12

El nombre Marner no le decía nada a Monk y, al día siguiente, incluso después de haber estado en las tres direcciones que le había dado Hester, seguía sin otros datos que aquel nombre y la naturaleza del negocio: importación. Y a lo que parecía, nadie más conocía al escurridizo señor Marner. Todo lo que sabía de él lo sabía por Latterly a través de Joscelin Grey. El negocio consistía en la importación de tabaco de Estados Unidos y prometía una elevada rentabilidad, con la participación de cierta casa turca. Nadie sabía nada más; excepto, claro está, la enorme suma necesaria para poner en marcha la empresa y el incremento previsible de las fortunas de todos los participantes.

Monk no salió de la última casa hasta muy avanzada la tarde, pero no podía permitirse el lujo de perder tiempo. Comió poquísimo, simplemente unos bocadillos que compró a un vendedor ambulante, y seguidamente se dirigió a la comisaría para solicitar la ayuda de un especialista en fraude empresarial. Por lo menos él podría proporcionarle nombres de comerciantes en tabaco y quizás incluso darle el nombre de la casa turca en cuestión.

– ¿Marner? -repitió el hombre en tono amable, pasándose los dedos entre sus escasos cabellos-. La verdad es que no conozco el nombre. Y dice que no sabe el nombre de pila, ¿verdad?

– No, pero planeó la constitución de una empresa dedicada a la importación de tabaco de América, que debía mezclarse con tabaco turco y venderse con un margen de beneficios.

El hombre puso una cara muy seria.

– No me gusta nada, la verdad. Yo el tabaco turco no lo aguanto, pero a fin de cuentas lo que me gusta es el rapé. ¿Ha dicho Marner? -Movió negativamente la cabeza-. ¿No se referirá por casualidad al viejo Zebedee Marner? Supongo que ya ha probado con él, de lo contrario no me lo preguntaría. ¡Menudo pájaro! De todos modos, que yo sepa no se ha metido nunca en negocios de importación.

– ¿A qué se dedica?

El hombre enarcó las cejas, sorprendido.

– ¿No anda un poco despistado, Monk? ¿Qué le pasa? -le dijo mirándolo de reojo-. Tiene que conocer por fuerza a Zebedee Marner. No se le ha podido acusar nunca de nada porque es escurridizo como una anguila, pero sabemos que es propietario de la mitad de las casas de empeño, talleres clandestinos y burdeles de la zona de Limehouse, en Isle of Dogs. Personalmente creo que también consigue porcentajes de la prostitución infantil y del opio, aunque es muy astuto y se guarda mucho de acercarse a los lugares de consumo. -Lanzó un suspiro y puso cara de asco-. Claro que esto algunos prefieren ignorarlo.

Monk casi no se atrevía a abrigar esperanzas. De tratarse del mismo Marner, estaría por lo menos ante algo que podría explicar los motivos. Esto devolvía el asunto a los bajos fondos, al dominio de la codicia, del fraude y del vicio. Podía ser una razón para que Joscelin Grey matase a alguien pero, ¿por qué había de ser él la víctima?

¿Daría por fin con algo que permitiera, finalmente, condenar a Zebedee Marner? ¿Acaso Grey estaba confabulado con Marner? Pero Grey también perdió el dinero. ¿O no?

– ¿Dónde puedo encontrar a Marner? -preguntó con prisas-. Necesito verlo y el tiempo apremia.

No podía perder tiempo buscando direcciones. Le daba igual si este hombre lo tomaba por un tipo excéntrico o por un incompetente. De todos modos, al cabo de muy poco ya no tendría importancia.

El hombre miró a Monk como si de pronto se agudizara su interés e irguió mucho el cuerpo.

– ¿Sabe usted algo de Marner que yo no sepa, Monk? Hace años que intento cazar a este hijo de perra. ¿Me lo deja a mí? -Su cara reflejaba ansiedad y en sus ojos brilló una lucecita como si de pronto hubiera atisbado el fulgor repentino de una satisfacción que hasta ahora le había estado vetada-. No me interesa figurar, ni diré nada. Lo único que quiero es ver la cara que pone cuando lo pesquen.

Monk lo comprendía, pero lamentaba no poderle hacer este favor.

– No tengo nada contra Marner -respondió-, ni sé siquiera si el negocio que estoy investigando es ilícito o no, pero hay de por medio un suicidio y quiero averiguar el motivo.

– ¿Por qué? -Sentía curiosidad y era evidente que estaba desorientado, inclinó ligeramente la cabeza a un lado-, ¿Cómo es que le interesa un suicidio? Me figuraba que estaba con lo de Grey. No me diga que Runcorn le ha consentido dejar el caso… ¿sin meterle un buen paquete?

O sea que hasta aquel hombre estaba enterado de la animosidad de Runcorn contra él. ¿Estarían enterados todos? ¡Seguro que Runcorn había sabido todo el tiempo que había perdido la memoria! ¡Cómo debía reírse a sus espaldas de aquella confusión en que andaba metido, de todos sus fallos!

– No -le dijo Monk torciendo el gesto-, todo forma parte de lo mismo. Grey participaba del negocio.

– ¿Importación? -Su voz se elevó una octava-. ¡No me diga que lo mataron por una remesa de tabaco!

– No, por tabaco no, pero se había invertido mucho dinero en el proyecto y parece que la empresa se fue a pique.

– ¿Ah, sí? Entonces Marner ha emprendido un nuevo rumbo…

– Suponiendo que sea el mismo Marner -dijo Monk curándose en salud-, cosa que todavía no sé. No sé nada absolutamente del personaje, salvo el nombre; y bien, sólo una parte del nombre. ¿Dónde encontraré a ese Marner?

– En el número trece de Gun Lañe, Limehouse. -Vaciló un momento-. Si averigua algo, Monk, ¿querrá decírmelo? Siempre que no sea Marner el asesino, claro, que es de lo que usted anda detrás, ¿no?

– No, no, solamente busco información. Si encuentro pruebas de que hubo fraude, se lo comunicaré. -Sonrió con aire impenetrable-. Le doy mi palabra.

El hombre se deshizo en sonrisas.

– Gracias.


Monk salió por la mañana temprano y a las nueve estaba en Limehouse. De haber sido preciso, habría ido antes. Desde las seis de la mañana, hora a la que se había despertado, había dedicado prácticamente todo el tiempo a pensar en lo que le diría a Marner.

Limehouse quedaba muy lejos de Grafton Street, por lo que tomó un coche y emprendió el camino hacia el este a través de Clerkenwell, Whitechapel y los atestados y poco transitables muelles. Era una mañana tranquila y el sol brillaba en el río, arrancando blancos fulgores al agua entre las negras gabarras que remontaban la corriente desde el Pool de Londres. Al otro lado estaba Bermondsey – la Venecia de los sumideros- y Rotherhithe y, más adelante aún, los muelles de Surrey y, a todo lo largo del deslumbrante tramo recto del río, Isle of Dogs y, en la zona más distante, Deptford y, finalmente, el bellísimo Greenwich, con su verde parque y sus árboles y la exquisita arquitectura de la escuela naval.

Pero lo que él buscaba estaba en las sórdidas calles de Limehouse, con sus mendigos, usureros y ladrones de toda especie… y con su Zebedee Marner.

Gun Lañe era un desvío que arrancaba de West India Dock Road. No le costó localizar el número trece. En la acera se cruzó con un vagabundo de muy mala catadura y con otro que haraganeaba en la puerta, pero ninguno de los dos lo molestó, quizá por considerar improbable que diera limosna a un mendigo o porque juzgaran que caminaba con demasiada decisión para arriesgarse a robarle. Había otras presas más fáciles. Él sentía por ellos comprensión, pero también desprecio.

La suerte estaba de su parte porque encontró a Zebedee Marner y, tras un discreto tanteo, el empleado le indicó el camino para subir al despacho del piso de arriba.

– Buenos días, señor… Monk. -Marner estaba sentado detrás de una imponente mesa, el cabello blanco y ensortijado le caía sobre las orejas y sus blancas manos descansaban en el cuero que recubría la mesa-. ¿En qué puedo servirle?

– Quienes me han dirigido a usted me lo han destacado como entendido en variados negocios, señor Marner -comenzó Monk con voz suave, procurando reprimir el odio que podía traslucir su voz- y con un gran conocimiento de todo tipo de cosas.

– Así es, señor Monk, así es. ¿Desearía invertir su dinero?

– ¿Qué me puede ofrecer?

– Todo tipo de cosas. ¿De qué cantidad se trata? -Marner lo observaba con atención, aunque disimulada con una cordialidad campechana.

– Me interesa más la segundad que el beneficio rápido -respondió Monk, eludiendo la pregunta-. No me gustaría perder lo que tengo.

– Naturalmente, a nadie le interesa. -Marner extendió las manos y se encogió de hombros en un gesto muy expresivo, pese a que tenía los ojos clavados en él, sin pestañear, como una serpiente-. Usted quiere invertir dinero en un negocio seguro, ¿no es cierto?

– ¡Eso mismo! -admitió Monk-. El caso es que conozco a varios caballeros que también están interesados en hacer inversiones, por lo que quisiera tener la seguridad de que, en caso de recomendarles algo, lo puedo hacer con absoluta garantía.

En los ojos de Marner brilló una chispa y seguidamente bajó los párpados, como para ocultar sus pensamientos.

– Excelente -dijo con voz tranquila-, lo entiendo perfectamente, señor Monk. ¿Ha considerado usted la posibilidad de invertir en importación y exportación? Un negocio muy próspero, no falla nunca.

– Eso me han dicho -asintió Monk-, pero ¿es seguro?

– A veces sí, a veces no. Se requiere la práctica de personas como yo mismo, para saber distinguir. -Volvió a abrir mucho los ojos y enlazó las manos sobre la barriga-. Por esto usted ha venido aquí en lugar de hacer la inversión directamente.

– ¿Qué me dice del tabaco?

El rostro de Marner no se alteró lo más mínimo.

– Un artículo excelente -dijo asintiendo con un gesto-, realmente excelente. No hay quien renuncie a ese placer por muchos vuelcos que sufra su economía. Mientras haya hombres, habrá un mercado de tabaco y, a menos que cambie nuestro clima hasta un punto difícil de imaginar -se sonrió y balanceó el cuerpo como cediendo a la hilaridad que le provocaba la ocurrencia-, veo difícil que podamos cultivarlo, o sea que siempre tendremos que importarlo. ¿Ha pensado en alguna empresa en concreto?

– ¿Conoce a fondo el mercado? -le preguntó Monk, haciendo grandes esfuerzos para reprimir la repugnancia que le producía aquel hombre, sentado delante de él en su bien amueblado despacho como una araña blanca y gorda, perfectamente camuflado en su telaraña gris tejida con mentiras y apariencias. Sólo pobres moscas como Latterly, y tal vez como Joscelin Grey, caían en ella.

– Naturalmente que lo conozco -replicó Marner con aire de satisfacción.

– ¿Ha efectuado usted operaciones en este mercado?

– ¡Sí, claro! Con frecuencia, se lo aseguro, señor Monk. Sé muy bien lo que me llevo entre manos.

– ¿No irán a cogerlo desprevenido y verse abocado a la quiebra?

– ¡Imposible! -Marner lo miró como si Monk acabase de dejar un objeto asqueroso sobre la mesa.

– ¿Está seguro? -lo presionó Monk.

– ¡Más que seguro, mi querido señor! -Ahora estaba a las claras, ofendido-. ¡Absolutamente convencido!

– Muy bien -dijo Monk dejando finalmente que el veneno inundara su voz-, eso esperaba. Entonces yo también estoy convencido de que podrá decirme cómo ocurrió el desastre que dejó arruinado al comandante Joscelin Grey cuando hizo una inversión en este mismo producto. Usted estaba relacionado con él, ¿verdad?

Marner se quedó pálido y durante unos momentos pareció tan confundido que fue incapaz de pronunciar palabra.

– Pues… pues… le aseguro que no debe tener ninguna inquietud al respecto, ya que esto no volverá a ocurrir -dijo evitando mirar a Monk directamente a los ojos para enmascarar su engaño.

