Lo único que vio al abrir los ojos y mirar hacia arriba fue un color gris claro, un gris uniforme como el de un cielo invernal, denso y amenazador. Parpadeó y miró de nuevo. Estaba boca arriba y aquel gris que veía era el de un techo, sucio de mugre y de vapores acumulados con los años.
Se movió un poco. La cama en la que estaba tendido era dura y corta. Hizo un esfuerzo para sentarse pero sintió un profundo dolor. En el fondo del pecho lo apuñalaba un agudo pinchazo, y también le dolía el brazo izquierdo, cubierto por un grueso vendaje. En cuanto intentó enderezarse, notó que le latían las sienes, como si el pulso le martilleara detrás de los ojos.
A unos palmos de distancia había otro camastro de madera, igual que el suyo, en el que se movía, inquieta, la pálida cara de un hombre tapado con una manta gris medio rota y con la camisa empapada de sudor. Más allá otro hombre tenía las piernas fajadas con vendas manchadas de sangre y, a continuación, seguía otro y otro más hasta el fondo de la gran sala, donde una estufa negra y panzuda había formado una mancha de humo en el techo.
Dentro de él estalló el pánico, rezumando calor a través de su piel. ¡Estaba en un asilo! Dios santo, ¿cómo había ido a parar allí?
Era pleno día. Con gesto desmañado cambió de postura y estudió la habitación. Todas las camas estaban ocupadas. Arrimadas a lo largo de la pared, ni una sola estaba vacía. ¡No era lo normal en un asilo! La gente habría debido de estar levantada y trabajando, ya que el trabajo es beneficioso para su espíritu, por no decir que también lo es para las arcas del asilo. Ni siquiera a los niños se les perdonaba el pecado de la ociosidad.
Por supuesto, se trataba de un hospital. ¡No podía ser otra cosa! Con grandes precauciones volvió a tumbarse boca arriba y en cuanto su cabeza se posó en la almohada rellena de salvado sintió que un inmenso bienestar invadía todo su cuerpo. No sabía cómo había ido a parar a un sitio como aquél, en su memoria ni un jirón de recuerdo le indicaba que pudiera estar herido, si bien era indudable que así era, ya que notaba el brazo rígido y torpe y sentía un profundo dolor en el hueso. También advertía un gran dolor en el pecho cada vez que inspiraba. ¿Qué le había ocurrido? Debía de tratarse de un accidente de consideración ¿se habría derrumbado un muro sobre él, habría sido víctima de la violenta coz de un caballo, se habría caído de alguna altura? Sin embargo, no recordaba nada, ni siquiera haber sentido miedo.
Seguía intentando recordar cuando, de pronto, vio sobre él un rostro sonriente que le habló en tono cordial.
– ¡Vaya! ¡Otra vez despierto!
Levantó la vista y contempló aquella cara de luna. Era un rostro ancho y chato, de piel agrietada, con una sonrisa que se abría, amplia, dejando al descubierto unos dientes rotos.
Intentó aclarar sus ideas.
– ¿Otra vez? -dijo confundido. Su pasado era como un sueño vacío de sueños, un blanco pasillo cuyo principio no se divisaba.
– Está perfectamente, ¿verdad? -dijo la voz con un suspiro, pero en tono alegre-. ¡Claro que no va a estar como unas pascuas de un día para otro, digo yo! No me extrañaría nada que se hubiese olvidado hasta de su nombre. Vamos a ver, ¿cómo está? ¿Qué tal el brazo?
– ¿Que cómo me llamo? Nada, ni un solo recuerdo.
– Sí. -Ahora la voz, además de alegre, sonaba paciente-. Eso, que cómo se llama.
Tenía que saber su nombre. ¡Tenía que saberlo! Se llamaba… transcurrieron unos segundos, pero seguía en blanco.
– Bueno, ¿qué me dice? -lo acució la voz.
Seguía esforzándose. Pero no le llegaba ningún recuerdo, sólo un pánico blanco, una especie de ventisca de nieve en el cerebro, unos peligrosos remolinos sin vórtice.
– ¡En fin, que no se acuerda! -La voz sonó estoica y resignada-. Ya me lo imaginaba. Pues mire lo que le digo, anteayer estuvo aquí la policía y dijeron que usted se llamaba Monk, William Monk. Pero hombre, ¿se puede saber de dónde sale, qué ha hecho usted para que lo busque la policía?
El hombre le arregló, solícito, la almohada con sus manazas y puso un poco de orden en las mantas.
– ¿Quiere que le traiga algo? ¿Una bebida caliente? Hace un fresco aquí dentro que nadie diría que estamos en julio, ¡ni que fuera noviembre! Voy a prepararle alguna cosita caliente o unas gachas, si quiere. ¿Qué me dice? En este momento está cayendo una que para qué le voy a contar. Siempre estará mejor aquí dentro que en la calle.
– ¿William Monk? -repitió el nombre.
– Eso mismo, bueno eso dijo la policía. Un tal Runcorn. El señor Runcorn, todo un inspector, no se vaya a creer. -Levantó unas cejas alborotadas-. ¿Qué ha hecho, si es que se puede saber? ¿No será usted uno de esos maleantes que andan sueltos por ahí birlando carteras y relojes de oro a los señorones?
– Hizo la pregunta sin sombra de censura, mirándolo con sus ojillos redondos y bonachones-. Si quiere que le hable con franqueza, no parecía otra cosa cuando lo trajeron aquí, porque iba con la ropa que daba lástima, toda sucia de barro, hecha jirones y cubierta de sangre.
Monk no dijo nada. Su cabeza estaba dando marcha atrás, le latía al intentar descubrir algún indicio en medio de tanta niebla, un recuerdo claro y tangible. Pero ni siquiera el nombre significaba nada. Ese «William» le resultaba vagamente familiar, pero era un nombre tan común… Cualquiera conoce a varios Wiliams, a docenas de ellos…
– O sea que seguimos sin acordarnos de nada-continuó el hombre con una expresión de cordialidad en el rostro, vagamente divertido.
Había sido testigo de todo tipo de miserias humanas y nunca había habido nada tan temible ni tan extraño que le hiciera alterar su compostura. Había visto a hombres morir de sífilis y peste, y hasta a algunos subirse por las paredes, aterrados por cosas que no existían en realidad. Que un hombre hecho y derecho no se acordara de lo que le había ocurrido ayer constituía para él una curiosidad, pero no era motivo de maravilla.
– ¿O quizás es que no lo queremos decir? -prosiguió-. Bueno, no se lo reprocho. -Se encogió de hombros-. No le cuente nada a la policía si no le conviene, pero ¿no le apetecería tomar unas gachas de avena? ¿Un puré bien espesito, que ya le tengo caliente desde hace un rato en aquella estufa? ¡Es que tiene que poner algo de su parte, hombre!
Monk tenía hambre y pese a estar tapado con la manta se notaba helado.
– Sí, por favor -aceptó.
– Entendidos, pues, le voy a dar las gachas esas. Supongo que no habré hecho mal diciéndole cómo se llama, no va a mirarme con malos ojos por esto. -Movió la cabeza-. O había hecho algo horrible o tenía un miedo de la policía que para qué le voy a contar. ¿Qué hizo si se puede saber? ¿Afanó las joyas de la corona, quizá?
Y mientras se dirigía a la estufa negra y ventruda del final de la sala aún masculló alguna cosa más y se rió para sus adentros.
¡La policía! ¿Sería un ladrón? La sola idea le repugnaba, no sólo por los miedos que despertaba en él, sino por la palabra en sí y por lo que comportaba cuando se la aplicaba a sí mismo. Pero quizá fuera verdad.
