XI

La confesión de Felipe abrió un mundo nuevo para los dos. Nos volvimos compinches, hermanos más allá de la solidaridad y el cariño. Se atrevió a contarme cosas de su pasado que a veces me dejaban erizada la piel y otras terminaban conmigo doblada por la risa. Me contó, por ejemplo, por qué comía poco en la casa. Yo había supuesto que lo hacía en el trabajo, pero, ahora que lo decía, resultaba raro que casi nunca comiera conmigo. Era para ahorrar, por supuesto, para que los pocos pesos rindieran el doble y yo pudiera darme algún gusto.

– No habrás pasado hambre, ¿verdad?

– Como mejor que vos -me contestó con una sonrisa pícara.

– ¿?

– ¡Ah! Es cuestión de andar a la pesca. Un casamiento por aquí, algún producto nuevo que lanzan, la presentación de un libro…

– ¡¿Qué decís?!

Se echó a reír a carcajadas, tanto que yo acabé riendo con él. Me hacía señas con los dedos como si estuviera metiéndose comida en la boca y luego se soltaba a reír otra vez. Le gustaba divertirme. Le gustaba verme contenta. Toda su vida era un esfuerzo para que yo fuera feliz.

– ¡Pero, loco, loco, loco! -le decía mientras él seguía con su mímica aprendida en su oficio de payaso.

Esquivaba mis intentos por saber de su vida amorosa. Supongo que mamá fue la única mujer que amó y con ella despidió toda posibilidad de ternura. Tampoco le quedaban energías para formar familia. Todo lo depositaba en su esfuerzo por sacarme adelante. Yo era su meta, su futuro, la proyección de su vida. Se me antojó que aquella renuncia voluntaria podía ser algo parecido al voto de castidad detrás del cual se escudan algunos con el pretexto de entregarse a una causa. Porque era un escudo. Felipe hubiera sido un buen padre; lo fue para mí durante tanto tiempo. Pero no creo que se animara a transitar aquello caminos que en nuestra familia siempre habían significado pérdidas. Su modelo de hombre era un padre ausente, un enorme agujero negro al que iban a parar horas nunca compartidas.

– ¿Y no se te dio por buscar a papá en el puerto?

– ¿Para qué? -me contestó con la brutalidad de lo obvio. Levantó los hombros como hacía siempre que fingía indiferencia y me alcanzó la canasta del pan-. Proba la salsa.

– No sé, estando ahí… -Hundí la miga y me chupé los dedos. Sabía que para él ese pequeño gesto significaba el premio del día. Presentí que iba a iniciar una huida y lo acorralé.

– ¿No te gustaría saber?

– Creo que no.

Se me hizo un niño que rechazaba un juguete deseado. Felipe, mi buen hermano.

– A mí me entran ganas cada tanto. Por curiosidad, nada más. Pero me hubiera gustado tener un padre. ¿A vos no?

Estaba concentrado en la comida, como si ahí estuvieran las respuestas esenciales.

– ¡Querés prestar atención! -le grité-. Pareces bobo. ¿Me estás escuchando?

– No quiero hablar.

La conversación estaba en el terreno que quería. Lo apreté un poco más.

– Padre tenés, aunque no te guste. Yo no te digo que vayamos a abrazarlo, porque no se lo merece. Además, no sería natural. Imaginate, un desconocido. Pero por curiosidad, ¿no te da curiosidad saber cómo es? -me detuve ante una sensación fría que me atravesó-. ¿Y si está muerto?

– Es lo mismo.

– Sí, ya sé que la vida no nos va a cambiar, pero sería una pena que hubiera muerto sin…

– Está vivo -dijo con una solemnidad que me asustó.

Traté de buscarle los ojos pero estaba sumergido en el plato, lejos de aquella mesa que compartíamos. Duró un par de segundos el silencio, un silencio espeso que se abrió entre los dos y que a mí me parecieron horas. El aire se congeló. Me llené de miedos.

– Felipe -le dije tocándole el brazo para sacarlo de la ensoñación-. Felipe, ¿qué dijiste?

Tenía la mirada opaca, los ojos ahuecados en un pozo de tristeza. Se me hizo pequeño. Di la vuelta y lo abracé por detrás.

– Hermano.

Se sorprendió. Nunca lo había llamado así.

– Sigue en el puerto. Se la pasa borracho Lo quieren bastante por ahí. Tiene fama de buen tipo. Siempre hay alguno que le arrima algo. Porque no tiene casa, ¿sabés? Vive ahí mismo.

Pensé en mamá, en su pulcritud, en el desasosiego por darnos una buena vida. La vi como me habían contado, con su vestido de flores paseando la tarde en que lo conoció. La imaginé sola pariéndome, sola el día que supo que se quedaba sola, sola toda su vida.

– ¿Lo viste?

– Sí.

– ¿Y le hablaste?

– ¿Para qué?

Volvimos al silencio. Quedé de pie con mi cabeza apoyada en la de Felipe, que seguía sentado absorto sobre su plato vacío. Le acariciaba el pelo, aunque era yo la que necesitaba de aquellas caricias. Se me vino encima esa soledad que no puede tapar un hermano, la necesidad de un hombre en cuyos brazos pudiera disolver la tristeza, un hombre que me dijera que todo estaba bien, que cubriera de besos la angustia de no poder volver la vida atrás. Felipe se secó la boca, juntó lo que había en la mesa y fue hasta la pileta de la cocina. Lavaba mejor que yo. Me puse a su lado con el repasador pronto. Me pasó un plato y nos miramos. Sonrió.

