XV

Yo no te busqué, Sancho; simplemente, aproveché las circunstancias. Eso fue todo. El asunto es que te quiero. Te quise siempre, desde niña, cuando tu figura llegaba y salía como una exhalación y era lo más parecido a mi padre ausente. Te quise desde la pena ingenua que me daba saber que Dolores no te quería. Te quise desde la indiferencia egoísta con la que tus hijas, como única bienvenida, preguntaban qué les habías traído esa vez. Te quise desde el respeto interesado que tenías por mamá y desde la tolerancia hacia aquellos dos niños de cuya existencia apenas sabías. Ahora es imperioso que te quiera, porque te has quedado solo, muy solo, Sancho. Ya no hay mujeres hermosas ofreciéndose, ni halagos de alcahuetes, ni aquella danza frívola de apellidos, fortunas y poderes. No ha quedado nada. Solamente tú y yo. Tú y yo solos. Y esa casa, Sancho, esa casa que me está esperando…

No fue difícil conquistarlo. Supongo que el atractivo mayor estuvo en seducir a una mujer treinta años más joven. Al principio se trató de una cuestión de orgullo, probar que podía. Lo dejé. Fui hábil esa vez. Lo dejé creer que me tenía enamorada y, mientras fingía un amor arrebatado, lo iba enredando despacito.

Empezamos con un café, como comienzan casi todas las relaciones. No debe de haber invitación más ambigua que la del famoso cafecito. Me hice la tonta, dudé un poco antes de aceptar. De algún modo me resultaba extraño que no me hubiera reconocido. No podía dejar de recordarlo años atrás y me invadía un placer que tenía mucho de revancha. Pensaba en Dolores. Dolores la hermosa, la de los peinados y perfumes, la de las ropas caras y el maquillaje perfecto, la del cuerpo cuidado. Dolores de los amantes, pensaba y en seguida venía a mi cabeza la imagen de mamá, como una antagonista natural de aquella novela. Se mezclaban en mí las dos mujeres, medían sus fuerzas disputaban mis decisiones. Tuve que renegar de mamá por un tiempo; dejé que Dolores ganara la partida y me ayudara a conquistar al que había sido su marido.

Sancho vivía en un apartamento suntuoso, decorado con el mejor gusto que hubiera visto hasta entonces. En nada se parecía a la vieja casa. Los muebles estaban tapizados de blanco, había algo de madera y mucho metal. Me sorprendió una alfombra gigante, peluda, color manteca, colocada delante del hogar como un gran oso durmiendo. Sancho rejuvenecía cuando estaba allí. Del campo no hablaba. Tampoco iba mucho. Tenía gente de confianza que administraba las estancias, y él sólo se preocupaba por controlar que sus cuentas crecieran sin esfuerzo. Tampoco hablaba de la familia. Una vez mencionó algo acerca de que había estado casado con una loca que andaba por Inglaterra dándose aires de reina, y que tenía dos hijas. No volví a pensar en ellas hasta mucho tiempo después, cuando las circunstancias me obligaron.

Yo no tuve que hacer ningún esfuerzo por ocultar mi pasado. Supongo que no habría tenido más remedio que contarle la verdad si Sancho hubiera preguntado, pero nunca se mostró curioso por saber qué había sido de mi vida hasta llegar a él. Creo que era una forma de evitar sus propios recuerdos, un borrón y cuenta nueva que nos permitiera empezar como dos recién nacidos a una vida que podía ser mejor que la anterior. O quizá lo supo siempre… Da igual, ya no interesa.

Vivíamos en una eterna luna de miel. Lo que comenzó como un juego de corta duración, se volvió una necesidad. Iba a buscarme al estudio y me llevaba a los mejores restaurantes, los hoteles más caros. No le importaba que lo vieran conmigo. Al contrario, parecía ufanarse de tener al lado a una mujer que bien hubiera podido ser la hija.

Felipe, por supuesto, sospechó que yo andaba en otra de mis aventuras. Me dio las advertencias de siempre. Hubiera querido decirle la verdad: yo, Airam, la hija de la sirvienta, metida en la cama del patrón, disfrutando de aquellas cosas que habíamos visto siempre de lejos. Pero me guardé bien de contárselo. Felipe no lo hubiera entendido.

A los tres meses de estar juntos, Sancho me invitó a un crucero por el Caribe. No supe qué contestar. Le salté al cuello como hacían las gemelas cuando traía algún regalo y besé cada centímetro de su cara. Lo hice reír. Siempre lo hacía reír. Reíamos mucho los dos juntos. De cualquier tontería hacíamos una excusa para dejar aflorar nuestra felicidad. Y nos fuimos uniendo en una extraña dependencia afectiva bastante parecida al amor. Cuando regresamos del viaje, me pidió que me mudara con él. Hablé con Felipe esa noche. Bajó la mirada y levantó los hombros. Repitió la frase con la que había soportado mis locuras de tantos años: "Mientras estés bien…". Al otro día, trasladé mis cosas. Me observó armar las maletas.

– Y vos, ¿qué vas a hacer? -le pregunté.

