XIII

Es curioso. Siempre he tenido la sensación de que mi vida va en círculos, pero círculos desordenados que se meten unos en otros, enlazados, a veces concéntricos, otras casi coincidentes. No puedo definirlo con exactitud. Cada movimiento, cada transformación de uno altera los otros o genera nuevos. Con lo de Felipe, sucedió de ese modo. El círculo protector en el que me tenía se agrandó para contenerlo a él, a mi hermano, metido en otro círculo más pequeño, más frágil. Y entonces se revirtió nuestra sociedad fraternal. No en todo, por supuesto. Felipe seguía necesitando de aquella omnipotencia para mantener el funcionamiento de la casa, para que a mí no me faltara nada. Me pareció una grosería privarlo del motor de su vida, así que le seguí el juego. Pero esta vez el cambio estaba en mí.

Hasta ese entonces había jugado a ser lo que deseaba, pero ahora entendía que debía desprenderme de la niña mimada, la princesa pobre. Tomó tiempo y dolor. Seguí lastimándome, perdí la huella, sucumbí al mareo del halago fácil. Todo eso me pasó cuando elegí transitar el sufrimiento de romper con la fantasía en la que había vivido hasta ese momento. Las revelaciones de Felipe me dieron ganas de cambiar las cosas de un día para el otro. Caí en el error de dejarme dominar por la ansiedad que da la culpa. Mi hermano nunca pidió nada; siguió trabajando de cualquier cosa, comiendo en cualquier parte y llenando el florero como lo había hecho cada día de nuestra convivencia.

El título demoró unos meses que aproveché para buscar trabajo en algún estudio jurídico. Empecé con pretensiones altísimas Cambié mi vestuario y dejé los pantalones ajustados y las blusas con escote para la noche. En su lugar, me hice confeccionar un par de trajecitos con un corte bastante sobrio y el toque sensual de la falda apenas por encima de rodilla. Uno color borra de vino y el otro azul con rayitas blancas. Tenía zapatos de taco alto pero tuve que comprar un pequeño portafolios que me parecía el accesorio imprescindible además de un par de pañuelos para el cuello y alguna fantasía barata. También me corté el pelo por encima de los hombros y agregué el toque de unos reflejos que me daban un poco de luz al rostro. Felipe soportó el aluvión de gastos con la misma firmeza de siempre, como si pudiera costearlos sin el menor esfuerzo. Esta vez, sin embargo, juré devolverle cada peso y guardé las boletas en el cajón de mi mesa de luz. Cuando tuve el ajuar listo, me paré frente al espejo y me gusté. Tenía aspecto de escribana; podía salir al mundo a buscar el lugar por el que mi madre y mi hermano tanto se habían sacrificado.

Hubo domingos enteros en los que Felipe y yo nos pasamos revisando los clasificados del diario, preparando mi magro currículo y llenando solicitudes de empleo. Terminábamos agotados, pero la ilusión alcanzaba para renovarnos la energía. Felipe me ofreció una placa de bronce que nunca pudo mandar hacer porque el administrador del edificio le advirtió que estaba prohibido instalarla en la puerta de calle, esgrimió razones de seguridad, que una chapa era un llamador para ladrones y otras cuestiones que apenas lo salvaron de que Felipe lo moliera a golpes. Tuvo que contentarse con unas tarjetas de presentación y una lapicera con mis iniciales.

Después de haber tocado varias puertas, finalmente se abrió una, cuando ya empezaban a ganarme los nervios y las chapitas de los tacos pedían recambio. Entré a trabajar en un estudio con dos abogados, una contadora y una escribana vieja de la que yo venía a ser ayudante, secretaria, dama de compañía y, en casos extremos, empleada doméstica. ¡Al diablo con mis pretensiones! Por años había soñado con tener el título colgado de la pared, como si aquello fuera el toque mágico que me convertiría automáticamente en una profesional de renombre. Nadie me advirtió jamás acerca de la empinada escalera que debía ascender. Tuve que abrir caminos que a otros se les hacían más fáciles. No tenía familiares que se hubieran dedicado a lo mismo. Lo poco que conocía de mi árbol genealógico estaba poblado por oficios que requerían escasa preparación; era la primera en la familia que accedía a un título universitario. Es curioso, pero no me dio el menor orgullo, sino más bien una tristeza honda. Algunos de mis compañeros partían de varios peldaños más arriba con el único mérito de ser hijo de tal o nieto de cual. Tuve un nuevo atisbo de resentimiento hacia mamá. No pude quitarme esa sensación fea ni siquiera diciéndome a gritos que ella no tenía culpa de nada.

