XXX

Volvió a atravesar la galería, con sus regalos almacenados como en los corrientes establecimientos humanos podrían estar otros en secos y polvorientos camarotes.

La cinta registradora le molestaba, aquel pequeño trozo de cinta que le decía que si bien había acertado en todos los demás disparos, había fallado aquel primero. No sucedía a menudo que fallara. Y su entrenamiento había sido para aquel preciso tipo de disparo… el nunca-se-sabe-lo-que-luego-sucederá, el totalmente inesperado, la especie de disparo de matar-ser-matado, que miles de expediciones en la zona del campo de tiro le habían enseñado. Se consoló diciéndose que quizá no había sido tan asiduo en la práctica últimamente como lo debiera. Aunque, en realidad no había razón alguna para la asiduidad, pues se trataba únicamente de un pasatiempo, un recreo, y el que llevase el fusil consigo en sus paseos cotidianos era sólo por fuerza de la costumbre y no por cualquier otro motivo. Portaba el fusil como otro podía haber llevado un bastón. La primera vez que lo hizo, desde luego había sido una especie diferente de fusil y un día distinto. Entonces no era insólito el que un hombre llevase consigo un fusil al ir de paseo. Pero hoy sí era diferente y con mueca interior de desdén se preguntaba cuánto motivo de conversación podía haber proporcionado a la gente el que portase un fusil.

Cerca del final de la galería vio el negro bulto de un baúl proyectándose del estante inferior, tan grande como para meterse confortablemente en él pegado contra la pared pero sobresaliendo aún cuarenta o cincuenta centímetros del estante.

Pasó ante él volviéndose en redondo de pronto. Aquel baúl, pensó… era el que había pertenecido al hazer que murió arriba. Era la herencia de aquel ser cuyo cuerpo robado iba a ser vuelto a su tumba aquella tarde.

Fue a la estantería y apoyó su fusil contra la pared. Se inclinó y tiró del baúl.

Ya antes de bajarlo aquí y depositarlo había revisado su contenido, pero recordó que en aquella ocasión no había estado muy interesado. Ahora, de pronto, sentía un interés absorbente en ello.

Alzó la tapa cuidadosamente y la apoyó contra los estantes.

Inclinado sobre el abierto baúl, y sin tocar nada aún, intentó catalogar la capa superior de su contenido.

Había una reluciente capa, muy bien plegada, tal vez una especie de capa de ceremonial, aunque no podría precisarlo. Y sobre ella, un frasquito que era un destello de luz reflejada, como si alguien lo hubiese hecho con un diamante vaciado. Junto a la capa había un grupo de bolas, de color violeta y opaco, sin ningún brillo, con el aspecto de un manojo de pelotas de tenis de mesa que alguien hubiera pegado juntas para hacer una bola. Mas no era así, recordó Enoch, pues en aquella otra ocasión le habían llamado la atención y las había cogido, hallando que no estaban pegadas, sino que se movían libremente, aunque nunca más allá del contenido de su molde. Una de aquellas pelotas no podía ser desprendida de la masa, por mucho esfuerzo que se empleara, pero sí moverse en torno, como si flotase en un líquido, entre las demás. Podía uno mover una pelota, o todas, pero la masa seguía siendo la misma. Debía tratarse de un calculador de alguna especie, se dijo Enoch, aunque ello apenas parecía posible, pues una pelota era enteramente igual a otra, no habiendo manera de poder identificarlas. O cuando menos, no de identificarlas por el ojo humano. ¿Sería posible que lo fuera para el ojo de un hazer? Y si se trataba de una calculadora, ¿de qué género de calculadora se trataba? ¿Matemática? ¿O ética? ¿O filosófica? Sin embargo, esto era algo tonto, pues, ¿quién había oído hablar nunca de una calculadora para la ética o la filosofía? O, mejor dicho, ¿qué ser humano había oído jamás de ello? Más que probablemente, no se trataba de una calculadora, sino de algo enteramente distinto. ¿Tal vez una especie de juego… un juego de solitario?

Con tiempo, finalmente podría descifrarse. Pero no había tiempo ni incentivo por el momento para gastar el primero en un objeto, habiendo tantos otros igualmente fantásticos e incomprensibles. Pues mientras uno se encontrara perplejo ante un solo objeto, en su mente se presentaría siempre la pregunta de si no estaría ocupándose, dilapidando tiempo en el más insignificante de todos.

Era una víctima de la fatiga museística, se dijo Enoch, abrumado por las muchas piezas desconocidas desperdigadas en todo su derredor.

Tendió una mano, no a la bola de pelotas, sino al destelleante frasquito que se hallaba sobre la capa. Y al cogerlo y acercarlo, vio que había una línea escrita, grabada en el vidrio (¿o diamante?) del frasco. Lentamente deletreó lo escrito. Había habido un tiempo, hace mucho, en que pudo leer el idioma hazer, si no corrientemente, cuando menos tan bien como para salir del paso. Pero no lo había leído hacía años, perdiendo mucho de él, por lo que se confundía en los símbolos. Mas, traducida muy libremente, la inscripción decía: Para tomarlo cuando ocurran los primeros síntomas.