– ¿De qué te reís, bobo?

– Estás llorando.

– Yo no estoy llorando. Estoy emocionada.

– Es lo mismo. Estás moqueando. Tomá.

Me alcanzó una servilleta de papel y siguió con lo suyo mientras a mí se me volvía incontrolable el llanto. Felipe se puso la nariz de payaso y empezó a dar saltos por la habitación. El agua seguía corriendo por el grifo abierto.

– Reíte, dale, reíte.

Claro que me reí. Fue una extraña mezcla de tristeza y dulzura, la soledad de nuestras vidas rescatada por la fuerza de aquel hermano que hacía el ridículo para hacerme reír. Me tragaba las lágrimas mientras reía y él exageraba los saltos. Parecía loco. Estuvimos así un buen rato hasta que la pileta empezó a desbordarse. Corrí a cerrar el grifo. Me sentía mejor. Felipe parecía agotado. Se sentó en el piso junto a la puerta, mientras yo secaba el agua Quedó quieto, mirándome como si fuera la primera vez que me veía.

– Se parece a vos -me dijo en voz bajita.

Fue la última vez que hablamos de papá.


***

Me recibí. Tomó algo más de tiempo, pero me recibí. Perdí el último examen cuatro veces. La primera fue al día siguiente que hablamos con Felipe. Quedé extenuada. De un soplido desapareció de mi mente todo el conocimiento acumulado durante noches y noches en vela. Cuando me presenté frente a la mesa examinadora, ya sabía lo que iba a pasar. Conocía bien eso. Incluso hice movimientos instintivos con el brazo buscando la mano de mamá o sus faldas a las que aferrarme como cuando me llevó con la bruja. Tuve varios impulsos de salir corriendo mientras esperaba en el pasillo que me llamaran. Me contuvo la charla de unas compañeras que habían ido para darme aliento. Y Felipe, por supuesto. Llevaba su único traje. Le expliqué que no valía la pena, pero se empeñó en ponérselo. Estaba de pie, apoyado contra una de las columnas que dan a los patios interiores. Cada tanto me miraba y se comía las uñas. No sé por qué no se lo presenté a mis compañeras.

Salí del aula en trance. No había podido responder cuando me preguntaron el nombre. No hubo necesidad de más. Me dijeron que me tomara unos minutos para tranquilizarme antes de un segundo llamado. Yo no los veía.

No sé cómo eran sus caras. Apenas oía sus voces. Salí, pero sin la menor intención de volver. Las muchachas intuyeron que algo andaba muy mal, pero Felipe, que poco sabía de estas cosas, creyó que el examen estaba terminado y no pudo contener la curiosidad. Se acercó con sigilo y me abrazó. Yo estaba rígida, como de piedra. Ni siquiera lloraba. Las otras habrán pensado que era un novio. Supongo que se habrán dado cuenta de que Felipe no entendía lo que pasaba.

– No anduvo -le dijo una por pura piedad.

Volvimos a casa a cual de los dos más triste. Sólo un par de días después me puse a estudiar para un segundo intento. Fracasé otras tres veces. Siempre parecido. Solamente cambió la barra de aliento, que terminó por reducirse a mi hermano, con su traje planchado para la ocasión. Las otras me dijeron que no iban por cábala. Me lo dijeron después de la segunda vez. No me ofendí, incluso cuando pensé que más que cábala era aburrimiento. Solamente el amor es inmune a esto. Con Felipe, me alcanzaba.

Estuvimos más de un año en ese trajín absurdo. Es curioso, pero ni una vez pensé en abandonar. Algún resquicio de voluntad mi hacía sentir que era una pena tirar por la borda tanto esfuerzo. Quizás era el amor de mi hermano, o la sensación íntima de que le estaba debiendo una alegría. La quinta vez fue como todas. Salimos de casa con las mismas esperanzas casi marchitas. No sé cuál fue el cambio, pero pude contestar mi nombre, vi las caras de los examinadores y, a partir de esa primera sensación, me nació una confianza indomable. Tenía aquel examen tan preparado que hubiera podido recitar de memoria páginas enteras de los libros. Aprobé en diez minutos. Estarían tan asombrados como yo; además, era la oportunidad de sacarse de encima a esa loca que persistía en volver cada tanto a pararse frente a ellos sin producir ni una palabra. Me felicitaron con verdadera alegría. Incluso entre ellos se felicitaban.

Yo no me di cuenta de la magnitud de aquello hasta que salí y vi a Felipe, siempre contra la columna, siempre con su traje gris. No necesité hablar. Mis ojos hablaron. Se puso como loco. Gritaba, daba saltos y venía a abrazarme para separarse al instante y tomarse la cabeza con las manos, mirando hacia arriba, agradeciendo, sin duda. En vano fueron mis señas para calmarlo. La felicidad lo desbordaba. Se llenó de curiosos. No era frecuente un espectáculo así en un lugar tan almidonado. Los profesores salieron llamados por el escándalo que metía Felipe. Sentí un poco de vergüenza, pero pudo más la satisfacción de haberle regalado ese momento a mi hermano. Creo que ese día maduré de golpe; crecí unos cuantos años. Empezaba a hacerme cargo de mi vida.

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