Monk encargó a Evan que hiciera una prospección en las casas de empeños en busca del jade rosa mientras él localizaba a Josiah Wigtight. No le costó encontrar la dirección. Estaba a media milla de Whitechapel en dirección este, en una calle perpendicular a Mile End Road. El edificio era estrecho, casi ahogado entre la oficina de un picapleitos de tres al cuarto y un taller clandestino donde unas mujeres, con escasísima luz, trabajaban afanosamente dieciocho horas al día cosiendo camisas por un puñado de peniques. Algunas, además, se veían obligadas a hacer la calle por las noches para ganarse de manera asquerosa y fácil unas monedas de plata con las que redondear el sueldo y pagar la comida y el alquiler. Las había que eran esposas o hijas de hombres miserables, borrachos o marginados, muchas eran ex sirvientas que habían perdido su «posición» por una u otra razón: trato impertinente, escasa honradez, moral relajada; o porque alguna señora las tachaba de altaneras o eran víctimas de algún señor que se aprovechaba de ellas, tras descubrirse lo cual, y en muchos casos quedar ellas embarazadas, no sólo perdían el empleo sino que, para postre, sufrían la vergüenza y el oprobio.
El despacho estaba iluminado con una luz tenue porque las cortinas estaban echadas, y olía a pulimento, a polvo y a cuero viejo. En la primera habitación había un empleado vestido de negro, sentado en un taburete alto. Levantó los ojos y miró a Monk que entraba.
– Buenos días señor, ¿podemos servirle en algo?-Una voz pastosa como barro-. ¿Algún pequeño apuro? -Se restregó las manos como si tuviera frío, aunque era pleno verano-. Un apuro pasajero, claro-sonrió ante su misma hipocresía.
– Eso espero -dijo Monk devolviéndole la sonrisa.
El hombre conocía el oficio y observó a Monk con cautela. Su expresión no delataba el nerviosismo que Monk estaba acostumbrado a encontrar; como mucho, hubiera podido decir que tenía algo de lobuna. Monk se dio cuenta de que había estado torpe; seguramente que solía ser más hábil, que estaba más atento a los matices.
– Más bien depende de usted -añadió para animar al hombre y borrar cualquier sospecha que inadvertidamente hubiera podido provocar.
– Naturalmente -asintió él empleado-. Para eso estamos: para ayudar a los caballeros que pasan por un momento de apreturas. Desde luego, hay ciertas condiciones, como usted comprenderá. -Sacó una hoja de papel en blanco y preparó la pluma-. Si tiene la bondad de indicarme los detalles, señor.
– Mi problema no es de escasez de recursos -replicó Monk con una ligera sonrisa. Odiaba a los prestamistas, odiaba la avidez con la que manejaban sus asquerosos negocios-. O por lo menos no paso por una situación tan acuciante que me obligue a recurrir a ustedes. Quisiera hablar de unos asuntos con el señor Wigtight.
– Perfectamente -asintió el hombre con gesto de haberlo comprendido todo-, perfectamente. Todos los tratos pasan por las manos del señor Wig-tight, señor… señor… -Levantó las cejas.
– No vengo a pedir dinero prestado -le dijo Monk con aspereza-. Dígale al señor Wigtight que vengo a hablarle de algo que se le ha extraviado y que le interesa mucho recuperar.
– ¿Extraviado? -En el pálido rostro del hombre apareció una mueca-. ¿Extraviado? ¿A qué se refiere, señor? Al señor Wigtight no se le traspapela nada. -Lanzó un resoplido como para demostrar su desaprobación.
Monk se inclinó hacia delante y puso las dos manos sobre el mostrador, con lo que el hombre se vio obligado a mirarlo de frente.
– ¿Va a hacerme pasar al despacho del señor Wigtight? -le preguntó Monk con extrema claridad-. ¿O tendré que buscar la información en otro sitio? -No quería decirle quién era a aquel hombre por no prevenir a Wigtight, pues Monk necesitaba la ligera ventaja de la sorpresa.
– ¡Ah…! -El hombre tomó una rápida decisión-. ¡Ah… sí, sí, señor! Voy a conducirlo ahora mismo ante el señor Wigtight. Si tiene la bondad de seguirme… -Cerró bruscamente el libro de cuentas y lo metió en un cajón. Sin quitarle ojo a Monk, se sacó una llave del chaleco y cerró con ella el cajón, después de lo cual se puso en pie-. Adelante, señor, es por aquí.
El despacho interior donde se encontraba Josiah Wigtight no tenía nada que ver con el burdo intento de discreta respetabilidad de la antesala. Aquí se respiraba una franca opulencia, todo estaba pensado para la comodidad, el hedonismo casi. Las enormes butacas estaban tapizadas de terciopelo y los cojines eran de una tela de calidad de colores vistosos. La mullida alfombra amortiguaba el ruido de los pasos y las lámparas de gas, siseando apenas desde sus apliques de pared, estaban arropadas de vidrio rosa que difundía esta tonalidad por toda la habitación, desdibujando los contornos y amortiguando los resplandores. Las cortinas eran gruesas y sus pliegues cerraban la entrada a la realidad de la luz natural. No se trataba de buen gusto ni de vulgaridad, sino de una de tantas maneras de saborear el placer. Con todo, al cabo de un rato el efecto resultaba francamente soporífero. Inmediatamente Monk sintió crecer su respeto por Wigtight: era inteligente.
– ¡Ah! -exclamó Wigtight con una profunda espiración. Era un hombre grueso, un gigantesco sapo que esperaba, hinchado, detrás de su escritorio; su ancha boca se abrió en una sonrisa que murió antes de llegar a sus ojos bulbosos-. ¡Ah! -repitió-. ¿Se trata de un asunto delicado, señor…?
– Sí, un poco -admitió Monk. Decidió no sentarse en la butaca mullida y oscura por miedo a que lo engullera como una ciénaga o enturbiara sus pensamientos. Pensó que, de sentarse en ella, se encontraría en desventaja e incapaz de moverse en caso necesario.
– ¡Siéntese, siéntese! -le dijo Wigtight con un gesto de la mano-. Hablemos del asunto y estoy seguro de que encontraremos una solución satisfactoria.
– Asilo espero. -Monk se sentó en el brazo de la butaca y, aunque no estaba cómodo, en aquella habitación prefería estar incómodo.
– ¿Se encuentra en una situación momentáneamente apurada? -comenzó a decir Wigtight-. ¿Quiere beneficiarse de una buena inversión? ¿Tiene buenas razones para esperar verse favorecido por un pariente que no está muy bien de salud?
– Gracias, trabajo, y el salario que gano me basta para cubrir mis necesidades.
– Pues es usted un hombre afortunado. -Lo dijo sin pizca de sinceridad y con voz inexpresiva, ya que estaba acostumbrado a oír todas las mentiras y excusas que el ingenio humano es capaz de urdir.
– ¡Más afortunado que Joscelin Grey! -dijo Monk a quemarropa.
El rostro de Wigtight cambió de expresión casi imperceptiblemente… fue como si hubiera pasado una sombra sobre él, nada más. De no haber estado esperando su reacción, a Monk le habría pasado desapercibida.
– ¿Jocelyn Grey? -repitió Wigtight. Monk vio en su rostro la indecisión del que duda entre fingir que nada sabe o admitir que sabía quién era por la notoriedad del caso. Optó por el camino equivocado-. No conozco a esta persona, señor mío.
– ¿No ha oído hablar de él? -Monk procuró no ejercer una presión excesiva. Odiaba a los prestamistas con un odio para el que no encontraba explicación. Su intención era hacer caer en la trampa a aquel gordo fofo, hacerlo víctima de sus propias palabras, cazarlo y contemplar cómo se debatía aquel cuerpo abotagado.
Pero Wigtight advirtió la celada.
– Oigo tantos nombres… -añadió de manera cautelosa.
– Mejor será entonces que consulte sus libros -le apuntó Monk- y así verá si figura en ellos, ya que le falla la memoria.