¿Quién era? ¿Qué clase de hombre era? ¿Se habría herido, tal vez, mientras realizaba alguna proeza, algún hecho arriesgado? ¿O al verse acosado como un animal tras cometer algún delito? ¿O quizá no era más que un pobre desgraciado, una víctima que se había encontrado en el momento más inoportuno en el lugar más desafortunado?
Rebuscó en su mente, pero no encontró nada, ni un jirón de pensamientos o de sensaciones reveladoras. En algún sitio tenía que vivir, a alguien debía de conocer. Personas, rostros, voces, emociones. ¡Pero no había nada! Por lo que podía recordar, era como si acabara de nacer en un duro camastro de aquel desolado hospital.
Sin embargo, alguien sabía quién era. Sí, la policía.
El hombre había vuelto con las gachas y con sumo cuidado comenzó a administrárselas, cucharada tras cucharada. Un plato insulso y de poca consistencia, pero no por ello menos de agradecer. Después se volvió a tumbar en la cama y, aunque estuvo luchando por no dormirse, ni el miedo logró impedir que se sumiera en un profundo letargo, aparentemente desprovisto de sueños.
Cuando se despertó al día siguiente por la mañana, como mínimo tenía dos cosas muy claras en la cabeza: su nombre y el lugar donde se encontraba. Recordaba con precisión absoluta los escasos hechos del día anterior: el enfermero, las gachas calientes, el vecino de al lado revolviéndose inquieto y lamentándose en la cama, el techo de un color gris deslavado, el tacto de las mantas y el dolor del pecho.
Tenía una idea muy precaria del tiempo, pero suponía que debía de ser media tarde cuando entró el agente de policía. Era un hombre alto, o eso le pareció al verlo con su esclavina y el sombrero de copa que llevaban las Fuerzas de la Policía Metropolitana de Peel. Tenía una cara huesuda, nariz larga y boca ancha, una frente despejada, pero unos ojillos hundidos y tan pequeños que difícilmente se habría podido decir de qué color eran. Aunque su aspecto general era agradable y denotaba inteligencia, entre las cejas y en torno a los labios había leves indicios de mal genio. Se detuvo ante la cama de Monk.
– Supongo que ahora ya sabe quién soy, ¿verdad? -le preguntó con aire risueño.
Monk no negó con la cabeza porque le dolía demasiado.
– No -se limitó a decir.
El hombre dominó su irritación e incluso un sentimiento que podía ser de contrariedad. Observó de cerca a Monk y recorrió de arriba abajo su cuerpo con la mirada, frunciendo un ojo como si con ese gesto que revelaba su nerviosismo pretendiera concentrarse en lo que veía.
– Hoy tiene mejor aspecto -decretó.
¿Sería verdad o es que Runcorn pretendía simplemente animarlo? Y ahora que lo mencionaba, ¿cuál era su aspecto? No tenía ni la más mínima idea. ¿Era moreno o rubio, feo o bien parecido? ¿Sería fornido o desgarbado? Si no podía verse las manos, ya no digamos el cuerpo, cubierto con las mantas. No deseaba llevar a cabo esa prospección, esperaría a que Runcorn se hubiese marchado.
– Supongo que no recordará nada -prosiguió Runcorn-. ¿Se acuerda de lo que le pasó?
– No. -Monk se debatía en medio de una nube totalmente amorfa.
¿Lo conocía, aquel hombre, o sólo sabía alguna cosa de él? ¿O era tal vez un personaje público al que Monk habría debido de reconocer? ¿O quizás andaba tras él con algún propósito oculto, dictado por el deber? A lo mejor se limitaba a buscar información o tal vez sabía algo de Monk, además de su nombre, que habría podido darle sentido al descarnado hecho de su presencia.
Monk estaba tendido en la cama, tapado hasta la barbilla, pese a lo cual se sentía mentalmente desnudo y vulnerable, como los que quedan públicamente en ridículo. El instinto le aconsejaba ocultarse, esconder su debilidad. Sin embargo, tenía necesidad de saber. Tenía que haber en el mundo docenas o más, de personas que lo conocían; sin embargo, él no sabía nada. Estaba en una situación de desventaja total y absolutamente paralizante. Ni siquiera sabía quién lo amaba o lo odiaba, a quién podía haber perjudicado y a quién ayudado. La necesidad en la que se encontraba era comparable a la de quien, pese a sufrir las angustias del hambre, siente el terror de que en cada bocado puede ocultarse el veneno.
Volvió a mirar al policía. El enfermero había dicho que se llamaba Runcorn. Tantearía el terreno.
– ¿He tenido un accidente? -preguntó.
– Eso parece -le replicó Runcorn sin darle mayor importancia-. El cabriolé volcó, un verdadero desastre. Probablemente chocaron con algo cuando iban a toda velocidad. El caballo se asustó y salió corriendo. -Hizo un movimiento con la cabeza y bajó las comisuras de los labios-. El cochero murió en el acto, el pobre. Se golpeó la cabeza con el bordillo. Como usted iba dentro del coche, seguramente por eso salió mejor parado. ¡Lo que nos costó sacarlo! ¡Era un peso muerto! Jamás habría dicho que fuera usted tan pesado. Seguro que no se acuerda de nada, ¿verdad? ¿Ni siquiera del susto?
Su ojillo izquierdo volvió a empequeñecerse ligeramente.
– No.
Al cerebro de Monk no acudía ninguna imagen, ningún recuerdo de velocidad desaforada, de golpe alguno, de dolor siquiera.
– ¿No se acuerda de lo que hacía en aquel momento? -continuó Runcorn, aunque sin verdadera esperanza en la voz-. ¿En qué asunto estaba ocupado?
Monk se aferró a una esperanza, algo que parecía haber adquirido forma; casi tenía miedo de preguntar por temor a que todo se desmoronara al más mínimo contacto.
Miró fijamente a Runcorn. Era probable que conociera a aquel hombre personalmente, tal vez incluso que lo viera a diario. Sin embargo, nada en él le despertaba el más mínimo recuerdo.
– ¿Y bien? -le preguntó Runcorn-. ¿No se acuerda de nada? Nosotros no lo habíamos enviado allí. ¿Qué demonios hacía en aquel momento? Seguramente había descubierto algo. ¿No recuerda qué puede ser?
La niebla era impenetrable.
Monk movió la cabeza con unas sacudidas con las que quería decir que no, que no recordaba nada, pero dentro de él persistía aquella burbuja luminosa. Ahora sabía que él era policía y que por eso lo conocían. No era un ladrón ni un fugitivo.
Runcorn se inclinó ligeramente hacia delante y lo miró con atención, vio cómo se iluminaba su cara.
– ¡Veo que recuerda algo! -dijo en tono triunfal-. ¡Vamos, hombre! Diga qué es.
Monk no podía explicar que no era el recuerdo lo que lo había cambiado, sino la disolución de una de las formas más lacerantes del miedo. Aquella niebla que lo sofocaba seguía en el mismo sitio, aunque ahora sin carácter alguno, sin constituir una amenaza específica.
Runcorn seguía esperando, observándolo con gran atención.
– No -dijo Monk lentamente-, todavía no. Runcorn se irguió y exhaló un suspiro de resignación.
– Todo llegará…
– ¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí? -preguntó Monk-. He perdido la cuenta.
Era una observación razonable, cualquiera en sus circunstancias podía haber dicho lo mismo.
– Más de tres semanas… hoy es 31 de julio de 1856 -añadió no sin una sombra de sarcasmo.
