XXIV

Le despertó el sol derramándose a través de la ventana y quedóse donde estaba, sin moverse, empapándose de su calor. Se sentía una agradable e intensa sensación a la luz del sol, un beso tranquilizador, y por un momento ahuyentó la preocupación y el interrogante. Pero notaba su proximidad y volvió a cerrar los ojos. Quizá si pudiese dormir algo más, podría despejarse del todo y perderse en alguna parte, y no hallarse presente cuando volviera a despertarse.

Pero había algo que no iba bien, algo junto a la preocupación y el interrogante.

Le dolían cuello y hombros, tenía una extraña rigidez en el cuerpo, y la almohada era demasiado dura.

Abrió los ojos de nuevo y se ayudó con las manos para incorporarse, notando que no estaba en la cama. Estaba sentado en una butaca, y su cabeza, en vez de reposar sobre una almohada, había estado apoyada sobre el escritorio. Abrió y cerró la boca, notando un gusto tan malo como suponía.

Se puso lentamente en pie, enderezándose y estirándose, intentando relajar el agarrotamiento de sus articulaciones y músculos. Y mientras tanto iba notando cómo volvían escurridizas a él, de donde habían estado escondidas, la preocupación y la desazón y la espantosa necesidad de respuestas. Pero las apartó a un lado, no de manera decisiva, pero sí lo bastante para retirarlas un poco y dejarlas como agazapadas en espera de un nuevo asalto.

Fue al hornillo y buscó la cafetera, recordando entonces que la pasada noche la había puesto en el suelo junto a la mesa. Fue a recogerla. Las dos tazas de café se hallaban aún sobre la mesa, con su negro poso en el fondo. Y en la masa de cachivaches que Ulises había apartado a un lado para hacer sitio a las tazas, la pirámide de esferas yacía volcada de lado, pero brillando y destellando aún, girando cada esfera en dirección opuesta a las demás.

Enoch tendió la mano y la cogió. Sus dedos exploraron cuidadosamente la base sobre la que estaban encajadas las esferas, buscando algo —alguna palanca, algún engranaje, algún mecanismo, algún botón— que hiciera mover o parar a las esferas. Debía haber sabido —se dijo a si mismo— que no encontraría nada. Pues ya había mirado antes. Y sin embargo, Lucy había hecho algo el día anterior que lo había puesto en funcionamiento y que seguía funcionando aún. Estaba así desde hacía más de doce horas, sin que fueran obtenidos resultados. Anotar esto… —pensó— ningún resultado que pudiera reconocerse.

Volvió a colocar sobre su base el artefacto en la mesa y puso las tazas una dentro de otra, llevándolas. Se detuvo para alzar la cafetera del suelo. Pero sus ojos no se apartaron de la pirámide de esferas.

Era enloquecedor —se dijo para sí—. No había medio de ponerlas en movimiento, y sin embargo Lucy lo había hecho. Y ahora no había medio de detenerlas… aunque probablemente no importaba si estaban paradas o en marcha.

Fue al fregadero con las tazas y la cafetera.

La estación estaba tranquila… en una calma pesada y opresiva; aunque probablemente la impresión de opresión —pensó—, no estaba más que en su imaginación.

Atravesó la habitación hasta el aparato de mensajes, viendo que la placa estaba en blanco. No había habido mensajes durante la noche. Era tonto por su parte —pensó—, esperar que los hubiera habido, ya que en este caso, habría funcionado la señal de audición, y habría continuado haciéndolo hasta que él empujase la manecilla.

¿Sería posible que la estación hubiese sido ya abandonada, que hubiese sido desviado en derredor todo tráfico? Ello, sin embargo, resultaba difícilmente posible, pues el abandono de la estación Tierra significaría también el de las situadas más allá. No había atajos en la red extendiéndose al brazo espiral, para hacer posible el reencaminamiento. No era insólito que pasaran horas, y hasta un día, sin tráfico alguno. Éste era irregular. Se daban ocasiones en que las llegadas dispuestas habían de ser suspendidas hasta que se pudiera disponer de facilidades para encargarse de ellas, y otras en que el equipo estaba ocioso, como ahora, porque no se producía ninguna.

Asustadizo; me estoy volviendo asustadizo —pensó.

Antes de que cerrasen la estación, se lo comunicarían. La cortesía, si no otra cosa, exigía que lo hicieran.

Volvió al hornillo y puso en él la cafetera. En la refrigeradora halló un paquete de gachas hechas de un cereal que crecía en uno de los mundos de la jungla draconiana. Lo tomó, volvió a dejarlo en su sitio, y cogió los dos últimos huevos de la docena que Wins, el cartero, había traído de la ciudad hacía cosa de una semana.

Miró su reloj y vio que había dormido hasta más tarde de lo que pensaba. Era ya casi la hora de su paseo cotidiano.

Puso la sartén en el hornillo, un trozo de mantequilla en ella, esperó a que se derritiese y luego cascó los huevos, friéndolos.

Acaso, pensó, no iría de paseo hoy. Sería la primera vez que no lo diera, excepto por una o dos veces de furiosa ventisca. Pero el que siempre lo hubiese dado, se dijo porfiado, no era razón para que lo diera. Omitiría el paseo y luego bajaría a buscar el correo. Podía emplear el tiempo en hacer las cosas pendientes del día anterior. Los periódicos se hallaban aún amontonados en el escritorio, esperando su lectura. No había escrito en su diario, y había mucho que escribir, pues debía registrar con detalle exactamente lo que había ocurrido, y había habido buena cantidad de sucesos.

Era una regla que se había impuesto desde el primer día que había comenzado a funcionar la estación, la de no dejar nunca el diario. Podía retrasarse a veces un poco en hacerlo, pero el hecho de que se retrasara o estuviese apremiado por el tiempo nunca fue obstáculo para que registrase en él una palabra menos de las que estimaba debía poner para decir todo lo que había que decir.

Miró a través de la habitación a las largas hileras de registros que estaban apilados en las estanterías y pensó, con orgullo y satisfacción, en lo completo de aquel archivo. Casi una centuria de escritura se hallaba entre las cubiertas de aquellos libros, y ni un solo día había sido pasado por alto.

Allí estaba su legado —pensó—. Allí su donación al mundo; aquélla sería su entrada sin trabas de nuevo en la raza humana; allí estaba cuanto había visto y oído y pensado durante casi cien años de asociación con aquellos pueblos alienígenas de la Galaxia.

Mirando a las hileras de libros, volvieron a asaltarle en tropel los interrogantes que había apartado a un lado, no cabiendo esta vez resistirlos. Durante un breve espacio de tiempo los había mantenido a raya, el poco tiempo que necesitó para despejar su cerebro y desentumecer su cuerpo, vivificándolo de nuevo. Ahora no luchó contra ellos. Los aceptó, pues no los escabullía.

Puso los huevos de la sartén en el plato, tomó la cafetera y sentóse a desayunar.

Miró de nuevo su reloj.

Tenía tiempo aún para dar su paseo cotidiano.

Загрузка...