8

Entre las amistades de Joscelin Grey, la que más información les proporcionó a Monk y a Evan fue una de las últimas personas a las que interrogaron. Su nombre no figuraba en la lista de lady Fabia, sino que lo encontraron en algunas de las cartas que había en el piso del finado. Habían pasado más de una semana en las proximidades de Shelburne, haciendo preguntas discretas acerca de un supuesto ladrón de joyas especializado en casas de campo. Todo lo cual les había permitido enterarse de algunas cosas relacionadas con la vida que llevaba Joscelin Grey, por lo menos durante las temporadas que pasaba fuera de Londres. Monk, por su parte, había pasado por la enervante e irritante experiencia de tropezarse un día en el parque de Shelburne con la mujer que había visto en compañía de la señora Latterly en la iglesia de St. Marylebone. Quizá no habría debido sorprenderse -después de todo, el mundo es un pañuelo-, pero el hecho es que el encuentro lo dejó anonadado. Había revivido todo el episodio de la iglesia y había sentido de nuevo la intensa emoción de aquel momento en el parque azotado por la lluvia y el viento, poblado de enormes árboles y con Shelburne House recortándose a distancia.

No había motivo para que ella no pudiera visitar a la familia, como descubriría más tarde. Se trataba de una tal señorita Hester Latterly, que había sido enfermera en Crimea y era amiga de lady Callandra Daviot. Según ella misma le había dicho, había conocido fugazmente a Joscelin Grey cuando cayó herido en el frente. Era, pues, la cosa más natural del mundo que, de regreso a su casa, fuera a dar el pésame personalmente a sus parientes. También encajaba con su manera de ser que se mostrara brusca con un policía.

Y para demostrarle que donde las dan las toman, él también había sido brusco con ella… y además le había encantado tener la oportunidad de hacerlo. El lance seguramente no habría tenido mayores consecuencias de no haber sido porque estaba emparentada con la señora que había conocido en la iglesia y cuyo rostro lo tenía obsesionado.

¿Qué habían averiguado? Pues que Joscelin Grey caía bien a la gente pero también despertaba envidias debido a su trato desenvuelto, a su sonrisa fácil, a su facilidad para hacer reír a la gente y, quizá más que ninguna otra cosa, porque su sentido del humor solía poseer ciertos resabios de causticidad mal disimulada. Lo que había sorprendido a Monk era que despertase la compasión, o por lo menos la comprensión de los demás por el hecho de ser el menor de los hermanos. De las dos carreras que habitualmente seguían los hijos menores, la iglesia y el ejército, la primera no le atraía y la segunda le estaba vedada debido a la herida que había sufrido al servicio de su patria. La heredera a la que había cortejado se había casado con su hermano mayor y de momento todavía no había encontrado a otra mujer que pudiera sustituirla o por lo menos a otra cuya familia pudiera considerarlo un candidato aceptable. Después de todo, había quedado excluido del ejército a causa de su herida, y no poseía una formación capaz de proporcionarle buenas rentas ni tampoco abrigar esperanzas de tipo financiero.

Evan había sido rápidamente aleccionado en lo tocante a las maneras y la moralidad de quienes poseían rentas superiores a la suya, y dicho conocimiento le había divertido y desilusionado a la vez. Sentado en el tren, dejaba vagar la mirada más allá de la ventana, mientras Monk lo observaba con una expresión de comprensión en la que no estaba ausente el humor. Sabía lo que sentía, aunque no recordaba haber experimentado nunca aquella sensación. ¿Tal vez porque él no había sido nunca tan joven como Evan? No le gustaba pensar que siempre había sido cínico y que no había poseído nunca una inocencia como aquélla, ni siquiera cuando era niño.

El descubrimiento gradual de sí mismo, como si fuera un desconocido, lo estaba poniendo más nervioso de lo que había imaginado al principio. A veces se despertaba en plena noche con miedo a saber, presa de injustificadas vergüenzas y de misteriosas contrariedades. Lo deforme de sus dudas era peor que la certidumbre, incluso que la certidumbre de su arrogancia, de su indiferencia o de saber que había pisoteado la justicia por razones de ambición.

Pero cuanto más tiraba del hilo, cuanto más se debatía, más empecinadamente se resistía. Todo iría llegando pasito a paso, sin cohesión, a migajas. ¿Dónde había aprendido aquella dicción suya tan cuidada y precisa? ¿Quién le había enseñado a moverse y a vestirse como un señor, aquella desenvoltura en sus maneras? ¿Se habría limitado a remedar durante años y años a sus superiores? Había algo muy vago que se agitaba en sus pensamientos, más una sensación que una idea. Había existido alguien a quien admiraba, alguien que le había dedicado tiempo y desvelos, un mentor -pero no tenía voz, sólo conservaba la impresión de haber trabajado y practicado- y un ideal.

Los que le habían proporcionado más datos sobre Joscelin Grey eran los Dawlish. Vivían en Primrose Hill, no lejos del parque zoológico, y Monk fue a visitarlos en compañía de Evan un día después de haber regresado de Shelburne. Los recibió un mayordomo demasiado avezado como para mostrar sorpresa, incluso ante la aparición de unos policías en la puerta de entrada. La señora Dawlish los recibió en uno de los salones. Era una mujer pequeña y de rasgos suaves, con ojos de un desvaído color avellana y cabello castaño rebelde a la sujeción de las horquillas.

– ¿El señor Monk? -repitió su nombre, que evidentemente no le dijo nada en absoluto. Monk hizo una ligera inclinación.

– Sí, señora. Y el señor Evan. Si usted lo permite, el señor Evan hablará con los criados para ver si pueden sernos de ayuda.

– No me parece probable, señor Monk -era evidente que la idea le parecía por completo fútil-, pero si el señor Evan no les impide cumplir con sus deberes, por mí puede hacerlo.

– Gracias, señora -dijo Evan retirándose con presteza y dejando a Monk de pie en el salón.

– ¿Se trata del pobre Joscelin Grey? -La señora Dawlish estaba confundida y un poco nerviosa, pero a lo que se veía no era reacia a prestar ayuda-. ¿Qué quiere que le diga? Fue una tragedia terrible. No hacía mucho tiempo que lo conocíamos, ¿sabe usted?

– ¿Cuánto tiempo, señora Dawlish?

– Haría unas cinco semanas cuando… murió.

– La dama se sentó y a Monk le complació poder imitarla-. Creo que no hacía más tiempo.

– Sin embargo, ustedes lo invitaron a su casa. ¿Suelen hacerlo a pesar de que haga tan poco tiempo que conocen a alguien?

La señora negó con la cabeza y se le soltó otro mechón del pelo, incidente que la dejó por completo indiferente.

– No, casi nunca, pero se trataba del hermano de Menard Grey… -Su rostro reflejó un sentimiento de repentina contrariedad, como si algo la hubiera traicionado inexplicablemente y sin previo aviso, hiriéndola allí donde creía estar más protegida-. Además, Joscelin era tan encantador, tan natural… -prosiguió-. Él también conocía a Edward, mi hijo mayor, que murió en Inkermann.

– Lo siento mucho.

El rostro de la mujer se tensó y por un momento él temió que no conseguiría dominarse. Monk habló para cubrir el silencio y la emoción que la embargaba.

– Ha dicho «también». ¿Menard también conocía a su hijo?

– ¡Oh, sí! -dijo bajando la voz-. Eran íntimos amigos… desde hacía años -sus ojos se llenaron de lágrimas-, iban a la escuela juntos.

– Así que usted invitó a Joscelin Grey a que se quedara en casa de ustedes. -Monk no esperó respuesta porque vio que la mujer era incapaz de hablar-. Lo encuentro muy natural.

De pronto se le ocurrió una idea completamente nueva que irrumpió en sus pensamientos en forma de repentina y violenta esperanza. Tal vez el asesinato no tenía nada que ver con un escándalo de tipo corriente, sino que era una secuela de la guerra, algo que había ocurrido en el campo de batalla. Era muy posible. Tenía que haberlo pensado antes… todos habrían debido pensarlo antes.

