Monk y Evan estuvieron con Grimwade apenas unos instantes y después se fueron directamente a ver a Yeats. Eran poco más de las ocho de la mañana y esperaban encontrarlo desayunando o quizás antes incluso de que empezara a desayunar.
Les abrió la puerta el propio Yeats. Era un hombre bajito de unos cuarenta años, algo regordete, de rostro apacible y escaso cabello que le caía sobre la frente. Lo cogieron por sorpresa, llevaba en la mano un trozo de tostada untada con mermelada. Fijó los ojos en Monk no sin cierta alarma.
– Buenos días, señor Yeats -dijo Monk con decisión-. Somos de la policía y nos gustaría hablar con usted sobre el asesinato del comandante Joscelin Grey. ¿Podemos entrar?
Monk no avanzó ni un paso, pero dominó desde su altura la figura de Yeats, como si lo amenazase vagamente aunque con toda intención.
– Sí-sí, por supuesto -tartamudeó Yeats, haciéndose atrás y agarrando con fuerza la tostada-. Pe-pero le aseguro que no sé na-nada que ya no haya con-contado. Bueno, no a usted… pero sí a un tal señor Lamb… que era un…
– Sí, ya sé -dijo Monk siguiéndolo hacia dentro.
Sabía que se conducía de manera agresiva, pero no podía permitirse ser amable con Yeats teniendo en cuenta que seguramente había visto al asesino cara a cara y tal vez incluso se hubiera confabulado con él, voluntaria o involuntariamente.
– Pero nos hemos enterado de algunas cosas que no sabíamos -prosiguió- desde que el señor Lamb se puso enfermo, y han puesto el caso en mis manos.
– ¿Ah, sí? -exclamó Yeats dejando caer la tostada y agachándose para recogerla, aunque ignorando la mermelada que quedó pegada a la alfombra.
La habitación era más pequeña que la correspondiente de casa de Joscelin Grey y estaba sobreamueblada con un impresionante mobiliario de roble cubierto de fotografías y tapetes bordados. Las dos butacas estaban protegidas con antimacasares.
– O sea que usted… -dijo Yeats, muy nervioso- usted… De todos modos, sigo sin ver en qué., pue-puedo…
– Tal vez si nos permite que le hagamos ciertas preguntas, señor Yeats. -Monk no quería asustarlo tanto que no fuera capaz de pensar o de recordar.
– Bien… si usted cree… Sí… sí… -Siguió retrocediendo hasta que, al tropezar con el sillón más próximo a la mesa, se dejó caer en él.
Monk también tomó asiento y notó que Evan hacía lo propio detrás de él, en una silla con respaldo de barrotes que estaba arrimada a la pared. Pensó fugazmente qué opinión debía de tener Evan de él, si lo tendría por una persona dura, excesivamente ambiciosa, movida por la necesidad de triunfar. Era muy posible que Yeats no fuera más que lo que aparentaba: un hombrecillo asustado a quien el infortunio había situado en el eje de un asesinato.
Monk comenzó a hablar en tono tranquilo, obedeciendo a un instantáneo e irónico antojo que le recomendaba moderar la voz no para tranquilizar a Yeats sino para ganarse la aprobación de Evan. ¿Qué sería lo que le había conducido a un aislamiento tan grande que hasta la opinión de Evan pudiera importarle tanto? ¿Había estado tan absorbido en aprender, escalar puestos y perfeccionarse que ya ni podía permitirse siquiera tener amigos, y mucho menos amor? ¿Existía algo que pusiese en juego sus sentimientos más elevados?
Yeats lo vigilaba como el conejo a la comadreja, demasiado aterrado para moverse siquiera.
– Usted tuvo una visita aquella noche -le dijo Monk con voz casi amable-. ¿De quién se trataba?
– ¡No lo sé! -A Yeats le salió una voz atiplada, casi un graznido-. ¡No sé quién era! ¡Ya se lo dije al señor Lamb! Vino a mi casa por error, no era a mí a quien buscaba.
Monk, sin apercibirse casi, levantó la mano intentando calmarlo, como quien trata de apaciguar a un niño o a un animal demasiado excitado.
– Pero usted lo vio, señor Yeats -dijo manteniendo baja la voz-. Tiene que recordar su aspecto, tal vez su voz. Debió de hablar con usted.
Mintiera o no, Monk no conseguiría nada rebatiendo lo que pudiese decirle, porque Yeats se atrincheraría cada vez más en la afirmación de que no sabía nada del asunto.
Yeats parpadeó.
– Pues… pues… no sabría decirle, señor… señor…
– Monk, debe usted disculparme -dijo Monk excusándose por no haberse presentado anteriormente:-. Y mi colega es el señor Evan. ¿El hombre era alto o bajo?
– Oh, alto, muy alto -afirmó Yeats instantánea mente-. Alto como usted y parecía corpulento; claro que llevaba encima un grueso abrigo porque la noche era muy mala, terriblemente húmeda…
– Sí, sí, lo recuerdo. ¿Cree usted que podía ser más alto que yo?-preguntó Monk, esperanzado, poniéndose de pie.
Yeats lo observó con atención.
– No, no, creo que no. Más o menos como usted, que yo recuerde. Pero de esto hace ya bastante tiempo -dijo moviendo la cabeza con aire desesperanzado.
Monk volvió a sentarse y vio que Evan, discretamente, iba tomando notas.
– De hecho, sólo se quedó un momento -protestó Yeats, sosteniendo todavía la tostada, que ya empezaba a desmenuzarse y a soltar migas sobre sus pantalones-. Simplemente me miró, me preguntó por mis ocupaciones y después, advirtiendo que yo no era la persona que buscaba, volvió a marcharse. Esto es todo. -Se sacudió torpemente los pantalones-. Debe creerme, si yo pudiera ayudarle lo haría. ¡Pobre comandante Grey! ¡Qué muerte tan espantosa la suya! -Se estremeció-. Era un joven encantador. La vida juega a veces muy malas pasadas, ¿no les parece?
Monk sintió en su interior un súbito destello de interés.
– ¿Conocía usted al comandante Grey? -dijo en tono casi desinteresado.
– No muy bien, no; -protestó Yeats, negando cualquier tipo de pretensión mundana… o de implicación-, sólo superficialmente, lo conocía de habérmelo tropezado alguna vez, ¿comprende? Pero era una persona muy educada, eso sí, siempre tenía una palabra amable, no como algunos jóvenes de ahora.
No era de esos que fingen que se han olvidado de tu nombre.
– ¿A qué se dedica usted, señor Yeats? No creo que me lo haya dicho.
– Quizá no. -La tostada seguía desintegrándosele en la mano, aunque no le prestaba atención alguna-. Comercio en sellos y monedas de gran rareza.
– ¿También era comerciante el visitante? Yeats pareció sorprendido.
– No me lo dijo, pero yo diría que no. Se trata de una actividad restringida, ¿comprende usted? Uno siempre acaba conociendo a todos los que se dedican a ello.
– ¿Entonces era inglés?
– ¿Cómo dice?
– Me refiero a que no era extranjero, en cuyo caso usted podría no haberlo conocido aunque se dedicase a su mismo negocio.
– ¡Ah, ya entiendo lo que quiere decir! -Yeats desarrugó la frente-. Sí, sí, era inglés.
– Y si no le buscaba a usted, ¿a quién buscaba?
– No… no sabría decirle. -Agitó la mano en el aire-. Me preguntó si yo coleccionaba mapas y le dije que no. Me dijo que lo habían informado mal y se marchó inmediatamente.
– Creo que no fue así, señor Yeats. Creo que entonces fue a llamar a la puerta del comandante Grey y en el curso de los tres cuartos de hora siguientes lo golpeó hasta matarlo.
– ¡Oh, santo Dios! -A Yeats le flaquearon los huesos y, al tiempo que se echaba atrás, se deslizó asiento abajo.
Detrás de Monk, Evan se levantó como si se dispusiera a prestarle ayuda, pero cambió de parecer y volvió a sentarse.
– ¿Le sorprende lo que le he dicho? -le preguntó Monk.
Yeats estaba jadeante, incapaz de pronunciar palabra.
– ¿Está usted seguro de que no conocía a aquel sujeto? -insistió Monk sin darle tiempo a recapacitar.
Había llegado el momento de presionarlo.
– Sí, sí, lo estoy. Para mí era un completo desconocido. -Se cubrió la cara con las manos-. ¡Oh, santo cielo!
Monk miró fijamente a Yeats. Aquel hombre había dejado de serles útil, el más profundo horror lo tenía atenazado o por lo menos eso fingía, muy convincentemente, por cierto. Se volvió y miró a Evan. El rostro de Evan estaba tenso debido a la impresión que le producía el hecho de que fueran testigos de la desazón de aquel hombre, desazón que posiblemente ellos mismos habían provocado.
