– Buenos días, señorita Latterly -la saludó Fabia fríamente al verla entrar en el salón el día siguiente alrededor de las diez y cuarto.
Iba muy elegante y aparentaba un aire frágil, parecía estar a punto de salir. Echó una rápida ojeada a Hester como evaluando el más que sencillo vestido de muselina que llevaba y después se volvió a Rosamond, que afectaba estar muy ocupada aguijoneando el tambor de bordar.
– Buenos días, Rosamond. Espero que te encuentres bien. Como hace un día estupendo, creo que deberíamos aprovechar la oportunidad para hacer la visita a las familias necesitadas del pueblo. Hace tiempo que no cumplimos con este deber, que te corresponde más a ti que a mí.
Al escuchar aquella censura, a Rosamond se le subieron los colores a la cara. Levantó rápidamente la barbilla revelando con el gesto a Hester que detrás del mismo había más cosas de las que se veían a primera vista. La familia estaba de luto y era evidente que la persona que había sentido mayormente la pérdida de Joscelin había sido Fabia, por lo menos juzgando la situación superficialmente. ¿No sería que Rosamond había tratado de reanudar la vida normal demasiado rápidamente y era este el modo como Fabia le indicaba que sólo ahora había llegado el momento de hacerlo?
– Por supuesto, mamá -respondió Rosamond sin levantar los ojos de la labor.
– Seguro que la señorita Latterly también querrá acompañarnos -añadió Fabia sin molestarse en consultarla-. Saldremos a las once. Así tendrá tiempo para vestirse como corresponde. Aunque hoy hace mucho calor… no ceda a la tentación de olvidar su rango. -Y con aquella amonestación, dispensada con una sonrisa glacial, se volvió y las dejó, deteniéndose un momento en la puerta para añadir-: Podríamos aprovechar la ocasión para comer con el general Wadham y Úrsula. -Y dicho esto salió.
Rosamond arrojó el aro en el costurero pero no acertó y éste fue a dar en el suelo.
– ¡Maldita sea! -dijo por lo bajo pero, al sorprender los ojos de Hester, se disculpó. Hester le sonrió.
– ¡Por favor! -dijo Hester con la mayor franqueza-. Tener que hacer el papelito de lady Dadivosa por los alrededores de la finca justifica de sobra que hasta el más pintado recurra a un lenguaje más propio de los establos o de los cuarteles que de los salones. Un simple «¡maldita sea!» es más bien delicado.
– ¿Echa de menos Crimea desde su regreso? -dijo Rosamond de pronto con ojos ávidos y como si temiera la respuesta-. Me refiero… -Apartó la mirada un tanto confundida y encontrando difícil pronunciar unas palabras que sólo hacía un momento tenía en la punta de la lengua.
Hester imaginó lo que había de ser para Rosamond toda una sucesión interminable de días tratando de ser amable con Fabia, ocupándose sólo de aquellos aspectos triviales de la administración doméstica que le estaban permitidos, teniendo que esperar a que muriera Fabia para sentirse en su propia casa; quién sabe si aún entonces el espíritu de Fabia seguiría rondando por la casa, en la que había dejado un sello indeleble a través de todas sus pertenencias, incluidos el mobiliario y la decoración. Seguiría habiendo visitas matinales, comidas con personas de posición, es decir, de cuna y rango similar, visitas a la gente menesterosa… y, ya en plena temporada, bailes, carreras en Ascot, regatas en Henley y, en invierno, cacerías. En el mejor de los casos, una manera agradable de matar el tiempo; en el peor, tedio absoluto pero siempre cosas sin sentido alguno.
Rosamond, sin embargo, no merecía una mentira, ni siquiera en su soledad… como tampoco merecía disgustarse al conocer la verdadera opinión que tenía Hester. Porque aquella visión de la verdad era la de Hester, Rosamond podía tener otra diferente.
– Sí, a veces echo de menos Crimea -dijo Hester con una leve sonrisa-, pero no se pueden soportar mucho tiempo estas guerras porque son terribles, son guerras de verdad. A nadie le gusta pasar frío, no poderse lavar y estar siempre tan agotada que parece que te hayan pegado una paliza… y tampoco es agradable tener que comer lo que comen los soldados. La sensación de sentirse útil de verdad es una de las más maravillosas de la vida, pero también se puede experimentar en sitios menos inclementes y tengo la plena seguridad de que los encontraré fácilmente sin salir de Inglaterra.
– ¡Qué generosa! -exclamó Rosamond con cordialidad y volviendo a mirar a Hester a los ojos-. Reconozco que no la creía tan considerada. -Se puso en pie-. Bueno, supongo que ha llegado el momento de ir a vestirse como corresponde para hacer la visita. ¿Tiene usted algún vestido modesto y sin pretensiones, sin que por ello quede rebajada su dignidad? -Reprimió una risita, que transformó en una tos-. ¡Huy, perdone, vaya pregunta torpe la mía!
– Sí… se puede decir que casi toda mi ropa reúne estas condiciones -replicó Hester con sonrisa divertida-. Todos mis vestidos son verde oscuro y azul cansado… color de tinta descolorida. ¿Serán lo bastante apropiados?
– ¡Perfecto! ¡Vamos!
