– Voy a pedirte algo -dijo Felipe antes de entrar a su apartamento-. No hagas preguntas.
Me empujó con suavidad hacia el interior de una habitación pequeña, con muebles modestos y una ventana a la altura del techo. Lo miré interrogándolo.
– Por ahora, es lo que tenemos, pero ya voy a poder darte algo mejor.
Hubiera querido decirle que prefería volver a la casa, pero no lo habría entendido. Tampoco yo tenía claras sus intenciones. Me sentía raptada de mi ambiente natural y solamente el amor de Felipe hacía nacer la confianza necesaria para no salir corriendo. Cómo explicarle que aquello me daba claustrofobia. Pensé en mamá, por supuesto, y en los esfuerzos para que tuviéramos una vida mejor. Y ahora mi hermano iba contra la corriente. Me había degradado, cambiado la casa señorial por un par de cuartuchos inaceptables. Mis ojos deben de haber sido muy elocuentes. Cerró la puerta con llave y me miró fijo.
– ¿Te gusta?
Por qué tuvo que preguntar eso. Por qué no disimular la incomodidad del momento y seguir como si nada. Pero no, tuvo que preguntarlo. Siempre el mismo, sin vueltas.
– No, Felipe, no me gusta. Me voy.
Me tomó por las muñecas.
– Usted no se va a ninguna parte, señorita. Está en su casa.
Le grité que aquello no era una casa, que mi casa estaba en otra parte, que me iba, que había un olor a humedad que daba vuelta el estómago, que el barrio era un asco y que quién se pensaba que era para andar diciéndome lo que tenía que hacer. No contestó. Se calzó su gorro hasta las orejas y salió. Entonces sentí bullir en mi interior una sensación tantas veces experimentada. El pánico empezaba a crecer y me mareaba. Sabía que en pocos segundos iba a desesperarme. Tuve el impulso de huir. Busqué con la mirada y vi un manojo de llaves sobre la mesada de la cocina. Me sentí aliviada. Traté de alejar mi mente de aquel lugar. Esa noche, Felipe me encontró en la cama, tapada hasta las orejas.
– ¿Comiste?
– No -le contesté con rabia, pero al segundo me ganó la ternura de verlo tan flaco, con su cara de cansancio y la ilusión de darme una vida mejor pintada en los ojos.
– ¿Y vos?
– Tampoco. ¿Querés que prepare algo?
Levanté los hombros con fingida indiferencia y lo espié mientras iba hasta la cocina. Desde mi cama, se podía ver cada rincón del apartamento. No había cortinas, ni cuadros, nada de calidez. Volví a sentir angustia, pero el perfume del orégano acudió en mi salvación. Me levanté y fui hasta la única mesa que había.
– ¿Dónde hay platos?
Felipe se sobresaltó con la pregunta y giró. Me dedicó una sonrisa como si yo hubiera sido un animalito rescatado de la calle empezando a dar muestras de aclimatación al nuevo hogar. Abrió un mueble bajo la mesada de la cocina. Allí encontré dos piezas de cada tipo y puse la mesa lo mejor que pude. Era la primera vez que iba a comer sin mantel.
Felipe sirvió unos tallarines con salsa y se excusó por no tener queso.
– Da igual -le dije con desdén.
Cenamos en silencio. Sentía cómo estaba pendiente de mis movimientos y me dio pena.
– ¿Dónde aprendiste?
– En el barco -me contestó con una alegría incipiente nacida de mi mínima observación-. ¿Te gusta?
Asentí con una tenue sonrisa que pareció devolverle las esperanzas.
– Entonces mañana te preparo estofado. Me queda… -se chupó los dedos y yo volví a sonreír.
– Felipe, ¿qué vamos a hacer?
– Te pedí que no hicieras preguntas, nena. Confiá en tu hermano. ¿Ya pensaste qué va a ser de tu vida?
Le puse cara de no entender.