Monk se levantó y oyó su propia voz como si viniera de muy lejos. Sabía que corría el riesgo de cometer un error y que lo hacía sólo a causa de Evan.
– Gracias, señor Yeats. Lamento haberlo perturbado tan profundamente. Una cosa más, ¿se fijó si aquel hombre llevaba bastón?
Yeats levantó su cara pálida como la de un muerto y su voz fue apenas un murmullo.
– Sí, un bastón muy bonito. Me fijé en él.
– ¿Grueso o delgado?
– ¡No, grueso, muy grueso! ¡Oh, no! -Cerró con fuerza los ojos como si de este modo hubiese querido evitar incluso pensar en lo sucedido.
– No tiene por qué asustarse, señor Yeats -dijo Evan desde detrás de Monk-. Estamos convencidos de que se trata de alguien que conocía personalmente al comandante Grey, no de un loco. No hay motivo alguno para suponer que hubiera podido atacarlo a usted. Me atrevería a decir que era al comandante Grey precisamente a quien buscaba cuando llamó a su puerta y descubrió que se había equivocado.
Hasta que estuvieron fuera Monk no comprendió que Evan debía de haberlo dicho simplemente para reconfortar al hombrecillo. Lo que acababa de decir no podía ser verdad en absoluto. El desconocido había preguntado por Yeats. Miró de reojo a Evan, que ahora caminaba en silencio a su lado bajo una fina llovizna. No hizo comentario alguno sobre el hecho.
Grimwade no les resultó de ninguna ayuda. No había vuelto a ver al hombre después de dejarlo en la puerta del señor Yeats, ni tampoco lo había visto entrar en casa de Joscelin Grey. Había aprovechado la ocasión para atender una necesidad natural y tres cuartos de hora más tarde, es decir, a las diez y cuarto, lo había visto bajar.
– Sólo se puede sacar una conclusión -le dijo Evan, desazonado y caminando con la cabeza gacha-. Al dejar la puerta de Yeats, seguramente siguió el pasillo en dirección a los apartamentos de Grey, pasó media hora aproximadamente con él, lo mató y salió, que es cuando Grimwade lo vio pasar.
– Lo cual no nos explica quién era -dijo Monk sorteando un charco y pasando junto a un lisiado que vendía cordones para zapatos.
Se cruzaron con el carro de un trapero que pregonaba su oficio de forma casi ininteligible debido al canturreo con el que se anunciaba.
– Vuelvo a lo mismo -continuó Monk-. ¿Quién podía odiar de tal manera a Joscelin Grey? En aquella habitación se desató una ira incontenible.
Alguien detestaba a Grey hasta tal punto que siguió golpeándolo incluso después de haberlo matado.
Evan se estremeció mientras la lluvia le resbalaba por la nariz y la barbilla. Se subió el cuello de la chaqueta hasta las orejas; tenía el rostro blanco.
– El señor Runcorn tenía razón -dijo con aire de desaliento-. Va a ser extremadamente desagradable, porque hay que conocer muy bien a una persona para odiarla de forma tan desaforada.
– O haber recibido graves perjuicios de dicha persona -añadió Monk-, aunque probablemente usted tenga razón. Debe de ser alguien de la familia, éstas son cosas que suelen pasar en las familias. O esto o un asunto de amoríos.
Evan pareció sorprendido.
– ¿Cree que Grey era…?
– No. -Monk sonrió con una mueca que le torció los labios hacia abajo-. No me refería a esto, aunque también podría ser; en realidad, es más que probable. Pero yo pensaba en una mujer, una mujer casada, quién sabe.
Los rasgos de Evan se distendieron un momento.
– Supongo que es demasiado violento para tratarse de una deuda de juego o algo así, ¿no? -dijo sin demasiada esperanza.
Monk se quedó un momento pensativo.
– Podría tratarse de extorsión -afirmó, sinceramente convencido de lo que decía. Era una idea que acababa de ocurrírsele, pero le gustó.
Evan frunció el ceño. Caminaban en dirección sur, siguiendo Grey's Inn Road.
– ¿Usted cree? -Miró de soslayo a Monk-. A mino me lo parece. Y no hemos encontrado entradas de dinero que no cuadren. Aunque la verdad es que tampoco nos hemos metido a fondo en eso. Y es cierto que las víctimas de extorsión pueden acabar alimentando un odio muy profundo del que no se les puede culpar sin más. Cuando se ceban en alguien que se ve despojado de todos sus bienes y que encima se ve amenazado con la ruina, llega un momento en que la razón no aguanta.
– Tendremos que averiguar qué clase de compañías frecuentaba -replicó Monk-, quién podría haber cometido errores tan perjudiciales como para que le extorsionaran por ello y acabar cometiendo un asesinato.
– Tal vez, si era homosexual… -apuntó Evan sintiendo una nueva oleada de desagrado, pese a que Monk sabía que ni él mismo creía lo que decía- quizá tuviera un amante que le pagaba para que no hablase y que… sometido a fuertes presiones, acabó matándolo.
– Es todo muy sórdido -le dijo Monk con los ojos clavados en el húmedo pavimento-. Runcorn estaba en lo cierto.
Al mentar a Runcorn sus pensamientos siguieron de pronto por otros derroteros.
Encargó a Evan que fuera a interrogar a todos los comerciantes del barrio y a las personas del club con las que Grey estuvo departiendo la noche en que fue asesinado, que averiguara todo lo que tuviera que ver con sus socios.
Evan comenzó por el comerciante de vinos cuyas señas había encontrado en el membrete de una factura en el apartamento de Grey. Era un hombre gordo de bigotes caídos y maneras untuosas. Manifestó su gran pesar por la muerte del comandante Grey. Qué desgracia tan terrible. Qué ironía del destino que un excelente oficial como él hubiese sobrevivido a la guerra para acabar asesinado por un loco en su propia casa. ¡Qué tragedia! No sabía qué decir, y empleó en decirlo una enormidad de palabras, mientras Evan intentaba en vano meter baza y conseguir que respondiera unas cuantas preguntas de su interés.
Cuando por fin lo consiguió, la respuesta fue la que Evan ya esperaba. El comandante Grey -el honorable Joscelin Grey- era un cliente de calidad. Tenía un gusto exquisito; a fin de cuentas, ¿qué otra cosa cabía esperar de un caballero de su condición? Conocía los vinos franceses y los vinos alemanes. Le gustaba lo mejor, y su establecimiento se lo proporcionaba. ¿Sus cuentas? Bueno, no siempre estaba al corriente de pago, pero acababa por pagar. Ya se sabe que la nobleza es así con el dinero, hay que amoldarse a su manera de ser. No podía añadir nada más, nada en absoluto. Pero si al señor Evan le interesaba el vino, podía recomendarle un excelente Burdeos.
El señor Evan dijo de mala gana que los vinos no le interesaban. Era hijo de un párroco de pueblo, y aunque había recibido una educación esmerada, siempre había andado demasiado corto de dinero como para permitirse poco más que lo mínimo necesario y unas cuantas buenas prendas que siempre le habían sido más necesarias que los buenos vinos. Aunque todo esto no se lo dijo al comerciante.
A continuación probó fortuna en las casas de comidas del barrio, empezando por la que estaba especializada en carnes y terminando en la cervecería local, que también servía un excelente estofado acompañado de un budín de frutos secos, especialmente rico en pasas de Corinto, según pudo comprobar el propio Evan.
– ¿El comandante Grey? -preguntó el propietario con expresión meditabunda-. ¿Se refiere al que mataron? ¡Claro que lo conocía! Venía por aquí regularmente.
Evan no sabía si dar crédito o no a sus palabras. Tanto podían ser verdad como mentira, aunque la comida que servían era barata y abundante, y el ambiente del local seguramente no podía resultarle desagradable a un hombre que había servido en el ejército y se había pasado dos años luchando en los campos de Crimea. Por otro lado, igual podía ser una fanfarronada para prestigiar su negocio, ya próspero en sí, afirmar que allí había cenado una famosa víctima de un asesinato. Eran muchos los que sentían una curiosidad morbosa que prestaría un interés añadido al lugar.
– ¿Qué aspecto tenía? -preguntó Evan.
– ¡Vaya! -exclamó el propietario de la cervecería mirándolo con aire desconfiado-. ¿Pero no estaba metido en el caso? ¿Cómo es que no lo sabe?
– Yo no lo he visto en mi vida -replicó Evan, con mucha lógica-. Esto cambia mucho la cosa, ¿sabe usted?