Menard llevó a las tres en el coche descubierto. Recorrieron rápidamente el camino que, a través del parque, conducía hasta el límite de la finca y, después de atravesar espesos trigales, Menard se dirigió al pueblo, la aguja de cuya iglesia asomaba más allá de las suaves ondulaciones de una colina. Era evidente que a Menard le encantaba llevar el caballo y que lo hacía con esa pericia que sólo se consigue tras mucha práctica. No intentó siquiera dar conversación a las señoras, como si diera por sentado que la belleza del paisaje, el cielo y los árboles debían bastarles a ellas como le bastaban a él.
Hester lo observaba y dejaba la conversación para Rosamond y Fabia. Observó sus manos fuertes pero capaces de sostener las riendas con suavidad, su equilibrio, la evidente reserva de su expresión. La ronda diaria de las obligaciones que le imponía la finca no era una cárcel para él. Desde que estaba en Shelburne, Hester había tenido ocasión de reparar en su aire concentrado, descontento a veces, así como en una cierta tensión en sus músculos, una contracción nerviosa que le recordaba a los oficiales la noche antes de la batalla, aunque había observado que esto sólo le ocurría cuando estaban todos sentados a la mesa y Fabia delataba con sus palabras el dolor de su soledad, como si Joscelin hubiera sido la única persona de la familia a quien ella amara de manera incondicional.
La primera casa a cuya puerta llamaron fue la de un labriego que habitaba una minúscula casucha en las afueras del pueblo. En la planta baja había una sola habitación en la que se hacinaban la mujer, con la piel requemada por el sol y vestida de harapos, y sus siete hijos, que en aquel momento compartían una hogaza de pan untada con grasa de cerdo. Por debajo de las rústicas batas que les cubrían el cuerpo les asomaban las piernecillas delgadas y sucias y los pies descalzos, y era evidente que acababan de entrar en la casa después de trabajar en la huerta o en el campo. Incluso la más pequeña, que no debía de tener más de tres o cuatro años, tenía en las manos las manchas que le había dejado la fruta que había estado recolectando.
Fabia hizo unas preguntas a la mujer y pasó enseguida a darle consejos prácticos de economía doméstica y sobre la forma de tratar el garrotillo, todo lo cual escuchó la mujer con respetuoso silencioso. Hester se sentía abochornada ante los aires de superioridad que se daba Fabia, aunque hubo de hacerse la reflexión de que aquél era un aspecto de la vida que no había variado sustancialmente desde hacía más de mil años y que ambas partes parecían satisfechas con el papel que les había correspondido en el reparto; Hester no supo decirse qué otra relación habría podido ocupar el lugar de aquélla.
Rosamond habló con la hija mayor y, sacándose la ancha cinta rosa que llevaba en el sombrero, se la dio y le sujetó con ella los cabellos, cosa que encantó a la pequeña y al mismo tiempo la llenó de vergüenza.
Menard se había quedado pacientemente junto al caballo, con el que estuvo hablando unos momentos en voz baja, antes de sumirse en un cómodo silencio. El sol le daba de lleno en la cara y ponía de relieve unas finas arrugas de angustia en torno a sus ojos y a su boca y otras más profundas que había dejado impresas el dolor. Se veía que estaba en su ambiente en aquellas ricas tierras, bajo aquellos grandes árboles, rodeado por el viento y los feraces campos, y a Hester le pareció descubrir de pronto en él a un hombre que nada tenía que ver con el impasible y resentido segundón qué era en Shelburne Hall. Se preguntó si Fabia se habría dignado advertir alguna vez aquel cambio que se operaba en él. ¿O acaso no apartaba nunca de sus pensamientos el risueño encanto de Joscelin y esto no le dejaba ver nada más?
La segunda visita fue esencialmente similar a la primera, si bien esta vez la familia estaba compuesta por una anciana desdentada y un viejo que estaba borracho o padecía alguna enfermedad que le afectaba el habla y el movimiento.
Fabia se dirigió al hombre con enérgicas e impersonales palabras de ánimo que él pareció ignorar; en cuanto Fabia le volvió la espalda, Hester vio que el viejo le dedicaba una mueca. La vieja hizo una reverencia tras ser obsequiada con dos jarras de crema de limón, después de lo cual las tres mujeres volvieron a montar en el coche descubierto y prosiguieron su camino.
Menard las dejó para dirigirse a los campos, en los que las espigas ya estaban maduras y los labriegos hundían profundamente las hoces mientras el sol les daba en la espalda, tostándoles los brazos y haciendo que el sudor les empapara la piel. Hablaron profundamente en torno al tiempo, a la estación, a la dirección del viento y al momento en que posiblemente empezaría a llover. El olor a trigo y a paja recién cortada en un día de calor era una de las sensaciones más dulces que Hester había experimentado. De pie, bajo la luz brillante, con el rostro levantado hacia el cielo, sentía el hormigueo que el calor le producía en la piel. Después contempló el color de oro viejo que cubría la tierra, pensó en todos aquellos que se habían precipitado a morir por aquella tierra e hizo votos para que sus descendientes supiesen conservarla como un tesoro y mirarla no sólo con los ojos sino también con el corazón.
La comida fue harina de otro costal. El recibimiento fue cortés pero, así que el general Wadham vio a Hester, la cordialidad desapareció de su rostro bermejo y sus modales se hicieron exageradamente formales.
– Buenos días, señorita Latterly. ¡Qué amable ha sido al venir! Úrsula estará encantada de tenerla a nuestra mesa.