– Me parece bien -le respondió Monk fríamente-, aunque en estos momentos no me sirva de mucho. De momento ya ha costado dos vidas. ¿Perdió usted también el dinero que invirtió, señor Marner?

– ¿Mi dinero? -Marner lo miró con cara de susto.

– Sí, tengo entendido que el comandante Grey perdió una suma considerable.

– ¡Oh no, no lo han informado bien! -Marner negó enérgicamente con la cabeza y, al hacerlo, se le alborotaron los cabellos sobre las orejas-. No se puede decir que la empresa entrara en quiebra. ¡De esto ni hablar! Lo que pasa es que hubo un traspaso, otra empresa la absorbió. Bueno, si usted no es un hombre de negocios, no puede entender este tipo de cosas. En la actualidad el mundo de los negocios se está haciendo extremadamente complicado, señor Monk.

– Sí, eso parece. ¿Y dice usted que el comandante Grey no perdió mucho dinero? ¿Puede demostrarlo de alguna manera?

– Naturalmente que sí -los ojos de Marner volvieron a ocultarse tras sus espesos párpados-, pero los negocios del comandante Grey son sólo suyos y yo no los discutiré con usted, de la misma manera que tampoco se me ocurriría hablar con él de los negocios de usted. Es la discreción, precisamente, la condición esencial en todo tipo de negocios. -Sonrió, satisfecho de sus palabras y, por lo menos en parte, recobró su compostura.

– Naturalmente -afirmó Monk-, pero yo soy policía y se da el caso de que estoy investigando el asesinato del comandante Grey, razón por la cual no entro en la categoría de los meros curiosos. -Bajó la voz, que adquirió un tono amenazador, y vio que el rostro de Marner se tensaba-. Por consiguiente, como persona observadora de la ley que es usted -prosiguió-, estoy seguro de que me prestará toda la ayuda que pueda. Querría consultar sus expedientes del asunto y saber cuánto dinero exactamente perdió el comandante Grey, señor Marner, hasta el último céntimo, ¿me ha entendido?

Marner levantó la barbilla con viveza y su mirada no sólo se hizo agresiva sino hasta ofensiva.

– ¿Policía? Usted me ha dicho hace un momento que quería hacer una inversión.

– No, yo esto no se lo he dicho, lo ha supuesto usted. ¿Cuánto dinero perdió el señor Joscelin Grey? ¿Quiere decírmelo, señor Marner?

– A decir verdad, señor Monk, él… él no perdió nada.

– Pero la empresa se disolvió.

– Sí… sí, eso es verdad, fue un desafortunado percance. Pero el comandante Grey pudo retirar en el último momento el dinero que había invertido, justo antes de que se produjera la… la absorción.

Monk se acordó entonces del policía que le había facilitado la dirección de Marner. Si hacía tantos años que lo perseguía, no quería privarlo de la satisfacción de cazarlo.

– ¡Oh! -Monk se retrepó en el asiento, cambió de postura e incluso sonrió-. O sea que al comandante Grey la pérdida no lo afectó para nada.

– Eso mismo, para nada.

Monk se puso en pie.

– Entonces no se puede decir que el hecho tenga nada que ver con su asesinato. Siento haberle hecho perder tiempo, señor Marner, y le agradezco mucho su cooperación. Supongo que dispondrá, por lo menos, de algunos papeles que permitan corroborar lo que ha dicho, sólo para poder justificarlo ante mis superiores.

– Sí, claro que los tengo. -Marner se había tranquilizado visiblemente-. Por favor, espere un momento.

Se levantó y se acercó a un gran armario lleno de legajos. Abrió un cajón y sacó una libreta de notas rayada a la manera de los libros de contabilidad. La puso sobre la mesa, abierta, delante de Monk.

Monk la cogió, le echó una mirada, leyó la entrada en la que constaba que Grey había retirado el dinero y cerró bruscamente la libreta.

– Gracias -dijo antes de metérsela en el bolsillo interior de la chaqueta y ponerse en pie.

Marner tendió la mano para que le devolviera la libreta. Al comprender que Monk no se la daría, se quedó pensando si debía pedírsela, pero llegó a la conclusión de que no podía permitirse mostrar un interés excesivo. Su cara blanca y grandota esbozó una sonrisa forzada.

– Encantado de hacerles un favor, señor. No sé qué haríamos sin la policía. Hay tantos crímenes actualmente, tanta violencia…

– En efecto -admitió Monk- y también muchos robos que engendran violencia. Buenos días, señor Marner.

Ya en la calle, echó a andar rápidamente Gun Lañe abajo hasta West India Dock Road mientras su cabeza no paraba de pensar. Si la prueba era auténtica y no estaba manipulada por Zebedee Marner, todo parecía indicar que Joscelin Grey, hasta ese momento relativamente honrado, había sido puesto sobre aviso de la operación, consiguiendo salvarse en el último momento y dejando en la cuneta a Latterly y a sus amigos al consentir que la ruina recayera sólo sobre ellos. Habría sido interesante saber quienes tenían participación en la empresa que había absorbido el negocio de importación de tabaco, por si entre sus socios figuraba Grey.

¿Habría llegado ya a esta conclusión antes del accidente? Marner no había dado muestras de haberlo reconocido. Se había comportado como si el asunto le resultara nuevo. De hecho, así debía de ser, ya que de otro modo Monk no le habría hecho tragar que él podía ser un inversor.

Pero aunque Zebedee Marner no lo hubiera visto nunca anteriormente, no era imposible que Monk hubiera sabido todo esto antes de la muerte de Grey, porque entonces tenía entera su memoria, conocía sus contactos, sabía a quién preguntar, a quién sobornar, a quién amenazar y con qué.

Ya no había manera de saberlo. En West India Dock Road encontró un coche y, una vez dentro, se dejó caer en el asiento preparándose así para meditar durante el largo trayecto que iban a hacer.

Ya en la comisaría, fue a ver al agente que le había proporcionado la dirección de Zebedee Marner y le contó su visita, le entregó la libreta donde Marner llevaba las cuentas y le explicó en qué consistía, según él, el fraude. El hombre rebosaba satisfacción, como quien se deleita por anticipado pensando en el banquete que le espera al cabo de unas pocas horas. Para Monk también suponía una satisfacción.

Pero duró poco.

Runcorn lo esperaba en su despacho.

– ¿Todavía no hay ninguna detención? -le preguntó con una fruición de muy mal agüero-. ¿No se puede acusar a nadie?

Monk no se molestó en responder.

– ¡Monk! -gritó Runcorn dando un puñetazo en la mesa.

– Sí, diga.

– ¿Fue usted quién ordenó a Evan que fuera a Shelburne a interrogar al personal de la casa?

– Sí. ¿No es lo que usted quería? -dijo enarcando las cejas con gesto sarcástico-. ¿No quería que buscásemos pruebas contra Shelburne?

– Sí, pero no en la mansión de Shelburne. Ya sabemos qué motivos lo empujaron. Lo que necesitamos ahora son pruebas del hecho y un testigo que le viera por allí.

– Haré averiguaciones -dijo Monk con amarga ironía.

Se estaba riendo por dentro y Runcorn se daba cuenta, pero no sabía por qué, y estaba nerviosismo.

– Las averiguaciones tenía que haberlas hecho el mes pasado -gritó-. ¿Se puede saber qué demonios le pasa, Monk? Usted siempre se ha dado muchos aires, pero por lo menos antes era un buen policía. Ahora, en cambio, no da una. Me parece que el golpe que se pegó en la cabeza lo dejó tocado. Quizá tendría que pedir la baja y ver si se recupera un poco.

– Estoy perfectamente -dijo Monk sintiendo que la desazón volvía a adueñarse de su ánimo; deseaba darle un buen susto a aquel hombre que tanto le odiaba y, que al final, acabaría por cantar victoria-. ¿Por qué no se encarga usted del caso? Tiene usted razón: no consigo sacar nada en limpio. -Devolvió la mirada a Runcorn con ojos muy abiertos-. Las autoridades piden resultados… a mí me parece que debería usted tomar el asunto en sus manos.

Runcorn recuperó su aplomo.

– Mire, creo que me toma por tonto. He enviado a buscar a Evan y volverá mañana. -Y agitando un dedo gordo ante la cara de Monk, añadió-: Detenga a Shelburne esta semana o retiro el caso de su jurisdicción. -Dio media vuelta y salió dando grandes zancadas y dejando tras de sí la puerta chirriando sobre sus goznes.

Monk lo siguió con la mirada. Había enviado a buscar a Evan. El tiempo se estaba acortando más aprisa todavía de lo que temía. Dentro de muy poco Evan llegaría a la misma conclusión y sobrevendría el final.


Evan llegó, tal como era de esperar, al día siguiente y Monk se reunió con él para comer. Fueron a una taberna donde el aire estaba cargado de vapores: un ambiente pesado y húmedo en el que se percibía un olor que era una mezcla de sudor, serrín, cerveza derramada y las inidentificables verduras que habían cocido en la sopa.

– ¿Algo nuevo? -preguntó Monk mecánicamente, ya que pensó que le extrañaría que no se lo preguntase.

– Muchísimos indicios -replicó Evan frunciendo el ceño-, aunque a veces me pregunto si no me lo parecerá así porque yo los busco.

– ¿Quiere decir que se los inventa?

Evan levantó prestamente los ojos para mirar a Monk. Eran unos ojos de una nitidez prístina.

– No creerá sinceramente que lo hizo él, ¿verdad, señor Monk?

¿Cómo podía saberlo con tanta rapidez? Monk repasó mentalmente todas las respuestas que podía dar. ¿Sería Evan capaz de detectar una mentira? ¿Se había percatado ya de todas las mentiras? ¿Era lo bastante inteligente, lo bastante sutil como para acabar llevando a Monk, con habilidad, hasta la trampa? ¿Era descabellado creer que toda la comisaría estaba ya al tanto del asunto esperando a que desvelase las pruebas y firmase su propia condena? Durante un breve espacio de tiempo se sintió presa del miedo y hasta el alegre alboroto que reinaba en la cervecería se convirtió en una especie de una algarabía insensata, amorfa y agobiante. Todo el mundo lo sabía, sólo esperaban a que él se diera cuenta, a que se traicionase, para poner punto y final al misterio. Después todos se quitarían la máscara y ya todo serían risas, después le pondrían las esposas, lo someterían a interrogatorio y habría felicitaciones por otro asesinato más que quedaba resuelto. Seguiría un juicio, una breve reclusión en la cárcel y finalmente… la cuerda tensa y áspera, un momento de dolor… y nada más.

Pero ¿por qué? ¿Por qué había matado a Joscelin Grey? Seguramente no era porque Grey hubiera podido escapar a la quiebra de la compañía tabaquera… aunque se hubiera aprovechado de ella.

– ¿Señor Monk? ¿Se encuentra bien? -La voz de Evan había rasgado el velo de pánico y sus ojos lo escrutaban llenos de ansiedad-. Está muy pálido, señor. ¿Seguro que se encuentra bien?

Monk se obligó a sentarse muy erguido y miró fijamente a Evan a su vez. De haber podido formular un deseo en aquel momento, habría sido que Evan no se llegara a enterar nunca. Imogen Latterly no había sido más que un sueño, una reminiscencia de la faceta dulce de su persona, la parte de su personalidad que había en él de vulnerable, lo que aspiraba a cosas que nada tenían que ver con la ambición. Pero Evan había sido un amigo. Tal vez había otros pero, si existían, no los recordaba.

– Sí-dijo lentamente-, sí, gracias. Estaba pensando. No, tiene usted razón; no estoy seguro, ni muchísimo menos, dé que fuera Shelburne.

Evan se inclinó ligeramente hacia delante con rostro ávido.

– Me gusta que lo diga, señor Monk. No se deje empujar por el señor Runcorn. -Sus dedos largos jugaban con el pan, como si la excitación le impidiera comer-. Yo creo que la solución está aquí, en Londres. He estudiado una vez más las notas del señor Lamb y también las nuestras y cuanto más las leo más me convenzo de que debe de tratarse de algo relacionado con dinero o con negocios.

