Apenas se fue el señor, la casa adquirió el ritmo alegre del desorden. Verdad era que perturbaba bastante con sus idas y venidas repentinas, aquel despotismo -vestigio de una pretendida aristocracia- y el desconcierto anímico que dejaba flotando cuando desaparecía sin siquiera despedirse de las hijas. A mí me hizo falta, pero no lo comenté con nadie. Dolores, en cambio, parecía una adolescente. Modernizó el estilo de su ropa, se volvió más informal y se cortó el pelo à la garçonne. Todo le quedaba bien. A decir verdad, entre lo del pelo y la ropa, Dolores rejuveneció y supongo que se convenció de ello porque se volvió más inmadura que nunca. Cuando las hijas fueron a buscar a la madre para transitar el dolor de la pérdida, se encontraron con una chica bastante parecida a ellas, igualmente desorientada pero dispuesta a disfrutar al máximo su reciente soltería.
Después vino su viaje a Inglaterra, el punto máximo del divague en el que vivía. Recuerdo, sin embargo, que me resultó fascinante lo del título nobiliario. De hecho, la señora se parecía a las princesas de los cuentos que yo devoraba por las noches cuando niña, ajena a los rezongos de mamá. "La noche es para dormir, Airam. Los pobres tenemos que descansar porque el cuerpo no aguanta." Los pobres, los pobres… Lo decía como si se tratara de un virus metido en la sangre, una enfermedad congénita de la que no había cura ni escape. Yo odiaba esas palabras en su boca porque en su boca eran verdad para mí. Me resistía a creer que estaba condenada a mirar la vida desde abajo.
Empecé a tener una sensación ambivalente hacia mi madre, un matiz de resentimiento que me negaba a reconocer. Tampoco entendía bien de qué iban esas emociones nuevas que se despertaban junto con mi adolescencia. Volvía del colegio mareada por el mundo rico y me daba contra la realidad de mi pobre habitación junto a la cocina. Mamá nunca pudo entender esto. Estaba contenta de verme con un uniforme bonito, igual al de las gemelas, hablando inglés mejor que ellas y recibiendo felicitaciones de maestras y profesoras. Qué pena que nunca la llamaron para contarle de mi tristeza, de la soledad en la que vivía, sin una amiga, sin jugar ni correr en los recreos. Rendía al máximo, obtenía las mejores notas, era la primera, ganaba medallas y llevaba la bandera en los actos. Mamá se henchía de orgullo cuando iba a verme con aquel vestido comprado para Franco Palma, su único vestido de fiesta, siempre el mismo.
Yo confundía aquellos breves momentos de gloria con algo parecido a la felicidad: la hija de la sirvienta pasaba por encima de las señoritas. Era el regalo que hacía a mi madre, la forma de agradecerle el sacrificio y la promesa de un futuro mejor. Pero era también una frágil pantalla detrás de la cual escondía mi sensación de no pertenecer a ninguna parte. Aquella efímera felicidad se desvanecía en cuanto veía a las otras marchar en grupos, planear idas al cine y, más adelante, incursionar en el remolino de los primeros amores. A todo eso yo permanecía ajena; jamás me permitieron entrar. Podía ser la mejor, pasarlas en todo y llevarme los premios, pero no pertenecía a su mundo y me lo recordaban con una crueldad educada, un desprecio disfrazado de indiferencia.
Mamá no estaba preparada para comprender sutilezas. Para ella eran todas buenas. "Lindas tus amigas, Airam", me decía, "¿no querés invitar alguna a casa?". Y yo pensaba de qué casa me estaba hablando. Mi casa era un cuarto, nada más. Me daba vergüenza que vieran cómo vivía. No me alcanzaba el sermón moral de la honradez de los pobres y la riqueza de los valores espirituales. Podía entenderlo, claro, pero llegado el momento, me daba vergüenza. Incluso llegué a avergonzarme de mi madre y a llenarme de culpa por eso. Ahora me parece lógico que una jovencita tuviera esas sensaciones encontradas; ahora me perdono con más facilidad. Pero, entonces, me sentía la peor. Y no podía evitarlo. Le decía a mamá que no fuera a buscarme, no le pasaba las invitaciones a las reuniones de padres, le acomodaba hasta el último detalle del peinado y la ropa cuando se empecinaba en venir conmigo. La pobre se habrá dado cuenta, supongo, aunque nunca me lo dijo. Pero sí, se dio cuenta porque un buen día dejó de ir.