– Sí -dijo ella en voz muy baja, volviendo a dominarse-, como había conocido a Edward durante la guerra, teníamos interés en hablar con él y escuchar lo que pudiera decirnos. Ya se lo puede imaginar. Aquí en casa apenas sabemos qué sucedió realmente. -Hizo una profunda inspiración-. No estoy muy segura de que esto sirva de gran ayuda, en cierto modo todavía lo hace más difícil de sobrellevar, pero nosotros así nos sentíamos… menos ajenos. Sé que Edward ha muerto y que ya no puede hacerse nada por él. Quizá no sea razonable pero, aunque duela, me siento más cerca de él.

Miró a Monk con una curiosa necesidad de sentirse comprendida. Tal vez ya hubiera explicado todo aquello con idénticas palabras a otras personas que habían tratado de disuadirla, sin darse cuenta de que en su caso, el distanciarla de los sufrimientos que había padecido su hijo no era tenerle una atención, sino aumentar su sensación de pérdida.

– Por supuesto -asintió Monk en voz baja. Pensó que, aunque su propia situación era absolutamente diferente, siempre sería mejor saber lo que fuera que padecer aquella incertidumbre-. La imaginación convoca tantas posibilidades que es como si uno las padeciese todas hasta que tiene la certidumbre de una sola.

La mujer lo miró con ojos llenos de sorpresa.

– Usted me comprende. Muchos amigos han querido convencerme de que debo resignarme, pero sigue envenenándome los pensamientos, es una duda espantosa. A veces leo los periódicos -dijo ruborizándose-, pero lo hago cuando mi marido no está en casa. No sé si les puedo prestar crédito. -Suspiró y retorció el pañuelo que tenía en el regazo, apretándolo entre los dedos-. Dicen que a veces suavizan los hechos para que no nos desesperemos demasiado o no nos mostremos críticos con los que están al mando. Y a veces no se ponen de acuerdo unos con otros.

– No lo dudo.

Sintió que dentro de él crecía una cólera irracional ante la confusión de aquella mujer y de toda aquella multitud silenciosa que, como ella, lloraba por sus muertos y se quedaba sin saber la verdad porque, según afirmaban los que mandaban, era demasiado dura. Tal vez fuera así, quizás algunos no habrían podido soportarla, pero no se les había consultado, se les había dicho aquello y nada más, igual que se había ordenado a sus hijos que fueran a la guerra. ¿Por qué razón? No tenía ni la más mínima idea. Durante las últimas semanas había leído muchos periódicos, había querido enterarse, pero sólo había conseguido hacerse una idea muy vaga: la causa de aquella guerra tenía que ver con el imperio turco y el equilibrio del poder.

– Joscelin solía hablarnos con tanta… prudencia… -prosiguió ella con voz queda, sin apartar los ojos de Monk-. Nos habló mucho de sus sentimientos, seguramente los mismos que Edward. Yo no podía imaginar de ningún modo que aquello hubiera sido tan espantoso. Nosotros, aquí en Inglaterra, no sabíamos nada… -Escrutó el rostro de Monk llena de ansiedad-. Aquello no tuvo nada de glorioso… se lo aseguro. ¡Tantos muertos!… Y no porque los matara el enemigo, sino el frío y la enfermedad. Nos habló del hospital de Shkodér. Estuvo internado en aquel hospital porque le hirieron en la pierna. Por lo visto sufrió muchísimo. Nos dijo que, durante el invierno, vio morir a hombres por congelación. Yo no sabía que en Crimea hiciera tanto frío, quizá porque está hacia el este y yo siempre me había figurado que en el este hacía calor. Nos contó que en verano sí hacía calor y que el clima era muy seco. En invierno, además, llovía mucho, lluvias y nieves interminables y un viento que cortaba la piel. Y por si no bastara, las enfermedades. -Había mucha aflicción en su rostro-. Doy gracias a Dios de que, ya que Edward tenía que morir, por lo menos su muerte fuera rápida: lo abatió una bala o una espada, no el cólera. Sí, Joscelin fue un gran consuelo para mí, aunque lloré con él como no había llorado nunca, y no sólo por Edward sino por todos los demás soldados y también por las mujeres como yo, que habían perdido hijos o maridos. ¿Me comprende, señor Monk?

– Sí -se apresuró a responder-. Sí, la comprendo. Por esto siento tanto tener que afligirla aún más hablándole ahora de la muerte del comandante Grey. Pero tenemos que averiguar quién lo mató.

La mujer se estremeció.

– ¿Cómo se puede ser tan miserable? ¿Qué maldad tiene que haber en el corazón de un hombre para ensañarse con otro y matarlo a golpes? Censuro las peleas, pero las entiendo, pero eso de golpear a un hombre, de mutilarlo después de muerto… Los periódicos dijeron que fue terrible. Por descontado que mi marido no sabe que los leí, pero ya que había conocido personalmente al pobre, tenía que leerlos por fuerza. ¿Usted entiende este asesinato, señor Monk?

– No, no lo entiendo. En todos los delitos que he investigado no hay ninguno como éste. -No sabía si era verdad, pero tenía esta impresión-. Debían de odiarlo con una pasión muy difícil de imaginar.

– Yo por lo menos no me la puedo imaginar… una violencia tan grande… -dijo cerrando los ojos y negando repetidamente con la cabeza-, un deseo tan grande de destrucción… de desfigurar a una persona. ¡Pobre Joscelin, pensar que fue la víctima de semejante… monstruo! Me aterrorizaría pensar que pudiera haber alguien que me odiase hasta este punto, aunque estuviera absolutamente segura de que no iba a tocarme nunca y supiera a ciencia cierta que su odio era injustificado. Me pregunto si el pobre Joscelin sabía algo…

Era una idea que a Monk no se le había ocurrido. ¿Sabía Joscelin Grey que su asesino lo odiaba? O, si lo sabía, ¿se consideró impotente para actuar?

– No debía de tenerle miedo -dijo Monk en voz alta-, de otro modo no le habría permitido entrar en su casa encontrándose solo en ella.

– ¡Pobre chico! -Involuntariamente encorvó la espalda como si tuviera frío-. Es aterrador pensar que alguien con tanta locura en el fondo de su corazón pueda andar suelto por ahí y que por su aspecto sea como yo o como usted. Me pregunto si habrá alguien que me deteste tan profundamente sin que yo lo sepa. Jamás me había detenido a pensarlo, pero ahora no puedo evitarlo. Ya nunca podré volver a mirar a la gente como hasta ahora. ¿Es frecuente que las personas mueran a manos de amigos suyos?

– Sí, señora, lamento decirle que sí. Y lo más frecuente es que los asesinos pertenezcan a la familia.

– ¡Qué cosa tan espantosa! -Hablaba en voz muy baja, con los ojos fijos en un punto situado detrás de él-. ¡Y qué trágica, además!

– Sí, así es. -No quería darle la impresión de que era insensible ni tampoco indiferente al horror que ella sentía, pero tenía que continuar con el asunto que lo había llevado hasta allí-. ¿Oyó al coman dante Grey hacer algún comentario sobre amenazas o sobre alguien que pudiera temer algo de él?

La mujer levantó los ojos para mirarlo y frunció el ceño mientras otro mechón de cabellos se soltaba de las inútiles horquillas que los sujetaban.

– ¿Alguien que tuviera miedo de él? ¡Pero si fue a él a quien mataron!

– Las personas son como los demás animales-replicó Monk-. A menudo matan cuando tienen miedo.

– Tal vez sí. No se me había ocurrido nunca. -Movió la cabeza, todavía confundida-. Joscelin era la persona más inofensiva de este mundo, nunca le oí decir nada contra nadie. Claro que tenía un humor un poco hiriente, pero no creo que nadie mate por una broma, aunque sea un tanto maliciosa o de no muy buen gusto.

– Aun así-insistió Monk-, ¿contra quién solía dirigir ese tipo de comentarios?

La mujer vaciló, no ya sólo por el esfuerzo que le exigía recordar, sino también porque parecía que hacerlo le desagradaba.

Monk esperó.

– La mayoría de las veces iban dirigidos contra su familia -dijo lentamente- o por lo menos eso me pareció… y no sólo a mí sino también a otras personas. Sus comentarios acerca de Menard no siempre eran amables, aunque sobre esto podría informarle mejor mi marido que yo… A mí Menard siempre me ha gustado, pero yo creo que es porque él y Edward eran muy amigos. Edward lo quería muchísimo, compartían muchísimas cosas… -Parpadeó y su dulce semblante se enfurruñó un poco-. Pero si es que Joscelin solía hablar mal incluso de sí mismo, lo que ya cuesta más de entender.

