XVIII

«Hubiera debido matarlos a los dos», pensó. No eran dignos de vivir.

Bajó la vista para mirar el rifle y vio que lo empuñaba con tal fuerza, que tenía los dedos blancos y rígidos sobre la madera marrón y satinada.

Jadeaba un poco, por el esfuerzo que hacía por contener la cólera que hervía en su interior, pugnando por estallar. Si hubiesen permanecido allí un poco más, si no los hubiese expulsado, supo que hubiera terminado por ceder a la ira que lo embargaba.

Pero era mejor, mucho mejor, que hubiese sucedido tal como había sucedido. Se preguntó vagamente cómo era posible que hubiese logrado contenerse.

Pero se alegraba. Porque, a pesar de sus defensas, aquello le hubiera sido muy perjudicial.

Ellos hubieran dicho que estaba loco, que los había echado por la fuerza. Incluso podían acusarle de haber secuestrado a Lucy y de retenerla contra su voluntad. No se detendrían ante nada para crearle las mayores dificultades.

No se hacía ilusiones acerca de su reacción, porque conocía a los seres de su calaña, vengativos en su pequeñez, pequeños y malévolos insectos de la especie humana.

De pie ante el porche, vio cómo bajaban por la cresta preguntándose cómo era posible que una joven tan maravillosa como Lucy tuviese aquella familia tan degenerada. Tal vez su defecto físico sirvió de muralla para aislarla de aquella gentuza y evitó que se convirtiese en uno de ellos. Si hubiese podido hablar u oír, quizá con el tiempo se hubiera convertido en un ser tan retrógrado y con tan malos instintos como ellos.

Cometió un gran error al meterse en aquel asunto. Un hombre en su condición no debía mezclarse en aquella clase de cuestiones. Tenía demasiado que perder; hubiera debido guardar neutralidad.

¿Y qué podía haber hecho, sin embargo? ¿Podía haberse negado a prestar su protección a Lucy, bañada en la sangre que surgía de sus latigazos? ¿Tenía que haber desoído la frenética expresión de súplica que se pintaba en su carita desvalida?

Pudiera haber obrado de manera distinta. Tal vez hubiera podido encontrar medios más diplomáticos y hábiles de resolver el asunto. Pero no tuvo tiempo de pensar en otra solución. Sólo tuvo tiempo de poner a la muchacha a salvo y luego salir para enfrentarse con sus perseguidores.

Pero entonces, al pensarlo, comprendió que acaso lo mejor hubiera sido no salir. Si se hubiese quedado dentro de la estación nada hubiera ocurrido.

Se dejó llevar de un impulso, cuando salió a afrontarlos. Acaso fue una reacción humana, pero no fue prudente. Mas la cosa ya no tenía remedio. A lo hecho, pecho. Si tuviese que hacerlo de nuevo, obraría de un modo distinto, pero la ocasión ya había pasado.

Dio media vuelta y regresó con paso cansino al interior de la estación.

Lucy continuaba sentada en el sofá, sosteniendo un objeto centelleante en la mano. Lo contemplaba arrobada y en su cara se pintó de nuevo aquella misma expresión vibrante y alerta que le había visto aquella mañana, cuando sostenía a la mariposa.

Dejó el rifle sobre la mesa y se detuvo en silencio, pero ella debió de notar su movimiento, porque levantó rápidamente la vista hacia él. Luego sus ojos volvieron a posarse en el objeto rutilante que tenía en las manos.

Él vio que era la pirámide de esferas y que todas las esferas giraban lentamente, unas a derecha y otras a izquierda y que, al girar, brillaban y relumbraban, cada una con su particular coloración, como si en el interior de cada una hubiese una fuente de luz suave y cálida.