La señora viajó a Londres para tramitar su título nobiliario. Estaba encantada; tanto que terminó alegrándose de que la circunstancia del divorcio hubiera favorecido esta nueva posición. Lo de lady le caía bien. Había nacido para ello. No entendía cómo no se le había ocurrido antes. Y Europa, tantas veces visitada en maratones de compras y desfiles, se le abría ahora como un gran museo. Dolores descubrió que también había otras cosas para conocer y preparó itinerarios agotadores que la llevaban de conciertos a exposiciones y de tertulias a galerías de arte. Cualquiera hubiera aprovechado ese baño de cultura para darse un buen barniz, pero Dolores estaba preocupada en otras cosas. La cuestión estaba a años luz del intelecto. Se trataba de hacerse ver y pasar por entendida, lo que, por otra parte, era exigencia para el otorgamiento del título. Estaba feliz codeándose con la crema, arrastrando su mal inglés por cuanto palacete encontraba y esforzándose por hacerse un lugar en ese mundo al cual, no dudaba, pertenecía. Y sucedió lo que a nadie tomó de sorpresa: llamó una noche para avisar que había decidido quedarse un poco más y que no la esperáramos hasta la primavera. No dijo de qué año e hizo bien porque no volvió más que para efímeras visitas de Navidad.
Mamá se las arregló como pudo los primeros tiempos, pero la enfermedad le venía mordiendo sus últimas fuerzas y saltaba a la vista que cualquier mínima tarea la desbordaba. Había llegado más allá de sus posibilidades. Aun así no se daba por vencida y se levantaba a las seis, como siempre desde que tenía memoria, sacudiéndose los dolores con insultos que murmuraba mientras a mí me consumía la tristeza de saber que se me estaba yendo. Cuando fue evidente que lo de la señora iba a tomar mucho tiempo, mamá se tragó el orgullo y pidió ayuda. El señor volvió de la estancia una semana después. Creo que se sorprendió más de ver la miseria en la que se había convertido mi madre que de saber que su antigua esposa había abandonado el hogar. Fue la única vez que yo recuerde que le dirigió la palabra con una cierta ternura
– Está muy delgada, Felicia, ¿qué le anda pasando?
Mamá contestó con una sonrisa triste, silencio respetuoso que el señor seguramente interpretó como la estupidez de los pobres.
– ¿No está comiendo bien o son éstas que la enloquecen? -preguntó sin interesarse por la respuesta y miró a Viola tendida en el sofá, enchufada a sus auriculares como una autista-. Si la madre la ve echada ahí, se muere -dijo en una carcajada que a mamá disipó de toda duda: al señor le importaba un rábano que Dolores se hubiera ido. Volvió a sonreír por cumplido y esta vez el señor habrá tenido la certeza de que mamá era una retardada o algo así. Él hacía cinco minutos que estaba en la casa y ya parecía sentir la asfixia trepándole por la garganta.
– Entonces, Felicia, la cosa se le complicó, ¿no? Ya veo. No tiene que explicarme nada. Conozco de sobra a la loca de mi mujer -alzó la mirada como quien reza y se corrigió-. Mi ex mujer.