– ¿Hablaba mal de él? -Monk pareció sorprendido-. Lógicamente, he ido a entrevistarme con su familia, y no encuentro raro un cierto resentimiento por su parte. Pero ¿qué decía contra sí mismo?

– Pues que él no tenía nada suyo porque era el tercero. Y después de la herida que había sufrido cojeaba, ¿sabe usted?, y por esto ya no podía hacer carrera en el ejército. Parecía que se sentía como… rebajado, como si considerase que la gente no lo tenía demasiado en cuenta. Lo cual era absolutamente falso, por supuesto, porque Joscelin era un héroe y gozaba de las simpatías de todo tipo de gente.

– Ya comprendo.

Monk ahora pensó en Rosamond Shelburne, obligada por su madre a casarse con el hijo que ostentaba el título familiar y que tenía más perspectivas de futuro. ¿Joscelin la amaba o aquel matrimonio había sido para él más un insulto que una herida, un recordatorio de que su puesto estaba en el tercer lugar? Si le importaba Rosamond, seguramente se sintió humillado viendo que ella no tenía el valor de seguir los impulsos de su corazón y casarse con el hombre que amaba. ¿O era que para Rosamond contaba más la posición social y se sirvió de Joscelin para llegar a Lovel? En ese caso la humillación habría sido de otra índole, habría generado un sentimiento de amargura que habría persistido.

Quizá no llegaría a saber nunca la verdad con respecto a todas aquellas cosas.

Cambió de tema.

– ¿Habló alguna vez de asuntos financieros? Aparte del dinero que le mandaba la familia, seguramente tenía otras fuentes de ingresos.

– ¡Oh, sí! -admitió ella-. Habló de esto con mi marido y él me lo comentó, aunque sin entrar en detalles.

– ¿De qué se trataba, señora Dawlish?

– Creo que de una inversión de cierta envergadura en una empresa que comerciaba con Egipto. -El recuerdo brilló un momento en sus ojos, revivió el entusiasmo y las esperanzas de aquel instante.

– ¿Acaso el señor Dawlish participó en esta inversión?

– Consideró la posibilidad y habló de ella en términos muy favorables.

– Ya comprendo. ¿No podría hacerles otra visita en otro momento, cuando el señor Dawlish esté en casa y pueda darme más detalles acerca de esta empresa?

– ¡Oh, vaya! -Había desaparecido de ella aquel aire de naturalidad-. Me parece que no me he expresado de forma adecuada. La empresa no está formada y, por lo que oí decir, se trataba simplemente de un proyecto que Joscelin quería emprender.

Monk se quedó pensativo unos momentos. Si Grey estaba pensando en constituir una empresa y trataba quizá de convencer a Dawlish de que invirtiera dinero en ella, ¿con qué ingresos contaba él en aquel entonces?

– Gracias -dijo levantándose lentamente-. Ya comprendo. De todos modos, me gustaría hablar con el señor Dawlish porque supongo que podrá darme algunos informes acerca de las finanzas del señor Grey. Si consideraba la posibilidad de hacer negocios con él, lo más natural es que hiciese algunas averiguaciones.

– Sí, sí, claro. -Se ahuecó los cabellos con extrema ineficacia-. Quizás esté en casa alrededor de las seis.

Del interrogatorio a que sometió Evan a la media docena aproximada de sirvientes de la casa, lo único que sacó en limpio fue un cuadro doméstico absolutamente normal: una casa muy bien administrada por una mujer tranquila pero triste, atormentada por una pena que sobrellevaba con toda la entereza de que era capaz, cosa que todos le reconocían y que cada uno compartía con ella en cierta medida. El mayordomo tenía un sobrino que había sido soldado de infantería y que había regresado de la guerra convertido en un tullido. Evan pensó de pronto en las muchísimas pérdidas que tantas personas habrían debido de sufrir sin contar con la notoriedad ni la comprensión anejas a la familia de Joscelin Grey.

La doncella, que tenía dieciséis años, había perdido a un hermano mayor en Inkermann. Todos se acordaban del comandante Grey, de lo simpático que era y de que a la señorita Amanda le había caído muy bien. Todos esperaban con ansia su visita cuando quedaron horrorizados al enterarse de que había sido horriblemente asesinado en su propia casa. A Evan le dejó muy confundido aquel doble rasero de que todos hacían gala: les escandalizaba que un caballero como Grey hubiera sido asesinado de aquella manera, pero en cambio consideraban las pérdidas que ellos mismos habían sufrido en propia carne como desgracias que debían sobrellevar con tranquila dignidad.

Salió de la casa admirado del estoicismo de aquella gente, pero indignado de que aceptasen sin rechistar aquella diferencia. Después, justo al atravesar la puerta forrada de paño verde que daba al vestíbulo principal, se le ocurrió la idea de que quizás aquélla era la única forma de poder soportar la propia desgracia. Cualquier otra actitud habría sido destructiva y, a fin de cuentas, pura futilidad.

Por lo demás, se había enterado de pocas cosas más sobre Joscelin Grey que no hubiera deducido ya de las otras visitas.


Dawlish era un hombre corpulento, vestido con ropas caras y con un semblante en el que destacaba la amplia frente y sus ojos oscuros e inteligentes. De todos modos, en aquel momento se sentía contrariado ante la perspectiva de tener que hablar con la policía y su disgusto era bien evidente. No había motivos para pensar que la razón estaba en el hecho de no tener la conciencia tranquila, pero siempre resulta socialmente inconveniente que la policía venga a verte a casa, por la razón que sea, y, a juzgar por lo nuevo de los muebles y lo convencional de las fotografías de familia -la señora Dawlish sentada en una postura parecida a la que solía adoptar la reina-, se podía deducir que el señor Dawlish era un hombre ambicioso.

La conversación puso de manifiesto que, por sorprendente que pudiera parecer, sabía muy poco acerca del negocio en el que se había casi comprometido a participar. Su compromiso era de tipo personal, y lo vinculaba únicamente a Joscelin Grey, por quien estaba dispuesto a aportar a la empresa fondos y su buen nombre.

– Un chico muy simpático -comentó volviéndose a medias hacia Monk mientras seguía de pie junto a la chimenea-. Es duro eso de pertenecer a una familia, formar parte de ella y todas estas cosas y ver que de pronto el hermano mayor se casa y te conviertes en un don nadie. -Movió la cabeza con aire compungido-. Y más duro aún si tienes que abrirte camino y no te sientes inclinado a la vida eclesiástica y te quedas fuera del ejército por una invalidez. El único recurso que te queda es hacer una boda decente. -Miró a Monk como para comprobar si lo había entendido-. No comprendo por qué no se le ocurrió esa salida, porque era un joven de muy buen ver y gustaba a las mujeres. Poseía encanto, hablaba bien y todas estas cosas. Amanda lo ponía por las nubes. -Soltó una tosecilla-. Amanda es mi hija, ¿sabe usted? La pobre se llevó un gran disgusto cuando se enteró de su muerte. ¡Una cosa horrible! ¡Aterradora, vamos! -Bajó los ojos y los fijó en los rescoldos y una súbita tristeza le inundó los ojos y suavizó las arrugas que le circundaban los labios-. Joscelin era un hombre decente. Podía haber muerto en Crimea, morir por su patria, en fin, estas cosas. ¡Pero no esto! Amanda, la pobre, perdió a su primer novio en Sebastopol y, como usted ya sabe, también a su hermano en Balaclava. Después conoció a Grey. -Tragó saliva con dificultad y levantó los ojos para mirar a Monk, como reprimiendo la emoción-'-. Lo curioso del caso es que los dos habían hablado la noche anterior a la batalla. A uno le gusta pensar estas cosas, que has conocido a alguien que estuvo con Edward la noche antes de que lo matasen. Para nosotros fue…-Volvió a toser y se vio obligado a desviar la vista porque ya le estaban asomando las lágrimas a los ojos-. Fue un consuelo para nosotros, para mi esposa y para mí. Para ella ha sido muy duro, pobre mujer; era su único hijo, ¿sabe? Tiene cinco hijas. ¡Y ahora esto…!

– Tengo entendido que Menard Grey también era un gran amigo de su hijo -dijo Monk, más para llenar el silencio que porque realmente le importase saberlo.

