XII

Mario puso el grito en el cielo cuando nos devolvieron aquel escritorio con agujeros de polilla. Perdimos a uno de nuestros mejores clientes, un hombre que se dedicaba a comprar cosas viejas y restaurarlas antes de ponerlas a la venta. Compraba mucho y pagaba bien.

– Mala suerte -le dije. Mario me miró con ojos de fuego. Cuidaba el negocio con más ardor que yo. Sobre todo cuidaba el buen nombre y lo enfurecía mi apatía.

– ¡Mala suerte! -gritó como si fuera el patrón y yo una humilde empleada en busca de una justificación-.¡Mala suerte! ¡Esto no nos puede pasar!

Jazmín quiso ganarse un punto acotando que el producto que usábamos para hacer el tratamiento antipolillas quizá estuviera vencido, pero mis ojos casi se la comen y tuvo el chispazo de inteligencia justo como para no volver a abrir la boca. Mario anduvo el día entero hecho una fiera. Cada tanto metía el dedo en los agujeros, como si quisiera encontrar a la condenada polilla para martirizarla a gusto.

A eso de las seis vino una de las amigas de Dolores a elegir tela para una pequeña banqueta. La recibí como siempre, sin ocultar que me desagradaba, escudada en mi buen apellido, que me daba credencial para tratar así a esas señoras. No sé si se daban cuenta de mi desprecio, y si se daban cuenta, no les importaba. Revolvió catálogos y muestras por más de una hora, como si estuviera eligiendo la tela de su mortaja, una tela que siempre he creído merece más consideración de la que recibe. Hace tiempo elegí la mía y guardé la pieza en mi habitación para cuando me decida confeccionarla. Es una tela gruesa, resistente pero suave al tacto. No sé por qué, pero me inspira una cierta paz pensar que voy a de cansar envuelta en ella. En fin, que la mujer no encontró lo que buscaba y la mandamos al depósito a ver el resto de las muestras. Ya salía cuando se topó con el escritorio. La observé por el rabillo. Lo acarició como si se tratara de una piel fina, metió los dedos en los agujeros y lo olió.

– ¿Qué es? -preguntó con aire desinteresado.

Mario la miró avergonzado. Bajó la cabeza y la movió de lado a lado.

– Polilla -contestó, como si estuviera confesando un crimen.

– ¿Polilla?

– Sí -respondió él-. No sabemos cómo pasó. Nuestros muebles están tratados. Es la primera vez.

Para nuestra sorpresa, la mujer siguió acariciando el escritorio, controló que no faltara ninguna pieza y buscó la firma que acreditaba que era un auténtico Maciel.

– ¿Y está a la venta?

– No, no -se apresuró Mario-. Esto se va directamente al depósito a ver quién se hace responsable. Es la primera vez -insistió.

– ¿Pero cuánto cuesta?

– No, pero es que no se vende. Está apolillado. ¿Ve? Tiene agujeros.

– Pero, si lo quisiera llevar, ¿cuánto?

Yo estaba más empapada que Mario en ciertos grados de estupidez social. En un instante de iluminación imaginé a Dolores encantada con alguna excentricidad por la que pagaría una fortuna. Produje la mejor sonrisa que mi desdén permitió y saqué a Mario de un juego cuyas reglas no podía entender.

– ¿Cuánto pagarías?

– No sé, decime vos, Maciel.

Le dije el precio que había pagado el antiguo dueño por el mueble en buen estado. La mujer regateó un poco y finalmente aceptó. Cuando salió, le di el cheque a Jazmín.

– Depositalo -dije con una displicencia fingida.

Mario me miró divertido y los dos soltamos una carcajada que rompió por unos instantes la tirantez con la que nos tratábamos.

– Ahora hay que esperar.

Mario no entendió, pero acató la orden. Me tuvo fe en este terreno y no se equivocó. A las dos semanas, ya era famoso el nuevo estilo de la Casa Maciel. Muebles envejecidos que tenían todo el aspecto de una antigüedad. Varios me felicitaron por ese alarde de creatividad y los pedidos comenzaron a llover. Entonces tuvimos que enfrentar un problema en el que nunca habíamos pensado: necesitábamos polillas.

