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Sin embargo, el lunes por la mañana Monk llegó sin aliento y un poco tarde, no estaba en vena de iniciar la investigación en torno a Yeats y a su visitante. Runcorn estaba en su despacho y se paseaba de un lado a otro agitando un papel azul en la mano. Se paró y giró en redondo así que oyó las pisadas de Monk.

– ¡Ah! -exclamó blandiendo el papel con viva indignación pintada en el rostro, el ojo izquierdo casi cerrado.

Los buenos días que estaba a punto de darle Monk murieron en sus labios.

– Una carta procedente de las altas esferas. -Runcorn agitó el papel azul-. Los poderes vuelven a estar detrás de nosotros. Lady Shelburne, la viuda, ha escrito a sir Willoughby Gentry y ha comunicado al mencionado miembro del Parlamento -dio a cada vocal todo el volumen de desdén que le permitía el cuerpo- que no está satisfecha con la manifiesta ineficiencia de Fuerzas de la Policía Metropolitana en la detención del vil asesino que tan horriblemente asesinó a su hijo en su propia casa. Nada disculpa nuestra dilación ni nuestra actitud de desinterés, ni nuestra completa incapacidad de señalar a los culpables.

La cara se le había puesto como la grana por el sentimiento de ofensa ante tamaña injusticia, pero no estaba dolido sino cada vez más airado.

– ¿Se puede saber qué demonios está usted haciendo, Monk? Se supone que es un excelente detective y, que yo sepa, tiene usted puestos los ojos en el cargo de inspector… de comisario… ¿Qué tengo que decirle a esta señora?

Monk lanzó un profundo suspiro. De hecho, estaba más sorprendido por la referencia que había hecho Runcorn a su ambición personal que por el resto de la carta. ¿Quería esto decir que él era un hombre ambicioso y arrogante? En aquel momento no era oportuno defenderse, ya que Runcorn lo miraba de frente y aguardaba respuesta.

– Lamb ya hizo todo el trabajo básico, señor.

– Con esto dispensaba a Lamb el elogio que merecía-. Ha investigado todo lo que ha podido, ha interrogado a los demás residentes de la casa, a los vendedores callejeros, a los vecinos, a todo aquel que pudiera haber visto o sabido algo. -Aunque por la cara que ponía Runcorn se daba perfecta cuenta de que sus palabras no le hacían mella alguna, insistió-. Por desgracia, aquella noche era particularmente desapacible y parece que todo el mundo andaba con prisas, todos con la cabeza baja y los cuellos del abrigo subidos para protegerse contra la lluvia. Como caía tanta agua, circulaba poca gente y la densa capa de nubes hizo que anocheciera antes de lo habitual. Runcorn mostraba una desusada agitación.

– Lamb dedicó mucho tiempo a hacer indagaciones entre los maleantes que tenemos fichados-prosiguió Monk-. Según consta en su informe, habló con todos los soplones e informadores de la zona. Pero nada, nadie sabe nada o, si sabe algo, no lo dice. Lamb llegó a la conclusión de que le habían dicho la verdad. No sé qué otra cosa podía hacer.

De la misma manera que su experiencia no le sugería nada, su inteligencia tampoco le apuntaba la posibilidad de una omisión. Todas sus simpatías estaban del lado de Lamb.

– El agente Harrison ha localizado en casa de un prestamista un reloj en el que están grabadas las iniciales J. G., pero no sabemos si pertenece a Grey.

– No -admitió con orgullo Runcorn, pasando con desagrado el dedo por el borde irregular de las rebabas del papel. No podía permitirse semejantes lujos-. Desde luego que no lo sabe. ¿Qué hará entonces? ¿Lo llevará a Shelburne Hall para ver si lo identifican?

– Harrison se está ocupando de eso estos momentos.

– ¿Ha descubierto, por lo menos, cómo consiguió entrar en la casa el maldito sujeto?

– Creo que sí -dijo Monk en un tono neutro de voz-. Uno de los residentes, un tal Yeats, recibió una visita. Llegó a las diez menos cuarto y se marchó hacia las diez y media. Era un hombre bastante alto, moreno e iba muy tapado. Es la única persona que queda por identificar; los demás visitantes eran mujeres. No quisiera sacar conclusiones precipitadas, pero da la impresión de que este hombre podría ser el asesino. De no ser él, no sé de ningún otro desconocido que pudiera haberse introducido en la casa. Grimwade cierra el portal con llave a medianoche, o antes si todos los residentes están en sus casas, y después de esa hora incluso ellos tienen que llamar al timbre y hacerlo levantar si quieren entrar.

Runcorn dejó la carta con un gesto de respeto sobre el escritorio de Monk.

– ¿A qué hora cerró aquella noche? -preguntó.

– A las once -replicó Monk-, y todos estaban dentro.

– ¿Qué dijo Lamb acerca del hombre que visitó a Yeats? -preguntó»Runcorn haciendo una mueca.

– No mucho. Parece que sólo hablaron un vez, y después Lamb dedicó la mayor parte del tiempo a averiguar cosas acerca de Grey. Tal vez en aquel momento Lamb no valoró la importancia de aquel visitante. Grimwade dijo que él lo había acompañado hasta la puerta de Yeats y que Yeats lo había hecho pasar. Lamb entonces todavía estaba buscando a un ladrón…

– ¡Entonces! -exclamó Runcorn, agresivo, haciendo hincapié en la palabra-. ¿Y ahora? ¿Qué anda usted buscando ahora?

Monk se dio cuenta de lo que le había dicho y de lo que quería decirle. Frunció el ceño y respondió con toda la precaución que pudo.

– Creo que lo que estoy buscando es una persona que lo conociera y lo odiara, una persona que tuviera intención de matarlo.

– ¡Por el amor de Dios se lo pido! ¡No se le ocurra decir esto a lady Shelburne! -dijo Runcorn con alarma.

– Dudo que tenga ocasión de hablar con ella -respondió Monk con evidente sarcasmo.

– ¡Ya lo creo que hablará con ella! -Había un cierto triunfo en la voz de Runcorn y su cara grandota se iluminó de satisfacción-. Hoy mismo irá usted a casa de los Shelburne para garantizar a Su Señoría que estamos haciendo todo lo humanamente posible para detener al asesino y que, después de un extraordinario esfuerzo y de una labor brillante, tenemos muchas posibilidades de descubrir, al fin, a ese monstruo. -Su boca se torció levemente-. Por lo general, usted es tan contundente, diría que incluso brusco, a pesar de esos aires extravagantes que se da, que no lo tomará por un embustero. -De pronto, modificó el tono de voz y la dulcificó un tanto-. En cualquier caso, ¿por qué se imagina usted que se trataba de una persona que conocía a la víctima? Los locos matan de una manera absurda, se ensañan y odian sin ningún motivo especial.

– Puede ser -respondió Monk devolviéndole la mirada y pagándole el trato desabrido con igual desabrimiento-, pero no averiguan los nombres de todos los vecinos, los visitan y después van y matan a otra persona. Si sólo se tratara de un loco homicida, ¿por qué no mató a Yeats? ¿Por qué tomó a Grey como objetivo?

Runcorn lo miraba con los ojos muy abiertos; estaba molesto, pero había captado la idea.

– Averigüe todo lo que pueda acerca de ese Yeats -le ordenó-, pero hágalo con discreción, se lo advierto. ¡No quiero asustarlo!

– ¿Y lady Shelburne, qué? -preguntó Monk con fingida inocencia.

– Vaya usted a verla y procure ser cortés con ella, Monk. ¡Haga un esfuerzo, por favor! Que se ocupe Evan de perseguir a Yeats y, cuando usted vuelva, que le diga lo que haya averiguado. Vaya en tren y quédese uno o dos días en Shelburne. Su Señoría no se sorprenderá en absoluto de verlo después de todo el alboroto que ha organizado. Exige que la informen de las gestiones que se están llevando a cabo y quiere una explicación personal. Puede alojarse en la posada. ¡Márchese enseguida! ¡No se quede aquí como un florero, por favor!

Monk tomó el tren de la línea Great Northern en la estación de King's Cross. Tras una carrerilla a través del andén, subió al tren de un salto cerrando el compartimento de un portazo justo cuando la locomotora eructaba una nube de vapor, emitía un estridente pitido y echaba a andar con abundante traqueteo. Era una sensación estimulante ver aquel impetuoso poder, aquel fragor inmenso y contenido y después la creciente velocidad del tren al salir de la cueva que eran los edificios de la estación para tomar la dirección del sol al atardecer, todavía bastante intenso.

Monk se acomodó en un asiento vacío situado delante de una mujer corpulenta vestida de fustán negro, con una esclavina de pieles sobre los hombros, a pesar de la época del año, y un sombrero negro muy ladeado. Llevaba un paquete de emparedados, que abrió de inmediato y empezó a comer. Un hombre bajito con unas gafas muy grandes miró los emparedados esperanzado pero no dijo palabra. Había otro hombre con unos pantalones a rayas enfrascado en la lectura del Times.

Los vagones se abrían paso entre rugidos y bufidos y dejaban atrás edificios de pisos, casas y fábricas, hospitales, iglesias, ayuntamientos y oficinas, edificaciones que se espaciaron gradualmente y entre las cuales se intercalaban cada vez con mayor frecuencia manchas de verdor, hasta que la ciudad acabó por desvanecerse y Monk contempló con auténtico placer la belleza del apacible paisaje que se desplegaba en toda su amplitud en la frondosidad del pleno verano. El exuberante ramaje oscurecía el verdor de los campos, en los que abundaban los cereales ya en sazón, mientras los lujuriantes setos estaban salpicados de rosas silvestres tardías. En las hondonadas de las suaves colinas se arrebujaban pequeños bosquecillos y era fácil distinguir los pueblos por las afiladas agujas de las iglesias o alguna ocasional torre normanda de estructura más cuadrada.

Llegó a Shelburne antes de lo que habría querido, porque todavía estaba paladeando la belleza del paisaje. Cogió la maleta de la rejilla y abrió de prisa la puerta, pidiendo perdón a la gorda vestida de fustán por tener que pasar por delante de ella, lo que provocó su silenciosa contrariedad. En el andén preguntó al solitario empleado de la estación dónde estaba situado Shelburne Hall y éste le dijo que a menos de una milla de distancia. El hombre hizo un gesto con el brazo para indicarle la dirección, después de lo cual sorbió aire por la nariz y añadió:

– Pero el pueblo está a dos millas hacia el otro lado y supongo que es allí donde va usted.

