactamente en el mismo punto donde empezamos.

Se levantó con aire abatido y se acercó a la mesa.

– Supongo que querrá ver las pruebas físicas, aunque sean escasas, y me atrevería a decir que también querrá ver el piso, aunque sólo sea para hacerse una idea del escenario del crimen.

Monk también se levantó.

– Sí, me gustaría. Nunca se sabe, a lo mejor aparece algo.

De todos modos, no se le ocurría nada. Si Lamb no había conseguido nada, ni tampoco este perspicaz y eficiente joven, ¿qué iba a encontrar él? Sintió que le invadía una sensación de fracaso que, oscura y sofocante, lo rodeaba de forma insidiosa. ¿No sería que Runcorn le había confiado aquello porque sabía que allí se estrellaría? ¿No sería ésa una forma discreta y eficiente de desembarazarse de él sin que pudiera tachársele de excesivo rigor? ¿Cómo podía asegurar que Runcorn no era un antiguo enemigo suyo? ¿No sería que él le había perjudicado en algo tiempo atrás? Era una posibilidad fría y real. Aquel borroso perfil de su persona que empezaba a configurarse no parecía dotado del más leve rastro de compasión, gentileza o afecto espontáneos al que agarrarse, o con el que poder agradar. Él se estaba descubriendo como lo habría hecho un desconocido y lo que veía ante él no despertaba su admiración. No se gustaba. Le gustaba más Evan.

Había supuesto que había conseguido disimular la pérdida absoluta de memoria que sufría, pero a lo mejor era muy evidente, a lo mejor Runcorn se había dado cuenta y aprovechaba aquella oportunidad para saldar viejas cuentas. ¡Oh, Dios, cómo deseaba saber qué clase de hombre era o había sido! Quién lo amaba, quién lo odiaba… y qué motivos tenía para hacerlo. ¿Habría amado…alguna vez a una mujer, alguna mujer lo habría amado a él? ¡Ni esto sabía!

Evan caminaba rápidamente delante de él, sus largas piernas le hacían andar a un ritmo vivo. Todo en Monk aspiraba a confiar en él y, en cambio, se sentía casi paralizado por la ignorancia. Cada pisada se disolvía en arena movediza bajo su propio peso. No sabía nada. Todo eran conjeturas, suposiciones que variaban constantemente.

Se comportaba de manera automática, lo único que tenía era su instinto y unos hábitos arraigados en los que confiar.

Las pruebas físicas eran sorprendentemente vanas, como un equipaje sin dueño en una oficina de objetos perdidos. Eran los restos patéticos y más bien incómodos de la vida de otra persona, desprovistos de propósito y significado… algo así como sus pertenencias de Grafton Street, objetos sin historia ni emoción.

Se paró junto a Evan y cogió unas prendas de ropa de un montón. Los pantalones eran oscuros, estaban bien cortados y eran de tela de calidad, aunque manchada de sangre. Las botas estaban perfectamente lustradas y las suelas apenas gastadas. Era evidente que el hombre se había cambiado recientemente la ropa interior. La camisa era cara, la corbata de seda, y tanto la zona del cuello como la parte frontal estaban manchadas de sangre. La chaqueta era de última moda, aunque los restos de sangre la habían estropeado irremediablemente, y tenía un desgarrón en la manga. Todo aquello no le decía nada, más que las proporciones físicas y la constitución de Joscelin Grey, aparte de que despertaba su admiración por las posibilidades económicas y los gustos del difunto. No había nada que deducir de las manchas de sangre puesto que ya estaban informados de las características de las heridas recibidas.

Las dejó y se volvió a Evan, que lo estaba observando.

– No es de gran ayuda, ¿verdad, señor?

Evan miraba la ropa con una mezcla de desazón y asco, aunque en su rostro había algo que también podía ser sincera piedad. A lo mejor era demasiado sensible para ser agente de policía.

– No, la verdad es que no -asintió Monk secamente-. ¿Qué más había?

– El arma, señor.

Evan cogió un pesado bastón de ébano con puño de plata. Tenía cabellos y sangre incrustados.

Monk dio un respingo. Si antes había visto cosas tan espeluznantes como ésa, era un hecho que había perdido la inmunidad frente a ellas, junto con la memoria.

– Repugnante -dijo.

La boca de Evan se dobló hacia abajo y sus ojos color avellana se clavaron en el rostro de Monk.

Monk se percató de su mirada y se sintió confuso. El disgusto, la lástima de Evan, ¿eran por él? ¿Estaría Evan preguntándose por qué era tan remilgado un oficial de policía veterano como él? Se recuperó con esfuerzo y cogió el bastón. Era extremadamente pesado.

– Tenía una herida de guerra -observó Evan, escrutando todavía su rostro-. Según algunos testigos -La pierna derecha. -Monk se acordó del informe médico-. Esto explica por qué pesa tanto. -Dejó el bastón-. ¿Algo más?