¡Santo Dios! Llevaba más de tres semanas y lo único que recordaba era el día de ayer. Cerró los ojos. En realidad, lo que sentía era algo infinitamente peor: ¿cuántos años podía tener? ¡Y pensar que de lo único que se acordaba era de ayer! ¿Qué edad tenía? ¿Cuántos años había perdido? Sintió que el pánico hervía de nuevo dentro de él y a punto estuvo de gritar: «¡Ayudadme!, ¡que alguien me ayude! ¿Quién soy? ¡Devolvedme mi vida, mi ser!»
Pero los hombres no gritan en público, ni siquiera en privado. Sintió el sudor frío que le bañaba la piel y se quedó rígido, tendido allí con los puños cerrados a ambos lados del cuerpo. Seguramente Runcorn supondría que se trataba sólo de dolor, del dolor físico corriente. Debía guardar las apariencias. No podía dejar que Runcorn se imaginara que había olvidado su trabajo. Si perdía el trabajo, el asilo pasaría a convertirse en realidad, penosa, desesperanzada, un día tras otro de trabajo obediente, servil y sin objeto.
Se obligó a volver al presente.
– ¿Más de tres semanas?
– Sí-replicó Runcorn y después tosió y se aclaró la garganta.
Tal vez Runcorn estaba cohibido. ¿Qué se le puede decir a un hombre que no te recuerda, que ni siquiera se recuerda a sí mismo? Monk lo sintió por él.
– Todo llegará -repitió Runcorn-. Cuando se reponga, cuando vuelva al trabajo. Pero necesita descansar para recuperarse, eso es lo que necesita, un descanso que le permita renovar fuerzas. Una semanita o dos, es el tiempo indispensable. Cuando esté en condiciones de trabajar vuelva a la comisaría y entonces se hará la luz, me atrevería a decir que eso es lo que ocurrirá.
– Sí-dijo Monk, aunque más para dar la razón a Runcorn que por creerlo realmente, porque no lo creía.
Tres días más tarde Monk abandonó el hospital. Ya tenía fuerzas suficientes para andar y, además no hay nadie que se quede más tiempo del necesario en un hospital. No sólo por consideraciones de tipo financiero, sino también por el peligro que entrañaba permanecer en un sitio como aquél. Muere más gente por contagio que por enfermedad o por las heridas que los llevaron al hospital. Se lo contó con aire resignado el enfermero que le había dicho cómo se llamaba.
No le extrañaba lo más mínimo. En los pocos días que recordaba había visto a médicos pasar de una herida abierta a una úlcera enconada, de pacientes aquejados de fiebre a otros que vomitaban o soltaban flujo, para después volver a curar heridas abiertas, y vuelta a empezar. El suelo estaba cubierto de vendas sucias y se hacían pocas coladas de ropa, aunque era indudable que todos hacían lo que podían con los escasos medios disponibles.
De hecho, para ser sinceros, hacían cuanto estaba en sus manos para no admitir a pacientes declarados de tifus, cólera o viruela y, en caso de detectar estas enfermedades una vez ingresados corregían el error y enviaban a aquellos pobres desgraciados a sus casas, para que pasasen en ellas la cuarentena, donde estaban abocados a una muerte segura o se recuperaban sólo si ésa era voluntad de Dios. Pero por lo menos allí constituían un peligro menor para la comunidad. Todo el mundo sabía qué significaba la bandera negra que colgaba fláccida en una bocacalle cualquiera.
Runcorn le había dejado el abrigo y el sombrero de copa de su traje de Peeler, limpio y arreglado con esmero después del accidente. Por lo menos eran de su medida, aunque ahora le quedaban un poquito grandes debido al peso que había perdido mientras guardaba cama. Ya lo recuperaría. Se había dado cuenta de que era un hombre fuerte, alto, esbelto y musculoso, pero como no se había afeitado él mismo, sino el enfermero, todavía no había tenido ocasión de verse la cara. Sin embargo, se la había palpado, la había recorrido con las yemas de los dedos cuando no lo observaba nadie. Era huesudo y fuerte y, al parecer, tenía una boca ancha. Pero no sabía nada más. En cuanto a sus manos, eran suaves y no estaban encallecidas por el trabajo manual y tenía el dorso de las mismas cubierto de vello oscuro.
Al parecer, llevaba unas monedas en el bolsillo en el momento de su ingreso, que le devolvieron al marchar. Alguien debía de haber pagado el tratamiento al que lo habían sometido. ¿Habría bastado con su salario de policía? En aquel momento estaba de pie en la escalera y tenía ocho chelines y once peniques en el bolsillo, además de un pañuelo de algodón y un sobre en el que figuraba su nombre y una dirección: 27 Grafton Street. Dentro del sobre había una factura de su sastre.
Al dirigir la vista a su alrededor no reconoció nada. Era un día radiante y nubes viajeras que se movían rápidas, empujadas por un viento cálido, cruzaban el cielo. A unos cincuenta metros de distancia, en un cruce, había un niño con una escoba, ocupado en dejar la encrucijada limpia de estiércol de caballo y otros desechos. Un carruaje tirado por dos caballos bayos lanzados a la carrera pasó veloz.
Monk, todavía débil, bajó la escalera y se dirigió a la calle principal. Tardó cinco minutos en encontrar un cabriolé libre, al que hizo señal de que se detuviera y a cuyo cochero dio la dirección. Ocupó su asiento en el interior y se dedicó a observar las calles y plazas que iban desfilando ante sus ojos, así como otros vehículos y carruajes, algunos con lacayos vestidos con librea, otros cabriolés, carros de cerveceros y las carretas de los verduleros ambulantes. Vio buhoneros y mercachifles, un vendedor de anguilas frescas, otro de pasteles calientes y otro de budines de ciruela. Eran cosas que le apetecían y se moría de hambre, pero como no tenía idea de lo que podían costar, no se atrevía a pararse para comprarlas.
Un vendedor de periódicos gritaba algo, pero pasaron tan rápidamente por su lado que el ruido de los cascos de los caballos apagó el clamor. Un hombre con una sola pierna vendía cerillas.
Encontraba algo familiar en aquellas calles, pero era una sensación que le llegaba muy débil desde el fondo de sus pensamientos. Aunque no le parecían del todo extrañas, no habría podido decir el nombre de ninguna de ellas.
Tottenham Court Road. El tráfico era intenso: carruajes, carros, carretas, mujeres que rozaban con sus amplias faldas los desperdicios de la cuneta, dos soldados que se reían a carcajadas y un borracho, levitas rojas convertidas en manchas de color, una florista y dos lavanderas.
El carruaje enfiló Grafton Street y se paró.
– ¡Aquí es, señor, el número veintisiete!
– Gracias -dijo Monk apeándose con torpeza del carruaje, el cuerpo muy envarado y desagradablemente débil.
Incluso aquel esfuerzo, pese a ser insignificante, lo había dejado exhausto. No tenía idea de cuánto dinero debía pagar. Mostró un florín, dos monedas de seis peniques, una de un penique y otra de medio penique en una mano.
El cochero titubeó, cogió una de las monedas de seis peniques y la de medio penique, se llevó la mano al sombrero e hizo restallar las riendas sobre la grupa del caballo dejando a Monk en la acera. Ahora que había llegado el momento, el miedo se había apoderado de él. No tenía ni la más ligera idea de qué encontraría ni a quién.
Pasaron dos hombres que lo observaron llenos de curiosidad. Probablemente suponían que se había perdido. Se sentía ridículo, confundido. ¿Quién respondería a su llamada? ¿Conocería a la gente de la casa? Si aquélla era su casa, lo tenían que conocer por fuerza. Pero ¿hasta qué punto? ¿Serían amigos o sólo los propietarios? Por absurdo que pareciera, ni siquiera sabía si tenía familia.
