Mario se fue y yo quedé hecha un escombro. Me dormí sobre la tabla de dibujo. Desperté con la boca seca, tenía los pies hinchados y la ropa pegada al cuerpo. Pensé en el trabajo que me tomaría cada movimiento, desde desperezarme hasta subir las escaleras, entrar en mi dormitorio, abrir el grifo y darme un baño. Todo era un sacrificio. Trataba de moverme lo menos posible y así me iba enredando en mi propia trampa. Estaba llena de controles remotos y otros aparatos para estar más cómoda, según me mentía. El caso es que el mundo me facilitaba bastante las cosas. Cada vez había más posibilidades de hacer todo desde la casa, con la única ayuda de un teléfono. Esto me dispensaba de aguantar miradas o momentos indeseables, como aquella vez en el banco cuando tuvieron que ayudarme a salir de la cabina del cajero automático. Lo que no podía por teléfono, lo delegaba en Jazmín, que para eso había nacido con cuerpo de Barbie y cara de yo no fui.
Subí a mi cuarto y me quité la ropa. Hacía tiempo que no usaba corpiño. No encontraba talle y, además, los pliegues que se me formaban debajo del busto hacían que cualquier tela se me incrustase en forma dolorosa. Me quedé en bombacha, si así puedo llamar a aquel calzón imponente. Abrí una ventana y aspiré el aire fresco que venía a atenuar el olor agrio del ambiente. Entonces vi a un hombre que se aproximaba a la casa, la luz del frente que se encendía y oí una puerta en movimiento, aunque no sonó el timbre. No tuve miedo, sí curiosidad. Me envolví en una toalla y me asomé por la barandilla de la escalera. La alfombra absorbió mis pasos y el murmullo que venía de abajo, el ruido de mi respiración.
La tía Etelvina, doña Etelvina Juárez de Pereira O., estaba junto a la puerta, en puntas de pie, con los brazos al cuello de aquel desconocido cuya boca apenas alcanzaba. El hombre también la abrazaba y le decía algo que a ella debe de haberle resultado gracioso porque soltó una risita nerviosa. Para mi estupor, el hombre la cargó en brazos como una recién casada y comenzaron su lento ascenso hacia el dormitorio. Troté hasta mi habitación lo más rápidamente que pude. Me vino una risa imparable, una risa que casi me ahoga. Reí a carcajadas, imaginando lo que podía suceder unos metros más allá del corredor. Reí tanto que me dolía el cuerpo, pero las imágenes que fantaseaba alimentaban un nuevo estallido de carcajadas apenas tomaba el aire suficiente para no ahogarme. Quedé molida y comprobé el efecto balsámico de la risa. ¡Qué bien me hizo reír aquella noche! Resultó ser algo parecido al llanto. Vaya a saber qué toxinas saqué o qué espíritus movilicé con los temblores de mi risa.
– Vieja bandida -dije en voz alta mientras abría la heladerita y buscaba algo para tomar-. Así que por ahí venía la histeria de los sábados.
El domingo transcurrió sin novedad. Supongo que la tía habrá recibido a sus amigas, como de costumbre. Yo no salí del dormitorio más que para aprovisionarme. Pasé el día mirando la televisión sin ganas. Dormí mucho también. La noche en vela todavía me dejaba una resaca. Dormía, despertaba para comer algo, pispeaba la pantalla y volvía a dormir. Pensé en Mario, pero con un dejo de rencor inexplicable, como anticipándome a un dolor seguro.
Así se me fue el domingo. Así se me estaba yendo la vida.
Amanecí el lunes con la energía renovada. Jazmín ya había llegado cuando bajé al taller. Si algo de bueno tenía, era la puntualidad. Me hizo algún comentario acerca de que Mario estaba retrasado, pero no le contesté. Casi nunca le contestaba. Era mi forma de manifestarle desprecio. Me odiaría, sin lugar a dudas. Imagino cómo hablaría de mí en su círculo de amigas. A eso de las once vino Mario.
– ¿Y?
– Hay que esperar una semana, pero creo que es nuestro -me contestó con una familiaridad que me llenó de emoción.
Como suponíamos, nos dieron el trabajo. Había que decorar un hotel de punta a punta, una tarea descomunal. Mario estaba tan entusiasmado cuando vino con la noticia que me zampó un beso en la mejilla. Creo que no se atrevió a abrazarme. A Jazmín sí la abrazó. La cinturita entró toda entre sus brazos. Incluso se permitió la obscenidad de levantarla. Me ofendió como si me hubiera dado el peor de los cachetazos.
Pusimos manos a la obra de inmediato. Los plazos eran estrictos pero, además, estaba aquello del orgullo, del buen nombre y todas esas cosas que a Mario lo preocupaban más que a mí. Tomamos personal para el armado y las terminaciones. Le di un mes de vacaciones a Jazmín y Mario casi se infarta.
– No te entiendo, Maciel, en el peor momento, justo en el peor momento.
– No sirve para mucho y molesta.