El propietario hizo una profunda aspiración.
– ¡Claro, que la cambia! Siento haberle preguntado una bobada. Era un tipo alto y más o menos como usted de fuerte, quizás un poco más… pero de buena figura, ¿sabe usted? Un señor de verdad, no tenía necesidad de abrir la boca para demostrarlo. Se lo aseguro. Tenía el pelo rubio… y una sonrisa de lo más simpático.
– ¡Encantador, vamos! -dijo Evan, más como observación que como pregunta.
– ¡Y que lo diga! -corroboró el patrón.
– ¿Era sociable? -prosiguió Evan.
– ¡Ya lo creo! Siempre andaba contando historias. A la gente le gustaba. Una de esas personas que te alegran la vida.
– ¿Era generoso? -inquirió Evan.
– ¿Generoso? -El patrón enarcó las cejas-. No, la verdad, generoso no era. Más bien era de esos que reciben más que dan. Supongo que tampoco tenía mucho que dar. Además, a la gente le gustaba invitarlo… ya le he dicho que era muy simpático. A veces también era rumboso, aunque no muy a menudo… pongamos una vez al mes.
– ¿Invitaba sistemáticamente?
– ¿Qué quiere decir?
– Qué si lo hacía un día determinado del mes.
– ¡Ah, no! Cuando le parecía, igual podía invitar dos veces en un mes como pasarse dos meses sin invitar a nadie.
Jugador, pensó Evan para sus adentros.
– Gracias -le dijo en voz alta-, muchísimas gracias.
Terminó la sidra, dejó seis peniques sobre la mesa y se marchó de mala gana del local porque le esperaba la lluvia, que ya iba escampando.
Pasó el resto de la tarde viendo a zapateros, sombrereros, camiseros y sastres, a través de los cuales se enteró con pelos y señales de lo que ya se imaginaba que le dirían, nada que su sentido común no le hubiera dicho ya.
Compró un budín de anguilas frescas a un vendedor ambulante de Guilford Street que se había instalado delante del Foundling Hospital y seguidamente tomó un cabriolé hasta St. James's y bajó en Boodles, club del que Joscelin Grey era miembro.
Sus preguntas aquí fueron necesariamente más discretas. Se trataba de uno de los clubs masculinos más distinguido de Londres y, como es lógico, el servicio no podía andar cotilleando sobre los socios si querían conservar sus gratos y lucrativos empleos. Todo lo que pudo sacar después de una hora y media de preguntas indirectas fue la confirmación de que el comandante Grey era miembro del club, que lo frecuentaba regularmente»cuando estaba en la ciudad, que por supuesto jugaba, al igual que los demás caballeros, y que era posible que a veces se retrasase un tiempo en satisfacer sus deudas, pero que con toda seguridad las satisfacía. No había caballero que dejara de pagar sus deudas de honor; un comerciante tal vez, pero jamás un caballero. Eso estaba fuera de toda duda.
¿Podía hablar el señor Evan con alguno de los contertulios del comandante Grey?
Si no disponía de autorización, no era posible. ¿La tenía quizá?
No, el señor Evan no la tenía.
Salió de allí poco más enterado que antes, aunque había varias cosas que le rondaban por la cabeza.
Así que dejó a Evan, Monk se dirigió rápidamente a la comisaría y sé metió en su despacho. Sacó los expedientes de todos sus casos y los leyó, lo cual no le produjo, precisamente, una satisfacción especial.
Si sus temores en relación con aquel caso estaban bien fundados -un escándalo en el seno de la buena sociedad, perversión sexual, extorsión y asesinato-, estando a cargo del mismo su trayectoria como detective quedaba condicionada por los riesgos de caer en un fracaso estrepitoso y convenientemente aireado y la aún más peligrosa tarea de descubrir las tragedias personales que habían precipitado la explosión final. Un hombre capaz de matar a un amante -convertido en extorsionador- con el único objeto de guardar su secreto no vacilaría en provocar la ruina de un simple policía. Decir que todo ello era «desagradable» era decir muy poco.
¿No lo habría hecho Runcorn a propósito? Al examinar el historial de su propia carrera, en el que un éxito sucedía a otro, hubo de preguntarse qué precio había tenido que pagar y quién más lo había pagado además de él. Era evidente que lo había sacrificado todo a su trabajo, en aras de una mayor eficacia, mayores conocimientos, maneras más refinadas, una indumentaria apropiada y visto desde fuera, su ambición era tristemente obvia: una dedicación sin límites, una atención meticulosa al detalle, indiscutibles destellos de brillante intuición, una fina perspicacia para juzgar las capacidades -y las debilidades- de los demás, utilizando siempre al hombre apropiado para cada tarea y, una vez finalizada ésta, eligiendo otro diferente para una nueva tarea. Daba la impresión de supeditarlo todo en aras de la justicia. ¿Cómo podía siquiera imaginar que aquella manera de actuar le hubiera pasado inadvertida a Runcorn, que podía llegar a interponerse en su camino?
Su encumbramiento como inspector de la Policía Metropolitana desde sus humildes orígenes de hijo de una aldea de pescadores de Northumberland, era poco menos que meteórica. En doce años había conseguido más que la mayoría en veinte. Ya estaba pisándole los talones a Runcorn y, al ritmo que llevaba, muy bien podía esperar un nuevo ascenso que lograra llevarle al puesto de Runcorn… o a otro mejor.
¿No dependería todo, quizá, del caso Grey?
No habría podido subir tan alto ni tan aprisa sin pasar por encima de algunos buenos profesionales. Sentía crecer en su interior el temor de que hubiera podido no importarle en absoluto. Había revisado someramente los casos. Rendía culto a la verdad y, en aquellas ocasiones en que la ley se mostraba equívoca o guardaba silencio, siempre se había inclinado por lo que él consideraba justo. Pero si en algún momento había llegado a sentir comprensión o una compasión sincera por las víctimas, éstas no habían traslucido en los informes. Sus iras eran impersonales: iban dirigidas contra las fuerzas de la sociedad que causaban la pobreza y alimentaban la indigencia y el crimen, contra la monstruosidad de las destartaladas viviendas de los barrios míseros o los talleres donde se explotaba a los obreros, contra la extorsión, la violencia, la prostitución y la mortalidad infantil.
Admiraba al hombre que veía reflejado en los archivos, admiraba su eficiencia y sus dotes intelectuales, su energía y su tenacidad, su valor incluso, pero no le gustaba. No había calor en aquel hombre, ni puntos flacos, ni esperanzas ni temores humanos, es decir, ni una sola de las peculiaridades que traicionan los sueños del corazón. Lo que había en él más parecido a la pasión era la actitud implacable con que perseguía la injusticia pero, si tenía que basarse simplemente en las palabras que veía escritas, daba la impresión de que aquello que más odiaba era el mal y para él las víctimas del mal no eran personas sino subproductos del delito.
¿Por qué Evan tenía tanto interés en trabajar con él? ¿Para aprender? Sintió una punzada de vergüenza al pensar qué podría enseñarle; no habría querido que Evan se transformase en una copia suya. Las personas cambian constantemente, cada día que pasa uno es un poco diferente del que era ayer, aprende cosas nuevas y olvida otras. ¿No podría aprender él algo de los sentimientos de Evan y enseñarle a cambio la excelencia sin que, aparejada a ella, estuviera la ambición?
Se echaba de ver que los sentimientos que abrigaba Runcorn hacia él eran, en el mejor de los casos, ambivalentes. ¿Habría perjudicado en algo a Runcorn en aquellos años que le habían visto medrar? ¿Qué comparaciones ofrecía a sus superiores? ¿Qué deslices podía haber cometido que denunciasen una falta de sensibilidad? ¿Habría considerado alguna vez a Runcorn como individuo y no como un obstáculo interpuesto entre él y el peldaño siguiente de la escalera?
Difícilmente podía echarle en cara a Runcorn el que ahora se aprovechase de una oportunidad perfecta para adjudicarle un caso en el que tenía forzosamente que estrellarse, ya fuera por incapacidad para resolverlo o por exceso de celo en resolverlo: el descubrimiento de unos escándalos que ni la sociedad y, por consiguiente, tampoco el comisario de policía, podrían perdonarle.
Monk siguió revisando los archivos. El hombre que vio en ellos era para él un desconocido, tan unidimensional como Joscelin Grey; de hecho más, porque había hablado con gente que estimaba a Grey, que había descubierto sus encantos, que había compartido con él risas y recuerdos comunes, que ahora lo echaba de menos y sentía el doloroso vacío que había dejado tras de sí.