– Un par de vasos rotos, señor, y una botella también rota. Por el sitio donde se encontraban, debían de estar sobre la mesa que se volcó. Y un par de objetos decorativos. En los archivos del señor Lamb hay un dibujo del estado de la habitación tal como se encontró. No creo que pueda proporcionarnos ningún dato, pero debo decir que el señor Lamb estuvo varias horas estudiándolo.

Monk sintió un súbito acceso de compasión hacia Lamb y seguidamente se compadeció de sí mismo. Deseó por un momento poderse poner en el sitio de Evan, dejar las decisiones y juicios a otra persona, eludir el fracaso. ¡Odiaba el fracaso! De pronto se dio cuenta de que sentía un inmenso y profundo deseo de resolver aquel crimen, de salir triunfante del mismo, de borrar aquella sonrisa del rostro de Runcorn.

– ¡Ah, sí… el dinero!

Evan sacó una caja de cartón y la abrió. Sacó de ella un billetero de piel de cerdo y, aparte, varios soberanos de oro y un par de carnets, uno de un club y otro de un restaurante muy distinguido. También había alrededor de una docena de tarjetas de visita personales en las que figuraba impreso: «Honorable Comandante Joscelin Grey, 6 Mecklenburg Square, Londres.»

– ¿Nada más?

– Sí, señor. La cantidad de dinero suma en total doce libras, siete chelines y seis peniques. Si el asesino era un ladrón, es extraño que no se lo llevase.

– A lo mejor se asustó… quizá se hizo alguna herida -fue lo único que se le ocurrió y, una vez dicho, indicó a Evan con un gesto que retirase la caja-.Me parece que lo mejor que podríamos hacer sería ir a dar un vistazo a Mecklenburg Square.

– Sí, señor. -Evan se irguió, pronto a obedecer la sugerencia-. Hay aproximadamente media hora de camino a pie. ¿Está usted en condiciones de hacer el trayecto, señor?

– ¿Unos tres kilómetros? ¡Por el amor de Dios, hombre, lo que tengo roto es el brazo, no las piernas!

Se apresuró a coger la chaqueta y el sombrero.

Evan se había mostrado bastante optimista. Como caminaban contra el viento y con cautela para evitar a los vendedores ambulantes y a los grupos de viandantes, el tráfico y los excrementos de los caballos, que abundaban en la calle, tardaron unos cuarenta minutos en llegar a Mecklenburg Square, rodear los jardines y detenerse delante del número seis. El chico que se encargaba de barrer el cruce estaba atareado en la esquina de Doughty Street, y Monk se preguntó si sería el mismo de la noche de julio. Sintió lástima del chico, obligado a trabajar pese a las inclemencias del tiempo, a menudo bajo la lluvia o la nieve en el estrecho embudo que formaban los altos edificios, esquivando los carruajes y carros, cargando paletadas de estiércol. ¡Qué forma tan cruda de ganarse la vida! Pero de inmediato se enfadó consigo mismo. ¡Vaya sensiblería estúpida la suya! Debía afrontar la realidad. Sacó pecho y entró en el vestíbulo de la casa. El portero estaba junto a la entrada de su pequeña garita, un minúsculo cubículo.

– Usted dirá, señor-dijo avanzando cortésmente hacia él, pero al mismo tiempo impidiéndole el paso.

– ¿Es usted Grimwade? -le preguntó Monk.

– Sí, señor -le respondió el hombre, evidentemente sorprendido y un tanto confundido-. Siento decirle, señor, que no lo recuerdo, pese a que soy bastante buen fisonomista… -dijo como esperando a que Monk le echase un cable.

Después miró a Evan y pareció que en su rostro brillaba un atisbo de recuerdo.

– Policía -limitó a decir Monk-. Nos gustaría volver a echar un vistazo al piso del comandante Grey. ¿Tiene usted la llave?

El hombre pareció verse libre de un peso, aunque no totalmente aliviado de una cierta inquietud.

– ¡Sí, claro y no hemos dejado entrar a nadie! La cerradura está tal como la dejó el señor Lamb.

– Muy bien, gracias.

Monk estaba preparado para exhibir alguna prueba de su identidad, pero al parecer el portero había quedado plenamente convencido al reconocer a Evan, por lo que volvió a su cubículo para recoger la llave.

Un momento después regresaba con ella y los acompañaba arriba investido de la solemnidad que imponía en el lugar la antigua presencia de un muerto, especialmente tratándose de la víctima de una muerte violenta.

Monk tuvo por un momento la desagradable impresión de que encontrarían el cuerpo de Joscelin Grey todavía tendido en el suelo, intacto y a la espera de su llegada.

Como era una idea absurda, trató de librarse de ella. Ya comenzaba a asumir esa cualidad repetitiva que tienen las pesadillas, como si los acontecimientos pudieran ocurrir más de una vez.

– Es aquí, señor.

Evan estaba junto a la puerta y el portero tenía la llave en la mano.

