Ella había dicho que debían afrontar la realidad de lo que eran.
¿Y qué eran? No lo que pensaba él que fuesen, si no lo que eran en realidad. ¿Qué ideas tenían de sí mismos? Acaso ellos conociesen su verdadera identidad mucho mejor que él.
¿Adónde se había ido Mary? ¿En qué limbo desaparecía cuando abandonaba aquella la habitación? ¿Continuaba existiendo? Y de ser así, ¿qué clase de existencia era la suya? ¿La guardarían en alguna parte como las niñas guardan a sus muñecas en una caja, para meterlas en un armario con los demás juguetes?
Trató de imaginarse el limbo pero no pudo; para él el limbo era algo inexistente, algo irreal; un ser metido en el limbo sería una existencia dentro de una inexistencia, un absurdo. No habría nada… ni espacio ni tiempo, ni luz ni aire, ni color ni visión, sólo una negación interminable de la existencia, que necesariamente debía de hallarse en un punto situado fuera del universo.
¡Mary!, Exclamó para sus adentros. ¿Qué te he hecho, Mary?
La respuesta a esta pregunta estaba allí, escueta y terrible.
Se había metido en algo que no entendía. Y, además, había cometido el gran pecado de figurarse que lo entendía, aunque la verdad era que apenas sabía lo bastante para sacar partido del concepto, pero no lo bastante para calcular las consecuencias.
La creación traía aparejada una responsabilidad y él no se hallaba preparado para asumir más que la responsabilidad moral por el mal que había hecho, pero la responsabilidad moral, si no podía ir unida con la facultad de mitigar en parte el mal causado, era algo completamente inútil.
Ellos lo odiaban y estaban resentidos con él, y no podía censurárselo, porque él los había guiado para mostrarles la tierra de promisión de la condición humana, para vedarles después el paso a ella. Les dio todos los atributos de un ser humano con una sola excepción: la facultad de existir en el mundo de los hombres. Y esto era lo más importante.
Todos lo odiaban excepto Mary, mas para Mary esto era peor que el odio, pues estaba condenada, en virtud de la humanidad que él le había conferido, a amar al monstruo que la había creado.
Ódiame, Mary, suplicó. ¡Ódiame como los demás!
Para él no eran más que el pueblo de las sombras, pero no fue más que un nombre creado por él mismo y para su propia conveniencia, una cómoda etiqueta que les había puesto, para tener algún modo de identificarlos al pensar en ellos.
Pero la etiqueta estaba equivocada, porque ellos no eran sombras ni fantasmas. Ante la vista eran sólidos y sustanciales, tan reales como los demás seres humanos. Su irrealidad sólo se ponía de manifiesto cuando intentaba tocarlos… porque entonces, la mano nada encontraba.
Engendros de su mente, pensó al principio, pero ahora ya no estaba tan seguro. Al principio sólo aparecían cuando él los conjuraba, utilizando los conocimientos y las técnicas adquiridos mediante el estudio de la obra realizada por los taumaturgos de Alphard XXII. Pero en los últimos años ya no los invocaba, por la sencilla razón de que no tenía que hacerlo. Ellos se le anticipaban y se presentaban sin que los llamase. Se daban cuenta de que él los necesitaba antes de que él mismo lo supiese. Y allí los tenía, esperándolo, para pasar una hora o una velada con él.
Desde luego, eran engendros de su imaginación hasta cierto punto, porque fue él quien les dio forma, tal vez de manera inconsciente, sin saber por qué lo hacía, pero en los últimos años lo había sabido, aunque hubiese intentado ignorarlo y hubiese estado más tranquilo de no saberlo. Pues se trataba de un conocimiento que se negaba a admitir y rechazaba al fondo de su mente. Pero entonces, cuando ya todo había pasado y no importaba ya, por último tuvo que admitirlo.