»A lo que parece, Joscelin Grey vivía con mucha más holgura que lo que permitía la pensión familiar. -Dejó la cuchara y renunció abiertamente a comer-. O extorsionaba a alguien, o jugaba y le sonreía la suerte, o bien (y me parece lo más probable) tenía algún negocio que desconocemos. A mi modo de ver, lo más probable es lo último. De tratarse de un negocio lícito, habríamos encontrado algún rastro, algún comprobante, aparte de que habrían aparecido otras personas involucradas. Por otra parte, de haber vivido con dinero prestado, los prestamistas habrían reclamado a la familia.

– Siempre que no se tratase de usureros -dijo Monk automáticamente notando un pavor frío y observando que Evan se iba acercando cada vez más al hilo que había de conducirlo a la verdad. Faltaba muy poco para que sus manos finas y sensibles la cazaran.

– Pero si se trata de usureros, no habrían prestado dinero a una persona como Grey -replicó prestamente Evan con ojos muy despiertos-. Los usureros se andan con mucho cuidado en lo que a prestar dinero se refiere. Por lo menos eso es lo que he aprendido. Nunca prestan dinero una segunda vez si no han recuperado el del primer préstamo y siempre lo hacen a cambio de unos intereses o de una hipoteca sobre la propiedad. -Le cayó un rizo sobre la frente pero no lo apartó-. Todas estas consideraciones vuelven a llevarnos a la primera pregunta: ¿de dónde habría sacado Grey el dinero para devolverlo, amén de los intereses? Recordemos que era el tercer hermano y que no tenía ninguna propiedad a su nombre. No, señor Monk, estoy plenamente seguro de que debía de tener algún negocio, y ya he empezado a hacer algunas suposiciones sobre el primer sitio donde tengo que empezar a buscar.

Cada idea nueva lo llevaba más cerca del objetivo.

Monk no dijo nada; buscaba desesperadamente un pensamiento que disuadiera a Evan. Sabía que podría desviarlo de su camino indefinidamente, que llegaría un momento en que tendría que ceder, pero primero quería conocer el porqué. Sentía que había algo que tenía muy cerca, algo situado a un dedo de distancia.

– ¿No le parece bien, señor Monk? -Evan estaba contrariado, se le notaba en la mirada, que tenía como ensombrecida. ¿O sería la decepción provocada por las mentiras de Monk?

Monk se echó atrás, tratando de olvidar el dolor que sentía. Tenía que reflexionar un poco más.

– Estaba pensando en ello -le respondió, procurando que su voz no reflejase la desesperación que sentía-. Sí, es posible que tenga usted razón. Dawlish habló de aventura financiera. No sé hasta qué punto lo informé sobre el asunto, pero tengo la impresión de que todavía no había arrancado, aunque es fácil que hubiera otras personas involucradas. – ¡Cómo odiaba mentir!… y sobre todo a Evan. Aquélla era la peor traición de todas, le era insoportable pensar en la opinión que Evan se formaría de él cuando se enterara-. Convendría investigar un poco más a fondo primero.

A Evan volvió a iluminársele el rostro.

– ¡Excelente! Creo sinceramente que podemos cazar al asesino de Joscelin Grey y estoy convencido de que no tardaremos en conseguirlo. Nos faltan todavía uno o dos detalles, pero después todas las piezas encajarán automáticamente.

¿Sabía lo terriblemente cerca que estaba de la verdad?

– Es posible -admitió Monk, esforzándose en mantener un tono neutro de voz, mientras miraba el plato que tenía delante, cualquier cosa con tal de evitar los ojos de Evan-. De todos modos, conviene que sea discreto. Dawlish es un hombre de posición.

– Lo seré, esto por supuesto, señor Monk. En todo caso, no sospecho específicamente de él. ¿Qué me dice de la carta de Charles Latterly? Era muy fría, digo yo. Y he descubierto infinidad de cosas acerca de él. -Por fin se tragó una cucharada del cocido-. ¿Sabía que su padre se suicidó pocas semanas antes de que mataran a Grey? Si Dawlish era un futuro socio, tal vez Latterly era un socio del pasado. ¿No cree, señor Monk? -Parecía totalmente indiferente al sabor y a la consistencia de la comida, que tragaba casi entera sin prestarle mayor atención-. Quién sabe, podría ser un asunto algo turbio y, al verse involucrado en él, el anciano señor Latterly se quitó la vida. En cuanto al señor Charles Latterly, que fue quien envió la carta, tal vez fue él quien mató a Grey, por venganza.

Monk hizo una profunda aspiración. Necesitaba más tiempo.

– La carta era excesivamente comedida, no era la carta de un hombre apasionado y dispuesto a matar -comentó prudentemente y empezando a comer su cocido-, pero la estudiaré. Usted sondee a los Dawlish y también podría probar con los Fortescue. No sabemos demasiadas cosas acerca de las conexiones entre unos y otros. -Al fin y al cabo, no podía dejar que Evan persiguiera a Charles por un delito suyo, si bien la verdad lo rozaba tan de cerca que a Charles le resultaría difícil defenderse. Charles no era de su agrado, pero aún le quedaba una pizca de honor. Y, además, era el hermano de Hester.

– Sí-dijo-, pruebe también con los Fortescue.


Por la tarde, cuando Evan se lanzó lleno de entusiasmo a investigar a los Dawlish y a los Fortescue, Monk volvió a la comisaría y fue a ver de nuevo al hombre que le había dado la dirección de Marner. El rostro del agente se iluminó nada más verle.

– ¡Hola, Monk! Estoy en deuda con usted. ¡Por fin tenemos al viejo Zebedee! -Agitó en el aire una libreta con aire de triunfo-. Fui a verlo a su antro y, gracias al librito que usted me facilitó, registré todo el edificio y me enteré de todos los fraudes que tenía entre manos. -Soltó una risita ahogada y hasta hipó un poco debido a la satisfacción-. Se ha pasado la vida estafando a diestro y siniestro, cobrando comisiones de la mitad de los delincuentes y maleantes de Limehouse y de Isle of Dogs. ¡Sabe Dios la cantidad de miles de libras que han pasado por las manos de ese viejo infame!

Monk estaba contento de haber ayudado a un compañero.

– Muy bien -dijo Monk sinceramente-. Me gusta pensar que esta sanguijuela se tendrá que pasar unos cuantos años arrastrando la barriga para empujar la noria.

El otro se rió, satisfecho.

– Lo mismo digo, sobre todo por tratarse de él. A propósito, lo de la empresa de importación de tabaco era un camelo. ¿Lo sabía? -Volvió a hipar y se excusó-. La empresa existía, pero no tenía ni la más remota posibilidad de hacer ningún negocio y, menos aún, de conseguir beneficios. Ese tal Grey tuvo la habilidad de retirar el dinero a tiempo. Si no estuviera muerto, me habría gustado acusarlo también a él.

¿Acusar a Grey? Monk frunció el ceño. La habitación se había desvanecido, lo único que veía en aquel momento era una lucecita que se movía en espiral delante de sus ojos y el rostro de su compañero.

– ¿Que le habría gustado? ¿Por qué dice únicamente que le habría gustado? -Casi no se atrevía a preguntar. La esperanza le dolía como algo físico.

– Porque no hay ninguna prueba -replicó el hombre, pasando por alto la ansiedad de Monk-. No hizo realmente nada ilegal, pero tan seguro como que en el infierno hace un calor de todos los diablos que llevaba su parte en esto, aunque era un tío demasiado listo para saltarse la ley a las bravas. De todos modos, fue él quien puso la cosa en marcha… y consiguió el dinero.

– Pero le colaron el fraude -protestó Monk, como si se negara a prestar crédito a lo que decía aquel hombre, al que le hubiera gustado agarrar por los hombros, zarandearlo… y sólo con grandes dificultades se resistía a hacerlo-. ¿Está absolutamente seguro?

– Naturalmente que lo estoy -dijo el otro levantando las cejas-, puedo no ser un detective tan brillante como usted, Monk, pero conozco mi trabajo. Y ni que decir tiene que detecto un fraude cuando tropiezo con él.

»Su amigo Grey era un buen pájaro y trabajaba con mucha limpieza. -Se repantigó en el asiento-. No movía grandes cantidades de dinero, para no levantar la liebre, se contentaba con pequeños beneficios y estaba siempre libre de toda sospecha. Si lo convirtió en hábito, quiere decir que obró con toda impunidad. Lo que no sé es cómo consiguió camelar a toda esta gente y hacer que metiera dinero. ¡Tendría que ver los nombres de algunas de las personas que se decidieron a invertir!

– Sí -dijo Monk-, también a mí me gustaría saber cómo las convencía. Me interesa casi más que todo lo demás. -Su mente se afanaba en busca de pistas, iba tras cualquier indicio que pudiera encontrar-. ¿Hay algún otro nombre en el libro de contabilidad? ¿Algún socio de Marner?

– No, empleados… el del despacho de fuera…

– ¿No tenía socios? ¿Ninguno? ¿Alguien que pudiera estar enterado de los tejemanejes de Grey? ¿Que se quedara con gran parte del dinero si no iba a parar a Grey?

El hombre hipó de forma apenas perceptible y suspiró.

– Hay un personaje nebuloso, un tal «señor Robinson», y una gran cantidad de dinero dedicada a mantener el tinglado secreto y limpio, a disimular pistas. Hasta ahora no hay pruebas de que este tal Robinson estuviera exactamente al tanto de lo que pasaba. Lo hemos estudiado, pero todavía no hay motivo para detenerlo.

– ¿Dónde lo puedo encontrar? -Tenía que descubrir si ya conocía a aquel Robinson de la primera vez que había investigado el caso Grey. Si Marner no lo conocía, quizá Robinson sí.

El hombre escribió una dirección en un trocito de papel y se lo tendió.

Monk lo cogió. Vivía justo por encima de Elephant Stairs, en Rotherhithe, al otro lado del río. Dobló el papel y se lo metió en el bolsillo.

– No le pisaré el caso -le prometió-, sólo quiero hacerle una pregunta y está relacionada con Grey, no con el fraude del tabaco.

– De acuerdo -dijo el otro, lanzando un suspiro de satisfacción-. Siempre es más importante el asesinato que el fraude, por lo menos cuando el muerto es hijo de un lord. -Suspiró e hipó al mismo tiempo-. Desde luego, que si se tratase de un pobre tendero o de una sirvienta la cosa cambiaría radicalmente. La importancia del caso está en relación directa con la situación de la persona robada o asesinada, ¿no cree?

Monk hizo una mueca ante la injusticia de la situación, seguidamente le dio las gracias y salió.

No encontró a Robinson, en Elephant Stairs, y le llevó casi la tarde entera buscarlo; finalmente, dio con él en una taberna de Seven Dials y, antes casi de que el hombre hablara, ya supo casi todo lo que quería saber. Vio que su cara se tensaba nada más verle entrar en el establecimiento. Lo miró con ojos llenos de cautela.

– Buenos días, señor Monk, no esperaba volver a verle. ¿De qué se trata esta vez?

Monk sintió un estremecimiento que le recorría todo el cuerpo y tragó saliva.

– Siempre es lo mismo…

La voz de Robinson era débil y sibilante, y en ella Monk detectó un tono que le impresionó por su familiaridad casi electrizante. Se notaba la piel perlada de sudor. Sus recuerdos, por fin, sí; la imagen era real, los sentimientos auténticos: todo volvía a encajar en su sitio. Miró al hombre con dureza.

La cara de Robinson, estrecha y afilada en el mentón, estaba tensa.

– Ya le dije todo lo que sabía, señor Monk. De todos modos, ¿qué importancia tiene ahora? Joscelin Grey está muerto.

– ¿De veras me dijo todo lo que sabía? ¿Lo jura?

Robinson lanzó un bufido de desprecio.

– Sí, lo juro -dijo con aire cansado-. Y ahora, ¿tiene la bondad de esfumarse? Aquí todo el mundo lo conoce. A mí no me beneficia en nada que la policía venga a meter las narices en mis asuntos y me acribille a preguntas. Se figuran que tengo algo que ocultar.

Monk no se molestó en discutir con él. El especialista en fraudes no tardaría en cazarlo.

