El espejo es un objeto que me llena de odio cada vez que me enfrenta con mi imagen. Fea, fea, me digo y caigo en una depresión profunda de la que salgo a duras penas refugiada en el pobre consuelo de una barra de chocolate. También odio el chocolate; lo odio porque no puedo con él, porque lo amo a pesar del daño que me hace. Y entonces me detesto por ser tan floja de voluntad, una pobre obesa que ha perdido su lugar en este mundo hecho para flacos.
Tuve una pesadilla peor que la del espejo: mi hermana gemela. La única vez que Dolores habló de nuestro nacimiento fue para recordar el trabajo que dimos, el agotamiento intolerable y aquel detalle que me puso desde el comienzo a la retaguardia: nací en segundo lugar. Viola era una beba preciosa, pura carne rosada, daban ganas de morderla, decía Dolores haciendo un gesto con los dientes apretados; una gordita de lo más adorable que, supongo, dejaba pocas ganas de andar prestándole atención a aquel otro gusano que se había deslizado detrás. Dolores siempre hablaba de Viola cuando estaba con sus amigas; a mí casi nunca me mencionaba, como si hubiera querido olvidar que existo. Pero, ¿qué podría esperar? No ha sabido más que preocuparse por el color del pelo, el largo de las uñas, la perfecta combinación de su vestuario, las amigas tan huecas como ella, sus sesiones de gimnasia, los amantes, aquel amante… Dolores es mi madre, pero sus amigas la llaman Lola.
Volver. Volver mañana. Después de tanto. ¿Qué encontraré? Seguirá siendo una casa demasiado grande: cuartos vacíos, muebles restaurados, retratos de bisabuelos ilustres, todos con dos o tres apellidos, todos por el lado de papá que fue el que puso brillo a la extraña pareja que conformaban con Dolores. Nada entre ellos era tan auténtico como la mentira en que vivían. En que vivíamos, porque Viola y yo somos producto de aquella farsa. A veces siento que mi vida es el resultado de un error de cálculo o de una obligación impuesta por el estado del matrimonio. Ni siquiera estoy segura de que se hayan amado un instante, un mínimo instante en que él haya sentido que Dolores era la mujer creada para hacerlo feliz. Es imposible que Dolores pueda hacer feliz a alguien que no sea ella; nació mirándose el ombligo y así morirá, preocupada porque su cabellera eternamente rubia esté bien peinada hasta en el momento del último suspiro. No puede ir más allá de la cárcel de su cuerpo, no tiene alas en la mente ni se tomó el tiempo para pensar si a sus hijas les hacía falta algo más que un juguete caro.
Viola siempre me echaba en cara mi crueldad con Dolores. Decía que no tengo corazón y ponía cara de circunstancia. Cuando la sorprendía a punto de ponerse mojigata, la mandaba a pasear o fingía escucharla mientras mi mente volaba lejos. Pero, claro, con Viola fue distinto. Dolores la prefirió desde el principio. Era una beba linda y podía exhibirla con orgullo. Nunca ocultó su predilección por mi hermana. No es una mujer de sutilezas; podrá andar enfundada en sedas, pero lo que tiene de burra no se lo quita nadie. No recuerdo haberla visto tocar un libro más que para tirárselo a papá por la cabeza. Su literatura estaba reducida a revistas del corazón o de interiores, pero no creo que pueda seguir el argumento de una novela más allá de las primeras diez páginas. Por otra parte, siempre andaba agotada. ¿De qué?, me pregunto.
Para colmo de males, me llamo Maciel. ¡Maciel! ¿En qué estaban pensando cuando me pusieron ese nombre? Supongo que a ella le habrá sonado distinguido, vaya uno a saber qué ridiculez pasó por esa cabecita. Había cientos para elegir, pero no, me llamaron Maciel y me terminaron de joder la vida. Ni siquiera estoy segura de que sea nombre de mujer. Cuando era niña, vivía traumada con la posibilidad de llevar un nombre de varón. Viola se burlaba todo el tiempo, me decía que cada vez me parecía más a un tío de los retratos y que en cualquier momento me salía bigote. Pasé años mirándome al espejo para detectar la menor sombra. Ya me sentía la mujer barbuda hasta que me creció un buen par de tetas; y de bigotes, nada. Mandé a Viola a la madre que la parió, que es la mía, pero nunca me resarció por aquellos momentos de angustia.