– No, gracias -replicó Monk-, tengo que resolver unos asuntos en Shelburne Hall. El hombre se encogió de hombros.

– Si usted lo dice, eso será. Entonces siga por el camino de la izquierda y vaya andando sin dejarlo.

Monk volvió a darle las gracias y se puso en camino.

Sólo tardó quince minutos en recorrer el trayecto entre la entrada de la estación y la verja del camino que daba acceso a la mansión. Se trataba realmente de una magnífica finca, una mansión del primer periodo georgiano distribuida en tres pisos y con una elegante fachada, cubierta en algunos sectores por enredaderas y plantas trepadoras; fue acercándose a ella a través de un sendero despejado que discurría bajo hayas y cedros desperdigados que formaban un extenso parque, el cual parecía extenderse hasta distantes campos y con seguridad, hasta la granja de la hacienda.

Monk se detuvo en la entrada entregado a la contemplación. La gracia de las proporciones de la casa, el modo como armonizaba con el paisaje en lugar de desentonar con él, no sólo eran muy gratas a la vista sino que también decían mucho acerca de la naturaleza délas personas que habían nacido y crecido en ella.

Por fin, echó a andar en dirección a la mansión propiamente dicha, que distaba aún unos quinientos metros y, tras rodear los edificios anexos y los establos, llegó a la entrada de servicio, donde fue recibido por un criado bastante impaciente.

– No compramos nada a los vendedores ambulantes -le espetó con frialdad tras echar una ojeada a su maletín.

– No vendo nada -le replicó Monk con más aspereza que la que se había propuesto-. Pertenezco a la Policía Metropolitana. Lady Shelburne desea recibir un informe sobre nuestros progresos en la investigación de la muerte del comandante Grey y vengo a presentárselo.

El criado enarcó las cejas.

– ¿Ah sí? Entonces debe de tratarse de la viuda de lord Shelburne. ¿Espera su visita?

– No, que yo sepa, pero quizás usted podría anunciarle que estoy aquí.

– Será mejor que pase. -Abrió la puerta un poco reticente y Monk entró. Después, sin más explicaciones, el hombre desapareció dejando a Monk en el vestíbulo. Aquel vestíbulo era una versión más pequeña, desnuda y funcional del vestíbulo frontal, aunque sin los cuadros, sólo con los muebles necesarios para uso de los criados. Se suponía que el criado había ido a consultar a sus superiores, tal vez incluso al autócrata que reinaba escaleras abajo (y a veces escaleras arriba), el mayordomo. Pasaron varios minutos antes de que el criado volviera y lo invitase a acompañarlo.

– Lady Shelburne lo recibirá dentro de media hora.

Dejó a Monk en un pequeño salón adyacente a la habitación del ama de llaves, lugar apropiado para personas como, policías, esto es, para quienes no eran exactamente ni criados ni comerciantes pero, con toda seguridad, tampoco personas de calidad.

Tan pronto el criado hubo salido, Monk dio lentamente una vuelta por la habitación y observó los desgastados muebles, los sillones tapizados de color marrón con sus patas curvas y el aparador y la mesa, ambos de roble. Las paredes estaban empapeladas pero descoloridas, los cuadros eran anónimos pero pretendían ser recordatorios puritanos del valor y virtudes del deber. Monk prefería con mucho la hierba húmeda y los árboles añosos que cubrían aquella extensión ondulada que iba descendiendo poco a poco hasta morir en el artístico estanque situado debajo de la ventana.

Monk se preguntó qué clase de mujer sería aquella que sabía contener su curiosidad durante treinta largos minutos antes que rebajar su dignidad recibiendo de inmediato a una persona tenida por socialmente inferior. Lamb no había hecho ningún comentario sobre ella. ¿La había llegado a ver? Cuanto más pensaba en aquella posibilidad, más lo dudaba. Lady Shelburne no se dignaría solicitar informes a un mero subordinado y tampoco habían existido motivos para interrogarla con respecto a nada.

Pero Monk quería interrogarla directamente. Si Grey había sido asesinado por alguien que lo odiaba, por un loco no en el sentido de una persona que actúa sin motivo, sino sólo en el sentido de quien alimenta una pasión que no sabe dominar y que, al fin, estalla en asesinato, era imperativo que supiera más cosas acerca de Grey. Lo quisiera o no, a buen seguro que la madre de Grey desvelaría algo referente a su hijo, dejaría traslucir algo de sinceridad al evocar recuerdos y dejarse llevar por el dolor, lo que prestaría color al perfil del personaje.

Hasta el momento en que regresó el criado y lo acompañó a través de la puerta tapizada de paño verde y del pasillo que llevaba al salón de lady Fabia, Monk tuvo tiempo de reflexionar a fondo sobre Grey y de meditar en las preguntas que tenía intención de formular a su madre. La estancia estaba discretamente decorada con terciopelo rosa y mobiliario de palo de rosa. Lady Fabia estaba sentada en un sofá Luis XV y, tan pronto como Monk estuvo ante ella, todas sus ideas preconcebidas se esfumaron. No era muy alta, pero sí dura y frágil como la porcelana; su tez era impecable y en su cutis no se apreciaba ni un solo defecto, de la misma manera que en su peinado ni uno solo de sus rubios cabellos estaba fuera de sitio. Sus rasgos eran regulares, sus ojos grandes y azules y sólo la barbilla, un tanto demasiado prominente, desmentía la delicadeza de su rostro. Tal vez fuera delgada en exceso y había que atribuir a su extrema esbeltez la exagerada angulosidad de su cuerpo. Iba vestida de color violeta y negro, como correspondía a una persona que está de luto, aunque en su caso daba la impresión de ser más un signo de dignidad que de dolor. No había rastro de fragilidad en sus maneras.

– Buenos días -dijo con viveza, despidiendo al criado con un gesto de la mano.

No observó a Monk con particular interés y sus ojos apenas se fijaron en él.

– Siéntese, si quiere. Me han dicho que venía para informarme de los progresos encaminados al descubrimiento y detención del asesino de mi hijo. Le ruego que se explique.

Enfrente de él estaba sentada lady Fabia, con la espalda absolutamente recta, resultado de años de obediencia a la gobernanta, de los muchos paseos con un libro en la cabeza que había hecho siendo niña a fin de adquirir el porte correcto, de cabalgar por el parque o con las jaurías de perros en las cacerías manteniendo el cuerpo erguido en la silla de montar. ¿Qué otra cosa podía hacer el insignificante Monk que no fuera obedecerla y sentarse, cohibido y de mala gana, en uno de los historiados sillones?

– ¿Y bien? -preguntó viendo que él permanecía en silencio-. El reloj que me trajo el agente no era el de mi hijo.

A Monk le hirió aquel tono, aquel instintivo aire de superioridad. Es posible que en otros tiempos estuviera acostumbrado a sufrir este trato, pero no lo recordaba; ahora lo irritaba como grava clavada en la carne, no era propiamente una herida sino una abrasión que le producía ampollas. Se acordó de la amabilidad de Beth. Ella no se habría sentido ofendida. ¿Qué los diferenciaba? ¿Por qué no tenía él su acento de Northumberland? ¿Lo habría eliminado deliberadamente para borrar sus orígenes y dárselas de señor? De sólo pensarlo se ruborizó a causa de la estupidez que delataba.

Lady Shelburne lo miraba fijamente.

– Hemos podido comprobar que en el edificio sólo entró un hombre -replicó Monk, con la tirantez propia del que siente su dignidad ofendida- y disponemos de su descripción. -Miró directamente a los ojos azules, fríos y más bien sorprendidos de la dama-. Era un hombre de un metro ochenta, más o menos, de constitución sólida, según podía deducirse de las proporciones de su abrigo. Tenía la tez morena y llevaba el rostro completamente afeitado. Se sabe que fue a visitar al señor Yeats, que vive también en el edificio. Todavía no hemos hablado con el señor Yeats…

– ¿Porqué?

– Porque usted exigió que yo viniera a verla de inmediato y le informara del estado de nuestras gestiones, señora.

Ésta enarcó las cejas con un aire de incredulidad en el que había mucho de desdén. El sarcasmo no la había rozado siquiera.

– Se supone que usted no es la única persona encargada de un caso tan importante como éste. Mi hijo fue un soldado valiente y distinguido que arriesgó su vida por su país. ¿Así se lo pagan?

– Londres es una ciudad en la que abundan los delitos, señora, y todo hombre o mujer qué muere asesinado supone siempre una pérdida para los suyos.

– No puede poner en el mismo platillo de la balanza la muerte del hijo de un marqués y la de un ladrón o un indigente de la calle -le espetó ella.

– Nadie tiene más de una vida que perder, señora, y todos somos iguales ante la ley o por lo menos deberíamos serlo.

– ¡Eso es una bobada! Hay personas destinadas a mandar y a hacer una contribución a la sociedad, pero no son mayoría. Mi hijo era uno de ellos.

– Algunos no tienen nada que… -comenzó a decir.

– ¡Por algo será! -le interrumpió ella-. De todos modos, no estoy de humor para oír sus consideraciones filosóficas. Siento piedad por los que están en el arroyo por los motivos que sea, pero se trata de gente que no me interesa. ¿Puede decirme qué hace para detener al loco que mató a mi hijo? ¿Sabe quiénes?

– No sabemos…

– ¿Entonces a qué esperan para descubrirlo?

Si aquella mujer abrigaba algún sentimiento debajo de su apariencia exquisita, al igual que tantas generaciones de los suyos había aprendido a disimularlo y a no dejarse llevar por la debilidad ni la vulgaridad. El valor y el buen gusto eran sus dioses lares y no les escatimaba sacrificio alguno, ni ninguno le parecía desmedido. Los hacía a diario y sin rechistar.

Monk ignoró la amonestación de Runcorn y se preguntó de paso cuántas veces habría hecho lo mismo en ocasiones anteriores. Había detectado cierta aspereza en el tono con el que Runcorm se le había dirigido aquella mañana, un tono excesivo para la contrariedad que el caso o la carta de lady Shelburne hubieran podido provocarle.

– Creemos que el asesino es alguien que conocía al comandante Grey -le respondió Monk- y que tenía planeado matarlo.