Dawlish miró fijamente las brasas.

– Prefiero no hablar de esto -replicó pronunciando las palabras con dificultad y con la voz ronca-. Yo lo tenía en mucha estima… pero llevaba a Edward por mal camino… de eso no hay duda alguna. Joscelin se encargó de pagarle las deudas… para que no muriese con deshonor. Tragó saliva convulsivamente. -Le tomamos mucho cariño a Joscelin, aunque pasó muy pocos fines de semana con nosotros. -Descolgó el atizador y hurgó con energía entre las brasas-. ¡Ojalá cacen al loco que lo mató!

– Haremos lo posible, señor. -Monk habría querido decir algo más para expresar toda la pena que sentía ante una pérdida como aquélla.

Hombres y caballos habían muerto por millares, por congelación o por hambre o porque los habían matado o porque la enfermedad sufrida en las inhóspitas colinas de un país que no conocían ni amaban había acabado con ellos. Si alguna vez había llegado a saber el propósito de la guerra de Crimea, lo había olvidado. No se la podía considerar una guerra de defensa. Crimea estaba situada a mil millas de Inglaterra. De hacer caso a lo que decían los periódicos, uno hubiese debido creer que los motivos tenían que ver con las ramificaciones políticas de Turquía y la desintegración del imperio. Pero costaba creer que aquello por sí solo justificara las terribles y lamentables muertes de tantos hombres y el dolor que habían dejado tras ellos.

Dawlish lo miraba fijamente, esperando que dijera algo, aunque fuera una trivialidad.

– Lamento mucho que su hijo tuviera que morir de esta manera. -Monk tendió la mano automáticamente-. ¡Y tan joven, además! Pero por lo menos tuvo el consuelo de saber a través de Joscelin Grey que había muerto con valentía y dignidad y que sus padecimientos fueron breves.

Dawlish le estrechó la mano sin pararse a reflexionar.

– Gracias. -Su rostro se había ruborizado levemente y era evidente que estaba emocionado.

Sólo más tarde, cuando Monk se había ido ya, se dio cuenta de que había estrechado la mano de un policía con la misma franqueza que si hubiera sido la de un caballero.


Aquella noche, por vez primera, Monk pensó en Grey como persona. Estaba sentado en su tranquila habitación y lo único que oía eran los débiles y distantes sonidos que llegaban de la calle. Con las pequeñas amabilidades que había tenido con los Dawlish, con aquel acto suyo de pagar las deudas de un muerto, Grey había adquirido una consistencia muy superior a la que le confería el dolor de su madre o los amables pero insustanciales recuerdos de sus vecinos. Había pasado a convertirse en un hombre con un pasado en el que había algo más que resentimiento por su talento infravalorado, mientras que su hermano mayor recibía una recompensa inmerecida por un talento muy inferior. Aquel hombre era algo más que el pretendiente rechazado de una jovencita un poco casquivana que había optado por las comodidades de la vida obedeciendo consejos de terceros, en lugar de luchar por superar ciertas dificultades que le planteaba el seguir el dictado de sus sentimientos. ¿O quizá los sentimientos de Rosamond no eran tan fuertes como para animarla a luchar por ellos?

Shelburne era una casa llena de comodidades, en lo material no carecía de nada; en ella no era necesario trabajar. En el plano de lo moral, no había decisiones que tomar. Si sucedía algo desagradable, se apartaba la vista y uno se ahorraba verlo. Si uno se tropezaba en la calle con mendigos, tullidos o enfermos, bastaba con cruzar la acera y se había acabado el problema. Buscar soluciones a los problemas sociales era un asunto que competía al gobierno; en cuanto a los morales, era cosa de la iglesia.

Era cierto que la sociedad imponía su propio y restrictivo código de conducta, que se extendía al gusto, a las amistades y a las formas de entretenimiento apropiadas. Pero para quienes habían sido educados desde niños en la observancia de dicho código, someterse a él requería un esfuerzo insignificante.

No era de extrañar que a Joscelin Grey llegase a fastidiarle sobremanera el sometimiento a tal código, y que llegara incluso a menospreciarlo después de haber visto cuerpos congelados en las montañas de Sebastopol, la carnicería de Balaclava y toda la inmundicia, las enfermedades y la agonía de Shkodér.

De la calle llegaban el repiqueteo de un coche sobre el empedrado, los gritos de alguien y unas ruidosas risotadas.

De pronto a Monk le invadió aquella misma incomodidad, impersonal casi, que debió de experimentar Grey a su regreso a Inglaterra y al seno de una familia que le era extraña a causa de la mezquindad y artificialidad del mundo al que estaba circunscrita, alimentada por los placebos patrióticos que los periódicos difundían en lugar de las verdaderas noticias, y que no sentía el menor deseo de indagar qué se ocultaba detrás de ellos porque no quería descubrir verdades desagradables.

Monk había experimentado esa misma sensación al visitar las barracas de los bajos fondos, destartaladas e infernales viviendas en las que proliferaban todo tipo de sabandijas y de enfermedades, a veces a sólo diez metros de distancia de calles bien iluminadas por las que circulaban caballeros en sus carruajes, que se movían entre suntuosas mansiones. Había visto a quince o a veinte personas amontonadas en una misma habitación, sexos y edades mezclados y revueltos, sin nada con que calentarse y desprovistas de toda medida sanitaria. Había visto prostitutas de ocho y diez años, con ojos cansados y viejos como el pecado, cuerpos flagelados por las enfermedades venéreas, cadáveres de niños de cinco años y más pequeños aún, muertos por congelación en la cuneta porque no habían encontrado cobijo donde pasar la noche. ¿Era raro que robasen o que vendiesen por unos peniques lo único que tenían, su propio cuerpo?

¿Cómo era posible que recordase aquello y no se acordase, en cambio, de la cara de su padre, que no era más que uno de los muchos vacíos de su memoria? Mucho tenían que haberle impresionado aquellas imágenes para dejar una cicatriz tan indeleble. ¿Sería aquello, por lo menos en parte, el centelleo que guiaba su ambición, el fulgor que orientaba su incansable deseo de perfeccionarse, de imitar al mentor cuyos rasgos no recordaba y cuyo nombre y situación se le escapaban? Ojalá que fuera eso porque, de ser así, se veía a sí mismo como un hombre más tolerable, un hombre que ya podía empezar a aceptar.

¿Habría sentido Joscelin Grey alguna preocupación por todo aquello?

Monk así quería creerlo, para poder vengarlo. No podía ser uno más de los muchos misterios que quedaban sin resolver, un hombre recordado por su muerte más que por su vida.

Tenía que reabrir el caso Latterly. No podía volver a enfrentarse con la señora Latterly sin contar por lo menos con un apunte de la respuesta que le había prometido, por triste que fuera la verdad. Y quería volver a visitarla. Y ahora que se paraba a pensarlo, se dio cuenta de que siempre había deseado volver a su casa, hablar con ella, ver su cara, escuchar su voz, observar cómo se movía, atraer su atención, aunque fuera por breve tiempo.


De nada habría servido volver a revisar sus expedientes, ya lo había hecho casi página por página. En lugar de ello, fue a ver directamente a Runcorn.

– Buenos días, Monk. -Runcorn no estaba sentado ante su mesa sino de pie junto a la ventana, y parecía contento; su rostro normalmente cetrino tenía mejor color, como si acabara de dar un paseo bajo el sol, y le brillaban los ojos-. ¿Qué tal el caso Grey? ¿Todavía no podemos pasarles ninguna información a los periódicos? No paran de atosigarnos, se lo advierto. -Inspiró por la nariz y se hurgó en el bolsillo del que sacó un puro-. No tardarán en ponernos en la picota, pedirán dimisiones… en fin, lo de siempre.

Monk se dio cuenta por su actitud de que aquello lo colmaba de satisfacción. Todo se lo demostraba: su postura, los hombros erguidos, la barbilla levantada, el brillo de sus zapatos que reflejaban la luz.

– Sí, señor, lo imagino perfectamente -dijo Monk dándole la razón-, pero, como dijo usted mismo hará una semana, se trata de una de esas investigaciones abocadas a desenterrar cosas posiblemente muy desagradables. Sería temerario hacer afirmaciones carentes de respaldo.