Me miró con sus ojazos tristes, acostumbrados a las despedidas, y me largó unas palabras que ni siquiera esa noche, mientras celebraba en brazos de Sancho, pude quitarme de la cabeza: "¿Qué voy a hacer? Nada. Esperarte".

Fueron buenos los primeros tiempos de vida en común. Sancho vivía para adorarme. Descubrí a un hombre distinto de aquel ser engreído que recordaba de mi infancia. En su lugar, había un espíritu necesitado de ternura, un poco hastiado de tanta frivolidad. Creo que fue esa sensación de calma que encontró a mi lado lo que lo enamoró. Porque Sancho se enamoró de mí. Locamente enamorado. Y yo no podía imaginarme sin él, sin el placer de meter mis pies entre los suyos por las noches, hacer una fiesta de cada detalle. Aprendió a disfrutar de las cosas pequeñas y descubrió un mundo que hasta entonces le había sido vedado por la absurda rigidez que impone la alcurnia. Conmigo no tenía que aparentar; podía ser quien realmente deseaba. Viajamos mucho. En cada lugar se detenía para hacerme una historia de algún viaje anterior. Las fuentes, los museos, los paisajes más bellos carecían de sentido, me decía, si no los podía gozar conmigo. Cada tanto, sobre todo al amanecer, me pellizcaba para convencerme de que no estaba viviendo dentro de un sueño. Pero Sancho no me dejaba mucho tiempo para esas dudas. Sus manos me confirmaban la realidad con una pasión que jamás había experimentado. A cambio de tanto, yo le devolvía la calidez de un hogar. Cocinábamos juntos, íbamos a los viveros a escoger plantas que después poníamos en macetones. Le llené la casa de velas perfumadas y la cocina de ramos de albahaca y laurel. Todo le daba curiosidad. Le gustaba verme lavar mi ropa interior, hacer la cama los domingos, ir juntos al supermercado. Yo me divertía haciéndole conocer ese otro universo cotidiano.

Felipe nunca preguntó su nombre y yo valoré la delicadeza. Le bastaba con verme feliz. Iba a visitarlo cada semana y le llevaba algo de regalo. Nunca me agradecía, pero sospecho que correría a escudriñar los paquetes apenas yo traspasaba la puerta. Sabía que se trataba de un hombre mayor, que me quería mucho, que me daba la comodidad que siempre había soñado para mí. Jamás pidió nada para él. Ni el menor de los favores, ni un privilegio. Seguía igual, como si estuviera preparándose por las dudas, por si algún día la vida, en uno de sus impredecibles giros, volvía a depositarme a su lado.


* * *

La rutina no pudo alcanzarnos. Fuimos más rápidos, esquivamos sus zarpazos con el asombro lógico de los primeros tiempos y prolongamos esa permanente fiesta hasta que el destino decidió que ya estaba bien de tanta felicidad. Si algo me da paz es saber que, mientras pudimos, disfrutamos al máximo, sacamos todo el jugo de las frutas ocasionales.

Los primeros síntomas aparecieron hace poco menos de un año. Mareos, dolor de cabeza, cansancio. No nos detuvimos a pensar. En nuestro pequeño mundo no había lugar para el miedo. Sancho debió haber consultado pero, en lugar de eso, llevaba un frasquito con no sé qué pastillas que tomaba apenas empezaba a sentirse mal. Tampoco yo me preocupé, lo confieso. No le di importancia. Creí que aquel estado de bienestar sería eterno. Tuvo un derrame cerebral a la vuelta de un viaje a Madrid. Esa misma noche, mientras cenábamos. Quedó lívido, apretó los ojos como si no tolerara el dolor, me dijo algo acerca de una puntada insoportable en la cabeza y se desplomó sobre el plato. El médico me habló sin rodeos. El daño había sido severo. No podía predecir el grado de recuperación, pero me advirtió que varias de sus facultades habían quedado dañadas para siempre. El habla, entre ellas.

Cuando, finalmente, me permitieron llevarlo a casa, me encontré de golpe con la crudeza de mi nueva situación. Sancho tenía medio cuerpo paralizado y se comunicaba con guiños y miradas, sin el menor control sobre sus esfínteres. Sabía que estaba lúcido, sin embargo, que entendía la miseria a la que estaba reducido. Le pregunté si quería avisar a las hijas, pero fue tan grande su desasosiego que desistí.

La foniatra y el fisioterapeuta empezaron sus sesiones de inmediato. Sancho logró algunos progresos. Ponía empeño en recuperarse, se esforzaba en hablar produciendo sonidos guturales con la vista clavada en mí. Yo lo alentaba, le decía que cada día iba mejor, que sus avances eran magníficos. Por dentro, me consumía la tristeza. Me dediqué en cuerpo y alma a cuidarlo. Aquello no era vida. Llorábamos juntos cada vez que debía cambiarle los pañales. Yo trataba de hacerlo con la mayor naturalidad, pero la vergüenza de Sancho terminaba por demolerme. Lo abrazaba, lo besaba, le decía que a nadie amaba más en el mundo. El me contestaba con su media sonrisa y algún ruido que yo me esforzaba en interpretar. Últimamente había caído en una depresión muy grande. Lo cubría de besos, le recordaba anécdotas de nuestros viajes, le mentía acerca del futuro y terminaba abrazada a su cuerpo con ganas de morir con él.

