Llegaron casi a la vez. Airam bajó de un taxi en el momento en que Maciel sacaba las llaves. Se tomó unos segundos para observarla mientras el conductor contaba el dinero del vuelto. Pensó en Sancho, en los días radiantes y también en la oscuridad de su agonía. Fue todo lo que vino a su mente. Arrastraba todavía el cansancio de tantas noches en vela que no había podido recuperar durante aquel último mes en lo de Felipe. Abrió la puerta del coche y descendió con la mayor parsimonia, permitiéndose acomodar el espíritu a las circunstancias.
Maciel giró cuando el coche se puso en marcha. Quedaron un instante mirándose, un instante imperceptible en el que, sin embargo, cabía una contemplación profunda. El mundo pareció quedar suspendido mientras Airam avanzaba y Maciel extendía una sonrisa franca de bienvenida. Se dieron un beso cortés, impregnado por la timidez que da el desconcierto.
– Gracias -dijo Maciel.
– Sabes que no hay nada que agradecer. Lo hago con gusto.
– También fue tu casa.
– Un poco, sí. ¿Cómo estás?
Maciel largó una carcajada que quiso ser divertida pero sonó cruel. Empujó la puerta mientras respondía.
– Gorda.
Una bocanada de humedad les azotó la cara. Estaba oscuro. Maciel descorrió las cortinas y se quedó pegada al ventanal. Airam se paseaba entre los muebles cubiertos por fundas amarillentas, tocaba los adornos y se sacudía el polvo de las manos. Estuvieron un buen rato sin animarse a hablar, separadas por la incertidumbre de no saber en qué las había transformado la vida durante aquellos años.
– Está todo igual, Maciel. ¿Cuánto hace…?
– Añares. No volví desde lo de la tía. ¿Supiste?
– ¿Murió aquí?
Maciel pareció recuperarse algo del primer impacto. Quitó la funda de uno de los silloncitos de Dolores y le hizo señas a Airam para que la acompañara.
– De pura tristeza, Airam. ¿Viste a alguien morir de tristeza? Así fue.
– Pensé que se habría espantado por alguna locura de ustedes. Porque mirá que eran terribles.
– Viola ya no estaba. Se fue a la India, o a no sé dónde.
– ¿?
– Hace meses que no hay noticias de ella.
– Pero, ¿dónde está?
– Supongo que en alguna montaña, orando, levitando, ¡bah!, nunca tuvo los pies en la tierra.
Airam sintió la primera punzada de dolor. Las recordó niñas, destrozando juguetes, peleándose por cualquier cosa, agotando la santa paciencia de Felicia, abandonadas, muy solas. Los pensamientos coincidieron.
– Tu madre sí que nos aguantaba.
Airam sonrió con dulzura. El espíritu suave de Felicia pareció deslizarse entre los muebles polvorientos con su delantal blanco para venir a servir el café junto a los ventanales.
– Si te digo que es de las pocas cosas buenas que recuerdo de esta casa… Lo único -pareció buscar la palabra exacta-, lo único tibio… Lástima que no haya tenido más suerte. ¿Ves? Si existiera Dios no se llevaría a gente como Felicia. En cambio, ahí tenés, Dolores sigue tan campante…
– No digas eso, Maciel. No creo que tenga mucho que ver quién muere antes.
– Pero hay personas que merecen vivir más que otras. ¿O vas a decirme que no? Tu madre era una santa, buena falta nos hizo a todos. No sé si esta familia hubiera terminado así si Felicia no…
– Entonces, me contabas de la señora Etelvina.
Maciel deshizo el camino de reproches en el que había entrado demasiado prematuramente. Hizo señas a Airam para que la siguiera. Fueron al dormitorio de Dolores. La cama estaba tendida. Maciel se sentó en el borde. Airam quedó recostada contra la pared, jugando con los frascos de perfume que había sobre la mesa de noche. Estaban vacíos o con el perfume reseco, de un amarillo intenso pegado a los bordes. Destapó uno y se lo llevó a la nariz. Despedía un olor rancio, de lo más desagradable. Airam recordó cuando Dolores se ponía aquellas gotas preciosas en milímetros elegidos del cuerpo.