– Tu vida, el estudio…
– Quiero ser rica -dije en un alarde de grosería del que me arrepiento.
– ¿Estás loca o qué?
– ¿Por?
– Porque los ricos nacen ricos.
– Parecés mamá.
Era la primera vez que la mencionábamos desde su regreso y se le ensombreció el rostro. Apartó el plato y quedó con la cabeza hundida entre los hombros dándoles vueltas a los tallarines con el tenedor.
No sé si Felipe se tomó en serio aquella lamentable pretensión mía. Creo que sí y debí de mortificarlo bastante con mis sueños agrandados más allá de sus posibilidades. Pero de nada me daba cuenta, entonces. Estaba mareada por la ilusión de un destino de niña rica al cual me sentía con pleno derecho. No medí las consecuencias de esa ambición. Por otra parte, estaba convencida de que Felipe debía hacerse responsable de mi futuro. Después de todo, para eso era hombre y para eso había sido educado, para trabajar. Además, quién lo había mandado sacarme de la casa, aquel lugar que me permitía alimentar las esperanzas. Me volví exigente, una pequeña déspota que, a la distancia, me inspira nada más que lástima. Pretendía andar con ropa de última moda, comprar todos los libros, incluso perfumes y cosméticos de marca. Iba a la peluquería dos veces al mes y me trasladaba en taxi. Me volví despectiva hacia todo lo que pudiera recordar mis auténticas raíces, incluidas las empleadas domésticas, aunque me avergüence reconocerlo.
Felipe se deshacía en atenciones, colmaba mis caprichos tan bien como podía. A veces, lo descubría mirándome. Parecía un padre satisfecho de ver a su niña hecha una princesa, aunque él anduviera con pantalones viejos y zapatos gastados. Ahorrábamos en la comida. No me importaba demasiado porque nadie se entera de lo que uno come en la casa. Además, ya había conocido a varios venidos a menos que se gastaban todo en ropa y comían fideos. Me cansé de verlos desfilar por lo de los Pereira. Si habré estado ocupada en mí que no me di cuenta de que Felipe casi no comía en casa…
Dos años después de la mudanza, decidí que quería ser escribana y entré en la universidad. No tenía vocación ni tampoco sabía bien de qué iba el asunto, pero me fascinaba ver a aquellas mujeres tan impecablemente trajeadas, con sus maletines y sus tacos altos llevándose el mundo por delante con la sola fuerza de su firma. Me pareció que encajaba con el tipo de mujer en el que quería convertirme. A Felipe le gustó la idea. Me abrazó hasta hacerme crujir los huesos y se le llenaron los ojos de lágrimas.
– ¿Qué te pasa? -le pregunté.
Se refregó los ojos con la manga del saco, pero no intentó disimular la emoción.
– ¡Qué lo parió! ¡Mi hermana, escribana!
A partir de ese día, volvió más tarde. Después supe que empezó por hacer horas extras y luego consiguió otro trabajo. Durante los años que llevó mi carrera, Felipe trabajó un promedio de dieciocho horas diarias, un cálculo que hicimos juntos años después, cuando insistí en que revisáramos aquella época que, en lo concerniente a mi vida, podría llamar la era de la estupidez.
Conocí a Pedro en el bar que quedaba justo frente a la universidad. Yo me reunía allí con mis compañeros cuando teníamos alguna hora libre entre clases. Me encantaba ese lugar, sobre todo porque era para intelectuales, si es que alguien puede definir ese concepto. Era común ver las mesas cargadas con libros o diarios abiertos y el humilde humo de un pobre cortado colándose entre sus páginas. Pedro, sin embargo, leía y gastaba bastante. Siempre tenía algún plato suculento entre el libro abierto y una copa de vino. Me llamó la atención ese detalle, al principio, pero no me pareció atractivo. En realidad, pocos hombres me atraían. Estaba demasiado concentrada en hacer que me admiraran. Iba a clases arreglada como para una fiesta. Por supuesto que exageraba, pero era una forma torpe de esconder mi origen humilde. No me daba cuenta de que nada hay más vulgar que la ostentación. Quizás pude engañar a algún distraído, pero seguramente los que me interesaba impresionar, los de cuna, se percataban a la legua de que yo era una muchacha común disfrazada de niña rica.