Fueron meses terribles. A los problemas existentes había venido a sumarse una dificultad respiratoria. Pasaba el día y gran parte de la noche intentando librarse de las flemas espesas que no lo dejaban respirar. Hacía grandes esfuerzos por expectorar toda aquella porquería.

El médico ordenó que trajeran un aparato parecido a una pequeña aspiradora. Le metían un tubo y le sacaban las secreciones. Era un procedimiento agresivo que lo hacía sufrir y lo salvaba a la vez. Me preguntaba a qué nos conducía aquello. Sancho no se levantaría jamás de la cama. ¿Cuál era el sentido de todo aquel dolor? Tantas cosas me pregunté por aquellos días… Toda mi vida se empecinó en agolparse en mi mente agotada. Quería espantarla pero allí estaba cada vez que Sancho me concedía unos minutos de distracción. Pasé por el tamiz de la conciencia todos y cada uno de los actos que lograba recordar. Tuve tiempo, mucho tiempo para hacer un balance y decidir qué quería de allí en adelante. El dolor de Sancho estaba propiciando el desarrollo de mi sensibilidad, me permitía establecer con claridad mis prioridades, dar el justo valor a las cosas. Todo lo que hasta ese entonces no había sabido hacer. Entonces comprendí que el dolor tenía sentido si yo hacía que valiera la pena.

Sancho perdió mucho peso. La piel siempre tostada dio paso a un amarillo grisáceo que lo envolvía como un anuncio fatal. Dejó de alimentarse. En vano insistía en abrirle la boca para introducirle la papilla, que era lo único que toleraba. A veces escupía lo que lograba meterle a presión. Otras, las más, apretaba tanto los dientes que era imposible alimentarlo. La última vez lo lastimé con el borde de la cuchara.

Había tres enfermeras que se turnaban durante las veinticuatro horas. Yo me consagré a que sintiera el calor de mi cuerpo y la energía que pudiera transmitirle. Le limpiaba el sudor del rostro y le acercaba trapitos empapados a la boca reseca. Siempre tocándolo, haciéndole saber por la piel que no iba a abandonarlo. A veces, las secreciones eran tan abundantes que apenas terminaban de aspirarlo cuando ya se ahogaba de nuevo. Los nervios me ganaron una noche en que pensé que se moría. El médico terminaba de revisarlo cuando tuvo un terrible acceso de tos seguido por la dificultad para respirar. Le grité hasta cuándo pensaba prolongar esta agonía sin sentido. Respondió con la calma fría que da la costumbre. Me dijo que me quedara al lado de Sancho, que lo acompañara con mi voz y mis manos, que aquello sería más efectivo que cualquier aparato. Él mismo puso una de las manos de Sancho entre las mías. Dio unas instrucciones a la enfermera y dijo que volvería a la mañana.

Pasé aquella noche en la espantosa ambigüedad de no saber qué deseaba con más fuerza: si mantener aquel sufrimiento descabellado o terminar de una buena vez. No soportaba el ruido ronco de la respiración cada vez más forzada. Me daba una pena tremenda ver el esfuerzo que el pobre hacía para que un poco de aire le entrara en los pulmones. Me limité a acariciarlo y a decirle que iba a estar bien, que pronto iba a estar bien. Tardé mucho en aceptar que aquella situación podía extenderse por semanas, quizá meses. Sancho había entrado en un estado de meseta, sin avances ni retrocesos, una planta humana muriéndose de a gotas. Una tarde, mientras la enfermera lo higienizaba, en una de las vueltas se produjo un silencio súbito, el peor de los silencios. Cerré los ojos sin animarme a mirarlo. Me vino sueño, todo el cansancio acumulado; sentí una paz extraña. A los pocos segundos volvió el sonido ronco de la respiración desesperada.

Caí en la cuenta de que la situación estaba más allá de mis buenas intenciones. Aquel instante de paz confirmaba lo que mi lado bueno no quería dejar salir, esa miseria que todos llevamos dentro, desde donde nace el egoísmo. Estaba ahí por amor, pero no olvidaba el resto de mi vida, los proyectos que estaban marchitándose en aquella habitación pestilente. Esa parte de esperanza pugnaba por salir. Sabía que no había el menor sentido en sacrificarme de aquel modo tan absoluto. Mi parte práctica fue más fuerte esa vez. Decidí que las gemelas tenían que enterarse. Intenté primero al viejo número, pero nadie contestó. Entonces pensé en las páginas amarillas de la guía. La fama de Maciel ya había llegado a mis oídos. No me equivoqué; su número estaba en la sección Decoradores. Pedí a la contadora que llamara desde el estudio. No dio demasiados detalles. Conmigo sentada al lado, dictándole letra en un susurro y respondiendo a la vez las preguntas de Maciel, la pobre salió bastante bien del paso.

Esa misma tarde, trasladé mis cosas a lo de Felipe. Me recibió sin la menor emoción, como si hubiera estado esperándome desde siempre.

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