De cualquier modo, si la hubiera tenido, con seguridad lo habrían visitado en el hospital. Runcorn lo había ido a ver, o sea que ahora ya sabían dónde estaba. Tal vez él era uno de esos hombres que no inspiran amor, sólo una cortesía profesional. ¿Por eso había ido a verlo Runcorn? ¿Porque era lo que correspondía hacer?
¿Había sido un buen policía? ¿Eficiente en su trabajo? ¿Era un hombre simpático? Toda aquella situación era ridícula, patética.
¡Bah, era infantil! Si hubiera tenido una familia, una esposa o un hermano o una hermana, Runcorn se lo habría dicho. Debía ir descubriendo las cosas a medida que pudiera; si trabajaba con los Peelers, quería decir que era detective. Iría reuniendo todas las piezas hasta completar el rompecabezas, su modo de vida. El primer paso consistiría en llamar a aquella puerta de color marrón oscuro cerrada ante él.
Levantó la mano y llamó con viveza. Transcurrieron unos minutos largos y desesperados mientras en su cabeza se iba devanando una serie de preguntas antes de que una mujer fornida y de mediana edad, que llevaba un delantal, abriera la puerta. Era gruesa, llevaba el cabello peinado hacia atrás con desaliño, pero iba limpia y tenía un rostro que parecía haberse restregado con denuedo y que revelaba una expresión de generosidad.
– ¿Quién lo había de decir? -dijo rebosante de espontaneidad-. Que Dios salve mi alma si éste no es el señor Monk. Esta misma mañana, sin ir más lejos, le he dicho al señor Worley que como usted no apareciera pronto me vería obligada a alquilar sus habitaciones, aunque fuera contra mis principios. Ya se sabe que no se puede vivir sin comer. Debo decir, de todos modos, que el señor Runcorn pasó por aquí y me dijo que usted había sufrido un accidente terrible, que estaba herido en el hospital. -Se llevó la mano a la cabeza en un gesto de desesperación-. ¡Que Dios nos libre de sitios como ésos! Usted es el primero que veo salir por su propio pie de uno de esos lugares. Si quiere que se lo diga con franqueza, estaba esperando que el día menos pensado apareciese por aquí algún mensajero para anunciarme que se había muerto.
Frunció la cara y lo miró con concentrada atención.
– De todas maneras, hay que decir que tiene muy mal aspecto. Pase y le haré una buena comida porque me parece que debe de estar medio muerto de hambre. Me jugaría cualquier cosa a que no ha tomado una comida decente desde que salió de esta casa. ¡Qué día aquel! Hacía un frío de todos los demonios.
Y con un rápido revuelo de sus amplias faldas, dio media vuelta y lo hizo pasar.
Él la siguió a lo largo del corredor revestido de paneles y lleno de cuadros románticos colgados de las paredes y después escaleras arriba hasta un amplio rellano. La mujer sacó después un manojo de llaves que llevaba en el cinto y abrió una de las puertas.
– Supongo que habrá perdido la llave, ya que de otro modo no habría llamado a la puerta. Es eso, ¿verdad?
– ¿Tenía yo llave? -preguntó sin percatarse de que se traicionaba al pronunciar aquellas palabras.
– ¡Que Dios nos acoja! ¿Cómo no iba a tener? -exclamó la mujer, sorprendida-. ¿No supondrá que voy a estar subiendo y bajando la escalera a todas horas por la noche, cada vez que usted entra y sale, digo yo? No hay cristiano que aguante si no descansa lo suyo. Hay que dormir, eso no falla. Supongo que también usted habrá dormido.
Se volvió a mirarlo.
– Pero ahora que lo miro bien, veo que tiene muy mala cara. Seguro que lo ha pasado mal. Mire, entre y siéntese. Voy a traerle de comer y de beber. Lo que a usted le hace falta es disfrutar de las cosas buenas de la vida, se lo digo yo.
Lanzó un resoplido y se recompuso el delantal con brío.
– Siempre he dicho que en los hospitales no cuidan a los enfermos como es debido. Me juego lo que quiera a que la mitad de los que se mueren en el hospital es porque no comen.
Y con una indignación que se reflejaba en las contracciones de todos sus músculos cubiertos por el negro tafetán, salió como una exhalación del cuarto dejando la puerta abierta.
Monk se acercó a la puerta, la cerró y después se volvió para echar un vistazo a la habitación. Era espaciosa y las paredes estaban recubiertas de paneles de color marrón oscuro y de papel verde. Los muebles tenían aire de viejos. En el centro de la habitación había una pesada mesa de roble con cuatro sillas a juego. Eran de estilo jacobino, con las patas talladas terminadas en forma de garras. El aparador situado en la pared opuesta tenía una factura similar, si bien no veía qué función podía tener, ya que lo abrió y no vio en él objetos de porcelana ni cubertería en los cajones. Sin embargo, los cajones más bajos guardaban manteles y servilletas de lino, todo recién lavado, planchado y en perfecto estado. Había también un escritorio de roble con dos cajones pequeños y planos y, arrimada a la pared más próxima, colocada junto a la puerta, una elegante biblioteca repleta de libros. ¿Formaban parte del mobiliario? ¿Ó eran suyos? Después miraría los títulos.
Las ventanas estaban envueltas, más que cubiertas, con unas cortinas afelpadas orladas de flecos, y eran de un verde descolorido. En los brazos de las lámparas de gas, adosadas a la pared, faltaban algunas piezas. Los brazos de la butaca de cuero estaban manchados, y el uso había aplanado los almohadones. Hacía tiempo que los colores de la alfombra habían pasado a unas tonalidades ciruela, azul oscuro y verde bosque, lo que en conjunto no dejaba de formar un fondo grato a la vista. De las paredes colgaban varios cuadros, un tanto pretenciosos y en la repisa de la chimenea se leía la grave sentencia: DIOS LO VE TODO.
¿Era suyo todo aquello? Probablemente no, porque sentía en su interior una oleada de emociones encontradas y, sin poder evitarlo, en su rostro apareció una mueca como reacción ante la sensiblería de aquellos cachivaches y hasta notó que los menospreciaba.
La habitación era cómoda, invitaba a permanecer en ella, pese a lo cual la encontraba muy impersonal, sin fotografías ni recuerdos de ningún género, ni tampoco ningún testimonio de sus gustos. Sus ojos estuvieron paseándose por ella con interés, pero no había nada que le resultase familiar ni constituyese tampoco un alfilerazo capaz de remover su memoria.
Quiso probar qué ocurriría al entrar en el dormitorio. Lo mismo: cómodo, viejo y ajado. En el centro había una gran cama, a punto con sus sábanas limpias, la blanca y mullida almohada y el edredón color vino, rematado con volantes. Sobre el pesado tocador había una jofaina de porcelana bastante artística y un aguamanil, y encima de la cómoda un vistoso cepillo para el cabello con el dorso de plata.
Pasó la mano por las superficies y la sacó limpia de la prueba. Había que decir, por lo menos, que la señora Worley era una buena ama de casa.
Ya iba a abrir los cajones para examinar su contenido cuando oyó unos vivos golpecitos en la puerta y entró la señora Worley llevando una bandeja con un plato en el que humeaba un trozo de carne, un pedazo de pastel de hígado, col hervida, zanahorias y habichuelas, y otro con una porción de tarta y un poco de flan.
– ¡Aquí tiene! -dijo la mujer con aire satisfecho y dejando la bandeja en la mesa.
Se animó al ver los cubiertos -cuchillo, tenedor y cuchara- y un vaso de sidra.
– ¡Coma y se sentirá mejor!
– Gracias, señora Worley.