– Tenía un novio.
– ¿Tu madre? -preguntó Airam sin la menor sorpresa.
Maciel repitió su carcajada.
– Dolores tendría uno, varios, qué sé yo. Pero te hablo de la tía. Como me estás oyendo, tenía un novio. ¡Y qué tipo! No vayas a creer que era un viejo de bastón. Se buscó uno como para jugar a la abuelita.
– ¿Lo conociste?
– ¿Si lo conocí? Tuve que hacerlo sacar por la policía. Un sinvergüenza.
Airam se deslizó por la pared y se sentó en el piso, junto a la cama. Este pequeño gesto de intimidad abrió un espacio conocido entre las dos. Recuperaron la atmósfera de la infancia, las horas compartidas en la cocina, los mimos simultáneos de Felicia. Volvieron a ser dos niñas contándose secretos.
– El tipo era de nuestra edad, un poco mayor. Venía cada sábado…
– ¡Por eso! -interrumpió Airam con un grito como si hubiera hecho un gran descubrimiento.
– Claro, por eso las mandaba a ustedes…
– ¿Y nunca pensó en volver a su casa?
– Ya llego, ya llego. Vas a ver. El tipo venía cada sábado y ni te cuento las fiestas que armaban -sonrió con picardía y Airam le devolvió la sonrisa-. Se encerraban aquí mismo y, ¡uh!, ardía Troya. Sí, sí. Así como la veías, sobre esta cama.
Se movió un poco y la cama le devolvió un chirrido de lo más ilustrativo.
– La cuestión es que no nos llevábamos bien. Yo quería que se fuera y me dejara en paz. Ya no quedaba nadie en la casa. Me molestaba, pobre vieja, aunque en realidad, nunca me hizo nada. No sé, era yo que no andaba bien. Le dije que sabía lo del tipo, la avergoncé todo lo que pude. ¿Te acordás de ella?
– Una lady.
– Se me fue la mano. No aguantó la humillación y se enfermó.
– ¿Y el hombre?
– Lo despidió. El tipo volvía cada semana, pero ya no subían. Se llevaba dinero, ¿entendés?
– Y ella, ¿por qué no se fue a su casa?
– Porque ya no tenía casa, no tenía nada más que las joyas que iba vendiendo.
– ¿Cómo?
– No le quedaba nada, Airam. Por eso no podía irse. Se fue deshaciendo de todo para mantener a ese miserable. Y así fue. Dejó de comer, no se cuidó. ¿A vos te parece que una persona puede elegir morirse?
El recuerdo de Sancho volvió a Airam.
– Airam…
– No creo, pero si la tristeza es fuerte…
– Eso fue todo. La cuidé hasta el final. Me vino una culpa terrible, imaginate.
– Pero no tuviste nada que ver. En el fondo le sacaste a ese canalla de encima.
– No del todo, no del todo. Muere la tía y a los pocos días se me aparece el sujeto reclamándome no sé qué. Me puse hecha una fiera. Estaba medio aturdida, todavía no me había repuesto y me cae el tipo con unas exigencias, diciendo que habría un testamento, que no fuera a pensar que iba a quedarme con todo. Mirá, no sé cómo me contuve para no apretarle el pescuezo. Lo saqué a empujones. Con este cuerpito, y enojada, meto miedo.
Airam sonrió. Era evidente que detrás de aquellas bromas, Maciel escondía heridas profundas. No se la veía feliz.
– Se quedó en el jardín gritando, tirando cosas contra las ventanas. Armó un escandalete de novela. Llamé a la policía.
– ¿?