– ¡Qué tontería! -fue su respuesta inmediata-. ¿Por qué tiene que ser un conocido de mi hijo el que lo matara? Mi hijo era un hombre encantador, todo el mundo lo quería, incluso los que sólo lo conocían de manera superficial. -Se levantó, y se acercó a la ventana dándole la espalda a Monk-. Tal vez a usted le cueste entenderlo, porque usted no lo conocía. Lovel, mi hijo mayor, posee la sobriedad, el sentido de la responsabilidad y el don de saber manejar a los hombres. Menard es excelente en lo que a hechos y números se refiere, y sabe sacar provecho de lo que sea. Pero Joscelin era encantador, sabía deleitarte y hacerte reír. -Se le había quebrado la voz, era evidente que sentía un dolor auténtico-. Menard no canta como Joscelin ni Lovel posee su imaginación. Será un magnífico señor de Shelburne, administrará estupendamente la propiedad y se mostrará justo con todos, tanto como dicte la prudencia… ¡pero Dios mío! -se produjo un súbito calor en su voz, algo que casi rozaba la pasión-, comparado con Joscelin, ¡es tan aburrido! De pronto, Monk se sintió identificado con la sensación de pérdida que descubrían las palabras de aquella mujer, la soledad, aquel sentimiento de algo perdido irremediablemente en su vida, un ser amado que ahora sólo podía rememorar volviendo la vista atrás.

– ¡Cuánto lo siento! -dijo Monk, profundamente compadecido-. Sé que con esto no podremos recuperar a su hijo, pero encontraremos al asesino y será castigado.

– Ahorcado -dijo ella con voz monocorde-. Despertado de madrugada y colgado de una cuerda.

– Sí.

– A mí no me beneficia en nada -dijo volviéndose hacia Monk-, pero es mejor que nada. Procure que así sea.

Tales palabras equivalían a una despedida, pero Monk todavía no estaba dispuesto a marcharse. Aún había otras cosas que quería saber. Se levantó.

– Eso es lo que me propongo, señora, pero aún así necesito su ayuda…

– ¿Mi ayuda? -Su voz expresó sorpresa y también descontento.

– Sí, señora, tengo que saber quién odiaba tanto al comandante Grey como para decidir matarlo por la razón que sea. -Captó la expresión del rostro de la dama-. Mire, señora, las personas más distinguidas pueden inspirar envidia, codicia, celos por causa de una mujer. También podría tratarse de una deuda de honor que no se podía saldar…

– Sí, tiene usted razón. -Parpadeó y al mismo tiempo se tensaron los músculos de su delgado cuello-. ¿Cómo se llama usted?

– William Monk.

– Muy bien. ¿Y qué quiere usted saber acerca de mi hijo, señor Monk?

– Para empezar, me gustaría conocer al resto de la familia.

La señora levantó las cejas levemente divertida y con fría sorpresa.

– ¿Se figura que mis opiniones son parciales, señor Monk, que no le he dicho toda la verdad?

– A menudo sólo mostramos a los demás las facetas más halagadoras de las personas que más amamos o que más nos aman -replicó Monk con voz tranquila.

– Me parece una observación perspicaz.

La voz de lady Shelburne era penetrante, Monk habría querido adivinar toda la pena que se escondía detrás de aquellas palabras.

– ¿Cuándo puedo hablar con lord Shelburne? -preguntó Monk-. ¿Y con cualquiera que pudiera conocer bien al comandante Grey?

– Si lo considera necesario, no hay inconveniente en que lo haga. -Volvió a la puerta-. Espere un momento y le diré que lo reciba si a él le parece conveniente.

Abrió la puerta de par en par y la atravesó sin volverse a mirarlo.

Monk se sentó casi enfrente de la ventana. Por delante de la misma pasó una mujer vestida con un sencillo traje de paño que llevaba una cesta colgada del brazo. Durante un brevísimo instante le sobrevino otro destello de memoria. Vio mentalmente la figura de una niña de negros cabellos y en aquel momento supo que la calle empedrada situada más allá de los árboles conducía al agua. Le faltaba algo y, tras hacer un esfuerzo, supo que era el viento y los chillidos de las gaviotas. Era un recuerdo de felicidad, de seguridad absoluta. Era la infancia… tal vez su madre, tal vez Beth…

Pero se esfumó. Se esforzó por recuperarlo, por cernirlo con más precisión a fin de percibir los detalles, pero no consiguió ver nada más. Él era un hombre adulto y había ido a Shelburne para ocuparse del asesinato de Joscelin Grey.

Esperó otro cuarto de hora antes de que volviera a abrirse la puerta y entrase lord Shelburne. Tenía alrededor de treinta y ocho o cuarenta años, era más corpulento que Joscelin Grey a juzgar por la descripción que de él tenía y por las prendas que había visto, pero Monk hubo de preguntarse si también Joscelin tendría aquel aire de seguridad y de ligera superioridad, por muy involuntaria que fuera. Tenía la piel más oscura que la de su madre, y en su rostro había un equilibrio diferente, mayor seriedad, ni una pizca de humor en la forma de los labios.

Monk se puso en pie en señal de cortesía… aunque al mismo tiempo se odió por haberlo hecho.

– ¿Usted es el policía? -dijo Shelburne frunciendo ligeramente el ceño y permaneciendo de pie, lo que obligó a Monk a seguir también de pie-. Bien, ¿qué quiere? De veras que no entiendo que lo que yo pueda decirle acerca de mi hermano le sea de utilidad para localizar al loco que forzó la entrada de su casa y lo mató, pobre desgraciado.

– La entrada de su casa no la forzó nadie, señor -lo corrigió Monk-. Quienquiera que fuese entró en casa del comandante Grey porque éste le franqueó la entrada.

– ¿En serio? -Las cejas se le levantaron apenas-. Lo encuentro poco probable.

– Será porque no está al corriente de los hechos, señor. -Monk estaba furioso ante los aires de condescendencia y arrogancia que se daba aquel hombre que presumía de conocer el trabajo de Monk mejor que él mismo por el simple hecho de pertenecer a un estrato superior.

¿Siempre le había costado tanto soportar a aquella clase de gente? ¿Había sido un hombre de temperamento vivo en otro tiempo? Runcorn había aludido a cierta falta de diplomacia, pero ahora no recordaba exactamente sus palabras. Sus pensamientos volaron hasta la iglesia que había visitado el día anterior, a la mujer que había vacilado al pasar junto a él a través del pasillo. Podía ver su rostro tan nítidamente, aquí en Shelburne, como en la iglesia; oía el crujido del tafetán, percibía el perfume sutil, casi imperceptible que la envolvía, sus grandes ojos. Era un recuerdo que le hacía latir el corazón con más fuerza y la emoción le ponía un nudo en la garganta.

– Sé que a mi hermano lo mató un loco, lo golpeó hasta matarlo. -La voz de Shelburne dispersó sus pensamientos-. También sé que todavía no lo han encontrado. ¡Los hechos son éstos!

Monk se obligó a centrar su atención en el momento presente.

– Con todo respeto, señor-dijo tratando de escoger las palabras con el máximo tacto-, sabemos que lo golpearon hasta matarlo. No sabemos quién fue ni por qué lo hizo, pero sí que no hay señales de que forzara la entrada y que la única persona que no ha sido aún localizada, de las que posiblemente entraron en el edificio parece que fue a visitar a otro vecino. Quienquiera que fuese la persona que atacó al comandante Grey tomó muchas precauciones en cuanto al procedimiento y, que sepamos, no robó nada.

– ¿Y por esto ya deduce que era una persona que él conocía?

Shelburne se mostró escéptico.

– Sí, esto y la violencia del crimen -admitió Monk, alejándose de Shelburne y dirigiéndose al otro extremo de la habitación con intención de observar su rostro a la luz-. Un vulgar ladrón no se dedica a golpear a la víctima una vez que ya está muerta.

Shelburne vaciló.

– A menos que se trate de un loco, claro. Y esto es precisamente lo que yo creo: que usted tiene que habérselas con un loco, señor…

No podía recordar el nombre de Monk y no esperó a que él le despejase la duda. Era un detalle que de hecho no tenía importancia.

– Creo que hay pocas posibilidades de que lo atrape a estas alturas. Probablemente harían mejor en emplearle usted en detener a ladronzuelos, a carteristas o lo que sea a lo que se dedique habitual-mente.

Monk se tragó con esfuerzo la indignación que lo invadía.

– Lady Shelburne no parece de la misma opinión que usted.

Lovel Grey ni siquiera había advertido que había sido grosero. En el trato con un policía no cabía semejante posibilidad.

– ¿Mamá? -La expresión de su rostro mostró un momentáneo estupor, fruto de una desusada emoción que no tardó en desvanecerse y de volver a sus rasgos su blandura habitual-. Ya se sabe, las mujeres acusan estos golpes. La muerte de Joscelin la ha afectado profundamente, más que si hubiera muerto en Crimea.

Parecía como si aquel hecho provocara en él una cierta sorpresa.

– Es natural -insistió Monk intentando abordar el asunto desde otro ángulo-. Tengo entendido que se trataba de un hombre encantador… al que todo el mundo quería.

Shelburne estaba apoyado en la repisa de la chimenea y sus botas brillaban al sol que se filtraba a raudales a través de la puerta ventana. Con gesto irritado, dio un puntapié al guardafuego de bronce.

– ¿Joscelin? Sí, supongo que sí. Un muchacho alegre, todo sonrisas. Estaba muy dotado para la música, sabía contar historias, cosas de este género. Mi mujer estaba encantada con él. Ha sido una verdadera pena, un acto tan absurdo… a manos de algún loco. -Hizo que no con la cabeza-. Para mi madre es muy duro.

– ¿Venía aquí a menudo? -Monk trataba de explotar un filón más prometedor.

– Más o menos cada dos meses. ¿Por qué? -Levantó los ojos-. ¿No irá a suponer que alguien lo siguió desde aquí?

– Conviene ponderar todas las posibilidades, señor. -Monk desplazó ligeramente el peso de su cuerpo sobre el aparador-. ¿Había estado aquí poco antes de su muerte?

– Sí, un par de semanas antes, o menos quizá. Pero creo que se equivoca siguiendo este camino. Todos los de aquí lo conocían desde hacía años y todo el mundo le tenía simpatía. -Su rostro se ensombreció un momento-. Dicho sea de paso, me parece que era el favorito de todos los criados. Siempre tenía una palabra amable para todo el mundo, se acordaba de los nombres de todos, pese a que hacía años que ya no vivía aquí.