Él no tenía recuerdos, ni siquiera de Beth, salvo aquel breve fugaz retazo de infancia que por un momento había entrevisto en Shelburne. ¿Podía esperar en que hubiera otros si no forzaba las cosas y dejaba que fueran aflorando por sí mismos?
En cuanto a la mujer de la iglesia, la señora Latterly, ¿por qué no la recordaba? Desde el accidente sólo la había visto en dos ocasiones y en cambio parecía como si su rostro se hubiera quedado en el fondo de sus pensamientos impregnándolos de una dulzura que nunca la abandonaba. ¿Habría dedicado mucho tiempo al caso, a menudo? Era absurdo imaginar que podía existir alguna cosa de tipo personal entre' los dos, ya que el abismo que los separaba era infranqueable y, si acaso él se había hecho ilusiones, su ambición rayaba en la petulancia, y no había forma de defenderla. Se sonrojó al pensar en lo que podría haber revelado a aquella mujer con su manera de hablar o con sus maneras. El vicario se había dirigido a ella con la palabra «señora». ¿Llevaría luto de su suegro o sería viuda? Cuando volviera a verla quería dejarlo aclarado, dejar bien sentado que no había soñado siquiera en parecida insolencia.
Pero antes de esto Monk tenía que descubrir en torno a qué giraba aquel caso, qué circunstancias gravitaban sobre la muerte reciente del suegro de aquella mujer.
Estudió detenidamente todos sus papeles, todos los expedientes y cuanto tenía en su escritorio y no encontró ninguno en el que figurase el nombre Latterly. De pronto se le ocurrió un pensamiento triste que ahora, por otra parte, resultaba obvio: le habían pasado el caso a otra persona. Por supuesto, no podía ser de otra manera, ya que él había estado enfermo. Difícilmente Runcorn iba a abandonarlo, sobre todo en caso de que fuera cierto que se había producido una muerte sospechosa.
¿Por qué, entonces, la persona sobre la que había recaído la responsabilidad del caso no había hablado con la señora Latterly o, más lógicamente, con su marido, suponiendo que estuviera vivo? Quizás estuviera muerto. ¿Sería ésta la razón de que hubiera sido precisamente ella quien había pedido noticias? Dejó a un lado los expedientes y fue al despacho de Runcorn. Le sorprendió, al pasar por delante de la ventana exterior, ver que ya era casi de noche.
Runcorn seguía en su despacho, aunque estaba a punto de salir. No pareció sorprenderse al ver a Monk.
– ¿Ya vuelve a su antiguo horario? -le comentó secamente-. No me extraña que no se haya casado, usted está casado con su trabajo, pero reconozca que en las noches de invierno el trabajo reconforta muy poco -añadió no sin un cierto ribete de satisfacción-. ¿Qué quería?
– Latterly.
A Monk le irritó que le recordaran lo que ahora él mismo conocía de su persona. Antes del accidente él había sido de aquella manera, aquéllas eran sus características, sus hábitos, pero entonces su misma proximidad a los hechos no le permitía juzgarse. Ahora las veía con ojos más desapasionados, como si pertenecieran a otra persona.
– ¿Cómo?
Runcorn lo observaba fijamente, el ceño fruncido por la incomprensión, el tic nervioso del ojo izquierdo más acentuado que de costumbre.
– Latterly -repitió Monk-. Supongo que usted le pasaría el caso a algún otro mientras estuve enfermo.
– Nunca he oído ese nombre -alegó Runcorn con aspereza.
– Yo estaba trabajando en el caso de un hombre apellidado Latterly, que se suicidó o fue asesinado…
Runcorn se puso en pie y se acercó el perchero, del que descolgó aquel abrigo suyo tan funcional pero tan poco vistoso.
– ¡Ah, ese caso! Usted dijo que se trataba de un suicidio y lo dio por cerrado unas semanas antes del accidente. ¿Qué le pasa? ¿Ha perdido usted la memoria?
– ¡No, no he perdido la memoria! -le soltó Monk, sintiendo que le subía por dentro una oleada de calor que, rogaba a Dios no se le hubiera asomado a la cara-, pero resulta que toda la documentación ha desaparecido de mi archivo. He supuesto que debió de ocurrir algo que justificara la reapertura del caso y que usted lo confiara a otro.
– ¡Ah!-gruñó Runcorn, procediendo a ponerse el abrigo y los guantes-. Pues no, no ocurrió nada y el caso sigue cerrado. Tampoco se lo he pasado a nadie. Tal vez no llegara a añadir nada nuevo a la documentación y ahora, ¿querrá hacerme el favor de olvidarse de Latterly, que parece que se quitó la vida, el pobre, y volver a centrarse en Grey, que con toda seguridad no se la quitó?¿Se ha enterado de alguna otra cosa?¡Vamos, Monk, normalmente usted es bastante más hábil! ¿Le ha sacado algo a ese tipo…Yeats?
– No, señor, nada que pueda sernos útil. -Monk estaba molesto y su voz lo traicionaba.
Runcorn, todavía delante del perchero, se dio la vuelta y le sonrió afablemente con un brillo en los ojos.
– Entonces será mejor que abandone esta vía y centre sus pesquisas en la familia y amigos de Grey, ¿no cree? -le aconsejó con mal disimulada satisfacción-. Y de manera especial en sus amigas. Puede haber de por medio algún marido celoso. A mí me da en la nariz que se trata de un odio de este tipo. Créame: en el fondo de todo esto hay algo muy feo. -Se ladeó ligeramente el sombrero, lo que le dio un aspecto más desgarbado que gallardo-. Y usted, Monk, es el hombre adecuado para descubrirlo. ¡Mejor será que vuelva a Shelburne e insista!
Y con esta frase de despedida, radiante de satisfacción, se lió la bufanda alrededor del cuello y salió.
Monk no fue a Shelburne al día siguiente ni en toda la semana. Sabía que tarde o temprano tendría que ir, pero quería estar bien pertrechado cuando llegara el momento, tanto para amarrar las posibilidades de éxito en cuanto a descubrir al asesino de Joscelin Grey -en lo cual lo guiaba un poderoso e indiscutible sentido de la justicia-, como para evitar verse ultrajado al investigar la intimidad de los Shelburne -lo que rápidamente se estaba convirtiendo en motor de importancia casi pareja-, o de quienquiera que hubiese desencadenado tanto odio, y fuera movido por celos, pasiones o perversiones. Monk sabía que los poderosos eran tan frágiles como el resto de los humanos, aunque normalmente fueran mucho más efusivos a la hora de defender dichas fragilidades de las burlas y rechiflas del vulgo. En él era más cuestión de instinto que de experiencia, del mismo modo que tampoco se había olvidado de cómo debía afeitarse o de hacerse el nudo de la corbata.
En lugar de ir a ver a los Shelburne quedó con Evan para volver a Mecklenburg Square a la mañana siguiente, esta vez no para ir tras las huellas de un intruso sino para enterarse de todo lo que pudiera sobre Grey. Aunque hicieron el camino sin apenas decir palabra, sumido cada uno en sus pensamientos, Monk estaba contento de no estar solo. El piso de Grey le producía una profunda opresión, no podía liberar sus pensamientos del acto violento que en él había ocurrido. No era la sangre, ni siquiera la muerte, lo que le obsesionaba, sino el odio. Debía de haber visto la muerte en múltiples ocasiones anteriores, por no decir infinidad de veces, pero a buen seguro qué nunca debía de haberse sentido tan turbado como en esta ocasión. Habrían sido, por lo general, muertes accidentales, asesinatos lamentables e insensatos, el manifiesto egocentrismo del atacante que quiere algo y lo consigue o el asesinato del ladrón que encuentra bloqueada la salida. Sin embargo, en la muerte de Grey estaba en juego una pasión absolutamente diferente, algo íntimo, un vínculo de odio entre el asesino y el asesinado.
Aunque en el resto del edificio la temperatura era agradable, en aquella habitación él sentía frío. La luz que se filtraba a través de los altos ventanales era incolora, oscureciendo más que iluminando aquel espacio. El mobiliario era opresivo y viejo, parecía demasiado voluminoso para la pieza, pese a ser en realidad como cualquier otra. Miró a Evan para ver si también él se sentía agobiado, pero lo único que revelaba su sensible rostro era la repugnancia que le producía revolver la correspondencia de otra persona antes de abrir su escritorio y empezar a resolver los cajones.