Sé que puedo cambiarme el nombre, pero me da una pereza terrible el trámite, la burocracia, aguantar las caras de los funcionarios. No, no tengo voluntad para esas cosas. Debo enfrentar cambios más profundos. Solamente un gordo sabe lo que es abrir los ojos cada mañana y encontrarse hundido en el colchón, ese pozo horadado por el propio cuerpo, sintiendo que quizá sea una tumba, un lugar del que no merece moverse, quedarse quietecito hasta que la muerte lo encuentre y le traiga un poco de paz. Porque la muerte es igualadora, dicen, aunque no estoy segura. Me horroriza pensar en el tamaño de mi cajón.
Dolores vive conmovida por un estado de ansiedad, una comezón interior que no es otra que la insatisfacción que produce la frivolidad permanente. Porque Dolores es una frívola y a otra cosa. Ningún calificativo le calza mejor. A veces pienso que debe de tener un resto de sensibilidad escondido en alguna parte de esa preciosa cabeza y entonces me viene a la memoria la tarde en que Felipe conoció el chocolate.
En casa podía no haber comida, pero no faltaban bombones de los más finos. A Dolores jamás se le ocurría abrir la heladera para la lista del mercado; mucho menos cocinar, una actividad incompatible con sus uñas Parecerá ridículo en medio de tanta opulencia, lo sé, pero hubo días en que en casa faltó el pan. Dicho así suena a burla, pero en todos estos años me he ido convenciendo de que la miseria de los ricos no difiere tanto de la de los pobres. Yo sé que una cosa es no comer porque se está a dieta y otra muy distinta porque simplemente no hay con qué, pero me refiero a que el ruido de las tripas es el mismo.
No hacía mucho que Felicia había llegado a la casa. Lo recuerdo bien porque me gustó desde el principio. Claro que no supe demostrárselo. Ni Viola ni yo aprendimos a expresar sentimientos. Cuando nos querían mostrar aprobación, aparecía un juguete nuevo en el cuarto. Eso era todo, ni siquiera esperaban para ver nuestra reacción. Nunca agradecimos, nunca pedimos disculpas y nadie se disculpó con nosotras. En casa, toda la comunicación encontraba su cauce a través de los objetos. Había un código implícito que aprendimos desde la cuna: a mayor valor, mayor cariño.
Era frecuente que Dolores tuviera alguna invitada a la hora del té. Para aquellas ocasiones, había una mesa redonda, muy pequeña, junto a la ventana, en un rincón del salón, con un silloncito de pana azul a cada lado. Dolores sacudía la campanita y allá aparecía el servicio en bandeja de plata, herencia de los Pereira, como todo lo que tenía alcurnia en aquella comedia que era nuestro hogar. Esa tarde sirvió Felicia. Llevaba el uniforme celeste con las puntillas bordeando el delantal y la cofia a la que tanto se resistió al principio pero a la que tuvo que ceder porque Dolores le dijo que era condición indispensable para una mucama decente. Felipe se había deslizado detrás de ella y espiaba a la distancia como un gato asustado. Dolores le hizo señas a Felicia para que sirviera, con la misma indiferencia con que hubiera podido pulsar el botón de la cafetera automática. Las mujeres siguieron en lo suyo, como si no hubiera nadie más en la habitación, descuido nacido del desprecio hacia los sirvientes que muchas veces les permitió estar al tanto de la porquería en la que se revolcaban sus señores. Mientras Felicia servía el té, la mujer entregó a Dolores una caja envuelta en dorado rematada por una moña de tul. Dolores tiró de la punta del lazo y brotó aquel aroma inconfundible que llegó hasta mi observatorio clandestino, un cristalero de estilo donde papá tenía su colección de pipas y detrás del que solíamos escondemos con Viola.
Si algo heredé de Dolores es su pasión por chocolate. No hay olor más envolvente ni sabor tan sensual; nada estimula de esa forma un espíritu, tanto que estoy convencida de que el chocolate me ha salvado la vida en más una oportunidad. Es curioso, también me lleva al borde del abismo cuando siento que puedo contenerme y me como diez, veinte, treinta bombones uno tras otro, con una culpa horrible, la culpa de no poder decir basta. Y sigo, y cada uno me trae añoranza del próximo y lejos de saciarme me abre una necesidad voraz de engullir, de tragar incluso sin masticarlos. Pero cuando yo mando, ¡ah!, entonces el chocolate no es un asesino de ansiedades sino el placer puro de sentir cómo se derrite suavemente en el calor de mi boca.