– ¿Se ha enterado de alguna cosa, Monk? -La expresión de Runcorn se endureció, pese a lo cual se guía mostrando la misma ansiedad, su sed de sangre-. ¿O se encuentra tan perdido como Lamb?

– De momento parece que la clave está en la familia, señor Runcorn -replicó Monk tan desapasionadamente como le fue posible; tenía la desagradable sensación de que Runcorn estaba muy al tanto de aquel aspecto y que lo estaba pasando muy bien-. Entre los hermanos había mucho mar de fondo -prosiguió Monk- y la actual lady Shelburne había sido cortejada por Joscelin antes de que se casara con lord Shelburne…

– Pues no veo razón para que lo matara -dijo, desdeñoso, Runcorn-. Lo más lógico sería que el asesinado hubiera sido Shelburne. ¡No veo que haya sacado nada en limpio, la verdad!

Monk consiguió reprimirse. Se daba cuenta de que Runcorn quería hacerle perder los estribos, provocarlo hasta conseguir que aflorara todo aquel pasado oculto que mediaba entre ellos; la victoria sería más dulce si lo ponía al descubierto, sirviéndosela en bandeja para que la saboreara en su presencia. Monk se preguntó cómo podía haber sido tan insensible y tan estúpido como para no darse cuenta antes. ¿Por qué no se le había adelantado, por qué, es más, no se lo había impedido? ¿Cómo había podido estar tan ciego y no haber sabido verlo hasta ahora con tanta nitidez? ¿O era sólo que se estaba redescubriendo a sí mismo, paulatinamente, desde fuera?

– No exactamente -contestó Monk para volver a enfocar la cuestión, manteniendo la voz tranquila e inalterable-, pero en mi modesto entender, la señora aún prefería a Joscelin; por cierto que, su único hijo, concebido justo antes de que Joscelin se marchara a Crimea, se parece mucho más a él que a lord Shelburne.

El rostro de Runcorn cambió, pero fue distendiéndose lentamente en una sonrisa que le dejó al descubierto la dentadura. Seguía sin encender el puro, que sostenía entre los dedos.

– Sí, claro, ya le advertí que sería desagradable, ¿o no? Tiene que andarse con mucho cuidado, Monk. Como haga afirmaciones que no pueda probar, los Shelburne se lo sacudirán de encima en menos tiempo del que tarde en volver a Londres.

«Precisamente lo que tú querrías», pensó Monk.

– Aquí está la cosa, señor Runcorn -dijo en voz alta-, ésta es la razón de que, si hay que hacer caso de los periódicos, sigamos a oscuras. He venido a verle porque quería hacerle unas preguntas acerca del caso Latterly…

– ¡Latterly! ¿Y eso qué demonios tiene que ver? Ese caso es el de un pobre diablo que se suicidó. -Rodeó la mesa, se sentó ante ella y se puso a buscar las cerillas-. Para la Iglesia será un delito, no para nosotros. ¿Tiene cerillas, Monk? Nosotros no le habríamos hecho caso alguno de no haber sido porque aquella infeliz removió el asunto. No se moleste… ya las he encontrado. Dejemos que entierren tranquilamente a sus muertos, no hace falta armar ruido. -Encendió una cerilla, la acercó al puro y le dio unas chupadas suaves-. Al hombre se le metió en la cabeza hacer un negocio que le salió torcido. Todos sus amigos habían invertido dinero en él porque él se lo había recomendado y el hombre estaba tan avergonzado que no sabía dónde meterse. Y encontró esta salida. Algunos dicen que es un acto de cobardía y otros un final honorable. -Expelió una bocanada de humo y clavó los ojos en Monk-. Yo diría que es una estupidez. Pero pertenecía a una clase que está muy celosa de lo que se considera buen nombre. Algunos de los que pertenecen a ella tienen criados, pese a no poder permitírselo, sólo por el qué dirán. Y no sólo esto: ofrecen banquetes de seis platos a sus invitados y después ellos se la pasan con pan y manteca de cerdo. Cuando tienen visita encienden la chimenea y el resto del tiempo tiemblan de frío. El orgullo es un implacable tirano, y más aún el orgullo social. -Sus ojos brillaron con maliciosa satisfacción-. No lo olvide, Monk.

Echó una ojeada a los papeles que tenía delante.

– ¿Se puede saber por qué se molesta en hacer averiguaciones en torno a Latterly? Céntrese en Grey, necesitamos resolver este caso, por muy penoso que pueda resultar. El público no quiere esperar más tiempo, incluso se hacen preguntas en la Cámara de los Lores. ¿Lo sabía?

– No, señor, pero no me sorprende teniendo en cuenta el estado de lady Shelburne. ¿Tiene usted un expediente del caso Latterly?

– ¡Qué testarudo es usted, Monk! Ésa es una cualidad más que discutible. Tengo el informe en el que usted dictaminó que se trataba de un suicidio, y que el asunto no nos incumbía. ¿No querrá volver a revisarlo, supongo?

– Pues sí, señor, me gustaría revisarlo. -Monk lo cogió sin mirarlo siquiera y salió del despacho.


Puesto que no estaba abierta ninguna investigación con la que estuvieran relacionados, Monk tenía que ir a casa de los Latterly a última hora de la tarde, en sus horas libres. Tenía que haber estado allí anteriormente, no era posible que hubiera conocido a la señora Latterly de manera accidental, ni cabía suponer tampoco que ella hubiera ido a declarar a la comisaría. Echó un vistazo a la calle a uno y otro sentido, pero no vio en ella nada que le resultara familiar.

Las únicas calles que él recordaba eran los fríos empedrados de Northumberland, limpias casitas barridas por el viento, un mar gris, el puerto abajo y los brezales que se erguían hacia el cielo. Recordaba vagamente que una vez había ido en tren a Newcastle, las enormes calderas asomando por encima de los tejados, columnas de humo, la excitación que sintió ante su poder inmenso y palpitante, el saber que dentro estaban los altos hornos donde quemaba el carbón, el acero batido y martilleado que serviría para construir locomotoras que arrastrarían los trenes por las montañas y llanuras de todo el imperio. Todavía percibía el eco de la emoción que le había puesto un nudo en la garganta, que le había producido un hormigueo en brazos y piernas, aquella sensación de pavor, de inicio de una aventura. Debía de ser muy pequeño entonces.

Su primer viaje a Londres había sido muy diferente. Era mucho mayor, más, de hecho, que los diez o más años que el calendario señalaba. Su madre ya había muerto, Beth vivía con una tía. El padre de ambos había desaparecido en el mar cuando Beth todavía no sabía andar. El viaje a Londres había sido el inicio de algo nuevo, y habría cerrado el tiempo de la infancia. Beth, en la estación, lo había visto partir. Lloraba, se estrujaba el delantal con las manos, inconsolable. Beth debía de tener entonces unos nueve años y él unos quince. Pero él sabía leer y escribir y el mundo del trabajo lo esperaba.

Hacía mucho tiempo de todo aquello. Ahora tenía más de treinta años, quizá más de treinta y cinco. ¿Qué había hecho en aquel tiempo que cubría más de veinte años? ¿Por qué no había regresado? Era algo que todavía ignoraba. Su expediente policial estaba en su despacho y había despertado el odio de Runcorn. Pero ¿y él? ¿Y su vida personal? ¿O no tenía vida personal? ¿Sólo era un hombre público?

¿Qué había hecho antes de ingresar en la policía? Sus archivos sólo se remontaban a doce años antes, o sea que había un periodo de más de ocho años anterior a ellos. ¿Los había consagrado enteramente a aprender, a medrar, a perfeccionarse junto a aquel mentor sin rostro, con los ojos puestos siempre en el objetivo que se había fijado? Su propia ambición lo aterraba, pero no más que su fuerza de voluntad. Sentía miedo ante aquella feroz determinación de sus propósitos.

Estaba ante la puerta de la casa de los Latterly y se encontraba incompresiblemente nervioso. ¿Estaría ella en casa? Había pensado tanto en ella que ahora, con la sensación añadida de haberse mostrado poco prudente y vulnerable, se daba cuenta de que ella no había pensado en absoluto en él. Posiblemente tendría que explicarle incluso quién era. Seguro que se mostraría torpe, patoso, cuando le dijera que no tenía más noticias.