Monk pasó junto a él y entró en el dormitorio, que olía un poco a rancio debido a la falta de ventilación. Una fina capa de polvo lo cubría todo, como la última vez. Monk registró los armarios y los cajones de la ropa, el tocador, la cómoda alta. Grey poseía un excelente guardarropía, no abundante pero sí bien cortada y de calidad. Era evidente que tenía buen gusto, pero no el dinero para satisfacerlo como hubiera sido su deseo. Tenía varios pares de gemelos, todos montados en oro, uno con el escudo de la familia grabado y otros dos con sus iniciales. También tres alfileres de corbata, uno con una perla de gran tamaño, además de un juego de cepillos con lomo de plata y un juego de tocador de piel de cerdo. Era evidente que ningún ladrón había entrado allí. Había muchos pañuelos-finos de bolsillo, todos con su inicial, camisas de seda y de hilo, corbatas, calcetines y ropa interior limpia. Se quedó sorprendido y algo desconcertado al ver que sabía, con un margen de error de muy pocos chelines, lo que costaba cada uno de aquellos artículos, por lo que hubo de preguntarse qué aspiraciones lo habían llevado a saber este tipo de cosas.
Había esperado encontrar cartas en los cajones de arriba, tal vez algunas demasiado personales para mezclarlas con las facturas y la correspondencia corriente que se guardaba en el escritorio, pero no encontró nada, por lo que volvió al salón. Evan seguía revolviendo el escritorio, de pie e inmóvil. La habitación estaba sumida en el más absoluto silencio, como si ambos supieran que aquélla era la habitación de un hombre muerto y se sintieran intrusos en ella.
A lo lejos, en la calle, retumbaban las ruedas de los carruajes en el empedrado, el ruido más seco de los cascos de los caballos y el grito de un vendedor ambulante.
– ¿Y bien? -Le pareció que su voz era apenas un susurro.
Evan levantó la vista sorprendido y con los rasgos tensos.
– Aquí hay cantidad de cartas, señor. No sé qué hacer con ellas. Hay varias de su cuñada, Rosamond Grey, y una bastante seca de su hermano Lovel… o sea de lord Shelburne, ¿no? También hay una nota muy reciente de su madre, pero sólo una, por lo que deduzco que no debía conservarlas. Hay varias de una tal familia Dawlish, fechadas poco antes de su muerte, entre ellas una invitación a pasar una semana en su casa. Parece que eran muy amigos. -Frunció ligeramente los labios-. Hay una de la señorita Amanda Dawlish que parece un poco ansiosa. Hay bastantes invitaciones, todas para actos posteriores a su muerte. Parece que no guardaba las antiguas. Y es extraño, pero no hay ninguna agenda. ¡Qué curioso! -Levantó los ojos hacia Monk-. Parecería que un hombre como él habría tenido que llevar una agenda para anotar en ella los compromisos sociales, ¿no le parece?
– Sí, eso diría yo también. -Monk avanzó unos pasos-. A lo mejor se la llevó el asesino. ¿Está seguro de que no hay agenda?
– Por lo menos en el escritorio, no. -Evan hizo un movimiento negativo con la cabeza-. También he comprobado si había cajones escondidos. ¿Pero por qué habría de esconder una agenda?
– No tengo idea -dijo Monk con absoluta sinceridad, acercándose un paso más al escritorio y examinando su interior-. Tal vez el asesino se la llevó porque figuraba su nombre en ella. Tendremos que ir a ver a esos Dawlish. ¿Consta la dirección en las cartas?
– ¡Oh, sí! Ya he tomado nota.
– Bien. ¿Qué más?
– Varias facturas. No era muy puntual en el pago de las facturas, pero de esto ya me enteré por los comerciantes del barrio. Hay tres facturas del sastre, cuatro o cinco de un camisero, que fue a quien yo vi, dos del comerciante de vinos y una carta bastante perentoria del abogado de la familia en respuesta a una petición de aumento de la renta que le correspondía.
– Imagino que la carta debe de ser negativa.
– Ni más ni menos.
– ¿Alguna cosa de clubs, juego o cosa por el estilo?
– No, pero las deudas de juego no suelen anotarse, ni siquiera en Boodles, a menos que uno tenga que cobrárselas, por supuesto. -Sonrió inesperadamente-. No es que lo sepa por propia experiencia, sino por lo que me han dicho.
Monk se distendió un poco.
– De acuerdo -admitió-. ¿Alguna otra carta?
– Una bastante fría de un tal Charles Latterly, pero que dice poca cosa…
– ¿Latterly? -preguntó Monk con el ceño fruncido.
– Sí. ¿Sabe quién es? -dijo Evan observándolo.
Monk hizo una profunda aspiración y trató de dominarse. La señora Latterly había pronunciado el nombre «Charles» en St. Marylebone y él había temido que fuera su marido.
– Hace un tiempo tuve entre manos el caso de un tal Latterly -explicó Monk procurando hablar con frialdad-. Probablemente se trata de una coincidencia. Ayer lo busqué en los archivos pero no lo encontré.
– ¿Se trataba de alguien relacionado con Grey, algún escándalo que conviene mantener secreto o…?
– ¡No! -respondió Monk con más viveza que la requerida, con lo que traicionó sus sentimientos. Trató de moderar su tono-. ¡No, en absoluto! De todos modos, el pobre ya está muerto. Murió antes que Grey.
– ¡Oh! -Evan volvió a centrarse en el escritorio-. Me temo que esto es todo. De todos modos, a partir de estos datos podemos ponernos en contacto con muchas personas que lo conocieron y éstas nos conducirán a otras.
– ¡Sí, sí, claro! Tomaré nota de la dirección de Latterly, de todos modos.
– De acuerdo. -Evan rebuscó entre las cartas y le pasó una.
Monk la leyó. Era una carta muy fría, tal como ya le había dicho Evan, aunque no dejaba de ser cortés, y en ella no había nada que dejara presumir una antipatía evidente, sólo una relación que ahora ya no podría continuar.
Monk la leyó tres veces, aunque en ella no descubrió ningún indicio. Copió la dirección y devolvió la carta a Evan.
Terminaron el registro del piso y, después de tomar las debidas notas, volvieron a salir y a pasar por delante de Grimwade al atravesar el vestíbulo de entrada.
– Vamos a comer -dijo Monk, animado, movido por el deseo de estar con gente, de oír risas y conversaciones y de ver personas que no sabían nada de asesinatos ni violencias, de secretos obscenos, personas ocupadas en los placeres y disgustos sencillos de la vida diaria.
– De acuerdo -dijo Evan poniéndose a su lado-. Hay una buena taberna aproximadamente a media milla de distancia donde sirven los dumplings más exquisitos de los alrededores. De todos modos… -se quedó callado de repente- es un sitio muy humilde… no sé si usted…
– A mí me parece bien -admitió Monk-, es justamente lo que nos hace falta. Después del tiempo que nos hemos pasado en ese piso, estoy helado de frío. No sé por qué, pero da una impresión de frío terrible.
Evan encogió los hombros y sonrió con cierta timidez.
– Quizá sólo sean aprensiones, pero la verdad es que también a mí me entra frío cuando estoy en el piso. Todavía no estoy acostumbrado a los asesinatos.
»De todas maneras, me imagino que usted ha superado este tipo de emociones, yo todavía no me encuentro en ese estadio…
– ¡No, mejor no se acostumbre! -le aconsejó Monk expresándose con más énfasis del que deseaba. Estaba poniendo al descubierto su propia naturaleza con aquella súbita exhibición de su sensibilidad, pero no le importaba, aunque al ver que había afectado a Evan con su vehemencia, quiso rectificar-: Me refiero a que conviene mantener la cabeza despejada sin llegar a impermeabilizarse. Hay que ser hombre antes que detective.
Ahora que lo había dicho, le sonaba a sentencia pero también a trivialidad, y se sintió cohibido.
Evan pareció no advertirlo.
– Me queda mucho camino por recorrer antes de alcanzar su pericia, señor. De momento debo confesar que aquella habitación de arriba me hace sentir a disgusto. Es el primer asesinato de estas características en el que me veo involucrado -sonaba un tanto cohibido y bisoño-. Por supuesto que llevo vistos unos cuantos cadáveres, pero generalmente se trataba de personas que habían sufrido accidentes o de indigentes que habían muerto en la calle. En invierno suele haberlos. Por esto me gusta tanto participar con usted en este caso. No podría tener mejor maestro.
Monk notó que se le habían subido los colores con aquel halago. Era satisfacción y vergüenza, no creía merecer aquel elogio. No se le ocurría qué responder y siguió adelante a través de la espesa lluvia que arreciaba, buscando las palabras adecuadas pero sin encontrarlas. Evan caminaba a su lado y al parecer no le hacía falta respuesta.