– Cuando una deuda queda saldada, la borro de los libros. -Los ojos grandes y desvaídos de Wigtight adoptaron un aire de impasibilidad-. Es por discreción, ¿sabe usted? A nadie le gusta que le recuerden sus momentos de penuria.
– Es usted muy considerado -dijo Monk, sarcástico-. ¿Y si consultase la lista de los que no han pagado?
– El señor Grey no figura en ella.
– O sea que pagó. -Monk sólo dejó traslucir un leve reflejo de la satisfacción que le producía el triunfo.
– Yo no he dicho que le hubiera prestado dinero.
– Entonces, si no le prestó nada, ¿por qué contrató a dos hombres para que entraran en su piso valiéndose de engaño y lo saquearan? Y ya que estaban allí, le robaron de paso la plata y algunos objetos de adorno. -Se dio el gustazo de ver que Wigtight se amilanaba-. Esto estuvo muy mal, señor Wigtight. Tengo que decirle que contrató a unos matones de pacotilla, si quiere que le hable con franqueza. Si hubieran sido más profesionales, no habrían buscado sacar este provecho adicional. Es peligroso, porque aumenta la pena… y se trata de objetos que son fáciles de localizar.
– ¡Usted es policía! -De pronto Wigtight había comprendido y pronunció las palabras como quien instila veneno.
– Exactamente.
– Yo no contrato ladrones. -Ahora Wigtight se defendía con evasivas, intentaba ganar tiempo para pensar y Monk lo sabía.
– No, usted contrató cobradores, pero resultó que además eran ladrones -le soltó Monk de inmediato-. En esto la ley no establece diferencias.
– Por supuesto que contrato a cobradores -admitió Wigtight-, no voy a ir yo por ahí cobrando de puerta en puerta.
– ¿A cuántos les manda cobradores que se fingen policías y se presentan con documentos falsificados dos meses después de que ha asesinado a los clientes?
Del rostro de Wigtight desapareció hasta el más leve vestigio de color y se quedó gris como la piel del pescado. Monk pensó por un momento que iba a darle un síncope, aunque no por esto se inmutó.
Wigtight se quedó durante algunos instantes sin poder hablar; entretanto, Monk seguía esperando.
– ¡Asesinado! -La palabra, cuando la articuló por fin, sonó a hueco-. Juro sobre la tumba de mi madre que no tengo nada que ver con este asunto. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué? Es una idea totalmente descabellada. ¡Usted está loco!
– Porque es usted un usurero -dijo Monk con aspereza, notando que en su interior se abría un profundo pozo de ira e incontenible desprecio- y los usureros no dejan nunca que la gente deje de pagar una sola deuda, intereses incluidos. -Inclinó el cuerpo hacia delante, amenazando con su gesto a Wigtight, que se había quedado inmóvil en la silla-. Hace usted un mal negocio si les deja hacerlo -dijo hablando casi entre dientes-. Y otros podrían sentirse animados a hacer lo mismo. ¿Qué sería de usted si todos se negasen a pagarle? Hay que arrancarles hasta el último céntimo para satisfacer sus intereses. Más vale pájaro en mano que toda la maldita bandada revoloteando por ahí gorda y feliz, ¿verdad?
– ¡Yo no lo maté! -Wigtight estaba aterrado, no sólo por los hechos que le imputaba, sino por el odio que veía en Monk.
Monk sabía cuándo una persona perdía los papeles y disfrutaba viéndole pasar tanto miedo.
– No, envió a otro para que se encargara de hacerlo… lo que viene a ser lo mismo -continuó Monk.
– ¡No! ¡Habría sido una estupidez! -La voz de Wigtight iba subiendo de tono, en ella se apreciaba una nueva nota más aguda: era el pánico y sonaba a gloria a los oídos de Monk-. De acuerdo -Wigtight levantó las manos gordas y blandas-, los envié al piso para que lo registraran y comprobaran si Grey guardaba alguna nota en la que constase que me había pedido dinero prestado. Sabía que lo habían asesinado y pensé que a lo mejor había conservado el pagaré cancelado. No quería verme mezclado en nada que hiciera referencia a Grey. Esto es todo. ¡Lo juro! -El sudor le empapaba ahora la cara, que relucía a la luz de la lámpara de gas-. Me devolvió el dinero. ¡Virgen Santa, si al fin y al cabo no eran más que cincuenta libras! ¿Usted se figura que yo enviaría a alguien a que matara a un hombre que me debe cincuenta libras? Sería una locura, una insensatez. Me tendrían acogotado durante todo el resto de mi vida. Me chuparían la sangre… o me enviarían a la horca.
Monk lo observó con atención. Lenta y dolorosamente la verdad de la situación se abría en su interior. Wigtight era un parásito, pero no tenía un pelo de tonto. No habría pagado por una ayuda tan burda para asesinar a un hombre por deudas, por elevado que fuera su importe. De haber querido cometer un asesinato, habría sido más inteligente, más discreto. Un poco de violencia podía dar resultado, pero no esto y menos en casa del propio Grey.
Por otra parte, habría querido asegurarse de que no había rastro alguno de sus tratos, siquiera fuera por evitarse inconvenientes.
– ¿Por qué esperó tanto tiempo? -le preguntó Monk; su voz volvía a ser inexpresiva, sin signo alguno de acoso-. ¿Por qué no mandó a por el pagaré enseguida?
Wigtight supo en aquel momento que había ganado la partida. En su cara pálida y globulosa resplandecía la victoria, como el légamo en la piel de la rana al salir del pantano.
– Al principio había demasiados policías de verdad en la casa -respondió-. No paraban de entrar y salir. -Extendió las manos como para corroborar lo que decía.
A Monk le habría gustado llamarlo embustero pero no podía. Todavía no.
– No encontraba a nadie capaz de correr el riesgo -prosiguió Wigtight-. Como pagues demasiado a un hombre por hacer algo, enseguida empieza a preguntarse si allí no habrá más de lo que dices. Habría podido pensar que tenía miedo de algo. Al principio los suyos buscaban ladrones. Ahora la cosa ha cambiado, van ustedes detrás de negocios, dinero…
– ¿Cómo lo sabe? -Monk creía lo que le decía, no tenía otro remedio, pero quería cobrarse hasta la última onza de sufrimiento que pudiera causarle.
– Ya sabe, se dice… estuvo usted a ver a su sastre, al tratante de vinos, comprobó si pagaba sus facturas…
Monk recordó que había enviado a Evan a hacer aquellos trámites. Se habría dicho que aquel usurero tenía ojos y oídos en todas partes. Pero comprendió que no podía ser de otra manera: así encontraba a sus clientes, descubría sus flaquezas, sus puntos débiles. ¡Oh, Dios mío, cómo odiaba a aquel hombre y a toda su calaña!
– ¡Oh! -A su pesar su rostro reveló aquel error-. Tendré que ser más discreto en mis averiguaciones.
Wigtight sonrió fríamente.
– Yo que usted no me preocuparía. No tiene importancia.
Reconocía el éxito porque estaba acostumbrado a su sabor, como al del queso Stilton bien curado y al del oporto después de cenar.
Monk no tenía nada más que decir y no podía soportar por más tiempo ver a Wigtight tan satisfecho. Al salir pasó por delante del untuoso empleado que estaba en el despacho delantero. Estaba decidido a aprovechar la primera oportunidad que se le brindase para cargar algo a Josiah Wigtight, a ser posible algo que le reportase una larga temporada en la cárcel. Tal vez era el odio que le inspiraba la usura y todas las cancerosas angustias con que roía el corazón de la gente o quizá fuera odio a Wigtight en particular, por su gorda barriga y sus ojos glaciales, pero lo más probable era que todo se redujese a la amargura de la contrariedad de descubrir que no había sido el prestamista quien había matado a Joscelin Grey.
Todo lo cual lo llevó de nuevo a la otra salida de su investigación: los amigos de Joscelin Grey, la gente cuyos secretos pudo haber conocido. Así, volvió a Shelburne… y al triunfo de Runcorn.
Pero antes de emprender semejante camino para llegar a una de sus inevitables conclusiones -la detención de Shelburne y su propia defenestración después de la misma o el reconocimiento de que no podía demostrar nada y por tanto debía aceptar el fracaso; en cualquier caso Runcorn no salía perdedor- Monk probaría todos los demás, por insignificantes que fueran, empezando por Charles Latterly.
