Ulises se hallaba solo en la estación cuando volvió Enoch. Había despachado al thubano y enviado de nuevo a Vega al hazer.
Hervía un cazo de café, y Ulises estaba tendido en el sofá, sin hacer nada.
Enoch colgó su fusil y apagó la linterna. Quitóse la cazadora y la arrojó sobre el escritorio, tras lo cual se sentó en una butaca que estaba al lado del sofá.
—El cadáver volverá mañana para esta hora —dijo.
—Sinceramente espero que eso sea para bien —dijo Ulises—. Pero me siento inclinado a dudarlo.
—Acaso no debiera haberme molestado —dijo Enoch acremente.
—Será muestra de buena fe —opinó Ulises—. Podría tener cierto efecto mitigador en la consideración final.
—El hazer podría haberme dicho dónde estaba el cadáver —dijo Enoch—. Si sabía él que fue sacado de la tumba, debió también saber dónde se le podía encontrar.
—Sospecho que sí —manifestó Ulises—, pero, ya ves, no pudo decírtelo. Todo cuanto podía hacer era presentar su protesta. Lo demás, te tocaba a ti. Él no podía dejar a parte su dignidad sugiriendo lo que debías hacer tú. Según el protocolo, debe seguir siendo la parte agraviada.
—A veces, este asunto basta para volverle a uno loco —dijo Enoch—. A pesar de las instrucciones de la Central Galáctica, hay siempre algunas sorpresas, reiteradamente trampas abiertas para tragarle a uno.
—Puede llegar un día en que no será así —dijo Ulises—. Puedo ver el futuro, con la unión de la Galaxia en una gran cultura, una inmensa área de comprensión. Desde luego, existirán aún las variedades locales y raciales, y es como debe ser, pero el dominarlas a todas será una tolerancia que constituirá lo que estaría uno tentado de llamar una hermandad.
—Hablas casi como un humano —dijo Enoch—. Ésa es la especie de esperanza que han sustentado muchos de nuestros pensadores.
—Tal vez —convino Ulises—. Ya sabes que mucho de la Tierra parece haberse pegado a mí. No se puede pasar tanto tiempo como yo lo hice en vuestro planeta sin por lo menos contagiársele algo de él. Y dicho sea de paso, causaste una buena impresión en el vegano.
—No me di cuenta de ello —dijo Enoch—. Él fue amable y correcto, desde luego, pero apenas más.
—Esa inscripción en la lápida… Estaba impresionado por ella.
—No la puse para impresionar a nadie. La grabé porque era así como sentía yo. Y porque quiero a los hazers. Fue sólo un intento de ser justo con ellos.
—A no ser por la presión de las facciones galácticas, —dijo Ulises— estoy convencido de que los veganos estarían dispuestos a olvidar el incidente, y ésta es una concesión mayor de lo que puedes suponer. Puede llegar hasta que se alíen con nosotros cuando haya que poner las cartas boca arriba.
—¿Quieres decir que podrían salvar la estación?
Ulises meneó la cabeza.
—Dudo que nadie pueda hacerlo. Pero la cuestión sería más fácil para todos nosotros en la Central Galáctica si pusieran su peso de nuestra parte.
El cazo de café borboteó y Enoch fue a retirarlo. Ulises apartó a un lado algunos de los cachivaches que había sobre la mesa para dejar espacio a dos tazas. Enoch las llenó y puso la cafetera sobre el suelo.
Ulises tomó su taza, la tuvo un momento en sus manos, y la volvió a depositar sobre la mesa.
—Estamos en baja forma —dijo—. No como en tiempos pasados. Ello ha preocupado a la Central Galáctica. Todo ese disputar y altercar entre las razas, todo ese entrometimiento y agresión… —miró a Enoch—. Tú pensabas que todo era cómodo y agradable.
—No —respondió Enoch—, eso no. Sabía que existían puntos de vista dispares, opiniones antagónicas, y también que había cierto trastorno. Pero temo haber pensado en ello como estando en un plano enormemente elevado… caballeresco y de buenos modales.
—Así fue en un tiempo. Siempre ha habido opiniones divergentes, pero se hallaban basadas en principios y críticas, y no en intereses especiales. Tú ya sabes de la fuerza espiritual, desde luego… de la fuerza espiritual universal.
Enoch asintió.
—He leído algo de la literatura. No la he entendido cabalmente, pero estoy dispuesto a aceptarla. Sé que hay un medio de entrar en contacto con la fuerza.
—El Talismán —dijo Ulises.
—Eso es. El Talismán. Una máquina de clasificación.