David Ransome era él mismo, tal como había soñado, como hubiera deseado ser… sin llegar a serlo nunca, desde luego. Era el bizarro oficial de la Unión, no un oficial de alta graduación, envarado y pesadote, sino un oficial muy por encima de un hombre ordinario. Era atildado, elegante y se veía un hombre valiente y temerario, al que las mujeres amaban y los hombres admiraban. Era un jefe nato y al mismo tiempo un buen compañero, que se encontraba tan a sus anchas en el campo de batalla como en el salón.
¿Y Mary? Era curioso, pensó, que siempre la hubiese llamado únicamente Mary. Nunca le puso ningún apodo. Ella fue sencillamente Mary.
Sin embargo, estaba formada por dos mujeres, por lo menos. Era Sally Brown, que vivía un poco más abajo… ¿Cuánto tiempo hacía, se dijo, que no pensaba en Sally Brown? Sabía que era extraño que no hubiese pensado en ella, que ahora le sorprendiese el recuerdo de una antigua vecinita llamada Sally Brown, pues ambos estuvieron enamorados, o tal vez se figuraron que lo estaban. Porque incluso en los últimos años, al evocar su recuerdo, nunca estuvo muy seguro, ni siquiera a través de la niebla romántica del tiempo, de sí aquello fue amor o nada más el romanticismo de un soldado que se iba a la guerra. Fue un amor tímido y vacilante, desmañado, el amor entre la hija de un labriego y el mozo de la casa vecina. Decidieron que se casarían cuando él volviese de la guerra, pero pocos días después de Gettysburg recibió una carta, escrita hacía más de tres semanas, en la que le participaban que Sally Brown había muerto de difteria. La noticia le produjo pena, recordaba, pero no sabía si fue muy profunda, aunque probablemente lo fue, porque en aquellos días estaban de moda las penas largas y profundas.
Así es que Mary, sin duda, era parcialmente Sally Brown, pero no del todo. Era también aquella alta y airosa hija del Sur, que vislumbró por unos momentos cuando su columna avanzaba por una polvorienta carretera, bajo el sol abrasador de Virginia. Bastante apartada de la carretera se alzaba una mansión, una de esas grandes haciendas de los plantadores, y ella estaba de pie en el pórtico, junto a una de las grandes columnas blancas, viendo pasar al enemigo. Tenía el cabello negro como ala de cuervo y su tez era más blanca que la misma columna; se erguía tan altanera y firme, tan retadora e imperiosa, que su recuerdo se grabó profundamente en su memoria y soñó con frecuencia con ella —aunque no sabía su nombre— durante todos los días de la guerra, llenos de sangre, sudor y polvo. Mientras pensaba en ella y ella lo visitaba en sus sueños, se preguntaba si no sería infiel a su Sally al tenerla tan presente en su pensamiento. Sentado en torno al fuego del campamento, cuando la conversación se calmaba, y luego, envuelto en sus mantas y mirando a las estrellas, elaboró una fantasía en que se veía volviendo a Virginia, terminada la guerra, para buscarla. Acaso no la encontrase ya en la mansión, pero entonces él recorrería todo el Sur hasta encontrarla. Pero aquello no pasó de ser un sueño; nunca pensó en serio en ir a buscarla. Fue una simple divagación concebida al amor de la lumbre.
Así, Mary fue una síntesis de aquellas dos mujeres… fue Sally Brown y la desconocida belleza de Virginia que estaba de pie junto a la columna, viendo desfilar las tropas. Era la sombra de ambas y tal vez de muchas otras que él mismo ignoraba, una composición de todo cuanto había visto o admirado en las mujeres. Era un ideal de perfección. Se convirtió en la mujer perfecta, concebida por su mente. Y ahora, como Sally Brown, que descansaba en su tumba; como la belleza de Virginia, perdida en las tinieblas del tiempo, como todas las demás que acaso contribuyeron a forjarla, se había ido y lo había dejado.
Y él la amó, ciertamente, porque ella era una suma, un compendio de sus amores… la síntesis, en realidad, de todas las mujeres que había amado —si es que en realidad había amado a alguna— o de aquellas que creía haber amado, incluso de forma abstracta.
