El vendedor de escobas siempre me pareció viejo, aunque no dudo de que esta apreciación estuviera viciada por las distorsiones naturales de la edad y el tamaño. Cuando niña, todo me resultaba enorme. Ahora tengo una dimensión nueva de las cosas. Los techos han bajado considerablemente y las calles ya no me atemorizan como laberintos imposibles. A medida que fui creciendo y encontrándome en mi cuerpo, el mundo se volvió un lugar abarcable y el largo de mi brazo fue el límite de mis posibilidades físicas.
Así será, supongo, cuando tenga que acompañar a Maciel a desmantelar la casa. Todo me resultará más pequeño y ya no me asustarán los cortinados ni las esculturas. Me produce una cierta curiosidad volver allí después de tanto tiempo. Maciel, en cambio, está muerta de miedo. No lo dice, claro, pero sé que es así. Me llamó ayer para pedirme ese favor y estuvo media hora hablando de tonterías antes de animarse. "Maciel", le contesté, "por supuesto. No era necesario dar tanta vuelta". Entonces, como siempre, huyó de una probable discusión, me dijo que pensaba mandar todo a remate, que era cuestión de meter las cosas en cajas y que llevara ropa vieja porque la casa estaría hecha un asco después de tantos años sin ventilar. Ambas sabemos lo que esto significa, pero nos concedimos la tregua de no desempolvar viejas tristezas, al menos no por teléfono, aunque parece inevitable que, una vez allí, los recuerdos se empecinen en volver.
No sé cuánto puede uno mantenerse a salvo de la memoria. Tampoco sé si es sano esquivar la evocación de cosas tristes o si es necesario zambullirse hasta que arda el alma. No creo que haya recetas para esto. De algún modo hacemos una selección de lo tolerable y escondemos lo otro, lo tapamos con trivialidades, con frivolidad. Quizá, después de todo, la frivolidad no sea tan mala. Nos permite sobrevivir, como una capa de barniz que protege la madera.
Yo fui una frívola absoluta, pero era pura flaqueza. Como todo lo extremo, no era buena. Después, el tiempo y las heridas hicieron su trabajo. Claro que tuve que poner voluntad, mucha voluntad, pero para eso primero necesité darme cuenta de la mentira en la que vivía y aprender a distinguir aquello de lo que no debía desprenderme. Sin embargo, todo no puede ser sacrificio, tiene que haber un espacio para el ocio y el placer, incluso para la estupidez. Entonces comprendí que un poco de frivolidad también me hacía sentir humana.
Antes de verlo, yo sabía que era el vendedor de escobas. Era la forma de tocar el timbre lo que anticipaba su cara agriada; una forma breve, impaciente, que escondía ansiedad o quizás hambre. Nunca antes había reparado en ese sutil detalle, pero es así, cada persona tiene su estilo para tocar timbre aunque se trate siempre del mismo insignificante botón. Mi madre, por ejemplo, lo hacía dos veces, dos pulsaciones idénticas, tan previsibles como su buen ánimo impermeable a la enfermedad que finalmente la mató y que llevó con plena conciencia por años.
En cambio, Felipe se apoya con todo su esqueleto hasta que percibe que alguien se ha percatado de que está allí. Vive apurado, sin sentarse para comer, diciendo cada cinco segundos que el tiempo no le alcanza; pero yo lo he estado observando con atención y estoy segura de que no es más que una costumbre que se le ha hecho necesaria para sentirse alguien. En otra época, Felipe tuvo que multiplicarse, sacar cien brazos y mil piernas, engañar al sueño con litros de café y alguna pastilla, andar como loco de un trabajo a otro soportando órdenes y haciendo cosas que no le gustaban. Parecía un espectro cuando llegaba a casa, pellizcaba el sueño no más de una hora, se pegaba una lavada de gato y volvía a salir. Yo me levantaba para hacerle compañía, pero casi no hablábamos. Tenía total certeza de los escasos minutos de los que disponía antes de marcar tarjeta en vaya a saber Dios qué sucucho. Su olor era extraño, una mezcla de sudor y desencanto que se hacía irrespirable. Creo que nunca tuvo conciencia de ese olor tan particular que luego fue perdiendo. No me animaba a decirle nada, abría un poco la ventana de la cocina y salpicaba el aire con gotas de limón apenas él se iba.
Ahora, que no necesita correr como antes, que la comida alcanza y yo tengo mi título colgado de la pared, Felipe sigue repitiendo su letanía de hombre apurado y me doy cuenta de que es lo único que lo hace sentir importante, la sensación artificial de que sus segundos son vitales para un proyecto merecedor de tal entrega, un proyecto que, en el caso de Felipe, siempre será ajeno.
Lo cierto es que de aquellos años no pudo sacarse la costumbre de creer que no tiene tiempo y esto lo lleva a ser una persona bastante difícil para la convivencia. No hay mujer que aguante semejante locura. Yo, en cambio, no tengo que hacer ningún esfuerzo para vivir con él, y es porque puedo ver más allá, donde los demás no ven. Un defecto entre tantas virtudes no me parece razón suficiente para desechar a una persona, mucho menos si esa perdona ha sido inmensamente generosa, al punto de dejar la juventud para que otro alcanzara sus sueños. Ese es mi hermano, Felipe, el loco, como lo llaman en el barrio; mi hermano Felipe, como lo siento yo.
Pero vuelvo al vendedor de escobas, cuya forma de tocar el timbre presagiaba un ritual que por muchos años se volvió rutina. Apenas lo oía, me lanzaba a la ventana y lo espiaba detrás de las cortinas. El traje gris no llegaba a cubrirle muñecas y tobillos. No usaba medias y los zapatos, único detalle del atuendo que cambiaba cada tanto, eran notoriamente estrechos para aquel hombre altísimo que, de tanto vivir entre escobas, había terminado pereciéndose a ellas. Me llamaba la atención el cuerpo desgarbado que terminaba en una cabellera recortada a tijeretazos, sin el menor cariño. Así andaba por la calle, con paso de jirafa, apenas encorvado por el peso de una docena de escobas que llevaba sobre el hombro izquierdo. No levantaba la vista ni para cruzar la calle. Más de una vez estuvo a punto de ser atropellado por algún automovilista que frenaba a tiempo y luego lo insultaba con impunidad. Él no miraba, ni mucho menos respondía. Parecía disfrutar de esa exclusión del mundo, o quizá fuera la única forma de soportar la vida, hacer como si nada pudiera rozarlo, una suerte de armadura imaginaria que lo mantenía a salvo de la soledad. No creo, sin embargo, que el vendedor de escobas pudiera escapar de sus recuerdos. Era evidente que su vida lo seguía como una sombra y, cada tanto, le hacía de contrapeso en el hombro derecho.
Cuando yo oía el timbre corría a mirar, solamente a mirar, porque sabía de antemano que no iba a comprarle. Me detenía a un par metros de la cortina y desde allí observaba el rostro crispado, la mano todavía apoyada en la reja, las escobas equilibradas sobre su cola. Las pocas veces que coincidimos, no intercambiamos palabras. Quedaba estático, como si su carga hiciera obvia la razón de su presencia; me miraba a los ojos con una cierta desesperación y un chispazo de resentimiento que yo devolvía con un gesto negativo hecho con la cabeza o con la mano. Eso sucedió por muchos años, hasta que un día noté que ni siquiera esperaba mi rechazo. Si nos cruzábamos por casualidad, se detenía un segundo y seguía la marcha cansina. Me resultaba una actitud antipática y por demás necia. Necesité tiempo y vida para comprender que aquello era dignidad.
Por mucho tiempo dejé que el orgullo dominara mis actos. Lo veo ahora, claro está; desde la perspectiva que da el tiempo, es fácil arreglar la vida propia e incluso las ajenas. Sobreviene una cierta piedad, nos volvemos comprensivos y llegamos a creer que podemos perdonar. Pero para llegar a esta conclusión hay que pasar por la vida, no hay atajo.
Si me asaltan estas reflexiones de domingo, trato de no quedarme sola en casa. En realidad, le escapo a la tristeza y quizá esta actitud sea el motor de mi vida. En eso ando mientras hago que vivo, y no me disgusta. Después de todo, al huir de las penas voy tras el deseo de ser feliz. Unas me tironean desde el pasado; lo otro me tienta desde el futuro. Y mi presente, lo único que verdaderamente tengo, no está tan mal, después de todo.
Me llamo Airam, un nombre que a primera vista parece extraño pero que no es más que María escrito al revés. Si creyera en el determinismo, diría que desde la cuna estuve predestinada a ir contra la corriente, pero trato de rebelarme frente a este tipo de ideas; así que pienso en positivo, es decir, que mi nombre no es María al revés sino pura y simplemente Airam, un nombre nuevo, creado para mí. No conocí a mi padre. Hasta que fui adulta repetí: "¿Papá? No tengo", pero un buen día me di cuenta de que, mal que nos pese, nadie nace de un repollo. Entonces, empecé por admitir que tuve un padre y luego intenté saber algo más acerca de él.
Según me contó Angélica, mi tía, que de ángel no tiene nada, mi padre era un alcohólico de malos modales, seductor hasta decir basta cuando estaba sobrio, pero que se volvía agresivo y golpeaba lo que tenía a mano en cuanto retocaba su permanente borrachera. Trabajaba en el puerto y conoció a mi madre en un baile de carnaval. Ella tenía apenas dieciséis años y él la doblaba en edad, así que no fue difícil conquistarla prometiéndole una vida lejos de la miseria en la que la pobre arrastraba sus días. Mamá, en aquel tiempo, ya estaba colocada en casa e un matrimonio de abogados donde hacía la limpieza y cuidaba a los niños. El jueves era su día libre y lo pasaba caminando por la rambla costanera. Dicen que era muy bonita antes de enredarse con mi padre. A mí no me cuesta creerlo, aunque cuando pienso en ella me viene a la mente una mujer con una expresión tal de cansancio que quisiera tenerla cerca para poder llenarla de comodidades, sentarla en un sillón y levantarle los pies sobre almohadas, comprarle chocolates, regalarle la televisión que siempre quiso, organizarle un viaje o quedarme a su lado y responder a sus preguntas para ver la satisfacción dibujada en el rostro. Es una ironía que ya no la tenga, pero así son cosas, a veces uno llega tarde a los propios sueños.