—Supongo que puede llamársele así —convino Ulises—. Aunque la palabra «máquina» es un tanto torpe. En su elaboración entró algo más que la mecánica. Es precisamente el único. Sólo uno fue hecho jamás, por un místico que vivió hace 10.000 años de los vuestros. Desearía poder decirte lo que es o cómo está construido, pero temo que no hay nadie que pueda decírtelo. Ha habido otros que han intentado duplicar el Talismán, pero ninguno lo ha logrado. El místico que lo hizo no dejó fotocalcos, ni plano alguno, ni ninguna especificación, ni siquiera una simple nota. No hay nadie que sepa nada al respecto.
—Supongo que ésa no es una razón para que no pudiera ser hecho otro. Quiero decir que no existen tabús sagrados. El construir otro no sería sacrílego.
—En absoluto —dijo Ulises—. De hecho, necesitamos otro con urgencia. Pues ahora no tenemos Talismán. Ha desaparecido.
Enoch dio un bote en su silla.
—¿Desaparecido? —preguntó.
—Perdido —dijo Ulises—. Extraviado. Robado. Nadie lo sabe.
—Pero yo no había…
Ulises sonrió pálidamente.
—No lo habías oído. Lo sé. No es algo de lo que hablamos. No nos atrevemos. El pueblo no debe saberlo. Cuando menos, no por un tiempo. No es demasiado difícil hacerlo. Ya sabes cómo operaba, cómo el custodio lo llevaba de planeta en planeta y se celebraban reuniones de grandes masas, donde era exhibido el Talismán y establecido mediante el contacto con la fuerza espiritual. Nunca ha habido un plan de apariencias; el custodio se trasladaba simplemente. Podía producirse un interregno de cien años de los vuestros o más, en las visitas del custodio a un planeta particular. El pueblo no se mantenía en expectación de una visita. Sabía sencillamente que alguna vez se produciría una, y que en ese día cualquiera aparecería el custodio con el Talismán.
—De esa manera podéis cubrir años.
—Sí —dijo Ulises—. Sin ningún trastorno.
—Los dirigentes lo sabrán, desde luego. El pueblo administrativo.
Ulises meneó la cabeza.
—Lo hemos dicho a muy pocos. A los pocos en quienes podemos confiar. La Central Galáctica lo sabe, desde luego, pero somos un grupo que mantiene bien cerrada la boca.
—Entonces, ¿por qué?…
—¿Por qué te lo dije a ti? Lo sé; no debí. No sé por qué lo he hecho. Aunque sí, supongo que sí. ¿Qué debe sentirse, amigo mío, al ser un compasivo confesor?
—Estás preocupado —dijo Enoch—. Jamás pensé que te vería preocupado.
—Es un asunto extraño —dijo Ulises—. El Talismán ha estado faltando hace cosa de varios años. Y nadie sabe nada de ello, excepto la Central Galáctica y, ¿cómo se diría?… la jerarquía supongo, la organización de místicos que cuidan de la estructura espiritual. Y sin embargo, sin que nadie lo sepa, la Galaxia comienza a mostrar desgaste. Se resquebraja. En un futuro puede caer en pedazos. Como si el Talismán representase una fuerza que de manera ignota mantuviese juntas a las razas de la Galaxia, ejerciendo su influencia aunque permaneciese invisible.
—Pero aun cuando se haya perdido, debe encontrarse en alguna parte —manifestó Enoch—. Y se hallaría todavía ejerciendo su influencia. No puede haber sido destruido.
—Olvidas —le recordó Ulises— que sin su propio custodio, sin su sensitivo, es inoperante. Pues no es el propio instrumento el que opera el truco. El artefacto actúa simplemente como intermediario entre el sensitivo y la fuerza espiritual. Es una extensión del sensitivo. Agranda su capacidad y actúa como un eslabón de alguna especie. Faculta al sensitivo el cumplimiento de su función.
—¿Opinas que la pérdida del Talismán tiene algo que ver con la situación aquí?
—La estación Tierra. Bueno, no directamente, pero es característico. Lo que sucede con respecto a la estación es sintomático. Supone una especie de mezquinas querellas y sórdidas pendencias que han surgido en muchas secciones en la Galaxia. En otros tiempos ello se habría manifestado… como dijiste, caballerescamente y en un plano de principios y éticas.
Quedaron en silencio durante un momento, escuchando el suave sonido del viento al soplar a través del aguilón del tejado.
—No te preocupes por ello —dijo Ulises—. No es a ti a quien toca hacerlo. No debí habértelo dicho. Fue una indiscreción el que lo hiciera.