Monk imaginó la situación: el hermano mayor, un hombre de una pieza, trabajador y capacitado pero aburrido; el mediano, todavía en fase de formación; y el más joven, esforzándose por conseguir -haciendo sonreír a la gente, saltándose las formalidades, afectando interesarse por las vidas y las familias de los criados- el encanto que le permitiría obtener lo que su nacimiento no le había deparado, ganando para sí ciertas consideraciones escatimadas a sus hermanos, incluido el amor de su madre.

– La gente sabe disimular el odio, señor -dijo Monk en voz alta-, especialmente si tienen el propósito de cometer un asesinato.

– Supongo que sí -admitió Lovel, irguiendo su persona y dando la espalda a la chimenea vacía-, pero continúo pensando que sigue un camino equivocado. ¡Ande, busque un loco en Londres, o un ladrón violento si quiere! Debe de haberlos a montones. ¿No tiene contactos, informadores? ¿Por qué no prueba con ellos?

– Ya lo hemos hecho, señor… y de forma exhaustiva. El señor Lamb, mi predecesor, dedicó semanas enteras a sondear todas las posibilidades en este sentido. Fue lo primero que hizo. -De pronto cambió de tema, con la esperanza de sorprenderlo desprevenido-. ¿De qué vivía el comandante Grey? Todavía no hemos descubierto ningún móvil financiero.

– ¿Y qué demonios espera usted descubrir por ahí? -Lovel parecía sobresaltado-. No irá a figurarse que sus actividades podían procurarle rivales capaces de abatirlo a bastonazos. ¡Sería absurdo!

– Pues alguien lo hizo.

Lovel hizo una mueca de desagrado.

– Lo sé. La verdad es que ignoro cuáles eran sus actividades en materia de negocios. Por supuesto que contaba con unos pequeños ingresos procedentes de nuestro patrimonio.

– ¿A cuánto ascendían, señor?

– No creo que sea cosa de su incumbencia. -La irritación había vuelto a hacer presa en él; un policía osaba entrometerse en sus asuntos. Sin darse cuenta, volvió a golpear con la bota el guardafuegos que tenía detrás.

– Por supuesto que lo es, señor. -Monk sostenía ahora las riendas de su estado de ánimo, tenía la conversación en sus manos y sabía qué dirección quería imprimirle-. Su hermano ha sido asesinado y probablemente su asesino era una persona conocida de su hermano. El dinero muy bien pudiera tener algo que ver; es uno de los motivos más habituales en el asesinato.

Lovel lo miró sin responder; Monk seguía esperando.

– Sí, supongo que es así -dijo Lovel finalmente-. Cuatrocientas libras al año… y por supuesto, su pensión del ejército.

La cantidad sonó importante a oídos de Monk. Se podía llevar un excelente tren de vida, mantener a una esposa, a una familia y a dos criadas por menos de mil libras. Era posible, sin embargo, que Joscelin Grey tuviera unos gustos más mundanos: trajes, clubs, caballos, juego, tal vez mujeres o, en todo caso, regalos destinados a mujeres. Hasta el momento no habían indagado en su círculo social, suponiendo que el asesino era un intruso anónimo y Grey una víctima del infortunio, sin que se les hubiera ocurrido que pudiera ser un conocido suyo.

– Gracias -respondió a lord Shelburne-. ¿No le consta que tuviera más ingresos?

– Mi hermano no me hablaba de sus asuntos financieros.

– ¿Me ha dicho que su esposa le tenía una gran simpatía? ¿No podría hablar con lady Shelbourne? Quizás él le hiciera alguna confidencia en su última visita que podría sernos de ayuda.

– Me extrañaría mucho, porque ella me lo habría comentado y, como es natural, yo se lo habría comentado a usted o a alguien con autoridad suficiente.

– Puede haber algo que a ojos de lady Shelburne no tenga ninguna importancia y en cambio la tenga a los míos -señaló Monk-. De todos modos, nada se pierde con intentarlo.

Lovel se desplazó hasta el centro de la habitación como si con aquel movimiento quisiera indicar la puerta a Monk.

– No creo. Ya ha sufrido una impresión bastante fuerte para que, encima, la perturbemos todavía más con detalles sórdidos.

– Yo sólo tenía intención de interrogarla acerca de la personalidad del comandante Grey, señor-dijo Monk no sin un rastro de ironía en la voz-, hablar de sus amigos y de sus intereses. Nada más. ¿O quizás estaba tan unida al comandante Grey que incluso esto podría perturbarla?

– Su impertinencia no me afecta en absoluto-dijo Lovel con viveza-. Por supuesto no es el caso. Sencillamente, no quiero hurgar más en este asunto. ¡No es muy agradable que apaleen a un miembro de tu familia hasta matarlo!

Monk se enfrentó abiertamente con él. Sólo los separaba un metro de distancia.

– Ya me lo imagino, pero es una razón más para empeñarse en encontrar al asesino.

– Si insiste…

De mala gana ordenó a Monk que lo siguiera y ambos salieron de aquella salita tan femenina y, a través de un corto pasillo, accedieron al vestíbulo principal. Monk echó una mirada a su alrededor en el breve espacio de tiempo en que Shelburne, precediéndole, se dirigía hacia una de las numerosas y elegantes puertas. Las paredes estaban recubiertas de paneles de madera hasta la altura del hombro y el pavimento de parquet. En él estaban distribuidas varias alfombras chinas de pelo corto y de bellísimos tonos pastel. Todo el conjunto estaba dominado por una magnífica escalinata que se bifurcaba hacia la mitad a uno y otro lado al llegar a un rellano rodeado por una barandilla. De las paredes de ambos lados colgaban cuadros con marcos dorados, pero Monk no pudo detenerse a observarlos.

Shelburne abrió la puerta de la antealcoba y esperó, impaciente, a que Monk lo alcanzase y después la cerró. La sala era larga y estaba orientada hacia el sur, rodeada de puertas ventanas que daban a un prado rematado por macizos de flores silvestres de vivos colores. Rosamond Shelburne estaba sentada en un diván tapizado de brocado y tenía en las manos un tambor de bordar. Levantó la vista de la labor al oírlos entrar. A primera vista no se diferenciaba demasiado de su suegra en su porte: los mismos cabellos rubios y la amplia frente, la misma forma de ojos, aunque los suyos eran de color castaño oscuro; en los rasgos de su rostro había un equilibrio diferente y el conjunto no reflejaba dureza, sino afabilidad y una amplia imaginación que no esperaba otra cosa que una ocasión para emprender el vuelo. Iba sobriamente vestida, como correspondía a una persona que acababa de perder a un cuñado, pero la amplia falda que llevaba era del color del vino y lo único negro en ella eran las cuentas de su collar.

– Lo siento, cariño. -Shelburne dirigió una mirada a Monk-. Mira, este hombre es policía y cree que tú podrías facilitarle alguna información acerca de Joscelin que podría serle de utilidad.

Pasó frente a ella y se detuvo ante la primera ventana, desde la cual contempló el sol más allá del prado.

La tez clara de Rosamond se coloreó ligeramente y ella evitó los ojos de Monk.

– ¿Ah, sí? -respondió cortésmente-. El hecho es que sé muy poco acerca de la vida que Joscelin llevaba en Londres, señor…

– Monk, señora -respondió él-, pero tengo entendido que el comandante Grey sentía gran afecto por usted y he pensado que quizá le hablara en alguna ocasión de algún amigo o conocido suyo que, ¿quién sabe?, a lo mejor nos conduce a otro y así sucesivamente.

– ¡Oh! -Dejó a un lado la aguja y el tambor de bordar; estaba bordando un dibujo de unas rosas que enmarcaban un texto-. Ya comprendo, pero lamento no recordar nada en este sentido. De todos modos, tenga la amabilidad de sentarse e intentaré ayudarle.

Monk aceptó la invitación y comenzó a hacerle preguntas en tono cortés, no porque esperase llegar a obtener alguna información directa hablando con ella, sino por observarla no directamente, y escuchar el sonido de su voz y ver cómo hacía girar los dedos mientras dejaba descansar las manos en su regazo.

Lentamente le fue trazando un retrato de Joscelin Grey.

– Era muy joven cuando me instalé en esta casa después de mi boda -dijo Rosamond con una sonrisa, apartando los ojos de Monk y dejándolos vagar a través de la ventana-. Por supuesto que esto era antes de que Joscelin fuera a Crimea. En aquel entonces era oficial, acababa de obtener la graduación y era muy… -Buscó la palabra apropiada-. Muy agraciado. Recuerdo la primera vez que llegó con su uniforme, su guerrera escarlata, los galones de oro, las botas relucientes… ¡Alegraba la vista verlo! -La voz se le quebró-. Entonces todo era una aventura.

– ¿Y después? -la instó Monk, observando las delicadas sombras de su cara, la búsqueda de algo que se entreveía pero que no llegaba a entenderse más que a través del instinto.

– Recibió una herida, esto usted ya lo sabe. -Ella lo miró con el ceño fruncido.

– Sí-dijo Monk.

– Dos veces… y también estuvo enfermo. -Escudriñó los ojos de Monk como para averiguar si él sabía más cosas que ella, pero él no recordaba nada que pudiera servirle de asidero-. Sufrió muchísimo-prosiguió ella-. Fue derribado del caballo en la carga de Balaclava y recibió una herida de espada en la pierna en Sebastopol. No hablaba mucho del periodo en que estuvo ingresado en el hospital en Shkodér; decía que era demasiado terrible como para hablar de ello y que no quería angustiarnos.

La labor de bordado resbaló sobre la suavidad de su regazo y rodó por tierra. No intentó recogerla.

– ¿Había cambiado? -le preguntó Monk con gran interés.

Ella sonrió apenas. Tenía una bellísima boca, más dulce y expresiva que la de su suegra.

– Sí… pero no había perdido su buen humor, todavía sabía reírse y gozar de las cosas bellas. El día de mi cumpleaños me regaló una caja de música. -Sonrió al recordarlo-. Tenía la tapadera esmaltada con el dibujo de una rosa. La música que sonaba era Für Elise… Beethoven, ¿sabe usted?