Mamá cumplió los veinte mientras me paría en una sala del hospital de pobres. Según contaba, las contracciones no eran lo peor, sino la angustia que le producía saber que Felipe esperaba del otro lado de la puerta, aguantando aquel abandono tan bien como sus tres años lo permitían. Cuando mamá rompió la bolsa, estaba, como de costumbre, sola. Papá no había vuelto desde hacía días y ella no supo a quién confiar su hijo en aquella pensión de marineros. Entonces lo arrastró hasta el hospital, adonde llegó con media cabeza mía asomándole entre las piernas. Por eso nadie reparó en Felipe, que se acomodó en un rincón y se quedó dormido de tanto llorar. Lejos de anidar un lógico resentimiento, Felipe se encariñó conmigo de inmediato y, cuando fue evidente que mi padre no volvería, asumió su papel de hombre de la casa; un destino que lo hacía sentir importante y al que consagró su vida.
La leche de mamá resultó ser suficiente para alimentarnos a los dos por un largo tiempo. A Felipe le da vergüenza admitir que tomó la teta hasta casi cumplir cinco años, pero mamá estaba orgullosa de haber sido tan buena nodriza para sus hijos y se encargaba de recordárselo en los momentos menos oportunos. Esa revelación de intimidad familiar le costó a mi hermano un par de noviecitas que huyeron apenas escucharon la historia. Mi hermano se ponía como loco cuando mamá contaba con lujo de detalles cómo él se le prendía con ganas a los pezones hasta hacérselos sangrar; cómo ella tenía que andar espantándolo cuando tomaba demasiado y no dejaba para mí; cómo le gustaba quedarse dormido chupando. Era un juego de cuya perversidad no eran conscientes. Mamá nunca pensó que de esa manera le hacía difícil la relación con cualquier otra mujer. Si hubiera tenido una mínima sospecha de esta castración, se hubiera cosido la boca antes de recordárselo.
Por su parte, Felipe se hacía el ofendido, en el fondo le encantaba sentirse unido de esta manera a su madre; una manera casi incestuosa, un universo en el que sólo había sitio para ellos dos; el único lugar donde estaba seguro. Por supuesto que jamás cruzó por su cabeza la idea de asociar esta imposibilidad de cortar el cordón con sus incontables fracasos amorosos. Un mal día, llegó a casa con la cara roja, le faltaban dos botones de la camisa y tenía huellas de uñas cerca de la nariz. "¡Se van todas a la mismísima mierda!", gritó y nunca más le conocimos una novia.
Mamá no era hueso blando de roer. Apenas aceptó la realidad de que estaba sola con dos hijos, no perdió un segundo ni gastó lágrimas. En el hospital, cuando le preguntaron por mi nombre, pensó un instante y respondió "Airam". Años después supe que lo hizo por pura venganza, para darle por la cabeza a mi padre que quería tener una hija solamente para ponerle "María", como la del tango.
Yo no había cortado mi primer diente cuando nos mudamos a lo de los Pereira O. Mamá había sido recomendada por la cocinera y los patrones la habían tomado a prueba por tres meses sin saber que el paquete incluía un niño y una bebita. Vivimos dos semanas escondidos en las dependencias de servicio. La cocinera fue una cómplice perfecta; sofocaba nuestro llanto con una radio siempre encendida de la que brotaba música tropical desde el alba hasta el anochecer. A Felipe le llevaba tacitas repletas de mermelada y a mí me endulzaba el chupete para templar mi carácter, que ya por entonces se vislumbraba difícil. ''Felipe es un santo", solía decirle a mamá, "pero la chiquita te va a sacar canas verdes".
Tal locura estaba destinada a durar poco. Mis berrinches explotaban a cualquier hora, mamá desaparecía misteriosamente de su lugar de trabajo para cambiarme los pañales o servía la cena a los señores con la camisa empapada a la altura de los pechos. Una madrugada, la señora entró en nuestro cuarto sin aviso y descubrió a mamá dándome de mamar mientras Felipe dormía a su lado. Hubo un día completo de desasosiego familiar en el que campeó la incertidumbre. Por horas se discutió, gritó y amenazó, pero al caer la tarde había primado la buena voluntad de los Pereira, no tuvieron corazón para echamos y permitieron que nos quedáramos hasta que mamá encontrara otro trabajo. La búsqueda no fue necesaria porque en el año que siguió no hubo mucama más eficiente que mi madre. No sé cómo se las arregló, pero cumplió con su función esmerándose al máximo para ganarse un lugar en aquella casa. Si debía optar entre cuidamos o atender su trabajo, prefería lo último; decía que era la forma de protegemos. Así crecimos mi hermano y yo, la mayor parte del tiempo encerrados en un cuarto con una única ventana a la altura del techo desde donde se veía una madreselva que dejaba caer florcitas sobre nuestras cabezas. Felipe, que tenía y tiene la costumbre de llevarse todo a la boca, arrancaba el cabo a las flores y chupaba el néctar como si fuera el mejor de los dulces.
La casa de los Pereira era grande; por sus ventanales se colaba el sol y hacía juegos de sombras en las paredes proyectando las pequeñas esculturas. Felipe me tenía convencida de que aquellas figuras tomaban vida con la luz. Y como demostración de sus palabras, me recordaba el tamaño desmesurado que adquirían sus siluetas grises que yo apenas me atrevía a mirar escondida entre las cortinas.
La señora pasaba la mayor parte del tiempo en actos de beneficencia, desfiles, exposiciones y torneos de bridge en los que, según repetía el señor despectivamente, las señoras bien se juntaban a comer masitas para poder darles fideos a los pobres. A mí no me parecía mal que se dedicara a esas cosas, sobre todo porque en esas ocasiones me dejaba entrar en su cuarto y observarla mientras se arreglaba. Era una señora de lo más linda, con un cuello largo que siempre llevaba estirado como si necesitara mirar más allá de un cerco imaginario. Casi no me dirigía la palabra, salvo cuando me pedía que le alcanzara alguna prenda o le subiera el cierre; pero a mí me bastaban los aromas de cremas y perfumes, el brillo mágico de sus joyas, los tonos aterciopelados del maquillaje, las telas suaves, para sumergirme en un paraíso encantado donde me sentía mareada y feliz.
El contacto con la sensualidad me hacía perder conciencia de tiempo y espacio. Varias veces me encontraron extasiada dentro de mis fantasías, sobre la alfombra, horas después de que la señora se hubiera marchado. Entonces mamá me zarandeaba hasta hacerme volver de mi ensueño y me daba de cara contra nuestra pobreza recordándome de dónde veníamos y cuáles eran nuestras expectativas. Esa perfecta asunción de la miseria como un sello puesto en la frente fue lo primero que me despertó la rebeldía. Pero eso, aunque comenzó a gestarse mis primeros años, estalló como un volcán cuando la adolescencia me hizo crecer ilusiones que no me resignaba a abandonar.
Los Pereira tenían gemelas, Viola y Maciel, que nunca pudieron divertirse cambiando de identidad, porque una era flaca y la otra sufría un grave sobrepeso. Según mamá, no tuvieron mayor problema en adoptarme, aunque sospecho que quizás esta pronta aceptación se debiera más a su hastío de tanta muñeca nueva que a un súbito arranque de afecto maternal. Lo cierto es que crecí con ellas, usando la ropa que desechaban, los libros que nunca les gustaron y que iban a parar directamente a mi dormitorio apenas los recibían, los juguetes despreciados incluso antes de salir de su caja.
Los libros llenaron todos mis espacios, al punto tal que comía leyendo y abría la ducha para fingir un baño que nunca me daba, mientras me sentaba sobre la tapa del inodoro para terminar algún capítulo. Soñaba con princesas raptadas y viajes al centro de la Tierra, andaba por la casa como una sonámbula buscando un rincón silencioso para perderme en cualquier historia. Siempre he amado los libros. Aun antes de aprender a leer, me gustaba tocarlos, aspirar su aroma de papeles, tintas y cueros que me evocaba lugares remotos. Ese particular perfume me sirve de consuelo hasta el día de hoy; tanto es así que corro a refugiarme en sus páginas, literalmente en ellas, cada vez que me abate alguna pena; en cualquier lugar donde esté. Debe de ser todo un espectáculo para quien no me conoce verme hundir la cara en ellos, refregar la nariz, inhalar como si se tratara de una droga o algo parecido. Una vez que un libro llega a mis manos, queda soldado para siempre a mi existencia. Cada uno lleva una huella que únicamente yo comprendo y nunca los abandono sin mi nombre escrito en la segunda página y la última, anotaciones al margen, líneas o párrafos enteros subrayados y un escándalo flores secas. Cuando los abro después de años y encuentro allí las flores intactas, me viene un soplo de misticismo y percibo algo parecido a la inmortalidad. Entonces caigo en cuenta de que tengo un miedo espantoso a muerte y de que los libros, que me sobrevivirán, no son más que mis amarras a este mundo.
La cuestión de hablar dormida empezó allá por los cuatro años. Lo curioso es que al otro día amanezco con una extraña sensación de no haber descansado, como una comezón de la memoria. En general, me levanto agotada, incluso mucho más de lo que estaba antes de acostarme. Me cuesta un triunfo salirme de ese estado de sopor, arrancarme de cuajo de un lugar al que no puedo acceder durante el día. He llegado a pensar que quizás allí sea feliz, que encuentre mi verdadero yo sin trampas a la conciencia, un lugar donde me manifieste con todo esplendor y la miseria. Si así fuera, despertar supondría que la mitad de mi ser ha quedado en parte.
