6

Hester Latterly estaba en el saloncito de la casa que tenía su hermano en Thanet Street, a poca distancia de Marylebone Road, contemplando a través de la ventana los carruajes que iban pasando. La vivienda era más pequeña y mucho menos acogedora que la casa solariega, enclavada en Regent Square, pero al morir su padre la habían tenido que vender. Siempre había imaginado que Charles e Imogen dejarían un día aquella casa y volverían a Regent Square, pero por lo visto el dinero necesario para el traslado había que emplearlo en otros asuntos y, aparte de éste, no les había correspondido otro capital en herencia a ninguno de los dos. Así pues, a la sazón vivía con Charles e Imogen y así se vería obligada a seguir mientras no estuviera en condiciones de hacer nada por su cuenta. Era precisamente la naturaleza de dichas condiciones lo que ocupaba sus pensamientos en aquel momento.

Sus opciones eran escasas. Se había dispuesto ya de las posesiones de sus padres, se habían escrito las cartas que había que escribir y se les habían facilitado excelentes referencias a los criados. Por fortuna, la mayoría había tenido oportunidad de encontrar nuevas colocaciones. A la única que le faltaba tomar una decisión era a Hester. Desde luego, Charles había insistido en que podía quedarse en la casa todo el tiempo que quisiera, es decir, indefinidamente si así se le antojaba. Pero semejante posibilidad la aterraba con sólo pensar en ella: convertirse en huésped permanente, sin oficio ni beneficio, una intrusa en lo que hubiera debido ser una casa reservada a marido y mujer y, con el tiempo, a sus hijos. No había nada que objetarle a una tía, pero tenerla en casa a la hora de desayunar, comer y cenar, todos los días de la semana, podía ser excesivo.

En la vida tenía que haber otras cosas aparte de aquélla.

Naturalmente, Charles había hablado de matrimonio pero, para decirlo con franqueza, tal como pintaban las cosas, Hester no representaba ni de lejos la idea que se hace la gente de un buen partido. Aunque de rasgos agradables, era muy alta y, debido a eso, sobrepasaba las cabezas de demasiados hombres, para satisfacción personal suya pero no para la de ellos. Con todo, ni tenía dote ni se hacía especiales ilusiones al respecto. Aunque su familia era de buena cuna, no tenía ninguna conexión con ninguna casa importante; en realidad era lo bastante distinguida como para tener aspiraciones y para no haber enseñado a sus hijas conocimiento que pudiera serles de utilidad, y a la vez no tan distinguida como para resultar apetecible solamente por la nobleza de su cuna.

Eran circunstancias que habrían quedado superadas de haber tenido una personalidad tan cautivadora como Imogen, pero éste no era el caso. Si Imogen era amable, condescendiente, discreta y grácil, Hester era áspera, desdeñosa con los hipócritas e intolerante con los indecisos o incompetentes y nada proclive a perdonar la estupidez. Era más aficionada a la lectura y al estudio que atractiva como mujer, y no estaba desprovista de esa arrogancia intelectual propia de los que poseen rapidez de ideas.

No era del todo culpa suya, lo cual, si bien atenuaba la censura, no mejoraba por otra parte sus posibilidades de conseguir o conservar un pretendiente. Se había contado entre las primeras mujeres que dejaran Inglaterra y que se habían embarcado, en espantosas condiciones, con destino a Crimea, ofreciéndose a ayudar a Florence Nightingale en el hospital militar de Shkodér.

Todavía recordaba con claridad meridiana la primera imagen que tuvo de la ciudad, que esperaba encontrar asolada por la guerra y que en cambio la dejó sin aliento ante el esplendor de sus blancos muros y las verdes cúpulas de cobre recortándose en el azul del cielo.

Naturalmente, después todo había cambiado. Hester había sido testigo de la ruina y la desolación, exacerbadas por una incompetencia que superaba toda viveza de la imaginación, pero su valentía la había alentado, su abnegación la había prevenido contra la esperanza de recompensa y su paciencia con los afligidos no había flaqueado un instante. La visión de tan terribles sufrimientos la había hecho al mismo tiempo más dura de lo que es de justicia con los que menos sufren. Mientras lo experimenta, el dolor que cada cual puede sentir lo experimenta como muy grave, y son muy pocos los que piensan que siempre puede haber infinidad de casos peores. Hester no se detuvo en ningún momento a considerar esta verdad, salvo cuando se la impusieron, y como el aborrecimiento de la mayoría frente a la descarnada consideración de los asuntos desagradables es tan absoluto, muy pocos lo consiguieron.

Era extremadamente inteligente, dotada para el razonamiento lógico hasta un punto que muchos consideraban molesto, especialmente los hombres, los cuales no se esperaban encontrar, ni les gustaba encontrarla esta cualidad en una mujer. Era un don que le resultó valiosísimo en la administración de los hospitales que acogían a los heridos de gravedad o los enfermos irreversibles, pero que no tenía sitio en las casas particulares de los caballeros ingleses. Habría sido capaz de dirigir todo un castillo y guiar las fuerzas para defenderlo y todavía le habría sobrado tiempo. Por desgracia, nadie deseaba que le dirigieran un castillo… y ya nadie los atacaba.

Y ya se estaba acercando a la treintena.

Las opciones realistas se movían entre la práctica de la enfermería, actividad para la cual ahora estaba dotada, aunque fuera más bien para trabajar con heridos que con los enfermos que se dan normalmente en un clima templado como el de Inglaterra, o bien prestar sus servicios en la administración de hospitales, probablemente en situación subalterna. Las mujeres no eran médicos y generalmente no se les tenía en cuenta para los puestos más importantes. Pero con la guerra habían cambiado muchas cosas y tanto el trabajo que se podía hacer como las reformas que podían conseguirse la entusiasmaban más de lo que hubiera querido admitir, dado que las posibilidades de participar en ellas eran muy escasas.

Tenía también la salida del periodismo, aun cuando difícilmente podría proporcionarle los ingresos necesarios para ganarse la vida. De todos modos, no había que abandonar del todo aquella posibilidad…

En realidad, deseaba consejo. Charles desaprobaría cualquiera de aquellas opciones, del mismo modo que había desaprobado en un primer momento su viaje a Crimea. Se preocupaba de su segundad, de su buen nombre, de su honor… y de todo aquello que de una manera general e inespecífica pudiera causarle algún daño. El pobre Charles era de lo más convencional. A Hester no le cabía en la cabeza que fueran hermanos.

De poco habría servido también consultar a Imogen. No tenía conocimientos suficientes para opinar y últimamente parecía absorta en algún problema personal. Hester había tratado de descubrir de qué se trataba sin inmiscuirse excesivamente en su vida, pero no había conseguido averiguar nada salvo una cosa: que, prescindiendo de lo que pudiera ser, Charles estaba menos enterado que ella.

Mientras miraba a través de la ventana y observaba la calle, sus pensamientos se dirigieron a su mentora y amiga de los días que precedieron a la guerra de Crimea, lady Callandra Daviot. Ella podría aconsejarla bien tanto en relación con sus posibilidades de conseguir algo, y cómo, cuanto en lo concerniente a los riesgos que podía correr y las satisfacciones que podía, eventualmente, obtener de todo ello. A Callandra nunca le había importado un bledo lo convencional y no daba por sentado que una persona tuviera que hacer lo que le dictaba la sociedad.

Ella le había dicho siempre que la recibiría de mil amores tanto en su casa de Londres como en Shelburne Hall cuando ella quisiera; en este último lugar disponía de habitaciones propias y estaba en libertad de invitar a quien se le antojara. Hester ya había escrito a ambas direcciones preguntando si la recibiría. Hoy había recibido una respuesta decididamente afirmativa.

Se abrió la puerta detrás de ella y oyó los pasos de Charles. Se volvió con la carta todavía en la mano.

– Charles, he decidido ir a ver a lady Callandra Daviot y pasar unos días con ella, una semana aproximadamente.

– ¿La conozco? -preguntó él inmediatamente, abriendo más los ojos.

– Creo que no -replicó Hester-. Tiene casi sesenta años y no hace mucha vida social.

– ¿Quieres ser su dama de compañía? -Charles siempre veía el lado práctico de las cosas-. No creo que sea un puesto para ti, Hester. Esperando que no te lo tomes a mal debo decirte que no eres la persona adecuada para hacer compañía a una anciana de costumbres recluidas. Tú eres una persona muy dominante y poco tolerante con las servidumbres corrientes que plantea la vida diaria. Jamás has sabido reservarte para ti las cosas descabelladas que piensas.

– ¡Ni quiero! -le replicó Hester con acritud, un tanto herida por sus palabras, pese a que sabía que su hermano lo decía para su bien.

Charles sonrió con una cierta amargura.

– Ya lo sé, cariño. Pero si lo hubieras intentado, tú habrías sido la primera beneficiada.

– No tengo intención de convertirme en señora de compañía de nadie -señaló ella y a punto estuvo de decir que, de haber pensado en aquella posibilidad, lady Callandra habría sido la persona elegida, pero pensó que, si lo decía, quizá Charles le habría puesto obstáculos para que fuera a visitarla-. Es la viuda del coronel Daviot, que era cirujano del ejército. Quiero que me oriente sobre qué puedo hacer en el futuro.

Charles pareció sorprendido.

– ¿Crees en serio que te puede dar alguna idea? Me parece poco probable. De todos modos, ve a verla, si te parece. Tú has sido para nosotros de gran ayuda y te estamos muy agradecidos por ello. Viniste en cuanto te llamamos, sin que te importara dejar a todos tus amigos, y nos brindaste tu tiempo y tu afecto cuando lo necesitábamos con mayor urgencia.

– Fue una tragedia familiar. -Por una vez su ecuanimidad se teñía de afabilidad-. Mi deseo era estar con vosotros, no en otro sitio. Pero debo decir que lady Callandra tiene una considerable experiencia y tengo en mucho su opinión. Si me autorizas, me iré mañana temprano.

– Por supuesto… -Charles titubeó un momento como si se sintiera incómodo.

– ¿Ocurre algo?

– ¿Cuentas con los medios suficientes?

Hester sonrió:

– Sí, gracias… de momento.