Hizo la visita a última hora de la tarde, ya que pensó que era un buen momento para encontrar a Imogen en casa, preguntando, eso sí, por Charles.
Lo recibieron con educación, pero nada más. La doncella estaba demasiado bien aleccionada como para dejar ver que su visita le causaba sorpresa. Tuvo que esperar unos minutos antes de que lo hicieran pasar a la salita, donde pudo percatarse una vez más de la discreta comodidad de la estancia.
Charles estaba de pie junto a una mesilla de la ventana mirador.
– Buenos días, señor… Monk -dijo con evidente frialdad-. ¿A qué debo esta nueva atención?
Monk sintió un peso en el estómago, como si todavía llevase pegado encima el olor de las barracas. Quizás era muy evidente qué clase de hombre era, dónde trabajaba, en qué se ocupaba, y siempre había sido así. Había estado demasiado absorto en sus propios sentimientos para prestar atención de los sentimientos de los demás.
– Sigo haciendo averiguaciones en torno al asesinato de Joscelin Grey -replicó con una cierta ampulosidad. Sabía que Imogen y Hester también estaban en la habitación pero no quería mirarlas. Hizo una ligera inclinación sin levantar los ojos y un gesto similar en dirección a ellas.
– Pues ya va siendo hora de que llegue a alguna conclusión, ¿no cree? -Charles levantó las cejas-. Nosotros lo lamentamos muchísimo, naturalmente, porque Grey era amigo nuestro, pero no hace falta que nos tenga al día de los progresos de sus pesquisas o de la ausencia de las mismas.
– Naturalmente -respondió Monk, cediendo a la acrimonia ante la ofensa, plenamente consciente de que él no pertenecía ni pertenecería nunca al mundo de aquel saloncito claro y gracioso con su mobiliario almohadillado y de castaño bruñido-, ni yo podría permitírmelo. Deseo hablar de nuevo con usted precisamente porque usted era amigo del comandante Grey. -Tragó saliva-. Como es natural, al principio consideramos la posibilidad de que hubiera sido víctima de un ladrón, después pensamos que podía tratarse de una cuestión de deudas, tal vez deudas de juego o algún préstamo de dinero. Ya hemos explorado todos estos caminos y volvemos a encontrarnos, lamentablemente, frente a lo que parece más probable…
– Creía que ya se lo había dicho antes, señor Monk. -La voz de Charles transparentaba aspereza-. ¡No queremos saber nada de este asunto! Y si quiere que le hable con franqueza, no quiero que ni mi esposa ni mi hermana se angustien escuchando lo que haya venido a decirnos. Quizá las mujeres de su… -buscó la palabra menos ofensiva- de su ambiente sean menos sensibles a este tipo de cosas. Para desgracia suya, deben de estar más acostumbradas a la violencia y a los aspectos sórdidos de la vida. Pero mi hermana y mi esposa son mujeres distinguidas para quienes estas cosas son completamente desconocidas. Tengo que pedirle que respete sus sentimientos, por favor.
Monk notó que se le habían subido los colores a la cara. Sintió un deseo casi doloroso de devolverle la grosería, pero la presencia de Imogen, a muy pocos pasos de distancia, lo desarmaba. Le importaba muy poco lo que pudiera pensar Hester; en realidad, habría disfrutado discutiendo con ella y, como el agua fresca en la cara, habría sido incluso estimulante.
– No es mi intención angustiar innecesariamente a nadie, señor. -Pronunció las palabras entre dientes, articuladas a la fuerza-. No he venido a informarle, sino a hacerle unas preguntas más. Lo único que intentaba era explicarle el motivo de dichas preguntas al objeto de que se sintiera más libre de contestarlas.
Charles parpadeó. Se apoyaba ligeramente en la repisa de la chimenea y envaró el cuerpo.
– No sé nada en absoluto del asunto y, como es natural, tampoco mi familia.
– De haber podido, no dude de que lo habríamos ayudado -añadió Imogen.
Monk tuvo la momentánea impresión de que Imogen estaba avergonzada ante aquellos manifiestos aires de superioridad que se daba Charles.
Hester se levantó, atravesó la habitación y se colocó frente a Monk.
– A nosotras todavía no nos ha hecho ninguna pregunta -indicó a Charles, cargada de razón-. ¿Cómo vamos a saber si podemos responderlas o no? No hablo en nombre de Imogen, por supuesto, pero yo no me siento ofendida en lo más mínimo porque me hagan preguntas. De hecho, si te consideras capacitado para enfrentar la idea de asesinato, a mí me ocurre lo mismo. Considero que tenemos este deber.
– Querida Hester, no sabes lo que dices. -El rostro de Charles se había endurecido y extendió la mano hacia su hermana, pero ésta lo evitó-. Este asunto puede comportar cosas muy desagradables de las que tú no tienes ninguna experiencia.
– ¡Menudo disparate! -saltó ella al momento-. Tengo experiencia en multitud de cosas que no has imaginado ni en tus pesadillas. He visto hombres muertos a golpes de sable o abatidos por un cañonazo, he visto hombres congelados, hombres que habían muerto de hambre o consumidos por la enfermedad…
– ¡Hester! -estalló Charles-. ¡Por el amor de Dios!
– Pues no digas que soy incapaz de soportar una conversación de salón sobre un desgraciado asesinato -remató ella.
Charles tenía el rostro arrebolado e ignoró a Monk.
– ¿No se te ha pasado por tus nada femeninas mientes que Imogen tiene sentimientos y que ha llevado una vida bastante más decorosa que la que tú elegiste? -le preguntó-. ¡De veras que a veces te pones insoportable!
– Imogen no es ni remotamente tan indefensa como tú te figuras -le replicó Hester, las mejillas teñidas de leve rubor-, ni tampoco está dispuesta a ocultar la verdad porque hacerlo puede comportar una conversación desagradable. La tienes en muy poco, Charles.
Monk miró a Charles y tuvo la plena seguridad de que, de haberse encontrado solo con su hermana, era seguro que le habría puesto las peras a cuarto… aunque dentro de sus escasas posibilidades. Monk estaba contento de que aquel asunto no fuera de su incumbencia.
Imogen se hizo cargo de la situación y se volvió a Monk.
– Decía usted, señor Monk, que se veía abocado a una inevitable conclusión. Le ruego que nos diga de qué se trata. -Lo miró directamente a los ojos y Monk vio que estaba molesta, casi a la defensiva.
Jamás había conocido a nadie que pareciera estar tan dotado de una vida interior tan intensa, ni tan sensible al dolor. Monk se quedó unos segundos sin saber qué contestar. Los momentos quedaron en suspenso en el aire. Ella levantó un poco más la barbilla pero no apartó los ojos.
– Yo… -comenzó a decir Monk y después vaciló e intentó hablar de nuevo-: La persona que… quien lo mató era alguien a quien él conocía. -Estaba recuperando la voz de manera mecánica-. Alguien a quien él conocía bien, de su misma posición y círculo social.
– ¡Pamplinas! -lo interrumpió Charles con viveza, desplazándose al centro de la habitación como si quisiera enfrentarse físicamente con él-. Las personas del mismo círculo social de Joscelin Grey no van por ahí matando a la gente. Si no sabe hacer nada mejor, más le vale abandonar el caso y cedérselo a otra persona más competente.
– ¡Ahórrate estos modales, Charles! -A Imogen le brillaban los ojos, su rostro se había teñido levemente de color-. No tenemos motivos para suponer que el señor Monk no sea un profesional competente ni mucho menos pruebas para afirmarlo.
Charles notó que todo el cuerpo se le había puesto en tensión, la impertinencia era intolerable.
– Imogen -comenzó a hablar fríamente pero, recordando tal vez aquella fragilidad femenina a la que había hecho referencia, modificó el tono de voz-, es lógico que todo este asunto te altere los nervios, lo comprendo muy bien. Quizá sería mejor que te retirases, fueras a tu habitación y descansaras un rato. Vuelve cuando te hayas tranquilizado. ¿Y si tomaras una tisana?