—Quieres decir que no debiera formar juicio. Puedes estar seguro que no lo haré.
—Ya sé que no —dijo Ulises—. Nunca pensé que lo harías.
—¿Crees realmente que se están estropeando las relaciones en la Galaxia?
—Antes —dijo Ulises—, las razas estaban unidas. Había diferencias, naturalmente, pero esas diferencias se salvaban, a veces más bien artificialmente y no demasiado satisfactoriamente, aunque esforzándose ambas partes en mantener el puente artificial tendido, y lográndolo generalmente. Porque tal era su deseo. Pues había un propósito común, el designio de forjar una gran confraternidad de todas las inteligencias. Nos percatamos que entre nosotros, entre todas las razas, teníamos un enorme fondo de conocimiento y de técnicas… que actuando juntos, reuniendo todo ese conocimiento y capacidad, podíamos llegar a algo que sería mucho más grande y más importante de lo que cualquier raza sola podría realizar. Teníamos nuestros trastornos, ciertamente, y como ya he dicho, nuestras discrepancias, pero estábamos progresando. Barríamos bajo la alfombra las pequeñas animosidades y las mezquinas diferencias, y actuábamos sólo sobre las mayores. Sentíamos que si zanjábamos éstas, las pequeñas se harían tan minúsculas que desaparecerían. Pero ahora la cosa se ha tornado diferente. Hay una tendencia a sacar las menudencias de bajo la alfombra y aumentarlas de tamaño, apartando a un lado las decisiones mayores y más importantes.
—Eso suena a la Tierra —dijo Enoch.
—En muchos aspectos —dijo Ulises—. En principio, aunque las circunstancias divergen inmensamente.
—¿Has estado leyendo los periódicos que he guardado para ti?
Ulises asintió, y dijo:
—No trascienden a ventura…
—Trascienden a guerra —dijo Enoch bruscamente.
Ulises se agitó inquieto.
—No habéis tenido guerras —dijo Enoch.
—¿La galaxia, quieres decir? No, desde que nos instalamos en ella, no las tuvimos.
—¿Demasiado civilizados?
—No seas mordaz —respondió Ulises—. Hubo un momento o dos en que estuvimos a punto de tenerlas, pero no en años recientes. Hay muchas razas ahora en la confraternidad que en sus años formativos tuvieron una historia de guerra.
—Entonces, hay una esperanza para nosotros. Es algo que podéis extender.
—Con el tiempo, acaso.
—¿Pero no con seguridad?
—No lo afirmaría.
—He estado trabajando en una carta —dijo Enoch—. Basada en el sistema Mizar de estadísticas. Y la carta dice que va a haber guerra.
—No necesitas una carta para saberlo —dijo Ulises.
—Pero había algo más. No era sólo el conocer si iba a haber guerra. Esperaba que la carta pudiera mostrar cómo mantener la paz. Debe existir un medio. Una fórmula, quizá. Si únicamente pudiésemos pensar en él, o saber dónde buscarlo, o a quién pedírselo, o…
—Hay un medio para impedir una guerra —dijo Ulises.
—Quieres decir que conoces…
—Es una medida drástica. Sólo puede ser empleada como último recurso.
—¿Y no hemos llegado a ese último recurso?
—Creo que acaso vosotros sí. La clase de guerra que llevaría a cabo la Tierra podría marcar un final a miles de años de adelanto, podría borrar toda cultura, todo excepto los débiles restos de civilizaciones. Podría, muy posiblemente, eliminar la mayor parte de la vida sobre el planeta.
—¿Y ha sido empleado ese método vuestro?
—Unas cuantas veces.
—¿Y fue operante?
—Oh, desde luego. No lo habríamos siquiera tomado en consideración de no haberlo sido.
—¿Y podría ser empleado en la Tierra?
—Podrías solicitar su aplicación.
—¿Yo?
—Como representante de la Tierra. Podrías aparecer ante la Central Galáctica y demandarnos que lo usáramos. Como miembro de tu raza, podrías prestar testimonio y se te concedería audiencia. Si tu alegato pareciera meritorio, la Central podría nombrar una comisión investigadora, y luego, se tomaría una decisión a tenor del resultado de su informe.
—Tú dijiste yo. ¿No podría cualquiera en la Tierra?
—Cualquiera que pudiese obtener una audiencia. Para obtenerla, se debe conocer la Central Galáctica, y tú eres el único hombre de la Tierra que está en ese caso. Además, formas parte del personal de la Central Galáctica. Has servido como guardián durante largo tiempo. Tu historial es bueno. Estaríamos dispuestos a escucharte.