Parecía aliviado. Hester sabía que no era generoso, aunque tampoco mezquino con su familia. Su renuencia venía a confirmar algo que ella había ido observando, es decir, la drástica reducción de los gastos domésticos en los últimos cuatro o cinco meses. También había otros pequeños detalles: la casa no contaba con el complemento de servicio que ella recordaba de los tiempos anteriores a su viaje a Crimea, ya que en aquellos momentos sólo disponía de cocinera, camarera de cocina, criada para la cocina, otra para la casa y una doncella que hacía las veces de doncella personal de Imogen. El mayordomo era el único hombre al servicio de la casa; no había lacayo, ni siquiera limpiabotas. De los zapatos se encargaba la criada de la cocina.

Imogen, por su parte, no había provisto su guardarropía de verano con la generosidad que le era habitual y se habían llevado a reparar al remendón como mínimo un par de botas de Charles. Además, del vestíbulo había desaparecido la bandeja de plata para las tarjetas de visita.

Razón de más, pues, para que Hester comenzase a pensar en su situación y en la necesidad de ganarse la vida. Una de las posibilidades era adquirir una formación de tipo académico, pero los estudios que entonces estaban al alcance de las mujeres eran pocos y las limitaciones de aquella forma de vida no la atraían. Si ella leía era por placer.

En cuanto salió Charles, subió al piso de arriba, donde encontró a Imogen en el cuarto ropero inspeccionando sábanas y almohadas. Ocuparse de aquello era una laboriosa tarea, pese a la parsimonia que las circunstancias imponían a una casa como aquélla, sobre todo ahora que no contaban con los servicios de una lavandera.

– Perdón -dijo Hester al entrar, poniéndose inmediatamente a ayudar a su cuñada a inspeccionar los bordados de los remates por si había desgarrones de la tela o descosidos-. He decidido ir al campo a pasar una temporada con lady Callandra Daviot para que me aconseje sobre lo que puedo hacer a partir de ahora… -Como vio la expresión de sorpresa de Imogen quiso explicarse un poco más y añadió-: Ella sabrá mejor que yo qué caminos se me ofrecen.

– ¡Ah! -El rostro de Imogen reveló una mezcla de satisfacción y disgusto.

A ella no le hacían falta más explicaciones, ya que comprendía que Hester debía tomar una decisión. Sabía que echaría de menos su compañía. Desde que se conocían siempre habían sido buenas amigas y las diferencias de carácter que existían entre ambas habían resultado más complementarias que molestas.

– Llévate a Gwen. No puedes alojarte en casa de aristócratas sin que te acompañe una doncella.

– ¡Claro que puedo! -la contradijo Hester con decisión-. Como no tengo doncella, no tengo más remedio que prescindir de ella. No la necesito para nada y a lady Callandra no le importará lo más mínimo.

Imogen la miró con aire dubitativo.

– ¿Y cómo vas a vestirte para la cena?

– ¡Por el amor de Dios! Me visto sola.

Imogen hizo una leve mueca.

– Sí, bastante me he dado cuenta. Es una postura encomiable cuando se trata de cuidar enfermos y enfrentarse con la rígida autoridad del ejército…

– ¡Imogen!

– ¿Y el peinado? -siguió apremiándola Imogen-. ¡No vas a sentarte a la mesa como si salieras de un vendaval!

– ¡Imogen! -exclamó Hester arrojándole un montón de toallas, una de las cuales fue a darle en la frente y le alborotó un rizo mientras el resto iba a parar al suelo.

Imogen le arrojó a su vez una sábana, con parecido resultado. Al ver el estado en que mutuamente se habían dejado, se echaron a reír. Unos momentos después estaban las dos respirando afanosamente, sentadas en el suelo entre montañas de enaguas y rodeadas de ropa blanca que pocos momentos antes estaba impecable.

En aquel momento se abrió la puerta y apareció Charles en el umbral, perplejo y un tanto alarmado.

– ¿Qué diablos ocurre? -preguntó tomando en un primer momento por una pelea las exclamaciones que había oído-. ¿Pasa algo? ¿Qué ha ocurrido?

Pero enseguida se dio cuenta de que estaban jugando, lo que todavía lo dejó más confundido y, como ninguna de las dos se interrumpió ni le hizo el menor caso, se sintió aún más contrariado.

– ¡Imogen! ¡A ver si te dominas un poco! -dijo con viveza-. ¿Se puede saber qué te pasa?

Imogen seguía riendo a mandíbula batiente.

– ¡Hester! -gritó ahora Charles, que hasta se había puesto colorado-. ¡Hester, para de una vez! ¡Inmediatamente!

Hester lo miró y todavía encontró la situación más divertida.

Charles lanzó un bufido, decidió ignorar aquella reacción considerándola una de tantas flaquezas como tienen las mujeres y, por tanto, al margen de toda lógica, y salió cerrando de un portazo para que ninguna criada pudiera ser testigo de tan ridícula escena.


Hester estaba más que acostumbrada a viajar, por lo que el viaje de Londres a Shelburne le pareció una insignificancia si se comparaba con la temible travesía por mar desde el golfo de Vizcaya, a través del Mediterráneo, hasta el Bósforo y mar Negro arriba hasta Sebastopol. Los barcos militares atestados de caballos aterrados y llenos a rebosar de pasajeros que no disponían de las más mínimas comodidades eran cosas que no cabían en la imaginación de la mayor parte de los ingleses y, ni que decir tiene, de las inglesas. Un simple viaje en tren a través de la campiña inglesa en pleno verano había de constituir, forzosamente, un motivo de placer, y el tranquilo paseo de una milla hasta la casa, recorrido en un carruaje de dos ruedas con un tiempo templado y perfumado por dulces aromas, no podía ser más que un halago para los sentidos.

Llegó a la magnífica entrada frontal, con sus columnas dóricas y su pórtico. No dio tiempo al cochero a que la ayudara a bajar, pues Hester había perdido la costumbre de aquellas muestras de cortesía, y bajó sin ayuda de nadie mientras aquél seguía con las riendas en la mano. Con el ceño fruncido, el cochero le bajó la maleta justo cuando un lacayo ya le abría la puerta de la casa para que entrara. Otro lacayo se encargó de entrar la maleta y desapareció con ella escaleras arriba.

Fabia Shelburne la esperaba en el saloncito hasta el que acompañaron a Hester. Era una estancia muy bonita y, en esta época del año, sus puertas ventanas abiertas al jardín, el perfume de las rosas que la cálida brisa arrastraba y la tranquila visión del verde ondulante del prado que se extendía al otro lado, hacían del todo innecesaria la chimenea enmarcada en mármol, del mismo modo que los cuadros eran otras tantas cerraduras que llevaban a otro mundo igualmente innecesario.

Lady Fabia no se levantó, pero acogió a Hester con una sonrisa tan pronto la vio entrar.

– Bienvenida a Shelburne Hall, señorita Latterly. Espero que el viaje no haya sido demasiado agotador. ¡La veo un poco alborotada! Debe de hacer mucho viento fuera. Confío en que no la haya molestado demasiado. Así que se haya arreglado un poco y se haya cambiado la ropa de viaje, supongo que querrá acompañarnos a tomar el té de la tarde. La cocinera hace unos buñuelos riquísimos. -Sonrió, un gesto convencional éste, que ejecutaba a la perfección-. Tendrá hambre, imagino. Será una buena oportunidad para que nos conozcamos todos. Por supuesto que lady Callandra estará también, así como mi nuera, lady Shelburne. Me parece que no se conocen ustedes, ¿verdad?

– No, lady Fabia, para mí será un placer.

Se había fijado en el vestido color violeta oscuro que Fabia llevaba, menos sombrío que el negro pero asociado también normalmente al luto. Callandra ya la había puesto al* corriente de la muerte de Joscelin Grey, aunque no le había dado detalles.

– Quisiera darle mi más sentido pésame por la pérdida de su hijo. Comprendo cómo debe de sentirse. Fabia levantó las cejas.

– ¿Sí? -dijo en tono interrogativo, como si lo dudara.

Hester se sintió ofendida en lo más íntimo. ¿Se figuraba acaso que era la única mujer del mundo que sufría? El dolor a veces se convertía en un sentimiento egoísta.

– Sí -replicó en tono absolutamente sereno-, también yo perdí a mi hermano mayor en Crimea y hace unos meses murieron mis padres, con tres semanas de diferencia entre mi padre y mi madre.

– ¡Oh…! -Por una vez a Fabia le faltaban las palabras. Se había imaginado que el sobrio vestido de Hester no era más que un cómodo recurso para el viaje, como si el luto que ella llevaba excluyese el de todos los demás-. ¡Cuánto lo siento!

Hester sonrió y pensó que, si lo decía sinceramente, suponía una gran muestra de afecto.

– Gracias -aceptó-. Y ahora, si me lo permite, seguiré su excelente consejo y me vestiré como corresponde para tomar el té con usted. Tiene mucha razón, sólo pensar en los buñuelos me ha entrado hambre.

El dormitorio que le habían asignado estaba en el ala de poniente, donde Callandra disponía también de un dormitorio y de una sala de estar propios desde que saliera del cuarto de los niños. Tanto ella como sus hermanos mayores habían crecido en Shelburne Hall, de donde lady Callandra había salido para casarse hacía treinta años, pero adonde todavía acudía a menudo y donde, al enviudar, pudo beneficiarse de la cortesía de disponer de un alojamiento que llevaba implícito el hospedaje.

La habitación era grande y un poco sombría, ya que una de las paredes estaba enteramente cubierta de tapicerías oscuras y las restantes empapeladas de una tonalidad que oscilaba entre el verde y el gris. Lo único relevante de aquella estancia era una deliciosa pintura de dos perros, encuadrada en un marco dorado que captaba la luz. Las ventanas estaban orientadas hacia poniente y, dado que hacía un día verdaderamente maravilloso, era una delicia ver el cielo al atardecer y, recortadas en él, las grandes hayas próximas a la casa, y más lejos aún, un herbario rodeado de tapias cuidadosamente dispuestas a las que estaba arrimada una hilera de árboles frutales. En el extremo más apartado, las cargadas frondas de la huerta ocultaban el parque que se extendía más allá de ella.