La gratitud era sincera porque no tomaba una comida sustanciosa desde…
– Señor Monk, es mi deber de mujer cristiana -le replicó ella con un leve movimiento de la cabeza-. Además, usted siempre me ha pagado puntualmente, debo reconocer en su favor que nunca me ha discutido nada ni se ha retrasado un solo día en el pago. ¡Es preciso tenerlo en cuenta! Ahora cómase todo eso y métase en cama. Tiene un aspecto muy desmejorado. No sé qué le ha podido pasar ni me interesa saberlo, si quiere que le diga la verdad. A veces es mejor no saber las cosas.
– ¿Qué hago después con…? -dijo él mirando la bandeja.
– ¡Déjela en la puerta, como siempre! -dijo la mujer levantando las cejas y, acercándose más a él, añadió con un suspiro-: Y si por la noche se encuentra mal, no tiene más que llamarme y acudiré al momento a atenderle.
– No será preciso… me encontraré perfectamente. La señora Worley hizo una profunda aspiración y, acto seguido, soltó un resoplido de incredulidad y salió, sin más, cerrando con un ruidoso portazo. Monk se dio cuenta enseguida de lo grosero que había sido con ella. Se había ofrecido a levantarse por la noche si necesitaba ayuda y él se había limitado a asegurarle que no le haría ninguna falta. De todos modos, la mujer no había parecido sorprendida ni herida en sus sentimientos. ¿Sería quizá, porque era su manera descortés habitual de tratarla? Según ella le había hecho notar, él pagaba siempre puntualmente y sin rechistar. ¿Era aquél todo el trato que existía entre los dos? ¿Ninguna muestra de amabilidad, ningún sentimiento, sólo un huésped de fiar desde el punto de vista financiero y una patrona que cumplía con su deber de mujer cristiana porque era su manera natural de ser?
El cuadro no presentaba tintes demasiado halagadores.
Volvió a dirigir su atención a la comida. Era sencilla pero de exquisito sabor, y había que reconocer que la mujer había sido generosa en la cantidad. En sus pensamientos destelló por un momento la duda de cuánto le podían costar aquellas comodidades y si seguiría estando en condiciones de costeárselas, teniendo en cuenta que ahora no podía trabajar. Cuanto antes recobrase las fuerzas y las facultades para desempeñar sus funciones en la policía, tanto mejor, ya que difícilmente podría pedirle a la mujer que le concediese un crédito, especialmente después de las observaciones que ella le había hecho y de las maneras con que él le había pagado. ¡Quisiera Dios que no estuviera ya en deuda con ella por el tiempo que había pasado en el hospital!
Así que hubo dado cuenta de la comida, colocó la bandeja en la mesilla al otro lado de la puerta, donde ella la retiraría. Monk volvió a la habitación, cerró la puerta y se sentó en una de las butacas con la intención de echar un vistazo al escritorio situado junto a la ventana del rincón, pero estaba tan agotado y se sintió tan cómodo entre los cojines que se quedó dormido.
Al despertarse, frío, entumecido y con agudos dolores en la espalda, se encontró a oscuras, por lo que trató de encender la luz de gas a tientas. Todavía se encontraba cansado, y de buena gana se habría metido en cama, pero la tentación del escritorio y el miedo que le acompañaba bastaban para quitarle el sueño por intenso que fuera.
Encendió la lámpara que había sobre el escritorio y levantó la cubierta. Se encontró con una superficie llana en la que había un tintero, un bloc de notas con tapas de cuero y una docena de pequeños cajones cerrados.
Empezó por la parte superior del lado izquierdo los fue revisando todos. Debía de ser un hombre metódico. Había facturas pagadas; unas cuantos recortes de periódicos, todos relacionados con delitos, la mayoría violentos, en los que se describía el brillante trabajo policial desplegado para resolverlos; horarios de ferrocarriles; cartas de negocios y una nota de un sastre.
¡Un sastre! O sea que era allí donde iba a parar el dinero, ¡indigente casquivano! Tenía que echar un vistazo a su guardarropa para ver cuáles eran sus gustos, aunque por la factura que tenía en las manos, por lo menos podía decir que eran caros. ¡Un policía quería parecer un caballero! Se echó a reír con ganas ¡Vaya, cazador de ratas cargado de pretensiones! ¿Eso era en realidad? ¡Un tipo ridículo! La imagen no era de su agrado y la apartó malhumorado.
En otros cajones encontró sobres, papeles para notas, todo de buena calidad… ¡otra vez la vanidad! ¿A quién escribía? También había lacre, cordel, un cortapapeles y unas tijeras, utensilios varios de escritorio… Hasta llegar al décimo cajón no encontró la correspondencia personal. Estaba toda escrita por la misma mano y, a juzgar por la forma de las letras, pera una mano joven o alguien con una formación elemental. Tan sólo le escribía una persona o sólo se molestaba en conservar las cartas de una. Abrió la primera, molesto porque le temblaban las manos.
Era una carta sencilla; empezaba con las palabras «Querido William», seguía con noticias de tipo doméstico y terminaba con «tu hermana que te quiere, Beth».
Dejó la carta, sin apartar la vista de aquella lacerante caligrafía redondeada; se sentía confundido, abrumado, por el nerviosismo y el alivio, tal vez sentía incluso una punta de contrariedad que se esforzó por ahuyentar. Tenía una hermana, alguien que lo conocía de toda la vida; es más, alguien que se preocupaba por él. Volvió a coger la carta, rompiéndola casi con su torpeza al releerla. Era amable, franca y, sí, afectuosa; tenía que ser así porque nadie le habla de una manera tan abierta a alguien en quien no confía y por quien no se interesa.
Sin embargo, la carta no era una respuesta, no hacía referencia alguna a nada que él pudiera haber escrito anteriormente. ¿Seguro que él le había escrito? ¿Sería posible que él hubiera tratado a aquella mujer con tan indiferente desconsideración?
¿Qué clase de hombre era? Si no le había prestado atención y no le había escrito, debía de ser por alguna razón. ¿Cómo podía explicarse, justificar algo, si no recordaba nada? Era como verse acusado, estar en el banquillo y carecer de defensa.
Transcurrieron largos y dolorosos momentos antes de que se le ocurriera mirar la dirección. Al hacerlo se llevó una aguda y extraordinaria sorpresa. Vivía en el condado de Northumberland. Repitió las señas una y otra vez, en voz alta. Eran palabras que le sonaban familiares, aunque no era capaz de situar el lugar. Tuvo que ir a la estantería, sacar un atlas para localizarlo. Tardó varios minutos en encontrarlo. El nombre del pueblo era minúsculo, estaba escrito con letras muy finas, situado junto a la costa. Era un pueblo de pescadores.
¡Un pueblo de pescadores! ¿Por qué vivía allí su hermana? ¿Estaría casada y se habría trasladado a aquel lugar después de su boda? El apellido del sobre Bannernian. ¿O quizás él mismo había nacido allí después se había trasladado a vivir al sur, a Londres? Se echó a reír estruendosamente. ¿No podía ser esa la clave de su vanidad? Era el hijo de un pescador de pueblo y tenía el prurito de hacerse pasar por lo que no era. ¿Cuándo? ¿Cuándo había venido a Londres?
Se dio cuenta, sobresaltado, de que no sabía qué edad tenía. Todavía no se había mirado en el espejo. ¿Por qué? ¿Acaso tenía miedo? ¿Qué importaba el aspecto físico de un hombre? Sin embargo, la sola idea le hacía temblar.
Tragó saliva ruidosamente y cogió la lamparilla de aceite del escritorio. Entró despacio en el dormitorio y dejó la lámpara en el tocador. Allí tenía que p haber un espejo lo bastante grande como para permitirle afeitarse.