Mamá, Felipe y yo compartimos habitación por muchos años. Es gracias a sus relatos, a veces teñidos por el mareo de su propia ensoñación, que yo tengo registro de mis andanzas nocturnas. La primera vez, cuentan, fue en voz baja y no entendieron de qué iba mi discurso. Mamá se asustó tanto que despertó a la cocinera, quien sugirió que me habían hecho mal de ojo y que había que sacarme el gualicho sin pérdida de tiempo o corría el riesgo de no poder dormir nunca más. El jueves siguiente mamá me llevó a una bruja. La memoria es un filtro bastante parecido a una tela en blanco sobre la que van cayendo colores que se mezclan y crean matices, incluso colores nuevos. Entre los recuerdos que guardo de mi infancia, aquella visita me viene con gran nitidez.
Atravesamos un jardín en ruinas y una mujer joven nos recibió junto a la puerta detrás de una cortina de cintas plásticas. Mamá no tenía experiencia en esos asuntos, así que se quedó inmóvil tomada de mi mano pequeña que le trituraba la suya. La muchacha preguntó quién nos mandaba, a qué veníamos y si sabíamos que la Madre, como llamaba a la bruja, solamente atendía si estaba en vena. Mamá respondió las dos primeras preguntas y dijo tímidamente que no entendía el asunto de las venas, si tenía que ver con cosas raras, de sangre o de andar destripando bichos, porque de ser así nos dábamos la vuelta. La muchacha soltó la carcajada de lo más desagradable y nos hizo pasar. Mi miedo se volvió inmenso porque noté que mamá estaba asustada. Le apretaba el brazo y me escondía detrás de su cuerpo, pero podía sentir su leve temblor y el olorcito dulce de su transpiración.
Permanecimos en la sala de espera un tiempo que para mí fue eterno y que solamente logré hacer llevadero por la curiosidad. Era un lugar pequeño, con las paredes pintadas de un azul eléctrico que cansaba la vista y hacía nacer la sensación de que en cualquier momento aquello podía venirse encima. Por todos lados había clavadas unas flores plásticas de colores estridentes. Un cuadro enorme de San Jorge ocupaba la pared opuesta a la puerta. También había una estatua de Jesús con un corazón en la mano y otra del diablo con cuernos y triste. Las estatuas eran casi tan altas como mi madre y me produjeron la primera sensación de pánico que recuerdo. No estaba muy segura de que aquellas moles no pudieran cobrar vida y despachurrarnos sin preámbulo. Debe de ser a partir de aquella experiencia que me quedó esta aversión por las santerías y la imposibilidad de rezar, a pesar de los intentos de mi madre por convertirme en una mujer devota. También el pánico me vuelve cada tanto, aunque estoy aprendiendo a controlarlo; pero cuando sucede me viene a la memoria aquella mañana y puedo oler el sudor de mi madre muerta de miedo.
De la habitación contigua venía el sonido de voces en susurro y un golpeteo rítmico de algo que después supe eran unas piedrecitas que la bruja usaba para curar el mal de amores. La mujer joven apareció con una canasta y dijo a mamá que depositara allí el dinero que, por supuesto, no fue suficiente. Entonces, consultó y volvió unos segundos después para decir que si quedábamos satisfechas tendríamos que colaborar con algo más.
Al cabo de un buen rato salió de la habitación un hombre de traje oscuro. Mamá comentó más tarde a la cocinera que lo había reconocido, que era un político de renombre y que si esa gente que había estudiado en la universidad iba a consultar a la bruja, entonces seguramente era de confiar. La muchacha nos hizo señas para que pasáramos a otra habitación más pequeña que la anterior, pero con el mismo mal gusto en la decoración. Una mesa redonda con varios objetos que despertaron mi curiosidad y me hicieron relegar el miedo estaba puesta justo en el centro bajo una pantalla de cartón que pendía del techo. La mujer era pequeña, recuerdo que pensé en un ratón cuando la vi. Vestía de negro y apenas se le veían los ojos entre tanto pelo enmarañado. Nos señaló una silla y ella se acomodó al otro extremo de la mesa. Mamá me sentó en la falda, pero yo sentí que aquella mujer horrible quedaba demasiado cerca y preferí permanecer de pie con mi mano prendida a la ropa de mi madre. Así estuvimos hasta que la mujer habló.
– ¿Viene por usted o por la chiquilina?
– Por ella -respondió mamá, con un hilo voz-. Le hicieron mal de ojo, parece.
– ¿Y usted cómo sabe?
– Duerme mal pobrecita y anteayer habló cosas raras.
– Mal de lenguas -dijo la bruja con la misma seguridad con que recuerdo al médico diagnosticándome la varicela años después. Se pasó la lengua por los labios, una lengua reseca, grisácea; hizo un ruido como quien se suena la nariz y siguió sin levantar la vista-. ¿Usted tiene alguien que le desee daño?
– ¿Yo? ¿De dónde? Si vivo encerrada limpiando, ¿quién me va a tener rabia a mí?
– Ah, eso yo no lo puedo saber, si usted no sabe…, Pero a veces hay gente mala, ¿vio?, gente envidiosa que le anda queriendo sacar el trabajo o el marido -miró a mamá para ver el efecto que producían sus palabras.
– No, no -dijo mamá que ya empezaba a impacientarse-. A mí nadie me envidia nada.
Con terror vi cómo la mujer hacía señas para que me acercara. Me aferré al brazo de mamá con tanta fuerza que debo de haberla lastimado. Ella me soltó de malos modos, como si necesitara de mi colaboración para salir de allí cuanto antes, y me empujó hacia la mujer. Lo primero que sentí fue un aliento demoledor que me dio vuelta el estómago. Después, empezó a recorrerme con sus manos. Me giraba la cabeza, me levantaba el pelo, escudriñó en la palma de mis manos y en el hueco de mis orejas. Finalmente, me pidió que me quitara la camisa. Yo no me movía, pero mamá se adelantó y me desprendió uno a uno los botones. También tengo fresca la sensación de vulnerabilidad que me vino al estar sin la protección de mi ropa. Para mi espanto y ante la sorpresa de mi madre, la mujer me acostó boca abajo sobre su falda, de manera tal que cabeza y piernas quedaban colgando en un equilibrio que poco pude aguantar. Con movimientos rápidos empezó a pellizcarme la espalda. No era dolor lo que sentía, pero sí una espantosa sensación de estar siendo manoseada por un ser repugnante. Me quedé inmóvil hasta que la mujer terminó con lo suyo, me levantó del pelo y le dijo a mamá que ya podía vestirme.
– Un empacho, nada más. Es muy común en los chiquilines.
– Pero, ¿con esto va a dejar de hablar dormida?
– A menos que tenga lombrices.
– ¡Lombrices!
– ¡Claro! Si le sigue hablando de noche, es que tiene lombrices. Me la trae así le hago largar todo.
Ahora mamá escuchaba atentamente. La idea de que mi cuerpo estuviera lleno de gusanos le producía algo más que miedo; le daba asco. La pobre se habrá sentido descolocada. La muchacha entró sin aviso para anunciar a otro cliente. Mamá se despidió, pero la mujer ya estaba sumida en la misma abstracción y no contestó ni levantó la cabeza. Al salir, la otra nos cortó el paso. Mamá hurgó en sus bolsillos pero no encontró nada. Entonces, se sacó el anillito de guampa que papá le puso el día del casamiento y lo depositó en la canasta. La muchacha hizo un gesto de desprecio, porque no entendió que mamá se deshacía de una parte importante de su vida.
Cuando tuve edad suficiente, mamá me anotó en una escuelita pública a cinco cuadras de la casa. El primer día lloré hasta quedar morada, prendida a mi madre, con un miedo atroz de no volver a verla. Las maestras, que tironeaban de mis brazos con sonrisas forzadas primero, con evidente impaciencia después y un mal humor que ponía en duda cualquier vocación, se me aparecieron de pronto como la bruja que había visitado tiempo atrás. De alguna manera, se las ingeniaron para separarme de mamá y me metieron en un salón que a mí se me antojó una jaula. En vano hablaban de horarios, recreos, meriendas y salidas. Todavía era demasiado pequeña para meterme en la abstracción del tiempo; daba igual que dijeran tres horas o tres minutos: todo me sonaba a eternidad.
Ese día de clase marcó mi vida entera. Cada vez que intento empezar algo, revivo las mismas sensaciones, hasta el temblor y las ganas de salir corriendo que, poco a poco, estoy aprendiendo a controlar. Cuando me vienen estos ataques, tengo que proyectarme hacia el futuro, un futuro inmediato, días o incluso horas, donde pueda visualizarme en serenidad. Al principio, es difícil. El pánico es una sensación de descontrol que llena de angustia. Lo cierto es que pasé aquella mañana acurrucada en un rincón del aula, indiferente a las palabras y a las amenazas. Tampoco me moví a la hora de la salida; pensé que era una trampa. Mamá tuvo que entrar a buscarme. Cuando la vi, tuve ganas de saltarle al cuello y quedarme allí abrazada en su calor, pero me vino una oleada de rencor que no me dejó tocarla. Me había traicionado; no había estado junto a mí como siempre prometía. Volvimos a casa caminando. Durante el trayecto por callecitas empedradas bordeadas de plátanos que ya empezaban a perder hojas, mamá iba soltando preguntas que yo contestaba con monosílabos. Felipe caminaba a mi lado con aire de superioridad. Él nunca dio trabajo para nada; todo lo aceptaba con sumisión, como si fuera consciente de que bastante tenía mamá como para andar agregándole preocupaciones. Al llegar a la casa, me esperaba un tazón con leche tibia y unos bizcochitos de anís cuyo aroma todavía me provoca nostalgia.