– ¡Francamente, cariño! -La voz de Lovel la interrumpió al tiempo que éste se volvía bruscamente de la ventana junto a la cual se encontraba-. Este hombre ha venido por trabajo y ni sabe ni le interesa en absoluto lo referente a Beethoven ni a la caja de música de Joscelin. Procura limitarte a hablar de las cosas que tengan relación con la cuestión que nos ocupa, suponiendo que exista la remota posibilidad de que tal relación exista. Lo que quiere saber es si Joscelin pudo haber ofendido a alguien, si debía dinero ¡yo qué sé!

El rostro de su esposa se alteró tan levemente que se habría atribuido a un cambio de luz, de no haber sido porque el cielo que se podía contemplar al otro lado de las ventanas era de un azul uniforme y sin nubes. De pronto pareció cansada.

– Sé que para Joscelin las cuestiones financieras a veces resultaban difíciles -respondió ella con voz tranquila-. Pero no conozco detalles e ignoro también si debía dinero a alguien.

– Resulta difícil imaginar que tratara de estos asuntos con mi esposa -dijo Lovel volviéndose con viveza-. De haber necesitado un préstamo habría acudido a mí… pero era lo bastante sensato como para no intentarlo. Dicho sea de paso, su asignación era cuantiosa.

Monk observó con gran interés la espléndida estancia, las enguirnaldadas cortinas de terciopelo, por no hablar del jardín y el parque que se extendían hasta la lejanía, y se abstuvo de hacer ninguna observación relativa a la generosidad. Volvió a mirar a Rosamond.

– ¿Usted no lo ayudó nunca, señora?

Rosamond vaciló.

– ¿De qué modo? -preguntó Lovel levantando las cejas.

– ¿Tal vez… con algún regalo? -apuntó Monk procurando hacer la pregunta con el máximo tacto-. ¿Tal vez un pequeño préstamo para cubrir algún apuro momentáneo?

– Me veo en la necesidad de interpretar que usted sólo busca nuestro perjuicio -intervino Lovel con aspereza-, lo que no deja de ser deplorable, y como persista en su actitud haré que lo retiren del caso.

Monk se quedó estupefacto; no había querido ofender a nadie, lo único que pretendía era descubrir la verdad. Pero semejantes muestras de susceptibilidad no dejaban de ser anecdóticas y en aquel preciso momento sólo le inspiraron una ligera indulgencia.

Lovel advirtió su irritación y la tomó por incapacidad de comprensión.

– Señor Monk, una mujer casada no posee nada de lo que pueda deshacerse para ayudar, ni a un cuñado ni a nadie.

Monk se sonrojó por su desliz y por los aires de condescendencia que le demostraba Lovel. Desde luego que conocía las leyes, si se las mentaban. Por ley, ni las alhajas personales de Rosamond eran suyas. Si Lovel le impedía desprenderse de ellas, no tenía más remedio que obedecerle. Pero desde luego que no le cabía ninguna duda, viéndola hablar de aquella manera y observando aquel brillo de sus ojos, de que lo había hecho.

Monk no sentía ningún deseo de traicionarla, la certeza era lo único que quería. Por este motivo se abstuvo de responden como habría querido.

– No quise referirme a nada que la señora pudiera haber hecho sin el permiso de usted, señor, sino simplemente a un gesto de amabilidad por parte de lady Shelburne.

Lovel se disponía a replicar, pero cambió de parecer y volvió a mirar por la ventana con las facciones tensas y la espalda erguida y envarada.

– ¿Afectó mucho la guerra al comandante Grey? -Monk volvió a dirigirse a Rosamond.

– ¡Oh, sí!

Por un momento su rostro reflejó una gran emoción; después, recordando las circunstancias en que se encontraba, luchó por dominarse. De no haber sido educada en los privilegios y deberes que corresponden a una señora, se habría echado a llorar allí mismo.

– Sí -dijo de nuevo-, sí, aunque supo dominarse gracias a su gran coraje. No hacía muchos meses que volvía a ser el de siempre, al menos en la mayoría de las ocasiones. Incluso a veces tocaba el piano y cantaba para deleite nuestro. -Sus ojos abandonaron a Monk para perderse en algún recoveco de sus pensamientos-. Nos contaba historias divertidas y nos hacía reír, aunque en algunas ocasiones se acordaba de los hombres que habían muerto y supongo que también de sus propios sufrimientos.

Monk estaba formándose un cuadro cada vez más preciso de Joscelin Grey: un oficial joven y gallardo, de trato amable, tal vez un tanto bisoño; después, tras las experiencias de la guerra, con todo su dolor y su sangre, y en su caso con una responsabilidad de un tipo completamente nuevo, la vuelta a casa debió de suponer reanudar hasta cierto punto la vida de antes: la del hijo más joven, con poco dinero pero con un gran encanto y una gran dosis de valentía.

No era hombre capaz de hacerse enemigos perjudicando a nadie, pero no hacía falta poseer gran imaginación para deducir que podía haber despertado celos lo suficientemente poderosos como para provocar un asesinato. Todo lo que se necesitaba para que esto sucediera podía muy bien estar encerrado en aquella encantadora estancia con sus tapicerías y su vista al parque.

– Gracias, lady Shelburne -dijo con gran cortesía-, me ha proporcionado un retrato mucho más exacto que el que tenía hasta ahora y le estoy muy reconocido. -Se volvió a Lovel-. Gracias, señor. Si fuera posible, querría hablar ahora con el señor Menard Grey…

– No está en casa -respondió Lovel, tajante-. Ha ido a ver a uno de los arrendatarios de nuestras tierras y como no sé a cuál, es inútil que vaya usted por aquí merodeando. A fin de cuentas, usted busca al asesino de Joscelin, no material para escribir una nota necrológica.

– La nota necrológica quedará terminada cuando incluya la solución -replicó Monk, clavando directamente en Lovel sus ojos desafiantes.

– ¡Entonces, adelante! -le devolvió Lovel-. No se quede usted al sol… váyase y haga algo de provecho.

Monk salió sin decir palabra y cerró la puerta del salón tras él. En el vestíbulo había un criado que esperaba discretamente para indicarle la salida… o quizá para asegurarse de que no se llevaba la bandeja de plata donde se dejaban las tarjetas de visita o el abrecartas con mango de marfil, que estaban dispuestos sobre la mesa del recibidor.

El tiempo había experimentado un cambio espectacular y habían aparecido unos imprevistos nubarrones que habían traído consigo una borrasca y, en el momento en que salía, las primeras gotas de un chaparrón.

Ya estaba fuera, caminando bajo la lluvia a través del camino de entrada de la casa, cuando por pura causalidad encontró al último miembro de la familia. Vio que la mujer se acercaba a él con gran presteza, recogiéndose las faldas para que no se le enredaran en unas zarzas que, desbordando los arriates, se extendían por el sendero más estrecho. Aquella señora recordaba a Fabia Shelburne tanto por la edad como por la indumentaria, aunque no poseía el frágil encanto de ésta. Tenía, además, la nariz más larga, llevaba el cabello más descuidado y era evidente que no había sido nunca una belleza, ni siquiera cuarenta años atrás.

– Buenas tardes -dijo Monk levantándose el sombrero en un discreto gesto de cortesía.

La mujer detuvo sus rápidos pasos y lo miró llena de curiosidad.

– Buenas tardes. Usted no es de la casa. ¿Qué hace por aquí? ¿Se ha perdido quizá?

– No, gracias, señora. Pertenezco a la Policía Metropolitana y he venido a informar de la evolución de las pesquisas en el caso del comandante Grey.

Los ojos de la mujer se fruncieron, gesto que Monk no habría podido asegurar si obedecía al deseo de expresar su satisfacción o a qué otro motivo.

– Pues lo veo a usted muy hecho y derecho para hacer de mensajero. ¿No habrá venido a ver a Fabia?

Como no sabía con quién hablaba, Monk se que do sorprendido un momento como buscando una respuesta cortés.

Pero ella comprendió su actitud al momento.

– Soy Callandra Daviot; el difunto lord Shelburne era mi hermano.

– Debo entonces colegir que el comandante Grey era sobrino suyo, ¿no es así, lady Callandra?

Le había dado el título correcto sin pararse a pensar, de lo que se percató sólo después de dicho, lo cual hizo que se preguntara qué conocimientos o qué interés podían haberlo inducido a hacerlo. Lo único que le importaba en aquel momento era recoger otra opinión más sobre Joscelin Grey.

– Naturalmente -dijo la señora-, no sé si esto puede serle de alguna ayuda.

– Usted debió de conocerlo. Sus cejas un poco descuidadas se levantaron ligeramente.

– Por supuesto, posiblemente bastante más que Fabia. ¿Por qué lo dice?

– ¿Estaba usted muy próxima al difunto? -preguntó Monk, interesado.

– Al contrario, yo me encontraba situada a una cierta distancia.

Ahora él estaba plenamente seguro de haber advertido un reflejo de contrariedad en sus ojos.

– ¿Y esto le permitía ver las cosas con más claridad? -dijo Monk poniendo palabras a la insinuación de ella.

– Exactamente. ¿Es preciso que sigamos hablando debajo de los árboles, joven? Estoy calada hasta los huesos.

Monk hizo un movimiento negativo con la cabeza y se volvió para acompañarla por el mismo camino por el que había venido.

– Fue una desgracia que asesinaran a Joscelin -prosiguió ella-. Mejor que hubiera muerto en Sebastopol, por lo menos mejor para Fabia. ¿Qué quiere de mí? Yo no simpatizaba demasiado con Joscelin, ni él conmigo. No sabía qué clase de asuntos se llevaba entre manos, como tampoco tengo idea de quién podía desearle tanto daño.

– ¿Usted no simpatizaba con Joscelin? -preguntó Monk, lleno de curiosidad-. Todo el mundo asegura que era un hombre muy encantador.

– Es verdad -admitió ella, acercándose a grandes pasos no a la entrada principal de la casa sino a los establos a través de un camino de grava, por lo que él no tuvo otra alternativa que seguirla o quedarse atrás.

– A mí el encanto personal no me interesa especialmente -dijo ella mirándolo directamente a los ojos y Monk sintió todo el calor de su escueta sinceridad.