Estaba montado sobre un eje giratorio, razón por la cual no lo había descubierto antes, ya que su mirada sólo se había sentido atraída por el cepillo de plata. Dejó la lámpara y movió lentamente el espejo.
El rostro que vio reflejado en él era oscuro y de rasgos acusados, nariz ancha y ligeramente aquilina, boca grande, el labio superior más bien fino y el inferior más lleno, una vieja cicatriz justo debajo de la boca, ojos que eran de un gris intenso y luminoso vistos con aquella luz parpadeante. Era un rostro te enérgico, pero no fácil de desentrañar. Si en él había sentido del humor, tenía que ser un humor un poco avinagrado, más propicio al ingenio que a la carcajada. Podía tener entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años.
Cogió la lámpara y volvió a la habitación principal, encontrando el camino a ciegas, con el pensamiento puesto aún en aquel rostro que le había devuelto la mirada desde el espejo deslucido. No le había disgustado especialmente, pero era la cara de un desconocido, una cara difícil de descifrar.
Al día siguiente tomó la decisión. Emprendería el viaje hacia el norte e iría a ver a su hermana. Por lo menos ella le hablaría de su infancia y de su familia. A juzgar por las cartas y por lo reciente de la última fecha, su hermana seguía teniéndole cariño, lo mereciera o no. Le escribió una carta aquella misma mañana y en ella le dijo simplemente que había sufrido un accidente pero que ya estaba bastante recuperado y tenía intención de visitarla tan pronto como estuviera en condiciones de hacer el viaje, lo que esperaba fuera posible como máximo al cabo de un día o dos.
Entre las cosas que guardaba en el cajón encontró una modesta suma de dinero. Al parecer no era despilfarrador, salvo en dos cosas: el sastre, ya que la ropa de su armario era de corte impecable y la tela con que estaba confeccionada de primera calidad, y los libros… en caso de que los de la biblioteca fueran de su propiedad. Dejando aparte estos dos capítulos, había ahorrado de manera regular, aunque por alguna razón particular no llevaba las cuentas por escrito, pero esto ahora no importaba demasiado. Dio a la señora Worley lo que ella le pidió por un mes por adelantado -descontando la comida, puesto que no la consumiría mientras estuviera ausente- y le informó de que iba a Northumberland a visitar a su hermana.
– Me parece muy buena idea -dijo ella moviendo la cabeza con aire enterado-, porque hace un montón de tiempo que no le hace ninguna visita, suponiendo que le interese lo que pienso. No es que vaya usted a verla muy a menudo que digamos… claro que yo en esto no me meto. -Hizo una profunda aspiración.
»Que yo sepa no la ha ido usted a ver desde que está aquí… y de eso hace ya unos cuantos años. La pobre no hace más que escribirle… y que me maten si usted le ha contestado alguna vez.
La mujer se guardó el dinero en el bolsillo y miró a Monk con fijeza.
– Cuídese mucho, coma con regularidad y no se meta en embrollos persiguiendo a la gente. Si quiere seguir mi consejo, deje a los criminales en paz, aunque sólo sea para variar.
Y después de este consejo de despedida, volvió a alisarse el delantal y dio media vuelta acompañada del taconeo de sus botas en dirección a la cocina.
Era el día 4 de agosto cuando Monk tomó el tren en Londres y se dispuso a emprender el largo viaje.
Northumberland era una región vasta y desolada, azotada por el viento rugiente que se ensañaba en un paisaje sin árboles cubierto de oscuros brezales, aunque en la simplicidad de sus cielos agitados y de su tierra despejada había algo que seducía enormemente a Monk. ¿Sería que aquel paisaje le resultaba familiar, que despertaba en él recuerdos de su infancia, o se trataba sólo de su belleza que habría despertado en él una emoción semejante a contemplar las desconocidas llanuras de la luna? Se quedó un buen rato en la estación con el maletín en la mano, escudriñando aquellas colinas que se levantaban frente a él antes de decidirse a emprender el camino. Tendría que encontrar algún vehículo, ya que estaba a unos quince kilómetros del mar y de la aldea que tenía como destino. De haberse encontrado en condiciones normales de salud, habría recorrido el camino andando, pero todavía se sentía débil.
Cuando respiraba profundamente sentía un pinchazo en las costillas y todavía no podía usar con normalidad su brazo roto.
No encontró más que un carruaje tirado por una jaca y casi consideró que había pagado con generosidad por él, pero le alegró que el cochero lo llevase a casa de su hermana, cuyo nombre le dio, y que los depositase a él y a su maletín, delante mismo de la puerta de una casa situada en una estrecha callejuela.
Mientras se perdía el estrépito de las ruedas sobre el empedrado de la calle, se entregó a sus reflexiones y, dejando a un lado las aprensiones y la sensación de dar un paso irreparable, llamó con fuerza a la puerta.
Ya se disponía a volver a llamar cuando la puerta se abrió de par en par y apareció en ella el rostro amable y lozano de una mujer. Era más bien regordeta, tenía cabellos recios y oscuros y unos rasgos que sólo por su frente, ancha, y sus pómulos le recordaban los suyos. Tenía los ojos azules y una nariz que tenía la fuerza de la suya, pero era menos arrogante, aparte de que aquella boca poseía un trazo mucho más suave. Todos esos datos quedaron fuertemente impresos en su mente al tiempo que se hacía a la idea de que aquella mujer debía de ser su hermana Beth. Ésta, sin duda, habría encontrado inexplicable y probablemente ofensivo que él no la reconociera, por lo que tendió sus manos hacia ella:
– ¡Beth!
El rostro de la mujer se dulcificó en una amplia sonrisa de satisfacción:
– ¡William! A punto he estado de no reconocerte. ¡Hay que ver lo que has cambiado! Recibimos tu carta en la que nos decías que habías tenido un accidente. ¿Sufriste alguna herida? No te esperábamos tan pronto… -Se ruborizó después de haberlo dicho-. No es que no esté contenta de que hayas venido, por supuesto.
Tenía un marcado acento de Northumberland, que resultaba sorprendentemente grato al oído de Monk. ¿Volvería a tratarse de que, en realidad, le resultaba familiar o sólo sería que la entonación era diferente de la de Londres?
– ¿William? -le dijo mirándolo fijamente-. Pasa, por favor, debes de estar cansado y seguro que tienes hambre.
Hizo un gesto como si tirara físicamente de él para hacerlo entrar en casa.
Monk la siguió, sonriéndole como si acabara de sacarse un peso de encima. Su hermana lo reconocía y, a lo que se veía, no le guardaba rencor por su larga ausencia ni por las cartas que no le había contestado. Había en ella una naturalidad tan grande que hacía innecesarias las explicaciones. En efecto, Monk se dio cuenta de que tenía hambre.
La cocina era pequeña, pero estaba limpia como una patena. La mesa era casi blanca. Aquel ambiente no hizo vibrar ninguna fibra de su memoria. Del mar llegaba olor a viento salado mientras que en la cocina se olía el pan y el pescado asado. Por primera vez desde que había salido del hospital, Monk notó que se sentía sereno, que sus nudos iban soltándose.
Poco a poco, mientras tomaba pan y sopa, contó a su hermana lo que sabía del accidente, inventándose los detalles para que lo poco que sabía no pareciera un querer salir del paso. Ella lo escuchaba mientras iba removiendo la comida que tenía en el fuego, calentaba la plancha de hierro y se dedicaba después a planchar una serie de pequeñas prendas de niño y la camisa blanca de los domingos de un hombre. Si era para ella un desconocido, o poco creíble lo que le contó, la verdad es que no exteriorizó ningún signo que lo demostrara. Tal vez el mundo de Londres estaba totalmente al margen de los conocimientos de aquella mujer, quizá lo presentía habitado por personas con vidas incomprensibles para una persona tan sencilla como ella.