Mientras merendábamos en la cocina, la señora entró a pedir su té de la tarde. Todavía no me habían sacado el delantal ni deshecho las trenzas. Supongo que le resulté tierna. Se acercó a mí y me pasó su mano por la cabeza mientras murmuraba algo acerca de cómo había crecido y lo bien que me caería estar con niños de mi edad. De pronto, dio un grito de terror, retiró la mano bruscamente y empezó a dar saltos por la cocina como si se le hubiera metido el diablo en el cuerpo. Mamá y la cocinera la perseguían en su carrera circular sin animarse a tocarla. Felipe y yo mirábamos divertidos. La señora, tan almidonada, con su pelo perfecto y su vestido italiano; la señora que parecía llevar una estaca atada a la espalda; la misma señora se veía de lo más ridícula.
– ¡Una pulga! -gritó al tiempo que tironeaba de la ropa-. ¡Una pulga! ¡Dios mío! ¡Esta niña trajo pulgas!
Yo no sabía qué era una pulga pero imaginé que se trataba de algún ser espeluznante, algo como un demonio que se le metía en el cuerpo a uno y lo transformaba en esa especie de chimpancé en celo. No me costó convencerme de que, fuera lo que fuera, me lo había agarrado en aquella porquería de lugar al que no pensaba volver. Mamá me metió en la bañera y me refregó la piel con una esponja áspera. Felipe, que no estaba contaminado por aquellos seres abominables, sufrió la misma suerte, por las dudas. Con satisfacción vi cómo mi delantal era puesto en una bolsa e iba a parar a la basura. Creí que había ganado la batalla, pero al otro día me esperaba otra sorpresa: un uniforme y gris, exactamente igual al que usaban las gemelas, puesto encima de mi cama como un regalo de cumpleaños. La señora prefirió pagarle un colegio caro a la hija de la sirvienta, antes de pasar otra vez por la ominosa experiencia de que una pulga saltara a su divina mano.
Crecí en un colegio inglés para señoritas donde pululaban mujeres de pelo blanco y labios pintados de un rojo anaranjado que no he vuelto a ver en otra boca. Sospecho que se taba de algún cosmético traído de su lejana Inglaterra, cuando salieron después de la guerra, pero quizá no fuera más que un producto común y lo excepcional estuviera en la piel. La mayoría había consagrado su vida a la docencia después de haber sido enfermeras, operadoras o, quién sabe, espías. No se les conocía hombre en su historia y había que llamarlas rigurosamente Miss. Las menos, sucumbieron al encanto de varones bronceados, un poco más bajos que los rubios sajones a los que venían acostumbradas. A éstas había que llamarlas, Mrs tal o cual, con lo que se producían combinaciones de lo más exóticas al agregar al apelativo de cortesía en inglés un apellido latino. Fueran señoras o señoritas, tenían el denominador común de la sobriedad en el vestir: faldas plisadas que siempre rebasaban las rodillas, zapatos de taco bajo, camisas cerradas hasta el último botón, el toque de unas perlas finas y unos tapados de paño que llegaban un poco más arriba de los tobillos. El paraguas era casi una extensión del cuerpo, y en invierno se cubrían la cabeza con pañoletas de seda.
Aquellas mujeres habían desembarcado en América con algunos sueños rotos y esperanzas de encontrar un campo fértil para su vocación de servicio. Muchas ni siquiera tenían título de maestra, pero era tal la necesidad de sentirse útiles y, de algún modo, servir a su patria, que volcaban lo de sus energías en la tarea de enseñar inglés. De hecho, su labor iba mucho más allá de cuestión lingüística. Mientras leíamos en los libros de Janet and John, que todavía conservo, nos íbamos sumergiendo en una cultura, aprendiendo sus códigos de comportamiento, las costumbres de su gente. Entrar cada mañana en el colegio era una forma de pisar suelo inglés.
Hablaban español sin dificultad, pero se negaban a hacerlo, "for your sake”, decían, para que tuviéramos que forzar al máximo nuestra capacidad de esponjas y absorber hasta el más fino los sonidos. Probablemente, esto fuera parte de la verdad. Hablar en su idioma natal tendía los últimos lazos con su país, el recuerdo de juventudes perdidas o amores abandonados. El inglés las mantenía en un mundo donde se preservaba intacta la memoria y al que podían acudir cada vez que las asaltaba la nostalgia mientras echaban raíces en la nueva tierra.
En cada aula había un retrato de la reina, apenas sonriente, con un vestido color manteca y una diadema que encandilaba. Los lunes por la mañana cantábamos God Save the Queen antes de entrar a clase y la Union Jack flameaba en el patio junto a nuestra bandera. Los recreos eran parte de aquella educación casi victoriana. Estaba prohibido correr, por lo que las actividades se veían limitadas a juegos de cuerda, payanas o rayuelas que dibujábamos con tizas robadas y limpiábamos rascando las suelas contra el hormigón del piso. Mamá vivía quejándose de lo poco que me duraban los zapatos. La conducta se vigilaba tanto como el rendimiento. Se trataba de sacar de allí señoritas dignas, que fueran reflejo de aquella enseñanza nacida en pagos reales y que dejaran bien plantado el prestigio británico. Había un sentido colonialista en todo aquello, pero las maestras tomaban su trabajo con abnegación, convencidas de que era lo mejor que podían darnos, sin cuestionar siquiera los procedimientos, no siempre vinculados a la didáctica, y seguras de que el Imperio siempre deja más de lo que se lleva.
Hoy observo con cierta perspectiva mis años escolares y me provocan una sonrisa tierna. Trato de extraer de aquel tiempo lo mejor de unas mujeres que ante todo eran honestas y hacían su trabajo con amor. No me arrepiento de haberle cantado a Su Majestad ni de haber creído que el mundo estaba escrito en inglés, ahora sé que nada es blanco o negro, puedo discernir lo bueno de aquella enseñanza y lo que, a mi juicio, no estaba bien. También a ellas debo agradecerles esta amplitud de criterio. Además, nunca les importó que mi mamá se ganara la vida limpiando.
Lo que quizá me marcó más de mi etapa escolar fue un raro sentimiento de no pertenecer a ninguna parte; como un desencaje permanente que me hacía vivir incómoda. Aquél era mi mundo. Mis compañeras venían de casa lindas, en auto o en camioneta, tenían mamás de peluquería que asistían a desfiles o eran profesionales, se iban de vacaciones a la playa y volvían tostaditas, traían mejores útiles, libros nuevos y monedas para gastar en la cantina. Yo no podía ni soñar con aquellas cosas. Mamá me recordaba todo el tiempo que estaba ahí por la generosidad de la señora, pero que ella no podía costearme ni una extra con su pobre sueldo. Esa peculiar situación me hacía sentir mal, aunque, debo decirlo, me abrió ventanas hacia otra dimensión que, de otro modo, difícilmente hubiera conocido. Yo sabía que mi origen no era el de mis compañeras, pero sentía en alguna parte de mi alma que podía escalar las mismas montañas y llegar a la cima como cualquiera de ellas. Entonces me nació un orgullo feroz con el que me armé para recorrer un camino cuesta arriba. Me llevó tiempo y lágrimas reconocer que ese orgullo había surgido de un complejo de inferioridad y que, aunque muchas veces me había mantenido de pie, iba a terminar destruyéndome si no lo controlaba.
Felipe fue el primero en sufrir mi desprecio. Todo el tiempo le hacía notar que no había corrido con la misma suerte que yo. La señora convenció a mamá de que lo mejor para él sería entrar como pupilo en un colegio donde, además de enseñarle a leer y a sumar, le dieran algún oficio con el que pudiera abrirse camino más adelante. A mamá le pareció bien la idea de que su hijo fuera aprendiendo a ganarse la vida desde pequeño. Por otra parte, no le quedaba opción. La señora pagaba todos los gastos de nuestra educación, un lujo al que nosotros no podíamos aspirar. Felipe entró en un colegio de curas. Cuentan que lloró sin parar durante las dos primeras semanas, se negó a comer y, cuando le embuchaban alimento a la fuerza, se provocaba un vómito introduciéndose los dedos en la garganta. El primer viernes, cuando mamá fue a retirarlo, quedó helada ante aquel niñito tembloroso que la miraba con mezcla de alivio y rencor desde unas ojeras profundas. Ese mediodía fue la única vez que la oí levantándole el tono a la señora.
– ¡Mire lo que le han hecho! -le decía con la voz cortada por la indignación, mientras la otra untaba una tostada.
– No será para tanto. Es cuestión de costumbre. Además, ¿cuál es el problema? Unos días sin comer no matan a nadie. Son berrinches para llamar la atención, nada más.
– Pero, ¿a usted le parece que es forma de devolver un hijo?
– No habrán dado el brazo a torcer para no malcriarlo.
Mamá no podía apartar los ojos de mi hermano, sentado con la mirada perdida en la llamita que bailaba sobre la cocina. Daba la impresión de estar inundado de tristeza; no tenía fuerzas ni para llorar. Mamá se le acercó y apoyó la cabeza de mi hermano contra su cadera, mientras le acariciaba el pelo y él iba cerrando los ojos, desprendiéndose lentamente la realidad de la cocina.
– Señora -dijo mamá con una firmeza extraña en la voz-. Usted me va a disculpar, pero yo ahí no lo mando más.
– Ni pienses en devolverlo a esa escuela roñosa, y no creo que puedas elegir mucho más.
– Alguna otra escuela habrá -contestó mamá en un gesto de arrogancia que ya era mucho para su habitual respeto.
– Por la zona, ninguna. Tendrías que mandarlo lejos y, decime, ¿cómo vas a hacer para llevarlo y traerlo todos los días? ¿Vas a dejar de trabajar? De ninguna manera, esto queda así, no seas terca -ya había dado por concluido el asunto y tenía puesta la mano sobre el pomo de la puerta que daba al comedor. Pero la voz de mamá sonó fuerte.