– No volví a verlo. Esta gentuza es fácil de intimidar. Se aprovechó de la pobre vieja, le sacó hasta la última moneda, pero cuando vio que la cosa venía complicada, ¡zas! Se esfumó.
– Pero a tu tía la hizo feliz.
Maciel la miró sorprendida. Consideró brevemente esas palabras. Pensó en Mario, como pensaba cada día, todos los días.
– ¿Y vos creés que sirve una felicidad de mentira?
– Depende. Si le alegró la vida… -pensó un segundo-. En realidad, no lo sé.
Maciel había quedado absorta. Airam le chasqueó los dedos frente a la cara.
– ¿Pensabas?
– Que ésta es una familia de locos, eso pensaba. Vení, vamos a mi cuarto.
Atravesaron el corredor. A cada paso, algún detalle les traía recuerdos. Airam señaló el cuarto de Viola. Se asomaron desde la puerta. Las paredes estaban cubiertas por inscripciones relativas a la paz del espíritu. Una mancha de humedad impedía completar algunas frases. Maciel tironeó del brazo de Airam.
– ¿Aquí no vas a entrar?
– ¿Para qué? Casi no tenía muebles al final. Dormía en el piso. Andaba con unas sandalias zaparrastrosas. No sé qué le metieron en la cabeza. ¿Te dije que se fue siguiendo a un loco?
– Pero ¿no sabés nada de ella?
– Papá era el que recibía algún mensaje cada tanto. Para pedirle dinero, claro. Después desaparecía por meses.
Airam se conmovió ante la mención de Sancho. Durante el tiempo que habían compartido ni una vez supo de esta comunicación con Viola. Tampoco lo notaba angustiado por la suerte de la hija, como si se hubiera desentendido de ella mucho tiempo atrás y toda su responsabilidad se redujera a proveerla de dinero. Sintió pena por Viola, una pena casi maternal.
– ¿Y ahora? -preguntó.
– Ahora, con papá así, empezará a joderme a mí -se volvió de golpe-. Te conté de papá, ¿verdad? -pero antes de que Airam pudiera responder, ya estaba abriendo las ventanas de su dormitorio y hablando de cualquier otra cosa.
Una luz pesada inundó los pocos muebles, la silla reforzada, la heladerita. Maciel la acarició como a una mascota muerta.
– Tengo casi todo en mi apartamento nuevo. Esto no lo quise llevar. A veces la extraño, pero fue parte del cambio cuando me fui. Estoy en tratamiento, ¿sabés? Hay días en que me levanto y digo que hasta ahí llegué.
Voy a la cocina dispuesta a arrasar. Últimamente estoy logrando contenerme. Con ayuda de médico, ¿eh? No creas que de esto se sale así nomás. Y cuando llegue a un peso determinado, me operan. Sí, sí, así como oís. Me hacen un matambre con el estómago para que coma menos.
Airam se rió con ganas. A cada minuto sentía recuperar la antigua confianza, como si hubieran dejado de verse un par de días atrás.
– No me preguntes qué es porque ni yo quiero saber demasiado. Me pongo en manos del médico que es un bombón. Te lo voy a presentar algún día. ¿Te casaste, Airam?
– Ni una vez.
– Pero estás con alguien.
– Estuve.
– ¿Y?
– Ya no está.
– ¿Qué quiere decir "ya no está"?
– Es una historia larga, Maciel.
– ¿Y lo querías?
– Pensé que no, al principio. Tendría que ir mucho más atrás y contarte cómo fui rodando hasta ahora. Me recibí, ¿sabes? Soy escribana.
Maciel le dio un abrazo y unas palmadas en la espalda.
– Estás hecha un esqueleto, mujer. Pero, escribana, Airam, escribana. Me alegro. No sabes cuánto me alegro de que alguien haya podido llegar. ¿Te pusiste a pensar en tu madre? ¡El orgullo que sentiría esa mujer, por Dios! ¿Y Felipe?
