VI

Extrañé cuando Felipe se llevó a Airam de casa. No me había dado cuenta del cariño que le tenía hasta que faltó. Empezaba a creer que estaba condenada a vivir de esa forma, perdiendo.

Viola ya estaba en preparativos para viajar. Se le había metido en la cabeza que tenía que ir al Tíbet y papá, con tal de sacársela de encima y no tener que aguantar sus insoportables súplicas cada vez que volvía, le dio el dinero y se deshizo del problema. No preguntó si viajaba sola, cuándo volvería, por qué ese destino tan poco común. Creo que ni se le pasó por la cabeza que mi hermana anduviera metida en una secta de locos, fumando cuanta porquería podía conseguir y adorando a un tipo misterioso del cual sólo supe el apodo. Parecía estar fascinada con él. No hacía más que repetir sus enseñanzas -que a mí me sonaban a basura-, hablar de la paz de su mirada y la suavidad de sus manos. Por supuesto que se acostaba con él. Todos lo hacían. Era parte de la comunión espiritual, me dijo un día cuando le grité que se había vuelto loca. Jamás vi al tal maestro, ni siquiera en fotos, pero sé por Viola que era un hombre de unos sesenta años, de cabello largo y barba. "¿No te morís del asco?", le pregunté, y ella me respondió que no con aquella sonrisa lánguida que se le había instalado desde que frecuentaba a ese tipo.

Confieso que tampoco yo hice mucho para detenerla. Era evidente que no andaba en buena huella, pero no sé, creo que no nos queríamos lo suficiente. Nunca aprendimos el amor en mi casa. Ni siquiera soy fruto de ese sentimiento. Ni por un instante, ni cuando me concibieron se amaron, los muy egoístas. Eso hubiera ayudado bastante, creo. La cuestión es que no me preocupé por Viola. Tuve la posibilidad de detenerla mientras la observaba preparar una minúscula valija cantando sus oraciones en un lenguaje seguramente inventado por aquel sinvergüenza. No sé exactamente qué me impidió hacerlo. Creo que no me importaba, eso creo. También puedo defenderme diciendo que estaba muy ocupada salvando mi vida como para dedicarme a rescatar locas. Puedo decirme mil cosas, inventarme discursos que, por otra parte, nadie me reclamó jamás. Puedo y, sin embargo, lo que no puedo es engañar a mi conciencia, que, al cabo de tantos años, sabe que la razón fue la falta de amor. Y eso es todo.

Quedamos en la casa la tía Etelvina y yo, un dúo demasiado desparejo como para funcionar bien. Apenas nos cruzábamos, jamás comíamos juntas y hacíamos lo posible por evitar cualquier intimidad creada por las circunstancias. La muchacha que suplantó a la pobre Felicia se desenvolvía a duras penas. Papá la trajo de un caserío cercano a la estancia. Criada entre cerdos y gallinas, casi se muere cuando llegó a la ciudad. En qué cabeza entraba que una chiquilina de diecisiete años, que no conocía más horizonte que las sierras que bordeaban su rancho, podía venir a servir en una casa como la nuestra. Papá no pensó en eso, por supuesto; y si lo pensó, se hizo el tonto para emparchar el problema y volverse a lo suyo.

La tía la trataba bastante mal. No creo que fuera por crueldad, sino porque la exasperaba la estupidez de la muchacha, que no distinguía entre una copa de agua y una de vino. Varias veces la vi aguantando las lágrimas ante una reprimenda que parecía dirigida a un animal.

Me enfrenté a la tía y no fue por la muchacha, sino porque me tenía harta con su aire de superioridad. Le recordé que estaba en casa ajena y que me molestaban sus gritos, que por mí podía irse cuando quisiera, es más, que me haría un favor inmenso si se ofendía de una buena vez y se mandaba mudar ahí mismo. Me llamó insolente, mal criada, indigna de mi apellido y otras delicadezas que palidecían al lado de los insultos que yo le devolvía en silencio; pero no se fue. No podía, según comprendí después.