Mamá le señaló a Viola con un movimiento de los ojos, pero al señor no pareció importarle. Mamá no podía entender cómo hablaba así de la madre de sus hijas y delante de ellas. Creció repitiendo aquello del respeto a los padres y nos crió en esa convicción. Jamás le oí un insulto, un reproche hacia mi padre. Hubo veces en que me hubiera gustado que se sacara las ganas, que dejara salir la rabia que le inundaba la mirada de odio y también de amor. Hablaba muy poco de él; lo suficiente para que Felipe y yo tuviéramos la certeza de no haber nacido de un huevo. Quizás el silencio fuera una forma de castigarlo, sumirlo en un limbo, una nebulosa donde su imagen apenas se dibujaba.
– Usted dirá qué precisa. Dinero no falta, supongo.
Mamá le explicó que la superaba el asunto de la administración de la casa, las cuentas, los gastos de las gemelas, que necesitaba una mano porque no podía con todo, que la limpieza no le daba problemas, que la mucama nueva era lenta pero bien dispuesta, que el problema era que ella era una burra para los números, que la señora le daba instrucciones por teléfono pero que a veces no entendía, que era por burra, por burra y nada más. El señor pareció aliviado; esperaba una avalancha de reclamos se encontró con la resignación de mi madre que apenas pedía una mínima colaboración. Fue hasta el cristalero y se sirvió una copa de licor. Yo observaba desde la cocina y me pareció más buen mozo que antes. Mamá había quedado en silencio, con la mirada puesta en el barro de las huellas sobre la alfombra.
– Eso no es problema, mujer. Yo se lo soluciono en dos patadas -se tomó el licor de una vez, le rascó la cabeza a Viola, que contestó con una suerte de mugido, y volvió sobre sus pasos embarrados. Antes de cerrar la puerta, dijo:
– Mañana está todo arreglado. Déjemelo a mí.
El señor cumplió con su palabra y, efectivamente, al otro día ya estaba todo arreglado, o desarreglado, según como se mire. Etelvina Juárez de Pereira O. hizo su entrada triunfal y de inmediato pidió que el té estuviera servido a la cinco y cinco. "Ja! con esos ingleses, yo tomo el té cuando quiero", repetía a sus amigas de los domingos, una cita de canasta a la que ninguna dama que se preciara de alcurnia faltaba. Desembarcó con un pequeño bolso de cuero rosado, tan suave que me avergoncé de la aspereza de mis manos. "¿Te gusta?", me preguntó con una cierta ironía. "Es de cochinito recién nacido." Me pareció una monstruosidad y la distinguida señora se transformó al instante en una vieja bruja.
Como de costumbre, mamá no había sido advertida de este cambio en la casa, pero no se ofendió. Las fuerzas apenas le daban para lo suyo y ya se había acostumbrado a ser un objeto invisible a la consideración de los señores. Recibió a doña Etelvina con su habitual humildad y se puso a su disposición. Yo la observaba desde lo alto de la escalera, hasta donde había arrastrado el endiablado bolso tratando de tocarlo lo menos posible. Mamá parecía pequeña al lado de aquella mujer envuelta en pieles y con un peinado armado que le agregaba algunos centímetros. Pero no era cuestión de estatura. Lo que en aquel momento sentí fue la pequeñez existencial de mi madre, una dimensión a la que ella voluntariamente se reducía, como si no mereciera destinos mayores. Mamá se pulverizaba frente a los patrones, se hacía felpudo, trapo para que dispusieran de ella. Había perdido bastante de su orgullo en tantos años de sacrificio y yo no podía perdonárselo porque era mi madre, lo que yo más amaba; necesitaba su referencia y su referencia me hacía sentir inferior. Necesitaba un espejo que me devolviera una imagen fuerte. En cambio, tenía aquella resignación a ser siempre menos y me dolía. Me dolía porque yo había probado otras mieles y me había endulzado las ilusiones, tanto que hasta pensé que podía haber esperanza. Entonces, sentí que mi madre, con todo su amor, con su entrega y aquella abnegación que ponía en cada segundo, mi pobre madre, mi amada madre, conspiraba contra mí.