Mis compañeras estaban locas por él. Decían que aquellas canas plateadas que nacían apenas alrededor de las orejas le daban un toque irresistible. A mí me parecía un signo de que el hombre se estaba poniendo viejo, nada más. Pero ellas insistían en que las mataba su aire ausente -como quien está viviendo por casualidad-, la indiferencia con que pasaba a nuestro lado; en fin, esa especie de vulnerabilidad que transmitía verlo comer siempre solo. Las mujeres no dejamos de lado el instinto maternal ni siquiera para enamorarnos.
No me atraía nada, Pedro, pero yo le gusté. No sé en qué instantes me miraba porque ni una vez lo pescamos con los ojos apartados del libro de turno, pero le gusté y no encontró mejor forma de acercarse que escribirme. El mozo me alcanzó un papel con discreción después de que Pedro salió del bar. Las otras casi se mueren cuando, entre risas y nervios, leí un poema de lo más cursi. Hice una pelotita con el papel y ya iba a tirarlo, pero descubrí un brillo nuevo en sus miradas. Era una combinación curiosa que me costó definir, pero que no era otra cosa que envidia y admiración. Fue un segundo, nada más, un segundo en el que me bañé de luz, me sentí elegida, importante. Y allí decidí que Pedro podía darme algo que andaba buscando. Planché el papel con aires de reina y no hice comentarios, como si aquello fuera cosa de todos los días para mí.
Pocos imaginan la fuerza que puede desplegar una mujer cuando se siente halagada. Incluso nosotras nos sorprendemos. Así me pasó cuando decidí conquistar a Pedro. Empezó como un juego de marionetas de cuyos hilos me creí dueña. Falta de experiencia, nada más. Tejí la vaga idea de seducir a aquel hombre hasta hacerlo morir de amor. Aquello no iba a costarme mucho, según mis previsiones. Después de tenerlo a mis pies, simplemente lo dejaría. Parecía fácil. El premio no era solamente Pedro, sino el prestigio que su conquista me daría ante mis pares. Después de eso, otras puertas se me abrirían sin dificultad. Entonces me consagré como nunca al cuidado de mi cuerpo. Gasté en ropa y en maquillaje más de lo que Felipe ganaba, pero no me importó. El pobre no hizo sino un breve comentario acerca de un préstamo que iba a pedir para cubrir los gastos del mes. Fingí no haber entendido; me parecía que valía la pena el sacrificio porque mi triunfo iba a ser el de Felipe. Una vez en la cima, lo llevaría conmigo y le devolvería sus años de entrega. ¡Qué necia! ¿Cómo pude pensar que podría restituirle algo de su juventud, de la salud deteriorada y los años agriados por el esfuerzo?
Estaba tan linda que yo misma me sorprendí del cambio. Pedro lo notó y yo me encargué de que supiera que era para él. Poco después del episodio del poema, ya lo tenía comiendo de mi mano. Mis compañeras me felicitaban y se retorcían de envidia. Yo me sentía como quien juega a la lotería y gana el premio mayor. Pedro era eso para mí, un trofeo. Pedro era también otras cosas que fui descubriendo cuando el juego comenzó a invertirse y ya no estuve muy segura de quién movía los hilos. Venía de una familia de clase media y era abogado, como lo habían sido su padre y su abuelo. Me llevaba veinte años, una ventaja que no supe evaluar debidamente. Creí que bastaba aquel embeleso con que me miraba mientras acariciaba mi mano, sin hablar, adorándome solamente. Cambié mi mesa en el bar por aquella mesita para dos que compartíamos como adolescentes.