– Ni estoy cansada ni quiero tisanas. Estoy muy tranquila y la policía quiere interrogarme. -Se volvió hacia Monk-. ¿No es así, señor Monk?
Monk habría dado cualquier cosa para recordar lo que sabía de aquella familia pero, por mucho que se esforzaba, a su cerebro no acudía recuerdo alguno, la imprecisión de su memoria adquiría los tintes de la avasalladora emoción que aquella mujer despertaba en él, era como hambre de algo siempre fuera de su alcance, como una música formidable que cautivara los sentidos pero sin dejarse apresar, perturbadora, inolvidable y dulce, evocadora de toda una vida que quedaba allende los recuerdos.
Se dijo que se estaba comportando como un estúpido. La dulzura de aquella mujer, algo en su rostro había despertado en él recuerdos de una época en la que había amado, la faceta amable de sí mismo, que había perdido en el accidente que había borrado su pasado. No todo en él se reducía al detective brillante, ambicioso, de verbo hiriente, al hombre solitario. Había habido quien lo había amado, al igual que rivales que lo odiaban, y subordinados que lo temían o admiraban, delincuentes que sabían de su pericia, pobres que esperaban de él justicia… o venganza. Imogen le recordaba que en él también había un lado humano que para él era demasiado precioso como para anegarlo en la razón. Había perdido el equilibrio y, si quería sobrevivir a aquella pesadilla -Runcorn, el asesinato, su carrera-, debía recuperarlo.
– Dado que ustedes conocían al comandante Grey-volvió a decir Monk para probar-, tal vez él les confesara que temía por su seguridad… quizá les hablase de alguien que le tenía antipatía o que, por la razón que fuera, lo acosaba. -Estaba resultando poco claro, y se maldijo por ello-. ¿Les habló alguna vez de envidias o rivalidades?
– No, nunca. ¿Por qué nadie que lo conociera iba a querer matarlo? -preguntó Imogen-. Era un hombre encantador, que yo sepa, sus enfados no iban más allá de alguna observación tajante. Tal vez su sentido del humor pudiera resultar en ocasiones indelicado, pero nada que pudiera provocar más que una irritación pasajera.
– Mi querida Imogen, ¡es imposible que un conocido suyo atentara contra él! -la cortó Charles-. Fue un robo, no puede ser otra cosa.
Imogen respiraba afanosamente e ignoró las palabras de su marido, seguía mirando a Monk con ojos serios, esperando respuesta.
– Yo creo que se trata de extorsión -le replicó Monk-. O quizá de celos por causa de una mujer.
– ¡Extorsión! -Charles pareció escandalizado, su voz estaba cargada de escepticismo-. ¿Insinúa usted que Grey pudiera extorsionar a alguien? ¿Y en qué se basa, si puedo preguntarlo?
– Si lo supiéramos, señor, sabríamos quién fue el autor -respondió Monk-, y tendríamos el caso resuelto.
– Esto quiere decir que no saben nada. -La voz de Charles sonó burlona.
– Al contrario, sabemos mucho. Ya tenemos un sospechoso pero, antes de poder acusarlo, debemos descartar todas las demás posibilidades. -Sabía que estaba llevando las cosas hasta un punto peligroso, pero la relamida expresión de Charles y su trato altanero alteraban el humor de Monk hasta hacerle perder el control. Con gusto lo habría agarrado y sacudido, lo habría obligado a salir de aquel estado de autocomplacencia y de afectada superioridad que aparentaba.
– En ese caso, se está usted equivocando -dijo Charles entrecerrando los ojos-, o eso parece, por lo menos.
Monk sonrió con frialdad.
– Pues esto es lo que trato de evitar y por esto estudio primero todas las posibles alternativas y me hago con toda la información que pueda conseguir. Me imagino que le complacerá saberlo.
Por el rabillo del ojo vio que Hester sonreía, lo que no pudo por menos de complacerle.
Charles refunfuñó.
– Deseamos ayudarle muy sinceramente-dijo Imogen rompiendo el silencio-. Mi marido intenta únicamente ahorrarnos los aspectos más ingratos del caso, gentileza que le honra, pero sentíamos una enorme simpatía por Joscelin y estamos lo bastante enteros como para decirle todo lo que sepamos.
– Hablar de «enorme simpatía» es exagerar un poco las cosas, cariño -dijo Charles, incómodo-. Claro que era un hombre que nos gustaba y, si nos inspiraba un afecto superior al corriente, era por George.
– ¿George? -Monk frunció el ceño, era la primera vez que oía mencionar a George.
– Mi hermano menor -le aclaró Charles.
– ¿Conocía al comandante Grey? -preguntó Monk con interés-. ¿Podría, pues, hablar con él?
– Por desgracia es imposible. Pero sí, conocía muy bien a Grey. Creo que durante un tiempo fueron muy amigos.
– ¿Durante un tiempo? ¿Se produjo una desavenencia entre los dos?
– No, George murió.
– ¡Ah! -Monk titubeó, un tanto cohibido-. Lo lamento.
– Gracias. -Charles tosió y se aclaró la garganta-. A nosotros Grey nos gustaba, pero de aquí a decir que le teníamos una enorme simpatía hay una cierta distancia. Me parece que mi esposa, por otra parte no sin cierta lógica, traslada parte del afecto que sentíamos por George al amigo de George.
– Ya comprendo -afirmó Monk sin saber qué decir.
¿Había visto Imogen en Joscelin al amigo de su cuñado muerto o había sido el propio Joscelin quien la había seducido con su encanto personal y sus dotes para agradar? Había notado en ella una profunda devoción al hablar de él. Imogen le recordaba a Rosamond Shelburne: la misma dulzura, la misma nostalgia por los momentos de felicidad, risa y deleite compartidos. ¿Tan ciego había estado Charles para no verlo? ¿O tal vez demasiado vanidoso como para tomarlo por lo que era?
De pronto, tuvo una ocurrencia desagradable y peligrosa, que se resistía a ser ignorada. ¿No sería Imogen Latterly la mujer, y no Rosamond? Deseaba vivamente descartar semejante idea. Bastaba con que Charles pudiera justificar su presencia en algún otro lugar en el momento del crimen, lo cual era probable, para dar la cuestión por zanjada y descartarla definitivamente.
Miró fijamente el bien afeitado rostro de Charles. Parecía irritado, pero libre de todo remordimiento. Monk buscó frenéticamente una manera oblicua de interrogarlo. Tenía el cerebro espeso como la cola. ¿Por qué demonios tendría que ser Charles marido de Imogen?
¿Había otro camino? Si por lo menos hubiera podido recordar lo que sabía de ellos… Aquel temor que sentía, ¿era fruto de la imaginación destocada? ¿O era que la memoria volvía a él lenta, fragmentariamente, despertando aquel temor?
El bastón del paragüero de Joscelin Grey. Su imagen nítida en sus pensamiento. ¡Si por lo menos hubiera podido ampliarla, ver la mano y el brazo que lo sujetaban, el hombre que lo sostenía! Aquella imagen ponía un nudo en su estómago. Él conocía al dueño del bastón, y sabía a ciencia cierta que Lovel Grey era para él un completo desconocido. Cuando había estado en Shelburne ni un solo miembro de la casa había dado la más mínima muestra de saber quién era.
¿Por qué habían de fingir? De hecho, sólo por esto ya se habrían hecho sospechosos, puesto que no tenían manera de saber que había perdido la memoria. Lovel Grey no podía ser el propietario del bastón con la cadena de latón encajada en el pomo.
Pero el propietario podía ser Charles Latterly.
– ¿Ha estado alguna vez en el piso del comandante Grey, señor Latterly? -había hecho la pregunta sin darse cuenta.
Le había salido como fundida en un molde, no quería saber la respuesta. Una vez empezado el interrogatorio, debería proseguir. Aunque sólo tuviera que saberlo él, tenía que saber, con la constante esperanza de estar equivocado, de encontrar la prueba definitiva que se lo demostrara.
Charles lo miró ligeramente sorprendido.