El marido llegó tarde, con la caída del crepúsculo de finales de verano. Era un hombre corpulento y rubio, con la cara curtida por el viento y unos rasgos suaves. Sus ojos grises eran del color del mar. Saludó a Monk con cordial sorpresa, aunque ni por asomo contrariado ni demostrando que había perturbado sus sentimientos o la paz de su casa.
Nadie pidió explicación alguna a Monk, ninguno de los tres tímidos niños le hizo pregunta alguna al volver de sus recados o sus juegos, y puesto que él no tenía ninguna que dar, la cuestión quedó olvidada. No era más que un curioso indicio de la distancia que existía entre ellos, que él comprobó con dolor y que venía a demostrar que nunca había compartido su vida con la única familia que tenía, por lo que no notaban la omisión.
Los días se sucedían, a veces con un brillo dorado y un fuerte calor si el viento soplaba desde tierra, y la arena bajo sus pies era suave. Otras veces el viento venía de levante, desde el mar del Norte y traía fríos estremecimientos y hálitos de tormenta. Monk daba largos paseos por la playa y se dejaba azotar por él, que le golpeaba la cara y le alborotaba los cabellos. Ponderaba sus proporciones, a la vez aterradoras y reconfortantes. El viento no tenía nada que ver con las personas, era impersonal, indiferenciado.
Ya llevaba allí una semana y empezaba a notar que estaba volviendo a la vida cuando un día sonó la alarma. Era casi medianoche y el viento gemía al girar junto a las aristas de piedra de las casas y, de repente, oyó gritos y unos golpes en la puerta.
A los pocos minutos Rob Bannerman estaba levantado y vestido con el impermeable de hule y las botas de agua, pese a que todavía no se había sacudido el sueño del todo. Monk, confuso y desorientado, se quedó en el rellano, ya que en un primer momento no se le ocurrió que podía tratarse de una urgencia. Hasta que vio el rostro de Beth cuando corrió a la ventana y, al seguirla, observó las linternas bailando en la oscuridad, y el fulgor de la luz reflejada en las figuras que corrían de un lado a otro, y los impermeables relucientes bajo la lluvia, no comprendió de qué se trataba. Como por instinto, rodeó con sus brazos a Beth y ella se acercó un poco más a él, aunque Monk notó la tensión del cuerpo de su hermana. Oyó que rezaba por lo bajo y que sus palabras estaban bañadas de lágrimas.
Rob ya había salido de casa. Se había ido sin decir palabra, sin titubear siquiera cuando su mano había rozado la de Beth al pasar junto a ella.
Era un naufragio, algún barco empujado por los vientos ululantes que había quedado embarrancado en los dedos extendidos de algún peñasco. Sólo Dios sabía cuántas almas estarían agarradas a los maderos desprendidos, con el agua arremolinada en torno a sus cuerpos.
Después del primer momento de pánico, Beth corrió escaleras arriba para vestirse y pidió a Monk que hiciera lo propio, ya que había que buscar mantas, preparar sopa caliente, avivar el fuego para infundir un poco de vida a los supervivientes… si era la voluntad de Dios que los hubiera.
La actividad se prolongó a lo largo de toda la noche, durante la cual los botes salvavidas no pararon de ir y venir desde la orilla al lugar del desastre, con los hombres atados unos a otros. Sacaron del mar a treinta y cinco personas, se habían perdido diez. Se trasladó a los supervivientes a las pocas casas del pueblo. La cocina de Beth estaba llena de personas lívidas que tiritaban de frío y tanto ella como Monk les ofrecieron sopa caliente y trataron de animarlas con todas las frases de consuelo que se les ocurrieron.
No se escatimó nada. Beth dio a manos llenas hasta el último bocado de comida que había en su casa, sin pararse un solo momento a pensar qué daría a su familia al día siguiente. También sacó y repartió generosamente toda la ropa seca que encontró en la casa.
Acurrucada en un rincón, una mujer estaba tan anonadada por la pérdida de su marido que no le quedaban ni ánimos para llorar. Beth se ocupó de ella dando muestras de una compasión que embellecía todos sus rasgos. En un momento de descanso, Monk vio que su hermana se inclinaba sobre la mujer y le cogía las manos entre las suyas como tratando de infundirle calor y le hablaba con la dulzura con que habría hablado a una niña.
Monk sintió, de pronto, el dolor de la soledad, se vio como un intruso cuya participación en aquella efusión de sufrimiento y piedad era resultado tan sólo del azar. Él no podía contribuir más que con su ayuda física; ni siquiera recordaba si había participado alguna vez en actos similares, si las personas de aquella casa eran familiares suyos o no. ¿Había arriesgado alguna vez su vida sin regateos ni desfallecimiento como veía hacer ahora a Rob Bannerman? Se sentía ávido de tomar parte activa en actos tan hermosos como aquéllos. ¿Había dado alguna vez muestras parecidas de valor, de generosidad? ¿Había algo en su pasado de lo que pudiera vanagloriarse, algo a lo que pudiera aferrarse?
No se lo podía preguntar a nadie…
Pasó el momento y la urgencia de la necesidad volvió a hacer mella en él. Se agachó para coger a un niño que temblaba de terror y de frío y lo envolvió con una gruesa manta, lo estrechó contra su cuerpo, lo mimó con palabras suaves que le repitió una y otra vez como habría hecho con un animal asustado.
Al amanecer ya había pasado todo. El mar seguía bullendo, revuelto y desapacible, pero Rob ya había vuelto, demasiado cansado para hablar y demasiado desconsolado con la pérdida de aquellos que el mar había arrebatado. Se limitó a quitarse las ropas mojadas en la cocina y se metió en cama.
Una semana más tarde Monk ya estaba físicamente recuperado por completo; lo único que lo perturbaba eran los sueños, vagas pesadillas de miedo, agudos dolores y la sensación de una violenta sacudida, de la pérdida del equilibrio y algo así como una impresión de ahogo. Se despertaba jadeando, con el corazón latiéndole con locura, empapado en sudor, la respiración afanosa, pero lo único que quedaba era miedo, nunca una hebra a partir de la cual pudiera devanar el ovillo del recuerdo. La necesidad de volver a Londres se hizo más acuciante. Había encontrado su distante pasado, sus inicios, pero el recuerdo era virgen y blanco, ya que Beth no podía contarle nada de su vida desde que él se marchara de casa cuando ella era poco más que una niña. Al parecer él no había contado nunca nada sobre su vida, a no ser trivialidades, informaciones como las que se pueden leer en periódicos y revistas y alguna cuestión relacionada con su salud o el interés que pudiera sentir por Beth. Aquélla era la primera vez que él la había visitado en ocho años, lo cual no fue precisamente motivo de orgullo para Monk. Al parecer era un hombre frío, obsesionado únicamente con sus ambiciones. ¿Era ésta la razón que lo había empujado a trabajar con tanto denuedo o es que, en realidad, era muy pobre? Quería pensar que podía haber una excusa pero, a juzgar por el dinero que tenía en su escritorio de Grafton Street, en los últimos tiempos no habían sido las finanzas.
Sondeó su cerebro en busca de alguna emoción, algún destello de memoria que pudiera revelarle qué clase de hombre era, qué cosas valoraba, qué buscaba en la vida. Pero nada acudía a su memoria, ninguna explicación capaz de satisfacerlo.