– Es mi hijo.
La señora se tomó el instante necesario para procesar las palabras y, posiblemente, evaluar con rapidez lo difícil que sería encontrar una mucama como mi madre.
– Será tu hijo, pero ésta es mi casa. No te apures, el trabajo no se encuentra a la vuelta de la esquina -dijo sin voltear mientras abría la puerta y desaparecía rumbo al consuelo de un analgésico.
Por primera vez después de una semana, Felipe dormía plácidamente.
Fue por aquellos años de escuela que la señora empezó a comportarse de una manera que llamaba la atención de los que estábamos habituados a su existencia tan previsible. Hasta ese entonces, la recuerdo como una mujer sin más expectativas en el despertar cotidiano que confirmar los compromisos sociales de su agenda. En los raros momentos en que estaba en la casa, siempre andaba con dolor de cabeza. Cuando veíamos a mamá marchar escaleras arriba con un vaso y cara de fastidio, sabíamos que la señora tenía una de sus jaquecas. No había entonces más remedio que hacer silencio. Las cortinas eran corridas hasta dejar la casa sumida en una penumbra fresca y no volaba una mosca hasta que la señora emergía de su dormitorio para pedir otro vaso con agua o, a veces, vestida y maquillada para salir como si nada hubiera pasado. Mi hermano y yo no necesitábamos más que un gesto de mi madre para comprender, pero las gemelas eran otro asunto. Estaban hartas de aquella madre floja que siempre se descomponía antes de una actividad en el colegio, que nunca tenía tiempo para ayudarlas con las tareas, en fin, que no servía para mucho. Seguían con su vida como si nada, gritando en medio de sus peleas, corriendo desaforadas y deslizándose por los corredores encerados como si se tratara de una pista de patinaje, para ir a estrellarse justo contra la puerta del dormitorio principal desde donde provenían alaridos furibundos. Entonces mamá, con su santa paciencia y un sentido del deber que era casi una filosofía de vida, tomaba a cada una de la mano y las arrastraba hasta el parque, donde su malcriadez no alcanzara los delicados tímpanos de la madre.
Pero la señora inició un cambio sutil en su rutina. Para empezar, alteró los hábitos de alimentación: la pobre cocinera andaba como loca tratando de satisfacer las veinte o treinta dietas que intentó. Llegaba a la casa eufórica gritando que fulana de tal le había pasado una dieta que consistía en comer según un ciclo de veintiocho días que empezaba con el ayuno de la luna nueva y terminaba en un festín pantagruélico cuando la luna estaba en su plenitud. La señora vivía pendiente del almanaque, mirando el cielo y rogando que la luna se llenara pronto. Así desfilaron por su cabeza trastornada y a costo del pobre cuerpo las más variadas locuras, desde tomar agua mezclada con un producto nauseabundo que se le hinchaba en la panza y la dejaba sin hambre pero convertida en una especie de sapo, hasta comer sólo manzanas y repudiarlas luego durante meses, toda un nervio; se sobresaltaba por cualquier tontería, caminaba por la casa durante la madrugada abrazándose el cuerpo y murmurando como alma en pena. Andaba con un genio del demonio y, si antes se contaba poco con ella, su presencia pasó a ser un adorno. No quería ni oír hablar de asuntos domésticos, mucho menos de la molestia que eran sus hijas.
El señor estaba poco y nada en la casa y no notó los cambios; si los notó, no creo que le importara demasiado. Llevaban una convivencia pacífica, sin estorbarse los respectivos caminos, con una razonable dosis de civilidad y suficiente de hipocresía. Dudo que alguna vez se hayan amado. Sospecho que su unión obedeció más a las leyes de la conveniencia que a las del amor: la señora puso el dinero, y señor, el apellido.
Mamá y la cocinera estaban encantadas un aspecto puntual de esta mutación: la ropa. En un ataque de locura, la señora vació sus estantes, cajones y baúles, escogió unas pocas prendas y se deshizo del resto, que fue a parar a la mesa de la cocina. Algunos de esos vestidos de finísima confección y telas nobles tenían la etiqueta todavía prendida. Mamá no daba crédito a sus ojos. Acostumbrada a la rusticidad de los géneros y a la modestia de diseños, se sentía desnuda entre aquellas sedas que se deslizaban por la piel rozándola apenas. Varias noches me desperté para verla de pie, frente al espejo, iluminada por la luz tenue de la veladora, descubriéndose mujer detrás de los escotes y encajes, sorprendida ante aquel ser que parecía venir de otro mundo para llenarla con la ilusión de una vida nueva.
Además de renovar el vestuario a costo de recalentar sus tarjetas de crédito, la señora compró un auto de lujo con unos cuantos chiches que la dejaron conforme por poco tiempo. Transformó la salita de tomar el té en un pequeño gimnasio al que decoró con barras, pesas, bastones y unos aparatos monstruosos que parecían un par de robots. Era frecuente verla sonreír por nada, simplemente guiñándole a algún recuerdo que sólo ella conocía. Después supe, cuando a mí me tocó experimentar esa dulzura inexplicable del enamoramiento, que aquellas sonrisas eran puro placer. Un placer diluido en un pasado reciente que se prolongaba hasta ese momento y dejaba la huella demasiado obvia de aquella sonrisa. Cualquiera podía darse cuenta: la señora estaba enamorada.
Mamá y la cocinera tuvieron sus primeras sospechas cuando a la mesa de planchar llegaron las piezas de ropa interior nueva. Aquello era un derroche de sensualidad. Mamá se preguntaba escandalizada cómo haría esa mujer para meter el cuerpo en aquellos triangulitos de morondanga, a lo que la cocinera contestaba con desdén que a esas señoras tan pitucas no había más que rascarlas un poco para hacerles brotar la verdadera puta que llevaban adentro. "Y todo por qué", decía con su teoría robada de la cuestión, "porque no hacen nada, terminan aburriéndose y se buscan hombres para pasar el rato". Mamá se reía a carcajadas de las ocurrencias de su compañera, pero acababa diciéndole que exageraba, que no todas iguales, que a ella le parecía que la señora estaba enamorada en serio.
– No es mala -repetía como toda defensa.
Era una persona práctica, mi madre. La vida no le había dado opción. "Cuando cinchás todo el día como una burra no te queda tiempo para andar en las nubes", me decía, pero cada tanto se permitía ejercitar su sensibilidad adormecida a fuerza de sacrificios, y entonces le afloraba una mujer tierna, anhelante. En el fondo, mamá necesitaba que esa historia de amor existiera, aunque fuera para ser espectadora de una fantasía que a ella le hubiera gustado vivir.
El color azul todavía me pone triste y es a causa de aquel pollo que el señor trajo una noche del campo. Entró con las botas embarradas y una expresión de felicidad iluminándole el rostro. ¡Cómo me gustaba entonces! Creo que ni siquiera sabía mi nombre; pero no lo tomo como un desprecio, porque apenas recordaba el de sus hijas. Yo me pasaba la semana esperando esa irrupción de vida en una casa donde todo estaba tan perfectamente dispuesto que no cabía la sorpresa. No tenía más contacto con hombres que los efímeros encuentros en el almacén o rumbo a la escuela. Mamá, por otra parte, hablaba pestes de ellos y crecí atormentada por una sensación de miedo. Felipe no era, a mis ojos, un hombre; y mi padre se esfumaba en una bruma de incertidumbres. Esa sensación que me embargaba entonces era una siniestra probabilidad de mi soledad futura. Había visto parejas en la televisión, tormentos de toda índole que solamente podían justificarse por un fin superior. También me llamaban la atención las parejas en la calle, caminando de la mano o besándose en los refugios del ómnibus. Aquello, lejos de molestarme, me parecía sublime. No lograba darle nombre a esa sensación, pero me daba cuenta de que me emocionaba. De algún modo, percibía que no podía tan malo.
El pollo habría pasado inadvertido si sus alas no hubieran sido de color azul. El señor lo había comprado al hijo de un feriante del pueblo que se ganaba unos pesos tiñendo animalitos de los colores más disparatados. Un conejo rosado estuvo a punto de ser elegido, pero se lo llevó la hija del capataz que soñaba en colores y juraba haber visto ése y no otro conejo en el sueño de la noche anterior. Quedaba una gata parda cuyas partes blancas habían sido coloreadas de verde, un par de canarios llevados a un violeta despiadado, y el pollo azul. A falta de conejo, el señor eligió por descarte, que es la peor forma de elegir.
Lo traía agarrado por las patas en un temblor de alas que daba lástima ver. La señora había pasado una buena noche y el señor confundió la sonrisa embelesada con una aceptación. Viola y Maciel saltaban hechas un par de locas alrededor de su padre, que levantaba los brazos para poner al pollo fuera del alcance de los manotazos. Felipe había llegado del colegio y me llamó de apuro para que fuera a ver el espectáculo. Me asomé desde la cocina y recuerdo que sentí pena, una pena honda, como si la que estuviera patas arriba aleteando desesperadamente fuera yo. El pollo tenía la ternura de las cosas pequeñas; una protección demasiado efímera. Las gemelas olvidaron sus juguetes y se dedicaron a la nueva mascota. Lo acomodaron en su dormitorio, en una caja que mamá puso encima de unos diarios viejos. Le daban de comer en la boca y agua con cuentagotas hasta que el pobre animal mostraba señales de ahogo. Vivían para él como si se tratase de un ser mitológico al que había que prodigar cuidados especiales. De hecho, aquel pollo no era de este mundo o, al menos, alguien le había torcido la estrella de la naturaleza.
La cocinera mostró indignación desde el primer día. Daba vueltas por su dominio, ondulando el enorme trasero al tiempo que pelaba papas, vigilaba el pastel y caminaba de aquí para allá sin encontrar sosiego.