– No. ¿Por qué? Seguro que usted sí ha estado. Sobre el piso no puedo decirle nada.
– ¿No ha estado nunca en el piso?
– No, acabo de decírselo. No he tenido ocasión.
– ¿Ni tampoco, debo entenderlo así, nadie de su familia? -No miró a ninguna de las dos mujeres porque sabía que la pregunta podría interpretarse no sólo como una falta de delicadeza, sino como una manifiesta impertinencia.
– ¡Por supuesto que no! -Charles dominó su enfado no sin trabajo.
Ya iba a añadir algo más cuando Imogen lo interrumpió.
– ¿Le interesa saber dónde estábamos el día en que mataron a Joscelin, señor Monk?
Aunque la observó con atención, no detectó en ella ni sombra de sarcasmo. La mirada de ella era decidida, calaba hondo.
– ¡No digas cosas absurdas! -le espetó Charles con furia creciente-. Si no sabes tratar este asunto con la debida seriedad, Imogen, será mejor que nos dejes y vuelvas a tu habitación.
– Lo he dicho con toda seriedad -replicó ella, apartando los ojos de Monk-. Si la persona que mató a Joscelin era un amigo suyo, no hay razón para que no nos contemos entre los sospechosos. Sería mejor, Charles, que nosotros mismos alejáramos tal sospecha demostrando que estábamos en otro sitio en aquel momento, que empujar al señor Monk a llegar a este convencimiento inmiscuyéndose en nuestros asuntos.
Charles palideció visiblemente y se quedó mirando a Imogen como si se tratase de un ser venenoso que, sabiendo repentinamente de debajo de la alfombra, acabara de morderle. Monk notó que la tensión que sentía en el estómago se había hecho más aguda.
– Yo estaba cenando con unos amigos -declaró Charles con voz débil.
Pese a que acaba de proporcionar lo que aparentemente era una coartada, el hecho es que se mostraba extrañamente inquieto. Monk no pudo evitarlo: debía presionarlo. Miró fijamente a Charles, que estaba muy pálido.
– ¿Dónde?
– En Doughty Street.
Imogen miró a Monk, imperturbable y con aire inocente, pero Hester se había vuelto para otro lado.
– ¿Qué número, señor Latterly?
– ¿Qué importancia tiene esto, señor Monk? -preguntó Imogen ingenuamente.
Hester levantó la cabeza, como a la espera.
Monk se encontró dándole explicaciones, sorprendido por la sensación de culpa que experimentaba.
– Doughty Street va a parar a Mecklenburg Square, señora Latterly. De un sitio a otro no hay más que dos o tres minutos.
– ¡Oh! -dijo ella con una vocecilla débil e inexpresiva, volviéndose a su marido.
– Veintidós -dijo él con los dientes apretados-. Estuve allí toda la tarde y no tenía ni idea de que Grey viviera cerca.
Monk volvió a hablar sin darse tiempo a pensar; de lo contrario, no lo habría hecho con tanta decisión.
– Cuesta creerlo, señor Latterly, teniendo en cuenta que usted le había escrito a dicha dirección. Encontramos una carta suya entre las cosas de Grey.
– ¡Maldita sea! Yo… -Charles se calló, se había quedado de una pieza.
Monk esperó. El silencio era tan intenso que hubieran podido oír los cascos de los caballos pasando por la calle de al lado. No miró a ninguna de las dos mujeres.
– Me refiero a que… -empezó a decir Charles antes de callar de nuevo.
Monk no veía posibilidad de evitar todo aquello. Lo lamentaba por ellos, profundamente. Miró a Imogen, con la esperanza de hacérselo entender, por más que a ella pudiera traerle sin cuidado.
Imogen estaba de pie, absolutamente inmóvil. Sus ojos eran ahora tan oscuros que Monk no podía leer nada en ellos, aunque no parecía que reflejaran el odio que él tanto temía. Súbitamente pensó que, si hubiera podido hablar con ella a solas, habría podido explicárselo, hacerle entender la necesidad de proceder de aquella manera, su compulsión a actuar de aquel modo.
– Mis amigos jurarán que pasé allí toda la tarde. -Las palabras de Charles se interpusieron entre ambos-. Le daré sus nombres. Esto es totalmente absurdo. Yo estimaba a Joscelin y nosotros, como él, estábamos pasando por unos momentos difíciles. No existía razón para desearle mal alguno. ¡No la encontrará!
– ¿Podría darme los nombres, señor Latterly?
Charles levantó bruscamente la cabeza.
– No vaya usted a acosarlos preguntándoles qué hacía yo en el momento del crimen. ¡Por el amor de Dios! Sólo le daré los nombres…
– Seré discreto.
Charles no pudo reprimir una risita ante la sola idea de que un policía poseyera una virtud tan delicada como la discreción.
Monk lo miró con aire paciente.
– Mejor que me dé usted los nombres antes que dejar en mis manos la tarea de averiguarlos.
– ¡Váyase al cuerno! -La sangre había teñido de rojo subido la cara de Charles.
– Los nombres, por favor.
Charles se acercó a una de las mesas y cogió una hoja de papel y un lápiz. Escribió unas líneas antes de doblar el papel y tendérselo a Monk.
Monk lo cogió sin mirarlo y se lo guardó en el bolsillo.
– Gracias.
– ¿Algo más?
– No, aunque me gustaría poder seguir preguntándoles acerca de los demás amigos del comandante Grey, por si supieran quién podía estar lo bastante próximo a él como para tener conocimiento, aunque fuera accidentalmente, de algún suceso secreto y perjudicial para ambos.
– ¿Como cuál? ¡Oh, Dios mío! -exclamó Charles mirándolo con extremo desagrado.
Monk no quería verse arrastrado a hablar del tipo de cosas que su imaginación más temía, sobre todo estando Imogen delante. A pesar de la irremediable situación en que se encontraba, cualquier vestigio de buena opinión que Imogen pudiera conservar de él importaba enormemente, cual fragmentos de un tesoro hecho añicos.
– No sé, señor Latterly, y puesto que no existe una prueba fehaciente sería impropio hacer sugerencias.
– ¡Impropio! -repitió Charles, sarcástico, con una voz que la emoción intensa había enronquecido-. ¿Quiere decir que usted tiene en cuenta estos detalles? Hasta me sorprende que conozca el significado de la palabra.
Imogen desvió la mirada, cohibida, y Hester se quedó helada. Abrió la boca como si fuera a hablar, pero seguramente pensó que era más prudente guardar silencio.
A Charles le volvió un ligero color a la cara durante el rato de silencio que siguió, pero no fue capaz de disculparse.
– Grey hablaba de un tal Dawlish -dijo con voz irritada-, y creo que estuvo en casa de Gerry Fortescue una o dos veces.
Monk tomó nota mental de estos detalles, por la relación que pudieran tener con los Dawlish, los Fortescue y otros, aunque no le parecían de utilidad y se daba cuenta del marcado escepticismo de Charles: era como querer camelarse a un animal sacado de la jaula que de pronto puede volverse peligroso. Se quedaba sólo para justificar su presencia en su casa, puesto que les había dicho que ésta era la razón por la que había venido a entrevistarse con ellos.
Al salir le pareció que oía un suspiro de alivio que desataba tras de sí, y hasta imaginó las rápidas miradas que se cruzaban entre ellos a sus espaldas, la complicidad que reflejaban y que no necesitaba formularse con palabras, dando a entender que el intruso se iba por fin, que ya había terminado aquel momento tan penoso. Mientras iba andando por la calle, los pensamientos de Monk volvían a aquella estancia profusamente iluminada que acababa de dejar y especialmente a Imogen. Trató de imaginar qué estaría haciendo ahora, qué pensaría de él, si lo vería siquiera como a un hombre normal o sólo como a aquel funcionario que de un tiempo a esta parte se le había vuelto más difícil de soportar de lo que hubiera sido normal.
Sin embargo, ¡lo había mirado de forma tan directa! ¿Era un momento intemporal que se iba repitiendo una vez y otra o era simplemente que él seguía demorándose en él? ¿Qué habría querido ella de él al principio? ¿Qué se habrían dicho?