Nos lanzamos con una alegría renovada a intentar un camino que nos parecía tan divertido como ridículo. Mario me miró con desconfianza cuando le planteé el asunto, pero la demanda era demasiado elocuente. Refunfuñó algo acerca de que algunos no saben en qué gastar el dinero, elaboró una teoría simple del esnobismo y, después de haber vaciado su desconcierto ante este mundo de costumbres raras, se metió de lleno en el asunto. Nos tomó un tiempo organizamos. Al cabo de un mes, teníamos un pequeño ambiente en el depósito, perfectamente sellado, con una temperatura y luz adecuadas para que los bichitos estuvieran a gusto. Como imaginábamos, se reprodujeron a máxima velocidad, instaladas en ese hábitat cinco estrellas.

El procedimiento consistía en introducir el mueble en ese cuarto y dejarlo ahí de tres a cinco días -el tiempo variaba según la cantidad de agujeros solicitada por el cliente-. Al cabo de ese lapso, lo retirábamos y sometíamos a un proceso antipolillas para eliminar las larvas. Le dábamos la terminación y quedaba listo para adornar las fantasías de tantas personas que añoran cosas nuevas que parezcan viejas. No lo pude entender jamás. Siempre he preferido lo nuevo, si es posible de vanguardia, innovador. Pero estoy llena de clientes que me traen telas zaparrastrosas, compradas en remates o sacadas de los mismos basureros de casas de tapicería para que les forre pequeños muebles, banquetas de estilo o butacas. Dicen que añade un toque añejo a las piezas, que parecen verdaderas antigüedades. En fin, jamás discuto. Los recibo con la mejor sonrisa, les forro lo que quieran y les cobro una fortuna.

El nuevo negocio generó una conmoción en el ámbito de los decoradores. Hice varias notas para revistas, pero no me dejé tomar ni una foto. La última que tenía era del viaje a Europa con Viola y Dolores. Parecía una vaca triste abrazada a una de las patas de la Torre Eiffel. Me produjo un espanto tan grande verla, que no quise saber nada más con fotos y filmaciones. Era otra forma de negar la realidad; no tenía fuerzas para enfrentar los cambios necesarios, así que prefería no lastimarme. Jugaba a la ceguera, como si el mundo no fuese mundo solamente porque yo no lo quería ver. Así de lamentable era mi situación cuando pasó lo de las polillas.

Decidimos dar nombre a la nueva línea de muebles. No fue fácil. Es que apenas podíamos creer que la gente estuviera comprando muebles apolillados. Jazmín nos dio la solución una vez que hablaba por teléfono. Tenía la costumbre de mechar palabras del inglés en sus diálogos raquíticos. Estaría convencida de que esto añadía un toque encantador a su conversación y era, además, una ocasión de refregarle a todos que ella sería tarada, pero sabía inglés. Mario ya iba a decirle que cortara, cuando pronunció la mágica palabrita, algo así como "y la gente se muere por las moths". Aquello tuvo el mismo efecto que si hubieran prendido una luz en mi cerebro.

– ¡Mothwood -grité.

Me miraron con ojos de no entender.

– Mothwood, Mothwood es el nombre, Mario. Les va a fascinar. Suena a cosa europea.

Y no me equivoqué. Pedían la línea pronunciando tan bien como podían, disimulando algunas carencias en la educación unos, ostentando un inglés pulido a fuerza de viajes, otros. Pero todos estaban felices, felices de pagar carísimo muebles agujereados, felices de exhibir un Maciel, línea Mothwood, felices, felices, felices… Duraba poco, claro. La felicidad que da un mueble jamás puede ser cosa duradera. A mí me venía genial esta volubilidad de carácter porque al poco tiempo los tenía de vuelta en el taller preguntando por el último grito de la moda.

Mario dijo que había que festejar el éxito y e invitó a cenar. Le dije que no, de torpe nomás, porque era la primera vez que un hombre me invitaba a salir y no supe manejar la situación. Me arrepentí al segundo, pero él tenía esa capacidad de ver en mi interior; conocía mejor que yo mis emociones. Se apiadó de mi falta de experiencia e insistió.