– No hay derecho -decía-. Estas mocosas de porquería ya no saben con qué entretenerse. Y, claro, los padres, con tal de que no los molesten…
Mamá estaba de acuerdo, pero no opinaba. Era su forma de ser. Tenía un sentido de la gratitud exacerbado, al punto tal que se volvía sumisa. Sabía que de aquella familia dependía el sustento y la educación de sus hijos y no olvidaba que estaba allí por pura caridad. La cocinera se ponía furiosa con esa actitud que confundía con alcahuetería y más de una vez le hizo notar que si trabajaba en esa casa era por ella; pero mamá reservaba también para ese recuerdo su cuota de agradecimiento, y contestaba con ánimo templado.
– Para lo que les va a durar…
– Justamente -seguía la cocinera, cada vez más airada-. Si a estas malcriadas no las conforma nada. ¿"Viste cómo tienen el cuarto? Un día no van a poder entrar de tanto juguete.
– Si lo sabré yo.
– Además -se prendía la otra creyendo que, finalmente, había encontrado una punta a la madeja del resentimiento-, son unas desprolijas. No cuidan nada. Y claro, ¿cómo no van a ser así con los padres que tienen?
En este punto mamá hizo un silencio demasiado elocuente y la otra notó que no había logrado enredarla en su propósito.
– Lo que más lástima me da es el pobre animal.
– ¡Ah! Ni hablar -contestó mamá para dejar bien claro por dónde aceptaba que transcurriera la conversación-. A mí también me parte el alma. ¡Habrase visto tamaña salvajada! ¡¿A quién se le ocurre teñir un pollo?!
– Y si lo hacen es porque hay gente que lo compra -respondió la cocinera con esa sabiduría precaria con la que algunos explican, por ejemplo, la prostitución.
Mamá volvió a su silencio. Era un arma invencible que tenía para defenderse cuando algo no le gustaba. La cocinera lo sabía, pero ya estaba demasiado acalorada como para detenerse y aprovechó para hacer un discurso que mamá, si hubiese conocido la palabra, habría calificado como panfletario.
– Estos ricos están todos cortados por la misma tijera. Pura pinta, puro barniz, pero adentro, nada. En mi casa, que es pobre pero honesta, un pollo es un pollo y se acabó, Cuando era chica vivíamos a leche y avena. Pollo, en Navidad solamente, y con suerte. A éstos, lo que les hace falta es pasar un poco de necesidad. Déjamelos un mes nada más; a pan y agua te los tengo y te aseguro que cuando vean un pollo lo que menos les va a importar es el color de las plumas.
Mamá reía y me guiñaba un ojo, un gesto pícaro que a mí me llenaba de felicidad.
Las gemelas cuidaron del pollo durante un tiempo exagerado, considerando la atención que normalmente prestaban a sus juguetes nuevos. A las dos semanas ya estaba olvidado, piando de hambre o tomando agua del inodoro, de donde mamá lo rescató un par de veces. Pronto no lo quisieron tener más en el dormitorio y pasó a residir con caja y todo en el cuarto de las escobas, contiguo a la cocina. Mamá se encargaba de darle de comer y cambiarle los diarios, operación que cada vez se volvía más engorrosa pues el pollo estaba crecido a pasos acelerados. Era evidente que podía seguir allí. Había alcanzado su tamaño adulto, el azul había dado paso a un verde enfermizo y las gemelas ni siquiera se acordaban de que alguna vez habían tenido un pollo. La cocinera esperó que llegara el patrón el viernes para plantearle la situación.
– Mátelo -le contestó y pidió un café cargado.
Todavía tengo fresco el recuerdo de aquella mujer cuando entró en la cocina hecha una tromba de maldiciones y rencores añejos, levantando una energía que metía miedo. Mamá, Felipe y yo observábamos en silencio. En unos minutos puso en un par de bolsos nueve años de trabajo, se despidió de nosotros con abrazos casi piadosos, metió el pollo en una caja y se fue por la puerta del fondo sin una palabra de despedida.
A la señora le llovió toda la mala suerte cuando quiso buscar la vida por otro lado. Me es difícil precisar su edad por aquel tiempo. Desde mi perspectiva enana, cualquier cosa que se elevara del piso más allá del metro medio era una persona mayor, vieja o adulta, todo en la misma bolsa. La recuerdo preciosa impecable dentro de sus telas finas, con aquella piel perfecta a base de cremas que la dejaban brillando, como recién lustrada. Mamá vivía rezongando cuando tenía que acomodar tanto pote y pomo en los estantes del baño. "¿Para qué quiere esto, me querés decir? Si después se echa al sol y se arruga en un santiamén." Le parecía inverosímil dedicar tanto tiempo al cuidado del cuerpo. Nunca admitió que la hubiera fascinado vivir entre aquellos olores de esencias naturales, flotar en los vahos de aloe y frutos silvestres, atontada por el placer de un masaje bien dado con aceites de jojoba. Varias veces la descubrí oliendo el aire como un sabueso, para quedarse con los rastros de placer que la señora iba dejando a su paso.
Los lunes por la mañana la casa se llenaba ruidos. Apenas se iba el señor, ella salía de su dormitorio envuelta en alguna bata de seda y comenzaba el ritual de belleza. Nada parecía importarle más que verse hermosa. Mamá ya le tenía pronto el desayuno, y calculada a la perfección hasta la última de sus calorías. A veces, salía disparada hacia el mercado a buscar jengibre fresco, salvia recién cosechada o clavos de para perfumar las manzanas en compota. Volvía hecha una brasa, furiosa por ser tan contemplativa con los caprichos de aquella desquiciada, pero disfrutando un poco de los momentos en los que podía jugar a ser bella. Revolvía en los cajones de hierbas y preguntaba a los feriantes con tanto interés como si fuera ella la destinataria, opinando sobre el poder balsámico de tal o cual yuyo, las cualidades rejuvenecedoras del sésamo, la humectación inmediata que produce la lechuga fresca sobre la piel o la potencia reafirmante de los cítricos. Ella se regocijaba secretamente en el placer que le provocaban esos breves instantes de identidad prestada. A más de un puestero soñador le hubiera roto el encantamiento saber que la única concesión a la belleza que se permitía mi madre era una crema de ordeñe que compraba por nada en una veterinaria del barrio. Llevaba el pote vacío cada mes y volvía con la misma ilusión con que la señora retornaba cada tarde en un torbellino de bolsas, cajas y frascos que se le iban cayendo mientras subía las escaleras y que no se molestaba en recoger porque detrás siempre venía mi madre.
Se hizo habitual verla hermosa, descender hecha una reina, estrenando vestido y zapatos altos, sin reloj ni joyas; una sutileza que el tiempo me hizo entender cuando yo misma aprendí a cuidar ese detalle para no tener que preocuparme por dejarlos olvidados en lugares poco oportunos. A mamá le llamaba la atención que no se perfumara, ella, que vivía comprando esencias carísimas y que se sofocaba incluso a la hora del desayuno; ella, que tenía pequeños frasquitos con dispensador en cada cartera para retocarse cada cinco minutos. Ella, la misma señora, parecía olvidar este complemento indispensable cuando hacía sus salidas fuera de programa. Mamá, que vivió consagrada a su trabajo y que, luego de mi padre no se permitió más que el resplandor fugaz de un amor que no pudo ser, no lograba entender este aparente descuido. Lejos estaba su sentido práctico de asomarse a la inconveniencia del perfume en los avatares de la infidelidad. La señora había aprendido muy bien su lección de esposa adúltera; pero, además, me hace ilusión creer que prefería entregarse a su momento de mayor felicidad con su propio perfume, el aroma de aquella piel cuidada con esmero artesano, bañada y mimada hasta la perdición.
Salía sin aclarar demasiado el destino ni la hora de regreso, daba tres o cuatro indicaciones superfluas y se iba segura de que la casa estaría en orden. Mamá le cubría las espaldas todo lo que su buena voluntad le permitía, pero cada tanto asomaba la mujer y entonces le venía una oleadita de algo parecido a la envidia, a querer ser como la otra, a tener la posibilidad de elegir todo, desde la ropa interior hasta el amante; y esas veces, mamá dejaba algún pequeño detalle suelto. No estoy segura de que lo hiciera adrede, más bien parecía la acción de una conciencia oculta, su lado oscuro que le afloraba apenas y le hacía olvidar, por ejemplo, una blusa con olor a habanos sobre la cama justo el viernes, justo el día en que volvía el señor.
Yo tendría unos once años y ya empezaba a entender que había juegos prohibidos en las relaciones del amor, que no todo se limitaba a las parejas convencionales, que el matrimonio solamente era una meta en las telenovelas, pero que, en la vida real, más bien parecía ser el comienzo del fin. La peculiar situación de mi crianza sin padre me había hecho una observadora aguda de los de mis compañeras. Me divertía detectar pequeñas grietas en matrimonios en apariencia perfectos, comprobar que no siempre era amor lo que unía a las parejas, que no todos los padres, por el mero hecho de serlo, se amaban, como pensaba en un principio. Esta constatación de la realidad me proporcionaba el refugio hacia el cual acudía cada vez que me venía la angustia de ser medio huérfana.
Una tarde, después de la merienda, sonó el teléfono. Era la señora para avisar que no volvería a cenar. Mamá asintió respetuosamente y no pudo reprimir un gesto de sorna apenas colgó. De inmediato organizó la cena para las gemelas y para mí; nos obligó a hacer la tarea y a darnos la ducha diaria. Noté que estaba impaciente. Nos mandó a la cama antes de lo habitual y se quedó refunfuñando mientras planchaba. Fregó, sacó lustre a los bronces, pasó un trapo a los muebles y acomodó los libros en la biblioteca; tareas poco frecuentes para esas horas. Parecía una madre a la espera de la hija la noche de su primer baile. Yo la miraba protegida por la penumbra de nuestra habitación y me preguntaba por qué andaba como loca, respirando como un fuelle descompuesto y con un mal humor evidente.