– Gracias, señor -replicó ella adoptando un tono igualmente amable-. Es usted muy generoso.
Úrsula no pareció precisamente encantada de ver al grupo y no pudo disimular su contrariedad al enterarse de que Menard había preferido quedarse con los labriegos que departir con ellos en el comedor de su casa.
La comida fue ligera: pescado de río hervido con salsa de alcaparras, pastel frío de caza acompañado de verduras y, como remate, sorbete y un surtido de frutas, seguidos de un excelente queso Stilton.
Era evidente que el general Wadham no había olvidado ni perdonado la derrota que había sufrido a manos de Hester en su anterior encuentro. Sus ojos glaciales, casi vítreos, se encontraron varias veces con los de Hester por encima de las angarillas antes de que se decidiera a plantear batalla de nuevo, aprovechando un punto muerto de la conversación entre los comentarios de Fabia sobre las rosas y las consideraciones de Úrsula con respecto a si el señor Danbury se casaría con la señorita Fothergill o con la señorita Ames.
– La señorita Ames es una jovencita encantadora -observó el general con la mirada puesta en Hester- y una consumada amazona que se comporta como un hombre en las cacerías. Tiene un gran valor. Y además es elegante, primorosamente elegante. -Echó una ojeada crítica al vestido verde oscuro de Hester-. Su abuelo murió en la guerra peninsular, en La Corana, en 1810. Supongo que usted no estuvo en esa guerra, ¿verdad, señorita Latterly? La fecha la pilla un poco lejos, me parece. -Y sonrió como quien acaba de decir una cosa graciosa y oportuna.
– Fue en 1809 -lo corrigió Hester-, antes de Talavera y después de Vimiero y de la Convención de Sintra. En cuanto a lo demás, tiene usted razón: yo no estaba.
El general se puso escarlata. Se tragó una espina, se atragantó y comenzó a toser tapándose la boca con la servilleta.
Fabia, lívida de indignación, le pasó un vaso de agua.
Hester, más experta, lo apartó al momento y le dio un trozo de pan.
El general masticó el pan, que envolvió la espina y permitió que se deslizara sin más contratiempos garganta abajo.
– Gracias -dijo el general a Hester con frialdad, bebiendo el agua a continuación.
– Me complace haberle sido de utilidad -replicó Hester cortésmente-. Tragarse una espina es una experiencia de lo más desagradable, y puede suceder tan fácilmente… incluso tomando los mejores pescados. Y doy fe de que éste es delicioso.
Fabia musitó alguna blasfemura inaudible entre dientes, y Rosamond se lanzó a una repentina y exagerada entusiasta rememoración de la fiesta organizada por el vicario aquel verano.
Después, Fabia manifestó que prefería quedarse en compañía de Úrsula y el general, y Rosamond urgió a Hester a continuar las visitas de caridad; camino del carruaje Rosamond le murmuró a Hester por lo bajo furtivamente y con una cierta timidez:
– Ha sido terrible. A veces usted me recuerda a Joscelin. Solía tener salidas parecidas, que me hacían reír mucho.
– No me ha parecido que se riera -dijo Hester con toda franqueza montando en el coche detrás de ella y olvidándose de arreglarse los pliegues de la falda.
– No, claro -dijo Rosamond empuñando las riendas e incitando al caballo a echar a andar-, mejor que nadie se dé cuenta. Volverá a venir a vernos otra vez, ¿verdad?
– No me parece que vayan a volver a invitarme -dijo Hester bastante apesadumbrada.
– Claro que la invitarán. Seguro que tía Callandra la invita. He visto que la quiere mucho… y sé que a veces se aburre con nosotros. ¿Conocía usted al coronel Daviot?
– No. -Hester lamentó por vez primera no haberlo conocido. Había visto su retrato y sabía que era un hombre corpulento y de porte erguido, con unos rasgos enérgicos que revelaban a la vez ingenio y temperamento-. No, no lo conocí.
Rosamond azuzó al caballo y se lanzaron a la carrera a través del camino, con las ruedas rebotando en los baches.
– Era muy simpático -dijo Rosamond con la mirada al frente-. A veces. Solía reírse ruidosamente cuando estaba contento, pero de cuando en cuando hacía gala de un carácter intratable, y se ponía muy autoritario… incluso con tía Callandra. Se entrometía en todo, y hasta le decía cómo tenía que hacer las cosas… cuando le daba por ahí. Pero después se le olvidaba y dejaba que ella arreglara el fregado,
Frenó un poco al caballo para gobernarlo mejor.
– Era muy generoso -añadió-, jamás traicionaba la confianza de un amigo. Era el mejor jinete que he visto en mi vida, infinitamente mejor que Menard y Lovel… e infinitamente mejor que el general Wadham. -El viento le había alborotado el cabello, pero parecía no importarle, de pronto se echó a reír como una loca-. No se tragaban.
Lo que acababa de decirle Rosamond le reveló algo de Callandra que Hester no había imaginado: soledad en libertad, lo que explicaba por qué no había siquiera considerado la idea de volverse a casar. ¿Quién habría podido suceder a un hombre tan individualista como aquél? Y ahora que se había acostumbrado a su independencia, tal vez los placeres de la libertad le pareciesen cada vez más preciosos. ¿No habría sido, quizá, más infeliz de lo que Hester deducía con sus juicios precipitados y superficiales?