—¡Pero un hombre solo! Un hombre no puede hablar por toda una raza entera…
—Tú eres el único de tu raza calificado para hacerlo.
—¡Si pudiese consultar a otros de mi raza…!
—No lo puedes. Y aunque lo pudieras, ¿quién te creería?
—Es verdad —dijo Enoch.
Desde luego que lo era. Para él, hacía tiempo que no había nada raro en la idea de una confraternidad galáctica, de una red de transporte que se expandiría entre las estrellas… una sensación de asombro a veces, pero la extrañeza hacía tiempo que se había desvanecido. Sin embargo, recordaba, había tardado años en hacerlo. Años aún con la evidencia física ante sus ojos, antes de que hubiese podido decidirse a aceptarlo por entero. Pero si lo participase a otro terrestre, de seguro que le sonaría a locura.
—¿Y ese método? —preguntó, casi con miedo de preguntarlo, pugnando por afrontar el choque de lo que pudiera ser.
—Estupidez —dijo Ulises.
—¿Estupidez?… No lo comprendo. En muchos aspectos ya somos también ahora bastante estúpidos.
—Tú estás pensando en la estupidez intelectual, y hay mucho de ella, no sólo en la Tierra, sino a través de la Galaxia. De lo que yo hablo es de una incapacidad mental. Una ineptitud para comprender la ciencia y la técnica que hace posible la especie de guerra que la Tierra haría. Una inhabilidad para operar las máquinas que son necesarias para librar esa clase de guerra. Volver al pueblo a una situación mental en la que no serían capaces de comprender los adelantos mecánicos, tecnológicos y científicos que habían efectuado. Quienes lo saben, lo olvidarían. Y quienes no lo saben, no lo aprenderían nunca. Vuelta a la simplicidad de la rueda y la palanca. Ello tornaría imposible vuestra clase de guerra.
Enoch, tieso y erecto, incapaz de hablar, estaba apresado por un helado terror, mientras un millón de pensamientos inconexos giraban en círculo en su cerebro.
—Ya te dije que era una medida drástica —manifestó Ulises—. Había de serlo. La guerra es algo que cuesta mucho detener. El precio es elevado.
—¡Yo no podría! —dijo Enoch—. ¡Nadie podría!
—Quizá no puedas. Pero considera esto: Si hay una guerra…
—Lo sé. Si hay una guerra, podría ser peor. Pero eso no detendría la guerra. No es la clase de cosa que yo tenía en mente. La gente podría aún luchar, matarse todavía.
—Con mazas —dijo Ulises—. Acaso con arcos y flechas. Con fusiles, en tanto que los hay, y hasta que se acabasen las municiones. Entonces, no sabrían cómo fabricar más pólvora o como extraer o elaborar el metal para hacer balas, y hasta tampoco cómo hacer éstas. Podrían combatir, pero no habría un holocausto. Las ciudades no serian barridas por bombas nucleares, pues nadie podría disparar un cohete o armar la bomba… quizá ni sabrían siquiera lo que eran tales artefactos. Las comunicaciones conocidas ahora habrían desaparecido quedando únicamente el más simple medio de transporte. La guerra se habría tornado imposible, excepto en una limitada escala local.
—Sería terrible —dijo Enoch.
—La guerra lo es también —dijo Ulises—. A ti toca la elección.
—Pero, ¿cuánto tiempo… cuánto tiempo duraría? —preguntó Enoch—. ¿No quedaríamos sumidos por siempre en la estupidez?
—Durante varias generaciones —dijo Ulises—. Para entonces comenzaría a desaparecer gradualmente el efecto de… ¿cómo lo llamaré? ¿el tratamiento? La gente saldría lentamente de su marasmo intelectual y comenzaría a despejarse y verificar de nuevo su maduración mental. Se les daría, en efecto, una segunda oportunidad.
—Y podrían, en pocas generaciones más, llegar exactamente a la misma situación en que nos encontramos hoy —dijo Enoch.
—Posiblemente. Pero no lo espero. Es muy improbable que el desarrollo cultural fuese enteramente paralelo. Hay una probabilidad de que tengáis mejor civilización y un pueblo más pacífico.
—Es demasiado para un solo hombre.
—Resulta algo esperanzador que puedas considerarlo —dijo Ulises—. El método se ofrece únicamente a aquellas razas que nos parece merecen la pena de ser salvadas.
—Tienes que concederme tiempo —dijo Enoch.
Pero era consciente de que ya no lo había.