»Tal vez porque es una cualidad que yo no poseo -prosiguió ella-. De todos modos, siempre he considerado que es una virtud camaleónica que hace que uno no sepa con certeza de qué color es el animal que está debajo. Y ahora le ruego que siga su camino y vuelva a la casa o allí donde se dirigía, porque no me apetece ni pizca continuar mojándome y no tardará en volver a llover de firme. No tengo ganas de quedarme en el patio de las caballerizas intercambiando comentarios corteses que lo más probable es que no le sean de ninguna ayuda.

Monk le dedicó una amplia sonrisa y la saludó con una discreta inclinación de cabeza: lady Callandra había sido la única persona de Shelburne que a Monk le había gustado de manera instintiva.

– Por supuesto, señora, y gracias por… -vaciló tratando de no resultar tan obvio como para usar «sinceridad»- el tiempo que me ha dedicado. Le deseo que pase un buen día.

Ella lo miró con aire irónico y, haciendo un ligero ademán, lo dejó para meterse en el cuarto de los arneses y, una vez dentro, llamó con voz estentórea al mozo de cuadra.

Monk volvió hacia el camino de entrada y atravesó la verja calado por la abundante lluvia que caía, tal como ella había pronosticado. Siguió la carretera de tres millas hasta el pueblo que, recién lavado por la lluvia e iluminado ahora por los rayos del nuevo sol, le pareció tan bonito que hasta le provocó una especie de añoranza, como si pensara que cuando lo hubiera perdido de vista ya nunca más podría volver a recordarlo con suficiente claridad. De cuando en cuando asomaba el verde intenso de algún soto, que se elevaba sobre una extensión de hierba y formaba un montículo que se recortaba sobre el cielo y, más allá de las distantes murallas de piedra, resplandecía el oro intenso de los campos de trigo, con las henchidas espigas ondeando al viento como las olas del mar.

El paseo le llevó casi una hora, y la paz que le proporcionó consiguió desviar su atención del asunto contingente del asesino de Joscelin Grey a la cuestión, de mayor enjundia de averiguar qué clase de hombre era él mismo. Aquí nadie lo conocía; por lo menos esta noche podría conducirse haciendo tabla rasa de todo acto anterior que pudiera estorbarle o ayudarle. Quizá tendría ocasión de saber algo del hombre que llevaba dentro una vez que lo librara de cualquier expectativa. ¿En qué creía, qué cosas valoraba de verdad? ¿Qué lo movía en la vida del día a día… aparte de la ambición y de la vanidad personal?

Pasó la noche en la hospedería del pueblo y por la mañana hizo algunas preguntas discretas a algunas personas de la localidad que no vinieron a añadir nada significativo al retrato que se había hecho de Joscelin Grey, si bien descubrió que los hermanos Grey, cada uno según su propia manera de ser, gozaban de considerable respeto. No disfrutaban de simpatías -mantenían un vínculo demasiado estrecho con hombres cuyas vidas y posición eran tan diferentes-, pero merecían confianza. Encajaban en lo que se esperaba de las personas de su clase, se observaban pequeñas cortesías, se respetaba un código mutuo.

El caso de Joscelin, sin embargo, era diferente. Era un hombre al que se podía querer. Todo el mundo lo consideraba una persona extremadamente afable y se recordaban muchas de sus generosidades como algo acorde con su posición de hijo de la casa. Si alguien pensaba o sentía otra cosa, a buen seguro no iba a decírselo a una persona desconocida como Monk. Además, había sido militar y esto le granjeaba al difunto un cierto honor.

Monk se mostró no sólo educado, sino también amable. Nadie se sintió cohibido -aunque, siendo como era un policía, mantenían, ciertamente, las distancias-, ni despertó aversiones personales, pues todos deseaban tanto como él mismo encontrar a la persona que había asesinado a su héroe.

Almorzó en la taberna local con algunos próceres locales, con quienes se las arregló para entablar conversación. Sentados junto a la puerta del establecimiento, con el sol entrando a raudales y la sidra, la tarta de manzana y el queso, las opiniones empezaron a fluir con rapidez y sin reservas. Monk tomó parte activa y su lengua no tardó en poner al descubierto lo mejor de su personalidad, su franqueza, su sarcasmo, su sorna. Sólo más tarde, cuando ya se ale jaba del lugar, cayó en la cuenta de que aquella lengua suya podía a veces ser también ruda.

A primera hora de la tarde se encaminó a la pequeña y silenciosa estación, desde donde emprendió regreso a Londres en un tren estruendoso y asfixiante de vapor.

Llegó poco después de las cuatro y, tras tomar un cabriolé, se dirigió inmediatamente a la comisaría de policía.

– ¿Y bien? -inquirió Runcorn levantando las cejas al verlo-. ¿Ha conseguido tranquilizar a Su Señoría? Espero que haya sabido conducirse como todo un caballero.

Monk volvió a percibir en la voz de Runcorn aquellos resabios de impaciencia y aquella sombra de resentimiento que le había detectado anteriormente. ¿Cuál era la causa? Se desesperó tratando de recordar un detalle por mínimo que fuera, cualquier conjetura que le permitiera adivinar qué podía haber hecho él para provocar aquel tono. ¿No sería únicamente una cuestión de malas maneras por su parte? Pero encontraba extraño que hubiera cometido la estupidez de mostrarse grosero con un superior. Con todo, ningún recuerdo acudía a su memoria. Era algo que importaba, importaba y mucho, ya que Runcorn tenía en sus manos la llave de su trabajo, la única cosa segura de su vida, en realidad su medio de vida. De no tener trabajo, no sólo se convertiría en una persona completamente anónima, sino que pasaría a ser un indigente en el término de muy pocas semanas. Entonces se encontraría como cualquier otro pobre: abocado a la mendicidad y a la amenaza implícita del hambre o de la cárcel por vagabundeo. O del asilo. Y bien sabía Dios que eran muchos los que consideraban el asilo como el peor de los males.

– Creo que Su Señoría ha comprendido que lo estamos haciendo lo mejor que podemos -respondió Monk-. Y que primero teníamos que descartar todas aquellas opciones que parecían más probables, entre ellas la de que se tratara de un ladrón callejero. Ha entendido que ahora contemplemos la posibilidad de que el asesino sea una persona que lo conociera personalmente.

Runcorn refunfuñó.

– Supongo que le habrá hecho preguntas sobre el difunto, ¿verdad? ¿Le habrá preguntado qué clase de hombre era?

– Sí, pero como es natural las opiniones de ella son sesgadas…

– Por supuesto -admitió Runcorn con acritud, levantando las cejas-, aunque usted habrá sido lo bastante perspicaz para ver más allá de sus palabras.

Monk ignoró la pulla.

– Parece que era su hijo favorito -replicó-, el que ella tenía en mayor estima. En esto coincide la opinión de todos, incluso de la gente del pueblo. Aun descartando aquellos que no hablarían contra el difunto, ni contra el hijo mayor de la casa, aun así, parece que era un hombre con un encanto fuera de lo común, que poseía un excelente historial como militar y no tenía especiales vicios ni debilidades, salvo el de no ser muy diestro en el manejo de sus haberes. Tenía algún acceso de cólera de cuando en cuando y poseía un gran sentido del humor si le daba por demostrarlo. De todos modos, era generoso, recordaba los cumpleaños y los nombres de los criados y sabía divertirse. Empieza a dar la impresión de que uno de los motivos del asesinato podrían ser los celos.

Runcorn soltó un suspiro.

– Está todo muy liado -dictaminó al tiempo que empequeñecía el ojo izquierdo hasta dejarlo convertido en una rendija-. No me ha gustado nunca tener que escarbar en las relaciones familiares, y cuanto más alto subes, peor parado sales. -Se ajustó instintivamente la chaqueta pero ni así consiguió que le sentara mejor-. Así se porta la sociedad con uno; cuando se empeña, disimula las pistas mejor que cualquier criminal. Esta clase de gente no suele cometer errores pero por Dios bendito que el día que se equivoca la hace gorda. -Agitó el dedo en el aire en dirección a Monk-. Escuche bien lo que le digo, como aquí haya alguna cosa fea, será peor de lo que nos figuramos. No sé si usted tiene debilidad por las clases altas, amigo, pero le aseguro que cuando se trata de proteger a los suyos juegan sucio como el primero, se lo digo yo.

Monk no supo qué contestar. No recordaba haber dicho ni hecho nada que pudiera provocar en Runcorn tales resabios, semejantes notas de reconvención. ¿Sería él un descarado arribista? La sola idea le resultaba repulsiva, patética incluso si bien se miraba: ¡querer impresionar a los demás aparentando lo que no se es, aunque a los demás les tenga completamente sin cuidado, es más, cuando es casi seguro que pueden detectar sus orígenes antes de que abras la boca!

Con todo, ¿acaso la mayoría no aspira a promocionarse así que se le presenta ocasión? ¿Se había mostrado quizás excesivamente ambicioso cometiendo además la necedad de demostrarlo?

Lo que más le turbaba era aquella idea insistente que persistía en el fondo de sus pensamientos: ¿por qué había estado ocho años sin ir a ver a Beth? Por lo visto, era el único familiar que le quedaba, pese a lo cual prácticamente había ignorado su existencia. ¿Por qué?

Runcorn lo miraba fijamente.

– ¿Y bien? ¿Qué me dice? -preguntó.

– Sí, señor -dijo volviendo a la realidad-. Estoy perfectamente de acuerdo con usted, señor. Soy de la opinión de que puede tratarse de algo muy desagradable. Hay que odiar mucho a una persona para matarla de la manera que mataron a Grey. Imagino que, si el asunto tiene algo que ver con la familia, harán lo posible para taparlo. De hecho, el hijo mayor, el actual lord Shelburne, no parecía demasiado interesado en que indagara en esa dirección. Hizo lo posible para convencerme de que reconsiderara la idea de que el autor era un ladrón circunstancial o un loco.

– ¿Y Su Señoría?

– Ella está empeñada en que prosiga las pesquisas.

– Pues en ese caso está de suerte, ¿verdad? -dijo Runcorn asintiendo con la cabeza y plegando sus labios en una mueca-, porque esto es ni más ni menos lo que va usted a hacer.

Monk advirtió el punto final a la entrevista.

– Sí, señor, empezaré con Yeats.

Se excusó y se dirigió a su despacho.

Evan estaba sentado a la mesa, ocupado escribiendo. Levantó la cabeza con una sonrisa furtiva cuando entró Monk. Éste experimentó una alegría inusitada al verlo; se daba cuenta de que ya veía en Evan más a un amigo que un colega.