Al principio de nuestra relación, yo fui el sol absoluto. Pedro me hacía sentir especial. Nunca me habló de amor, es cierto, pero lo dejaba traslucir en los gestos; se le derramaba desde la forma que tenía de mirarme. Me hablaba de su pasión por la profesión, del lustre que sus familiares habían dado al apellido, de lo importante que era para él estar a su altura, que por eso estudiaba tanto, que nada lo llenaba tanto como aquello. Remataba diciendo que yo había venido a moverle las tablas de su escenario, que hacía años no sentía esa conmoción interna, en fin, parecía que estaba empezando a ser una prioridad en su vida.
Felipe notó los cambios, no sólo en su bolsillo sino en mi agotamiento. Hacía ejercicio para estar en forma, dedicaba horas al cuidado del pelo y de las uñas, me llenaba de cremas por las noches y me iba de compras todas las semanas. En el escaso tiempo libre, estudiaba, pero no era suficiente. Supongo que habrá sospechado que había un hombre detrás de eso, pero la naturaleza complaciente de mi hermano no se manifestó en celos sino en una preocupación por mi felicidad.
– Mientras estés bien… -me decía, y yo le aseguraba que nunca había estado mejor.
Pedro me enseñó a perderles miedo a los hombres. Me llevó de la mano por caminos que yo creía oscuros pero que a su lado se inundaban de luz. El sexo me pareció maravilloso. Nada tenía que ver con las fantasías monstruosas tejidas durante mis veinte años de vida, en los que creí que los hombres estaban predestinados a causar dolor. Con Pedro fue diferente. Me hizo llegar hasta el cielo con sus caricias, y sentirme la mujer más feliz del mundo. Entonces, pasó lo que no estaba en mis cálculos: me enamoré. Enamorarse significa ni más ni menos que trastocar las reglas de cualquier juego. En mi caso, perdí el control de la situación, olvidé cuáles habían sido los motivos originales de mi conquista, la razón por la que me había acercado a Pedro. Me importaban un rábano los estudios, Felipe y sus sueños. Quería estar con Pedro. Vivir para él.
Durante el año y medio que duró aquello, todo en mi vida pareció marchitarse sin que me diera cuenta. Perdí dos exámenes y me atrasé considerablemente en mi carrera. Me alejé de mi grupo de compañeras y ya no me interesó su envidia ni su admiración. Lo peor fue el vacío que le hice a Felipe. Lo tenía como un proveedor de caprichos, nada más. Ni siquiera me molestaba en contestarle cuando preguntaba si volvería a dormir. Ahí estaba siempre a mi regreso, sin reproches, tan sólo una expresión preocupada que se disolvía apenas yo volvía a casa. Pero nunca dijo nada. Hasta que me vio llorar.
– Es casado, Felipe.
– Lo mato -contestó con esa simplicidad que tiene para ver las cosas.
Me abrazó con su fuerza de marinero y ahí me quedé medio aturdida por un dolor inaguantable. Creí que era el dolor de un amor desencantado, pero no. Era la comprobación de aquello con lo que había crecido. "Los hombres siempre te abandonan", fue la lección suprema de mi pobre madre. Lloraba también porque me sentía una estúpida, porque la autoestima exaltada durante aquel año y medio se me venía al piso en un estruendo humillante.
Pedro intentó continuar la relación. De algún modo, me quería, pero para mí no era suficiente. Me parecía que devaluaba mis sentimientos si aceptaba aquella posición suplente en su vida. No me cuestioné el asunto de que estuviera casado. Me hubiera resultado moralmente aceptable que la relación siguiera su curso si Pedro hubiese tenido el valor de decidir entre las dos. Siempre he creído que la moral está legitimada por la pureza de los sentimientos, y mi amor por Pedro era genuino, pero él pretendía mantener simultáneamente la estabilidad de su matrimonio y la pasión de nuestros encuentros. Eso sí me pareció una inmoralidad.