– Bien -dijo con aire tranquilo-, entonces no será preciso volver a molestarlo.

Salió a la calle sombría y bochornosa en la que se apelotonaban los mercachifles y los niños abandonados. Sus pies apenas notaban el suelo que pisaba. O sea que había, sabido cosas de Grey antes de ir a verlo, antes de matarlo.

Pero ¿por qué odiaba a Grey hasta tal extremo? Marner era quien lo dirigía todo, el cerebro pensante que urdía el fraude y su principal beneficiario. Y al parecer no había hecho ningún movimiento contra Marner.

Necesitaba pensar, poner en claro sus ideas, decidir por lo menos dónde había que buscar la última pieza que faltaba. Hacía un calor sofocante, el aire estaba cargado de la humedad que subía del río, tenía la cabeza confusa, vacilante, el peso de todo lo que había descubierto le daba mareo. Necesitaba comer y beber alguna cosa para saciar la terrible sed que sentía y para limpiarse la boca del hedor que había aspirado en las barracas.

Sin casi apercibirse de lo que hacía se había acercado a una casa de comidas y, al empujar la puerta, lo envolvió el fresco olor a serrín limpio y a sidra. Se dirigió automáticamente a la barra. No quería cerveza, le apetecía pan tierno y crujiente y unos encurtidos caseros. Había notado su olor, acre y dulzón a la vez.

El tabernero le sonrió y fue a buscar el pan crujiente, el queso Wensleydale desmigajado y las jugosas cebollas. Le pasó el plato.

– Hacía tiempo que no se le veía por aquí, señor Monk -lo saludó cordialmente-. Supongo que se le ha hecho tarde y no ha encontrado al tipo que andaba buscando, ¿eh, señor Monk?

Monk cogió el plato con manos rígidas y torpes.

Tenía los ojos clavados en aquella cara. Estaba recuperando la memoria: sabía que lo conocía.

– ¿Al tipo que andaba buscando? -dijo con voz ronca.

– Sí -el tabernero sonrió-, al comandante Grey. La última vez que usted estuvo aquí lo andaba buscando. Fue la noche que lo asesinaron, por eso supongo que no lo encontró.

Algo escapaba a la memoria de Monk, era la última pieza., resultaba exasperante no poder reconocer aún su forma definitiva.

– ¿Usted lo conocía? -le preguntó Monk lentamente, todavía con el plato en las manos.

– ¡Santo Dios, claro que lo conocía, hombre! Ya se lo dije. -Frunció el ceño-. Aquí mismo se lo dije. ¿No lo recuerda?

– No -dijo Monk negando, con la cabeza. Era demasiado tarde para mentir-, aquella noche sufrí un accidente y no me acuerdo de lo que me dijo. Lo siento. ¿Puede repetírmelo?

El hombre le dijo que no con el gesto y siguió secando el vaso que tenía en la mano.

– Demasiado tarde, señor. Al comandante Grey lo asesinaron aquella noche y ya no lo podrá ver. ¿Es que no lee los periódicos?

– Usted lo conocía -repitió Monk-. ¿De dónde? ¿Del ejército? ¡Lo ha llamado «comandante»!

– Exactamente. Yo había servido en el ejército con él hasta que me dieron la invalidez.

– Hábleme de él. Cuénteme todo lo que me dijo aquella noche.

– Mire, señor, en este momento tengo trabajo y si no sirvo a los clientes no me gano la vida -protestó-. ¿Por qué no vuelve más tarde?

Monk se hurgó los bolsillos y sacó todo el dinero que llevaba encima, hasta el último céntimo. Dejó todas las monedas sobre la barra.

– ¡No! ¡Ahora!

El hombre miró el dinero, el brillo que despedía a la luz. Clavó los ojos en los de Monk, vio toda la avidez pintada en ellos y comprendió que se trataba de algo importante. Acercó la mano al dinero y, recogiéndolo rápidamente, se lo metió en la faltriquera que llevaba debajo del delantal antes de volver a coger el paño y seguir secando vasos.

– Me preguntó usted qué sabía del comandante Grey, señor Monk. Yo le dije cuándo lo había conocido y dónde, o sea en el ejército y en Crimea. Él era comandante y yo soldado raso, por supuesto. Estuve a su servicio durante mucho tiempo. Era un oficial bastante regular, ni muy bueno ni muy malo, uno del montón. Un hombre bastante valiente y de buen trato con los soldados. También trataba bien a los caballos, pero ya se sabe que casi todos los señores tratan bien a los caballos.

El hombre parpadeó.

– A mí me pareció que a usted no le interesaba demasiado lo que le conté -prosiguió con aire ausente, ocupado todavía en secar el vaso-. Aunque me escuchaba, no parecía importarle mucho lo que le decía. Después me preguntó por la batalla del Alma, en la que murió un tal teniente Latterly y le dije que, como yo no había estado en la batalla del Alma, no podía conocer al teniente Latterly…

– Pero el comandante Grey pasó la noche anterior a la batalla con el teniente Latterly -exclamó Monk agarrando al hombre por el brazo-. Incluso le prestó un reloj. Latterly tenía mucho miedo y aquel reloj traía suerte, era un talismán. Había pertenecido al abuelo de Grey, que estuvo en la batalla de Waterloo.

– Mire, señor, yo no sé nada del teniente Latterly, pero el comandante Grey no estuvo en la batalla del Alma y, en cuanto a eso del reloj, no sé que tuviera este reloj que usted dice.

– ¿Está seguro? -Monk apretó con fuerza la muñeca del hombre sin darse cuenta de que la presión era excesiva y le hacía daño.

– Naturalmente que estoy seguro, señor -el hombre soltó la mano-, ¿no ve que yo estaba allí? El único reloj que tenía era uno chapado en oro de tipo corriente, igual de nuevo que su uniforme. Y aquel reloj había estado en Waterloo igual que él.

– ¿Y qué sabe de un oficial llamado Dawlish? El tabernero frunció el ceño y se frotó la muñeca.

– ¿Dawlish? No recuerdo que usted me preguntase nada acerca de ese Dawlish.

– Quizá no pero ¿lo recuerda?

– No, señor. No recuerdo a ningún oficial que se llamase de esa manera.

– ¿Está seguro de lo que me ha dicho de la batalla del Alma?

– Sí, señor, lo juro por Dios. Si usted hubiera estado en Crimea, sabría que no hay quien olvide las batallas en que ha estado ni las batallas en las que no ha estado. No ha habido guerra peor que aquélla, los hombres se morían por culpa del frío y de la porquería.

– Gracias.

– ¿No quiere el pan y el queso, señor? Esos encurtidos están hechos en casa, son de confianza. ¡Cómaselos, hombre! Lo encuentro muy demacrado, si quiere que le diga la verdad.

Monk cogió el plato, le dio las gracias como un autómata y se sentó a una de las mesas. Comió sin notar el sabor de la comida y después salió a la calle, a las primeras gotas del chaparrón. Recordaba que ya había hecho esto otra vez, recordaba la ira que iba creciendo lentamente dentro de él. Todo había sido una mentira, brutal y cuidadosamente urdida para ganarse primero la aceptación de los Latterly, después su amistad y, finalmente, poder engañarlos y conseguir que se sintieran obligados con él por aquel reloj extraviado y quisieran compensarlo colaborando en su proyecto financiero. Grey se había servido de su habilidad como de un instrumento para explotar, primero, su pesar, y después, su sentimiento de duda para con él. Tal vez también había hecho lo mismo con los Dawlish.

De nuevo sintió crecer su indignación. Le ocurría exactamente igual que la otra vez. Cada vez caminaba más deprisa, la lluvia le golpeaba la cara pero él no la notaba. Metió los pies en el arcén anegado y, chapoteando en mitad de la calzada, paró un coche. Dio la dirección de Mecklenburg Square igual que recordaba haber hecho la otra vez.

Tras apearse entró en el edificio. Grimwade le tendió la llave; la otra vez no había nadie en la portería.

Subió escaleras arriba. Todo le parecía nuevo, desconocido, como si reviviera aquella primera vez que visitó la casa. Al llegar arriba se detuvo, vacilante, ante la puerta. La otra vez había dado unos golpes con los nudillos, ahora metió la llave en la cerradura. La puerta se abrió fácilmente y Monk entró en el piso. La otra vez Joscelin Grey había acudido a abrir la puerta, iba vestido de color gris perla, tenía un rostro afable, sonreía, lo había mirado levemente sorprendido. Ahora volvía a verlo con la misma claridad que si hubiera ocurrido hacía unos pocos minutos.

Grey le pidió que entrara, se lo dijo de una manera normal, absolutamente tranquilo. Monk dejó el bastón en el paragüero, aquel bastón de caoba con la cadena de latón engastada en el pomo. Seguía en el mismo sitio. Después había seguido a Grey hasta el salón. Grey estaba muy tranquilo, sonreía ligeramente. Monk le dijo a qué había venido: por lo del negocio de tabaco y por la quiebra, por la muerte de Latterly, por las mentiras que había dicho. Le echó en cara que no había conocido a George Latterly y que el tal reloj de Waterloo no había existido nunca.

Parecía que estuviera viendo a Grey. Estaba junto al aparador y se había vuelto, tendiéndole una bebida a Monk y sirviéndose otra a sí mismo. Volvió a sonreír, incluso más abiertamente.

– Pero amigo mío, se trata de mentiras inofensivas. -Su voz era suave, tranquila, imperturbable-. Le dije a su familia que George era un chico excelente, muy valiente, muy simpático, que todo el mundo lo apreciaba. ¿Qué importancia tiene que sea verdad o mentira?

– Era mentira -le gritó Monk-. Usted ni siquiera conocía a George Latterly. Dijo lo que dijo sólo por dinero.

Grey había sonreído con ironía.

– Sí, ¿y bien? Lo hice y, además, volvería a hacerlo y lo haría cuantas veces me pareciera. Tengo una colección interminable de relojes de oro… o de lo que sea, y usted no puede hacer nada contra mí, polizonte. Seguiré haciendo lo mismo mientras quede alguien que se acuerde de Crimea, lo que quiere decir que tengo cuerda para rato… y los condenados muertos no se levantarán para desmentirlo.

Monk lo miró fijamente, indefenso, mientras sentía que la rabia le subía por dentro; habría podido ponerse a llorar de rabia como un niño indefenso.

– No conocí a Latterly -continuó Grey-, saqué su nombre de la lista de bajas. Son listas interminables, no se lo puede llegar a imaginar. Pero los mejores nombres me los dieron los propios desgraciados en persona… los vi agonizar en Shkodér, acosados por la enfermedad, desangrándose, vomitando por la sala. Escribí la última carta que enviaron a sus familiares. Por lo que yo sé de él, ese pobre George podía no haber sido más que un cobarde. ¿De qué habría servido decírselo a sus familiares? ¡Yo qué sé si fue cobarde o valiente! Cuesta muy poco creer lo que uno quiere oír. La pobrecita Imogen lo adoraba. ¡No me extraña porque el bendito de Charles es un pelmazo! Me recuerda a mi hermano mayor, otro idiota vanidoso. -De pronto su bello rostro se afeó por la malicia y la satisfacción al mismo tiempo. Echó una mirada de arriba abajo a Monk con aire de sabérselas todas-. ¿Y quién no le hubiera dicho a la encantadora Imogen todo lo que quería escuchar? Le hablé de aquel ser extraordinario que es Florence Nightingale. Cargué un poco las tintas de su heroísmo, hablé de ella como de los «ángeles de la misericordia» que sostienen la lamparilla toda la noche junto a los moribundos. ¡Tendría que haber visto su cara! -Se había echado a reír pero de pronto, advirtiendo quizás en Monk una vulnerabilidad, tal vez un recuerdo o un sueño, y captando su profundidad en un momento, añadió con un suspiro-: ¡Ah, sí, Imogen! La conozco muy bien. -Su sonrisa se volvió lasciva-. Me gusta cómo camina, está llena de ansias y también de promesas y esperanzas. -Había mirado a Monk y su lenta sonrisa se había extendido entre sus ojos, que le brillaron con la luz del apetito y la experiencia; se rió entre dientes-. Me parece que a usted Imogen tampoco le cae mal. – ¿Qué dice, imbécil? Para ella usted es menos que basura.