Cuando fue obvio que la señora tampoco iba a volver a dormir, apagó las luces de mala gana y se vino al cuarto hecha un ají. Hablaba sola. "Y de golpe, se me volvió puta, así nomás, puta. ¡Habrase visto! Con hijas y marido estar faltando a la casa. La culpa es de él, que le da todo. Si le apretara un poco las clavijas, no tanto viaje ni tanto trapo, ¡ah! te quiero ver mascarita, si tuvieras que trabajar para ganarte la vida no te quedarían ganas de andar jodiendo. Pero conmigo embroma poco. Yo la corto mañana mismo. Que el marido se aguante los cuernos es cosa suya, pero yo no voy a estar criando a las hijas y apañándole las porquerías, no, no, ¡qué esperanza!". Y siguió todo lo que duró su modesto ritual de acicalamiento antes de meterse en la cama.
Cuando desperté a la mañana, mamá estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia el jardín. Las ojeras profundas delataban una noche en vela. Me quedé quieta en la cama, como hacía siempre, disfrutando de ese momento de intimidad, unidas en aquel humilde cuarto que era nuestro hogar. Vino a sentarse al borde de la cama y apoyó mi cabeza contra su pecho sin decir palabra, un ritual cotidiano desde donde aprendí a desarrollar la ternura. Era casi el único gesto dulce que mamá se permitía conmigo. Durante el día nos veíamos poco y, además, presiento que siempre tuvo miedo de crear lazos demasiado fuertes, como si anduviera por la vida temiéndole al desarraigo. Si la única certeza que había de un afecto era su pérdida, para qué aferrarse a él, parecía querer decirme con aquel amor controlado.
Nos sobresaltó el teléfono a una hora nada habitual. Saltamos sintiendo la punzada del desastre. Mamá corrió a atender, segura de que nada bueno vaticinaba aquel sonido fuera de tiempo. Volvió al minuto, pálida, serena, con la expresión estoica de haber cumplido con un santo deber.
– ¿Y? -pregunté inquieta.
– Y nada -me dijo, y trató de fingir indiferencia como si aquélla hubiese sido una noche como todas.
– Pero, ¿quién era?
– El señor -contestó mientras sacudía mi almohada, que era la señal de levantarme.
– ¿A esta hora?
– Pensó que había perdido la billetera, pero la dejó aquí. Lo malo es que anda sin documentos. Creo que esta vez vuelve antes -añadió con estudiada malicia.
No pude evitar la tentación de hacer la pregunta que me estaba quemando, una pregunta en apariencia inocente pero que contenía miles de palabras, juicios, prejuicios y opiniones; toda la historia tejida en una simple preguntita que la cazó al vuelo, una pregunta con la que le estaba avisando que ya entendía ciertas cosas y que me estaba poniendo grande.
– ¿Preguntó por la señora?
Mamá volvió a sonreír, pero esta vez no había malicia sino picardía, una comprensión de mujer a mujer que quizá le tomó toda una noche elaborar, una complicidad que, de alguna manera, la igualaba a la otra.
– Sí.
– ¿Y qué le dijiste, mamá?
– ¿Qué iba a decirle? Que estaba todo en orden y que no la llamaba porque, como él bien sabe, se despierta tarde.
Aquella solidaridad era otra muestra de su espíritu de leona. Mamá era una mujer noble. De sobra conocía los estragos del sufrimiento como para andar causándolo gratuitamente. Las ganas de ser otra operaban en ella de manera inversa: en lugar de incitarla a desear desventuras, le nacía admiración por los que habían logrado lo que a ella le quedaba tan lejos, y se dedicaba a cuidar de esta buena estrella ajena con tanto amor como si fuera propia.
La señora pasó a tener una aliada incondicional dentro de la casa. Mamá le apañaba la infidelidad con una lealtad de perro y una disposición absoluta que la hubiese convertido en la mejor amiga de no haber mediado el abismo social que ninguna de las dos pensaba cruzar. Jamás hablaron directamente del tema, pero bastaba una mirada de la señora para que mamá entendiera aquella luz, el brillo mágico que sólo podía significar una cosa. Entonces concentraba sus energías en ayudarla a prepararse para la cita: planchaba, lustraba calzado, ponía sales en el agua de la bañera, le quitaba a las gemelas de encima para que no estropearan la metamorfosis de la que la señora emergía convertida en una muñeca. Mamá no tenía demasiada experiencia en aquellos asuntos, pero cualquier mujer reconoce el resplandor de la piel cuando está "dispuesta". Aquello era un derroche de hedonismo y mamá se deleitaba en el goce de la otra, envuelta en una nube ambigua de tristeza y felicidad que la dejaba medio mareada por varias horas.
Fuera de la casa, el mundo no compartía la generosidad de mi madre. La señora estaba rodeada por un enjambre de supuestas amigas. No más que un grupo de mujeres a quienes el tiempo les sobraba y que dedicaban horas a chusmeríos baratos que en nada se diferenciaban las comidillas de barrio. La señora era, según el dudoso criterio de estas damas, una mujer afortunada: tenía marido buen mozo, con plata y lo suficientemente perfecto como para mandarse mudar de lunes a viernes y dejar la cancha libre. La buena suerte le había dado dos hijas de una sola vez, con lo que había cumplido en un único trámite con el asunto obligatorio de la maternidad, la deformidad del cuerpo, la pesadez de amamantar y el propio acto de parir, todo envuelto en el mismo paquete; mejor, imposible. Pero, además, la señora tenía algo que la volvía decididamente intolerable a los ojos de sus amigas: era hermosa. A juicio de mi madre, también era estúpida. De otro modo, no se entendía cómo podía andar desparramando sus intimidades entre aquella manga de brujas. Mientras limpiaba, mamá escuchaba al borde de la desesperación cómo la señora hablaba por teléfono y contaba a las otras sus proezas infieles y algunos detalles de alcoba que a mamá le provocaban ganas de arrancarle el tubo de la mano y partírselo en la cabeza. No podía entender cómo no se daba cuenta de que estaba cavando su propia fosa. No pasó mucho sin que la realidad le confirmara que estaba en lo cierto.
Unos meses después de que la cocinera se mandara mudar con el pollo azul, llegó a la casa un "hacelotodo" precedido de las mejores recomendaciones. Había servido como mayordomo de cruceros de lujo y traía referencias brillantes que lo habilitaban a hacer prácticamente cualquier tarea, desde desagotar graseras a preparar centros de mesa con flores cultivadas y escogidas por él mismo. "Una maravilla", decía la señora por teléfono a quien quisiera escuchar, y para colmo de perfección, mudo.
Franco Palma llegó con una única maleta de cuero desvencijada y cubierta de calcomanías superpuestas de todas partes del mundo. Poca cosa recuerdo de su apariencia, salvo que era un hombre altísimo, tan alto que bajaba la cabeza cada vez que entraba en la despensa, cuando ayudaba a mamá a guardar las conservas. Sus rasgos se me han desdibujado, pero basta pensar en él para que un olor penetrante a aceite de coco se me meta por la nariz. Varias veces me desperté sudando tras una pesadilla recurrente en la que Franco Palma aparecía desnudo, mirándome con los ojos desorbitados y la boca abierta en un grito sordo. Entonces, hacía lo que tantas veces, respiraba hondo para disfrutar del alivio de haber vuelto de un mal sueño. Cuando creía que estaba a salvo, me venía ese olor a cocos y ya no podía volver a dormir.
Tengo bien presente el día de su llegada porque mamá fue otra a partir del instante en que él se presentó con una reverencia de lo más cómica y aquellos ademanes exagerados que después pude comprender. Nadie nos había advertido que iba a venir, así que mamá lo tuvo un buen rato sin abrirle la puerta hasta que logró ubicar al señor en la estancia y confirmó lo que Franco Palma ya nos había explicado en una notita escrita ahí mismo. De todos modos, no era cuestión de darle confianza a un extraño. Mamá sacó a relucir un aire de dueña de casa que a mí me sorprendió, lo guió hasta su dormitorio, le explicó las reglas de la familia como un general a la tropa y le advirtió que a la menor falta tendría que comunicárselo a los patrones. Franco Palma la escuchó con aire divertido, fingiendo una solemnidad respetuosa, volvió a hacer su reverencia y se dispuso a desempacar.
Mamá salió de la habitación echando chispas, tropezándose conmigo sin verme, y refunfuñando vaya a saber Dios qué maldiciones.
Esa mañana la noté dispersa, con un ojo puesto en la crema de vainilla y otro en la puerta de la habitación desde donde Franco Palma se asomó antes del mediodía, recién bañado, con ropa de fajina y su inconfundible olor a aceite de coco. La piel de los brazos le brillaba. Mamá lo vio justo en el momento en que la crema empezaba a hervir. Puso cara de mala, pero no pudo evitar que su blusa delatara la respiración acelerada. Yo hacía mis deberes sobre la mesa de la cocina. La reacción de mi madre me provocaba más asombro que la novedad de un hombre en la casa.
– ¡Ah! Ya está pronto, sabrá qué hacer, supongo -le dijo con una dureza exagerada.
Franco Palma asintió con una sonrisa y yo me afané en buscarle aquel defecto que a mi madre sacaba de quicio. En vano; era un tipo encantador. De inmediato salió al jardín y puso manos a la obra. En un santiamén desmalezó los canteros y llenó una gran bolsa con yuyos y pinocha seca. Mamá lo observaba a través de la ventana y machacaba con saña una lechuga que, finalmente, tuvo que tirar a la basura porque quedó hecha un puré verde que de ninguna forma podía pasar por ensalada. Cuando llegó la señora, le reprochó tímidamente que no le hubiera avisado del nuevo empleado, que había que tener cuidado con meter un hombre en una casa con niños y otras prevenciones que la señora iba olvidando a medida que escuchaba.