Sonrió como dando a entender que había oído la última observación que acababa de hacer Rosamond, y después cambió de tema. Llegaron a la pequeña aldea donde debían continuar las visitas y no regresaron hasta última hora, en medio del calor y el azul y el oro de la tarde, pasando a través de los feraces campos y junto a los campesinos, que seguían con la espalda doblada y los brazos desnudos. Hester disfrutaba del aire fresco del paseo, del placer de pasar debajo de los enormes árboles que cubrían con sus ramas el angosto camino. No se oía otra cosa que el ruido apagado de los cascos del caballo, el siseo de las ruedas y el canto ocasional de algún pájaro. Sobre los rastrojos que los campesinos iban dejando atrás resplandecía una luz pálida, más oscura en las espigas enhiestas que todavía quedaban por segar. Unas cuantas nubes deshilachadas, frágiles como capullos de seda, se deslizaban a través del horizonte.
Hester observó las manos de Rosamond sujetar las riendas, observó su rostro hermoso y tenso y se preguntó si también ella veía aquella infinita belleza o sólo percibía su persistente uniformidad. Pero era una pregunta que no le podía hacer.
Hester pasó la tarde con Callandra en sus habitaciones y no cenó con la familia, pero al día siguiente tomó el desayuno en el comedor principal y Rosamond la saludó con evidente placer.
– ¿Le gustaría ver a mi hijo? -le dijo ruborizándose ligeramente por haberse atrevido a proponérselo y también porque era muy vulnerable.
– Claro que me gustaría -respondió Hester inmediatamente, sin poder decir otra cosa-, no hay nada que pueda gustarme más.
Probablemente era verdad. Aguardaba con aprensión su próximo encuentro con Fabia, y no deseaba volver a compartir una comida con el general Wadham ni volver a sus «buenas obras» para con los que Fabia consideraba «los pobres necesitados», ni le quedaban ganas de dar paseos por el parque por miedo a volver a encontrar al policía impertinente, cuyas observaciones habían sido tan inoportunas además de injustas.
– Así empezaré bien el día -añadió.
La habitación de los niños era muy luminosa, orientada al sur, llena de sol y decorada con tela de chintz. En ella había una sillita baja junto a la ventana, una mecedora cerca de la gran chimenea, que estaba perfectamente protegida por un parapeto y, provisionalmente, ya que el niño era tan pequeño, una cuna para los ratos que dormía durante el día. La niñera, que era una muchacha muy joven y guapa y con un cutis como la seda, estaba atareada dando de comer al pequeño, que debía de tener aproximadamente un año y medio de edad. Le iba dando trocitos de pan untados con mantequilla, que mojaba en un huevo pasado por agua. Hester y Rosamond no la interrumpieron, pero se quedaron observándola.
Era evidente que el niño, con un copete de cabellos rubios en la cabeza que parecía la cresta de un pájaro, lo estaba pasando en grande. Aceptaba, muy obediente, cada trozo de pan que le daba la chica, pero cada vez tenía las mejillas más hinchadas, hasta que, con los ojos brillantes, hizo una profunda aspiración y escupió todo lo que se había guardado en la boca, para consternación de la pobre niñera. El niño prorrumpió en risas tan sonoras que se le arreboló todo el rostro al tiempo que inclinaba el cuerpo hacia un lado de la silla, exultante de contento.
Rosamond se azoró, pero Hester se limitó a echarse a reír con el pequeño, mientras la niñera se restregaba con un paño húmedo el delantal que unos momentos antes estaba impecable.
– Señorito Harry, ¡esto no se hace! -le reprendió la niñera intentando mostrarse severa, aunque su voz no dejaba traslucir un verdadero enfado sino más bien exasperación porque el pequeño la había engañado una vez más.
– ¡Vaya niño malo estás hecho! -intervino Rosamond cogiéndolo en brazos, apretándolo contra su pecho y acercando a sus mejillas aquella cabecita rubia con su cresta de rizos.
El pequeño seguía riendo y al mismo tiempo, como si estuviera absolutamente seguro de su simpatía, espiaba a Hester por encima del hombro de su madre.
Pasaron una hora muy agradable en amigable conversación y después dejaron que la niñera cumpliera con sus obligaciones en tanto Rosamond mostraba a Hester la habitación grande de los niños, en la que Lovel, Menard y Joscelin habían jugado de niños. Todavía seguían en ella el caballo de balancín, los soldados de juguete, las espadas de madera, las cajas de música y el calidoscopio. Y también las casas de muñecas que había dejado una generación anterior de niñas, ¿quizá la de Callandra?
Pasaron después al cuarto de estudio, con sus pupitres y sus estantes de libros. Hester se encontró tomando en sus manos, al principio de manera irreflexiva, un cuaderno de impecable caligrafía, los primeros y esforzados intentos de un niño; después, a medida que fue avanzando hacia las redacciones de la adolescencia, fue quedándose absorta sin darse cuenta en la lectura de lo que había dejado escrito aquella misma mano infantil, ahora ya más madura. Se trataba de una redacción escrita en un estilo fluido y ágil, sorprendentemente penetrante para un niño de su edad por su profundo y agudo ingenio. El tema era una comida campestre familiar y, sin querer, a Hester se le escapó una sonrisa mientras leía, pese a que detectó también dosis de tristeza en el escrito, una lucidez y una percepción de la crueldad que se ocultaban tras la fachada del humor. No necesitaba leer el nombre que figuraba en el lomo para saber que el autor era Joscelin.