– Ella está enamorada de Florence Nightingale y de la gloria de Crimea. -Sus ojos se clavaron en los de Monk, que centelleaban de rabia-. La hubiera tenido en el momento que hubiera querido, ella se moría de ganas, era toda temblores. -Torció los labios y casi se echó a reír al mirar a Monk-. Yo soy un soldado, he visto la realidad, la sangre y la pasión, he luchado por la reina y por la patria. He presenciado la Carga de la Brigada Ligera, he estado internado en el hospital de Shkodér en medio de moribundos. ¿Qué se figura que opina Imogen de los sucios policías que se pasan la vida olisqueando en la mierda humana, persiguiendo a mendigos y degenerados? Usted sólo busca carroña, recoge la porquería de los demás, usted es como las cloacas, un aliviadero necesario y nada más. -Tomó un largo sorbo de brandy y observó a Monk por encima del vaso-. A lo mejor, cuando se cansen de llorar a aquel viejo idiota que se puso histérico y se pegó un tiro, vuelvo a su casa y me la meriendo. Hace mucho tiempo que no me gustaba tanto una mujer como me gusta ésta.

Fue entonces, al ver aquella sonrisa lasciva en sus labios, cuando Monk cogió el vaso y le arrojó el brandy a la cara. Se acordó de pronto de la furia ciega que lo había invadido. Fue como un sueño del que acabase de despertar. Todavía notaba en la lengua el calor y la irritación del momento.

El licor cogió a Grey con los ojos abiertos y los quemó, abrasando su orgullo hasta lo insoportable. Que un caballero como él, al que ya habían privado de fortuna desde su nacimiento, tuviera que soportar además que aquel imbécil de policía lo atacase y lo insultase en su propia casa… Con una mueca de rabia pintada en el rostro, Grey empuñó su grueso bastón y lo descargó sobre la espalda de Monk. El golpe iba dirigido a su cabeza, pero Monk, gracias a un rápido movimiento, se había zafado por centímetros.

Se enzarzaron en una pelea. Podía ser una lucha en defensa propia, pero en realidad era bastante más. Monk tenía ganas de pelea, quería romperle aquella cara asquerosa, golpeársela, borrar todo lo que había dicho su boca, arrancar de sus pensamientos lo que pensaba de Imogen, vengar todo el mal que había hecho a la familia de ésta. Pero por encima de todo, lo que flotaba en sus pensamientos y le quemaba el alma era el deseo de golpearlo con tal fuerza que ya nunca más pudiera volver a engañar a los demasiado crédulos o a los demasiado acongojados, ni contarles mentiras sobre deudas inventadas ni robar a los muertos el único patrimonio que les quedaba: el lugar que ocupaban en el recuerdo de los seres que los habían amado.

Pero Grey había devuelto golpe por golpe. Para ser un hombre al que el ejército había rebajado del servicio activo por invalidez era sorprendentemente fuerte. Los dos lucharon cuerpo a cuerpo para hacerse con el bastón, chocaron con los muebles y volcaron sillas. La violencia de la lucha era como una catarsis, todo el miedo reprimido, aquella pesadilla hecha de rabia y de angustiosa piedad asomó al exterior y apenas notó el dolor de los golpes, ni siquiera el de las costillas, que Grey le rompió de un formidable golpe en el pecho asestado con el bastón.

Pero el peso y la fuerza de Monk se impusieron, tal vez su rabia era todavía más intensa que el miedo de Grey y todo el rencor que éste había acumulado en largos años de preterición y menosprecio.

Monk recordaba ahora con toda claridad el momento en que había arrebatado el pesado bastón de manos de Grey y lo había descargado sobre éste en un intento de acabar con aquel ser odioso, aquel hombre detestable y obsceno al que la ley era incapaz de poner coto.

Pero de pronto se había quedado en suspenso, sin aliento y aterrado ante su propia violencia y el loco desenfreno del odio que sentía. Grey estaba tendido en el suelo y soltaba tacos como un arriero.

Monk dio media vuelta y salió dejando la puerta abierta a sus espaldas, precipitándose escaleras abajo, con el cuello del abrigo levantado y la cara envuelta con la bufanda para ocultar las señales de los golpes de Grey en su rostro. En el zaguán había pasado por delante de Grimwade. Recordó que en aquel momento había sonado un timbre y que Grimwade había abandonado su sitio y había corrido escaleras arriba.

Hacía un tiempo espantoso. Apenas hubo abierto la puerta, el viento lo azotó con fuerza y lo empujó para atrás. Avanzó con la cabeza baja pero el viento lo zarandeó mientras la lluvia, fría y dura, lo envolvía y le golpeaba la cara. Al desplazarse de un farol a otro, la luz quedaba a su espalda mientras penetraba en la oscuridad.

Vio a un hombre caminar en dirección contraría, en dirección a la luz y el portal que el viento mantenía abierto. Por espacio de un breve instante vio su rostro antes de que entrase en la casa. Era Menard Grey.

De pronto todo se aclaraba y cobraba trágico sentido: no era la muerte de George Latterly ni la explotación de la misma lo que había precipitado el asesinato de Joscelin Grey, sino la de Edward Dawlish… y la traición por parte de Joscelin de todos los ideales en que creía su hermano.

Pero justo entonces la alegría se desvaneció con la misma rapidez con que había surgido y se desvaneció también aquel alivio que sentía, dejándolo temblando de frío. ¿Cómo conseguiría demostrarlo? Era su palabra contra la de Menard. Grimwade había subido a atender la llamada y no se había enterado de nada. Menard había entrado por la puerta a través de la cual Monk había salido y que el vendaval mantenía abierta. No había quedado ninguna prueba material, ninguna demostración palpable de los hechos… sólo la cara de Menard impresa en la memoria de Monk entrevista un momento a la luz de un farol.

Lo colgarían. Ya imaginaba el juicio, ya se veía de pie en el banquillo, tratando inútilmente de explicar qué clase de hombre era Joscelin Grey y que la persona que le había dado muerte no era él sino Menard, el propio hermano de Joscelin. Veía la incredulidad reflejada en los semblantes, el desdén con que lo miraban al ver que intentaba escapar a la justicia valiéndose de aquella acusación.

La desesperación cerró el cerco a su alrededor como una noche negra, anulando toda su fuerza, aplastándolo con su peso. Y entonces sintió miedo. Después seguirían unas breves semanas en una celda con muros de piedra, los impasibles carceleros, compasivos y desdeñosos a un tiempo y, finalmente, la última comida, el sacerdote y el corto paseo hasta el patíbulo, el olor de la soga, el dolor, el ahogo… y el olvido.

Todavía estaba mareado, paralizado de terror cuando oyó pasos en la escalera. El pomo de la puerta giró y vio a Evan en el umbral. Aquél fue el momento más terrible de todos. De nada habría servido mentir. El rostro de Evan revelaba que estaba enterado y dolido. Por otra parte, Monk no quería mentir.

– ¿Cómo se enteró? -le preguntó Monk con voz tranquila.

Evan entró y cerró la puerta.

– Usted me ordenó que investigara a los Dawlish y encontré a un oficial que había estado en el ejército con Edward Dawlish. Me dijo que Dawlish no jugaba y que Joscelin Grey jamás le había pagado ninguna deuda de juego. Se había enterado de todo lo que sabía de él a través de Menard. Corrió un gran riesgo mintiendo a la familia de forma tan descarada, pero funcionó. Lo hubieran respaldado en el aspecto financiero si no hubiera muerto. Echaban la culpa a Menard del deshonor de Edward y le prohibieron que volviera a poner los pies en su casa. Joscelin hizo una jugada perfecta.

Monk lo miró fijamente. Todo casaba. Aun así, jamás conseguiría suscitar ni una duda razonable en un jurado.

– Creo que el dinero de Grey procedía de aquí… de estafar a las familias de los muertos -prosiguió Evan-. Usted estaba totalmente absorbido por el caso Latterly, pero no se necesitaba dar un gran salto con la imaginación para deducir que también a ellos los había estafado… por esta razón el padre de Charles Latterly se disparó un tiro. -Clavó en él su mirada dulce, preñada de tristeza-. ¿No había llegado también usted hasta este punto… antes del accidente?

Entonces, también Evan sabía lo de su amnesia. Tal vez todo era mucho más evidente de lo que él creía: su búsqueda de las palabras, su torpeza en las calles, tabernas, antros… hasta el mismo odio de Runcorn. Ya ninguna de estas cosas tenía importancia.

– Sí-dijo Monk lentamente, como si el hecho de pronunciar las palabras una por una pudiera hacerlas más creíbles-, pero yo no maté a Joscelin Grey. Me peleé con él, posiblemente le causé alguna lesión… él a mí bastantes y serias, pero cuando salí estaba vivo y me insultaba. -Exploró el semblante de Evan y estudió todos sus rasgos-. Ya en la calle vi a Menard que entraba. La luz le daba en la cara, a mí en la espalda. El viento mantenía abierta la puerta de la calle.

Un alivio desesperado y doloroso inundó el rostro de Evan, huesudo y joven, y ahora parecía terriblemente cansado.

– O sea que el asesino es Menard. Era un dictamen taxativo.

– Sí-dentro de Monk floreció una gratitud que lo inundó de paz, aunque no había esperanza para él, era un tesoro inconmensurable-, pero no hay pruebas.

– Pero… -Evan iba a rebatirlo, pero las palabras murieron en sus labios al comprender que lo que decía Monk era cierto.

No habían encontrado nada en ninguno de los registros. Menard tenía motivos, pero también los tenía Charles Latterly e igualmente el señor Dawlish o cualquiera de las otras familias a las que Joscelin había estafado o cualquier amigo al que hubiera deshonrado… o Lovel Grey, al que había traicionado de la forma más cruel posible… o el propio Monk. Monk había estado en el lugar del crimen. Ahora que lo sabían, sabían también lo fácil que era demostrarlo, bastaba con encontrar la tienda en la que había comprado aquel bastón tan vistoso… un objeto tan ostentoso como aquél. La señora Worley lo recordaría y recordaría también su posterior desaparición. Lamb recordaría que había visto el bastón en el piso de Grey la mañana después del asesinato. Imogen Latterly tendría que admitir que Monk había trabajado en el caso de la muerte de su padre.

La oscuridad iba cerrándose, cada vez más densa, a su alrededor, la luz se iba extinguiendo.

– Tendremos que conseguir que Menard confiese -dijo finalmente Evan.

Monk se echó a reír con amargura.

– ¿Y cómo lo conseguiremos? No hay pruebas y él lo sabe. Nadie me creerá si digo que lo vi entrar y él lo niega, y más habiéndome quedado callado hasta ahora. Dará la impresión de que quiero sacudirme el muerto y hacerle cargar a él con las culpas.

Era verdad y Evan buscaba en cada pliegue de su cerebro una posible refutación. Monk seguía sentado en un sillón, alicaído y agotado por las emociones, tras haber pasado del terror a la alegría para volver después al miedo y a la desesperación.

– Váyase a casa -dijo Evan con voz afable-, no se quede aquí. Podría ser que…

De pronto se le ocurrió la idea, cayó sobre él como un rayo de esperanza que fuera creciendo y elevándose. Había una persona que podía servir de ayuda. Era una posibilidad, pero no había nada que perder.

– Sí -repitió-, váyase a casa… yo no tardaré… tengo que hacer una gestión, tengo que ver a alguien. -Giró sobre sus talones y salió, dejando la puerta entreabierta tras él.

Bajó los escalones de dos en dos. Después, al recordarlo, no sabía cómo no se había roto la cabeza. Pasó junto a Grimwade como una exhalación y se lanzó bajo la lluvia. Echó a correr por la acera de Mecklenburg Square, siguió por Doughty Street y se acercó a un cabriolé que pasaba por su lado, el cochero con el cuello del abrigo levantado y el sombrero de copa inclinado sobre la frente.