Felipe me hablaba poco, pero yo buscaba la forma de pelearlo por cualquier tontería. Quería que se diera cuenta de que no había estudiado tanto para servirle el té a una vieja o ir a la veterinaria a comprarle un remedio al perro. Porque eso hacía entre juzgado y registro. Y me sentía morir, pero Felipe no podía evaluar aquella frustración; para él, la meta estaba lograda: la hermana escribana trabajaba en un estudio. ¿Qué más necesitaba para pavonearse entre sus amigos del cementerio?

Por aquellos días pensé mucho en Viola y en Maciel. Las imaginé estudiando en alguna universidad del extranjero, comprando ropa cara, casadas con algún millonario, eligiendo trabajar de lo que quisieran, con sus oficinas puestas a todo lujo. Me pareció que necesariamente tendrían que ser felices. No cabía otra posibilidad en mi cabeza cuando pensaba en ellas. Tenían todo lo que yo anhelaba; siempre lo habían tenido, y yo me alimenté por años de sus sobras. A veces, maldecía el día en que llegamos a lo de los Pereira. Pensaba que hubiera sido mejor una vida más acorde a nuestra realidad, y no esa existencia prestada en la cual nos movimos solamente para tomarle el gusto y observar de lejos.

Apenas puedo esperar el día de mañana. Volver a encontrarme con Maciel. Saber qué ha sido de su vida. Preguntarle por Viola y Dolores, por la señora Etelvina. Solamente para saber, para sufrir un poco cuando me cuente y yo haga las comparaciones inevitables. Siempre he sido masoquista. Los envidiosos somos así. Y yo soy envidiosa. Hace años que lo reconozco sin que me pese. Envidio hasta enfermarme de envidia, hasta desear mala suerte cuando veo que a otros les va mejor. Al principio, me negaba a aceptarlo, pero era demasiado veneno. La envidia es veneno puro, por si alguien no lo sabe. No estoy segura de que lastime a otros. Nadie se empobreció ni dejó de vestirse bien porque yo lo envidiara. De lo que sí estoy segura es de que a mí me destruye por dentro. Pero con Maciel, será distinto, creo. Siempre me cayó bien, fue buena conmigo; mejor que Viola, al menos. Un poco antipática, a veces, pero nos quería. A mamá, sobre todo.

Quizá fue envidia lo que vino a condimentar mis ambiciones. Para mal, por supuesto ese sentimiento no da buenos engendros. Me lancé hecha una cualquier cosa a la caza de un hombre que pudiera terminar de una buena vez con mi existencia mediocre. No tuve que esforzarme mucho para conseguir candidatos. Toda yo estaba en oferta. Demasiado barata, creo. Por eso, muchos contactos se limitaron a salidas nocturnas, cama casi siempre incluida, algún llamado esporádico y la inevitable disolución en el tiempo de lo que está condenado a ser un poco más que nada. Si algo bueno saco de aquella época, es el conocimiento de los secretos masculinos. Tuve todo el tiempo y todas las experiencias para observar el comportamiento a veces inexplicable de los hombres con los que salía. Entendí por qué algunos hablaban poco, incluso mientras hacían el amor; por qué ese miedo a la palabra. Yo podía decirles "te amo" con la mayor soltura, prometerles paraísos imposibles, seducirlos con la música de mi voz susurrada al oído. Algunos también mentían, pero yo percibía, incluso en aquellas promesas falsas, que les costaba poner en palabras los sentimientos, aferrarse a declaraciones que exigían un cumplimiento, la mayoría de las veces, más allá de sus posibilidades.