– Entonces, ¿vamos?

Me pareció estúpido rechazar esta segunda oportunidad, pero me devoraba el miedo. Algo habló por mí y acepté con la condición de que cenáramos en casa. A Mario le habrá parecido un arranque de romanticismo de mi parte, pero de romántico no había nada. Ya había roto varias sillas y no quería exponerme a ese bochorno. Las sillas de casa estaban reforzadas Quedamos para las nueve del viernes. Me sentí con todo el derecho de pedir a la tía Etelvina que dejara el comedor libre para esa noche. Intercambiamos miradas vivas, llenas de intenciones que quedaron flotando entre las dos. No opuso la menor resistencia. Me dijo que pensaba acostarse temprano a ver una película. "Vieja bandida", pensé y agradecí con la más irónica de las reverencias. Pasé el jueves y el viernes en ascuas, soportando unos nervios que me convirtieron en una perfecta inútil. A Mario, por el contrario, no se le movía un pelo. Pensé que quizá fuera un trámite de rutina para él y que yo estaba haciendo un mundo de algo tan natural. "Es una cena", me repetía cada dos minutos, pero mi parte sensible me decía que era bastante más que un encuentro para comer.

El viernes fue un día de mucho trabajo, como todos los viernes. Cerramos a eso de las siete y Mario se despidió con una guiñada. De todos los gestos que recuerdo de Mario, ése es el que atesoro. Una guiñada, una simple guiñada que me dijo tanto. Era la complicidad perfecta, el entendimiento sin palabras, era todo aquella guiñada hecha como al descuido, tan fugaz que a veces pienso si realmente sucedió. Di las últimas recomendaciones para la cena. Lo hice sin mucho esmero. Mario eligió pasta y pasta pedí sin preocuparme por los detalles de la salsa o el tipo de queso que, en otra oportunidad, me hubieran desvelado. La muchacha me mostró lo que llevaba preparado y preguntó si un flan de naranja estaría bien. Asentí con descuido y le dije que tuviera la mesa pronta para las nueve menos cuarto.

– ¿Flores? -me preguntó con una obvia picardía que me tomó desprevenida.

– ¿Eh?

– Si quiere flores en la mesa.

Me sentí descubierta, una niña a punto de cometer una travesura. Me sentí ridícula también.

– No, no. Nada de flores -le contesté con algo de violencia. Brotó la sangre de papá aquella forma distante de tratar a los empleados. Tuve el impulso de pedirle disculpas, pero me contuvo el lastre de mi educación; Dolores me contuvo.

Esa noche hubiera querido tener espejo en el dormitorio. Quería verme linda, lo más linda posible. Me di la ducha más larga que recuerde. Tenía desesperación por estar limpia. Hubiera deseado sumergirme en sales, como tía, o darme un buen baño de espuma que me perfumara la piel, pero aquellos lujos me estaban vedados. Agradecí el invento del aerosol sol que me permitía llegar a zonas remotas de mi cuerpo y me rocié exageradamente con un desodorante sin perfume. Que yo me escabullera de la realidad no significaba que no la conociera; no era sólo cuestión de estética; había un problema de salud que me estaba liquidando. Tuve un instante de duda en que pensé mandar todo al diablo, llamar a Mario y decirle que no viniera. Pero, a pesar de todo, seguía siendo joven. Tenía la misma ilusión que cualquier otra mujer de mi edad. Tenía derecho a esa ilusión. Me concedí el beneficio de intentar. Una vez, solamente esa vez y nunca más pasar por lo mismo. Pero esa vez, sí. Saber qué se siente cuando una mujer se prepara para recibir a un hombre. Qué son esas cosquillas de las que tanto había oído hablar y esos nervios con los que la tía caminaba los sábados por la tarde antes de que él llegara. "Es sólo una cena, Maciel", volví a repetirme, pero tampoco entonces lo creí.