Encontró un cuaderno de Lovel y fue volviendo las páginas hasta descubrir una redacción de extensión similar. Rosamond entretanto revolvía un pupitre buscando unos poemas, por lo que Hester tuvo ocasión de leer sin prisas la redacción. Era un escrito manifiestamente inverosímil, inseguro y romántico, en el que imaginaba, más allá de la arboleda de Shelburne, un bosque donde podían llevarse a cabo grandes hazañas, y una mujer ideal, cortejada y amada con un sentimiento limpio y transparente, tan alejado de la realidad de las necesidades y dificultades humanas que a Hester se le humedecieron los ojos al pensar en las desilusiones que aquel muchacho habría de sufrir irremisiblemente.
Cerró aquellas páginas escritas con una tinta que el tiempo había descolorido y miró a Rosamond, su cabeza iluminada por el sol e inclinada sobre el escritorio mientras revolvía los cuadernos de deberes en busca de un determinado poema que seguramente era la plasmación de sus propios sueños. ¿Alcanzaban a ver, ella o Lovel, en las princesas y en los caballeros revestidos de armadura, a los seres falibles-y a veces débiles, a veces asustados, a menudo necios pero mucho más preciosos que había más allá de sus nobles apariencias, y que demandaban muchísimo más valor, generosidad y poder para merecer el perdón, que los seres que poblaban los sueños de juventud?
Hester quería encontrar la tercera redacción, la de Menard. Tardó unos minutos en localizar su cuaderno y poder leerla. La redacción era envarada, era evidente que tenía más dificultad en el manejo de las palabras, y toda ella rezumaba un amor apasionado al honor, a la fidelidad en la amistad y una visión de la historia como la cabalgata interminable de los orgullosos y los buenos, con inesperadas imágenes tomadas de las historias del rey Arturo. Era un escrito adocenado y ampuloso, aunque lleno de sinceridad, y Hester pensó que era difícil que el hombre que había escrito aquello siendo niño hubiera perdido aquellos valores que describía con tanto apasionamiento… y tanta torpeza.
Rosamond había encontrado por fin el poema y estaba tan absorta en él que no advirtió que Hester se le acercaba ni tampoco que lo leía por encima de su hombro. Era un poema de amor, anónimo, breve y muy tierno.
Hester apartó los ojos y se acercó a la puerta. No era cuestión de fisgar en aquello.
Rosamond cerró el cuaderno y la siguió al cabo de un momento. No sin esfuerzo, recuperó su alegría de momentos antes, aunque Hester hizo como que no se daba cuenta.
– Gracias por acompañarme -le dijo mientras volvían al rellano principal con sus enormes jardineras de flores-. Ha sido muy amable dedicándome su atención.
– No ha sido amabilidad -se apresuró a desmentirla Hester-. Ha sido un privilegio poder echar una ojeada al pasado desde los cuartos de los niños y las habitaciones de estudio. Debo darle las gracias por haberme dejado entrar. Y, por cierto, Harry es un encanto de niño. Es imposible no estar a gusto en su presencia.
Rosamond rió e hizo un gesto negativo con la mano, pero era evidente que se sentía halagada. Bajaron, juntas, la escalera y entraron en el comedor, donde ya estaba servida la comida y Lovel las estaba esperando. Se levantó cuando entraron y dio un paso en dirección a Rosamond. Pareció que iba a decir algo, pero se abstuvo.
Rosamond aguardaba con los ojos llenos de esperanza. Hester se odió a sí misma por permanecer allí, pero habría sido absurdo abandonar la habitación en aquel momento. La comida estaba a punto y el lacayo esperando para servirla. Sabía que Callandra estaba ausente porque había ido a visitar a una vieja amistad y que el motivo de aquel viaje era ayudarla, pero vio que tampoco estaba Fabia ni estaban puestos los cubiertos en el sitio que ocupaba habitualmente.
Lovel se dio cuenta de su mirada.
– Mamá no se encuentra bien -dijo con un ligero estremecimiento-. Se ha quedado en su habitación.
– ¡Cuánto lo siento! -exclamó, aunque de manera automática-. Supongo que no será nada serio.
– Espero que no -auguró Lovel y, tan pronto se hubieron sentado, ocupó la silla de costumbre e indicó al criado que podía servir a los comensales.
Rosamond tocó ligeramente con el pie a Hester por debajo de la mesa y ésta comprendió que la situación era delicada, por lo que inteligentemente optó por no insistir.
La conversación que mantuvieron durante la comida fue manida y trivial, aunque cargada de sobreentendidos, lo que permitió a Hester pensar en la redacción del niño, en aquel viejo poema y en todos los sueños y realidades en los que tantas cosas se deslizan de un sentido a otro y acaban perdiéndose.
Terminada la comida se excusó y fue a cumplir con lo que consideraba su obligación. Debía ir a ver a Fabia y excusarse con ella por haber estado grosera con el general Wadham. El hombre se lo tenía merecido, pero al fin y al cabo ella sólo era una invitada que vivía en casa de Fabia y no tenía por qué ponerla en situación embarazosa, tanto si había existido provocación como si no.
Mejor actuar inmediatamente, porque cuanto más tardara en decidirse, más difícil sería. Hester tema poca paciencia con las dolencias de tono menor; había visto demasiadas enfermedades desesperadas y su propia salud era muy buena, por lo que ignoraba lo enervante que puede ser un trastorno, por insignificante que sea, cuando se prolonga mucho tiempo.