– ¡Ah! Como siempre. No cambia más. Trabajando, cuidándome como si fuera una nena.
– No te quejes, Airam. Por lo menos alguien se preocupa.
– Sí, pero me gustaría que hiciera su vida.
– ¿Tampoco se casó?
– ¡Ni loco! Tiene terror a las mujeres.
– ¿No será…?
– ¿Felipe? No. Es complicado y nada más.
– ¿Y se llevaba bien con tu pareja?
– Nunca se conocieron.
– ¿Querés contarme, Airam? Mirá que si te hace mal…
– No, al contrario. No creo que haya alguien mejor para desahogarme.
Maciel agradeció y pensó que había sido una buena idea llamarla. Las dos necesitaban esa conversación. Descendieron las escaleras mientras Airam soltaba la tristeza.
– Era un hombre mayor. No pensé que iba a quererlo tanto, pero así son estas cosas. Uno entra por una puerta y cree que puede andar sin miedo, que la salida siempre va a estar cerca. Mentira. A veces no se puede salir. A veces, uno queda atrapado en una situación que ni siquiera imaginó al principio. Yo no pensé que iba a quererlo tanto. Tenía todo tan calculado, Maciel, como si los sentimientos fueran manejables. ¡Cómo me equivoqué!
– Pero tuvieron buenos momentos.
– ¿Buenos? ¡Maravillosos! Nunca fui más feliz. Creo que él tampoco. Y, sin embargo, era una relación loca, un disparate. Pero funcionó. No me preguntes qué hubiera sido si se hubiera prolongado. No sé. Lo único que puedo asegurarte es que ese hombre se fue lleno de amor.
– ¿Y vos?
– Aquí me quedé, con Felipe. Tratando de abrirme camino. Es una sensación rara, como si la vida estuviera empezando.
– ¿Tenés miedo?
– Estoy cansada. Quizás el miedo venga después. Por ahora, me abro a lo que sea. Pienso que en cualquier instante puede suceder algo, algo pequeño, insignificante, que dé un giro a las cosas. Pierdo un ascensor y me digo que en el próximo quizá venga algo nuevo. No me preguntes qué es eso. Si fuera creyente, te diría que me pongo en manos de Dios.
Entraron en la cocina y a ambas se les erizó la piel. Se tomaron de la mano. La mesa trajo un tropel de recuerdos. Cada una volvió a la silla que ocupaban en la infancia; el aire pareció llenarse de canela y miel, y la voz de Felicia canturreando mientras revolvía la leche sonó por un instante en el silencio inmenso. Maciel suspiró.
– Mis mejores recuerdos están aquí.
– También los míos. Las historias de Franco.
El semblante de Maciel se ensombreció y bajó la mirada.
– Te acordás de Franco, ¿no, Maciel?
– Claro, pero terminó muy mal. Prefiero no…
– Pero, vinimos a recordar.
– Fue terrible. Viola y yo vimos la discusión. Siempre las veíamos. Se odiaban, Airam. Somos hijas del odio, ¿te das cuenta? No tengo un solo recuerdo del menor gesto de afecto entre ellos. Decime para qué se juntaron entonces. Si cada uno terminó por su lado y mira lo que quedó de las hijas. Una drogada en el fin del mundo y la otra más sola que…
En este punto se detuvo y tomó aire. Fue el tiempo suficiente para reponerse y esquivar el recuerdo de Mario que se empecinaba en instalarse en su mente. Airam le acarició el brazo.
– Pero estás haciendo algo por tu vida.
– Sí, porque me enfermé. Verdaderamente me enfermé. El médico me dijo que era el tratamiento o nada. Pero no creas que tengo estímulo, Airam. Estoy completamente sola. Es el instinto de supervivencia lo que me salva. No tengo ni un perro al que rendir cuentas. No sé en qué estaba.
– Me contabas de Franco, de una discusión.