Pero el hecho de que ella lo amase también era algo que nunca había cruzado por su mente. Y mientras no supo el amor que ella le tenía, le resultó muy posible alimentar su amor en lo más recóndito de su corazón, sabiendo que era un amor sin esperanzas e imposible, pero el mejor que podía encontrar.
Se preguntó dónde podía estar ella ahora, a qué lugar se habría retirado… al limbo que había tratado de imaginar o a una extraña no-existencia, esperando sin saberlo el momento de volver a su lado.
Hundió la cabeza entre sus manos y se sentó lleno de profunda aflicción y duelo, tapándose la cara con las palmas.
Se sentía culpable. Ella nunca volvería. Ojalá no volviese nunca. Sería mejor para ambos que no volviese.
¡Si pudiese estar seguro de dónde se encontraba entonces! ¡Si pudiese tener la certeza de que estuviese en una especie de muerte donde sus pensamientos no la torturasen! Le era insoportable pensar que pudiese tener vida sensible.
Oyó un silbido que le anunciaba la llegada de un mensaje y apartó las manos de su cara. Pero no se levantó del sofá.
Tendió desmañadamente la mano hacia la mesita del café, que estaba al lado, cubierta de las baratijas y chucherías más vistosas que le habían regalado los viajeros.
Recogió un cubo de algo que parecía un extraño tipo de cristal o una piedra translúcida —nunca supo a ciencia cierta lo que era, si es que no era ambas cosas a la vez— y lo tomó cuidadosamente en sus manos. Lo miró con atención y vio en su interior una diminuta imagen, tridimensional y detallada, de un mundo fantástico. Era un mundo más bien grotesco encajado en el interior de lo que pudiera haber sido una vereda selvática rodeada de algo que parecían hongos floridos, y, flotando suavemente por el aire, como si fuese parte integrante de la atmósfera, vino lo que parecía una lluvia de nieve multicolor, que centelleaba y brillaba a la luz violeta de un gran sol azul.
Unos seres bailaban en la vereda, y parecían más flores que animales, pero se movían con una gracia y una poesía que encandilaban el ánimo. De pronto aquel lugar fantástico desapareció y fue reemplazado por otro… un lugar bravío y tétrico, de ceñudos acantilados que se alzaban a gran altura sobre un cielo rojizo y amenazador, mientras grandes seres voladores que parecían harapos aleteantes subían y bajaban ante la faz del acantilado, mientras otros se arrullaban de manera obscena sobre las raquíticas proyecciones que sin duda eran arbolillos deformes que surgían de la pared de roca. Y mucho más abajo, desde una distancia que apenas se podía conjeturar, llegaba el apagado trueno de un río tumultuoso.
Volvió a dejar el cubo encima de la mesa, preguntándose qué era lo que el observador veía en sus profundidades. Era como si pasara las páginas de un libro y viera en cada una la imagen de un lugar distinto, pero sin indicación alguna sobre la situación de aquel lugar. Cuando se lo dieron, pasó al principio muchas horas, fascinado, viendo cómo las imágenes cambiaban mientras tenía el cubo en las manos. Nunca vio que se pareciese ni remotamente a otra, y el desfile de imágenes era interminable. El observador tenía la sensación de que en realidad no eran imágenes, sino de que contemplaba una escena real y que en el momento más impensado podía perder el equilibrio y caer de cabeza en la escena contemplada.
Pero finalmente fue perdiendo interés por el juguete, porque comprendió que era absurdo contemplar aquella interminable serie de lugares desprovistos de identidad. Absurdo para él, desde luego, se dijo, pero no para aquel habitante de Enif V que se lo regaló. Por lo que él sabía, se dijo Enoch, aquello podía tener una gran importancia y ser un tesoro muy valioso.
Lo mismo sucedía con muchas de las cosas que atesoraba. Incluso aquellas que le proporcionaron goce sabía que podían emplearse equivocadamente, o, al menos, de una manera distinta a la intención de sus creadores.
