IV

—Páseme ese lápiz, por favor —dijo Lewis.

Hardwicke dejó de hacerlo rodar entre las palmas de las manos y se lo tendió.

—¿Quiere también papel? —le preguntó.

—Sí, gracias —repuso Lewis.

Se inclinó sobre la mesa y escribió rápidamente.

—Tome usted —dijo, devolviéndole el papel.

Hardwicke arrugó el entrecejo.

—Pero esto no tiene pies ni cabeza —observó—. Salvo esa figura de abajo.

—La cifra ocho, tendida de costado. Sí, en efecto. El símbolo del infinito.

—Pero, ¿y lo demás?

—No lo sé —contestó Lewis—. Es la inscripción que figura en la lápida. La copié y….

—Y ahora se la sabe de memoria.

—Desde luego, después de tanto estudiarla.

—Nunca había visto nada parecido en mi vida —comentó Hardwicke—. No es que sea una autoridad en la materia. Apenas sé nada de epigrafía.

—No hace falta que se preocupe. Nadie sabe más que usted sobre el particular. Esto no tiene ni el más remoto parecido con cualquier lenguaje escrito o cualquier inscripción conocida. He consultado a los mejores expertos. No a uno, sino a una docena. Les dije que había encontrado la inscripción en la cara de una roca. Estoy seguro que la mayoría de ellos me consideran un chiflado… uno de esos individuos que tratan de demostrar que los romanos, los fenicios, los irlandeses o quienquiera que sea alcanzaron América antes que Colón.

Hardwicke dejó la hoja de papel.

—Comprendo lo que quiere decir cuando afirma que ahora tiene más incógnitas que al principio —dijo—. No sólo esa cuestión de un joven que tiene más de un siglo, sino asimismo ese problema tan curioso de las paredes resbaladizas y la tercera lápida con esa inscripción indescifrable. ¿Dice usted que nunca ha hablado con Wallace?

—Nadie habla con él, excepto el cartero. Todos los días sale a paseo armado con su rifle.

—¿La gente tiene miedo de hablar con él?

—¿Quiere usted decir a causa del rifle?

—Pues… sí, supongo que eso es lo que pensaba cuando le hice esa pregunta. Me extraña que tenga que llevarlo.

Lewis meneó la cabeza.

—No sé por qué lo hará. He tratado de comprenderlo, de hallar algún motivo que explique el hecho de que vaya siempre con el rifle. Por lo que he podido averiguar, nunca lo ha disparado. Pero no creo que sea el rifle el motivo de que la gente no hable con él. Es un anacronismo, un ser que sobrevive de otra edad. Estoy seguro de que nadie le teme; lleva demasiado tiempo en la región para inspirar temor a nadie. Su presencia es familiar a todos. Es parte del paisaje, como un árbol o una roca. Mas, por otro lado, nadie se siente muy a gusto con él. Aseguraría que la mayoría de sus vecinos, si tuviesen que estar en su presencia, se sentirían muy violentos. Porque ese hombre es algo que ellos no son… algo mayor que el mismo tiempo, y al mismo tiempo mucho menor. Es como si fuese un hombre que se hubiese apartado de su propia humanidad. Creo que, en el fondo, muchos de sus vecinos deben de estar un poco avergonzados de él, avergonzados porque de una manera que ignoran, acaso de una manera innoble, ha conseguido burlar la vejez, uno de los castigos pero quizás uno de los derechos de toda la humanidad. Y acaso esa vergüenza secreta contribuya en cierto modo a la repugnancia que manifiestan al hablar de él.

—¿Pasó usted mucho tiempo observándole?

—Al principio, sí. Pero ahora dispongo de un equipo. Unos observadores que se turnan regularmente. Tenemos una docena de puntos de observación y nos turnamos en ellos. No pasa una hora al día sin que la casa de Wallace esté en observación.

—Desde luego, este asunto les trae a ustedes de cabeza.

—Y creo que con razón —repuso Lewis—. Porque aun hay algo más.

Se inclinó para recoger la cartera de mano que había dejado junto a su silla. Abriéndola, sacó de ella una serie de fotografías y las tendió a Hardwicke.

—¿Qué le parece esto? —preguntó.

Hardwicke las tomó y de pronto contuvo la respiración. El color huyó de su rostro. Le empezaron a temblar las manos y dejó cuidadosamente las fotografías sobre la mesa. Sólo había visto la primera fotografía, no las demás.

Lewis vio su expresión interrogadora.

—Estaba en la tumba —dijo—. La que tenía la lápida con la extraña inscripción.

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