El lunes siguiente Monk y Evan se apearon del tren en Shelburne y se dirigieron a Shelburne Hall. Era uno de esos días de verano en que sopla viento fresco de levante, un viento que golpea con fuerza la cara y deja el cielo despejado, sin una sola nube. Los árboles eran como enormes nubes verdes posadas en el regazo de la tierra y se movían suave e incesantemente entre susurros. Por la noche había llovido y, en los espacios umbríos, la tierra removida por las pisadas despedía un dulce olor a humedad. Caminaban en silencio, cada uno disfrutando a su manera. Monk no pensaba en nada en particular, como no fuera en la sensación placentera que le proporcionaban la distancia del cielo y la amplitud de los campos. De pronto la memoria irrumpió con fuerza en su cabeza y volvió a ver Northumberland: las colinas anchas y yermas, el viento del norte estremeciendo la hierba. Él cielo lechoso recorrido por rebaños de nubes en alta mar y, por encima de las corrientes, el planeo de blancas gaviotas que llenaban el espacio con sus chillidos.
Se acordó de su madre, morena como Beth, de pie en la cocina, y el olor a levadura y a harina. Su madre estaba orgullosa de él porque sabía leer y escribir. Debía de ser muy pequeño entonces. Recordó una habitación inundada de sol y a la mujer del vicario que le enseñaba las letras. Beth, vestida con una bata, lo observaba llena de respeto. Ella no sabía leer. Casi pudo revivir la experiencia de enseñarle a Beth a leer, muchos años después, el perfil de cada letra. En la caligrafía actual de Beth todavía resonaban ecos de aquellos tiempos: era cuidada, consciente de la habilidad que se precisa para el trazo y de las largas horas que había necesitado para dominarlo. Ella lo había querido muchísimo, lo admiraba sin paliativos. De pronto la evocación se desvaneció y fue como si alguien acabara de echarle encima un jarro de agua fría porque se quedó sobresaltado y tembloroso. Era el recuerdo más intenso y potente que se le había presentado y su precisión lo dejó estupefacto. No advirtió los ojos de Evan clavados en él ni las miradas furtivas que le dirigió después, como esforzándose para no entrometerse en sus pensamientos.
Ya se avistaba Shelburne Hall más allá de aquella tierra muelle, a menos de una milla de distancia. Los árboles le hacían de marco.
– ¿Quiere que yo diga algo o que me limite a escuchar? -preguntó Evan-. Para mí sería mejor escuchar.
Monk percibió, sobresaltado, el nerviosismo de Evan. Quizá no había hablado nunca con una dama de la nobleza, mucho menos aún para hacerle preguntas sobre cuestiones personales o dolorosas. Tal vez ni siquiera había visto nunca una mansión como aquélla, salvo a distancia. Se preguntaba de dónde provendría la seguridad que él sentía y por qué no se había hecho esta pregunta hasta ese momento. Runcorn estaba en lo cierto: él era ambicioso, arrogante incluso… e insensible.
– Podría probar con los criados -le replicó-. Los criados observan muchas cosas. A veces cosas que sus amos consiguen esconder a sus iguales.
– Probaré con el ayuda de cámara -le sugirió Evan-. Supongo que todo el mundo es particularmente vulnerable cuando está en el cuarto de baño o cuando sólo lleva la ropa interior encima.
De pronto se le escapó la risa al pensar, no sin un cierto resabio de burla, la indefensión física de aquellas personas consideradas superiores a él en rango pero que necesitaban ayuda en situaciones tan triviales. Aquella idea barrió la sensación de inseguridad que se había apoderado de él momentos antes.
Lady Fabia Shelburne pareció algo sorprendida al volver a ver a Monk y lo obligó a esperar casi media hora, esta vez en la despensa del mayordomo junto al recado para pulir metales, un escritorio cerrado con llave donde se guardaba el libro de los vinos y las llaves de la bodega, y una confortable butaca junto a una pequeña chimenea. Al parecer, la salita del ama de llaves ya estaba ocupada. Le molestó la insolencia que suponía aquel proceder, si bien una parte de su persona se veía obligada a admirar el aplomo de aquella mujer. Ella no sabía a qué había venido. Podía venir incluso a notificarle que sabía quién había asesinado a su hijo y por qué.
Cuando fueron a buscar a Monk para acompañarlo al saloncito de palo de rosa, que tenía todo el aspecto de ser la habitación personal de la señora, ésta se mostró fría y cortés, como si Monk acabara de llegar y ella no sintiera otra cosa que un educado interés en lo que él pudiera decirle.
Obedeciendo a su invitación, Monk se sentó frente a ella, en la misma butaca tapizada de color rosa de la vez anterior.
– ¿Y bien, señor Monk? -le preguntó Su Señoría levantando ligeramente las cejas-. ¿Tiene alguna novedad que comunicarme?
– Sí, señora, si es usted tan amable de escucharme. Cada vez estamos más convencidos de que la persona que mató al comandante Grey lo hizo movida por alguna razón de tipo personal y que su hijo no fue una víctima accidental. Por consiguiente, necesitamos saber todo lo posible acerca del comandante Grey y sus relaciones sociales…
Los ojos de la señora se agrandaron.
– Si se figura., que sus relaciones sociales fueran tales que pudieran justificar el asesinato, señor Monk, es que usted adolece de una ignorancia social extraordinaria.
– A mi pesar, señora, debo decirle que la mayoría de las personas son capaces de matar cuando están sometidas a fuertes presiones o ven amenazado lo que más estiman…
– No opino lo mismo.
Su voz indicó que el tema la tocaba muy de cerca, y desvió ligeramente su mirada en otra dirección.
– Esperemos que no abunden, pues, señora -le dijo Monk dominando a duras penas la rabia que sentía-. Pero parece por las trazas que tiene que haber por lo menos una y estoy seguro de que usted querrá descubrirla, tal vez incluso más que yo.
– Es usted muy hábil con las palabras, joven. -Cedía a contrapelo, pero no se abstenía de manifestar una cierta crítica-. ¿Qué supone que yo le puedo revelar?
– Podría darme una lista de sus amigos más íntimos -respondió Monk-, amigos de la familia, invitaciones que a usted le conste que él aceptó en los últimos meses, sobre todo si se trata de semanas enteras o de fines de semana. Tal vez el nombre de alguna dama en la que él pudiera estar interesado. -Monk observó que sobre los rasgos inmaculados de la señora se cernía una sombra de desagrado-. Creo que era extremadamente simpático. -Monk quiso añadir aquel halago sabiendo que lady Shelburne sentía una debilidad personal por su hijo.
– Lo era. -Sus labios se movieron apenas y hubo un cambio en su manera de mirar, como si por un momento se abandonara a la pena que sentía. Transcurrieron varios segundos antes de que volviera a tranquilizarse y se mostrara tan equilibrada como antes.
Monk esperó en silencio, consciente por primera vez de la intensidad de su dolor.
– Entonces quizás alguna señora se sentía más atraída hacia él que lo considerado aceptable por sus demás admiradores o quizá por un marido -apuntó él finalmente y en tono mucho más suave, aunque su decisión de encontrar al asesino de Joscelin Grey se había fortalecido y ya no permitía que el temor de herir a alguien consintiera excepciones u omisiones de ningún tipo.
La señora se quedó pensativa unos momentos antes de decidir si admitía haberlo oído. Monk se imaginó que ella veía en aquellos momentos a su hijo tal como fue en vida: elegante, dicharachero, un hombre que miraba directamente a los ojos.
– Podría ser -admitió-. Sí, podría ser que hubiera alguna jovencita un tanto indiscreta y capaz de provocar celos.
– ¿Tal vez en alguien un poco inclinado a la bebida? -prosiguió con un tacto que no era natural en él-. ¿Alguien capaz de ver más cosas que las que existían realmente?
– Cuando uno es un caballero sabe cómo conducirse -dijo mirando a Monk y torciendo levemente las comisuras de los labios. A él no se le escapó el empleo de la palabra «caballero»-. Sabe cómo hacerlo incluso cuando ha bebido en exceso. Con todo, hay personas que por desgracia no tienen un criterio lo bastante estricto en la elección de sus amistades.
– Si tuviera la bondad de darme algunos nombres y direcciones, señora, yo podría llevar a cabo mis pesquisas con la máxima cautela posible y, por supuesto, no mencionaría su nombre. Supongo que todas las personas de buena voluntad están tan interesadas como lo pueda estar usted en que se descubra al asesino del comandante Grey.
La argumentación estaba bien enfocada, lo que ella reconoció mirándolo un momento directamente a los ojos.
– En efecto -admitió-. Si tiene usted un bloc, de notas, le facilitaré los datos que me pide.
Lady Fabia se acercó a la mesa de palo de rosa que tenía prácticamente a su lado y abrió un cajón. De él sacó un libro de direcciones encuadernado en piel y con los bordes dorados.