Felipe se había mantenido lejos para no llamar la atención, pero es evidente que el perfume llegó hasta él y lo atrajo como en un trance. Se detuvo junto a Dolores y contempló con ojos perdidos aquellas bolitas marrones que le abrían la ventana a un gozo irresistible. Felicia lo apartó y pidió disculpas, mientras le indicaba con una mirada que desapareciera de allí; pero a la amiga de Dolores se le despertó una reminiscencia de crueldad medieval y quiso jugar a reinas y bufones.
– No, no, por favor, que se acerque -dijo con aire benevolente mientras extendía su mano hacia Felipe.
Felicia lo atrajo bajo su brazo y ambos quedaron quietos, de pie, algo desconcertados. La mujer tomo un bombón de la caja y se lo dio. La sala quedó congelada en el instante en que Felipe depositó el bombón en su boca y la transformación del rostro habló por mil palabras. A Felicia se le inundó el alma de tristeza, de una pena honda por el pobre hijo. Dolores ya había vuelto a su té; un minuto dedicado a la servidumbre era una hora perdida. Felicia se sintió avergonzada de su pobreza.
– Disculpen, es que le encanta el chocolate, pero es can caro…
A la mujer le nació un brillo en la mirada.
– ¿Escuchaste, Lola? ¿Cómo puede ser que no coma chocolate?
Felicia volvió a rodear el cuello de Felipe y giró hacia la cocina, pero la mujer la detuvo. Hizo un gesto con el índice para que Felipe se acercara y le sonrió con falsa ternura.
– Pero si el chocolate no se compra, el chocolate está bajo la tierra.
Dolores festejó la ocurrencia, la mujer soltó una carcajada de lo más desagradable y Felicia no esperó que le dieran la orden de retirarse. Tomó a Felipe del brazo y desapareció hacia la cocina maldiciendo en voz baja.
Aquella noche, cuando Dolores salía hacia una de sus parrandas, le llamó la atención un bulto que se movía en el jardín. Pensó en un perro y ya iba a gritarle a Felicia para que lo espantara, cuando las luces del auto que venía a buscarla iluminaron a Felipe acuclillado sobre la gramilla raspando desesperadamente la tierra con sus uñas. Viola y yo hacía rato que mirábamos desde nuestra ventana y nos sorprendió ver a Dolores caminar hacia Felipe, inclinarse sobre él y ayudarlo a levantarse.
Me gustaría recordar otros gestos que humanizaran a Dolores, pero sólo logro rescatar éste de la memoria. No es un monstruo; ni siquiera es mala. A nadie daña en forma directa; su pecado ha sido de omisión y yo siento que es de los más graves que puede cometer una madre. Por eso todos le aguantan la estupidez, pero yo no quiero perdonarla.
Es difícil precisar cuándo comenzó, pero supongo que habrá tenido que ver con aquella necesidad, esta necesidad de ser querida. Mi fragilidad inicial se extendió hasta los cinco o seis años. Tengo fotos de esa época en las que me veo como un renacuajo bastante desagradable. Las peores son las de nuestra fiesta de cinco. Dolores se empeñó en organizar una celebración faraónica. Alguien debió de recordarle que se trataba de un cumpleaños infantil cuando empezó a considerar orquesta, caviar y un vestido de diseñador húngaro bordado en pedrería. Supongo que ese llamado a la realidad la habrá bajado a la tierra. De todos modos, insistió en lo del vestido y se lució.
¡Cuánto me aburrí! Viola y yo llevábamos trajes de organza; dos auténticos merengues. Papá llegó tarde, como de costumbre. Dolores, en cambio, había estado esperando ese día con ilusión de novia. Se presentó cuando la mayoría de los invitados había llegado. Bajó los escalones de mármol, acariciando el pasamanos con aires de emperatriz. Se dejó adorar desde el llano y deshizo su rostro en sonrisas de anfitriona perfecta. Creo que olvidó desearnos feliz cumpleaños, pero no estoy segura; le concedo el piadoso beneficio de la duda. Además, estaba hermosa. A cualquier niña le gusta que su mamá sea la más linda. A mí, incluso, me llenaba entonces de orgullo. Nunca se lo dije, pero si lo hubiera hecho, lo habría tomado como manifestación de amor. Después de todo, ahora lo veo, no es más que un soberbio complejo de inferioridad. Pobre Dolores. Quizás…, sí, pero a mí me jodió la vida.
Dolores estaba perdida para mí. Empecé a comer para ganarme a mi padre y también para llenar el vacío que su falta de amor me dejaba. Papá quedaba muy lejos, pero sentía que, si me esforzaba, podría alcanzarlo. Viola seguía siendo una rosa y yo un vulgar macachín nacido por casualidad.