Llamó a la puerta de Fabia y esperó hasta que oyó su voz autorizándole a entrar; entonces hizo girar el pomo y pasó.
La habitación era menos femenina de lo que había esperado. Era de color azul Wedgwood claro y estaba sobriamente amueblada, si se la comparaba con la agobiante abundancia de muebles que había en toda la casa. Sobre una mesa junto a la ventana había un jarrón de plata con un ramo de rosas en todo su esplendor y la cama tenía un dosel de muselina blanca, igual que la de las cortinas. En la pared frontera, donde la luz del sol llegaba a penas, colgaba un bello retrato de un hombre vestido con el uniforme de oficial de caballería. Era delgado y se mantenía muy erguido, con sus rubios cabellos sobre su amplia frente, ojos claros e inteligentes y una boca de labios inquietos y burlones. Hester pensó fugazmente que aquellos labios revelaban una cierta debilidad.
Fabia estaba sentada en la cama, llevaba una toquilla de satén azul sobre los hombros y el cabello cepillado y recogido a medias le caía, descolorido, sobre el pecho. Le pareció más delgada y mucho más vieja de lo que Hester creyó que la encontraría. Supo que no le resultaría difícil disculparse con ella viendo la soledad acumulada durante muchos años en aquel rostro lívido, la conciencia de una pérdida que sería imposible reparar.
– ¿Sí? -dijo Fabia con manifiesta frialdad.
– He venido a disculparme, lady Fabia -replicó Hester en voz baja-. Ayer estuve muy grosera con el general Wadham, para lo cual no hay excusas considerando que no soy más que una invitada. Lo siento de veras.
Las cejas de Fabia se levantaron por la sorpresa y sonrió apenas.
– Acepto sus disculpas y me sorprende que haya tenido la gentileza de venir a presentármelas. No me lo esperaba de usted. No suelo equivocarme con las jóvenes. -La sonrisa que dibujaron sus labios le levantó las comisuras por espacio de una fracción de segundo, infundiendo nueva vida a la expresión de su rostro y trayendo reminiscencias de la muchacha que fuera un día-. Fue para mí muy triste ver al general Wadham tan… tan abatido, aunque algo de bueno tuvo el incidente. La verdad es que es un viejo necio muy pagado de sí, y a veces me hastía con sus aires de superioridad.
Hester quedó tan sorprendida que le fue imposible articular palabra. Por primera vez desde que estaba en Shelburne Hall, Fabia le caía bien.
– Siéntese, si quiere -le dijo Fabia con un brillo de simpatía en los ojos.
– Gracias.
Hester se sentó en la silla del tocador tapizada de terciopelo azul y echó una ojeada a su alrededor, descubriendo otros cuadros más pequeños y unos cuan tos daguerrotipos en los que los personajes retratados estaban muy tiesos y amanerados debido al largo tiempo que llevaba captar la imagen. Entre ellos había un retrató de Rosamond y Lovel que correspondía probablemente al día de su boda. Rosamond aparecía en ella frágil y muy feliz y miraba directamente a la cámara, rebosante de esperanzas.
Sobre la otra cómoda había un antiguo daguerrotipo de un hombre de mediana edad con elegantes patillas, negros cabellos y un rostro engreído pero enigmático. Por su parecido con Joscelin, Hester dedujo que debía de tratarse del difunto lord Shelburne. Había también un esbozo a lápiz de los tres hermanos cuando eran niños: era un dibujo sentimental y los rasgos estaban un poco idealizados, como el recuerdo que se tiene de los veranos del pasado.
– Siento que no se encuentre bien -dijo Hester con voz queda-. ¿Puedo ayudarla en algo?
– No creo, no soy herida de guerra… por lo menos no de las guerras a las que usted está acostumbrada -replicó Fabia.
Hester no se lo discutió. Tenía en la punta de la lengua la réplica de que estaba acostumbrada a cuidar todo tipo de heridas, pero pensó que no habría sido justa: ella no había perdido un hijo y aquel hecho era el único sufrimiento de Fabia.
– Mi hermano mayor murió en la guerra de Crimea. -A Hester aún le resultaba doloroso pronunciar aquellas palabras.
Veía a George con sus pensamientos, veía su manera de andar, oía su risa; la imagen se disolvió de inmediato y dio paso al nítido recuerdo de los tres hermanos -ella, Charles y George- cuando eran niños. Sintió que las lágrimas se le agolpaban en la garganta y formaban en ella un nudo doloroso e insoportable.
– Y poco después murieron mi padre y mi madre -explicó atropelladamente-. ¿Podríamos hablar de otra cosa?
Por un momento Fabia pareció sorprendida. Lo había olvidado, pero ahora tenía ante sí una pena tan enorme como la suya.
– ¡Oh, amiga mía! ¡No sabe cuánto lo siento! Ya lo sé… usted ya lo había dicho, pero perdóneme. ¿Qué ha hecho esta mañana? ¿Le importaría sacar el coche más tarde? No costaría nada arreglarlo.
– Esta mañana he estado en el cuarto de los niños y he conocido a Harry -dijo Hester con una sonrisa y un parpadeo-. Es un niño guapísimo… -Y pasó a contar la anécdota.