Mamá sirvió la cena como de costumbre: un caldo para la señora en el dormitorio, hamburguesas para las gemelas y un buen churrasco con puré para el servicio que, extrañamente, en aquella casa, se alimentaba mejor que los patrones. Fue la primera vez que compartí la mesa con un hombre. Ya empezaba a sentir curiosidad por aquella otra mitad del mundo poblada por seres peludos de los que solamente tenía la certeza del abandono. Quizá por eso lo primero que me vino a la mente cuando vi a Franco Palma llevarse un trozo de carne a la boca y hacerle a mamá un gesto de aprobación que ella fingió no notar, fue que aquello duraría poco. Por regla natural, aquel hombre estaba predestinado a marcharse.
Los días que siguieron fueron pura novedad y no sólo para mí, que observaba a Franco Palma como si se tratara de un marciano. Todo en la casa cambió. Para empezar, el jardín, hasta ese entonces una selva triste, sin la menor gracia, apenas coloreado por una glicina que nadie podaba y que florecía por pura obstinación. Franco Palma se sentía tan a gusto entre las plantas que se levantaba antes del alba y ya estaba con su camisa remangada y el pantalón doblado a media pierna, devolviendo a la tierra aquella negrura brillante desde donde empezaban a florecer las primeras petunias. Trajo almácigos de corales, alegrías y portulacas y llenó los canteros con tal gracia que a los pocos días aquello era un carnaval de colores. También plantó una santa rita, un tallito insignificante que ató con alambres a un caño de la luz y que causó la burla de mi madre.
Cuando trabajaba en el jardín, Franco Palma volvía con hambre de lobo. Mamá se complacía secretamente en reconocer aquel apetito atroz y tenerle pronta una ración doble de almuerzo. Era una comunicación silenciosa que los ligaba con la exquisita sutileza de los primeros fulgores del enamoramiento. Por la noche, Franco Palma regresaba al jardín para regar, y entonces se colaba el olor fresco de la tierra húmeda mezclado con aceite de coco que entraba por la ventana y llegaba hasta nuestro dormitorio. Mamá permanecía despierta hasta tarde, se probaba la ropa de la señora, volvía a la cama pero no lograba dormir.
En la casa estábamos encantados con el nuevo empleado, incluido el señor, que espació sus regresos del campo con el pretexto de que le daba tranquilidad que hubiera alguien que cuidara de su familia mientras él le dedicaba más tiempo al trabajo. Claro que, a veces, exageraba un poco, como aquel mes entero en que no se le vio el pelo. La señora pasaba mejor sin él, así que también le vino bien ese súbito amor de su marido por la tierra. Tampoco se molestó cuando una de sus amiguitas le trajo el cuento de que lo habían visto con otra; fingió una indignación políticamente correcta, esa noche se arregló más linda que nunca y no regresó a dormir. El único que no parecía cómodo era Felipe. A nadie le resultó extraña la hosquedad con que saludó a Franco Palma cuando llegó el viernes, como de costumbre, y se lo encontró vaciando un tazón de café con leche. Felipe tenía fama de raro, de pocas pulgas y menos palabras; apenas cabeceó como respuesta a la presentación formal que hizo mi madre, se metió en nuestra pieza y casi no salió hasta el lunes por la mañana.
En vano intentó Franco Palma ganarse su amistad. Hasta le hizo un barquito con palillos de madera y retazos de tela, pero Felipe no tenía vueltas entonces, como no las tiene ahora. Si alguien no le cae en gracia, no hace el menor esfuerzo por disimularlo, se vuelve una mula y apenas deja espacio para las normas elementales de urbanidad. A mí me resultaba divertido observarlos cuando desayunaban solos, uno a cada lado de la mesa, cada cual hundido en una forma personal del no hablar: lo de Franco era mudez; lo de Felipe, mutismo. Ahora veo que Felipe, estimulados sus mecanismos de defensa por el amor desproporcionado que tenía por mi madre, se dio cuenta antes que nadie de que aquel hombre era una amenaza.
Los primeros recuerdos que me llegan de esa época vienen asociados a los cuentos de mar que Franco Palma hacía durante la cena. A falta de palabras, se las ingeniaba con dibujos, objetos que iba tomando de aquí y allá, la expresividad de sus ojos y aquellas manazas que azotaban el aire como aspas de molino. Con el tiempo, fuimos acostumbrándonos a su lenguaje pintoresco y logramos una comunicación bastante fluida. Felipe se negó a entender. Ponía el pretexto de que, por estar menos tiempo en la casa, no terminaba nunca de aprender el significado de aquella pantomima. Por otra parte, decía, no le interesaba en lo más mínimo enterarse de las andanzas del mudo, como lo llamaba con un dejo de desprecio. Pero mamá y yo nos deleitábamos en la observación atenta de los gestos para ir desmadejando el hilo de las historias pobladas de turistas ricos, jubilados en el cumplimiento del sueño de una vida, parejas hechas y deshechas en alta mar, todo en un entorno mágico de luces, música y olor a sal. Nobleza obliga decir que yo me divertía mirándolo, pero sólo entendía los gestos elementales. El resto me lo contaba mamá antes de dormirnos y estoy segura de que su imaginación enamorada enriquecía el relato con detalles que dudo hubiera podido descifrar.
Nada había mejor que un domingo de lluvia en la casa. Mamá descansaba ese día. Un descanso a medias quebrado cada tanto por algún pedido de la señora al que accedía haciéndole notar que era domingo. La señora pedía disculpas y agregaba que, por favor, no se olvidara del edulcorante para su té. Las gemelas dormían hasta el mediodía, una costumbre de la que mamá me preservó celosamente porque, decía, "para dormir hasta tarde hay que tener plata, m'hijita, los pobres nos levantamos temprano". Apenas se despertaban, ya tenían alguna invitación y partían a los gritos. La cuestión era estar poco en la casa. Criadas en aquel medio hostil a la cuestión familiar donde cada cual hacía lo suyo sin preocuparse en qué andaba el otro, y la mayor manifestación de cariño consistía en no meterse en la vida de los demás, parecían ahogarse en su propio aire cuando no conseguían programa. Aquellos episodios de histeria claustrofóbica terminaban, generalmente, con un libró deshojado a los tirones, los estantes de ropa vaciados salvajemente o alguna muñeca destripada. Por eso la señora procuraba que no faltara actividad para el domingo, de manera tal que era sólo cuestión de levantarlas, meterlas en el auto y depositarlas donde cuadrara, no fuera que le estropearan su preciada libertad.
Nos venía entonces una oleada de fantasía que nos permitía jugar por unas horas a ser los dueños de casa. Jamás traspasábamos los límites de la cocina, pero subíamos el volumen de la voz y nos sorprendíamos de las risotadas que cada tanto se nos escapaban como nacidas exclusivamente para los domingos. Franco se sentaba a la cabecera de la mesa mientras mamá preparaba las tortas fritas con una mezcla de harina y agua a la que agregaba un ingrediente secreto que las volvía únicas. Prometió contármelo cuando estuviera en edad de formar familia, pero las circunstancias de su muerte fueron tan terribles que nos envolvieron en un vértigo demoledor que no fue hasta el primer domingo de lluvia sin ella que recordé que se había ido sin darme el secreto.
Franco encendía su mirada con mil colores y un brillo que aumentaba o decrecía según el interés que quería dar a su historia. Era cuestión de concentrarse en sus ojos, seguir con atención el movimiento de aquellas pupilas oscuras, las arruguitas finas que se le formaban bajo los párpados, el pestañeo a veces frenético o la mirada fija en algún punto que sólo él conocía. Aquellos ojos hablaban, pero no hablaban para mí. Franco Palma parecía interesado solamente en que mamá captara cada detalle de su relato. La inquiría con una mirada desesperada cuando creía que no había entendido algo y le devolvía en mil sonrisas de agradecimiento la atención amorosa que ella ponía mientras hundía sus manos en la harina y amasaba de memoria.
Felipe no quería saber nada de historias de mares rojos, hormigas asadas, bailes tribales o jaurías que aúllan a la luna. Todo lo despreciaba como si fuera lo más común del mundo, insistía en la dificultad para entender al mundo y se escabullía en nuestra pieza. De esa época, creo, le nació el gusto por el trabajo manual. Vivía armando barcos de madera que llenaba con una tripulación de muñequitos hechos en plastilina. Tenía una verdadera flota y organizaba batallas navales en plena bañera. Era una diversión algo infantil para su edad, pero mi hermano ha sido un tipo algo raro, como de otro mundo o de otro tiempo. Una tarde lo descubrí mandando un barco a pique. Lo tenía fuertemente asido y sumergía su brazo hasta el codo de manera tal que el naufragio tuviera éxito. Me llamó la atención que mirara fijamente su reloj mientras mantenía el barco bajo el agua.
– ¿Qué estás haciendo?
Mi voz lo sobresaltó pero mantuvo el brazo y no se dignó a contestar. Insistí. Nada. Me acerqué para ver de qué se trataba y vi que el barco solamente llevaba un tripulante con los brazos en alto.
– Felipe. ¿Qué es eso?
Me hizo un gesto furioso sin apartar la mirada del reloj.
– ¿Cuánto hace falta para que una persona se ahogue?
– No sé, tres, cuatro minutos -contesté sin entender. Volvió a su silencio. Al rato sacó el barco del agua con gesto de satisfacción. El muñeco estaba bastante estropeado; un brazo se le había desprendido. Felipe parecía haber olvidado que yo estaba ahí. Emitió un gruñido y lo decapitó.
– Por las dudas -dijo.
Me pareció tan monstruoso que mi hermano se dedicara a asesinar muñecos que corrí a la cocina a contárselo a mamá. Franco Palma seguía atentamente mis labios. Cuando terminé de hablar, mamá y él se dedicaron una mirada profunda, de entendimiento. Para mí fue una mirada de amor.