Monk ya iba a ponerse manos a la obra cuando le sorprendió la entrada de Lovel Grey una vez más vestido sin especial esmero. Esta vez llevaba unos pantalones corrientes y una chaqueta de tweed tipo Norfolk bastante gastada. Se le ensombreció el semblante en cuanto vio a Monk.
– Quisiera decirle, señor Monk, que si ha de informarnos de algo, tenga la bondad de ponerse en contacto directamente conmigo -dijo extremadamente irritado-. Y en caso de que no tenga nada de que informar, su presencia en esta casa no tiene propósito alguno y sólo sirve para disgustar a mi madre. Me sorprende verlo otra vez por aquí.
Monk se puso en pie instintivamente, al tiempo que le molestaba haberlo considerado necesario.
– Si he venido, señor, ha sido porque me hacían falta unos datos que lady Shelburne ha tenido la amabilidad de proporcionarme. -Notó que le habían subido los colores a la cara.
– No podemos decirle nada particularmente relevante -lo cortó Lovel-. ¡Por el amor de Dios, hombre!, ¿no puede usted hacer su trabajo sin venir a vernos a cada momento? -Se movió, inquieto, mientras jugaba con la fusta que tenía en la mano-. ¡No podemos ayudarlo! Y si considera que ha fracasado, admítalo. Hay delitos que no llegan nunca a resolverse, en especial aquellos en los que intervienen locos.
Monk estaba tratando de elaborar una respuesta educada cuando intervino la propia lady Shelburne con voz tímida pero tensa.
– Tal vez tengas razón, Lovel, pero éste no es el caso. A Joscelin lo mató una persona que lo conocía, por muy desagradable que el hecho pueda resultarnos. Puede tratarse de alguien que conozcamos aquí. Y siempre será más discreto que el señor Monk venga a nuestra casa a interrogarnos a nosotros que dejar que ande por ahí preguntando al vecindario.
– ¡Santo Dios! -exclamó Lovel con desaliento-. ¡No lo dirás en serio! Sería monstruoso dejarlo a su aire, este hombre nos traería la ruina.
– ¡Qué tontería! -Cerró el libro de direcciones de un golpe y volvió a meterlo en el cajón-. No pueden arruinarnos tan fácilmente. Los Shelburne llevan quinientos años sobre la faz de la tierra y en ella seguiremos. De todos modos, yo no dejaría nunca que el señor Monk hiciera tal cosa. -Miró a Monk con maldad-. Ésta es la razón de que yo misma le haya proporcionado una lista y hasta le haya indicado qué preguntas pueden ser pertinentes… y cuáles sería mejor evitar.
– No es necesaria ninguna de las dos cosas. -Lovel pasó con rabia de su madre a Monk y después, con el rostro arrebolado, miró nuevamente a su madre-. La persona que mató a Joscelin debe de formar parte del círculo de sus amistades de Londres… suponiendo que se trate de alguien a quien conociera, lo que me permito seguir dudando. Pese a todo lo que usted diga, continúo creyendo que obedece puramente al azar el hecho de que la víctima fuera él y no otra persona. Me atrevería a decir que lo más probable es que alguien lo viera en algún club o en cualquier otro sitio y, dándose cuenta de que manejaba dinero, se propusiera robárselo.
– No hubo robo, señor -dijo Monk con decisión-. Había una gran cantidad de objetos valiosos colocados en lugares visibles y siguieron en su sitio, incluso tenía en la cartera todo el dinero que llevaba en ella.
– ¿Y sabe usted qué cantidad de dinero llevaba en la cartera? -preguntó Lovel-. A lo mejor llevaba centenares de libras.
– Los ladrones no suelen contar el dinero ni devuelven cambio -replicó Monk, que sólo consiguió moderar ligeramente la entonación sarcástica natural de su voz.
Lovel estaba demasiado indignado para quedarse callado.
– ¿Tiene motivos para suponer que se trataba de un ladrón de tipo corriente? No sabía que hubiera llegado tan lejos en sus pesquisas. Mejor dicho, no tenía constancia siquiera de que las hubiera iniciado.
– El ladrón no era nada corriente, esto por descontado. -Monk hizo como que ignoraba el comentario irónico-. Los ladrones raras veces matan. ¿El comandante Grey solía pasearse con centenares de libras en el bolsillo?
A Lovel se le había puesto el rostro como la grana. Arrojó la fusta al otro lado de la habitación y, pese a que lo hizo con intención de que aterrizara en el sofá, fue a parar más lejos y dio en el suelo, hecho al que no prestó la menor, atención.
– ¡No, claro que no! -gritó-. Pero las circunstancias eran únicas. No sólo fue víctima de robo, no sólo fue abatido, sino que además fue objeto de una sucesión de golpes que le provocaron la muerte, no sé si lo recuerda.
El rostro de lady Fabia se contrajo de dolor y de angustia.
– De veras, Lovel, que el hombre hace todo lo que puede y se esfuerza al máximo. No hay necesidad de ofenderlo.
De pronto Lovel cambió de actitud.
– Estás trastornada, mamá, y es natural que lo estés. Deja el asunto en mis manos. Si hay que decir algo al señor Monk, yo me ocupo del caso. ¿Por qué no vas a la salita y tomas el té con Rosamond?
– ¡No me digas lo que tengo que hacer, Lovel! -le replicó su madre poniéndose en pie-. No estoy tan trastornada como para no saber qué tengo que hacer ni para no ser capaz de ayudar a la policía a dar con el hombre que asesinó a mi hijo.
– Por mucho que queramos, no podemos hacer nada, mamá -estaba perdiendo los estribos otra vez-, pero lo último sería colaborar con la policía para que importune a la mitad de la población pidiéndole información personal acerca de la vida y amistades del pobre Joscelin.
– La persona que lo golpeó con un bastón hasta matarlo fue una de las «amistades» del pobre Joscelin.
La cara de lady Shelburne estaba lívida como la cera y otra mujer con menos temple que ella a buen seguro que ya llevaría desmayada un buen rato, pero ella se mantuvo más tiesa que un palo y con los puños apretados, blancos.
– ¡Pamplinas! -saltó Lovel al momento-. Probablemente debió de ser alguien que jugaba a las cartas con él y que no soportaba perder. Joscelin era un jugador mucho más avispado de lo que aparentaba. Hay gente que hace apuestas que no puede permitirse y, si pierde, se desmorona y no sabe lo que se hace. -Jadeaba ruidosamente-. Los clubs de juegos deberían ser más exigentes a la hora de admitir socios. Es probable que a Joscelin le ocurriera esto. ¿Cómo va a haber nadie aquí en Shelburne que sepa alguna cosa sobre este asunto?
– También es posible que se tratara de un hombre celoso que no tolerara escarceos con su mujer -respondió ella en tono glacial-. Joscelin era un hombre muy seductor, ¿sabe usted?
Lovel se ruborizó y pareció como si toda la piel de la cara se le tensase.
– Demasiado a menudo me lo recuerdas -dijo Lovel en voz baja y tono desagradable-, pero nadie lo advertía tanto como tú, mamá. En cualquier caso, se trata de una cualidad superficial.
Su madre lo miró fijamente y su mirada reflejó un sentimiento muy próximo al desprecio.
– Tú no sabes qué es el encanto en una persona, Lovel, lo que no deja de ser una desgracia para ti. Quizá podrías hacerme el favor de pedir un servicio extra de té en la salita. -Con toda deliberación ignoró a su hijo y cambió los papeles, como si se hubiera propuesto herirlo-. ¿Querrá acompañarnos, señor Monk? Quizá mi nuera pueda proporcionarle alguna información. Solía asistir a muchos de los actos en los que Joscelin estaba presente y ya se sabe que a menudo las mujeres son observadoras más sutiles de las demás mujeres, sobre todo en lo que a… en lo que a cuestiones de tipo sentimental se refiere.
Sin esperar respuesta, dio por sentado que él aceptaba y, mientras seguía ignorando a Lovel, se volvió hacia la puerta y esperó. Lovel vaciló unos breves segundos, pero optó por seguir obedientemente a su madre y abrirle la puerta. Ésta la cruzó sin mirar a ninguno de los dos hombres.
El ambiente de la salita era tenso. Rosamond pareció sorprendida de que se admitiera a un policía a tomar el té como si de un caballero se tratara. Incluso la doncella parecía estar violenta al entrar en la estancia con las tazas y las pastas de té. A lo que parecía, las habladurías de la planta baja ya la habían puesto al corriente de quién era aquel tal señor Monk. Este se acordó de Evan y, aunque no hizo ningún comentario, se preguntó si habría hecho algún progreso.