Se despidió de su hermana y de Rob, les dio torpemente las gracias por su hospitalidad lo que provocó en ellos no sólo sorpresa sino también desconcierto y, de rebote, la misma reacción en él. Pero lo dijo de corazón. Como eran unos desconocidos para él, tenía la impresión de que también lo habían acogido como a un desconocido y que no sólo lo habían aceptado sino que incluso le habían mostrado confianza. Estaban confundidos y Beth incluso se ruborizó y se sintió cohibida. Pero él no trató de explicarse porque carecía de las palabras precisas y tampoco quería que ellos supieran la verdad.
Londres le pareció enorme, una ciudad sucia e indiferente, cuando se apeó del tren en la estación de decoración recargada y sucia de humo. Se montó en un cabriolé para dirigirse a Grafton Street, anunció su regreso a la señora Worley, se fue escaleras arriba y se cambió la ropa, sucia y arrugada después del viaje. Salió en dirección a la comisaría que había nombrado Runcorn al hablar con el enfermero. Después de la experiencia que había vivido con Beth en Northumberland tenía la impresión de que había aumentado un poco su confianza. Aquélla sería otra incursión hacia lo desconocido, pero cada paso dado sin que se produjera ninguna sorpresa desagradable hacía disminuir sus aprensiones.
Después de apearse y pagar al cochero se quedó en la acera. La comisaría le resultó tan poco familiar como todo lo que había visto hasta aquel momento: no es que le resultara extraña, sino que en ella no había ni la más mínima sombra de cosa conocida. Abrió las puertas y entró, vio al sargento de guardia sentado ante el escritorio y se preguntó cuántos centenares de veces habría hecho exactamente lo que hacía en aquel momento.
– Buenas, señor Monk -dijo el hombre levantando la cabeza con ligera sorpresa y no sin satisfacción-. ¡Qué desagradable accidente! Se encuentra mejor, ¿verdad?
Había inquietud en su voz, preocupación. Monk lo miró. Tendría quizá cuarenta años, cara redonda, una leve indecisión en sus maneras, uno de esos hombres a los que se puede animar y amedrentar con la misma facilidad. Monk sintió una especie de vergüenza aunque no habría sabido explicarse la razón, como no fuera una cierta aprensión atisbada en los ojos del hombre, como si esperara que Monk fuera a decir algo a lo que él no habría podido contestar con el debido aplomo. Era un subordinado, no era rápido de palabras y lo sabía.
– Sí, estoy mejor, gracias.
Monk no podía recordar cómo se llamaba aquel hombre y por esto no podía dirigirse a él de modo más personal. Se despreciaba: ¿qué hombre pone a otro en una situación apurada sabiendo que no puede devolverle la pelota? ¿Por qué? ¿Habría detrás alguna larga historia de incompetencia o de engaño que pudiera explicar la situación?
– Seguramente querrá ver al señor Runcorn, ¿no es eso, señor?
Parecía como si el sargento no advirtiera cambio alguno en Monk y que tuviera en prisa perderlo de vista.
– Si está aquí, sí… por favor.
El sargento se hizo a un lado para dejar pasar a Monk por el mostrador.
Pero Monk no se movió, consciente de lo ridículo de su situación. No tenía idea del camino que debía seguir. Como se dirigiera hacia el lado opuesto despertaría sospechas. Tenía la vaga sensación de que le tendrían pocas contemplaciones, le parecía que no gozaba de demasiadas simpatías.
– ¿Se encuentra bien, señor? -le preguntó ansiosamente el sargento.
– Sí… estoy bien. El señor Runcorn, ¿sigue al final de las escaleras? -dijo echando una mirada a su alrededor y aventurándose a correr el riesgo de equivocarse.
– Sí, señor, donde ha estado siempre.
– Gracias.
Se apresuró a subir, con la sensación de que tenía un aire idiota.
Runcorn ocupaba la primera habitación del pasillo. Monk dio unos golpes en la puerta y entró. Dentro estaba oscuro, lleno de papeles desordenados y con varios armarios y cestas para expedientes, aunque en la habitación reinaba una sensación de comodidad a pesar de la desnudez propia de estos lugares. Desde las paredes siseaban levemente varias lámparas de gas.
Runcorn en persona estaba sentado detrás de un gran escritorio y mordisqueaba un lápiz.
– ¡Ah! -dijo con aire satisfecho al ver entrar a Monk-. ¿Preparado para trabajar? Ya empezaba a ser hora. No hay nada como el trabajo. Lo mejor para un hombre es trabajar. Siéntese, siéntese, mejor que se siente. Se piensa mejor estando sentado.
Monk obedeció con los músculos tensos. Notaba que su respiración era tan ruidosa que se podría oír incluso por encima del siseo del gas.
– ¡Bien, bien! -prosiguió Runcorn-. Hay una gran cantidad de casos, como siempre. Yo diría que en ciertos barrios de esta ciudad hay más robos que compras y ventas legales. -Apartó un montón de papeles y colocó la pluma en su soporte-. Y lo de Swell Mob va de mal en peor. Todos esos enormes miriñaques… Están hechos especialmente para robar mejor, con todas esas enaguas bajo las que nadie puede detectar ningún bulto… aunque no es eso lo que le tengo preparado -dijo con una sonrisa melancólica.
Monk se quedó a la espera.
– Un espantoso asesinato. -Se recostó en el asiento y miró directamente a Monk-. De momento, no hemos conseguido nada, aunque bien sabe Dios que no hemos regateado esfuerzos. Encargué del caso a Lamb, pero el pobre chico está enfermo y postrado en cama. Lo pongo en manos de usted y veremos cómo se desenvuelve y si puede conseguir algún resultado.
– ¿Quién es el muerto? -le preguntó Monk-. ¿Cuándo ocurrió el asesinato?
– Se trata de un sujeto llamado Joscelin Grey, hermano menor de lord Shelburne, o sea que sería importante sacar algo en limpio. -Sus ojos no se apartaban del rostro de Monk-. ¿Que cuándo ocurrió? Bueno, esto es lo peor de todo. El hecho ocurrió hace bastante tiempo y de momento no hemos conseguido ningún resultado. Hará casi seis semanas… más o menos cuando usted tuvo el accidente. De hecho, ahora que lo pienso, fue exactamente entonces.
»Era una noche espantosa, muchos rayos y truenos y llovía a mares. Con seguridad, algún desalmado siguió al hombre hasta su casa y lo dejó hecho unos zorros… golpeó al pobre desgraciado hasta dejarlo como una piltrafa. Como no podía ser de otro modo, los periódicos levantaron la voz y reclamaron que se hiciera justicia, que adonde va el mundo, que si la actuación de la policía, en fin, lo de siempre. Por supuesto que pondremos a su disposición todo lo que recogió el pobre Lamb, así como a su colaborador, un tal Evan, John Evan. Estuvo trabajando con Lamb hasta que éste cayó enfermo. ¡A ver si consigue averiguar alguna cosa, encontrar algo!
– Sí, señor -dijo Monk poniéndose en pie-. ¿Dónde está el señor Evan?
– Estará por ahí. Hay muy pocas pistas. Empiecen a trabajar mañana por la mañana temprano. Ahora es demasiado tarde, o sea que mejor que vaya a su casa y descanse. La última noche de libertad, ¿eh? Aprovéchela y mañana póngase a trabajar de firme.
– Sí, señor -dijo Monk como excusándose antes de salir.
Fuera ya casi había oscurecido y el viento estaba impregnado del olor de las lluvias que se avecinaban. Pero Monk sabía adonde iba y sabía también qué haría mañana. Sabía que lo haría a conciencia… y con un decidido propósito.