Se quedó en Shelburne Hall bastantes días más; a veces daba largos paseos sola bajo aquel cielo ventoso y brillante. Aquel parque tenía una belleza que le gustaba inmensamente y le infundía una paz que había sentido en muy pocos sitios. Ahora estaba en condiciones de contemplar el futuro con mayor claridad y el consejo que Callandra le había dado y repetido en tantas ocasiones a lo largo de las muchas conversaciones que habían mantenido, le parecía más sensato cuantas más vueltas le daba. La tensión que reinaba entre las personas de la casa sufrió un cambio después de la cena con el general Wadham. El enfado más superficial se encubrió con las buenas maneras de costumbre si bien, a través de una multitud de pequeñas observaciones, Hester llegó a la conclusión de que la infelicidad constituía parte integrante y constante del tejido de las vidas de todos los miembros de aquella familia.
Fabia poseía un valor personal que podía estar formado mitad y mitad por aquella disciplina que era habitual en el sistema educativo a que había sido sometida y por el orgullo de no dejar que los demás descubrieran su vulnerabilidad. Era una mujer autocrática y hasta cierto punto egoísta, aunque ella habría sido la última en reconocerlo. Hester, sin embargo, había descubierto en su rostro, cuando no se sabía observada, toda la soledad que reflejaba en determinados momentos y a veces también, debajo de la anciana impecablemente vestida, un aturdimiento que dejaba al descubierto la niña que fuera un día. Era indudable que quería mucho a los dos hijos que le quedaban, pero no se avenía especialmente con ellos ni ninguno sabía cautivarla ni hacerla reír como Joscelin. Eran considerados con ella, pero no la halagaban, no sabían evocar con pequeñas atenciones aquellos días faustos en que había sido una mujer hermosa, centro de atención de las docenas de pretendientes que la cortejaban. Con la muerte de Joscelin, se le habían ido las ganas de vivir que tuviera en otros tiempos. Hester pasó muchas horas con Rosamond y simpatizó con ella, pero de un modo a la vez distante y exento de auténtica confianza. Las palabras de Callandra sobre la conveniencia de mostrar una sonrisa a la vez desafiante y protectora, se le hicieron presentes en varías ocasiones y de manera especial una tarde en que, sentadas junto a la chimenea, se entregaron a una conversación ligera y trivial. Úrsula Wadham estaba de visita, rebosante de entusiasmo y de planes para cuando se casara con Menard. Su parloteo era incesante y, aunque tenía a Rosamond sentada justo frente a ella, era evidente que no veía más allá de su cutis perfecto, su impecable peinado y el elegante vestido que llevaba. Rosamond, a sus ojos, poseía todo aquello que una mujer puede desear: un marido rico y con título nobiliario, un niño sano, belleza, buena salud y talento suficiente para destacar en el arte de agradar. ¿Qué más se podía pedir?
Hester oyó a Rosamond coincidir con Úrsula en todos aquellos planes suyos, en lo maravillosa que iba a ser su vida, en el futuro tan lisonjero que la esperaba, pero en el fondo de aquellos ojos oscuros no se veía brillar el fulgor de la confianza ni de la esperanza, sólo un sentimiento de pérdida, de soledad y algo así como el desesperado heroísmo del que persiste porque no sabe cómo retirarse. Sonreía porque sonreír la tranquilizaba, evitaba las preguntas, y le proporcionaba un manto protector de orgullo.
Lovel estaba muy ocupado. Por lo menos, tenía un propósito en la vida, y si trabajaba por satisfacerlo conseguía mantener a raya todo sentimiento sombrío. Únicamente en la mesa, a la hora de cenar, cuando toda la familia estaba reunida, alguna observación ocasional traicionaba la tácita convicción de que algo le había sido escamoteado, de que un precioso elemento que aparentemente le correspondía no era suyo realmente. El no lo habría llamado miedo -habría detestado la palabra y la habría rechazado lleno de horror- pero, al mirarlo por encima del lino impecable del mantel y del centelleo del cristal, Hester pensó que no podía ser otra cosa. Demasiadas veces había sido testigo del miedo, aunque oculto bajo formas diferentes, como cuando el peligro era físico, violento e inmediato. En un primer momento, siendo la amenaza tan distinta, no se le ocurrió más explicación que la indignación, pero al ver que persistía en el fondo de sus pensamientos y comprobar que seguía sin saber cómo llamarlo, de pronto contempló su otra cara, la del dolor interior, personal, afectivo y entonces supo que no era más que su versión familiar.
En el caso de Menard también había indignación, pero por la aguda conciencia de algo que él veía como una injusticia; algo que ya había quedado atrás, si bien algunos rescoldos seguían lacerándolo. ¿Le habría tocado enderezar los asuntos de Joscelin -el favorito de su madre- demasiadas veces, preservando a Fabia del conocimiento de la verdad, o sea, que Joscelin era un farsante? ¿O tal vez era a sí mismo a quien se había protegido, a sí mismo y al buen nombre de la familia?
Hester sólo se sentía a gusto con Callandra, aunque en una ocasión le dio por preguntarse si la serenidad que manaba de aquella mujer era fruto de muchos años de felicidad o de la resolución firme a no ceder a los elementos díscolos de su naturaleza, no un don sino un artificio.