Pero había algunas —sólo unas cuantas— que poseían un valor que él podía entender y apreciar, aunque en muchos casos sus funciones apenas tuviesen utilidad para él. Había el diminuto reloj que daba la hora local de todos los sectores de la Galaxia, que si bien podía ser intrigante, y hasta esencial en ciertas circunstancias, para él tenía muy poco valor. Y luego había el mezclador de perfumes, que era la manera más afortunada que él tenía de calificarlo, y que permitía crear el perfume deseado. Bastaba con obtener la mezcla y abrir la espita, para que la habitación se impregnase de aquel perfume, que desaparecía instantáneamente al cerrar la espita. Pasó momentos muy divertidos con el mezclador, por ejemplo, aquel crudo día de invierno, en que, después de muchos tanteos, consiguió el perfume de las flores del manzano, y pasó el día respirando un aire primaveral, mientras afuera aullaba la ventisca.
Tendió la mano para asir otro objeto… una cosa muy hermosa que siempre le había intrigado, pero para la que no encontraba aplicación, si es que de veras la tuviese. Llegó a pensar que acaso no fuese más que una obra de arte, una cosa bella destinada únicamente al placer de la vista. Pero algo le decía que acaso tuviese una finalidad específica.
Era una pirámide de esferas, esferas más pequeñas puestas sobre otras mayores. Medía unos treinta y cinco centímetros de altura y era un objeto muy gracioso; cada esfera tenía un color distinto, pero no un color pintado, sino un color tan profundo y auténtico que instintivamente se comprendía que cada esfera poseía su color intrínseco y que toda ella, del centro a la superficie, era de aquel color particular.
Nada indicaba que se hubiese empleado una cola o un pegamento cualquiera para montar las esferas unas sobre otras y mantenerlas en su sitio. Todo hacía creer que alguien se había dedicado a amontonar las esferas hasta formar una pirámide con ellas, y que así se habían quedado.
Sosteniendo la pirámide en sus manos, trató de recordar quién se la había dado, pero no lo consiguió.
El silbido de la máquina receptora de mensajes aún no había cesado y recordó que tenía mucho que hacer. No podía estarse sentado allí, pensando en las musarañas. Volvió a dejar la pirámide de esferas encima de la mesa y se levantó para cruzar la estancia.
El mensaje rezaba:
N.º 406302 A ESTACIÓN 18327. NATURAL DE VEGA XXI LLEGA A LAS 16532'82. PARTIDA INDETERMINADA. SIN EQUIPAJE. SÓLO GABINETE CONDICIONES LOCALES. CONFIRME.
Enoch se sintió contento al leer el mensaje. ¡Qué bueno sería volver a recibir la visita de un hazer! Hacía tal vez más de un mes que el último pasó por la estación.
Recordaba muy bien el primer día que vio a un hazer… fue aquel día en que llegaron cinco de ellos. Debió de ser en 1914 ó 1915. En plena guerra, la primera guerra mundial, que entonces llamaban la Gran Guerra.
El hazer llegaría aproximadamente a la misma hora que Ulises, y los tres pasarían una velada muy agradable.
No sucedía con frecuencia que le visitasen dos buenos amigos a la vez.
Dio un respingo al pensar que calificaba de amigo al hazer pues era más que probable que nunca hubiese visto a su visitante. Aunque esto poco importaba, porque un hazer, el que fuese, siempre acababa siendo su amigo.
Colocó el gabinete bajo un materializador, lo comprobó todo y volvió a comprobarlo para cerciorarse de que todo estaba perfectamente en orden, volvió junto a la máquina transmisora y envió la confirmación.
Y, entre tanto, no cesaba de preguntarse: ¿Fue en 1914, o acaso un poco después?
Abrió un cajón del catálogos buscó Vega XXI y la primera fecha que figuraba en la lista era 12 de julio de 1915. Luego sacó el libro registro del estante y lo puso sobre el escritorio. Lo hojeó rápidamente, hasta encontrar la fecha.