Aprendí a reconocerlos con una primera mirada o viendo los modales en la mesa. Para mí era más elocuente la forma en que tomaban los cubiertos o descorchaban el vino que todos los discursos con los que pretendían deslumbrarme. Miraba las manos. Las manos dicen bastante. También engañan. Unas manos demasiado cuidadas, por ejemplo, me hacían nacer la idea de un niño mimado en busca de otra madre. Tampoco me gustaban las ásperas, las uñas desprolijas o los anillos. Los anillos eran, casi siempre, una condición excluyente. Salvo la alianza de bodas, claro. No tenía más remedio que pasar por alto esa molesta argollita. No podía pretender encontrar al hombre perfecto: lindo, millonario y soltero. Tanta perfección me habría despertado una natural desconfianza. Prestaba mucha atención a los zapatos. Era lo primero que miraba. Sé que no soy la única mujer que lo hace. Los hombres ignoran cuánto dice de ellos un par de zapatos bien lustrados. Prefería estos últimos, me daban seguridad. Pero, en mi maratón sin destino cierto, tuve varias veces que aceptar mocasines roñosos, cordones desflecados o cueros opacos que jamás habían visto betún. Me ponía de mal humor. Aprendí también a no dejarme llevar por la primera impresión. Un hombre que viste un traje impecable, al volante de un auto espectacular, puede ser un gran ejecutivo o su chofer. Digo esto con propiedad, porque sufrí el desengaño en carne propia y sé que no hay diferencia entre ambos a primera vista.

Uno de los abogados del estudio fue el primero de esta larga serie de frustraciones. Dadas mis intenciones y su disponibilidad, todo hacía suponer que terminaríamos tomando champán al amanecer. No sé quién conquistó a quién. Tampoco nos importó. El dejó claro al principio que aquella relación no afectaría en nada el trabajo. Estuve de acuerdo, aunque ambos sabíamos de sobra que es imposible ignorar una pasión, aun cuando ya se ha extinguido. Pero jugamos a intentar. Jugamos a divertirnos, eso fue todo. Yo aposté más fuerte, por supuesto. Mis intenciones iban más allá de las de él. No estaba enamorada ni pretendía fingirlo. Por otra parte, tampoco él me lo pedía. Creo que no le interesaba en absoluto. Una relación sentimental hubiera sido más difícil de manejar. En cambio, aquello era puro placer, en cualquier parte y a cualquier hora. No había más compromiso que estar de buen humor. Hablábamos de casi todo, pero no hablábamos realmente de nada que fuera más allá del velo superficial que cubre todas las cosas.


Me contaba de su mujer, de su hija pequeña Yo lo escuchaba con paciencia y algo de curiosidad, apoyada mi cabeza sobre su hombro, los dos tendidos en cualquier cama, fumando. Varias veces le pregunté por qué lo hacía. Me decía que yo le gustaba, que le gustaba mucho. No logré sacarlo de ahí. En aquella tibia expresión quedaba reducido todo su interés, mí no me alcanzaba. Mantuve aquello hasta que me pareció una pérdida de tiempo. Fueron cuatro o cinco meses divertidos, nada más. Le dije una noche que era la última vez. Insistió un poco, lo políticamente necesario. Después me aseguró que entendía, que le parecía bien, que todo quedaba igual, amigos. "No", lo corregí, "tú seguís siendo mi jefe". Hicimos el amor como dos cachorros, sin exigencias, incluso con alivio. Al otro día, nos saludamos con cortesía y no guardamos de aquellos meses más que la mínima complicidad de compartir un secreto.