Titubeó, ponderando si llamar o no llamar y volver quizás en otro momento, cuando hubiera encontrado una excusa mejor. En ese instante, una criada apareció en el patio inferior y, para que no se figurara que era un haragán, levantó la mano y llamó a la puerta.

Casi inmediatamente acudió la doncella, que lo miró con aire de sorpresa, enarcando las cejas.

– Buenas noches, señor Monk. ¿Quiere pasar? -Bastaba no mostrar una prisa excesiva en sacarlo del umbral de la puerta para que la invitación a entrar sonara cortés en su justa medida-. La familia ya ha cenado y en este momento está en el salón. ¿Quiere que pregunte si pueden recibirlo?

– Sí, por favor. Muchas gracias.

Monk le dio el abrigo y la siguió hasta un pequeño saloncito. Así que la muchacha se hubo retirado, Monk comenzó a pasearse de un lado a otro de la habitación porque no podía permanecer quieto. Apenas se fijó en el mobiliario, ni en las pinturas, hermosas pero corrientes, ni en la desgastada alfombra. ¿Qué les diría? Había irrumpido en un mundo al que no pertenecía por algo que había soñado en el rostro de una mujer. Es probable que ella lo despreciase y seguramente no lo habría soportado de no haber estado tan obsesionada con su suegro y de no abrigar la esperanza de que podía utilizarlo para descubrir un lenitivo para su dolor. El suicidio era un vergonzoso baldón y, a los ojos de la iglesia, las adversidades financieras no eran excusa para cometerlo. Si semejante veredicto era inevitable, había que enterrar al muerto en tierra no consagrada.

Ya era demasiado tarde para retirarse, pero la posibilidad le pasó por las mientes. Como también la de urdir una excusa, otra razón que justificase la visita, algo relacionado con Grey y la carta que había encontrado en el piso, pero de pronto llegó la doncella y vio que ya no tenía tiempo de hacerlo.

– La señora Latterly le recibirá, señor. Si tiene la amabilidad de seguirme…

Obediente, con el corazón palpitándole locamente y la boca seca, siguió a la doncella.

El salón estudio era de proporciones medianas, confortable y amueblado con originalidad, con esta indiferencia ante el dinero que muestran los que han dispuesto siempre de él, pero con esa naturalidad, esa ausencia de ostentación propia de los que consideran que el dinero no supone novedad alguna. Pese a todo, era elegante, si bien las cortinas estaban algo descoloridas allí donde más les daba el sol y a los flecos de los caireles que las sujetaban les faltaba alguna que otra hebra. La alfombra no era de la misma calidad que la mesilla Chippendale ni que el diván. Se sintió inmediatamente a gusto en la habitación y hubo de preguntarse en qué etapa de su implacable perfeccionamiento habría educado el gusto.

Sus ojos se trasladaron a la señora Latterly, que estaba junto a la chimenea. Ya no iba vestida de negro sino de color burdeos y tenía la cara ligeramente sonrosada. Su cuello y sus hombros delicados y finos eran como los de un niño, pero su rostro no tenía nada de infantil. Lo miraba con sus ojos luminosos, ahora muy abiertos, sobre los que planeaba una sombra que no dejaba leer su expresión.

Monk se volvió rápidamente a los demás. El hombre, más rubio que ella y con una boca menos generosa, debía de ser su marido y, en cuanto a la otra mujer que estaba sentada enfrente, con su rostro altivo y aquella expresión de ira e indignación, inmediatamente supo quién era: se habían conocido y peleado en Shelburne Hall… y era la señorita Hester Latterly.

– Buenas tardes, Monk. -Charles Latterly no se levantó-. ¿Recuerda usted a mi esposa? -Hizo un gesto vago con la mano indicando a Imogen-. Ésta es mi hermana, la señorita Hester Latterly. Estaba en Crimea cuando murió nuestro padre. -Monk percibió en su tono una clara reconvención que iba dirigida a la hermana y, además, el fastidio que sentía por tener a Monk fisgoneando en sus asuntos.

A Monk le asaltó una duda terrible: ¿no se habría hecho antipático con su insolencia, su falta de sensibilidad ante el dolor, aumentando con ello no sólo la pena por la pérdida que habían sufrido, sino por el modo en que se había producido? ¿Se habría mostrado atrevido, o se habría tomado, quizás, excesivas familiaridades? Sintió que la sangre le ardía en la cara y rompió a hablar con una cierta precipitación para cubrir el incómodo silencio.

– Buenas noches, señor. -Seguidamente hizo una ligera inclinación dirigiéndose primero a Imogen y después a Hester-. Buenas noches, señora y señorita Latterly. -No mencionó que ya conocía a esta última porque se trataba de un episodio poco afortunado.

– ¿Puedo ayudarle en algo? -preguntó Charles, indicando una silla a Monk con un gesto de la cabeza para que tomara asiento.

Monk aceptó y de pronto se le ocurrió una idea muy especial. Imogen había sido muy discreta, casi furtiva, al dirigirle la palabra en la iglesia de St. Marylebone. ¿No podía ser que ni su marido ni su cuñada estuvieran enterados de que ella se había continuado ocupando del asunto con la intención de llegar más allá de la primera versión oficial de la tragedia y de las formalidades necesarias? En ese caso, ahora no debía traicionarla.

Monk hizo una profunda aspiración y deseó que esta vez rayara a la altura requerida, al tiempo que se esforzaba en recordar algo de lo que Charles le había dicho y de lo que se había enterado a través de la propia Imogen. Tendría que improvisar alguna patraña, simular que había descubierto alguna novedad, quizás una conexión con el asesinato de Grey. Era el otro caso en el que trabajaba, y el único del que recordaba algún dato. Estas personas ya lo conocían, aunque sólo fuera de una manera superficial. Había trabajado para ellos poco antes de sufrir el accidente, seguramente habrían podido revelarle algo sobre sí mismo.

Pero aquello no era más que una verdad a medias. ¿Para qué mentirse? Si estaba allí era por Imogen Latterly. Era una sensación vaga, pero era un hecho que su rostro seguía atormentando sus pensamientos, como un recuerdo del pasado cuya naturaleza exacta se le escapaba o como un fantasma de su fantasía, de la naturaleza de las ensoñaciones, que a fuerza de repetirse uno acaba pensando que tienen que ser verdaderas.

Todos lo miraban, manteniéndose a la espera.

– Es posible… -dijo con voz áspera, por lo que carraspeó-. He descubierto una cosa que es una total novedad, pero antes de revelársela tengo que estar plenamente seguro, especialmente porque también afecta a otras personas. -Con estas palabras esperaba que, por simple buen gusto, no lo presionarían. Tosió de nuevo-. Hace bastante tiempo que hablé con ustedes y, por discreción, no tomé nota…

– Gracias -dijo Charles lentamente-, no deja de ser una consideración. -Daba la impresión de que le había costado pronunciar aquellas palabras, como si le irritara reconocer que los policías pudieran poseer virtudes tan delicadas.

Hester lo observaba con mirada de franca incredulidad.

– ¿Podríamos repasar los detalles que ya conocemos? -preguntó Monk, esperando llenar de ese modo las lagunas de sus pensamientos.

Lo único que sabía era lo que le había dicho Runcorn y esto, a su vez, era lo que él le había dicho a Runcorn, y por Dios que todo ello apenas bastaba para justificar su dedicación al caso.

– Sí, sí por supuesto. -Había vuelto a ser Charles quien había hablado, aunque Monk sentía clavadas en su persona las miradas de las dos mujeres: Imogen llena de ansiedad, con los puños cerrados debajo de los generosos pliegues de su falda, con los ojos desencajados; Hester pensativa, pronta a la censura. Tenía que desterrarlas a ambas de sus pensamientos, concentrarse en parecer coherente, en ir atando los cabos gracias a lo que dijera Charles, pues de lo contrario se pondría en ridículo delante de las señoras, lo cual le resultaba insoportable.

– Su padre murió en su despacho -comenzó-, el 14 de junio en su casa de Highgate. -Hasta aquí, lo que Runcorn le había contado.

– Sí -admitió Charles-. Fue a última hora de la tarde, antes de cenar. Mi esposa y yo vivíamos con mis padres en aquel entonces. Casi todas las personas de la casa estaban en el piso de arriba cambiándose para la cena.

– ¿Casi todas las personas de la casa?