Tan pronto como la doncella hubo colocado los platos y las tazas delante de cada uno y hubo salido, lady Fabia comenzó a hablar con voz tranquila y mesurada, evitando los ojos de Lovel.
– Rosamond, cariño, la policía está interesada en saber todo lo que podamos decirle sobre la vida social de Joscelin durante los meses que precedieron a su muerte. Tú asististe más o menos a los mismos actos que él, por lo que estás más al corriente que yo de algunas de sus relaciones. Por ejemplo, ¿sabes de alguien que sintiera un interés por él más marcado que el que aconseja la prudencia?
– ¿Yo? -exclamó Rosamond, profundamente sorprendida o mejor actriz que lo que Monk la había juzgado en su anterior entrevista.
– Sí, tú, querida Rosamond -dijo lady Fabia pasándole las pastas, gesto que ella ignoró-. Ahora te lo pregunto a ti y después se lo preguntaré a Úrsula, por supuesto.
– ¿Quién es Úrsula? -interrumpió Monk.
– La señorita Úrsula Wadham, la prometida de mi segundo hijo, Menard. Puede dejar tranquilamente en mis manos la misión de recabar de ella toda la información que pueda serle de utilidad. -Dejó a Monk para centrarse nuevamente en Rosamond-. ¿Qué me dices?
– No recuerdo que Joscelin mantuviera ninguna… relación… en particular. -Rosamond hablaba torpemente, como turbada por algo.
Observándola, Monk se dijo por un momento si no habría sido ella la que estaba enamorada de Joscelin y si ésta era la razón de que Lovel se resistiera tanto a que prosiguiera el interrogatorio.
¿Podía, quizás, haber rebasado los límites de una mera atracción personal?
– Esto no es lo que te he preguntado -dijo lady Fabia en tono de estársele acabando la paciencia-. Lo que te he preguntado es si había alguien que hubiese mostrado algún interés por Joscelin, aunque se tratase de un interés unilateral.
Rosamond levantó la cabeza. Por un momento Monk pensó que se resistiría a doblegarse ante su suegra, pero el momento pasó.
– Norah Partridge le tenía una gran simpatía -replicó lentamente, como midiendo sus palabras-, pero esto era algo del dominio público y no me imagino a sir John tomándoselo tan mal como para que se desplazase a Londres y matase a Joscelin. Creo que quiere mucho a Norah, pero no tanto como para llegar a semejantes extremos.
– Entonces eres más observadora de lo que me figuraba -le dijo lady Fabia con ácida sorpresa-, aunque no sabes mucho de los hombres, cariño. No es preciso querer excesivamente a una persona para sentirte herido cuando alguien pretende arrebatártela, sobre todo cuando las personas involucradas tienen tan poco tacto que no se abstienen de hacerlo públicamente. -Se volvió hacia Monk, a quien nadie había ofrecido pastas-. Ya tiene algo por donde empezar, aunque dudo que John Partridge llegara al asesinato… y que se sirviera de un bastón en caso de perpetrarlo. -La pena volvió a invadir su rostro-. Pero Norah tenía otros admiradores. Es una personilla un tanto extravagante y un poco cabeza loca.
– Gracias, señora. ¿No se le ocurre nada más?
Pasaron otra hora rastrillando antiguas aventuras amorosas de Joscelin, relaciones o supuestas relaciones. Monk escuchaba a medias. No estaba tan interesado en los hechos como en los matices que se advertían en la expresión de los que hablaban. Era muy evidente que Joscelin había sido el favorito de su madre y, si el ausente Menard era como su hermano mayor, no costaba entender por qué. Sin embargo, cualesquiera que pudieran ser los sentimientos de aquella mujer, las leyes de primogenitura establecían que no sólo el título y las tierras, sino también el dinero para mantenerlas y el tren de vida que llevaban implícito, pasaran a Lovel, el mayor de los hijos.
Lovel no contribuía en nada a satisfacer a su madre y Rosamond muy poco, pese a que parecía sentir por su suegra mucho más respeto que por su marido.
Para contrariedad de Monk, lady Callandra Daviot no hizo acto de presencia. Le habría gustado contar con su candor, aunque no estaba seguro de si se habría expresado ante aquella acongojada familia suya con la misma libertad de aquel día en el jardín bajo la lluvia.
Monk les dio las gracias y se excusó a tiempo para encontrarse con Evan y caminar juntos hasta el pueblo, donde se tomaron una pinta de sidra mientras esperaban el tren de regreso a Londres.
– ¿Y bien? -preguntó Monk así que dejaron de avistar la casa.
– ¡Ah!
Evan a duras penas podía reprimir su entusiasmo y caminaba dando unos pasos sorprendentemente largos, su cuerpo larguirucho rebosante de energía, chapoteando en los charcos que encontraba en el camino sin reparar en que sus botas se iban empapando.
– ¡Es algo fascinante! Jamás había estado en una casa tan grande como ésta, me refiero a que no había visto ninguna por dentro. Mi padre era sacerdote, ¿sabe usted?, y a veces cuando yo era niño lo acompañaba. Pero jamás había visto nada parecido a esto. ¡Dios mío!, esos criados tienen que aguantar cosas que a mí me paralizarían de vergüenza. La familia los trata como si fueran sordos y ciegos.
– No los consideran personas -replicó Monk-. Por lo menos no como se consideran personas a sí mismos. Son dos mundos diferentes que no tienen más contacto que el físico. En consecuencia, las opiniones de los criados no cuentan. ¿Se ha enterado de algo? -Sonrió levemente al comprobar la inocencia de Evan.
Este hizo una mueca.
– Creo que sí, aunque por supuesto los criados no tienen intención de decir nada contra sus señores ni a la policía ni a nadie, me refiero a cosas de carácter confidencial. En ello les va algo más que la mera subsistencia. Son muy reservados, o eso creen ellos.
– ¿Cómo ha hecho, pues, para enterarse de algo? -preguntó Monk lleno de curiosidad, observando los rasgos inocentes e imaginativos de Evan. Evan se sonrojó ligeramente.
– Me he puesto en manos de la cocinera. -Bajó los ojos y miró el suelo, aunque no aminoró la marcha en lo más mínimo-. He puesto verde a mi casera, echando pestes sobre su manera de cocinar… y como además me he tenido que estar bastante rato fuera antes de entrar y se me han quedado las manos heladas… -Levantó los ojos para mirar a Monk y prosiguió-. Una mujer muy maternal, la cocinera de lady Shelburne -sonrió con aire complacido-. Me parece que he tenido mucha más suerte que usted.
– Yo no he comido nada -dijo Monk, contrariado.
– ¡Cuánto lo siento! -dijo Evan, que no lo sentía en absoluto.
– ¿Y qué le ha reportado este espectacular inicio, aparte de un buen ágape? -preguntó Monk-. Supongo que se habrá enterado de un sinfín de cosas… mientras sufría y comía a más y mejor.
– ¡Oh, sí! ¿Sabía que Rosamond proviene de una familia acomodada, pero dentro de la línea de los nuevos ricos? Al principio tenía que casarse con Joscelin pero, aconsejada por su propia madre, acabó casándose con el hermano mayor, al que también tenía opción. Como era una chica buena y obediente, hizo lo que le ordenaron. Por lo menos esto leí entre líneas al oír la conversación entre la doncella y la lavandera, antes de que entrase la camarera e interrumpiera sus habladurías y volvieran a ponerse a trabajar en lo suyo.
Monk silbaba entre dientes.
– Durante los primeros años no tuvieron hijos-continuó Evan antes de que lo interrumpiera-, después vino uno, que será el heredero del título. De esto hace aproximadamente un año y medio. Los maliciosos dicen que el niño tiene los rasgos típicos de Shelburne, aunque se parece más a Joscelin que a Lovel, según oyó comentar en la taberna el segundo lacayo. Tiene los ojos azules, y ya se habrá fijado que lord Shelburne los tiene oscuros. Al igual que ella… sus ojos son…
Monk se paró en el camino y lo miró fijamente.
– ¿Está seguro?
– De lo único que estoy seguro es de que lo dicen y probablemente lord Shelburne se habrá enterado… finalmente. -De pronto pareció consternado-. ¡Oh, Dios mío! Eso fue lo que insinuó Runcorn, ¿no es verdad? Un asunto verdaderamente desagradable, en serio, verdaderamente desagradable. -Era cómica aquella expresión de desaliento reflejada en su rostro; aquel entusiasmo suyo de pocos momentos antes súbitamente se había esfumado-. ¿Qué diablos vamos a hacer? ¡Ya me imagino cómo reaccionará lady Fabia como le digamos esto!
– También me lo imagino yo -afirmó Monk, torvo-. No sé qué podemos hacer.