– ¡No trabajo, jefe! -le dijo el cochero con voz malhumorada-. Estoy cansado y me voy a cenar. Evan hizo como que no lo había oído y se coló en el coche al tiempo que le gritaba la dirección de Latterly en Thanet Street.

– Le acabo de decir que no trabajo -repitió el cochero, esta vez a voz en grito-. Me voy a casa a cenar. ¡Búsquese otro!

– ¡Usted me lleva ahora mismo a Thanet Street! -le gritó a su vez Evan-. ¡Soy policía! Venga y rápido o le tomo el número.

– ¡Condenada pasma! -masculló el cochero por lo bajo, aunque advirtiendo que aquél no estaba para razones y que acabaría antes haciendo lo que le pedía.

Levantó las riendas y golpeó con ellas el lomo empapado del caballo, que se lanzó a un alegre trote.

Ya en Thanet Street, Evan salió a toda prisa y ordenó al cochero que lo esperase si quería seguir ganándose la vida haciendo de cochero.

Cuando la sorprendida camarera lo hizo pasar, Evan encontró a Hester en casa. Entró chorreando agua y lo dejó todo perdido; su rostro, bello y feo a la vez, extraordinario en todo caso, estaba muy pálido. Tenía el cabello pegado a la frente y miró a Hester con ojos cargados de angustia.

Hester había visto demasiadas veces la esperanza y la desesperación para no reconocerlas.

– ¿Puede venir conmigo? -dijo con voz que indicaba que tenía una prisa extraordinaria-. ¡Por favor! Se lo explicaré todo por el camino, señorita Latterly… yo…

– Sí -respondió Hester sin pararse a pensarlo.

Habría sido imposible negarse. Tenía que salir de casa antes de que aparecieran Charles o Imogen, que estaban en el salón, movidos por la curiosidad, y descubrieran a aquel policía calado hasta los huesos esperando frenético en el vestíbulo. Hester ni siquiera fue a por la capa. De todos modos, ¿de qué le habría servido con aquel aguacero?

– Sí… ¡vamos!

Pasó delante de él y atravesaron juntos la puerta del vestíbulo. La cortina de agua le cayó en plena cara, pero a Hester no le importó y cruzó la acera, salvó el burbujeante desagüe y subió al cabriolé sin dar tiempo al cochero ni a Evan a que la ayudaran.

Evan subió apresuradamente detrás de ella y cerró de un portazo, después de lo cual dio al cochero a gritos la dirección de Grafton Street. Como el cochero todavía no había cobrado el trayecto anterior, no tenía más remedio que obedecer.

– ¿Qué ha pasado, señor Evan? -preguntó Hester así que se pusieron en marcha-. Veo que se trata de algo terrible. ¿Han descubierto quién mató a Joscelin Grey?

No podía andarse con titubeos: la suerte estaba echada.

– Sí, señorita Latterly. El señor Monk ha podido reconstruir sus primeras pesquisas paso a paso… gracias a su ayuda. -Hizo una profunda aspiración; ahora que había llegado el momento de hablar sentía frío, la humedad le había calado la piel y comenzó a temblar-. Joscelin vivía de estafar a las familias de los soldados que murieron en Crimea, las localizaba, simulaba que los había conocido y que se habían hecho amigos… aseguraba haberles prestado dinero, que había pagado las deudas que habían dejado pendientes, o que él les había prestado algún objeto personal de gran valor, como el reloj que según él había entregado a su hermano. Si la familia no podía devolvérselo, cosa que ocurría siempre porque el tal reloj no existe en realidad, quedaban deudores suyos y entonces él aprovechaba la situación para hacerse invitar a las casas y conseguir influencias o respaldo financiero o social. Normalmente se trataba solamente de unos cuantos centenares de guineas o de una invitación a una casa, pero en el caso de su padre fue la ruina y la muerte. A Grey le tenía sin cuidado lo que pudiera ocurrirles a sus víctimas y tenía intención de seguir con sus actividades.

– ¡Qué proceder criminal! -dijo ella con voz tranquila-. ¡Qué personaje despreciable! Me alegra que esté muerto… y me da pena la persona que lo mató, quienquiera que sea. No me ha dicho quién fue. -De pronto también tuvo frío-. ¿Señor Evan?

– Sí, señora… el señor Monk fue al piso que tenía el señor Grey en Mecklenburg Square y se enfrentó con él. Se pelearon y el señor Monk le dio algunos golpes, pero cuando salió de su casa estaba vivo, ni de lejos mortalmente herido. Sin embargo, al salir a la calle, Monk vio llegar a otra persona que se dirigía a la puerta del edificio, que el viento mantenía abierta.

A través de la luz de los faroles que se filtraba por la ventana vio que Hester se había quedado muy pálida.

– ¿Quién era?

– Menard Grey -replicó, y esperó en la oscuridad a que la voz o el silencio de Hester indicaran si le había creído o no-. Probablemente porque Joscelin deshonró la memoria de su amigo Edward Dawlish y engañó al padre de Edward para conseguir que le ofreciera hospitalidad, al igual que hizo el padre de usted… el dinero no hubiera tardado en llegar.

Hester pasó varios minutos sin decir nada. El cabriolé se balanceaba y traqueteaba en la intermitente oscuridad, la lluvia golpeaba el techo del coche y corría como un torrente a través de la calle, que brillaba amarilla allí donde se iluminaba con la luz de gas.

– ¡Qué desgracia! -dijo Hester finalmente con la voz tensa por la emoción, como si la tristeza que la embargaba le atenazara la garganta-. ¡Pobre Menard! Supongo que lo tendrá que detener. ¿Por qué me ha venido a buscar a mí? Yo no puedo hacer nada.

– No podemos detenerlo -respondió Evan con voz tranquila-, no hay pruebas.

– ¿Y entonces? -Giró en redondo en su asiento; él la sintió más que la vio-. ¿Qué podemos hacer? Se figurarán que fue Monk, lo acusarán… -Tragó saliva-. Lo colgarán.

– Así es. Debemos conseguir que Menard confiese. He pensado que a lo mejor a usted se le ocurría la manera de conseguirlo. Usted conoce a los Grey mucho mejor que nosotros. Al fin y al cabo, Joscelin fue el responsable de la muerte de su padre… e indirectamente también de la muerte de su madre.

Hester volvió a quedarse en silencio, y permaneció tanto rato callada que Evan acabó creyendo que quizá la había ofendido o le había hecho revivir un dolor tan profundo que no podía hacer otra cosa que encerrarse en él. Estaban acercándose a Grafton Street, ya no tardarían en bajar del coche y enfrentarse con Monk, debían proponerle una solución… o admitir que no la había. Y entonces Evan se vería abocado a lo que más temía, algo que sólo pensarlo lo ponía enfermo. Tendría que decir la verdad a Runcorn: que Monk se había peleado con Joscelin Grey la noche de su muerte… o bien ocultar deliberadamente el hecho y exponerse a una expulsión segura del cuerpo de policía, aparte de la posible acusación de complicidad en el asesinato.

Estaban en Tottenham Court Road, las aceras húmedas reflejaban el brillo de los faroles, las cunetas eran arroyos. Se estaba agotando el tiempo.

– Señorita Latterly…

– Sí, sí -dijo Hester con firmeza-. Mire, iremos a Shelburne Hall. Yo lo acompañaré. Lo he pensado y la única manera de conseguir algo es revelando a lady Fabia la verdad sobre Joscelin, una verdad que yo confirmaré. Mi familia también fue víctima de él, ella tendrá que creerme porque no tengo ningún interés en mentir. A ojos de la Iglesia esto no absuelve el suicidio de mi padre. -Titubeó sólo un momento-. Después, si usted le habla de Edward Dawlish, creo que conseguiremos que Menard confiese. Es posible que no vea otra salida cuando su madre comprenda que fue él quien mató a Joscelin… y su madre lo comprenderá. Seguro que esto la dejará anonadada… puede que tal vez acabe con ella. -Hester hablaba en voz muy baja-. Y es posible que cuelguen a Menard, pero lo que no podemos permitir es que cuelguen al señor Monk porque la verdad supone una tragedia insoportable para algunos. Joscelin Grey hizo mucho daño. No podemos proteger a su madre por la parte de responsabilidad que pueda tener, o por el dolor que pueda causarle la verdad.

– Entonces, ¿irá mañana a Shelburne? -Evan quería oírselo decir otra vez-. ¿Está dispuesta a explicar a la madre de Joscelin los sufrimientos que padeció su familia a causa de su hijo?

– Sí, y a explicarle cómo conseguía Joscelin sacar nombres a los moribundos en Shkodér para poder utilizarlos después estafando a sus familias, cosa que ahora he tenido ocasión de comprobar. ¿A qué hora saldremos?

Evan se sintió aliviado, al tiempo que experimentaba un profundo respeto por aquella mujer que estaba dispuesta a comprometerse sin titubeos. En definitiva, si había sido capaz de ir a Crimea como enfermera, debía de ser una mujer de enorme valor, y si además había decidido seguir allí, debía de tener una presencia de ánimo y una resolución que ni los peligros ni el dolor podrían en absoluto quebrar.

– No sé -dijo, un tanto despistado-. Lo cierto es que de poco habría servido que yo fuera de no haber estado usted dispuesta a acompañarme. Lady Shelburne difícilmente se avendría a creernos sin que mediara confirmación ajena a nuestros medios. ¿Le parece bien el primer tren después de las ocho de la mañana? -De pronto se dio cuenta de que estaba tratando con una señorita de una cierta distinción-. ¿No es demasiado pronto?

– En absoluto.

De haber podido ver su rostro, no habría descubierto en él el menor indicio de sonrisa.

– Gracias. ¿Le importaría entonces volver a su casa con este mismo cabriolé mientras yo me apeo aquí para ir a dar la noticia al señor Monk?

– Una idea muy práctica -admitió ella-. Nos veremos mañana por la mañana en la estación.

Evan quería añadir algo más, pero lo único que se le ocurría eran repeticiones de lo que ya había dicho o cosas que hubieran causado la impresión de que quería darse importancia. Se limitó, pues, a darle las gracias y se apeó del coche para afrontar la fría y copiosa lluvia. Sólo cuando el cabriolé ya se había perdido en la oscuridad y él había subido ya la mitad de las escaleras que llevaban a las habitaciones de Monk se dio cuenta, abochornado, de que había olvidado pagar al cochero.


El viaje hasta Shelburne se había iniciado con una discusión acalorada que no tardó en diluirse en el silencio, salpicado de vez en cuando por alguna observación cortés propia de los viajes. Monk se indignó al ver aparecer a Hester y si se abstuvo de ordenarle que volviera a su casa, fue porque el tren ya había arrancado cuando hizo irrupción en el vagón desde el pasillo, les dio los buenos días y tomó asiento frente a ellos dos.

– He sido yo el que he rogado a la señorita Latterly que nos acompañara -explicó Evan sin sonrojo alguno-, porque pensé que su testimonio tendría mucho peso ante lady Fabia. Es más que probable que ella no diera crédito a nuestras palabras por considerar que tenemos un interés evidente en afirmar que Joscelin era un sinvergüenza. Pero no puede negar tan fácilmente el testimonio de la señorita Latterly o el de su propia familia.

Evan no cometió la torpeza de añadir que Hester tenía el derecho moral a estar presente por el hecho de haber perdido a sus padres o porque podía aportar su ayuda en la resolución del caso. A Monk le habría gustado que lo hubiera dicho para perder los estribos y acusar a Evan de inoportunidad. El planteamiento de Evan era muy razonable, sí, llevaba razón. El hecho de que Hester se encargara de corroborar la acusación probablemente haría que se inclinara el riel de la balanza, pues de otro modo era muy posible que los Grey lo rechazaran en bloque.

– Confío en que usted intervenga únicamente cuando le hagan alguna pregunta -dijo Monk dirigiéndose fríamente a Hester-. Tenga en cuenta que esto es una operación policial, y muy delicada además.

Que entre todas las personas tuviera que ser ella precisamente la necesaria en este asunto era sumamente irritante, aunque el hecho era innegable. En muchos aspectos Hester representaba para él todo lo que odiaba en una mujer, la antítesis de aquella dulzura femenina que seguía persistiendo en su memoria. Sin embargo, poseía un extraño coraje y una fuerza de carácter que algún día rayaría a la misma altura que la de Fabia Grey.