Me inscribí en la universidad para seguir la carrera de arquitectura. Fue más por aburrimiento que por otro motivo. De vocación, nada. Me daba sueño solamente imaginarme devorando libros y haciendo proyectos durante años. ¿Para qué? ¿Para que al final me dieran un papelito que me autorizaba a ganarme la vida levantando paredes? Yo no necesitaba de aquello para sobrevivir. La vida, en su aspecto material, se entiende, me había sido servida en bandeja y no tenía más que estirar el brazo para alcanzarla. Tampoco me seducía la idea de embarrarme los zapatos entre obreros que se burlarían de mi tamaño. Pero, así son ciertas decisiones que uno toma, caprichosas, sin explicación. No tenía ganas de pasar los días encerrada en la casa aguantando a la vieja, que cada día me odiaba más. Quizá fue ésa la razón primordial. Teniendo en cuenta que mi vida social era nada por aquel entonces, que no tenía amigos ni familia, mi opción se entiende.

Empezaba las clases un lunes de abril. Días antes ya me había invadido la ansiedad que tan bien conocía. Por supuesto que comí más que de costumbre. Ya no me pesaba. Había roto dos balanzas de las pequeñas y no quise saber nada más con ellas. No me daba cuenta exacta del origen de mi ansiedad. Tampoco tenía con quién hablar, así que me dediqué a comer fingiendo placer. La muchachita nueva me miraba de reojo, pero no decía nada. Terminó por molestarme su mirada cargada de lástima y pedí que me llevara la comida al dormitorio, donde podía estar a gusto con mi soledad. Más o menos a gusto, claro; sabía que aquello no me hacía feliz.

La noche antes del día esperado, abrí mi armario y corrí las perchas varias veces de un lado al otro. Nada me satisfacía para ponerme día siguiente. Pensaba en las demás personas y se me ocurría que estarían excitadas por el ingreso a la universidad, planificando horarios, tejiendo sueños, compartiendo con la familia esa angustia grata que produce lo nuevo. En fin, que me sentí bastante desgraciada. La mañana me encontró desparramada sobre la alfombra, en un mar de migas y transpiración. Me levanté con mi lentitud de tortuga y fui al baño a ducharme. Hacía años que no podía usar la bañera. Primero, era la dificultad para meterme en ella; levantar la pierna se me hacía una tarea dificilísima. Después, desbordaba el agua y me quedaban las carnes aprisionadas en los bordes. Pedí que la sacaran y en su lugar hice instalar un duchero. También se me ocurrió lo del manguito extensible para lavarme los pies y otras partes del cuerpo a las que no llegaba de ningún modo. Usaba un jabón líquido que me lanzaba chorritos; luego dejaba correr el agua hasta que el vapor hacía irrespirable el aire y salía con sumo cuidado de no resbalar. Me duchaba al levantarme y al acostarme en invierno y varias veces durante el día, cuando hacía calor. Era un procedimiento engorroso, que me tomaba el triple de tiempo que a Viola, pero no sé qué hubiera sido de mí sin el alivio del agua.

La peor parte era desnudarme. Sabía que me quedaba a solas con mi cuerpo, sin la piedad de la ropa, y eso me aterrorizaba. Por eso mi baño no tenía espejos. Tampoco el dormitorio. Si me cruzaba con alguno en otra parte de la casa, miraba hacia otro lado. Estuve años sin verme. No quería. Sabía en lo que me había convertido. Mis espejos eran las miradas crueles que recibía cuando no tenía más remedio que salir a la calle. Bastaba esa humillación.

Entré en la facultad casi sin aire después de una escalinata imponente; fui hasta una cartelera sintiendo las miradas de los otros como aguijonazos sobre mi cuerpo. Ahí estaba indicado mi salón, el 36, recuerdo. No me animaba a preguntar, así que busqué por mi cuenta, atravesando los pasillos atestados. A todos miraba con un gesto que alguien pudo haber interpretado como un desafío. Nada más lejano a eso. Mis ojos buscaban gordos entre tanta gente. Encontré alguno, pero yo seguía siendo la campeona. Tuve que ascender por una escalera bastante estrecha para llegar al salón. Los que venían bajando volvían a subir cuando se les oscurecía el mundo ante aquella mole que avanzaba con dificultad. Esperaban en el descanso con una paciencia misericordiosa. Intenté apurar el paso, pero no gané más que alguna risita burlona que me hirió profundamente. Les dediqué una mirada cargada con tanto odio que bajaron la vista y descendieron a toda prisa.