Doña Etelvina tomó posesión de su cargo con una energía impensable para sus setenta y tantos años. Maciel me contó que había enviudado tres veces, qué no tenía hijos porque detestaba a los niños, que el último marido, tío abuelo de ellas, le había dejado más dinero que el que podría gastar, que declaraba diez años menos y, en efecto, los aparentaba; era jugadora empedernida y fumaba habanos.
– Una vieja de mierda -dijo Viola perdida en la nube de humo que acababa de exhalar.
– Mientras no se meta, da igual -contestó Maciel, aunque no dialogaban, nunca dialogaban, más bien parecían hablar a un tercero invisible y comunicarse a través de él-. Seguro que papá le dio carta blanca para que hiciera lo que…
Miré a Maciel con ojos desesperados.
– No, no creo que las vaya a echar. ¿Dónde vamos a encontrar a otra como tu madre? ¿Vos te pensás que papá no sabe eso, eh? Que puede mandarse a mudar tranquilo, olvidarse de todo, joder por ahí como si tuviera veinte años… No, Airam, eso no. Y si quisiera echarlas, algo se nos va a ocurrir, no te preocupes.
Doña Etelvina hizo anunciar la cena para las ocho y tres minutos. Las gemelas se rieron a carcajadas y mamá intentó explicarles que mejor no contrariar a la señora, que era mayor y todas esas cosas que en el fondo ocultaban sus miedos. Después corrió a preparar la comida y se percató de que no había recibido instrucciones acerca del menú. Encontró a doña Etelvina dando indicaciones por teléfono para que le hicieran llegar lo más pronto posible el resto de la ropa. Mamá se detuvo en seco y no se movió hasta que la señora terminó de hablar.
– Lo que quiera, lo que quiera -dijo displicentemente moviendo las manos como si espantara moscas-. ¿Les avisó la hora? Bien. ¿Cuándo es su día libre?
– No tengo, señora.
– Pero, ¡cómo! ¿Cuándo descansa?
Mamá hubiera deseado contestarle que de noche, pero temió que sonara a burla. Desde la partida de Dolores, no había podido tomarse ni un domingo libre. Se limitó a sonreír como hacía siempre que no tenía respuesta.
– El jueves, ¿le parece bien?
Mamá mantuvo la sonrisa y arqueó levemente las cejas en una pregunta.
– Si le queda bien para tomarse el jueves, digo.
– Sí, señora, pero las gemelas…
– No se preocupe por las gemelas, a ésas me las encargó muy bien el padre. Quedamos en el jueves, entonces -tomó nota en una pequeña libreta-. Y agregó:
– Vamos a hacer algunos cambios…
Mamá sintió ese temblor que precede a los terremotos subiéndole desde la planta de los pies. Se mantuvo todo lo firme que pudo mientras doña Etelvina, ajena a la angustia de la otra, se daba todo el tiempo del mundo para anotar, borrar y volver anotar. Por fin, levantó la cabeza.
– El sábado…
– ¿Señora?
– ¿Qué hacen las gemelas el sábado?
– Están poco en la casa, señora, sobre todo Viola. Maciel pasa mucho tiempo en su cuarto, pero Viola sale casi siempre y vuelve tarde o… -bajó la cabeza.
– O no vuelve -completó doña Etelvina impaciente ante la pacatería de mi madre que parecía despertar a la vida-. ¡Perfecto! Entonces el sábado, todos los sábados, me refiero, usted y su hija se van a mi casa después del té. Tengo una señora encantadora que está conmigo desde hace años, Berta se llama. Berta les indicará qué hacer.
A mí madre se le transparentó la sorpresa en el rostro.
– Planchar, ajustar botones, lo que sea, algo habrá -volvió a su libretita-. Entonces, bien, eso ya está. ¡Ah! el domingo la necesito aquí temprano. Después del almuerzo recibo gente, todos los domingos. No se preocupe por la comida, eso ya está solucionado, pero habrá que limpiar un poco, arreglar las mesas, ¡las mesas! -volvió a su libreta y anotó algo-. Le decía, servir, en fin, no somos más de veinte, ¿podrá sola?