– Quizá sería mejor decir «nosotros dos», esto es, mi madre y yo mismo. Mi esposa llegó tarde. Había salido para ir a ver a la señora Standing, la esposa del vicario y, como es sabido, mi padre estaba en su estudio.

La muerte había ocurrido por disparo de arma de fuego. La pregunta siguiente era fácil.

– ¿Cuántas personas oyeron el estampido?

– Pues bien, supongo que lo oímos todos, pero mi esposa fue la única en comprender de qué se trataba. Entró por el jardín de atrás y justo en aquel momento estaba en el invernadero.

Monk se volvió hacia Imogen.

Ella lo miraba con una leve crispación del rostro, como a punto de decir algo, pero sin atreverse a hacerlo. Había turbación en sus ojos, un dolor oscuro.

– ¿Señora Latterly? -Monk había olvidado lo que quería preguntarle, pero se dio cuenta de que tenía los puños dolorosamente apretados a ambos lados del cuerpo y que tuvo que hacer un esfuerzo para distenderlos. Se notaba las manos pegajosas de sudor.

– ¿Usted dirá, señor Monk? -respondió ella sin levantar la voz.

Monk se esforzaba en encontrar una pregunta coherente. ¿Qué le habría dicho aquella mujer la otra vez? Había ido a verlo. ¿Podía estar seguro de que le había contado todo lo que sabía? Ahora tenía que preguntarle algo, y pronto. Todos estaban a la espera, mirándolo. Charles Latterly frío, disgustado por su desfachatez; Hester exasperada por su incompetencia. Monk ya estaba al corriente de lo que pensaba de él aquella joven. El ataque fue la única defensa que se le ocurrió.

– ¿Por qué le pareció un disparo, señora Latterly, cuando nadie lo tomó por tal? -Su voz resonó en medio del silencio, como el inesperado carillón de un reloj en una habitación vacía-. ¿Temía quizá que su padre político pudiera atentar contra su vida o que se encontrara en peligro?

A Imogen le subieron los colores a la cara y lanzó a Monk una mirada de irritación.

– Por supuesto que no, señor Monk, de lo contrario no lo habría dejado solo. -Tragó saliva y pronunció en voz más baja las palabras que dijo a continuación-: Sabía que estaba deprimido, lo sabíamos todos, pero no me imaginaba que pudiera tratarse de una cosa tan seria como para quitarse la vida… ni tampoco que no fuera lo bastante dueño de sus actos o de sus reflejos como para correr el riesgo de sufrir un accidente.

Fue un intento valiente.

– A mí me parece, señor Monk, que si usted ha descubierto algo -lo interrumpió Hester con altanería-, mejor sería que lo comprobara primero y volviera después a decirnos de qué se trata. Andar dando traspiés no lleva a ninguna parte y en cambio provoca inquietudes. Y lo que usted parece insinuar, que mi cuñada sabía algo que no dijo en su momento, es ofensivo. -Lo miró de arriba abajo con desagrado-. ¿Eso es todo lo que sabe hacer? No entiendo cómo puede atrapar a nadie a no ser que lo encuentre con las manos en la masa.

– ¡Hester! -la reprendió Imogen, aunque seguía rehuyendo su mirada-. El señor Monk tiene que hacerme esta pregunta. Yo podría haber visto u oído alguna cosa que me pusiera en guardia… algo que sólo pudiera descubrir ahora, al volver la vista atrás.

Monk sintió una inmediata y temeraria satisfacción. No se merecía aquella defensa.

– Gracias, señora. -Intentó sonreír y notó que sus labios sólo dibujaban una mueca-. ¿Estaba usted al corriente en aquel momento de las proporciones del descalabro financiero de su padre político?

– No fue el dinero lo que lo mató -replicó Imogen antes de que a Charles se le ocurriera algo que decir, mientras seguía de pie guardando un resignado y momentáneo silencio-, fue la magnitud de la desgracia. -Se mordió los labios al sentir que todo el dolor volvía a ella y su voz, que la piedad hacía tensa, descendió al nivel de un murmullo-. Mire usted, él había aconsejado a muchos de sus amigos que invirtieran dinero. Su nombre estaba en juego, sus amigos habían puesto dinero porque confiaban en él.

A Monk no se le ocurrió nada que decir, consideraba que los lugares comunes eran ofensivos ante el dolor sincero. Anhelaba consolarla, pero sabía que era imposible. ¿Era piedad aquella emoción que sentía brotar dentro de él de manera tan intensa? ¿Era el deseo de protegerla?

– Todo este asunto no trajo más que desgracias -prosiguió Imogen con voz contenida y mirando al suelo-. Primero fue papá, después mamá y al final Joscelin.

Por un instante todo pareció quedar suspendido en el aire, transcurrió una eternidad entre el parlamento de ella y el instante en que Monk tuvo la abrumadora confirmación de lo que acababa de decir.

– ¿Conocía usted a Joscelin Grey?

Había sido como si otra persona hablara por él y permaneciera a distancia, observando a unos desconocidos, alejados de él, situados al otro lado del espejo.

Imogen frunció el ceño, confundida ante la evidente sinrazón de lo que Monk acababa de decir; se sofocó y bajó los ojos después de haber hablado, evitando las miradas de todos, especialmente la de su marido.

– ¡Por el amor de Dios! -estalló Charles-. ¡Usted es un total incompetente, señor mío!

Monk no sabía qué decir. ¿Qué podía tener que ver Grey con todo aquello? ¿Acaso él había llegado a conocerlo?

¿Qué pensarían de él? ¿Cómo podía dar sentido ahora a lo que había dicho? La única conclusión a la que podían llegar era que estaba loco de remate o que les había gastado una broma de mal gusto. Del peor gusto que cabía imaginar, porque no era sagrada la vida, para ellos, la muerte sí. Notaba que el desconcierto le quemaba en la cara y sentía con tal fuerza la presencia de Imogen como si ella en persona lo tocara, así como la mirada de los ojos de Hester, llenos de un inexpresable desprecio.

Volvió a ser Imogen la que acudió en su ayuda.

– El señor Monk no conocía a Joscelin, Charles-dijo con voz sosegada-. Es fácil olvidar un nombre cuando no se conoce a la persona que lo lleva.

Hester escrutó a uno y otro, dejando trasparentar en sus ojos límpidos e inteligentes el convencimiento creciente de que allí había algo que no casaba.

– Claro -dijo Imogen con más decisión que antes, ocultando sus sentimientos-, el señor Monk vino cuando papá ya había muerto; no hubo ocasión. -Aunque no miraba a su marido, era evidente que hablaba para él-. Y si lo recuerdas, Joscelin no volvió a venir después.

– No se lo reprocharás. -La voz de Charles fue un alfilerazo de censura, la insinuación de que Imogen no era del todo ecuánime-. Estaba tan desolado como todos nosotros y a mí me escribió una carta muy cortés dándome el pésame. -Se metió con brusquedad las manos en los bolsillos y se quedó con la espalda encorvada-. Como es lógico, consideró que no era adecuado hacernos una visita dadas las circunstancias. Se dio perfecta cuenta de que nuestras relaciones debían terminar, yo creo que fue muy considerado por su parte. -Miró a Imogen con impaciencia e ignoró por completo a Hester.

– Era su manera de ser. ¡Era tan sensible! -Imogen dejó vagar la mirada-. Lo echo de menos.

Charles se volvió a mirarla porque la tenía al lado. Parecía que iba a decir algo, pero cambió de parecer y calló. En lugar de esto, se sacó la mano del bolsillo y le rodeó los hombros con el brazo.

– ¿O sea que usted no lo conoció? -preguntó a Monk.

Éste seguía hecho un lío.

– No -era la única respuesta que podía introducir en el hueco que le había dejado-, él estaba fuera de la ciudad.

Por lo menos esto podía ser verdad.

– ¡Pobre Joscelin! -Imogen parecía no advertir la presencia de su marido, ni la fuerte presión de sus dedos-. ¡Debió de sufrir tan atrozmente! Por supuesto que él no tenía ninguna culpa, a él lo engañaron como nos engañaron a todos, pero él era de los que cargan con todo. -Su voz sonaba triste, pero suave, no había censura en ella.