Todavía me faltaba el golpe de gracia, sin embargo. Al llegar al 36, la clase ya había empezado. Abrí la puerta y sentí un millón de ojos volverse hacia mí. Entonces pasó lo peor. Un muchacho levantó su saco de la única silla que quedaba sin ocupar y me hizo señas para que me sentara. En un instante medí las dimensiones de aquella sillita y las comparé con la enormidad de mi culo. Temí un ridículo mayor, pedí disculpas y salí. Deshice mi camino escaleras abajo, volví a pasar por la cartelera, atravesé con toda la prisa que pude los pasillos y la escalinata exterior como si me hubiera equivocado de facultad. Ese fue mi primer día de universitaria. El último, también.

Me recluí en la casa, odiando sin poder medir el odio ni controlar su dirección. En definitiva, me odiaba a mí misma. No nací con impulsos suicidas, así que no se me dio por eso. Tampoco tenía un dios a quien rezar y la tía Etelvina molestaba bastante, sobre todo los sábados. Aquello era un infierno. No, mejor un páramo, porque en esa casa todo el mundo andaba muy solo. Decidí montar un pequeño taller en la planta baja, en una habitación contigua al garaje, que en otros tiempos había servido de despensa. No tenía más que una mesa de dibujo, lápices, pinturas y algún catálogo que Dolores enviaba cada tanto. Así empecé. El encierro me volvió creativa. Volcaba en mis diseños toda la energía que retaceaba a la vida. Creí que, por fin, había encontrado mi lugar en el mundo y que a eso se reduciría mi destino. Se apoderó de mí uno de los sentimientos más peligrosos: la resignación.

Mi reputación creció alimentada por la levadura de la frivolidad. En poco más de un año debí ampliar mi taller y tomé otras dos habitaciones. Muy a regañadientes, me vi obligada a contratar un ayudante y una secretaria. Me molestaba tener que compartir mi refugio con dos extraños, pero el trabajo superaba mis posibilidades. No fue difícil encontrar secretaria. Llamé a un par de amigas de Viola que estaban necesitando trabajo. Eran de las tantas provenientes de familias venidas a menos, a las que solamente quedaba el apellido, comían bastante mal, no pagaban a sus empleados, ahorraban hasta en el papel higiénico, pero seguían manteniendo mucama, gastando en ropa y exhibiendo su apellido como una reliquia obsoleta. Cada una por su lado, intentó disfrazar la necesidad diciendo que lo hacía por pura distracción. Evalué los méritos, pesé las ventajas, comparé virtudes y defectos y, finalmente, me quedé con la menos estúpida.

Lo del ayudante fue distinto. Necesitaba una inteligencia creativa, un habilidoso manual, pero también agudo observador de los gustos y modas. Busqué y rebusqué en memorias y agendas, pero no conocía a nadie que diera con el molde. Quizá la tía hubiera podido sugerir al hijo de alguna de sus amigas, pero me negaba a deberle el más pequeño favor. Hice lo que tantas veces había escuchado que no se debe hacer: puse un aviso en el diario. Confieso que sentí inquietud. Dolores siempre repetía que era un riesgo contratar personal de esa forma. Traté de sacudirme los temores, pero me costó. "¡Condenada, Dolores!", pensé y sonreí.

Debo de haber sido muy exigente en las condiciones porque solamente vinieron cinco personas, todos hombres según decía el aviso y, pensándolo bien, no sé por qué decidí que fuera así. No dormí nada la noche anterior y, por supuesto, agoté las provisiones de la heladera que tenía en el dormitorio. Ensayé posturas, frases cortantes, caras de mala que no dejaran lugar a dudas de quién mandaba allí. Lo que más me atormentaba era lo que aquellos hombres pudieran pensar de mí. Curioso, ¿verdad? Sentía como si yo fuera a rendir la prueba de admisión. Esa experiencia me sirvió para entender que en todas las interacciones humanas los miedos son compartidos.

No tuve que hacer demasiado esfuerzo para elegir. De hecho, el candidato se eligió solo. Fue el segundo en entrar. Yo no lo había mirado, como tampoco al anterior. Era una conducta nacida de mi inseguridad; hacía años que no miraba a la gente a la cara. Excepto a Airam, ahora que lo pienso; con Airam me sentía bastante humana. Entonces, le pedí los datos con una extrema severidad en la voz y, mientras anotaba, sentí que me estaba observando.

– ¿Te conozco?