Encontró agua caliente en un gran aguamanil de porcelana blanca y azul y una jofaina a juego junto al mismo, además de toallas limpias. Hester no perdió tiempo en sacarse las faldas gruesas y cubiertas de polvo, se lavó la cara y el cuello y seguidamente dejó la jofaina en el suelo y sumergió en ella sus pies recalentados y doloridos.

Mientras se encontraba ocupada en este menester, disfrutando del placer físico que le proporcionaba, oyó unos golpes en la puerta.

– ¿Quién es? -preguntó, alarmada.

En aquel momento sólo llevaba encima una camisola y unas calzas, lo que la dejaba en situación bastante comprometida. Por otra parte, dado que ya disponía de agua y toallas, no esperaba que se tratase de una doncella.

– Callandra -fue la respuesta.

– ¡Oh…! -Pero enseguida se hizo la reflexión de que era una tontería tratar de impresionar a Callandra Daviot con artificios-. ¡Adelante!

Callandra abrió la puerta y la miró con una sonrisa de satisfacción en el rostro.

– ¡Mi querida Hester! ¡No sabe lo contenta que estoy de verla! Está igual que siempre… por lo menos en el aspecto.

Cerró la puerta tras ella y, ya dentro, se acomodó en uno de los sillones tapizados del dormitorio. No era ni había sido nunca una mujer hermosa; era excesivamente ancha de caderas, tenía una nariz demasiado larga y sus ojos no eran los dos exactamente del mismo color. Sin embargo, su rostro reflejaba ingenio e inteligencia, aparte de una notable fuerza de voluntad. Hester no había conocido nunca a nadie que fuera más de su agrado que lady Callandra y le bastaba mirarla para sentir que se le levantaban los ánimos y el corazón, lleno de confianza, se le henchía en el pecho.

– Quizá no. -Retorció los dedos de los pies en el agua, ahora ya fría, disfrutando de aquella sensación deliciosa-. Me han ocurrido muchas cosas y sobre todo se han modificado las circunstancias de mi vida.

– Eso me dijo en la carta. Siento extraordinariamente lo de sus padres… ya sabe que la estimo mucho.

Hester no quería tocar aquel tema porque el dolor todavía era fresco. Imogen le había escrito dándole la noticia de la muerte de su padre, aunque sin especificarle las circunstancias en que se había producido y comunicándole tan sólo que había sido víctima de un disparo, posiblemente accidental, hecho con una pistola de su propiedad de las empleadas en los duelos. También cabía la posibilidad de que hubiera entrado un intruso, pese a que esto era dudoso porque el hecho había ocurrido a última hora de la tarde. La policía había considerado que se trataba de suicidio aunque sin declararlo de manera taxativa. En consideración a la familia, el veredicto había quedado abierto y pendiente de fallo. El suicidio no sólo era un crimen contra la ley sino también un pecado contra la Iglesia, lo que excluía que el cadáver fuera enterrado en tierra sagrada, circunstancia que constituía un baldón que la familia arrastraría indefinidamente.

En la casa no se había echado en falta nada, ni tampoco se había detenido a ningún ladrón, por lo que la policía había dejado el caso en suspenso.

Una semana más tarde llegó otra carta, que en realidad le había sido remitida dos semanas después de la primera, en la que se anunciaba que también había muerto su madre. No se decía en ella que la muerte hubiera sido resultado de un ataque al corazón porque era innecesario decirlo.

– Gracias -respondió Hester, reconocida, con una discreta sonrisa. Callandra se quedó mirándola un momento pero, al ver que la herida seguía abierta y que continuar insistiendo sobre aquel tema no haría sino enconarla, tuvo el tino y la sensibilidad de abandonar aquel tema. Así pues, cambió de asunto y pasó a hablar de cuestiones prácticas.

– ¿Qué se propone hacer ahora? ¡Por el amor de Dios, le recomiendo que no se precipite hacia el matrimonio!

Hester pareció un tanto sorprendida ante un consejo tan poco ortodoxo, pero replicó con modesta franqueza:

– No se me va a presentar la ocasión. Tengo casi treinta años y sigo sin compromiso. Soy demasiado alta y no tengo dinero ni contactos. Si algún hombre me pretendiera hasta yo sospecharía de sus intenciones y de su buen juicio.

– El mundo está lleno de hombres con ambas deficiencias -replicó Callandra con una sonrisa por toda respuesta-. Usted misma me lo ha dicho repetidamente por carta. Por lo menos en el ejército son muchos los hombres de cuyas intenciones se puede sospechar o de cuyo buen juicio abominar.

Hester se puso muy seria.

Toucbé -admitió-. Pero de todos modos no eran tan estúpidos en lo que a intereses personales se refería.

Sus pensamientos volaron durante breves momentos hacia un cirujano militar del hospital. Volvió a ver su rostro cansado, su sonrisa pronta y la belleza de sus manos cuando trabajaba. Una mañana espantosa durante el asedio lo había acompañado a la fortificación. Descubrió allí el olor de la pólvora y el de los cadáveres. Ahora volvía a sentir aquel frío acerbo, como si no hiciera más que un momento que había ocurrido todo. Pero la proximidad entre los dos había sido tan intensa que la había compensado de todo lo demás… sin embargo, un día le habló por vez primera de su esposa y Hester sintió de pronto unas náuseas espantosas. Habría debido saberlo… habría debido figurárselo… pero no había caído en la cuenta.

– Tendría que ser muy hermosa o estar muy desvalida, o mejor las dos cosas, para que viniesen a llamar en tropel a mi puerta. Y como usted bien sabe, no soy ni una cosa ni otra.

Callandra la observó con atención.

– ¿Estoy en lo cierto al advertir una nota de autocompasión?

Hester notó que se ruborizaba, lo que hizo innecesario dar respuesta.

– Tendrá que aprender a dominar esta reacción -observó Callandra arrellanándose en la butaca, aunque lo dijo en tono suave, sin ánimo de crítica, simplemente como la constatación de un hecho-. Hay demasiadas mujeres que malogran sus vidas lamentándose porque carecen de algo que a juicio de los demás deberían tener. Casi todas las casadas le dirán que su estado es maravilloso y que la compadecen porque usted no lo disfruta. Pero es una tontería absoluta. Que uno sea feliz no depende más que parcialmente de las circunstancias externas, sino, principalmente, de la manera que uno tiene de ver las cosas, independientemente de cómo valore lo que tiene o deja de tener.

Hester frunció el ceño como si no acabara de entender o de creerlo que Callandra le había dicho.

Callandra estaba un poco impaciente y de pronto adelantó bruscamente el cuerpo hacia Hester y, frunciendo el ceño, dijo:

– Hija mía, ¿se figura de verdad que todas las mujeres que sonríen son verdaderamente felices? No hay ninguna persona equilibrada que quiera que la compadezcan y la mejor forma de evitar que le tengan lástima consiste en guardarse las contrariedades y ofrecer a los demás un semblante risueño. Entonces la mayoría se figura que es tan feliz como aparenta. Antes de compadecerse, eche una mirada a los demás y diga con quién le gustaría cambiarse si pudiese, y qué sacrificio estaría dispuesta a hacer para conseguirlo. Conociendo como la conozco, creo que sacrificaría muy poco.

Hester aceptó esta opinión en silencio y se quedó pensativa mientras le iba dando vueltas en la cabeza.

Con aire ausente sacó por fin los pies de la jofaina y se los secó con la toalla.

Callandra se puso en pie.

– ¿Se reunirá con nosotros en el estudio para tomar el té? Normalmente es francamente bueno y, que yo recuerde, usted tenía buen apetito. Ya hablaremos más adelante de las posibilidades que se le ofrecen para demostrar su talento. Se pueden hacer muchas cosas, se esperan grandes reformas en muchos campos, no hay que dejar que se vayan al traste ni su experiencia ni sus sentimientos.

– Gracias. -De pronto Hester se sentía mucho mejor, se había refrescado y lavado los pies, tenía mucha hambre y, a pesar de que el futuro todavía era nebuloso y en él no se perfilaba aún forma alguna, en el espacio de media hora el color gris que antes tenía había adquirido nuevo brillo-. Me reuniré con ustedes sin falta.

Callandra se fijó ahora en los cabellos de Hester.

– Le enviaré a mi doncella. Se llama Effie y le aseguro que tiene unas manos más hábiles de lo que mi aspecto deja suponer. -Y con estas palabras como colofón atravesó alegremente la puerta tarareando una cancioncilla con su hermosa voz de contralto y cruzó el rellano con paso firme.


En el té de la tarde sólo estuvieron presentes las señoras. Rosamond venía del cuarto tocador, un saloncito reservado para las mujeres de la casa, donde había estado escribiendo cartas. Fabia presidió la reunión, aunque también estuvo presente la doncella, que se encargaba de ir pasando tazas y bocadillos de pepino -cultivado en el invernadero de la casa-, y después los buñuelos y los dulces.

La conversación fue de una urbanidad tan extrema que no hubo lugar para el intercambio de opiniones o emociones. Hablaron de modas, comentaron qué color y qué estilos favorecían más a cada una, qué características imperarían en la próxima temporada, si el talle sería más bajo o si se haría mayor uso de los encajes o si los vestidos llevarían más cantidad de botones o botones diferentes de los que llevaban ahora. También se habló de si los sombreros serían más grandes o más pequeños, de si el color verde era o no de buen gusto, si confería prestancia o era uno de esos colores que dan mal color a la cara. ¡Era tan importante tener buen color!

¿Cuál era el mejor jabón para conservar el esplendor de la juventud? ¿Era verdad que las píldoras del doctor Fulano de Tal estaban muy indicadas para las dolencias femeninas? La señora Wellings aseguraba que eran poco menos que milagrosas. De todos modos, la señora Wellings era muy dada a la exageración. Con tal de dar la nota, se habría puesto cabeza abajo.

A menudo Hester sorprendía las miradas que le dirigía Callandra y tenía que mirar para otro lado para que no se le escapase una carcajada, que habría puesto al descubierto una inoportuna y descortés ligereza. Habrían podido figurarse que se burlaba de su anfitriona y esto habría sido imperdonable… aunque cierto.