– ¿Qué tal Shelburne? -preguntó Evan.

– ¡De lo más delicioso! -replicó Monk-. Y de lo más formal. ¿Qué me dice del señor Yeats?

– De lo más respetable -la boca de Evan se torció en un gesto de momentánea y contenida satisfacción- y de lo más ordinario. Nadie tiene nada contra él. De hecho, nadie dice mucho de él, incluso hay a quien le cuesta recordar de quién se trata.

Monk desterró a Yeats de sus pensamientos y habló de lo que más le importaba en aquel momento.

– Runcorn es de la opinión de que las cosas se complicarán bastante y espera mucho de nosotros…

– Naturalmente. -Evan lo miró de manera absolutamente franca-. Por eso se dio tanta prisa en meterlo a usted en el caso, pese a que apenas se ha repuesto del accidente. Siempre que uno tiene que habérselas con la aristocracia las cosas se ponen feas. Y reconozcámoslo, por lo general a los policías se nos trata como si estuviéramos al mismo nivel social que los criados. Somos como las alcantarillas: cuanto más lejos, mejor. Somos necesarios en una sociedad imperfecta, pero no resultamos lo bastante dignos como para hacernos pasar al salón.

En otro momento Monk hubiera soltado una carcajada, pero ahora no sólo estaba preocupado sino que se sentía acuciado.

– ¿Por qué me ha elegido a mí? -quiso saber de pronto.

Evan se sintió francamente confundido y quiso disimular lo que parecía turbación con un formalismo.

– ¿Cómo dice?

– ¿Que por qué me ha elegido a mí? -repitió Monk con más acritud.

Aunque había notado que su voz subía de tono, no se sintió capaz de dominarla.

Evan bajó torpemente los ojos.

– ¿Quiere una respuesta sincera, señor? Aunque a buen seguro que usted la conoce tan bien como yo.

– Sí, quiero sinceridad. Se lo pido por favor. Evan lo miró directamente a los ojos, estaba nervioso y cohibido a un tiempo.

– Pues porque usted es el mejor detective de la comisaría y también el más ambicioso. Porque usted sabe vestir bien y hablar bien, porque si aquí hay alguien que pueda equipararse a los Shelburne, esa persona es usted. -Vaciló, se mordió los labios y continuó-: Y si usted fracasa, ya sea porque lo lía todo y no es capaz de encontrar al asesino o porque se enfrenta con lady Shelburne y ella presenta quejas a quien sea, hay algunos a quienes no les importaría que usted fuera degradado. Y lo que es peor, si resulta que el culpable es uno de la familia… y usted tiene que detenerlo…

Monk lo miró fijamente pero Evan no apartó los ojos. Monk sintió un estremecimiento de sorpresa.

– ¿Incluido Runcorn? -dijo con voz muy tranquila.

– Eso creo.

– ¿Y usted?

La sorpresa de Evans era más que evidente.

– No, yo no -dijo con toda sencillez y, aunque no protestó con vehemencia, Monk le creyó.

– Muy bien -dijo suspirando profundamente-. Mañana iremos a ver al señor Yeats.

– Sí, señor. -Evan sonrió, contento de haber dejado atrás aquel mal momento-. Estaré aquí a las ocho.

Monk protestó en su fuero interno por la hora, pero tuvo que aceptar. Le dio las buenas noches y se fue a su casa.

Ya en la calle, sin siquiera advertirlo, echó a andar en dirección contraria, hacia la iglesia de St. Marylebone. Estaba a más de dos millas de distancia y se sentía cansado. Había caminado mucho en Shelburne; le dolían las piernas, y tenía llagados los pies. Paró un coche, y a la pregunta del cochero Monk respondió dándole la dirección de la iglesia.

Reinaba una gran paz en el interior de la misma, que estaba bañado por la luz tenue que filtraban las ventanas, que se iban oscureciendo por momentos. Los candelabros proyectaban pequeños halos amarillos.

¿Por qué había ido a la iglesia? En las habitaciones de su casa disponía también de toda la paz y el silencio que le eran necesarios, y, desde luego, no pensaba conscientemente en Dios. Se sentó en uno de los bancos.

¿Por qué había ido a aquel lugar? Por mucho que se hubiera entregado a su trabajo y a sus ambiciones, seguramente tenía algún conocido, algún amigo… incluso algún enemigo. Era forzoso que su vida contara para alguien… aparte de Runcorn.

Llevaba largo rato sentado en la oscuridad, sin parar mientes en el tiempo, pugnando por recordar algo -un rostro, un nombre, un sentimiento incluso, algún hecho relacionado con su infancia, como aquel atisbo momentáneo que había tenido en Shelburne-, cuando de pronto vio a la misma joven vestida de negro, de pie y a pocos pasos de distancia.

Tuvo un sobresalto. ¡Su imagen le resultaba tan viva y familiar! ¿O quizás era sólo que la encontraba encantadora, evocadora de cosas que deseaba sentir y deseaba recordar?

No era hermosa; ciertamente no lo era. Tenía una boca demasiado grande, unos ojos demasiado hundidos. Ella lo miró.

De pronto se asustó. ¿Acaso la conocía? ¿Se estaba mostrando grosero, más allá de toda medida, al no dirigirle la palabra? ¡Pero es que, con toda seguridad, él debía de conocer a todo tipo de gente, a personas de toda condición! Igual habría podido ser la hija de un obispo que una prostituta.

Pero no, con aquella cara no.

¡Qué absurdo! ¡También una ramera podía tener un rostro con ese calor, esa luz en los ojos! Por lo menos si era joven y la naturaleza no había impreso sus marcas en el rostro todavía.

Sin darse cuenta de lo que hacía, seguía mirándola.

– Buenas tardes, señor Monk-le dijo ella lentamente, parpadeando como si se sintiera cohibida. Él se puso de pie.

– Buenas tardes, señora.

Monk no tenía idea de cómo se llamaba, y sentía verdadero pánico, deseando no haber tenido la ocurrencia de ir a la iglesia. ¿Qué podía decirle? ¿Hasta qué punto se conocían? Monk sintió que el cuerpo se le empapaba de sudor, se notó la lengua seca, sus pensamientos se amalgamaron en una masa embrollada e indecible.

– ¡Hace tanto tiempo que no sé nada de usted! -prosiguió ella-. Ya había empezado a temer que hubiera descubierto algo que no se atreviera a comunicarme.

¡Que si había descubierto algo! ¿Acaso estaba relacionada con algún caso? Debía de tratarse de algo antiguo; sólo había trabajado en el asunto de Joscelin Grey desde que había vuelto y antes de eso, el accidente. Quiso decir algo que no lo comprometiera y que, pese a todo, tuviera sentido.

– No, lamento no haber descubierto nada nuevo. -Su voz sonó áspera, poco natural a sus propios oídos. ¡Ojalá que no le sonara igual a ella!

– ¡Oh! -Ella bajó los ojos. Fue como si de pronto no supiera qué decir; después volvió a levantar la cabeza y lo miró abiertamente. Monk vio que tenía unos ojos muy oscuros, no castaños sino de una multitud de matices oscuros-. Dígame la verdad, señor Monk, sea la que fuere. Aunque se trate de un suicidio y obedezca a la razón que sea, prefiero saberlo.

– Es la verdad -dijo él con sencillez-. Hace unas siete semanas sufrí un accidente. Iba en coche y se volcó, me rompí el brazo y las costillas y me fracturé el cráneo. Yo ni siquiera lo recuerdo. Estuve casi un mes en el hospital y después fui a casa de mi hermana, que vive en el norte, para recuperar fuerzas. Me temo que no he hecho gran cosa desde entonces.

– ¡Dios mío! -exclamó ella con el rostro crispado por la preocupación-. ¡Cuánto lo siento! ¿Y ahora está bien? ¿Seguro que está mejor?

Pareció muy afectada y, aunque en el fondo era absurdo, Monk se sintió reconfortado con su preocupación. Expulsó de sus pensamientos la idea de que en ella pudiera tratarse simplemente de compasión o de cortesía.

– Sí, sí gracias, pero aún tengo lagunas en la memoria.

¿Por qué se lo había dicho? ¿Tal vez para explicar su comportamiento en caso de que la afectase? Monk se dijo que estaba centrándose demasiado en sí mismo. ¿Por qué aquella mujer había de preocuparse por él más allá de lo que aconsejaba la cortesía? Recordó el domingo anterior, vestía de negro también entonces, aunque la tela de su vestido era cara, de seda y muy elegante. El hombre al que había visto acompañarla llevaba una ropa que Monk no habría podido permitirse. ¿Era su marido? Aquella posibilidad le resultaba profundamente deprimente, penosa incluso. No se detuvo a pensar en la otra mujer.

– ¡Oh! -A ella volvían a faltarle las palabras.

Monk se afanaba tratando de encontrar una pista, intensamente consciente de su presencia e incluso, le pareció, del perfume que llevaba, pese a que era tenue y ella estaba a varios metros de distancia. ¿O eran todo imaginaciones suyas?

– ¿Qué fue lo último que le dije? -le preguntó Monk-. Me refiero…

Ni siquiera sabía qué quería decir.

Pero ella respondió sin el menor titubeo.

– No mucho. Me dijo que era evidente que papá había descubierto que el negocio era fraudulento pero que usted no sabía si lo había comunicado a los demás socios. Que usted se había entrevistado con alguien, aunque no mencionó su nombre, y que había un tal señor Robinson que desaparecía cada vez que usted andaba tras sus pasos. -Los rasgos de su rostro se tensaron-. Me dijo que no sabía si ellos habían asesinado a papá para taparle la boca o si él, por vergüenza, se había quitado la vida. Tal vez me equivoqué pidiéndole que averiguara la verdad. Me parecía espantoso que papá hubiera elegido este procedimiento en lugar de luchar abiertamente y de echarles en cara lo que eran. ¡No es ningún crimen que a uno le engañen! -En aquel momento brilló en sus ojos una chispa de cólera, como si pugnara por dominarse-. Yo quería creer que él habría luchado por su vida, que se habría peleado con ellos, que habría dado la cara ante sus amigos, incluso los que habían perdido dinero, en lugar de…

Se calló porque, de haber seguido, se habría echado a llorar. Se mantuvo muy quieta, tragando saliva con dificultad.

– Lo siento mucho -dijo Monk en un susurro.