La cocinera que tuvimos durante nuestra infancia tenía un genio del demonio; no había forma de arrancarle un esbozo de sonrisa. Estoy segura de que nos odiaba tanto como a ese trabajo ejercido por pura obligación. Se fue sin despedirse. Dolores supuso que algo habría robado y mandó que dieran vuelta la casa. Al cabo de aquel día, todo estaba en su lugar. Todo salvo un pollo, un curioso pollo azul que ya no interesaba a nadie. Era una mujer odiosa pero, durante el tiempo que sirvió en la casa, tuvo la alacena llena de tortas, galletas, bizcochos y conservas que preparaba cada primavera. Esa alacena fue mi refugio durante varias noches de angustiosa vela.
Al principio, fue la comida de Viola. Se la robaba en cualquier descuido o me comía las sobras. Después, comencé a pedir doble ración y más tarde se desencadenó una ansiedad que sólo podía tapar con más comida. Llegué a hurgar en la basura para rescatar lo que fuera. Me levantaba de madrugada y me deslizaba hasta la cocina con silencio de reptil. Comía cuando estaba triste y en los escasos fulgores de dudosa alegría; al poco tiempo, había aumentado de peso y Viola seguía siendo adorable. Dolores se avergonzaba de mí y no sabía cómo ayudarme. Lo sé porque los escuché una noche antes de que él volviera a la estancia.
– A ver, Dolores, si atendés un poco a Maciel. Mirá cómo está -la increpó.
– ¿Y qué querés que haga? ¿Que le cosa la boca? -contestó ella burlándose, como se burlaba de todo lo que papá le decía.
– No sé, ¿a mí me preguntás? Sos vos la que sabe de esto, ponela a dieta, hacela correr, lo que sea, pero no puedo verla así, parece chancha.
No quise escuchar más. Dudo que haya sido su intención lastimarme tanto; no puedo concebir que fueran capaces de tal crueldad, sentí que me quedaba definitivamente sola y que nada más podía esperar de ellos.
Necesito creer que hay un mundo en el que los afectos prevalecen y lo imprescindible está en el interior. Quiero, quiero, quiero, juro que quiero. Quiero creer al Principito, pero lo esencial sigue siendo demasiado visible a los ojos. Aquí estoy, esto soy, en esto me he convertido. Soy una gorda. Hija de una familia rica, educada en un colegio inglés, con dinero y apellido. He ido a Europa seis o siete veces, conozco Asia, el sur de África y América de punta a punta. Me queda Oceanía, pero me ha venido una súbita rebeldía a tener que comprar dos billetes de avión. Vivo de mi trabajo. Decoro casas, casi todas de amigos de Dolores, pero si no trabajara, viviría igual; dinero sobra. Amigos, no. Sé que la compasión es una forma del desprecio.
He perdido la capacidad de sorprenderme. En casa siempre fue más fácil dar que hablar. El valor del tiempo se medía en función de la actividad social, fuera del hogar, lo más lejos posible y, cuando era puertas adentro, tenía una intención de visibilidad hacia los demás. Los demás siempre eran más importantes. Aprendimos a ser el reflejo que nos devolvían los otros. Si nos veían magníficos, éramos magníficos. Si nos consideraban refinados, refinados éramos, aunque cualquier miembro del servicio do-tuviera mejores modales. De un modo perdimos los parámetros para medirnos la talla. Por eso, se volvió indispensable el qué dirán de él vivíamos pendientes.
Airam, en cambio, tuvo una educación como Dios manda. Siempre fue una mujer de suerte y está equipada con mejores armas que yo. Felicia se lo enseñó desde el vientre y ella creció admirando a una madre que se deshacía para que los hijos tuvieran una vida con más oportunidades. Nada más. Porque eso fue todo lo que heredó Airam: oportunidades que Felicia no tuvo. Cuando murió, Airam y yo hacía tiempo que nos habíamos convertido en amigas. Era una relación extraña, pero con la firmeza de las cosas simples, hasta que las circunstancias nos separaron. Viola le hacía la vida imposible y a mí me brotaba un sentido de justicia que tal vez no fuera más que una reacción contra mi hermana. No toleraba que la humillara frente a las amigas, como cuando le hacía servimos la merienda en la habitación y se complacía en rozarle el codo para hacerle volcar la leche. Esa maldad era el colmo de la diversión para Viola y a mí me daban ganas de romperle su carita de boba. Creo que si no lo hice fue porque me impresionaba golpear algo tan parecido a mí, nada más. Por supuesto que tampoco yo entraba dentro del círculo de las amigas de Viola. Eran las lindas del colegio y por nada del mundo se dejaban ver con una gorda. Además, tampoco yo estaba interesada en la amistad. Andaba siempre con un humor de perros e interpretaba cualquier acercamiento como una demostración intolerable de lástima.