La cena ya fue otro cantar. Effie resultó ser una muchacha de pueblo extremadamente simpática, poseedora de una cabellera castaña y ondulada natural por la que más de una señora habría dado su dote, y dotada de una lengua rápida y parlanchina. No hacía ni cinco minutos que estaba en su habitación cuando, mientras le cepillaba la ropa y le sujetaba un pliegue con un alfiler o le recomponía un volante, dejándole el vestido impecable con una presteza que hizo que Hester se quedara boquiabierta, ya la había puesto al corriente de la extraordinaria noticia de que la policía había estado dos veces en la casa por el asunto de la desgraciada muerte en Londres del pobre comandante. Los policías eran dos, uno un tipo de aspecto torvo y cara de pocos amigos, y con unas maneras como para asustar a los niños, que estuvo hablando con la señora y tomando el té en el estudio ni más ni menos que si fuera un caballero.

El otro, en cambio, era un muchacho simpatiquísimo y además muy bien vestido. ¡Cómo había podido elegir aquel oficio siendo como era hijo de un sacerdote! Ya habría podido trabajar en alguna cosa más decente una persona tan educada como él, por ejemplo dedicarse al sacerdocio como su padre o hacer de tutor de hijos de buenas familias, en fin, desempeñar una profesión respetable.

– ¡Pero las cosas son así! -dijo la chica cogiendo el cepillo del cabello con aire resuelto y poniéndose a cepillar el cabello de Hester con gran energía-. Siempre digo que las personas más agradables son las que hacen las cosas más extrañas. La cocinera le tomó una gran simpatía. ¡Huy, señora! -dijo con una mirada cargada de reprobación hablando a Hester desde atrás-. Si quiere que le hable con franqueza, no tendría que llevar el cabello de esta manera, si no le importa que se lo diga. -Siguió cepillando con brío, se lo recogió, le hincó unas horquillas y observó el resultado-. Y eso que tiene un cabello muy bonito… si se lo cuida, claro. Tendría que decirle algo a su doncella, señorita… porque debo decirle que no se lo cuida como es debido… y perdóneme que se lo diga. ¡Espero que le guste cómo se lo he dejado!

– ¡Ya lo creo! -le aseguró Hester, sorprendida-. Tiene unas manos de plata.

A Effie se le subieron los colores debido a la satisfacción.

– Lady Callandra dice que charlo demasiado -comentó, cohibida de pronto. Hester sonrió.

– Tiene razón -admitió-, también yo. Muchas gracias por su ayuda… y por favor diga a lady Callandra que le estoy muy agradecida.

– Sí, señora.

Y haciendo una ligera reverencia, Effie cogió el acerico de las horquillas y salió disparada por la puerta olvidándose de cerrarla. Hester oyó sus pasos que se perdían por el pasillo.

Su aspecto le resultaba sorprendente. El peinado más bien severo que había adoptado por comodidad al embarcarse en la profesión de enfermera había mejorado espectacularmente y ahora le daba un aire mucho más agradable. Con gran pericia, además, la doncella había conseguido que la falda perdiera algo de su excesiva discreción y le quedara mucho más hueca gracias a las enaguas que le había puesto y que había tomado prestadas a su propietaria sin que ella lo supiera, con lo que la excesiva altura de Hester se transformaba en una preciosa ventaja en lugar de constituir un defecto. Había llegado la hora de bajar la escalinata principal y realmente estaba complacida con su aspecto.

Tanto Lovel como Menard Grey estaban aquella noche en casa y se los presentaron en el estudio antes de pasar al comedor y tomar asiento en la larga y bruñida mesa, puesta para seis personas pero con sitio suficiente para doce. Todavía se le podían incorporar unas alas adicionales a ambos extremos, con lo que entonces daba cabida a veinticuatro.

Los ojos de Hester recorrieron rápidamente la mesa y observaron las impecables servilletas de hilo, todas ellas con el •escudo de la familia bordado. La centelleante cubertería también ostentaba un adorno similar, así como las angarillas, las copas de cristal que reflejaban la miríada de luces de la araña que pendía del techo, que era una torre de vidrio que tenía la forma de un iceberg en miniatura. La mesa estaba adornada con flores del invernadero y del jardín, hábilmente distribuidas en tres cuencos bajos en el centro de la mesa. Era como una obra de arte que brillaba y resplandecía por todas partes.

Esta vez la conversación giró en torno a la finca y a cuestiones de orden político. Al parecer, Lovel había pasado todo el día en la población mercantil más cercana tratando algunos asuntos relacionados con las tierras, en tanto que Menard había estado en una de las granjas de los aparceros por la venta de un carnero de cría y, por supuesto, para supervisar el comienzo de la siega.

Los lacayos y una camarera se encargaron de servir la cena con gran eficiencia sin que nadie les prestara la más mínima atención.

Ya iban por la mitad del ágape y estaban dando cuenta de un cuarto de cordero asado cuando Menard, un joven apuesto de poco más de treinta años, se dirigió a Hester. Tenía los cabellos castaños al igual que su hermano mayor pero su piel estaba más curtida debido a que hacía más vida al aire libre. Sentía un gran placer cabalgando seguido de una jauría de lebreles y en la temporada del faisán daba pruebas de considerable osadía. Solía sonreír cuando encontraba algo divertido pero no ante un rasgo de ingenio.

– ¡Qué amable ha sido viniendo a visitar a tía Callandra, señorita Latterly! Espero que se quede con nosotros una larga temporada.

– Gracias, señor Grey -respondió ella, halagada-, es usted muy amable. El lugar es una maravilla, y estoy segura de que lo pasaré muy bien.

– ¿Hace mucho tiempo que conoce usted a tía Callandra?

Menard hablaba por cortesía y Hester habría podido predecir con precisión absoluta qué derroteros seguiría su conversación.

– Unos cinco o seis años. De cuando en cuando se sirve darme excelentes consejo.

Lady Fabia frunció el entrecejo como si el hecho de emparejar a Callandra con los buenos consejos fuera para ella puro disparate;

– ¿De veras? -murmuró en tono de incredulidad-. ¿Sobre qué, por ejemplo?

– Sobre cómo emplear el tiempo de que dispongo teniendo en cuenta el bagaje con que cuento -replicó Hester.

Rosamond pareció desconcertada.

– ¿Emplear el tiempo? -preguntó con voz pausada-. Me parece que no lo entiendo. -Y miró primero a Lovel y después a su suegra.

En su hermoso rostro y particularmente en sus llamativos ojos oscuros asomó una chispa de interés mezclada con una cierta desorientación.

– Necesito ganarme la vida, lady Shelburne -le explicó Hester con una sonrisa.

De pronto recordó las palabras de Callandra acerca de la felicidad y adquirieron todo su sentido.

– Lo siento -murmuró Rosamond y bajó los ojos hacia el plato, evidentemente dándose cuenta de que había dicho una inconveniencia.

– No tiene importancia -se apresuró a responder Hester-. Ya he tenido unas cuantas experiencias inspiradas y espero tener más.

Estaba a punto de añadir que la sensación de sentirse útil era maravillosa, pero comprendió que habría sido una crueldad decirlo con aquellas palabras, por lo que se abstuvo de pronunciarlas y se las tragó de una manera un tanto torpe junto con un bocado de cordero aderezado en su salsa.

– ¿Inspiradas, ha dicho? -preguntó Lovel con aire inquisitivo-. ¿Es usted religiosa, señorita Latterly?

Callandra se puso a toser ruidosamente al tiempo que se tapaba la boca con la servilleta. Al parecer se había atragantado. Fabia le sirvió un vaso de agua y Hester evitó mirarla a los ojos.

– No, lord Shelburne-respondió Hester con toda la mesura que le fue posible-, hice de enfermera en Crimea.

Se produjo un impresionante silencio, ni siquiera se oyó el tintineo de la plata al golpear la porcelana.

– Mi cuñado, el comandante Joscelin Grey, participó en la guerra de Crimea -dijo Rosamond para llenar aquel vacío, aunque su voz sonó contenida y triste-. Murió al poco tiempo de regresar.

– Tu explicación es un eufemismo -la cortó Lovel, cuyos rasgos se habían endurecido-. Fue asesinado en su piso de Londres como a buen seguro oirá hablar del suceso. La policía está investigando el caso. ¡Incluso ha estado aquí! De todos modos, todavía no han detenido a nadie.

– ¡Cuánto lo siento! -El estupor con el que lo había dicho era del todo sincero. En el hospital de Shkodér había atendido a un tal Joscelin Grey durante un breve periodo. Había recibido una herida de sable de consideración, pero no estaba entre los más graves ni entre los que, además, estaban enfermos. Se acordó de él: era joven y rubio, su sonrisa era generosa y fácil, poseía una gracia natural-. Lo recuerdo -dijo y en aquel mismo momento recordó también con especial claridad las palabras de Effie.

Rosamond dejó caer el tenedor y sus mejillas se tiñeron de repentino rubor, que desapareció enseguida dejando su rostro lívido como la cera. Fabia cerró los ojos e hizo una larga y profunda aspiración, espirando después el aire sin emitir el más leve sonido.

Lovel tenía los ojos clavados en el plato. El único que la miraba era Menard y, más que sorpresa o contrariedad, lo que reflejaba su rostro era preocupación y una especie de dolor secreto y reprimido.

– ¡Qué interesante! -dijo lentamente-. Supongo que debió de ver centenares de soldados, por no decir millares. Tengo entendido que tuvimos un número considerable de bajas.

– En efecto, así fue -admitió Hester tristemente-, más de las que se dice. Hubo más de dieciocho mil muertos, pero se habrían podido ahorrar muchas muertes. Ocho novenas partes de los soldados no murieron durante la batalla sino después, a causa de las heridas o de enfermedad.

– ¿Recuerda a Joscelin? -preguntó Rosamond ávidamente, sin prestar atención a aquellas aterradoras cifras-. Fue herido en la pierna y desde entonces cojeaba… incluso solía usar un bastón para apoyarse.

– ¡Sólo cuando estaba cansado! -la interrumpió Fabia con viveza.

– Sólo cuando quería que lo compadeciesen -la corrigió Menard en voz baja.

– ¡Eso ha estado del todo fuera de lugar! -dijo Fabia con una voz que, pese a ser peligrosamente suave, estaba preñada de amenazas, mientras sus ojos azules se posaban con fría desaprobación en el segundo de sus hijos-. Consideraré que no lo has dicho.