La imaginación es algo poderoso y absurdo a la vez. De no haber pensado que aquella idea era una locura, habría llegado a imaginar que ambos compartían recuerdos importantes.
Cuando Monk se hubo marchado, Hester, Imogen y Charles se quedaron de pie en el saloncito mientras el sol se derramaba a raudales a través de las puertas ventanas que daban al pequeño jardín de la casa, que resplandecía en el silencioso verdor de las hojas.
Charles hizo una profunda aspiración, como si fuera a decir algo: primero miró a su esposa, después a Hester y finalmente soltó un suspiro. No dijo nada. Estaba tenso y angustiado, se acercó a la puerta, se excusó mecánicamente y salió de la habitación.
En la cabeza de Hester se agolpó todo un torrente de pensamientos. No le gustaba Monk, aquel hombre la sacaba de quicio, pero cuanto más lo observaba menos incompetente le parecía, contrariamente a lo que se había figurado al principio. Hacía preguntas caprichosas y no parecía estar más cerca de encontrar al asesino de Joscelin Grey que cuando empezó a buscarlo, pero Hester advertía tanto su inteligencia como su tenacidad. Estaba sinceramente interesado en el caso, no lo movían ni la vanidad ni la ambición. Quería averiguar lo que había pasado en nombre de la justicia, y hacer algo al respecto.
De no haberle resultado tan sumamente doloroso, habría sonreído, pues se había percatado de que Monk se mostraba sorprendentemente delicado con Imogen, sentía gran admiración por ella, que despertaba en él ansias de protegerla… sentimientos que ciertamente no le inspiraba ella. Ya había tenido ocasión de sorprender aquella misma mirada en los ojos de otros hombres. Imogen había despertado aquella misma emoción en Charles cuando se conocieron, y en muchos otros hombres desde entonces. Hester ignoraba si Imogen era o no consciente de aquella reacción.
¿Habría atraído de igual modo a Joscelin Grey? ¿Se había enamorado de ella, de aquella gracia suya, de sus ojos luminosos, de aquella inocencia que impregnaba todo lo que hacía?
Charles seguía enamorado de ella. Era un hombre simple, soportablemente vanidoso. Desde la muerte de su padre, estaba más ansioso y nervioso que antes, pero era una persona honorable, generoso en algunas ocasiones y alguna que otra vez, pocas, divertido… o por lo menos lo había sido en otro tiempo. Últimamente se había vuelto más engreído, como si cargara sobre sus hombros una pesada carga de la que no conseguía aliviarse por completo en ningún momento.
¿Cabía imaginar que Imogen hubiera encontrado al ingenioso, seductor y galante Joscelin Grey más interesante que él, aunque sólo fuera por breve tiempo? De ser así, Charles debía de haberse sentido profundamente herido y, por grande que fuera su autocontrol, una herida semejante le habría debido de resultar imposible de sobrellevar.
Imogen tenía un secreto. Hester la conocía y la quería lo bastante para no advertir todas aquellas pequeñas tiranteces suyas, los silencios que ahora reemplazaban a las confidencias de otros tiempos, una cierta precaución en lo que decía cuando estaban juntas. No era la suspicacia ni la sospecha de Charles lo que Imogen temía, pues no era hombre de naturaleza perceptiva, no entendía a las mujeres, ni lo intentaba. A quien temía era a ella, a Hester. Seguía mostrándose afectuosa con ella, pronta a prestarle un pañuelo o un chal de seda, a dispensarle una palabra de elogio, a agradecerle una cortesía… pero ante ella se mostraba vigilante, vacilaba antes de hablar, ponderaba la justeza de lo que decía pero sin la espontaneidad de antes.
¿Cuál era el secreto? Algo en su actitud inducía a Hester a pensar, guiada por un sexto sentido, que se trataba de algo relacionado con Joscelin Grey. Ya había notado cómo Imogen buscaba, pero a la vez temía, al policía Monk.
– Nunca habías hecho alusión alguna a que Joscelin Grey y George se conocieran -dijo Hester en voz alta.
Imogen dirigió la vista hacia la ventana.
– ¿No te lo dije? Si no te lo dije fue probablemente porque no quería entristecerte. No quería recordarte a George, ni tampoco a tus padres.
Hester no tenía nada que argumentar contra aquellas palabras. No las creía, pero a Imogen le cuadraban perfectamente.
– Gracias -replicó-, muy considerado por tu parte, sobre todo teniendo en cuenta lo profundo de tu simpatía por el comandante Grey.
Imogen sonrió, con la mirada perdida a través de la ventana, más allá de la luz tamizada, absorta en pensamientos que a Hester no le parecía discreto indagar.
– Era un hombre alegre -dijo lentamente Imogen-, distinto a todos los demás que conozco. Que muerte tan terrible la suya… Pero imagino que fue más rápida y menos dolorosa que muchas de las que tú has presenciado.
Hester tampoco supo qué decir.
Cuando Monk volvió a la comisaría encontró a Runcorn esperándole. Estaba sentado ante su escritorio y tenía delante un rimero de papeles. Los dejó a un lado y, en cuanto vio entrar a Monk, puso cara de pocos amigos.
– O sea que su ladrón era un prestamista -dijo secamente-. Puedo asegurarle que los periódicos no sienten el más mínimo interés por los prestamistas.
– ¡Pues hacen mal! -Monk le devolvió la pelota-. Son una peste que lo contamina todo y uno de los síntomas más repulsivos de la pobreza…
– Hombre de Dios, preséntese al Parlamento o haga de policía -dijo Runcorn, exasperado-, pero si estima en algo su trabajo, procure no hacer ambas cosas a un tiempo. Y no olvide que a los policías se les paga por resolver casos, no por hacer consideraciones morales.
Monk lo miró fijamente.
– Si consiguiéramos eliminar parte de la pobreza y a algunos de sus parásitos, podríamos prevenir el delito antes incluso de tener que intervenir para resolver ningún caso -dijo con una vehemencia que hasta a él mismo le sorprendió. Al parecer, volvían a él algunas de sus olvidadas pasiones, aunque no podía precisar sus causas.
– Joscelin Grey -lo instó Runcorn. No iba a dejar que se apartara del asunto.
– Estoy trabajando en el caso -replicó Monk.
– ¡Entonces debo decirle que los resultados que ha conseguido son muy pocos!
– ¿Puede demostrar que fue Shelburne? -preguntó Monk. Conocía las intenciones de Runcorn y pensaba oponerse a ellas hasta las últimas consecuencias. Si llegaba a verse obligado a detener a Shelburne antes de encontrarse en disposición de hacerlo, haría saber públicamente que Runcorn le había obligado a ello.
Pero Runcorn no se daba por vencido.
– Es asunto suyo. Yo no estoy a cargo del caso -dijo con acritud.
– Pues quizá debería hacerse cargo de él. -Monk levantó las cejas como si considerase seriamente aquella posibilidad-. ¿No le parece?
Runcorn frunció los párpados.
– ¿Quiere decir que no se ve con ánimos de resolverlo? -dijo con voz contenida pero elevando el tono al final de la frase-. ¿Que le supera?
Monk recogió el farol.
– Si el culpable es Shelburne, entonces tal vez sí. Tal vez debería encargarse usted personalmente de efectuar el arresto. Ya sabe, mejor el inspector en jefe y todo eso.
Runcorn se quedó lívido y Monk saboreó las mieles de la victoria, pero sólo por un momento.
– Me parece que, además de memoria, también ha perdido energía -respondió Runcorn con leve ironía-. ¿O sea que renuncia?
Monk hizo una profunda aspiración.
– A mí no se me ha perdido nada -dijo con decisión-, y mucho menos el juicio. Y por eso mismo no pienso detener a un hombre, por mucho que sospeche de él, sin tener nada más que la sospecha. Si quiere hacerlo usted, tome el caso en sus manos y encarguese usted oficialmente de las responsabilidades. Y que Dios lo ayude cuando lady Fabia se entere. Le garantizo que no encontrará quien quiera echarle una mano.
– ¡Cobarde! ¡Por Dios, si no ha cambiado usted!