– Claro, señora, usted me explica y…
– Perfecto, Felicidad.
Mamá tuvo vergüenza de corregirla, asintió y quedó perpleja, pensando qué estúpido nombre le había tocado en mala suerte.
A las ocho y tres estuvo la cena servida; doña Etelvina, a la cabecera, y mamá, que temblaba de pie, a su lado, como una momia absurda. Las gemelas, por supuesto, ni siquiera habían reparado en la hora. Dolores nunca se preocupó por inculcarles hábitos y el asunto de comer todos juntos no era más que una cursilería que molestaba bastante en el momento de preparar la agenda personal. De modo pues que doña Etelvina hizo señas para que mamá sirviera y cenó, impávida, permitiéndose incluso algún tibio comentario favorable con respecto al punto de la pasta, que mamá recibió como una condecoración.
– Vaya y dígales a esas insolentes que acaban de perder la mitad de la mensualidad -pidió mientras se limpiaba los labios con unos toquecitos suaves de la servilleta-. ¡Ah! Y dígales también que mañana las espero a las nueve menos siete para desayunar.
Viola escupió cuanta mala palabra sabía e incluso inventó alguna que venía a acomodarse al odio que le despertaba aquella mujer metida en la casa como un cáncer en expansión. Maciel rasgó el papel plateado de un alfajor. A cada mordisco le crecía una tristeza inexplicable, un vacío de afectos que ni siquiera la comida podía llenar.
Felipe desapareció por varios meses sin dejar más huella que una carta en la que explicaba que se había enrolado en la tripulación de un pesquero y que no volvería hasta el otoño. Mamá sufrió estoicamente la pérdida del único hombre que le había sido fiel y se limitó a esperar como había hecho siempre.
– Ojalá le den bien de comer -decía como todo anhelo.
– Ojalá gane mucha plata -respondía yo.
– Déjate de pensar en la plata, Airam. Siempre con lo mismo.
– ¿Y a vos no te gustaría vivir mejor?
– Cuando llegamos a esta casa, no teníamos ni para comer.
– Y con eso qué.
– ¿Te ha faltado algo? Tenés techo, comida, una educación que ni en sueños… Decime, ¿qué te falta?
Se ensombreció de pronto. Yo lo noté, pero no tuve piedad.
– Y vos, mamá, ¿te gusta lo que haces? ¿Pensás pasar el resto de tu vida limpiando?
– Es mi trabajo; si te da vergüenza…
– No es que me dé vergüenza, es que no entiendo cómo no te vienen ganas de vivir de otra manera. ¿O no los ves a éstos?
– Te digo que no sé a quién salís. A veces me asustás, Airam. ¿Vas a pretender ser como ellos?
– ¿Y por qué no?
– Porque nosotros somos pobres, pobres, ¿querés que te lo repita?
– ¡Vos serás pobre! -le grité-. Y si te gusta ser sirvienta, allá vos; pero yo quiero otra vida.
Cada vez que recuerdo esa discusión, quisiera volver el tiempo atrás para ahorrarle a mi madre el sufrimiento que esa tarde le causé. Quizá dentro de unos años, algún hijo mío me enfrente de ese modo a sus reclamos y ese día, espero tener la sabiduría necesaria para entender que no será crueldad, sino puro miedo.