– Aquí se respeta el principio de no hablar mal de los muertos -dijo Menard con una ironía desacostumbrada en él-. Lo cual supone una limitación considerable de la conversación.

Rosamond tenía los ojos clavados en el plato.

– Jamás he comprendido tu humor, Menard -se lamentó.

– Porque rara vez tiene gracia -terció Fabia.

– Joscelin, en cambio, la tenía siempre. -Menard estaba furioso y ya no se esforzaba en disimularlo-. Es maravilloso lo que puede conseguir la risa: procura distracción general y hace-que se perdonen ciertas cosas.

– Yo quería mucho a Joscelin -dijo Fabia con mirada glacial-. Me divertía su compañía y no sólo a mí sino también a muchas personas. A ti también te quiero, pero me aburres a morir.

– ¡Pero no tanto que ello te impida disfrutar de los beneficios de mi trabajo! -A Menard se le había encendido el rostro y los ojos le centelleaban de indignación-. Mantengo a flote las finanzas de la finca y me ocupo de su administración, mientras que Lovel conserva el buen nombre de la familia, se sienta en la Cámara de los Lores o hace lo que se supone que hacen los nobles del reino. En cuanto a Joscelin, no había pegado golpe en su vida y su única actividad era frecuentar clubs y salas de juego.

Fue como si del rostro de Fabia se hubiera retirado la sangre, dejándola agarrada con fuerza al tenedor y al cuchillo como quien se agarra a un salvavidas.

– ¿Todavía sigues resentido? -dijo Fabia con una voz que era apenas un murmullo-. Luchó en la guerra, puso en riesgo su vida para servir a su reina y a su país en unas condiciones terribles, vio sangre, muertos… ¿Y todavía le echas en cara que, al volver herido a casa, quisiera pasar algún rato bueno con sus amigos?

Menard se disponía a replicar pero cuando vio el dolor reflejado en el rostro de su madre, más profundo aún que la ira que la embargaba, un dolor que lo envolvía todo, se contuvo.

– Algunas de sus pérdidas en el juego me causaron no poca incomodidad -se limitó a decir en voz baja-. Nada más.

Hester miró a Callandra y vio que en los expresivos rasgos de su rostro había una mezcla de ira, piedad y respeto, aunque no habría sabido decir a quién correspondía cada una de aquellas emociones. Pensó que tal vez aquel respeto era para Menard.

Lovel sonrió con frialdad.

– Me temo que pueda tropezarse con la policía por estos pagos, señorita Latterly. Aquí vino un tipo bastante maleducado, un advenedizo diría yo, aunque me pareció que era de mejor familia que la mayoría de policías. Aun así, no parecía tener mucha idea de lo que se lleva entre manos y sus preguntas fueron sumamente impertinentes. Como vuelva mientras usted está en casa y la moleste en lo más mínimo, limítese a decirle que la deje en paz y hágamelo saber.

– Así lo haré -confirmó Hester.

Que recordara, Hester jamás había hablado con ningún policía y no tenía el más mínimo interés en hacerlo.

– Seguramente debe de ser muy desagradable para ustedes -comentó.

– En efecto -admitió Fabia-, pero son molestias que no tenemos más remedio que soportar. Parece que el pobre Joscelin fue asesinado por una persona que lo conocía.

A Hester no se le ocurrió nada que decir. Habría querido decir algo que no fuera ni indelicado ni una completa perogrullada.

– Gracias por su consejo -le dijo a Menard y, bajando los ojos, continuó comiendo.

Después de la fruta las señoras se retiraron mientras Lovel y Menard se quedaban una media hora tomando oporto. A continuación Lovel se puso la chaqueta del esmoquin y pasó al salón para fumar un rato mientras Menard iba a la biblioteca. Pasadas las diez todo el mundo se había retirado, quien más quien menos todos se habían buscado alguna excusa y, alegando que la jornada había sido muy cansada, se habían acostado.


El desayuno era copioso como es costumbre: porridge, tocino ahumado, huevos, riñones rellenos, costillas, kedgeree, haddock ahumado, tostadas, mantequilla, mermeladas, compota de albaricoque, confitura de naranja, miel, té y café. Hester comió poco, aquella abundancia le quitaba el apetito. Tanto Rosamond como Fabia tomaron el desayuno en sus habitaciones, Menard ya había comido y Callandra no hizo acto de presencia. Su único acompañante fue Lovel.

– Buenos días, señorita Latterly, espero que haya dormido bien.

– Muy bien, gracias, lord Shelburne. -Hester se sirvió algo de la comida caliente colocada sobre el bufete y se sentó-. Yo también espero que usted esté bien.

– ¿Cómo? ¡Oh, sí… gracias! Yo siempre estoy bien. -Procedió a dar cuenta de la comida que tenía en el plato y pasaron varios minutos antes de que volviera a levantar la vista para mirarla-. Por cierto, espero de su generosidad que sepa no tomar en consideración gran parte de todo lo que dijo ayer Menard durante la cena. Cada uno se toma el sufrimiento a su manera. Menard también perdió a su mejor amigo… un compañero suyo de la escuela y de Cambridge. Tuvo un gran disgusto. Estaba muy unido a Joscelin, ¿sabe?, por el simple hecho de ser el hermano que le seguía inmediatamente en edad se sentía… -Parecía buscar las palabras adecuadas que explicasen sus sentimientos sin llegar a encontrarlas-. ¿Cómo diría? Se sentía…

– ¿Responsable, quizá? -le apuntó Hester. El rostro de Lovel reflejó gratitud.

– Eso mismo. Me atrevería a decir que a veces Joscelin jugaba más de lo debido y tenía que ser Menard el que…

– Ya comprendo -dijo Hester, más con intención de sacarlo del atolladero en el que parecía encontrarse que porque diera crédito a sus palabras.


Horas más tarde de aquella hermosa aunque un poco ventosa mañana, mientras paseaba bajo los árboles en compañía de Callandra, se enteró de otras cosas.

– ¡Todo esto no son más que tonterías! -comentó Callandra con energía-. Joscelin era un embustero. Toda su vida lo había sido, desde que era pequeño y jugaba en el cuarto de los niños. Me parece que no había cambiado y por esto Menard siempre tenía que andar tras él para evitar escándalos. ¡Es muy consciente del nombre de la familia, nuestro Menard!

– ¿No lo es lord Shelburne? -dijo Hester, sorprendida.

– Lovel no tiene imaginación suficiente para pensar que un Grey podría engañarle -respondió Callandra con franqueza-. Son cosas que están más allá de su capacidad de comprensión. Los caballeros no hacen trampas y, por otra parte, Joscelin era su hermano y, como al mismo tiempo era un caballero, no podía hacer trampas. Así de sencillo.

– Veo que Joscelin no era muy de su gusto. -Hester escrutó su rostro. Callandra sonrió.

– No especialmente, aunque debo admitir que a veces era muy ingenioso y ya se sabe que a la persona que nos hace reír le perdonamos muchas cosas. Además, tocaba muy bien el piano y es normal que le pasemos por alto muchos defectos a una persona que crea gloriosos sonidos… o quizá debería decir que nos recrea porque, que yo sepa, no componía.

Caminaron unos cien metros en mitad de un silencio sólo turbado por el rugido y el rumor del viento entre los gigantescos robles. Era como un torrente que se precipitase en una cascada o como un mar que se estrellase incesantemente contra las rocas. Era uno de los sonidos más agradables que Hester había oído en su vida, y el aire, suave y luminoso a la vez, parecía que purificase también su espíritu.

– ¿Y bien? -dijo Callandra finalmente-. ¿Qué opciones tiene, Hester? Estoy absolutamente segura de que podría encontrar un excelente puesto si quisiera continuar trabajando como enfermera, ya fuera en un hospital militar o en uno de los hospitales de Londres que aceptan mujeres.

Lo dijo con voz monocorde, sin especial entusiasmo.

– ¿Pero…? -Hester se adelantó a sus palabras. La boca ancha de Callandra se torció en la sombra de una sonrisa.

– Pero a mí me parece que sería una pérdida de tiempo. Usted está dotada para la administración, tiene un espíritu combativo y por esto debe encontrar una causa por la que luchar y salir vencedora. Seguro que en Crimea se le abrieron horizontes situados en los niveles superiores de su profesión. ¿Por qué no los enseña aquí en Inglaterra, por qué no obliga a que la gente la escuche? Por ejemplo, cómo evitar los contagios, las condiciones de insalubridad, las enfermeras ignorantes, los tratamientos imprudentes de las amas de casa. Salvaría vidas humanas y ello le procuraría satisfacción.

Hester no le habló de los artículos que había enviado suplantando el nombre de Alan Russell, pero en las palabras de Callandra había una verdad que surgía de aquel calor especial que ponía en todas las cosas, una especie de resolución que transformaba todo lo discordante en armónico.

– ¿Y cómo lo hago?

La redacción de artículos podía esperar, encontrar su propia salida. Cuanto más amplios fueran sus conocimientos, con más fuerza e inteligencia se expresaría. Por supuesto que ya sabía que la señorita Nightingale continuaría naciendo campaña hasta agotar toda aquella pasión que consumía tanto la fuerza de su sistema nervioso como su salud física y que conseguiría una reforma de todo el cuerpo médico militar, pero no podía hacerlo ella sola, ni con toda la adulación que le ofrecía el país ni con todos los amigos que tenía situados en lugares preeminentes. Existían intereses creados que se extendían por todos los pasillos de la autoridad como las raíces de un árbol a través de la tierra. Los vínculos de la costumbre y la seguridad de la posición tenían la fuerza del acero. Muchas personas tendrían que cambiar y, al tiempo que lo hacían, admitir que habían estado mal asesoradas, que habían sido imprudentes e incluso incompetentes.

– ¿Cómo encontraré un puesto?

– Tengo amigos -dijo Callandra con serenidad y confianza-. Comenzaré escribiendo cartas de forma muy discreta, ya sea para pedir favores, acicatear el sentido del deber, mover las conciencias o para amenazar con la desaprobación tanto pública como privada en caso de que se nieguen a prestarme ayuda. -Brillaba una leve chispa de picardía en sus ojos, aunque también la absoluta determinación de hacer exactamente lo que había dicho.