Habría querido tocarla, pero sentía agudamente la distancia que los separaba. Habría sido una familiaridad excesiva y habría estropeado la confianza del momento, la ilusión de intimidad.

Ella esperó un momento más, como si aguardara algo que no llegó a producirse, hasta que por fin abandonó tal espera.

– Gracias. Estoy segura de que ha hecho lo que ha podido. Tal vez vi lo que quise ver.

Hubo movimiento en el extremo opuesto del pasillo, cerca de la puerta de la iglesia, y entonces apareció el vicario con su aire distraído y detrás de él aquella otra mujer de rostro tan peculiar que Monk viera la primera vez en la iglesia. También en esta ocasión iba vestida de oscuro, pero sus ropas eran sencillas y llevaba su espesa cabellera, peinada en una ligera onda, echada para atrás, más por comodidad que por obediencia a la moda.

– Señora Latterly, ¿es usted, verdad? -preguntó el vicario escudriñando en la oscuridad-. ¿Qué hace aquí sola? No debe obsesionarse tanto, ¿sabe usted?-de pronto vio a Monk-. ¡Oh, perdone, no había notado que estaba acompañada!

– Es el señor Monk -dijo ella a manera de explicación-. Pertenece al cuerpo de policía. Tuvo la amabilidad de ayudarnos cuando papá… murió.

El vicario observó a Monk con aire crítico.

– ¡Mi querida hija, le aseguro que sería mejor para todos que olvidara este asunto! Está bien observar el luto, pero dejemos que su pobre suegro descanse en paz. -Hizo la señal de la cruz en el aire con gesto ausente-. Sí, en paz.

Monk se puso en pie. Señora Latterly; o sea que estaba casada… ¿o viuda? Era absurdo que se ocupara en tales pensamientos.

– Si tuviese conocimiento de algún hecho nuevo, señora Latterly, ¿querrá que le pase la información?-dijo con voz tensa y un poco ahogada.

No quería perder contacto con ella ni que desapareciera en su pasado con todo lo demás. Quizá no descubriese nada, pero Monk debía saber dónde encontrarla, tener un motivo para verla.

Ella lo miró largo rato, indecisa, luchando consigo misma: después, habló con cautela.

– Sí, por favor, tenga la amabilidad, ¡pero recuerde sobre todo su promesa! Buenas noches.

Dio media vuelta y rozó con la falda los pies de Monk.

– Buenas noches, vicario -añadió-. Vamos, Hester, ya es hora de volver a casa. Charles debe de estar esperándonos para cenar.

Y se dirigió lentamente hacia la puerta. Monk la observó alejarse cogida del brazo de la otra mujer y tuvo la sensación de que se había llevado la luz con ella.


Una vez en la calle, bajo el aire cortante de la tarde, Hester Latterly se volvió a su cuñada.

– Creo que ya es hora de que te expliques, Imogen -le dijo con voz tranquila pero un tanto perentoria-. ¿Se puede saber quién es este hombre?

– Está con la policía -replicó Imogen caminando con viveza hacia el coche, que las esperaba junto al bordillo.

El cochero bajó del pescante, abrió la puerta y ayudó a subir a las señoras, primero a Imogen y después a Hester. Las dos ignoraron aquel gesto de cortesía, que se daba por descontado. Hester se arregló la falda para ponerse cómoda, mientras Imogen hacía lo propia para evitar que se arrugara la tela.

– ¿Qué significa esto de que está «con» la policía? -preguntó Hester mientras el coche se ponía en marcha-. A la policía no es preciso acompañarla. ¡Lo dices de una manera que parece un acontecimiento social! Algo así como: «La señorita Smith estará esta noche con el señor Jones.»

– Anda, no seas pedante -la censuró Imogen-. Se podría decir lo mismo de una criada: «Tilly está actualmente con los Robinson.»

Hester levantó las cejas.

– ¡Ah, vaya! O sea que este hombre hace de criado de la policía.

Imogen se quedó en silencio.

– Lo siento -dijo Hester finalmente-, sé que hay algo que te tiene fuera de sí, pero me siento impotente porque no sé de qué se trata.

Imogen extendió la mano hacia Hester y apretó con fuerza la de ésta.

– No es nada -protestó, aunque en voz tan baja que el ruido producido por el traqueteo del carruaje, los golpes de los cascos sobre el empedrado y el alboroto de la calle lo hicieron apenas audible-, la muerte de papá, y sus consecuencias. Ninguno de nosotros ha conseguido todavía superar el disgusto y no sabes cómo aprecio que lo hayas dejado todo para venir a mi casa a hacerme compañía.

– No podía hacer otra cosa -dijo Hester con absoluta sinceridad, aunque su trabajo en los hospitales de Crimea la había transformado hasta un grado tal que ni Imogen ni Charles habrían podido siquiera suponer.

Había sido un profundo sentimiento del deber lo que la había empujado a renunciar a su trabajo de enfermera y aquel ardiente deseo de mejorar, reformar y curar que había movido no sólo a la señorita Nightingale sino también a muchas otras mujeres. Pero primero la muerte de su padre y, al cabo de poquísimas semanas, la de su madre, habían convertido en inexcusable la obligación de regresar a casa por amor del luto obligado y para ayudar a su hermano y a la esposa de éste a cumplir con todas las servidumbres que había que atender. Por cierto que Charles, naturalmente se había ocupado de todo lo relativo a negocios y finanzas, pero además había que cerrar la casa, despedir a los criados, responder a una interminable retahíla de cartas, distribuir ropa entre los necesitados, hacer llegar a sus destinatarios los legados de carácter personal y celebrar las interminables ceremonias sociales que era imprescindible observar. Habría sido una innegable injusticia dejar que Imogen cargara sobre sus espaldas tan pesadas responsabilidades.

Hester no había titubeado un solo momento y se había limitado a presentar sus respetos y, recogiendo su escueto equipaje, se había embarcado al momento.

El cambio había resultado extraordinario, después de los años de desesperación vividos en Crimea y de los inenarrables sufrimientos que se había visto obligada a presenciar, la agonía de los heridos, los cadáveres destrozados por las balas y los sablazos y, lo que para ella había sido todavía más desgarrador, la visión de aquellos en los que se había cebado la enfermedad, los acerbos dolores y las náuseas del cólera, el tifus y la disentería, el frío y el hambre. Y lo que ya la había enfurecido por encima de todos los límites posibles, la asombrosa incompetencia.

Como aquel puñado de mujeres, ella había trabajado hasta el agotamiento, limpiando los desechos humanos en lugares en que no existían instalaciones sanitarias, y los excrementos de los más desvalidos, que hacían sus necesidades en el suelo desde donde se filtraban sobre los desgraciados que yacían amontonados en los sótanos de las casas. Había atendido a hombres que deliraban a causa de la fiebre, víctimas de la gangrena, con los miembros amputados por disparos de mosquetes, de cañonazos, por golpes de sable, e incluso por la congelación en los desprotegidos y temibles vivaques de los campamentos de invierno, donde hombres y caballos habían muerto por millares. Había ayudado en el parto a mujeres hambrientas, abandonadas por el ejército, había enterrado a muchos recién nacidos y había tenido que consolar a los huérfanos.

Y cuando ya no podía seguir dispensando piedad, había dedicado sus últimas energías a manifestar su indignación y a denunciar la insensata y absurda ineficacia de los mandos, que a sus ojos no tenían ni el más mínimo atisbo de sentido común, y ni mucho menos capacidad de organización.

Había perdido a un hermano y a muchos amigos, el más íntimo de los cuales, Alan Russell, brillante corresponsal de guerra que había escrito en los periódicos de su país amargas verdades acerca de una de las campañas más valerosas y temerarias que se han librado jamás. Había compartido sus opiniones con ella y hasta se las había dejado leer, una vez escritas, antes de enviarlas por correo.

Presa ya de las agonías de la fiebre, le había dictado la última carta, que ella se había encargado de enviar. Cuando él murió en el hospital de Shkodér, impulsada por la profunda emoción que sentía, ella misma había escrito un despacho que había firmado con el nombre de Alan como si todavía estuviera vivo.

Su despacho fue aceptado y publicado. A partir de los relatos de heridos y enfermos, Hester fue conociendo detalles de las batallas, los asedios y los combates en el frente, las espeluznantes cargas y las interminables semanas de aburrimiento, y a aquel primer despacho siguieron otros, todos ellos firmados por Alan. En medio de la confusión reinante, nadie se dio ni cuenta.

Ahora, de vuelta en el hogar, en el más que sobrio, ordenado y respetable luto que reinaba en casa de su hermano por la muerte de sus padres, vestía de negro como si aquéllas fueran las únicas pérdidas que lamentar, sin tener otra cosa que hacer que llevar una vida tranquila dedicada al bordado, a la redacción de cartas y a discretas obras de caridad en las instituciones sociales locales. Y por supuesto, reducida a la obediencia de las continuas y un tanto pomposas órdenes que le daba Charles con respecto a lo que debía hacer, a cómo debía hacerlo y cuándo. Le resultaba casi insoportable. Era como estar impedida de movimientos. Estaba acostumbrada a ejercer la autoridad, a tomar decisiones y a encontrarse en el ojo del huracán, aunque fuera al precio del agotamiento, de amargas frustraciones, de sentirse llena de ira y piedad, y de sentir que los demás la necesitaban desesperadamente.

Pero Charles se exasperaba porque ni la entendía ni comprendía el cambio que se había producido en ella, en aquella muchacha reflexiva e intelectual que había sido en otro tiempo, y porque empezaba a perder la esperanza de que ningún hombre respetable se brindase a casarse con ella. La idea de que su hermana tuviera que vivir el resto de su vida bajo su mismo techo le resultaba francamente fastidiosa.

La perspectiva tampoco gustaba á Hester, aunque no entraba en sus planes que llegase a convertirse en realidad. Mientras Imogen la necesitara, no se movería de su lado, pero después pensaría en su futuro y en las posibilidades que le brindaba.

Sin embargo, sentada en el coche al lado de Imogen y mientras circulaban por sombrías calles, supo de pronto sin lugar a dudas que algo muy importante perturbaba a su cuñada, algo que por las razones que fuera Imogen mantenía en secreto sin la menor intención de decírselo ni a Charles ni a ella, algo cuyo peso soportaría ella sola. Era más que una pesadumbre, era algo que venía del pasado pero que se proyectaba hacia el futuro.

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