– Hay otra puerta trasera, por supuesto, pero da a la cocina y se abre en el mismo rellano, a unos doce metros de distancia. Se utiliza como puerta de servicio, para los encargos y cosas por el estilo. Monk concentró su atención.

– Pero para entrar por ella también es necesario pasar por delante del portero, ¿verdad?

– Sí, naturalmente, no tendría mucha utilidad disponer de portero si se pudiera entrar en la casa sin que éste viera a la persona que entra. Cualquier mendigo o vendedor ambulante se colaría en la casa como si tal cosa… -Puso cara de darse importancia al tiempo que ponderaba los hábitos de sus superiores-. ¡O incluso los acreedores! -añadió en tono lúgubre.

– Tiene usted razón -dijo Monk, sardónico.

Evan se volvió e introdujo la llave en la cerradura. Parecía reacio a hacerlo, como si el recuerdo de la violencia que había presenciado siguiera adherido al lugar y le produjera un sentimiento de repulsa. ¿O acaso Monk proyectaba en él sus fantasías?

El recibidor era exactamente como lo había descrito Evan: ordenado, georgiano y azul, con adornos y detalles de color blanco, sumamente limpio y elegante. Vio el mueble del perchero, con el recipiente para bastones y paraguas, la mesa para las tarjetas de visita y todo lo demás. Evan iba delante de él, con la espalda muy envarada, y abrió la puerta que daba al salón.

Monk entró detrás de él. No sabía muy bien qué esperaba ver; tenía el cuerpo tenso, como previniendo un ataque, alguna sorpresa desagradable para los sentidos.

La decoración era elegante y seguramente cara en la época en que había sido adquirida, pero vista a la luz que ahora reinaba en el piso, sin lámparas de gas ni fuego en la chimenea, resultaba más bien fría y corriente. Las paredes de color azul Wedgwood parecían inmaculadas a primera vista y los adornos blancos estaban impolutos. Sin embargo, sobre la bruñida madera de la cómoda y del escritorio había una fina capa de polvo, y una especie de película atenuaba los colores de la alfombra. Automáticamente, sus ojos se desplazaron primero a la ventana, después se pasearon por el mobiliario -una mesa trinchante muy ornamentada con bordes tallados, una jardinera con un cuenco japonés encima y una librería de caoba- y, al fin, se posaron en el pesado sillón volcado, la mesa rota, compañera de la otra, con una profunda mella en su superficie satinada de color miel, que dejaba al descubierto la madera interior más pálida. Parecía un animal con las patas al aire.

Después vio la mancha de sangre en el suelo. No era mucha ni estaba muy extendida, pero era muy oscura, casi negra. Con seguridad, Grey se había desangrado en aquel preciso lugar. Apartó los ojos y se fijó en que gran parte de lo que parecían dibujos de la alfombra quizás eran salpicaduras de sangre de color más claro. En la pared más alejada había un cuadro torcido y, al acercarse a él y observarlo más atentamente, vio una marca en el yeso, y que la pintura había saltado en parte. Era una mala acuarela de la bahía de Nápoles en la que destacaban los azules chillones y un monte Vesubio cónico como telón de fondo.

– La pelea debió de ser violenta -comentó en voz baja.

– Sí, señor -admitió Evan.

Éste seguía de pie en medio de la habitación, como si no supiera qué hacer.

– Tenía contusiones en todo el cuerpo, en los brazos y en los hombros, y un nudillo despellejado. Yo diría que la lucha fue encarnizada.

Monk lo miró con el ceño fruncido.

– No recuerdo que el informe médico lo mencionara.

– Creo que sólo dice «señales de lucha», señor, aunque por otra parte el hecho es bastante evidente por el estado de la habitación. -Echó una mirada a su alrededor al pronunciar estas palabras-. También hay sangre en aquella silla. -Señaló el sillón tapizado volcado sobre el respaldo-. Aquí es donde estaba, y tenía la cabeza en el suelo. Buscamos a un hombre violento -comentó con un ligero estremecimiento.

– Sí -dijo Monk mirando a su alrededor como si tratase de imaginar lo que había ocurrido en aquella habitación hacía casi seis semanas, el terror y el choque de carne contra carne, sombras que se movían, sombras puesto que no sabía cómo eran los personajes, muebles estrellándose contra el suelo, ruido de cristales rotos. De pronto, todo se hizo realidad, fue como un destello más nítido que lo que su imaginación había podido evocar, momentos llenos de furia y de terror, el bastón contundente; después, todo volvió a esfumarse mientras él se quedaba temblando y con el estómago revuelto. ¿Qué podía haber ocurrido en esa habitación cuando los ecos de la escena seguían reverberando en ella, igual que angustiosos fantasmas o animales de presa?

Se volvió y, olvidándose de Evan, que iba detrás de él, se fue directo a la puerta. Tenía que salir de allí, salir a la calle, sucia pero normal, oír ruido de voces, vivir el momento presente. No sabía siquiera si Evan lo seguía o no.

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