– Gracias -aceptó Hester-. Haré cuanto esté en mi mano para estar a la altura de las oportunidades que me ofrezcan y compensar todos sus esfuerzos.

– Muy bien -admitió Callandra-, si no creyera que ha de ser así, no me molestaría en hacerlos. -Acomodó sus pasos al ritmo de los de Hester y, juntas, penetraron en el bosque, siguieron caminando bajo las ramas de los árboles y continuaron después a través del parque.


Dos días después fue a cenar el general Wadham con su hija Úrsula, que desde hacía varios meses era la prometida de Menard Grey. Llegaron pronto, con intención de departir un rato con la familia en el salón antes de pasar al comedor, y Hester tuvo así ocasión de poner inmediatamente a prueba sus dotes diplomáticas. Úrsula era una joven muy guapa, con una cabellera de color castaño claro con reflejos rojizos y el cutis sano de los que pasan mucho tiempo al aire libre. De hecho, no llevaban mucho hablando cuando demostró su interés por la caza con jaurías de perros. Aquella noche llevaba un vestido de un azul intenso que, en opinión de Hester, era demasiado vivo para ella; le habría sentado mejor un color más tenue, ya que habría puesto de relieve su vitalidad natural. Tal como iba vestida, resaltaba demasiado entre la seda azul lavanda de Fabia y sus rubios cabellos que viraban hacia el gris sobre la frente, el azul apagado y oscuro de Rosamond que empalidecía su impecable cutis asemejándolo al alabastro, y el color de uva negra del vestido de la propia Hester, que todavía no había abandonado completamente el luto. Hester se dijo para sus adentros que nunca había llevado un color que la favoreciese más que aquél.

Callandra iba vestida de negro con algunos toques de blanco. El vestido era bonito, aunque no se acomodaba demasiado a la última moda, pero Callandra no vestía para llamar la atención, sino simplemente con distinción. No se correspondía con su naturaleza el destacar en el terreno de la moda.

El general Wadham era un hombre alto y fuerte, llevaba unas patillas largas y cerdosas y tenía unos ojos de un color azul pálido en los que se apreciaba una deficiencia que tanto podía ser miopía como presbicia. Hester no estaba segura de si se trataba de lo uno o lo otro, pero era evidente que sus ojos no se centraban en ella cuando le hablaba.

– ¿Está usted de visita, señorita…, señorita…?

– Latterly -dijo ella echándole una mano.

– ¡Ah, sí, claro, Latterly!

A Hester aquel hombre le recordaba de manera casi grotesca a una docena de militares de mediana edad que había conocido y de los que ella y Fanny Bolsover se burlaban siempre, cuando estaban cansadas y asustadas después de haberse pasado toda una noche en vela cuidando de los heridos, tras lo cual acababan echándose en el mismo jergón de paja, acurrucándose muy juntitas para darse calor y contándose historias tontas para reír un rato, porque siempre es mejor reír que llorar. Era entonces cuando se dedicaban a mofarse de los oficiales porque la lealtad, la conmiseración y el odio resultaban sentimientos demasiado complejos como para abandonarse a ellos cuando ya no les quedaban fuerzas ni humor para nada más.

– Amiga de lady Shelburne, ¿verdad? -preguntó el general Wadham de manera automática-. Estupendo, estupendo.

Hester notó que volvía a sentirse irritada.

– No -dijo ella corrigiendo sus palabras-. Soy amiga de lady Callandra Daviot. Tuve la suerte de conocerla hace bastante tiempo.

– ¡Vaya, vaya!'-Era evidente que al hombre no se le ocurría otra cosa que añadir, por lo que trasladó su atención a Rosamond, más preparada que Hester para la conversación trivial y más propensa también a celebrar sus ocurrencias.

Cuando se anunció la cena no había ningún caballero libre que la acompañase al comedor, por lo que Hester se vio obligada a escoltar a Callandra y, ya en la mesa, se encontró sentada enfrente del general.

Sirvieron el primer plato y todos comenzaron a comer, las señoras con más modales, los hombres con más apetito. En un primer momento la conversación discurrió sobre temas ligeros pero, una vez saciado el hambre inicial y tras haber dado cuenta de la sopa y el pescado, Úrsula comenzó a hablar de caza y de los méritos con que un determinado tipo de caballos destacaba sobre otros.

Hester no se sumó a la conversación. Sólo había montado a caballo en Crimea y todavía seguía apartando de sus pensamientos la perturbadora imagen de caballos heridos, enfermos y famélicos. De hecho, llegó a abstraerse tanto de la conversación que ni se dio cuenta de que Fabia se había dirigido a ella en tres ocasiones sin obtener respuesta.

– Usted perdone… -se disculpó un tanto cohibida.

– Me parece que usted, señorita Latterly, dijo que había tenido un breve encuentro con mi difunto hijo, el comandante Joscelin Grey, si no me equivoco.

– Sí, y ahora lamento que fuera tan breve. ¡Había tantos heridos! -respondió educadamente, como si estuvieran hablando de las cosas más corrientes, pese a que sus pensamientos la devolvían a la triste realidad de los hospitales, atestados de enfermos y de soldados afectados de congelación o consumidos por el cólera, la disentería y el hambre, todos amontonados sin apenas dejar sitio para más, mientras las ratas correteaban, se apiñaban y trepaban por todas partes.

El peor de los recuerdos era la construcción de terraplenes durante el sitio de Sebastopol, el frío implacable, las luces entre el barro, el temblor de su cuerpo mientras sostenía una linterna en alto para que el cirujano pudiera trabajar, su resplandor en la hoja de la sierra, las siluetas apenas entrevistas de los hombres, apretujados en busca de una fracción siquiera de calor humano. Recordaba la primera vez que vio la impresionante figura de Rebecca Box recorriendo a grandes zancadas el campo de batalla, atravesando las trincheras y penetrando en terreno ocupado más tarde por los soldados rusos, recuperando los cuerpos de los caídos y cargándoselos en la espalda. Lo único que superaba su fuerza, era su sublime valor. Ningún hombre caía demasiado lejos para que ella no fuera a recogerlo y lo llevara al barracón o tienda que hacía las funciones de hospital.

La observaban con fijeza, esperando que dijera algo más, una palabra de elogio para aquel hombre que, después de todo, había sido un soldado… un comandante de caballería.

– Recuerdo que era muy simpático. -Se negaba a mentir, lo hacía incluso por su familia-. Tenía una sonrisa encantadora.

Fabia pareció tranquilizarse y se apoyó en el respaldo de la silla.

– Sí, así era Joscelin -admitió con los ojos azules empañados-. Era valiente y a la vez alegre, incluso en las peores circunstancias. Casi no puedo creer que haya muerto. Tengo la impresión de que va a abrir la puerta de pronto, entrará, se disculpará por haber llegado tarde y nos dirá que tiene un hambre de lobo.

Hester contempló la mesa en la que se amontonaba tal cantidad de comida que con ella se habría alimentado a medio regimiento cuando el asedio estaba en su auge. En aquella casa se usaba la palabra «hambre» muy a la ligera.

El general Wadham también se apoyó en el respaldo y se dio unos toques con la servilleta en los labios.

– Un hombre estupendo -le dijo en voz muy baja-. Puede sentirse muy orgullosa de él, amiga mía. La vida de un soldado suele ser corta, pero está cargada de honores y su nombre no cae en el olvido.

Todos los comensales guardaron silencio, sólo se oía el tintineo de la plata al chocar con la porcelana. A nadie se le ocurría una réplica pronta. El rostro de Fabia denotaba un profundo y terrible dolor, una expresión de soledad inconsolable. Rosamond tenía la mirada perdida en el espacio, mientras Lovel mostraba un aire vacío, no se sabía muy bien si a causa del dolor de los demás o del suyo propio. ¿Se había abandonado a los recuerdos o lamentaba el presente que le habían robado?

Menard no paraba de masticar, como si tuviera un nudo en la garganta o la boca tan seca que le fuera imposible engullir la comida.

– ¡Qué gloriosa campaña! -exclamó por fin el general-. Vivirá para siempre en los anales de la historia, el valor del que se hizo gala en ella no será nunca superado. La Fina Raya Roja… en fin, todo.

Hester notó que de pronto la ahogaban las lágrimas, que la ira y el dolor le hervían por dentro, que la invadía una frustración insoportable. Veía con más precisión las colinas que se erguían al otro lado del río Alma que las personas congregadas en torno a la mesa y el centelleo del cristal. Veía los parapetos que se levantaron en los vecinos cerros una mañana, erizados de armas enemigas, los reductos grandes y los pequeños, las barricadas de mimbre reforzadas con piedras. Detrás de ellas estaban agazapados los cincuenta mil hombres del príncipe Menshikoff. Recordaba los olores que llegaban con la brisa marina. Ella se había quedado con las mujeres que habían seguido al ejército y observaban a lord Raglán con su levita y su camisa blanca, montado a caballo con la espalda muy rígida.

A la una sonó la corneta y la infantería avanzó hombro con hombro hacia las bocas de las armas rusas. Cayeron como espigas de trigo tronchadas en la siega. La carnicería se prolongó por espacio de noventa minutos, hasta que por fin se dio la orden y se incorporaron húsares, lanceros y fusileros, todos en perfecto orden.

– Estad muy atentas -había dicho un comandante a una de las mujeres-, porque la reina de Inglaterra daría los ojos para poder contemplar la escena.

Por todas partes caían hombres. Las banderas, enhiestas, quedaron hechas jirones con los balazos. Cuando caía un abanderado otro ocupaba su puesto y cuando caía éste, lo sucedía el siguiente. Las órdenes eran contradictorias, los hombres avanzaban y después se retiraban atropellándose unos a otros. Avanzaban los granaderos, un muro móvil de pieles de oso, después la Guardia Negra de la Brigada Highland.

Los dragones fueron mantenidos en la retaguardia, y no se recurrió a ellos en ningún momento. ¿Por qué? Cuando le hicieron la pregunta a lord Raglán, éste replicó que había pensado en Agnes.