– Si alguna vez estuve dispuesto a detener a un hombre sin tener pruebas, entonces necesitaba cambiar. ¿Me retira del caso?
– Le doy una semana más. No creo que nadie quiera darle a usted más tiempo.
– ¡Que nadie quiera darnos a ambos más tiempo! -lo corrigió Monk-. Todo el mundo sabe que los dos estamos en esto. Y ahora dígame si tiene algo útil que decir, alguna idea para demostrar que fue Shelburne, aunque no haya testigos. ¿O es que seguiría usted adelante, suponiendo que la tuviera?
La insinuación no cayó en saco roto y, para sorpresa de Monk, Runcorn se ruborizó de rabia o quizá de remordimiento.
– El caso es de usted -dijo, rebosando malhumor- y yo no pienso retirarlo de sus manos hasta que usted venga a verme y admita que ha fracasado o hasta que me pidan que prescinda de usted.
– Muy bien, entonces sigo con él.
– Eso mismo, continúe, Monk, si puede.
El cielo estaba plomizo y llovía a más y mejor. Monk pensó tristemente, mientras volvía a pie a su casa, que los periódicos acertaban en sus críticas. Aún ahora sabía poco más que cuando Evan le había presentado las pruebas materiales del caso. Shelburne era el único de quien podía imaginar un motivo, pero aquel maldito bastón seguía obsesionándole. No era el arma del crimen, pero estaba seguro de que lo había visto antes. No podía ser de Joscelin Grey, porque Imogen había dicho claramente que Grey no había vuelto a casa de los Latterly desde la muerte de su suegro y Monk no había estado antes en la casa.
Entonces, ¿de quién era el bastón?
De Shelburne no.
Sin darse cuenta, sus pies lo llevaron no a su casa, sino a Mecklenburg Square.
En el vestíbulo encontró a Grimwade.
– Buenas, señor Monk, una noche muy mala, señor. Vaya verano este… no se puede decir otra cosa. ¡Hasta granizo ha caído! Si es que parecía que iba a nevar… y esto en pleno julio. ¡Y ahora esa lluvia! Tener que salir a la calle es un verdadero tormento. -Observó lleno de conmiseración las ropas empapadas de Monk-. ¿Le puedo ayudar en algo?
– Ese hombre que estuvo a ver al señor Yeats…
– ¿El asesino? -preguntó Grimwade con un estremecimiento y con aire de melodrama en su rostro enjuto.
– Eso parece -hubo de admitir Monk-. ¿Quiere describírmelo otra vez, por favor?
Grimwade entrecerró los ojos y se pasó la lengua por los labios.
– Mire usted, es un poco difícil. Ya ha pasado bastante tiempo y, más trato de recordar, más se me va borrando todo. Era un hombre más bien alto, esto sí puedo decirlo, aunque no con exageración. A la distancia que lo vi, cuesta decirlo. Cuando entró parecía unos centímetros más bajo que usted, pero cuando salió daba la impresión de que era más alto. Pero puedo estar confundido.
– Bueno, pero algo es algo. ¿Cómo era su piel? ¿Era sonrosado, cetrino, pálido, moreno?
– Más bien sonrosado, señor, pero lo mismo era por el frío. La noche era espantosa, un horror para el mes de julio. Un tiempo que no correspondía a la época del año, vamos. Llovía a cántaros y soplaba un viento de levante que cortaba como un cuchillo.
– ¿Y recuerda si llevaba barba?
– Yo diría que no y, si llevaba, debía de ser una de esas barbitas que se tapan fácilmente con una bufanda.
– ¿Tenía el cabello negro? ¿O castaño, rubio quizá?
– No, señor, rubio no, pero tampoco claro, en todo caso castaño. Lo que sí recuerdo es que tenía los ojos muy grises. Me di cuenta cuando salió: unos ojos de esos que parece que te penetran, como los de esos sujetos que te ponen en trance, ¿sabe usted?
– ¿Unos ojos penetrantes? ¿Está seguro? -preguntó Monk dubitativo, desconfiado del tono melodramático con que Grimwade hacía su rememoración.
– Sí, señor, cuanto más lo pienso, más seguro estoy. No me acuerdo de su cara, pero de la mirada de sus ojos sí que me acuerdo. No cuando entró, cuando salió. ¡Es curioso! Usted me dirá que podía haberme fijado en sus ojos cuando habló conmigo, pues le juro que igual que ahora estoy aquí delante de usted, que entonces no me fijé. -Miró a Monk con aire ingenuo.
– Gracias, señor Grimwade. Voy a ver si encuentro al señor Yeats y, si no está, me quedaré a esperarle.
– Sí que está en casa, sí, señor. Hace un rato que ha entrado. ¿Quiere que lo acompañe o recuerda el camino?
– Recuerdo el camino, gracias. -Monk sonrió con expresión torva e inició el ascenso. El sitio ya se le estaba haciendo penosamente familiar. Pasó rápidamente por delante de la puerta de Grey, con la imagen del horror que encerraba perfectamente presente en sus pensamientos, y llamó con energía a la puerta de Yeats. Un momento después ésta se abría y aparecía el rostro de Yeats, que lo miró con aire de preocupación.
– ¡Oh! -dijo, un poco asustado-. Precisamente… quería… quería hablar con usted. Bueno… quizá ya habría debido hacerlo. -Continuaba allí parado, delante de Monk, retorciéndose las manos, cuyos nudillos iban enrojeciéndose-. Me enteré… de lo del ladrón… me lo dijo Grimwade, ¿sabe? Y me figuré que había… encontrado al asesino… o sea que…
– ¿Me permite pasar, señor Yeats? -lo interrumpió Monk.
Era natural que Grimwade le hubiera hablado del robo, aunque sólo fuera para poner en guardia a los vecinos, pero también porque un hombre tan charlatán y solitario como aquel portero difícilmente se habría podido guardar para él un hecho tan espectacular y escandaloso; pero a Monk le irritó que le recordaran el hecho, por su intrascendencia en la resolución del caso.
– Lo siento… mucho -tartamudeó Yeats mientras Monk se metía en su casa-. Ya sé… que habría debido decírselo antes.
– ¿Decirme qué, señor Yeats? -Monk procuró no impacientarse porque era evidente que aquel pobre hombre estaba sumamente afectado.
– Quería hablarle del hombre que vino a verme, claro. Pero al verlo a usted en la puerta, he pensado que ya estaría enterado. -La voz de Yeats había subido de tono seguramente debido a la sorpresa.
– ¿Qué me quiere decir de ese hombre, señor Yeats? ¿Ha recordado alguna otra cosa? -De pronto vio brillar un rayo de esperanza: ¿podía tratarse por fin de una prueba?
– Pues que he descubierto quién era.
– ¿Cómo? -Monk no se atrevía a dar crédito a lo que acababa de oír.
La habitación zumbaba a su alrededor, la excitación le hacía oír un burbujeo. En cosa de un instante aquel extraño hombrecillo pronunciaría el nombre del asesino de Joscelin Grey. Era increíble, anonadador.
– Digo que he descubierto quién era -repitió Yeats-. Sé que habría debido decírselo cuando me enteré, pero pensé…
El momento de aturdimiento había pasado.
– ¿Quién era? -preguntó Monk dándose cuenta de que le temblaba la voz-. ¿Quién era?
Yeats se quedó perplejo. Empezó a tartamudear.
– ¿Puede decirme de una vez quién era? -Monk hizo un desesperado esfuerzo para dominarse, pero casi había gritado.
– Pues… pues… era un tal Bartholomew Stubbs. Comerciante en mapas antiguos, según dijo. ¿Tan importante es eso, señor Monk?
Monk estaba estupefacto.
– ¿Bartholomew Stubbs? -repitió como idiotizado.