– Naturalmente, señor Monk -le replicó Hester levantando la barbilla y con mirada decidida, y justo en aquel momento Monk supo que ella ya se esperaba ser recibida de este modo y que había llegado al tren con retraso con toda intención, para evitar la posibilidad de que le ordenaran que volviera a casa, aunque las probabilidades de que hubiese obedecido eran remotísimas. Aparte de que Evan tampoco habría tolerado que Hester se quedara en el andén de Shelburne. Y además, a Monk le importaba la opinión de Evan.

Sentado en el tren frente a Hester, Monk la observó y deseó que se le hubiera ocurrido alguna réplica contundente.

Pero ella lo miró sonriente, con sus ojos limpios y afables, movida menos por la cordialidad que cediendo a los efectos del triunfo. Prosiguieron el resto del viaje dispensándose mutuas muestras de educación, aunque cada uno fue sumiéndose gradualmente en sus pensamientos personales y cediendo al temor de la tarea que les esperaba.

Al apearse en el andén de Shelburne se encontraron con un tiempo desapacible y oscuro que ya anunciaba el invierno.

Había dejado de llover, pero las ráfagas de viento helado enfriaban los cuerpos por gruesas que fueran las envolturas que los cubrían.

Tuvieron que aguardar unos buenos quince minutos antes de poder disponer de un coche, que los trasladara a la mansión. Hicieron este viaje igual que el precedente, juntos pero sin hablar. Todos se sentían oprimidos por lo que estaba por llegar, y les habría parecido grotesco ceder en una conversación trivial.

Los recibió un lacayo de maneras altaneras al que no se le ocurrió ni por asomo hacerlos pasar al salón. Los dejó en la salita pequeña, nada reconfortados por unos rescoldos que humeaban apenas en la chimenea, tras haberles rogado que esperasen allí hasta saber si la señora tenía a bien recibirlos.

Pasados veinticinco minutos, volvió el lacayo y los hizo entrar en el boudoir, donde Fabia estaba sentada en su sofá favorito, pálida y algo demacrada, pero muy serena.

– Buenos días, señor Monk. Agente… -añadió dispensando a Evan una inclinación de cabeza; después levantó las cejas y sus ojos se hicieron más fríos al decir-: Buenos días, señorita Latterly. Espero que me explique su presencia en la casa en tan curiosa compañía.

Antes de que Monk tuviera tiempo de replicar, Hester cogió el toro por los cuernos.

– Sí, lady Fabia. He venido para informarle de la verdad sobre la tragedia de mi familia… y de la suya.

– Ya le di mi más sentido pésame, señorita Latterly -dijo Fabia mirándola con una mezcla de lástima y desdén-, pero debo decirle que no me interesa conocer los detalles de las pérdidas humanas de su familia, de la misma manera que tampoco tengo intención de pasar revista con ustedes a las desgracias que a mí me afligen. Por algo son cuestiones de índole personal. Supongo que han venido guiados por las mejores intenciones, pero su actitud está totalmente fuera de lugar. De manera que tengan muy buenos días. El lacayo los acompañará hasta la puerta.

Monk sintió el primer síntoma de indignación pese a saber que aquella mujer tardaría muy poco en ser víctima de una espantosa decepción. Sufría de una voluntaria y monumental ceguera y su capacidad para ignorar al resto de la humanidad era absoluta. La expresión del rostro de Hester se endureció y se hizo tan granítica como la de Fabia.

– Se trata de la misma tragedia, lady Fabia. Aquí no cuentan las buenas intenciones, sino el hecho de que todos estamos obligados a afrontar la verdad. A pesar de que no me resulte agradable, no pienso rehuirla…

Fabia levantó la barbilla y los finos músculos del cuello se le tensaron, parecía esquelética, como si la vejez se hubiera abatido sobre ella de pronto, en el breve espacio que ellos llevaban en la habitación.

– Nunca en la vida he rehuido la verdad, señorita Latterly. Prefiero ignorar su impertinencia. Usted ha olvidado sus modales.

– Preferiría olvidarme de todo y volver a casa -dijo Hester mientras por su rostro pasaba la sombra de un sonrisa que se desvanecía al momento-, pero no puedo. Creo que sería mejor contar con la presencia de lord Shelburne y del señor Menard Grey para así evitarnos tener que repetir más tarde nuestra conversación. Quizá quieran hacer preguntas y, por otra parte, el comandante Grey era hermano de ellos y tienen derecho a conocer cómo y por qué murió.

Fabia estaba sentada e inmóvil, los rasgos de su cara rígidos, las manos a medio camino de la cuerda de la campanilla. No les había invitado a sentarse, y de hecho estaba a punto de volverles a ordenar que se retirasen, pero de pronto, al oír la mención del asesinato de Joscelin, todo cambió para ella. En la habitación no se oía el más mínimo ruido, salvo el tictac del reloj de bronce sobre la repisa de la chimenea.

– ¿Sabe quién mató a Joscelin? -Lady Fabia miró a Monk e ignoró a Hester.

– Sí, señora, lo sabemos. -Monk se notó la boca seca y sintió el latido furioso de su corazón en las sienes. No sabía si la reacción obedecía al miedo o a la piedad. Cuando no a ambos sentimientos.

Fabia lo miró fijamente y le ordenó que se lo explicara todo, aunque lentamente fue apagándose en ella su actitud desafiante. Algo debió de ver en el rostro de Monk que no pudo afrontar, algo definitivo y concluyente que llegó a ella junto con la primera oleada de un estremecimiento, un miedo oscuro. Inmediatamente tiró de la cuerda y, tan pronto como acudió la camarera, le dijo que rogara a Menard y a Lovel que vinieran sin pérdida de tiempo. No habló de Rosamond. Ella no llevaba la sangre de los Grey y, al parecer, Fabia la consideraba ajena a la revelación.

Esperaron en silencio, cada uno encerrado en su propio mundo de desdichas y aprensiones. El primero en llegar fue Lovel, que miró con semblante irritado primero a Fabia y después a Monk, y finalmente a Hester con aire de sorpresa. Era evidente que acababa de dejar interrumpida una actividad mucho más perentoria para él.

– ¿Qué pasa? -preguntó a su madre con el ceño fruncido-. ¿Se ha descubierto alguna cosa?

– El señor Monk dice que por fin sabe quién mató a Joscelin -respondió ella con un rostro tan imperturbable como una máscara.

– ¿Quién fue?

– No me lo ha dicho. Está esperando a Menard. Lovel se volvió a Hester con una mirada que reflejaba su extrañeza.

– ¿Señorita Latterly?

– La verdad tiene que ver también con la muerte de mi padre, lord Shelburne -le explicó Hester con voz grave-. Puedo dar cuenta de algunos aspectos de la misma, lo que les permitirá entenderla mejor.

Sobre él se cernió la primera sombra de ansiedad, pero antes de que pudiera hacer más preguntas, entró Menard, que paseó la mirada por todos los circunstantes y palideció.

– Monk sabe por fin quién mató a Joscelin -explicó Lovel-. Por el amor de Dios, le ruego que nos informe. Supongo que lo habrá detenido, ¿verdad?

– Estoy a punto de hacerlo, señor.

Monk se mostraba más cortés con todos que en anteriores ocasiones. Era una manera de poner distancias, una especie de defensa verbal.

– Entonces, ¿se puede saber qué quiere de nosotros? -preguntó Lovel.

Era como echarse de cabeza en un profundo pozo de hielo.

– El comandante Grey se ganaba la vida gracias a las experiencias que había vivido en la guerra de Crimea… -comenzó a decir Monk.

¿Por qué era tan comedido con las palabras? Vestía la realidad con repugnantes eufemismos.

– ¡Mi hijo no «se ganaba la vida» como usted dice! -saltó Fabia-. Mi hijo era un señor, no tenía ninguna necesidad de ganarse la vida. Vivía de las rentas del patrimonio familiar…

– Que no le alcanzaban ni remotamente para costearse el tren de vida que llevaba -interrumpió Menard con violencia-. Si te hubieras dignado observarlo un poco, aunque sólo hubiera sido una vez, habrías podido darte cuenta.

– Yo ya lo sabía -intervino Lovel mirando a su hermano-, pero suponía que era afortunado en el juego.

– Sí… a veces. Pero otras veces perdía sumas enormes, más de lo que podía permitirse. Entonces seguía jugando por ver si se rehacía e ignoraba las deudas hasta que… yo se las pagaba, para mantener a salvo el honor familiar.

– ¡Embustero! -exclamó Fabia con fulminante desdén-. Siempre estuviste celoso de él, desde niño. Era más valiente, más afable e infinitamente más atractivo que tú. -Por un momento brilló en su cara el efímero fulgor del recuerdo, se impuso al presente y borró todas las arrugas que había inscrito en ella la indignación… pero enseguida ésta se sobrepuso con más fuerza aún que antes-. Tú esto no se lo podías perdonar.

El rostro de Menard se tiñó de un color ceniciento y vaciló como si aquellas palabras lo hubieran fulminado. Pero no se tomó el desquite. Con todo, sus ojos y la forma en que torció los labios revelaron la gran lástima que le inspiraba su madre, lo que ya era una manera de esconder la amarga verdad.

Monk odiaba aquella situación. Era inútil seguir tratando de evitar que Menard quedara al descubierto.

Entonces se abrió la puerta y entró Callandra Daviot. Miró primero a Hester, en cuyos ojos leyó una profunda sensación de alivio, después miró los de Fabia, que reflejaban un gran desdén y, finalmente, vio la angustia que sentía Menard.

– Se trata de un asunto familiar -dijo Fabia como dándola por despedida-. No hace falta que te molestes.

Callandra pasó por delante de Hester y tomó asiento.

– Por si lo has olvidado, Fabia, soy una Grey de nacimiento, cosa que no puedes decir de ti misma. Veo que ha venido la policía, por lo que deduzco que será porque se sabe algo más sobre la muerte de Joscelin… tal vez incluso quién es el responsable. ¿Qué hace usted aquí, Hester?

Hester volvió a tomar la iniciativa. Aunque estaba desolada, mantenía los hombros muy erguidos, como preparándose a hacer frente a la adversidad.

– He venido porque sé bastantes cosas acerca de la muerte de Joscelin que a lo mejor ninguno de ustedes creería si las conocieran de labios de otra persona.

– Entonces, ¿por qué las ha escondido hasta ahora? -le dijo Fabia poniendo en tela de juicio sus palabras-. A mí me parece que se está usted entrometiendo en un asunto que no le concierne, señorita Latterly, y presumo que su actitud obedece a esa misma naturaleza díscola que la llevó nada menos que a Crimea. No me extraña que no se haya casado.

Hester había tenido que oír opiniones peores y de labios de gente que le importaba bastante más que Fabia Grey.

– Si no las dije antes fue porque no sabía que pudieran tener importancia -dijo con voz monocorde-. Ahora pienso que sí la tienen. Joscelin fue a visitar a mis padres después de la muerte de mi hermano en Crimea. Les dijo que la noche antes de que ocurriera su muerte había prestado a George un reloj de oro. Les pidió que se lo devolviesen, dando por sentado que el reloj estaba entre los efectos de George. -Bajó ligeramente la voz e irguió más la espalda-. Como entre las cosas de George no se encontró ningún reloj, mi padre se sintió tan abochornado que hizo todo cuanto estaba en su mano para compensar de alguna manera a Joscelin. Le brindó hospitalidad y le ofreció dinero para que Joscelin lo invirtiese en sus negocios y no sólo puso en sus manos su dinero sino también el de amigos suyos. La empresa en cuestión fracasó y tanto el dinero de mi padre como el de sus amigos se perdió. Incapaz de soportar la vergüenza, mi padre se quitó la vida. Mi madre murió de pena poco después.

– Siento muchísimo la muerte de sus padres -la interrumpió Lovel mirando primero a Fabia y después nuevamente a Hester-. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el asesinato de Joscelin? A mí me parece un hecho bastante comprensible; un hombre de honor que quiere cubrir de alguna manera una deuda contraída por su hijo muerto con otro oficial.