Hester recordó haber ido más tarde al campo de batalla y haber contemplado la tierra empapada de sangre, los cuerpos mutilados, algunos tan terriblemente mutilados que los miembros estaban a varios metros de distancia del cuerpo. Había hecho todo lo que había podido para aliviar los sufrimientos, había trabajado hasta que el agotamiento había conseguido embotarla e insensibilizarla y, como el dolor le entraba por los ojos y los oídos, estaba mareada. Los heridos se amontonaban en los carros y eran transportados en ellos hasta los improvisados hospitales de campaña. Había trabajado día y noche hasta el agotamiento, con la boca seca por la sed, dolorida y horrorizada. Las enfermeras habían tratado de cortar las hemorragias; en cuanto a las conmociones, poco podía hacerse salvo administrar unas preciosas gotas de brandy. ¡Qué habría dado entonces por las botellas de la bodega de los Shelburne!

La conversación de la cena era un murmullo que flotaba a su alrededor, voces corteses, amables… e ignorantes. Ante sus ojos veía las flores que da el verano, nacidas de los cuidados de atentos jardineros, orquídeas cuidadas en un invernadero de paredes de vidrio. Se acordó de una cálida tarde en la que había atravesado un campo de hierba llevando en el bolsillo las cartas que había recibido de casa, pasando entre rosas enanas y azules espuelas de caballero, que habían vuelto a crecer en el campo de Balaclava un año después de la Carga de la Brigada Ligera, demostración insensata de ataque furibundo y heroísmo suicida. Había vuelto al hospital y había tratado de escribir a su familia para explicarles cómo iba todo realmente, qué hacía y cómo se sentía, hablarles de la camadería, de las cosas buenas, decirles que tenía buenas amistades, hablarles de Fanny Bolsover y de cómo se reían las dos y de los actos de valor. La fría resignación de los hombres al ver que disponían de granos verdes de café pero no de los medios para tostarlos y molerlos había provocado en ella una admiración tan profunda y un orgullo tan grande que se le había hecho un nudo en la garganta. Podía oír el rasgueo de la pluma sobre el papel mientras escribía una carta… y el crujido del papel al romperse.

– Un gran hombre -dijo el general Wadham, con los ojos fijos en la copa de clarete-, uno de los héroes que ha tenido Inglaterra. Lucan y Cardigan están emparentados… supongo que ya lo sabe. Lucan se casó con una de las hermanas de lord Cardigan. ¡Qué familia! -Hizo unos movimientos con la cabeza dictados por la admiración-. ¡Qué sentido del deber!

Es motivo de inspiración para todos nosotros-admitió Úrsula con los ojos brillantes.

– Entre los dos se produjo odio a primera vista-dijo Hester antes de que la discreción le diera tiempo a refrenar la lengua.

– ¿Qué ha dicho? -dijo el general clavando en ella una mirada fría y enarcando sus delgadas cejas.

En su mirada se concentraba toda su incredulidad ante tamaña impertinencia en particular y su desprecio a la mujer en general cuando hablaba sin que nadie le hubiera pedido opinión.

Aquella mirada espoleó a Hester. Aquel hombre que tenía delante pertenecía al grupo de los locos ciegos y arrogantes que habían causado incalculables pérdidas en el ejército por haberse negado a informarse por su inflexibilidad, por el pánico que les invadía cuando se equivocaban y por sus emociones personales, que para ellos contaban más que la verdad.

– He dicho que lord Lucan y lord Cardigan se odiaron desde el momento en que se conocieron-repitió Hester con toda claridad en medio de un silencio total.

– No creo que esté en posición de hacer tal afirmación, señora -le dijo mirándola con absoluto desprecio.

Aquella mujer era menos que un subalterno, menos que un soldado raso. ¡Por el amor de Dios, si sólo era una mujer! Y se había atrevido a desmentir sus palabras, aunque fuera indirectamente. ¡Y en la mesa donde estaban cenando!

– Yo estuve en el campo de batalla del Alma, en Inkermann y en Balaclava y también en el sitio de Sebastopol, señor -respondió sosteniendo su mirada-. ¿Puede decirme dónde estaba usted?

El rostro del general se puso escarlata.

– La educación y la consideración que tengo con nuestros anfitriones me impiden darle la respuesta que merece, señora -dijo muy envarado-. Ya que la cena ha terminado, quizás es hora de que las señoras se retiren al estudio.

Rosamond hizo ademán de levantarse cediendo a la obediencia y Úrsula dejó la servilleta junto al plato, pese a que todavía le quedaba en él la mitad de una pera. Fabia no se movió de su sitio, pero en sus mejillas habían aparecido dos manchas de color, mientras que Callandra, con mucha parsimonia pero con decisión, cogió un melocotón y se dispuso a mondarlo con ayuda del tenedor y el cuchillo, con una discreta sonrisita rondándole en el rostro.

Nadie se movió pero el silencio se hizo más denso.

– Creo que tendremos un invierno muy frío -comentó Lovel finalmente-. El viejo Beckinsale me decía que cree que va a perder la mitad de la cosecha.

– Todos los años dice lo mismo -refunfuñó Menard mientras terminaba un resto de vino, apurándolo sin saborearlo, como si lo hiciera para no desperdiciarlo.

– Hay muchas personas que dicen lo mismo año tras año -los interrumpió Callandra apartando cuidadosamente un trocito de melocotón magullado a un lado del plato con ayuda del tenedor-. Hace cuarenta años que vencimos a Napoleón en Waterloo y la mayoría creemos que aún tenemos aquel mismo ejército invencible y nos figuramos que continuaremos venciendo recurriendo a la misma táctica y a la misma disciplina y valor que derrotó a media Europa y puso fin a un imperio.

– ¡Bien sabe Dios que es así, señora! -El general dio una fuerte palmada en la mesa que hizo retemblar la vajilla-. El soldado británico es superior a todos los seres humanos.

– No lo dudo -admitió Callandra-, pero hay un asno fanático e incompetente que es el general británico que lo manda.

– ¡Callandra! ¡Por el amor de Dios! -Fabia estaba estupefacta.

Menard se cubrió la cara con las manos.

– Quizás el resultado habría sido otro si usted hubiera estado al frente del ejército, general Wadham -prosiguió Callandra con gran desenvoltura y mirándolo con franqueza-. ¡No puede negarse que tiene usted imaginación!

Rosamond cerró los ojos y deslizó el cuerpo en el asiento. Lovel refunfuñó. Hester no podía contener la risa, rayana casi en el histerismo, y se llevó la servilleta a la boca intentando reprimirla.

El general Wadham protagonizó una retirada estratégica y sorprendentemente hábil. Decidió aceptar aquella observación como un cumplido:

– ¡Gracias, señora! -dijo muy tieso-. Tal vez yo habría podido evitar la carnicería de la Brigada Ligera. -Y con esto se dio por zanjado el asunto. Fabia, con la ayuda momentánea de Eovel, se levantó de la silla y excusó a las señoras, a las que dirigió hacia el estudio, donde podrían hablar de temas como la música, la moda, la sociedad, las bodas que estaban al caer (las anunciadas oficialmente y las que todavía estaban en el aire) mientras se dedicaban mutuas y exageradas muestras de cortesía.

Cuando los visitantes finalmente se despidieron, Fabia se volvió hacia su cuñada y la miró como si quisiera fulminarla.

– ¡Callandra… esto no te lo perdonaré nunca!

– Tampoco me perdonaste hace cuarenta años, el día que nos conocimos, por llevar el vestido exactamente del mismo color que el tuyo -replicó Callandra-, procuraré sobrellevar la carga con la misma entereza que he demostrado en todos los demás episodios que han ocurrido desde entonces.

– De veras que eres imposible. ¡Oh, Dios, cómo echo de menos a Joscelin! -Lentamente se puso en pie y Hester también se levantó en señal de cortesía. Fabia fue directamente hacia la puerta de doble batiente-. Me voy a la cama. La veré mañana -dijo, y salió sin añadir palabra.

– Eres realmente imposible, tía Callandra -corroboró Rosamond, de pie en medio de la habitación, confusa y consternada-. No entiendo por qué tienes que decir estas cosas.

– Ya sé que no lo entiendes -le replicó Callandra con voz suave-, pero es porque no te has movido nunca de Middleton, Shelburne Hall o los círculos sociales de Londres. Si Hester no hubiera sido una invitada, habría dicho lo mismo que yo… incluso más. Desde Waterloo se nos ha quedado petrificada la imaginación militar. -Se levantó y se recompuso los pliegues de la falda-. Aunque aquella victoria fue una de las más grandes de la historia y la causa de un cambio de rumbo en la vida de las naciones, se nos subió a la cabeza y nos figuramos que basta que aparezcamos con nuestras casacas escarlata y obedezcamos las normas para salir vencedores de cualquier prueba. Sólo Dios sabe cuántos sufrimientos y muertes ha causado nuestra obstinación. Nosotras, las mujeres y los políticos, nos quedamos tranquilamente sentados en casita y aclamamos a los militares sin tener la más mínima idea de la realidad.

– Joscelin ha muerto -dijo Rosamond con aire lúgubre, los ojos clavados en las cortinas corridas.

– Esto ya lo sé, hijita -dijo Callandra detrás mismo de ella-, pero no en Crimea.

– ¡Quizá murió a causa de Crimea!

– Es posible-admitió Callandra, mientras su rostro se dulcificaba de pronto-, ya sé que tú lo apreciabas mucho. Era un hombre con una gran capacidad para el placer, tanto en lo tocante a dar como a recibir, cualidad que desgraciadamente no comparten con él Lovel ni Menard. Me parece que nos hemos agotado y que también hemos agotado el tema. Buenas noches, hija mía, y llora si tienes ganas, porque el llanto demasiado tiempo retenido no nos hace ningún bien. La compostura está muy bien, pero a veces conviene entregarse al dolor. -Rodeó con el brazo los hombros delgados de Rosamond, la abrazó unos breves momentos y, como si supiera que el gesto abriría la puerta al dolor a la vez que al consuelo, tomó a Hester del codo y se la llevó fuera de la sala para que Rosamond se quedara a solas.