– Sí, señor. Volvimos a encontrarnos por mediación de un amigo común. Se me ocurrió que debía hacerle algunas preguntas. -Agitó las manos-. Le aseguro que yo estaba nerviosismo. Pero dadas las desgraciadas circunstancias de la muerte del comandante Grey, consideré que debía hablar con él. Era un hombre sumamente educado. Salió de aquí inmediatamente después de haber llamado a la puerta de mi casa. Quince minutos más tarde pensaba asistir a una reunión en pro de la abstinencia que se celebraba en Farringdon Road, cerca del Correccional. Pude comprobarlo porque mi amigo también asistió a dicha reunión. -Debido a la agitación se movía de un lado a otro descargando el peso del cuerpo alternativamente en uno y otro pie-. Mi amigo se acordaba perfectamente de haber visto entrar al señor Stubbs porque llegó cuando el primer orador acababa de empezar su conferencia.
Monk lo observó con fijeza. No comprendía nada. Si Stubbs se había marchado inmediatamente, como parecía haber sido, ¿quién era el hombre que vio salir Grimwade algo más tarde?
– ¿Se… se quedó todo el tiempo que duró la reunión? -preguntó, desesperado.
– No, señor-dijo Yeats moviendo la cabeza negativamente-. Fue allí porque tenía que encontrarse con mi amigo, que también es coleccionista, y muy entendido además…
– ¡O sea que se marchó! -dijo Monk como quien se agarra a un clavo ardiendo.
– Sí, señor. -Debido a la ansiedad, Yeats estaba casi bailando y no paraba un momento de mover las manos hacia delante y hacia atrás-. ¡Eso es lo que intento explicarle! Se fueron juntos a cenar…
– ¿Juntos?
– Sí, y mucho me temo, señor Monk, que es altamente improbable que el señor Stubbs sea la persona que atacó de forma tan horrible al pobre comandante Grey.
– No. -Monk estaba demasiado alterado, demasiado desbordado por la contrariedad para moverse.
Ahora no sabía por dónde empezar.
– ¿Se encuentra bien, señor Monk? -le preguntó Yeats, titubeante-. Lo siento, quizás habría debido decírselo antes, pero no me figuraba que fuera tan importante, teniendo en cuenta que no era el culpable.
– No, no… no importa -respondió Monk con voz apenas audible-. Lo comprendo.
– Pues me alegro, porque había pensado que a lo mejor había cometido un error.
Monk farfulló una frase cortés, convencional. No quería ser antipático con aquel hombre. Después volvió a salir al rellano. Bajó las escaleras casi sin darse cuenta de que lo hacía, y tampoco se percató de la lluvia espesa que estaba cayendo cuando pasó por delante de Grimwade y salió a la calle, mal iluminada por las luces de gas y con los desagües rebosantes de agua.
Echó a andar a ciegas hasta que, de pronto, notó unas salpicaduras de barro y evitó que por poco lo alcanzasen las ruedas de un coche que le pasó a un palmo de distancia; entonces se dio cuenta de que estaba en Doughty Street.
– ¡Alto! -le gritó un cochero-. ¡Mire por donde anda, jefe! ¿Quiere que lo mate o qué?
Monk se detuvo y se quedó mirándolo.
– ¿Está ocupado?
– No, jefe. ¿Dónde quiere ir? Sí, mejor que se monte antes de que tenga un accidente.
– Sí-aceptó Monk, aunque sin moverse.
– Suba, pues -le gritó el cochero, inclinándose hacia delante para verle la cara-. ¿Qué noche, eh? Un compañero mío se mató en una noche como ésta, ¡pobre tío! El caballo se desbocó y el coche se volcó. Él se mató: de cabeza contra el bordillo, y la palmó, tal cual. Y el pasajero que llevaba quedó hecho una lástima, me han dicho que se ha repuesto, menos mal. Pero tuvieron que llevarlo al hospital, claro. Bueno, ¿es que piensa quedarse aquí toda la noche? ¡Decídase de una vez, hombre!
– Este compañero suyo… -La voz de Monk sonaba distorsionada, como si viniera de muy lejos-. ¿Cuándo se mató? ¿Cuándo ocurrió el accidente?
– En julio, pero cualquiera lo hubiera dicho, con aquel tiempecito. Una noche de perros. Caía un granizo que parecía una ventisca. Le juro que no sé adonde vamos a ir a parar con este tiempo tan raro que hace.
– ¿Qué día de julio? -A Monk se le había quedado el cuerpo helado, estaba tranquilo pero como idiotizado.
– ¡Venga, vamos! -lo apremió el cochero como quien se dirige a un borracho o a un animal tozudo-. ¿Quiere salir de la lluvia de una vez? Está lloviendo que es un contento. Se está buscando la muerte aquí parado en la calle.
– ¿Qué día?
– El cuatro, me parece. ¿Por qué me lo pregunta? No tenga miedo que nosotros no tendremos ningún accidente, se lo prometo. Lo trataré como a mi madre. ¡Venga, decídase ya, señor!
– ¿Conocía al cochero?
– Sí, señor, un buen amigo mío. ¿Y usted? Se lo pregunto porque usted vive en esa zona, ¿verdad? Él solía trabajar por aquí y aquí fue donde recogió el último pasaje, precisamente en esa misma calle según los papeles. Yo lo vi aquella noche. Pero ¿qué hace, sube o no sube? No me voy a pasar la noche entera aquí parado. Cuando salga a divertirse, tiene que hacerse acompañar y así andará más seguro.
En aquella misma calle. El cochero lo había recogido en aquella calle. Sí, a él, a Monk, en esta calle que estaba a menos de cien metros de Mecklenburg Square. Y el accidente había sucedido la noche en que Grey fue asesinado. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué estaba allí?
– ¿Se encuentra mal, señor? -La voz del cochero había cambiado de pronto, mostraba una sincera preocupación-. ¡Vamos! ¿No llevará una copita de más? -Bajó del pescante y le abrió la puerta del coche.
– No, no, me encuentro perfectamente -contestó Monk metiéndose obediente en el coche mientras el cochero iba diciendo por lo bajo que algunas familias harían bien preocupándose un poco más de ciertos caballeretes, y después volvía a subir al pescante y azuzaba al caballo golpeándole el lomo con las riendas.
Así que llegó a Grafton Street, Monk pagó al cochero y se metió rápidamente en su casa.
– ¡Señora Worley! Silencio.
– ¡Señora Worley! -volvió a gritar con voz áspera y perentoria.
La mujer salió secándose las manos en el delantal.
– ¡Dios santo! ¡Cómo se ha puesto! Voy a prepararle algo caliente. Pero antes váyase a cambiar de ropa, está calado hasta los huesos. ¿Cómo se le ha ocurrido salir?
– Señora Worley.
El tono de voz de Monk la hizo callar.
– ¿Qué pasa, señor Monk? ¡Hombre de Dios, si está hecho una lástima!
– Yo… -las palabras eran lentas, distantes- he echado en falta un bastón en mi cuarto, señora Worley. ¿Lo ha visto?
– No, señor Monk. Pero ¿qué habla usted de bastones en una noche como ésta? Vaya si lo entiendo. Lo que usted necesita es un paraguas.
– ¿Lo ha visto?
La mujer se quedó delante de él y lo miró de frente con aire maternal.
– No, desde el accidente no lo he vuelto a ver. ¿Se refiere a aquel bastón marrón oscuro con una cadenita de oro en el pomo que se compró el día antes? Un bastón muy bonito, aunque la verdad no sé para qué lo quería. ¿No lo habrá perdido? Tuvo que ser en el accidente. Me acuerdo como si fuese ahora que se lo vi el día del accidente. ¡Y muy bien que le quedaba! ¡Estaba usted elegante de verdad!
Monk oyó un bramido en lo más profundo de los oídos, un bramido inmenso e indefinido. En medio de aquella oscuridad que era su memoria por un momento brilló un haz de luz que fue como una fulgurante puñalada, dolorosa y punzante. Era él quien había estado en la habitación de Grey la noche en que fue asesinado, el bastón del paragüero era el suyo. Él era el hombre de ojos grises que Grimwade había visto salir de la casa a las diez y media. Seguramente había subido mientras Grimwade acompañaba a Bartholomew Stubbs a la puerta de Yeats.
Sólo había una conclusión posible, odiosa y absurda, pero la única. Sólo Dios sabía por qué razón, pero la persona que había matado a Joscelin Grey era él.