Cuando Viola llegaba con su parva de amiguitas, yo corría a refugiarme en la cocina, el lugar más seguro de la casa, donde Felicia siempre tenía un gesto de ternura pronto para mí, una tibieza que todavía evoco con emoción. Nunca sentí que se compadeciera de mí. Era mujer de pocas palabras y escasa educación, pero tenía la sabiduría nacida del sacrificio y volcaba en sus hijos un amor por el que yo hubiera dado mi casa, mis juguetes, todo. Como casi todas mis relaciones, empecé por envidiar la suerte de Airam. Hacíamos los deberes sobre la gran mesa de la cocina con un vaso de leche y una canasta repleta de lo que Felicia hubiera podido preparar. Al principio, no le hablaba y la miraba de reojo muriéndome de celos. Felicia debió de haberlo notado porque empezó a establecer un curioso sistema de simetrías según el cual las dos recibíamos lo mismo casi simultáneamente. Se sentaba entre ambas, estiraba los brazos y nos revolvía la leche o hacía preguntas acerca de la dificultad de la tarea. Yo apreciaba aquel esfuerzo por compensar mi soledad con un cariño prestado. Me llenaba de ternura que me pusiera al nivel de su hija. Empecé a quererla con locura, más que a Dolores, mucho más. Airam nunca se mostró celosa; sabía bien que tenía madre de sobra y que compartirla conmigo no la iba a privar de su amor. También aprecié aquel gesto de generosidad. Yo no hubiera compartido a Felicia con nadie.
Y ahora me toca esto. Volver a la casa. No podría sola; menos mal que Airam aceptó. ¿Cómo estará después de tantos años? ¿Cuántos?¿Quince? ¿Más? ¿Cómo me verá cuando se enfrente a esta mole en la que me he convertido? ¿Vas a reírte, Airam? ¿Vas a mirarme con pena? ¿Estás delgada? ¿Qué hiciste de tu vida?
Llegué a la decoración escapando de mi cuerpo. La primera puerta que se abrió hacia ese mundo fue la de las telas y surgió, como todo en mí, de una necesidad más bien patética: simplemente no daba con el talle. Recorría tiendas hasta quedar extenuada y el resultado siempre era el mismo: no cabía en ninguna prenda.
Paseaba por delante de las vidrieras con aire despreocupado fingiendo estar de paso, nada más, pero por dentro me devoraba la impaciencia de descubrir alguna blusa lo suficientemente ancha como para acomodar mi cuerpo. En vano. Mi sufrimiento aumentaba cuando veía, a través de los maniquíes perfectos, a las vendedoras enfundadas en pantalones ajustados en los que ni siquiera un brazo mío hubiera entrado. Nada inhibe más que el intento de la perfección. Podía sentir la burla en su mirada. Más de una vez tuve que soportar con estoicismo que me anunciaran lo que yo ya sabía: "Para usted no hay talle". De alguna manera, equivalía a decir: "Usted no existe; para usted no, hay espacio en este mundo".
El calzado era otro problema. A los doce años ya no podía atarme los cordones. Encerrada en mi habitación, intentaba las posturas más ridículas hasta caer desfallecida. Opté por zapatos abiertos, la mayoría de las veces sin talón, siempre con taco bajo o, a lo sumo, una plataforma ancha que soportara mi peso. Soy alta. El asunto de los tacos no es problema, pero veía a Viola deslizar sus pies de cenicienta en unos zapatos elegantísimos, me moría de envidia. Me entraban ganas de serrucharle los tacos o de hacerle una zancadilla, cualquier maldad en la que pudiera ahogar mi desgracia. Tengo un zapatero que me hace el calzado a medida desde hace años. Es un italiano viejo, lo suficientemente sabio como para atenderme sin preguntas. Le llevo fotos que de revistas y él hace lo qué puede teniendo en cuenta la deformidad de mis pies. Una vez intentó hacer un molde en madera para evitarme las incómodas pruebas, pero desistió porque mis pies cambiaban de tamaño con sorprendente frecuencia.