No podía darme el lujo de esperar. Quería un cambio inmediato, retribuirle a Felipe tantos años de sacrificio, vivir finalmente la vida que creía merecer. Seguí metiendo la pata una y otra vez en el mismo lugar, sin detenerme a pensar por qué una mujer de casi treinta años no podía establecer una relación duradera. Aprendí eso después; debí poner el freno y parar la máquina para ordenar el pensamiento. Incluso mis estrategias de seducción habrían sido más efectivas. Pero estaba mareada, confundida por la ansiedad de querer todo en el momento. ¿Y qué quería? Jamás apunté al equilibrio, sino a cuestiones materiales que me aproximaban a la clase de persona que pretendía ser. Jamás me tuve la fe necesaria para salir adelante por mis méritos. Por eso fracasé tantas veces, creo. Me equivoqué en las metas y no reparé en cuánto dolor podían causar los medios para alcanzarlas.

Un cliente del estudio fue el siguiente, pero tampoco duró mucho. Ése sí que se tomaba las cosas en serio. Quería formalizar. Me asustó la expectativa que me daba su forma machista de ver la vida. Me vi enclaustrada en una casa, criando hijos, con ruleros y chancletas, haciendo de una cena caliente la máxima ilusión del día. Salí huyendo después de unas semanas. El pobre quedó perplejo. Siguió llamando al estudio y a casa hasta que Felipe lo amenazó. Mi hermano me pidió que me tranquilizara un poco. Le dije que todo estaba bien, que le agradecía su apoyo, pero que no necesitaba consejos. Se ofendió, pero le duró lo poco de siempre.

No sé con cuántos hombres salí durante los años que trabajé en el estudio. ¿Veinte? ¿Treinta? Quizá más. Con ninguno logré encastrar las piezas de mi rompecabezas. A cada uno le faltaba algo imprescindible que me hacía terminar la relación. Otras veces, eran ellos los que se asustaban y salían huyendo con cualquier excusa. Nunca les hice una escena. Comprendía su miedo. Siempre he sido honesta con mis intenciones, y yo sabía de sobra que poco tenían que ver con un amor de Romeo y Julieta. Lo mío podía llamarse oportunismo, ambición, necesidad. Nunca me mentí al respecto. Es que tampoco ahondé demasiado en las circunstancias que me llevaban a comportarme así. Hubiera podido comprender mejor la razón que movía mis acciones, perdonarme algo a la hora de los juicios y, quizás, evitarme el desgaste físico y moral al que esa cabalgata desenfrenada me estaba conduciendo.

Hace dos años, la vida me pegó un vuelco brusco, una de esas vueltas impredecibles, fantásticas. Sancho Pereira vino al estudio por uno papeles. No me reconoció, por supuesto. Ni siquiera creo que alguna vez hubiera reparado mí. Tuve un primer impulso de decirle quién era, pero me contuvo una súbita vergüenza de un pasado que quería enterrar a toda costa. Nadie en el estudio sabía que yo era la hija de una sirvienta. Nadie preguntó y yo no quise aclararlo. Lo hubiera reconocido hasta en el fin del mundo. No había cambiado demasiado. Tenía la piel tostada, como siempre, y el cabello gris. Calculé la distancia en años que nos separaba y no me resultó escandalosa; había salido con tipos mayores, así que no iba a asustarme por eso. Lo miré mientras hablaba con la contadora. Busqué sus botas embarradas, pero encontré unos espléndidos zapatos lustrados en los que hubiera podido reflejarme. Creo que ésa fue la señal determinante, como un buen augurio, el empujón de audacia que estaba necesitando.

Recuerdo que fui al baño. Me perfumé, abrí dos botones de mi blusa y levanté unos centímetros el largo de la falda. Crucé y descrucé varias veces las piernas sentada en el inodoro, fumando un cigarrillo para consumir los nervios. Me daba cuenta de que estaba a punto de hacer una jugada arriesgadísima. Apagué el cigarrillo en la humedad del lavatorio y abrí la pequeña ventana. Me tomó unos minutos reponerme. Cuando salí, Sancho ya no estaba. Sonreí. Era demasiado loco, pensé, mejor así. La idea, sin embargo, permaneció en mi mente por días. Tuve el tiempo para meditar y no me pareció tan descabellado. Cuando lo vi entrar, una semana después, ya tenía mi arsenal listo para disparar las mejores armas de seducción, y los prejuicios guardados bajo siete llaves.

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