Durante aquellos meses no tuvimos noticias de mi hermano. Mamá no pudo permitirse un segundo de desesperación porque todavía nos rondaba el fantasma del despido; así que se tragaba la angustia por el hijo desaparecido y se esforzaba en rendir por dos. Parecía una burra de carga, mi madre, y yo confundí su entrega con bruteza pura y simple. Me daban vergüenza sus uñas carcomidas, con una débil línea oscura bordeando la cutícula como una marca crónica de que nunca iba a salir de sirvienta. Me daba vergüenza el olor a hipoclorito que despedía su piel, tan distinto de los perfumes que me había acostumbrado a oler en otras partes. Me daba vergüenza su único vestido, que ya llevaba el signo de los años en la tela descolorida, y los zapatos horribles que apenas contenían sus pies hinchados. Me daba vergüenza que dijera haiga y ajuera, pero no tuve agallas para corregirla. Me daba vergüenza mi madre, lo confieso, aunque nunca dejé de quererla. De algún modo, que entonces no podía explicarme, veía a mamá como el ancla a un pasado miserable del que quería desprenderme a toda costa. Eso era ella, un recordatorio de mis orígenes y, lo peor, una muestra viviente de lo que podía llegar a ser mi futuro. Si hubiera podido poner en palabras lo que sentía… Pero era una adolescente, iba a los tumbos guiada por la torpe soberbia del que cree que todo lo sabe. No hablé y lo lamento.
Fue en mayo. Antes de que amaneciera. Recuerdo ese detalle porque fue la primera noche que pasé sin dormir y me impresionó el color del cielo, rosado, un rosado intenso que no tienen los atardeceres. No se me cayó ni media lágrima. No grité. Tampoco sentí tristeza. Nada. Me convertí en un ente, una masa humana que cumplía trámites y hacía las diligencias necesarias. Hasta Viola se sorprendió con mi aparente frialdad.
Hacía tiempo que venía mal. Ella sabía que estaba enferma, pero no se permitió un minuto de reposo por miedo a perder el trabajo. Una inmolación innecesaria, casi un suicidio. Tampoco yo ayudé mucho, es cierto. Le dije un par de veces que viera a un médico; me prometió que lo haría y yo hice como que me había convencido, aunque sabía de sobra que no iba a distraer dinero ni tiempo en su salud. Debí haber insistido y no sé por qué no lo hice. Supongo que no concebía la posibilidad de que estuviera realmente enferma; ni mucho menos de que pudiera morir. Todo fue muy rápido y yo estaba metida en mis cosas, preocupada por ver cómo salirme de pobre. No le presté la atención debida, lo sé, pero no quiero cargarme también con esa culpa.
Dos días antes, no pudo levantarse a la seis, ni a las siete, ni a las once. No volvió a salir de la cama. Supe que se había terminado y me quedé prendida de su brazo aspirando el olor a lavandina. Maciel lloró largamente, comió como nunca, incluso más que cuando Dolores se fue. Viola habló de cosas que no podíamos descifrar, cuestiones del más allá, dimensiones con nombres extraños y mencionó a un hombre que se comunicaba con los muertos. No le prestamos atención. Nadie prestaba atención a nadie en aquella casa. Doña Etelvina bajó de su pedestal y me acarició el pelo varias veces durante el velorio. El señor llamó desde el campo. Según doña Etelvina, estaba muy afligido, pero no me envió el pésame ni una palabra de aliento. No creo que recordara que yo aún vivía allí. A Dolores ni siquiera le avisamos para no estropearle la fiesta.
Lo peor fue avisarle a Felipe. Sabía que mi hermano andaba perdido en alta mar, una inmensidad que se me volvía opresiva, quizá porque la asimilaba a la soledad en la que me había quedado. Estaba bloqueada. El entierro me había dado de cara con la realidad. Los entierros son cosa seria. No tuve conciencia de que no la vería más hasta que los hombres metieron el cajón en un nicho del que no pude ver el fondo. "Mamá", murmuré como llamándola. Ahí mismo me convertí en una niña desvalida y rememoré todos los temores de la infancia. Entonces me faltó ella para calmar la ansiedad del miedo; la mano agrietada, su olor a detergentes, la fuerza de leona que me transmitía sólo con estar. Tuve que volver a la realidad con un llanto que hasta entonces había contenido y que brotó a raudales arrastrando cualquier esperanza. Ahora veo que eran lágrimas complejas, las mías. No lloraba por una única razón. En ese milagro que transforma los sentimientos en agua, hay de todo, lo juro. Cuando el tiempo deja espacio para la reflexión, no cuesta mucho darse cuenta de que el llanto lava tristezas, pero también culpa, miedo, egoísmo. Sobre todo eso. Lloraba por ella, pero más lloraba por mí.