– No creo -respondí de mal humor y casi descalificándolo.

– Sí, te conozco de la facultad.

La curiosidad me hizo levantar la vista. Era un hombre de unos veinticinco años, absolutamente corriente en su apariencia salvo por el detalle de las manos, unas manos enormes, de dedos gruesos y uñas comidas.

– No, no nos conocemos.

– Pero sí, entraste tarde a clase, el primer día…

Entonces recordé vagamente una mano que retiraba un saco de encima de la única silla disponible en el salón 36, y me avergoncé.

– Puede ser.

– Claro, estabas nerviosa, te equivocaste de salón, te pusiste colorada…

No supe cómo terminar la entrevista, así que le di el trabajo, despaché a los otros y me juzgué la mujer más torpe de la Creación.


* * *

La rutina de los sábados se estaba volviendo una cuestión espesa. Por la mañana, la tía andaba hecha un solo nervio. Daba indicaciones a la muchacha para que le hiciera cualquier cosa en su casa o le daba dinero y le regalaba el día. Varias veces intentó deshacerse de mí, pero tras algún encontronazo prefería no vérselas conmigo y se contentaba con que me metiera en mi habitación en compañía de dos o tres películas que consumía sin demasiado interés hasta quedar dormida. Así fueron mis noches de sábado por mucho tiempo. Había elegido algo que llamaba soledad, pero no era más que aislamiento. La soledad es buena cosa, incluso necesaria, inevitable. Pero aquello era una imposición de las circunstancias y de bueno no tenía nada. Por supuesto que me engañaba diciéndome que así lo había elegido, que mejor sola que aguantando burlas, que no necesitaba a nadie para vivir y otras mentiras con las que estiraba las horas para esquivar la desesperación. Hay, sin embargo, una parte del espíritu que es imposible estafar. No sé bien cuál es ni a qué niveles funciona, pero cada tanto aflora con la verdad descarnada, generalmente dolorosa. Supongo que es ahí cuando las personas eligen entre cambiar o suicidarse.

Aquel sábado estaba agotada. Mario y yo trabajamos en el taller toda la madrugada para entregar el proyecto de decoración de un hotel. Hacíamos un buen equipo. Yo ponía la creatividad; él, sus manos prodigiosas, que cazaban mis ideas al vuelo y las llevaban al papel. Me fascinaba verlo concentrado sobre la tabla, dudando entre colores como si en ello se le fuera la vida. Estaba satisfecha con su trabajo y, sin embargo, no me salía ni una palabra de aliento. De hecho, lo trataba bastante mal, pero Mario era un tipo sensible y captaba que aquella aparente hostilidad no era más que una pantalla para ocultar mi fragilidad interior. En cuanto a la tarada, Jazmín se llamaba, no hacía más que contestar el teléfono y moverles el culo a los clientes, cosa que me venía bien. También se lo movía a Mario, y bastante. Eso ya me fastidiaba, porque a Mario se le caían los ojos cada vez que ella le daba la espalda. Aquella tarde, la despaché temprano, necesitaba tranquilidad para trabajar. Dejó un perfume dulce que no pude sacar del lugar por más que abrí todas las ventanas. Terminamos a eso de las siete de la mañana con un café cargado que el mismo Mario preparó. No habíamos hablado más que lo indispensable, pero el olor del café tiene algo mágico, como el chocolate.

– Entonces, lo llevo el lunes a primera hora.

Asentí con susto como si él fuera el patrón y yo una humilde empleada sin saber qué hacer con ese momento de intimidad. Mario abrió los planos por enésima vez y puso cara de satisfacción. El cansancio le había marcado unas ojeras como pozos que le daban un aire de responsabilidad, de hombre de familia, pensé.

– Este punto no lo mata nadie.

– Eso espero.

– Habrá que contratar más gente.

– Ya pensé en eso.

Quería marcar distancias, decirle que yo era quien mandaba ahí, que se fuera a su casa de una buena vez. No pude. Mario me estremecía. Me daba miedo esa sensación. A la distancia veo que lo que me daba miedo era perderlo, como me había pasado con todo en la vida. Ya lo añoraba por anticipado y lo maldecía por un abandono precoz.

– Me los llevo, entonces.

Salió con la única despedida de una mano levantada y yo me quedé sentada detrás de mi escritorio, maldiciéndome.

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