En cierta ocasión en que estaban tomando una cena ligera en la sala de estar de Callandra en lugar de hacerlo en el ala principal de la casa, Callandra hizo una observación acerca de su marido, difunto desde hacía tiempo. Hester había dado siempre por sentado que el matrimonio había sido feliz, no porque lo supiera ni porque se lo hubiera dicho la interesada, sino por la paz que veía en Callandra.
Ahora se daba cuenta de cuan ciega había sido llegando a una conclusión tan miope.
Callandra debió de percibir aquella reflexión en la mirada de Hester, porque sus labios dibujaron una sonrisa burlona y en su rostro brilló una chispa de humor.
– Usted tiene un inmenso valor, Hester, y un deseo de vivir que constituye una riqueza que usted ahora no valora… pero créame, hija mía, si le digo que a veces me parece muy ingenua. Hay muchos tipos de desgracia y muchos tipos de entereza y no debería permitir que las que usted conoce entorpezcan su juicio sobre el valor de otras. Usted siente un intenso deseo, una verdadera pasión es más, de mejorar la vida de sus semejantes, pero no olvide que sólo puede ayudar de verdad & una persona ayudándola a ser lo que ya es, no convirtiéndola en lo que es usted. Oí que decía: «Yo que usted haría tal cosa o tal otra.» «Yo» no es «usted», y lo que es una solución para mí puede no serlo para usted.
Hester se acordó entonces de aquel detestable policía que la había tildado de dominadora, insoportable y otras lindezas.
Callandra sonrió.
– Recuerde, hija mía, que usted se enfrenta con el mundo tal como es, no como usted cree, quizá con toda la razón, que debería ser. Podrá conseguir muchísimas cosas sin necesidad de agredir para obtenerlas, con un poco de paciencia y algún pequeño halago. Deténgase a considerar qué es lo que quiere realmente, en lugar de entregarse a su indignación o a su vanidad para lanzarse al ataque. A menudo llegamos a conclusiones apasionadas cuando, si conociéramos las cosas, sostendríamos opiniones muy diferentes.
Hester se sintió tentada de soltar una carcajada, pese a haber entendido con mucha claridad lo que había dicho Callandra y haber percibido lo que había de verdad en sus palabras.
– Lo sé -admitió, presurosa, Callandra-. Me va más predicar que practicar pero, créame, cuando me interesa mucho una cosa hago acopio de paciencia, espero a que se presente la oportunidad y pienso en cómo puedo conseguirla.
– Intentaré hacerlo -prometió Hester llena de buenas intenciones-. Haré todo lo posible por no darle la razón a aquel policía imbécil… No, no se la daré.
– ¿Cómo dice?
– Me lo encontré un día paseando -explicó Hester- y me dijo que yo era arrogante y testaruda o algo parecido.
Las cejas de Callandra se arquearon sin que ella hiciera nada por disimular su sorpresa.
– ¿Tuvo valor? ¡Qué temeridad! Y qué suspicacia… teniendo en cuenta que fue un encuentro tan breve. ¿Puedo preguntarle qué opina usted del hombre?
– Pues que es un papa natas incompetente e insoportable.
– Cosa que, naturalmente, usted no dejó de decirle.
Hester le devolvió la mirada.
– ¡Puede estar segura!
– Desde luego. Pues yo creo que él se hizo de usted una idea más certera que usted de él. No lo tengo por un incompetente. La labor que tiene entre manos es sumamente difícil. Es seguro que había muchísimas personas que odiaban a Joscelin y tiene que ser extremadamente complicado para un policía, con todo lo que juega en su contra, descubrir quién pudo ser el autor… y más aún demostrarlo.
– O sea que usted piensa… -Hester dejó la frase colgada en el aire.
– Sí, eso pienso -replicó Callandra-. Y ahora ponga atención porque vamos a hablar de usted. Escribiré a unos amigos míos y casi podría asegurar que, si sabe refrenar la lengua, se abstiene de manifestar su opinión sobre los hombres en general y sobre los generales del ejército de Su Majestad en particular, le conseguiremos un puesto en la administración de un hospital que no sólo puede ser satisfactorio para usted sino también para los que tienen la desgracia de estar enfermos.
– Gracias -dijo Hester con una sonrisa-, le estoy muy agradecida. -Bajó un momento los ojos, los fijó en su regazo y seguidamente los levantó, brillantes, y miró a Callandra-. Quiero que sepa que no me importa caminar a una distancia de dos pasos detrás de un hombre siempre que el hombre camine dos pasos más aprisa que yo. Lo que aborrezco es que me aten los pies en aras de los convencionalismos… y tener que fingir que soy coja para halagar la vanidad de un hombre.
Callandra negó lentamente con la cabeza y a su rostro asomó una sonrisa divertida y a la vez una profunda tristeza.
– Lo sé, tal vez necesite caer unas cuantas veces y que otra persona tenga que levantarla para aprender lo que es un ritmo más equitativo. Pero no ande despacio sólo para tener compañía. ¡Eso nunca! Ni Dios querría ponerle un yugo para unirla a una persona inferior a usted, ya que con esto sólo se conseguiría que se destruyesen mutuamente… en realidad, Dios menos que nadie.
Hester se recostó en el respaldo y sonrió, levantó las rodillas y se las abrazó de una manera muy poco digna de una señorita.
– Quiero pensar que tendré que caer muchas veces, que me creerán necia, que provocaré la hilaridad de los que no me quieren bien… pero mejor esto que no intentarlo.
– Así es -admitió Callandra-, lo que pasa es que usted lo haría igualmente.