Enoch contuvo el aliento ante la belleza y la maravilla de aquel espectáculo… preguntándose, pasmado, qué antiguo artilugio podía ser aquel objeto y cuál podía ser su finalidad. Lo había examinado cientos de veces, devanándose los sesos para comprender su significado, sin conseguir descifrar el enigma. Por lo que podía ver, era sólo un objeto destinado a la contemplación, aunque lo había embargado con insistencia la sensación de que tenía una finalidad determinada y acaso un modo de funcionamiento.

Y entonces estaba funcionando. Él había tratado de hacerlo funcionar docenas de veces, pero Lucy lo consiguió a la primera.

Observó la expresión arrobada con que lo contemplaba. ¿Era posible, se preguntó, que supiese cuál era la finalidad del objeto?

Cruzó la habitación para tocarle el brazo y ella levantó la cara para mirarlo. Enoch vio en sus ojos un brillo de dicha y excitación.

Indicó la pirámide con un gesto de interrogación, tratando de preguntar a la joven si sabía lo que era. Pero ella no le entendió. O tal vez lo supiese, pero supiese también lo difícil que era explicar su finalidad. Hizo de nuevo aquel gesto alegre y aleteante con la mano, indicando la mesa cargada de chucherías, y pareció que iba a reírse… al menos, tenía una expresión risueña en el rostro.

No es más que una niña, dijo Enoch para sus adentros, con una caja llena de nuevos y maravillosos juguetes. ¿Era solamente esto? ¿Se hallaba únicamente contenta y excitada porque de pronto se había percatado de las cosas que se apilaban encima de la mesa?

Dio media vuelta con gesto cansado y volvió junto a la mesa. Tomó el rifle y lo colgó en la pared.

Ella no debía estar en la estación. Allí no podía haber ningún ser humano, fuera de él. Al traerla allí, había faltado al acuerdo tácito establecido con los extraterrestres, que le nombraron custodio de la estación. Aunque de todos los humanos que hubiera podido traer, Lucy acaso fuese la única sobre la que no pesase aquella prohibición tácita, porque la muchacha nunca podría explicar a nadie lo que allí dentro había visto.

Pero comprendió que no podía quedarse. Tenía que devolverla a su casa. Si no lo hacía, se organizaría una gigantesca operación de búsqueda de la linda sordomuda desaparecida.

La noticia de su desaparición atraería a los periodistas antes de un par de días. Se publicaría en todos los diarios de la nación, lo darían por la radio y la televisión y los bosques se llenarían con centenares de hombres dedicados a buscarla.

Hank Fisher contaría a los periodistas cómo trató de penetrar en la casa sin conseguirlo, entonces lo intentarían otros y se armaría un escándalo mayúsculo.

Enoch sintió un sudor frío al pensarlo.

Tantos años de vivir apartado, tantos años de existencia discreta y callada, no habrían servido para nada. Aquella extraña mansión en lo alto de un cerro solitario se convertiría en un misterio para el mundo, en un reto y en un objetivo para todos los chiflados del planeta.

Se dirigió al botiquín en busca de la pomada curativa incluida en el paquete de medicamentos que le envió la Central Galáctica.

Lo sacó y abrió la cajita. Quedaba aún más de la mitad. La había utilizado en el transcurso de los años, pero con parsimonia. En realidad, no era necesario aplicarla en grandes cantidades.

Cruzó la habitación hasta el sofá donde estaba sentada Lucy y se colocó detrás de ella. Le mostró lo que traía y le indicó por gestos el modo de emplearlo. Ella se bajó el vestido de los hombros y él se inclinó para examinarle las heridas.

Estas ya no sangraban pero la carne estaba roja e inflamada.

Enoch le aplicó pomada a los verdugones causados por el látigo, extendiéndola con delicadeza.

Lucy había curado a la mariposa, pensó, pero no podía curarse a sí misma.

La pirámide de esferas que tenía encima de la mesa seguía centelleando y relumbrando, esparciendo bailoteantes manchas de color por toda la habitación.

Funcionaba, pero no comprendía con que objeto. Por último se había puesto en funcionamiento, pero no sucedía nada como resultado de ello.

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