Al día siguiente Hester se despertó tarde y se levantó con dolor de cabeza. No le apetecía desayunar temprano y menos aún encontrarse con nadie de la familia en la mesa. Tenía ideas muy apasionadas con respecto a la vanidad e incompetencia de la que había sido testigo en el ejército y el sentimiento de horror que le inspiraba el sufrimiento ya no la abandonaría jamás en la vida. Probablemente tampoco la ira que le había provocado. Sabía, sin embargo, que no se había comportado debidamente en la cena, recuerdo que la atormentaba y la incitaba a pintar un cuadro más grato de sí misma, en el que su falta quedara atenuada lo que no contribuía en modo alguno a aliviar el dolor de cabeza que sentía ni tampoco el mal humor.

Decidió dar un estimulante paseo por el parque para desfogar sus energías. Debían de ser las nueve de la mañana cuando, bien abrigada, se lanzó a caminar velozmente por la hierba dejando que la humedad le calara las botas.

Descubrió, extremadamente contrariada, la figura del hombre antes de que él la descubriera a ella. La contrariedad obedecía a que deseaba estar sola. Probablemente era inofensivo y seguramente él tenía el mismo derecho que ella a pasear. ¿O quizá más? A buen seguro que su presencia debía de tener su justificación, pese a lo cual ella lo sintió como un intruso, otro ser humano en un mundo donde reinaba el viento, los árboles enormes, unos cielos inmensos recorridos por las nubes y una hierba estremecida y rumorosa. Cuando llegó a su altura, el hombre se detuvo y le dirigió la palabra. Era moreno y tenía una expresión arrogante, delgado, pero no anguloso y ojos claros.

– Buenos días, señora. Veo que vive en Shelburne Hall…

– ¡Muy observador! -respondió ella con ironía, echando una rápida ojeada al parque, absolutamente desierto.

Era evidente que no podía venir de ningún otro sitio, a menos que hubiera salido de un agujero de la tierra.

El rostro del hombre se tensó, consciente del sarcasmo.

– ¿Es usted de la familia?

La miraba con curiosa fijeza, lo que para ella era desconcertante y casi rayano en lo ofensivo.

– ¿Puedo preguntarle en qué medida es de su incumbencia? -le preguntó ella fríamente.

El hombre la miró con mayor fijeza aún y de pronto hubo en sus ojos un brillo de reconocimiento pero, aunque le hubiera ido la vida en ello, Hester no habría podido decir cuándo se habían visto. Curiosamente, él no hizo comentario alguno.

– Estoy investigando el asesinato de Joscelin Grey. No sé si usted lo conocía.

– ¡Dios mío! -exclamó ella involuntariamente, aunque se dominó al momento-. En ocasiones me han dicho que carezco de tacto, pero me parece que usted supera todo límite. -Era mentira, la campeona del género era Callandra-. Se merecería que le dijese que yo era su novia… y que seguidamente cayese desmayada.

– Entonces tendría que tratarse de un compromiso secreto -le replicó él-. Y si es aficionada a las historias románticas clandestinas, no le extrañe que a veces alguien hiera sus sentimientos.

– Cosa que usted sabe hacer a la perfección. -El viento le azotaba la falda mientras seguía preguntándose por qué aquel hombre había dado muestras de conocerla.

– ¿Conocía a Grey? -repitió él ahora irritado.

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo duró la amistad?

– Si no recuerdo mal, nuestra relación duró unas tres semanas.

– Un periodo de tiempo extraño para una relación.

– ¿Qué periodo de tiempo encuentra normal para la relación con una persona? -preguntó ella.

– Me refiero a que es un periodo breve -explicó dando muestras de una cautelosa condescendencia-. No creo que usted fuera amiga de la familia. ¿Lo conoció poco antes de que muriera?

– No. Lo conocí en Shkodér.

– ¿Dónde?

– ¿Es usted duro de oído? -inquirió-. Lo conocí en Shkodér.

Hester se acordó de los aires paternalistas del general y de pronto acudieron a su memoria todas las ocasiones en que había sido objeto de humillación, recordó a los oficiales del ejército que consideraban que allí las mujeres sobraban, que no eran otra cosa que adornos o útiles para el recreo personal, pero no seres humanos en el sentido lato de la palabra. Las mujeres de clase alta eran seres a los que había que mimar, dominar y proteger contra todo, incluso contra la aventura, la toma de decisiones o cualquier tipo de libertad. En cuanto a las de clase baja, o eran putas o criadas y se podían utilizar como si fueran ganado.

– ¡Ah, sí! -admitió él frunciendo el ceño-. Fue herido. ¿Estaba usted con su marido?

– No, no estaba con mi marido. – ¿Por qué le pareció particularmente ofensiva aquella pregunta?-. Yo estaba allí para cuidar heridos, para ayudar a la señorita Nightingale y a otras como ella.

El rostro del hombre no mostró aquella admiración y profundo respeto próximo a la veneración que solía despertar aquel nombre, lo que molestó en cierto modo a Hester. Daba la impresión de que lo único, que le interesaba era Joscelin Grey.

– ¿Atendió usted al comandante Grey?

– Sí, entre otros. ¿Le importa si prosigo mi paseo? Aquí parada me entra frío.

– Por supuesto. -El hombre se puso a su paso y continuaron, juntos, el impreciso camino de hierba que conducía a un grupo de robles-. ¿Qué impresiones le han quedado de él?

Hester se esforzó en discernir entre sus recuerdos y la imagen que se había hecho a través de las palabras de la familia de Grey, del llanto de Rosamond, del orgullo y amor de Fabia, del vacío que la desaparición del hijo había dejado en la felicidad de la madre y quizá también en la de Rosamond, de la mezcla de exasperación y… tal vez de envidia que seguía persistiendo en sus hermanos.

– Recuerdo más su pierna que su cara -dijo Hester con toda franqueza.

La miró con la indignación pintada en el rostro.

– Mire, señora, no me interesan sus fantasías de mujer ni menos su sentido del humor, a decir verdad bastante peculiar. Lo que yo hago es investigar un asesinato particularmente brutal.

Hester perdió completamente la ecuanimidad.

– ¡Usted es un idiota incompetente! -le gritó de cara al viento-. Usted es un fatuo y un ignorante y no se le ocurren más que cosas sucias. Yo le vendé y le limpié la herida que, por si lo había olvidado, estaba en la pierna. Como en la cara no tenía herida alguna, no se la miré con más atención que la cara de los diez mil heridos y muertos que tuve ocasión de ver. Si apareciera ahora y me dirigiese la palabra, no lo reconocería.

El hombre puso cara de indignación y rabia.

– Sería un hecho memorable, señora. Hace ocho semanas que lo mataron… y lo dejaron reducido a papilla. -Si se figuraba haberla impresionado con sus palabras, se había equivocado de medio a medio.

Hester tragó saliva y lo miró directamente a los ojos.

– Eso me recuerda el campo después de la batalla de Inkermann -dijo con voz inalterable-. Allí por lo menos sabíamos qué les había pasado… lo que no sabíamos era por qué.

– Pues nosotros sabemos qué hicieron a Joscelin Grey… pero no sabemos quién se lo hizo. Por fortuna no tengo la obligación de dar explicaciones sobre la guerra de Crimea… sólo de la muerte de Joscelin Grey.

– Lo cual parece encontrarse fuera de su alcance -dijo Hester con evidente brusquedad-. Pues mire, en esto no puedo serle de ninguna ayuda. Lo único que recuerdo es que era un hombre excepcionalmente simpático, que soportó la herida con la misma entereza que la mayoría de los que se encontraban en circunstancias parecidas y que durante su convalecencia dedicó mucho tiempo yendo de cama en cama alentando y animando a los demás, especialmente a aquellos que por su estado tenían la muerte más cerca. De hecho, ahora que lo pienso, se portó admirablemente. Lo había olvidado por completo. Dio ánimos a muchos moribundos, escribió cartas a sus familiares en nombre de ellos, refirió por carta su muerte a los parientes y seguramente los ayudó a sobrellevar la desgracia. Verdaderamente no hay derecho a que superara todas estas cosas para que lo asesinaran al regresar a su casa.

– Fue un asesinato extremadamente violento. Tal como lo golpearon era evidente la furia y el odio del asesino. -Al fijar en Hester su mirada, le sorprendió el brillo de inteligencia que descubrió en su rostro, un rasgo muy intenso y turbador que le produjo un hondo desasosiego-. Estoy convencido de que fue alguien que lo conocía. No se puede odiar tanto a una persona desconocida.

Hester se estremeció. Pese a que el campo de batalla era en sí mismo horrendo, la diferencia que existía entre aquella carnicería sin sentido y la maldad extremadamente personal del asesinato de Joscelin Grey seguía siendo abismal.

– Lo siento -dijo Hester, ahora más amable, pero aún presa de la tensión que aquel hombre desencadenaba en ella-. No sé nada de Joscelin Grey que pueda ayudarle a encontrar a la persona que busca. Si supiera algo, se lo diría. El hospital tenía unos archivos, seguramente puede encontrar en ellos qué otras personas convivieron con él, aunque supongo que ya habrá hecho averiguaciones en este sentido…

Por la expresión sombría de su rostro, Hester se dio cuenta al momento de que no las había hecho, lo que pareció agotar su paciencia.

– Entonces, ¿quiere tener la bondad de decirme qué ha estado haciendo durante estas ocho semanas?

– Cinco de ellas las he pasado en cama recuperándome de unas lesiones -le espetó-. Me parece que usted da muchas cosas por sentadas, señora. Usted es arrogante, dominante, tiene muy mal genio y se da muchos aires. Y saca conclusiones carentes de todo fundamento. ¡Oh, Dios, cómo detesto a las mujeres inteligentes!

Hester se quedó un momento en suspenso pero no tardó en tener la respuesta a flor de labios.

– A mí, en cambio, me encantan los hombres inteligentes -sus ojos lo recorrieron de arriba abajo-, lo cual significa que de ninguna manera podemos estar a gusto juntos.

Y dando por terminado el diálogo, se recogió la falda, pasó como una exhalación en dirección al camino que conducía al grupito de árboles y dio un traspié debido a unas zarzas que se atravesaron a su paso.

– ¡Maldita mujer! -dijo Monk incapaz de reprimir la furia-. ¡Vete al infierno!

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