– ¡Ah, sí! Agárrate cuando te diga. Parece que Dolores y Franco… -hizo un gesto juntando los índices-. Papá se enteró. ¿Sabes cómo fue? Por una de las amiguitas de Dolores. La que venía con aquel gato estúpido, el de las moñitas, ¿te acordás? Viola y yo lo pateábamos cada vez que subía las escaleras. Bueno, la muy falluta le fue con el cuento a papá. Estaría detrás de él. No me extraña. Papá siempre fue el más buen mozo de todos. Por otra parte, Dolores no merecía mucho más. Seguro que ella se acostaba con el marido de alguna. Sí, sí, no me mires con cara de angelito. Vos la conocías tan bien como yo. Papá sabía que le ponía los cuernos, pero nunca le importó. El tenía sus cosas en otra parte, pero, por lo menos, no las traía a la casa. Creo que eso fue lo que más le dolió. Eso y que mamá se hubiera metido con el jardinero. Lo superó. Le dijo tanta cosa, Airam, tanto insulto. Mira, puta fue lo más suave, con eso te digo todo. Viola y yo estábamos ahí. Nos mirábamos a veces cuando no entendíamos alguna palabra. Papá se puso muy violento. Ella se burlaba y le hablaba de Franco. Se burlaba todo el tiempo y se limaba las uñas. Lo enfureció. Papá la dio vuelta de una cachetada. Viola y yo estábamos ahí. No sé qué habrá sentido ella, pero a mí me gustó que le pegara.
– Es horrible, Maciel.
– Esa noche papá volvió al campo. Le dejó un sobre con dinero para que lo despidiera. No quería encontrarlo a la vuelta. Y así fue. Yo lo lamenté mucho porque me divertía con Franco. Es casi el único recuerdo bueno que tengo de la infancia. Le hubiera dado otra cachetada a Dolores; siempre estropeándome la vida. ¿Cómo querés que pueda salir adelante? Porque si no tuviste una infancia más o menos feliz, ¿adónde vas a refugiarte, Airam? ¿De dónde sale la fuerza?
– Sabés que durante todos estos años, cuando pensaba en ustedes, me las imaginaba súper dichosas, haciendo lo que querían.
– Ja! Lo mismo pensaba yo de vos.
– Sí, pero yo no tenía mucho para empezar.
– ¿Perdón? Tenías infinitamente más que nosotras, Airam. Siempre tuviste más. ¿Sabés lo que hubiera dado por una madre como la tuya? Decime, pedime lo que se te ocurra. ¿Qué cosas querías tener?
– Tu cuarto, tu ropa y tus juguetes, una madre y un padre lindos, el respeto en el colegio, el dinero para la merienda, los viajes, los autos. Tenías todo a mano, Maciel. Hubieras podido hacer con tu vida lo que quisieras. Yo ni siquiera conocí a mi padre.
– Debió de ser un buen tipo, para que Felicia se fijara en él.
– No, parece que era un vago, de lo peor. Vivió toda la vida abusando de la buena voluntad de la gente. Y así se fue quedando solo. Hasta el más santo se aburre. Mamá también se aburrió, se aburrió de esperarlo. Y fíjate que ni una sola vez se preocupó por buscarnos.
Maciel la miró con la seriedad que precede a las grandes revelaciones.
– Te equivocás. Vino varias veces y Felicia lo echó. Le pidió a Dolores que la ayudara a sacárselo de encima. Tenía miedo de perder el trabajo. Pensaba todo el tiempo en ustedes. No me preguntes qué hizo Dolores. Teniendo en cuenta sus métodos, le habrá dado dinero o le habrá pagado a otro para que le diera una paliza.
– Jurame que es cierto, Maciel.
– ¿Y por qué iba a mentirte? Me enteré por andar escuchando detrás de las puertas. Lo supe siempre. No pensé que te importara, como nunca hablabas de él…
– La semana pasada fui a buscarlo.