Monk tan sólo podía hacer conjeturas, no atreviéndose a preguntar: Grey habría debido de verse envuelto en aquella triste aventura financiera en la que el viejo Latterly perdiera su dinero después de aconsejar tan equivocadamente a sus amigos. Al parecer, también Joscelin había perdido un dinero que no podía aportar; de aquí, posiblemente, que solicitara a su familia un aumento en su asignación. La fecha de la carta del abogado correspondía a poco después de la muerte de Latterly. Posiblemente aquel desastre financiero había impulsado a Joscelin Grey a jugar como un loco o a rebajarse hasta la extorsión. Habiendo perdido una suma importante con aquel negocio, era probable que se sintiera desesperado, acuciado por los acreedores, y viendo su descrédito como algo inminente. La única baza que le quedaba era su simpatía personal, su encanto era un salvoconducto que le proporcionaba hospitalidad en todas las casas a lo largo de todo el año y el único camino que podía conducirlo hasta la heredera que haría de él un hombre independiente y le ahorraría tener que andar mendigando el dinero de su madre y de su hermano, a quien tenía en muy poca estima.

Pero ¿a quién recurrir? ¿Quién de entre sus conocidos era lo bastante vulnerable como para tener que comprar su silencio, estaba lo bastante desesperado como para llegar a matarlo?

¿En casa de quién se había hospedado? En los largos fines de semana que se organizaban lejos de la ciudad se cometían toda suerte de deslices. El escándalo no dependía de lo que se hiciera, sino de lo que se sabía que se había hecho. ¿Habría descubierto Joscelin algún adulterio celosamente ocultado?

Pero no valía la pena matar por adulterio, a menos que hubiera un hijo que pudiera convertirse en heredero, o que sucediera alguna otra tragedia doméstica, como un proceso para conseguir un divorcio, con el escándalo que llevaba aparejado y el ostracismo social absoluto que le seguía. Era preciso un secreto mucho más importante para impulsar a alguien a matar, algo así como el incesto, la perversión o la impotencia. La vergüenza de la impotencia era mortal. Sabe Dios por qué, pero era considerada la peor de las calamidades, algo que ni se podía mentar.

Runcorn tenía razón, le habría bastado hablar de esa posibilidad para ser denunciado a las autoridades supremas y encontrar bloqueada su carrera para siempre, suponiendo que no lo echaran a la calle inmediatamente. Exponer a un hombre a la ruina que le reportaría tan abominable escándalo era algo imposible de perdonar.

Todos lo observaban con extraña fijeza. Charles no disimulaba su impaciencia. Hester estaba exasperada por encima casi de lo soportable; no paraba de manosear el pañuelo de batista entre sus dedos y daba golpes insistentes, pero silenciosos con el pie en el suelo. Lo que pensaba quedaba reflejado en cada una de las finas arrugas con que se fruncía su cara.

– ¿Qué le parece a usted que deberíamos saber, señor Monk? -dijo Charles con viveza-. Si no hay nada que saber, le agradecería que no siguiera hurgando en la herida que nos ha causado esta tragedia. Que mi padre decidiera quitarse la vida o que su muerte fuera resultado de un accidente debido a una distracción provocada por su estado de ánimo, es cosa que no puede probarse y nosotros le quedaríamos muy agradecidos si dejara que prevaleciera la caritativa opinión de quienes consideraron que pudo ser un accidente. Mi madre murió porque tenía el corazón destrozado. Uno de nuestros viejos amigos ha sido brutalmente asesinado. Si no podemos servirle de ayuda, preferiría que nos permitiera sobrellevar el dolor a nuestra manera para que podamos continuar nuestras vidas. Mi esposa estaba totalmente equivocada al empeñarse en creer que pudiera existir una alternativa más lisonjera, pero es sabido que forma parte de la naturaleza de toda mujer tener un corazón tierno, lo que explica que le cueste aceptar una verdad tan amarga como ésta.

– No pretendía de mí otra cosa que comprobar que se trataba, efectivamente, de la verdad -se apresuró a decir Monk, sintiéndose instintivamente indignado por las críticas a las que se sometía a Imogen-. No me parece una actitud reprensible. -Desafió a Charles con mirada glacial.

– Una postura cortés la suya, señor Monk -dijo Charles mirando a Imogen con aire de superioridad, como dando a entender que Monk le había seguido la corriente-, pero estoy plenamente convencido de que ella, con el tiempo, llegará a la misma conclusión. Gracias por su visita. Considero que usted ha hecho lo que creía su deber.

Monk aceptó sin rechistar el final a su visita, y antes de percatarse de lo que hacía, se encontraba en el vestíbulo. Pensaba en Imogen y en el hiriente menosprecio de Hester y se había dejado vencer por el respeto que le infundía aquella casa, la altanería de Charles Latterly, su arrogancia y sus por otra parte naturales intentos de correr un tupido velo sobre la tragedia familiar y encubrirla bajo una vestidura menos vergonzosa.

Giró sobre sus talones y se enfrentó de nuevo con la puerta cerrada. Quería preguntar cosas sobre Grey y tenía el pretexto para hacerlo, mejor dicho, no tenía excusa para abstenerse de hacerlo. Dio un paso hacia delante y de pronto comprendió que habría sido una tontería. No podía volver atrás y llamar a la puerta como un criado que ruega que lo dejen entrar, pero tampoco irse por las buenas de aquella casa sin hacer más preguntas sabiendo que eran amigos de Joscelin Grey y que, como mínimo Imogen, le tenía estima. Tendió la mano hacia la puerta pero volvió a retirarla.

Pero la puerta se abrió y apareció Imogen. Se quedó sorprendida, a un paso de distancia de él, apoyada contra los cuarterones. El color le volvió a la cara.

– Lo siento -dijo con un suspiro-, no… no sabía que usted seguía aquí.

Monk no sabía qué decir, se había quedado sin habla, por absurdo que pudiera parecer. Los segundos seguían pasando. Por fin habló ella.

– ¿Hay alguna otra cosa, señor Monk? ¿Ha descubierto algo? -Levantó una voz llena de ansiedad y una mirada llena de esperanza, y en aquel instante Monk tuvo la seguridad de que había salido de la sala con el propósito de verlo y para confiarle algo que no había dicho ni a su marido ni a Hester.

– Estoy trabajando en el caso de Joscelin Grey -fue lo único que acertó a decir, ya que seguía debatiéndose en aquel estado de confusión fruto de la ignorancia. ¡Si pudiera recordar! Imogen bajó los ojos.

– En efecto, ésta es la razón de que haya venido a vernos, ¿verdad? Siento haberío interpretado mal. Lo que usted… quiere es saber algo más sobre el comandante Grey…

No, no era verdad.

– Yo… -dijo soltando un profundo suspiro- lamento profundamente tener que molestarla después de tan poco tiempo de…

Imogen irguió la cabeza, sus ojos brillaban de indignación, aunque él no sabía por qué. ¡Qué hermosa era, qué dulce! Despertaba en él anhelos que su memoria pugnaba por desentrañar: una sensación de paz, una época de risas y de confianza… ¿Cómo podía ser tan estúpido para entregarse a aquel torrente de emociones por una mujer que sólo había acudido a él en busca de consuelo para la tragedia familiar que estaba viviendo y que casi con toda seguridad lo miraba igual que habría mirado a un fontanero o a un bombero?

– Las penas nunca vienen solas -Imogen le hablaba con voz tensa-. Sé qué dicen los periódicos. ¿Que quiere saber del comandante Grey? Si supiéramos algo que pudiera servirle de ayuda, ya se lo habríamos dicho.

– Sí -se sentía herido al ver el tono que Imogen empleaba con él, estaba confuso, dolorido-, por supuesto ya me lo imagino. Yo… estaba pensando solamente si habría debido preguntar algo más. Ya veo que no. Buenas noches, señora Latterly.

– Buenas noches, señor Monk. -Irguió un poco más la cabeza y Monk casi habría asegurado que la había visto parpadear como si quisiera disimular unas lágrimas.

Pero aquello era absurdo. ¿Por qué tenía que llorar ahora? ¿Porque estaba triste? ¿Se sentía contrariada, disgustada, decepcionada? ¿Porque se había hecho esperanzas y esperaba más de él? ¡Si pudiera recordar!…

– Parkin, acompañe al señor Monk a la puerta.

Y sin volverlo a mirar ni esperar a que viniera la doncella, se fue y lo dejó solo.

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