Elegí un vestido azul marino que disimulaba bastante mis kilos. Busqué en mis cajones y sólo pude encontrar un par de medias sano. Rompía las medias a la altura de la entrepierna. Se me hacían unos agujeros terribles a los que me acostumbré y con los que convivía ocultándolos bajo las faldas. Una parte mía descansaba en las circunstancias y quedaba conforme con mis pocas posibilidades. Pero había otras zonas en mi interior que se rebelaban cada día cuando me veían sumergir en aquella falta de consideración. De esos chispazos me aferraba cuando ya empezaba a convencerme de que no merecía vivir. Me levanté el pelo con un moño y suspiré ante la fuerza arrolladora de los hechos: no podía pretender un milagro en una hora. Dudé mucho si usar o no perfume. Sabía, por experiencia, que a veces el perfume se mezclaba con los olores del cuerpo y de esa extraña química salía un producto insoportable. Desistí, pero volví sobre mis pasos pensando en el efecto que producía Jazmín cuando entraba por la mañana bañada en aromas embriagadores. Hasta a mí me gustaba olerla. Me decidí por un perfume fresco, con un toque cítrico que consideré el más adecuado para superponerse a otros olores. Me puse en todos los lugares en que Dolores se ponía y también me puse en la lengua. Sólo cuando lo probé, pude disfrutar su aroma. Lo mismo me pasaba con el chocolate, necesitaba oler y comer a la vez.

Mario llegó en hora. Todo lo hacía en hora, con prolijidad. Ese primer signo de orden me hizo pensar que aquello iba a parecerse a una cena de trabajo. Había dudado mucho acerca de hacerlo esperar o bajar puntualmente. Lo primero, me parecía, añadía un toque de sensualidad y yo no quería nada sensual aquella noche. Me aterraba el solo pensarlo Así que bajé apenas lo anunciaron. Tuvo la delicadez de no darse vuelta mientras yo emprendía el penoso descenso. Las escaleras eran un problema para desplazar mis kilos y los zapatos que llevaba no ayudaban a equilibrar el peso. Cada pocos escalones me detenía para tomar aire. Cuando pude alcanzar la planta baja, agradecí en silencio que Mario se hubiera entretenido con la colección de pipas de mi padre. Nos saludamos de lejos, como siempre, pero él se acercó y depositó un beso suave en mi mejilla. Olía a limpio, a recién afeitado. Creo que entrecerré los ojos, pero fue un instante, nada más, un soplido de tiempo que me hizo perder el control de la situación. No sabía muy bien si quería una cena formal, hablando de cualquier cosa o que Mario me arrancara la ropa y no me diera tiempo a pensar. Me miró con la misma atención que ponía al examinar los materiales de trabajo.

– Estás preciosa, Maciel.

Sonreí como único agradecimiento y le indiqué que pasara a la sala donde ya estaba servido el primer plato. Pudo haber pensado cualquier cosa de mí, que era una grosera, que pretendía mantener la distancia, cualquier cosa. Lo cierto es que estaba muerta de miedo. Tiritaba. Las palabras venían a mi boca en tropel, pero no podía organizarlas en expresiones coherentes. Nos sentamos frente a frente. La muchacha sirvió el vino y Mario la siguió con la mirada hasta que desapareció tras la puerta. Entonces levantó su copa y propuso un brindis con la mejor de sus sonrisas.

– ¡Por las polillas!

– ¡Por las polillas! -repetí agradecida porque aquella primera broma rompía la tensión del ambiente. Duró poco. Mario estiró la mano hasta alcanzar la mía.

– Mario… -dije casi en secreto y bajé la mirada.

Parecía tener la situación bajo control. Manejaba tiempos y nervios como si fueran elásticos. Se lanzó a la comida mientras yo hacía un esfuerzo por recomponer la calma y controlar la temperatura del cuerpo. Así fue durante toda la cena. Subía y bajaba de mi calvario cada vez más agotada. Mario llevaba la conversación hacia zonas que me incomodaban y súbitamente salía con una pavada que me hacía estallar en una risa de alivio hasta que volvía a mirarme de esa otra forma. Nadie pregunte por el punto de la pasta o el sabor del flan de naranja. Sé que comí como una autómata, pero no sé si me gustó, si fue mucho o poco, si el café estaba frío o los bombones derretidos. Pasé por el trámite de la comida como un fantasma a través de la pared. Terminamos tomando coñac desparramados en uno de los sillones de la sala. Mario se descubrió como un tipo divertido. Yo conocía su brillo al verlo trabajar, pero esa parte nueva me parecía fascinante. Reímos; primero con cautela, después con furia, con histeria, de puro nerviosos, creo. Nos fuimos deslizando del sillón hasta quedar tendidos sobre la alfombra riendo, riendo todo el tiempo.