Doña Etelvina sugirió que fuera hasta la empresa naviera para que se pusieran en contacto con Felipe, aunque no le encontraba sentido a que le amargara la vida cuando ya nada podía hacer. Yo andaba como una zombi. Podía oír un murmullo a mi alrededor, pero no escuchaba. Las palabras rebotaban en mi interior y salían sin procesar, como si se tratara de un lenguaje desconocido. Quería desaparecer, meterme en alguna burbuja donde la realidad no me alcanzara. Dormir sin retorno para no tener que recomponer el dolor con cada despertar. Y, sin embargo, no pensaba en la muerte. Tenía demasiada energía, quizá la fuerza que da la ilusión del futuro, quizá un instinto vital poderoso, no sé. Una parte mía, muy animal, alentaba mi parte humana y le daba un sorprendente vigor del que yo misma no era consciente.
Maciel se apiadó de mí y se ofreció para ir conmigo al puerto. Buena persona, Maciel. ¿Cómo no voy a acompañarla mañana? Lo dejamos para la tarde porque doña Etelvina insistió en que debía descansar; ella misma me preparó un té con no sé qué yuyo. Supongo que ella también lo ignoraba porque me produjo una diarrea fenomenal. Me cuidaron. Cruzaron la frontera todo lo que su educación les permitió.
Estaba esperando a Maciel en la puerta cuando vi alejarse al vendedor de escobas. Nunca tanto como esa tarde me pareció un ser irreal, un espectro. Iba por la acera de enfrente, con el traje de siempre y el atado de escobas que no ofrecía. Lo seguí con la mirada hasta que se transformó en un punto, o desapareció, no pude determinarlo. Entonces me di cuenta de que, en el minuto o dos que había estado observándolo, yo también había quedado suspendida en el tiempo. Como en una tregua existencial, lo había olvidado todo; hasta la tristeza por mamá.
El taxi y Maciel aparecieron simultáneamente y me rescataron de la parálisis. Llegamos al puerto a eso de las cuatro. Me moví entre los contenedores como cualquiera que hubiese sido encomendado para un trámite vulgar, buscando la oficina entre decenas, todas parecidas, con Maciel muerta de miedo a mi lado. Ahora parecía ser ella quien necesitaba de mi protección. Hicimos el cambio de roles en forma espontánea, sin hablarnos. También eso es instinto de supervivencia. Entramos en dos lugares equivocados antes de dar con la Cosmopolitan. No se sorprendieron mucho ante la noticia. Parecían habituados a esos menesteres porque supieron qué hacer de inmediato. Nos dijeron que antes de la noche mi hermano estaría avisado. Nada más. Mientras deshacíamos nuestro camino, caí en la cuenta de que no podía esperar compasión. La muerte era un hecho natural que rondaba a todos; el mundo no se detendría por mi desgracia. Fue el primer paso hacia afuera del círculo egocéntrico en que me había encerrado el dolor.
Me quedé esperando. No sabía qué, pero esperaba. Esperé durante tres meses en los que estudié más que nunca y no derramé ni una lágrima. La muchacha nueva se mudó a mi habitación. Decía que yo hablaba en sueños, que la asustaba. Empecé a fantasear con la muerte de Felipe. Tanto tiempo sin noticias no podía significar otra cosa. Supuse que no había aguantado lo de mamá y se había lanzado al mar o algo por el estilo. La tristeza, cuando se vuelve viciosa, nos llena de un dramatismo lindero con la cursilería y alimentamos el dolor con historias que terminamos creyendo. Supongo que será el temor a perder la memoria. El recuerdo de nuestros muertos, quiero decir. Nada los mantiene más presentes que el dolor de la ausencia.