También probé con la ropa de medida. Dolores tenía un diseñador que estuvo encantado de recibirme como clienta y, por supuesto, cobrar tarifa especial. Mi ropa costaba más que la de Viola. A los quince, Dolores nos llevó a Europa para preparamos un buen ajuar de señoritas. Creí que moriría de tristeza. Al cabo de los primeros días, ya no quise acompañarlas a sus sesiones de compras. No soportaba las caminatas recorriendo centros comerciales, saliendo del aire acondicionado al calor de la calle. Dolores tuvo pánico de que me despatarrara en plena rue, como le gustaba decir, así que no puso reparos en que me quedara tumbada en la cama mirando la televisión mientras ellas salían de compras.
Cuando regresamos, ya había tomado la decisión de diseñar mi ropa. Ahí empezó lo de las telas. Me sentía a salvo entre las texturas los colores. Creaba mundos con mis propias reglas y a mi medida. Nunca mejor dicho. Mi sello es el tamaño, las grandes dimensiones que impongo a mis muebles. Todo un estilo dicen los entendidos, pero que es una pequeña revancha, nada más. Ni siquiera entiendo por qué ascendí tan rápidamente, quizás hayan sido los contactos de Dolores o el brillo de mi nombre estampado en el borde de una cortina. Hay veces en que no quedo conforme con el trabajo y me pregunto qué les ven a esos sillones imponentes, las camas elefantiásicas más apropiadas para una orgía que para el reposo de un matrimonio convencional, como fue el último caso. Todo lo hago en grande. Cobro el triple, también. Lo más gracioso que me pagan con gusto. Sé que hay muchos que se pavonean diciendo que tienen un Maciel en su casa, como si se tratara de un cuadro de valor. Son los mismos que se ríen a mis espaldas de mi gordura; los mismos que ya no saben en qué gastar la plata y esperan hasta un año para que les haga un lugar en mi agenda.
Dolores no tiene ni una vela diseñada por mí. Dice que mi gusto es demasiado ostentoso para su carácter delicado, que ella está sólo para muebles de estilo, las antigüedades. Puede ser, puede que me haya hartado de vivir en un museo y haya decidido virar con aires nuevos. Me gustan los colores estridentes, las combinaciones escandalosas, ando siempre coqueteando con el mal gusto pero no me dejo atrapar en sus redes. Algunos dicen que lo mío es kitsch. Quizás, aunque tendrán que matarme para que los deje ponerme la etiqueta. Eso es parte de mi estilo; una frescura, un desparpajo que me da alas y me permite crear a mis anchas. Hago cualquier mamarracho y encima me pagan. Ponen sus trastes sobre sillas que diseño en noches de insomnio, combinando cualquier cosa que va sobrando en mi taller. ¡Si sabré yo de esta gente! Quedan chochos de la vida, aunque terminen con la espalda doblada o el culo acalambrado. Pero tienen un Maciel. Si eso no es estupidez, que venga alguien y me corrija.
Cuando empecé a diseñar mi ropa, sentí la liberación de no tener que depender más de la caridad de los otros. Compraba enormes cortes de las mejores telas y los desplegaba en el piso de mi habitación. Encima ponía un molde de papel con las dimensiones de mi cuerpo. Al principio, se me caían las lágrimas cuando veía mi silueta imponente. Sofocaba esa angustia con comida, por supuesto. Desde la adolescencia, tuve una heladerita en el dormitorio. Fue el último regalo de cumpleaños que me hizo papá y causó una de las peleas más furibundas que hubo en la casa. Dolores lo increpó por incentivar de aquel modo lo que ella consideraba una desviación de conducta. Yo me había encerrado en la cocina y hasta ahí llegaban los gritos y las acusaciones recíprocas. Ahogando la pena en una crema que comía de la fuente, oí cómo hablaban de mí sin el menor cariño. Para ellos, yo era la gorda, esa gorda, la vergüenza de la familia, un despojo humano, una floja que no tenía fuerza de voluntad para ponerse a dieta. Esas y algunas otras sutilezas que mi mente ha preferido olvidar brotaron aquella noche de la boca de mis padres. Tuve que convencerme de que nada podía esperar de ellos. No los juzgo. Me hice cargo de mi vida como pude y a otra cosa. Mandé a la mierda a la familia y lo poco que representaba para mí. De ellos sólo me queda el apellido, un dudoso honor que me ha abierto puertas y del que me aprovecho aunque no me enorgullece. Aquí estoy. Me llamo Maciel y hago lo que puedo.