Fue inevitable. Mario encontró la forma de romper mis defensas. La risa aflojó las tensiones. Por un momento, olvidé mi cuerpo y no tuve miedo. Me gustó el juego que Mario hacía con mi pelo, el roce de aquellas manazas sobre la piel húmeda. Me gustaron los besos en el cuello y el aliento que bajaba por el escote. Me gustó que me desabotonara el vestido y animarme a desabotonar su camisa. Me gustó, le gustó, me gustó y me dejé ir sin que un solo pensamiento nublara el placer. Entonces Mario se acomodó encima de mí y dijo algo e nunca debió haber dicho.

– Lindos huesos, Maciel.

Produjo el mismo efecto que si hubiera pronunciado el nombre de otra mujer. Lo que estaba necesitando para recuperarme. Una palabra, un gesto nada más que me anclara a la realidad, a la misma Maciel de todos los días, la de las defensas altas y los muros infranqueables. Volví a ser la gorda llena de complejos. Me vino de golpe el peso de todos mis kilos y el olor de mi cuerpo se me hizo insoportable. Todo en un mismo instante, el hechizo roto y la princesa convertida en vaca. Lo empujé con algo de violencia y me abotoné la ropa lo mejor que pude. Mario me miraba con ojos de no entender. Quiso acariciarme, pero yo exhalaba resentimiento. No se animó.

– Mejor te vas.

– Pero Maciel…

– Mejor te vas -repetí con los dientes apretados mientras hacía esfuerzos descomunales por incorporarme.

No se movió. Siguió cada movimiento mío con una expresión de curiosidad entristecida. Cuando pude ponerme de pie no se me ocurrió nada mejor que ordenar los almohadones. Mario seguía ahí.

– ¡Te vas! -grité.

Se fue y yo quedé hecha un trapo, pero no me permití llorar. Fui hasta la cocina y me di un atracón de novela. Quedé dormida sobre la mesa y soñé con las tardes junto a Felicia y Airam mientras Franco Palma narraba alguna aventura de mar con sus manos. No eran sus manos, eran unas manos imponentes, las manazas de Mario que terminaban oprimiéndome el cuello hasta la asfixia. Hice un esfuerzo por despertar, un esfuerzo por salirme de aquella pesadilla, pero no me produjo alivio volver. Subí hasta mi dormitorio, pero ya no me acosté. El sol empezaba a teñir unas nubecitas, miles, millones, parecían corderos surrealistas. En una hora llegaría Mario y después la tarada. ¿Por qué no se fijó en ella? El dolor me nublaba la mente y las ideas se me agolpaban en tropel, desordenadas, inconclusas. No podía pensar entonces que el amor recorre senderos inesperados, llega a lugares desconocidos. No tiene lógica; ésa es la única regla del amor, pero yo no lo sabía. Solamente me repetía aquello de los lindos huesos.

Bajé. Al pasar por la cocina, pellizqué un resto de flan y me llevé dos panes en el bolsillo. Esperé en mi escritorio, fingiendo que dibujaba. Preparé una taza de café y fui por más pan. El silencio se me hacía inaguantable. Jazmín llegó en horario. Escondí el resto de pan y seguí con mi dibujo, pero mis sentidos eran centinelas en la puerta. Esperé hasta que se me hizo evidente que Mario no vendría. A las once apareció un muchacho parecido a él. "Mario, gracias a Dios", pensé. Pero no era él. Mandaba una carta de renuncia y una notita que decía algo así como: "Qué desperdicio, Maciel. Es una pena".

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