– ¿Cómo que no sirve? ¿Y quién va a atender el teléfono? ¿Y los otros clientes?
– Necesitamos espacio. Ya nos arreglaremos.
– No te entiendo, Maciel, te juro que no te entiendo.
Ni siquiera yo me entendía. Me daba cuenta de que Jazmín era una molestia, pero lo había sido desde el principio. Nada justificaba mi decisión en el momento de mayor trabajo. Por supuesto que me negaba cualquier introspección. Bucear en mis sentimientos era un ejercicio al que no estaba habituada. Por eso me costó aceptar que Mario fuera tan importante para mí y que me estuviera cambiando la vida.
Trabajamos sin parar por semanas. Apenas podía estar sentada. Tenía los pies a la miseria y ya empezaban a asomar las primeras várices como lombrices verdes, trepándome por las piernas. Me avergonzaba que Mario las viera y usaba unas faldas casi hasta el piso. Jamás gasté tanto desodorante y perfume. Yo sabía que mi transpiración tenía el olor de la comida, así que intentaba cubrir aquello como podía y me sometía a la complicada operación de la ducha tres o cuatro veces por día. Mi higiene se volvió una cuestión obsesiva. Si no podía ser atractiva, por lo menos quería parecer limpia. Después de cada baño, me paraba desnuda frente a un enorme ventilador para secar aquellas partes a las que no llegaba con la toalla. Me rociaba con un polvo parecido a la harina y sobre esto me ponía la ropa. También estaba el problema de los hongos. Los combatía con medicamentos y un té de yuyos que Felicia me había enseñado a preparar. Los de los pies eran los peores porque no llegaba a ellos con facilidad. Entonces, rociaba el piso del baño con un producto, caminaba sobre él hasta impregnarme bien y me tiraba en la cama a esperar que se secara. No sé si Mario imaginó alguna vez el sacrificio que hacía para estar apenas presentable junto a él. Llegaba al taller agotada, pero feliz. Eso sí lo notó porque me lo dijo un día, que me veía contenta y que de buen humor era más linda. Fue mi primer piropo y me lo llevé atesorado en el pensamiento, repitiéndolo cada tanto por miedo a olvidarlo.
Mario se me declaró así nomás, sin aviso, mientras revisábamos unas telas que acababan de llegar. Casi me ahogo. Tosí como si se me hubieran atragantado las palabras. Tosí tanto que tuvo que golpearme la espalda y soplarme en plena cara. Lo miré con odio.
– ¿Me estás tomando el pelo?
– ¿Cómo pensás…?
– Sí, me estás tomando el pelo -insistí.
Me tomó las manos, pero las retiré bruscamente.
– ¿Por qué no me creés?
– Porque no te creo. No entiendo por qué me haces esto.
– Te juro que es verdad, Maciel, desde hace tiempo, es verdad.
Lo miré con un dolor venido desde las entrañas, un sentimiento que no supe explicar, el dolor de sentirme inferior, inmerecedora de cualquier afecto. Necesitaba tanto de aquel amor que me lastimaba. Mario me miraba sin comprender que mi dolor era de toda la vida.
– Lamento mucho que no me creas -se puso el saco y salió con una tristeza que me hizo dudar.
Hubiera querido correr detrás de él como tantas veces vi en las películas, pero siempre se trataba de muchachitas hermosas, delgadas, que se lanzaban a los brazos de su amante y remataban la escena con un beso. Yo no podía hacer nada de aquello. Quedé aturdida, preguntándome si realmente había sucedido, si había escuchado la declaración o la había inventado en sueños. Me pregunté si no estaría alucinando, si tanto trabajo no me habría vuelto loca. Pero no. Entonces, cuando acepté la realidad, empecé el lento y trabajoso proceso de destruir cualquier ilusión. Era la mejor forma de protegerme.
El trabajo estuvo listo dentro de los plazos estipulados. Quedó perfecto. Nos invitaron a la inauguración del hotel pero, por supuesto, yo rechacé cortésmente la invitación.
– Entonces, no vas -me dijo Mario el viernes por la noche mientras se ataba los cordones.
– No, estoy molida.
– Mentira.
– ¡¿Cómo?!
– Que es mentira, que te da vergüenza que te vean…
No tuve valor para mirarlo.
– ¿Hasta cuándo pensás seguir así, Maciel?
– Asunto mío.
– No, también es mío.
– ¿Vas a volver con esa estupidez?
Pareció ofendido. Dio un par de pasos hacia mí y estrelló la boca contra la mía en un beso brutal, doloroso, como una bofetada. No supe responder. Todas mis lecciones amorosas venían de la pobre escuela de la televisión. Me quedé dura, con mi enorme cuerpo temblando ante la presión de aquella boca que parecía querer lastimarme. Entonces me abrazó, me abrazó con una ternura suprema, una delicadeza que sólo el amor podía dar y yo aflojé el cuerpo, entreabrí los labios y dejé que aquel beso seco creciera en la tibia humedad de nuestras bocas.