– ¿Adónde?
– Felipe lo había visto en el puerto, pero hacía tiempo de esto. Lo intenté de todos modos. Nadie supo decirme de él, como si no hubiera existido.
– ¿Y qué se te dio ahora?
– No sé. No hay explicación para estas cosas. Tuve la necesidad de verlo, pero llegué tarde. ¡Qué cosa, Maciel! Mi padre vino a buscarnos. ¿Me vio alguna vez?
– Supongo que no. Tu madre era una leona con ustedes. No creo que le haya permitido verlos.
– Me quedé sin padre.
Maciel jugaba con las uvas de madera que había en el centro de mesa. Suspiró antes de hablar, como si viniera de un lugar remoto y estuviera cansada.
– Yo también.
Airam levantó la vista.
– ¿Qué decís? Tu padre vive.
– Sí, pero cómo. En una clínica, enchufado a una máquina, con cables y tubos por todos lados. Y cómo tiene los brazos, Airam. Ya no hay lugar para ponerle la aguja. Está todito morado, las venas a punto de reventar. ¿Te das cuenta? Sancho Pereira O. cagándose como un recién nacido. ¿Te acordás de mi padre, Airam? ¿Te acordás de la pinta que tenía? A mí siempre me pareció el tipo más atractivo del universo. No había otro como él. Y ahora lo ves, lo ves y te dan ganas de llorar. Voy muy poco; me limito a pagar y a controlar, cada tanto, que esté bien atendido. No sé si me conoce. Nunca me quiso demasiado, de todos modos, pero soy lo único que le queda -bajó la voz como si fuera a confesar un secreto-. Y esa mujer que va a verlo. Dicen las enfermeras que él se tranquiliza cuando llega. Parece que a ella sí la reconoce, que incluso respira mejor. Dicen que se queda horas sentada junto a la cama, tocándolo, hablándole al oído, que es joven, que creyeron que era la hija…
En este punto, Maciel se detuvo y clavó sus ojos en Airam, que hacía rato no escuchaba.
– ¿Se te ocurre quién podrá ser? -preguntó a bocajarro.
– ¿Quién?
– La mujer…
– Maciel, hay cosas que tendría que explicarte… -parecía una súplica.
Maciel sonrió con ternura y le acarició el pelo.
– Después, Airam, pero no creo que tengas nada que explicar. Lo importante es que alguien pueda quererlo.
Se abrazaron. Airam parecía quebrarse entre los brazos de Maciel, que se repuso antes y la apartó con algo de brusquedad.
– Bueno, bueno, ya está, nada de cursilerías. Hay mucho trabajo. -Fue hasta la ventana y abrió las cortinitas que daban al jardín, pero Airam no se movió. Aquel abrazo había condensado su vida entera y diluido antiguos miedos.
– ¿En qué pensabas? -preguntó Maciel.
– Pensaba en las extrañas vueltas que tiene la vida. Pensaba que nada es para siempre, que estamos todo el tiempo en movimiento, buscándonos, buscando nuestro verdadero lugar, el que nos corresponde. Y que es mejor así. Mejor que nunca terminemos de encontrarnos, Maciel. Mejor moverse, aunque duela. La quietud es la muerte.
– ¿Vos crees que nosotras estamos en movimiento?
– No sé que pensás hacer con tu vida, pero yo tengo planes.
– ¿Qué planes?
– Por ahora, caminar. Ese es mi plan. Tengo miedo a quedarme quieta.
Maciel percibió un movimiento leve detrás del cerco crecido. Estiró el cuello para ver por encima de las glicinas que crecían salvajes y estallaban en magníficos racimos violetas.
– ¿Qué hay? -preguntó Airam.
– Nada, el viento.
Por la calle desierta, la sombra del vendedor de escobas, seca, inmutable a través del tiempo, se alejó por última vez de la casa vacía.