A Hester le tembló la voz y pareció que iba a perder el dominio de sus nervios y que se desmoronaba.

– Lo del reloj no era verdad. Joscelin no había conocido a George, ni tampoco a una docena de militares más cuyos nombres extrajo de la lista de bajas, o que él vio morir en Shkodér. Yo vi cómo anotaba los nombres, aunque entonces no sabía por qué lo hacía.

Los labios de Fabia estaban lívidos.

– Esto es una abominable mentira… no merece ni desprecio. Si yo fuera un hombre ahora mismo le cruzaba la cara de un latigazo.

– ¡Mamá! -protestó Lovel, aunque ella no le hizo el más mínimo caso.

– Joscelin era un hombre guapo, valiente, dotado de gran talento y lleno de encanto e ingenio. -Fabia cedió a la emoción del momento, su voz se hizo ronca al recordar las alegrías de otros tiempos y hacérsele presente la angustia presente-. Todo el mundo le quería… salvo los que lo envidiaban. -Sus ojos se clavaron en Menard y reflejaron un sentimiento muy cercano al odio-. Esos eran hombres insignificantes que no podían soportar que otros consiguieran lo que ellos, pese a sus esfuerzos, eran incapaces de conseguir. -Los labios le temblaron-. Lovel porque Rosamond amaba a Joscelin: él sabía hacerla reír y soñar. -Su voz se endureció-. Y Menard porque no podía soportar que yo amara a Joscelin más que a nadie en el mundo y siempre fue así.

Fabia se estremeció y fue como si su cuerpo se replegara en sí mismo, se aislara de un medio detestable.

– Y ahora se presenta esta mujer con esta historia falsa y amañada y vosotros os quedáis aquí escuchando tranquilamente sus palabras. Si fuerais hombres dignos de tal nombre, la sacaríais de esta casa y la cubriríais de insultos por calumniadora. Pero parece que de esto tendré que encargarme yo. Aquí no hay nadie que sienta el honor de la familia salvo yo. -Se apoyó en los brazos del sillón como si fuera a levantarse.

– De esta casa no vas a echar a nadie hasta que lo diga yo -dijo Lovel con voz tensa pero serena, cortando la emoción de Fabia con el acero de sus palabras-. Tú no defiendes el honor de la familia, a quien defiendes es a Joscelin, tanto si lo merece como si no. El que se encargó de pagar sus deudas y de barrer el rastro de engaños y estafas que Joscelin dejó tras de sí fue Menard.

– ¡Valiente tontería! ¿Y quién dice eso? ¿Menard? -Fabia escupió el nombre-. Es el único que tacha a Joscelin de embustero. ¡Nadie más! Pero si Joscelin estuviera vivo, no se atrevería a decírselo a la cara. Si tiene la osadía de decirlo es porque cree que tú estás con él y porque aquí no hay nadie que le diga que él sí es un embustero y un desgraciado traidor.

Menard se quedó inmóvil, aquel golpe final había quedado visiblemente inscrito en el sufrimiento que reflejaba su rostro. Su madre lo había herido y él, en cambio, había defendido por ella a Joscelin una última vez.

Callandra se levantó.

– Te equivocas, Fabia, siempre te has equivocado. La señorita Latterly es una de las personas que pueden dar testimonio de que Joscelin era un estafador que hizo dinero engañando a los pobres infelices, familiares de muertos, tan desesperados y confundidos que no supieron verle tal cual era. Menard fue siempre mejor que Joscelin, pero tú eras demasiado sensible a los halagos para poder advertirlo. Quizás a quien Joscelin engañó más que a nadie fue a ti. Tú fuiste la primera y la última a la que engañó, aquella a la que engañó siempre. -Ya no podía parar, ni siquiera ante el rostro desolado de Fabia al entender, por fin, la amarga verdad-. Pero tú querías que te engañaran. Joscelin te decía lo que tú querías oír, te decía que eras guapa, simpática, alegre… todo lo que un hombre encuentra grato en una mujer. Si Joscelin aprendió ese arte fue gracias a tu credulidad, a tu deseo de que te regalaran los oídos, de reír, de ser el centro de toda la vida y de todo el amor de la casa. Si él lo decía no era porque lo creyera ni un momento, sino porque sabía que tú lo amabas cuando te decía estas cosas. Sí, tú lo amabas de una manera ciega y sin establecer distinciones, con exclusión de todos los demás. Ésta fue tu tragedia y también la suya.

Fabia se iba marchitando ante los ojos de todos.

– A ti nunca te gustó Joscelin -dijo finalmente en un último y frenético intento de defender su mundo, sus sueños, todo aquel pasado dorado que ella amaba tanto, todo lo que daba sentido a su vida pese a que estaba desmoronándose ante ella… no ya sólo lo que había sido Joscelin, sino también lo que había sido ella-. Eres una mujer mala.

– No, Fabia -replicó Callandra-, lo que soy es una mujer triste. -Se volvió a Hester-. No creo que fuera su hermano quien mató a Joscelin pues de lo contrario usted no habría venido a decírnoslo. Habríamos dado crédito a la policía y no habrían sido necesarios los detalles. -Con una tristeza inconmensurable miró a Menard-. Tú pagabas sus deudas. ¿Qué más hiciste?

En la habitación reinó de pronto un doloroso silencio.

A Monk le latía el corazón con tanta fuerza que sacudía todo su cuerpo. Estaban al borde de la verdad, pero todavía quedaba muy lejos. Un simple desliz podía enviarlo todo al traste y ellos sumirse nuevamente en un abismo de miedos, de dudas musitadas a media voz, de sospechas siempre visibles, de dobles sentidos, de pasos traicioneros y manos alevosas puestas sobre el hombro.

Aún en contra de su voluntad, miró a Hester y vio que ella también lo miraba, que en sus ojos rondaban los mismos pensamientos. Volvió rápidamente la cabeza hacia Menard y vio que estaba palidísimo.

– ¿Qué otra cosa hiciste? -repitió Callandra-. Tú sabías que Joscelin era…

– Yo pagué sus deudas. -La voz de Menard no era más que un murmullo.

– Deudas de juego -admitió ella-. Pero ¿y sus deudas de honor, Menard? ¿Y las terribles deudas con hombres como el padre y el hermano de Hester? ¿Éstas también las pagaste?

– De los Latterly yo-yo no sabía nada -dijo Menard tartamudeando.

Callandra tenía el rostro tenso por el dolor.

– No quieras engañarte, Menard. Tal vez no conocieras a los Latterly de nombre, pero sabías lo que hacía Joscelin. Sabías que sacaba dinero de donde podía, porque sabías que necesitaba mucho dinero para jugar. No me digas que no sabías de dónde lo sacaba. Te conozco mejor de lo que crees. Tú no te habrías quedado en la ignorancia, sabías lo embustero y tramposo que era Joscelin y sabías que no tenía forma de conseguir dinero más que a su manera. Menard… -Lo miró con expresión dulce, llena de piedad-. Hasta ahora siempre te has portado como un hombre de honor, no vayas a estropearlo con una mentira. No serviría de nada, no hay escapatoria posible.

Menard se tambaleó como si Callandra acabara de asestarle un golpe y durante un breve instante Monk pensó que iba a desmayarse. Después se irguió y se puso frente a ella como delante de un pelotón de fusilamiento que hubiera estado esperando desde hacía tiempo. El miedo peor no era ahora el de morir.

– ¿Fue por Edward Dawlish? -Ahora la voz de Callandra era poco más que un murmullo-. Recuerdo cómo os queríais cuando erais niños, la pena que sentiste cuando lo mataron. ¿Por qué se peleó su padre contigo?

Menard no eludió la verdad, aunque no se la dijo a Callandra sino a su madre. Se la dijo con voz contrita pero dura, toda una vida de anhelos y rechazos quedaba por fin al descubierto.

– Porque Joscelin le dijo que yo lo había empujado a jugar por encima de sus posibilidades y que en Crimea había jugado fuerte con otros oficiales, y que había perdido y que habría muerto endeudado… a no ser porque Joscelin se había encargado de pagar sus deudas.

Le terrible ironía que encerraban sus palabras no le pasó a nadie por alto. Hasta la misma Fabia se echó atrás al advertir lo que tenía de cruelmente absurdo la situación.

– En nombre de su familia -prosiguió Menard con voz ronca, y con los ojos clavados en Callandra-, puesto que yo era el que lo había llevado a la ruina.

Tragó saliva.

– Por supuesto no había deuda alguna. Joscelin ni siquiera estuvo en la misma zona que Edward, lo descubrí más tarde. Una más de sus mentiras para conseguir dinero. -Miró a Hester-. No fue tan terrible como lo que usted sufrió. Por lo menos Dawlish no se quitó la vida. Pero lo siento mucho por su familia.

– No perdió dinero -habló Monk por fin- porque no tuvo tiempo. Usted mató a Joscelin antes de que su hermano pudiera hacerse con él. Pero ya lo había pedido.

Se hizo un profundo silencio. Callandra se llevó las manos a la cara; Lovel estaba anonadado, no comprendía nada. Fabia era una mujer destrozada, ya nada le importaba. Lo que pudiera ocurrirle a Menard contaba muy poco. Joscelin, su amado Joscelin, acababa de ser asesinado de nuevo ante sus ojos de una manera infinitamente más ignominiosa. No sólo le habían arrebatado el presente y el futuro sino que, además, la habían despojado de su cálido, dulce y precioso pasado. Todo acababa de esfumarse. No quedaba nada, sólo un puñado de tristes cenizas.

Todos estaban a la espera, cada cual en su propio mundo suspendidos entre la esperanza y la desesperación irrevocables. Fabia era la única que ya había recibido el golpe definitivo.

Monk tenía las uñas clavadas en las palmas de las manos, tan fuertemente apretaba los puños. Todavía podían escapársele todos. Menard podía negarlo y entonces no habría pruebas suficientes. Runcorn se quedaría únicamente con los hechos y se lanzaría contra Monk. ¿Qué lo protegería?

Aquel silencio era como un dolor lento que iba creciendo segundo tras segundo.

Menard miró a su madre, vio que movía la cabeza y volvía la cara a un lado de forma lenta y deliberada.

– Sí -dijo Menard finalmente-, fui yo. Joscelin era despreciable. No se trataba sólo de lo que le había hecho a Edward Dawlish ni de lo que me había hecho a mí, sino de lo que pensaba seguir haciendo. Había que pararle los pies antes de que el escándalo se hiciera público y el nombre Grey pasara a convertirse en sinónimo del que estafa a las familias de sus compañeros de armas muertos, una versión más sutil y más lamentable de aquellos soldados que a la mañana siguiente de la batalla recorren a rastras el campo para despojar a los cadáveres de los objetos de valor que llevan encima.

Callandra se le acercó y le cogió el brazo.

– Te procuraremos la mejor defensa que podamos encontrar -le dijo con voz tranquila-. La provocación era muy fuerte, no creo que te encuentren culpable de asesinato.

– No haremos nada por ti. -La voz de Fabia fue como un graznido roto por un sollozo, después clavó sus ojos en Menard con un odio terrible.

– Yo sí -la corrigió Callandra-, dispongo de medios suficientes. -Se volvió de nuevo hacia Menard-. Yo no te abandonaré, querido mío. Supongo que ahora tendrás que salir de esta casa en compañía del señor Monk, pero te prometo que haré todo cuanto sea necesario.

Menard le tomó la mano un momento y la retuvo. En sus labios aleteó una especie de sonrisa. Después se volvió hacia Monk.

– Estoy preparado.

Evan estaba junto a la puerta con las esposas en el bolsillo, pero Monk movió negativamente la cabeza y Menard salió lentamente entre los dos. Lo último que oyó Monk fue la voz de Hester junto a Callandra.

– Declararé en su favor. Cuando el jurado sepa todo lo que Joscelin le hizo a mi familia, es muy posible que lo comprendan…,

Monk sorprendió la mirada de Evan y sintió una débil esperanza. Si Hester Latterly declaraba a favor de Menard, difícilmente podía perderse la batalla. Monk sujetó a Menard por el brazo, con suavidad.

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