Fui la primera de la clase y me honraron con una bandera que llevé en la fiesta de fin de cursos. Pensé en ella, claro, en el vestido eterno que habría planchado para ese día, en el orgullo estallándole en sonrisa, en la envidia de las copetudas. En fin, que me sentí vengadora de los pobres del mundo y, sin embargo, nunca deseé tanto que se olvidaran de mi origen. Pero no. Ni los honores, ni la bandera, ni el pedestal momentáneo en que me habían puesto alcanzaban para tapar lo otro. Era como una marca que me juré borrar aunque tuviera que arrancarme la piel.
Por fin, apareció Felipe. Un domingo de tarde. Sí, fue un domingo porque la muchacha nueva se había enfermado y yo tuve que atender a las amigas de doña Etelvina. Me pidió que vistiera el uniforme con el delantal de puntillas y la cofia. Creí que la humillación me iba a matar. Esa tarde sufrí por mí y por mi madre; más por ella. Pensé en el dolor que le estaría causando verme disfrazada de sirvienta, pensé en el colegio caro, en las señoritas británicas, en mis compañeras pitucas, en la bandera. Pensé en todo ello y no hice más que empeorar la sensación degradante que me abatía.
Las señoras se reunían cada domingo a jugar canasta. Se turnaban en la preparación del servicio y rivalizaban en ver quién llevaba los bocados más exquisitos. Doña Etelvina no ponía más que la casa y el apellido, un apellido lo suficientemente glamoroso como para que las mujeres de sociedad suspiraran por ser admitidas en tan selecto círculo. Llegaban puntualmente a las dos; jugaban toda la tarde y sólo interrumpían las partidas a las cinco y cinco, para tomar el té. Ninguna se molestó en saludarme. Me movía entre sus vapores perfumados como una sombra indispensable para su comodidad, nada más. Vistas desde mi aparente invisibilidad, aquellas mujeres resultaban bastante ordinarias. Hablaban de finezas, es cierto, pero hablaban como cotorras, superponiendo las voces y estallando en carcajadas como cualquier vecina de barrio.
Podía darme cuenta de su vulgaridad y, sin embargo, cómo quería parecerme a ellas.
Felipe entró por la puerta trasera y fue directamente hacia nuestro dormitorio. La muchacha nueva casi se muere del susto cuando lo vio con una barba de semanas y los ojos desencajados. Oí el grito aterrado por encima del murmullo de la sala. Solté la bandeja sobre cualquier mueble y corrí a ver qué pasaba. La encontré sentada en la cama tapándose con la frazada hasta el cuello mientras Felipe intentaba calmarla en vano. Allá en el campo, desde donde la había arrancado el patrón de apuro, sin tiempo para despedidas, cada día transcurría calcado del anterior en una rutina desesperante, solamente tolerable para quienes no conocen otra realidad. Cuando me vio entrar, se calmó y volvió a su siesta. Felipe me abrió los brazos y yo me hundí en esa ternura que tanto necesitaba. No sé cuánto estuvimos así. El tiempo se derritió en el calor fraternal de aquel abrazo del que sobraban las palabras.
– ¡Airam!
El grito sonó impertinente desde la sala y nos despertó del embrujo con una brusquedad irrespetuosa. Entonces, Felipe me separó de su cuerpo y me miró como si no pudiera creer.
– ¿Y ese uniforme?
Apenas pude explicarle lo que para mí era inexplicable. Traté de salir para cumplir con lo mío, pero me detuvo del brazo. Tenía una fiereza en la mirada que me llenó de miedo.
– De ninguna manera -me dijo.
Insistí en que era una cuestión provisoria, que era la primera vez que sucedía, que la bandera, que las calificaciones, que doña Etelvina…
– Se acabó, Airam. ¿No alcanzó con mamá? Lo miré con desesperación. Parecía fuera de sí, extraviado en algún odio lejano. Le tomé las manos antes de suplicar que entendiera, que no tenía adonde ir, que aquélla era mi casa. Entonces bajó la intensidad de su mirada y se cargó de dulzura.
– Es que vine a buscarte, nena, nos vamos.