¡Un frasco de medicina! ¡Para tomarla cuando apareciesen los primeros síntomas! Los síntomas, acaso, de lo que se había presentado tan rápidamente y desarrollándose asimismo con tanta celeridad, que el propietario del frasco no pudo alcanzarlo, y murió cayendo del sofá.

Casi reverentemente, volvió a poner el frasco en su sitio, sobre la capa, en la misma huella que había marcado.

¡Tan diferentes de nosotros en tantas cosas —pensó Enoch— y en otras pocas tan parecidos… es espantoso!

Pues aquel frasco y su inscripción, eran un paralelo exacto de cualquier receta compuesta por el farmacéutico de la esquina.

Al lado de la bola de pelotas había una caja y la cogió, levantándola. Era de madera y sólo tenía una simple presilla para cerrarla. La abrió y vio en su interior el metálico resplandor del material que empleaban los hazers como papel.

Cuidadosamente levantó la primera hoja, y vio que no era tal, sino una larga tira plegada a la manera de un acordeón. Bajo ella habían más tiras, al parecer del mismo material.

Había algo escrito en ella, y Enoch la acercó más para leer.

La escritura estaba desvaída y borrosa. A mí… amigo decía (aunque acaso no era amigo. «Hermano de sangre», quizá, o «colega». Y los adjetivos que precedían eran tales como para que se le escapara por entero su sentido).

Era difícil lo escrito. Tenía cierta semejanza a la versión formalizada del idioma, pero al parecer llevaba la impronta de la personalidad del escritor, expresada en ensortijamientos y floreos que oscurecían la forma. Enoch siguió con su intento de traducción, no acertando con mucho, pero captando el sentido de bastante de lo que estaba escrito.

El autor había estado de visita en otro planeta, o posiblemente sólo en otro paraje. El nombre de éste, o del planeta, era una cosa que no podía reconocer Enoch. Y mientras había estado allí quien trazó lo escrito, había realizado alguna especie de función (aunque no aparecía enteramente claro, de qué desempeño se trataba) que tenía que ver con su próxima muerte.

Enoch, sobrecogido, volvió a releer la frase. Y aunque mucho de lo demás escrito no estaba claro, esta parte sí lo estaba. Mi cercana muerte, así estaba escrito, sin que cupiera un error en la traducción. Estas tres palabras estaban muy claras.

Instaba a su buen (¿amigo?) que hiciera lo propio. Decía que era un consuelo y que despejaba el camino.

No había más explicación, ni ulterior referencia. Sólo la serena declaración de que había hecho algo que sentía debía ser arreglado antes de su muerte. Y sabía que esta muerte estaba próxima, y no estaba tan sólo sin temor por su llegada, sino hasta indiferente.

El siguiente pasaje (pues no había párrafos) hablaba de alguien a quien había conocido y cómo trataron de cierta cuestión que no tenía sentido alguno para Enoch, quien se encontraba perdido en una terminología irreconocible para él.

Y luego: Estoy sumamente preocupado por la mediocridad (¿incompetencia? ¿incapacidad? ¿debilidad?) del reciente custodio del (y luego aquel símbolo críptico que podía traducirse generalmente como el Talismán). Pues (una palabra que por el contexto parecía significar un gran lapso de tiempo), siempre desde la muerte del último custodio ha sido pobremente servido el Talismán. Ha sido, en toda realidad, (otra expresión de mucho tiempo) desde que un auténtico (¿sensitivo?) fuera hallado para llevar a cabo su propósito. Muchos han sido probados y ninguno calificado, y por la falta de un tal idóneo, la Galaxia ha perdido su cabal identificación con el principio rector de nuestra vida. Nosotros aquí en el (¿santuario?) nos hallamos muy inquietos, por que sin un debido enlace entre el pueblo y (varias palabras indescifrables), la Galaxia se sumirá en el caos (y en otra línea que no podía traducirse).

La siguiente sentencia presentaba un nuevo tema… Los planes que se hallaban en marcha para algún festival cultural que encerraba un concepto, que a lo más, resultaba vago y brumoso para Enoch.

Plegó lentamente la misiva, y la volvió a colocar en la caja. Sintió un ligero desasosiego por la lectura, como si hubiese fisgado en algo que no tenía derecho a conocer, entrometiéndose en una amistad. Aquí en el templo nos hallamos, decía la misiva. Quizá quien lo escribió había sido uno de los místicos hazer, dirigiéndose a su viejo amigo, el filósofo. Y las otras cartas, muy posiblemente, eran de ese mismo místico… cartas que el viejo hazer muerto había valorado tanto, que las llevaba consigo cuando iba de viaje.

Una leve brisa pareció estar soplando sobre los hombros de Enoch; no era realmente una brisa, sino un extraño movimiento y una frialdad en el aire.

Lanzó una ojeada a la galería; nada se agitaba, ni nada se divisaba.

El viento cesó su soplo, si es que en efecto había soplado. Estuvo un momento allí, y luego no. Como el paso de un fantasma, pensó Enoch.

¿Tenía el hazer un fantasma?

La gente de Vega XXI había conocido el momento y todas las circunstancias de su muerte. Habían sabido también de la desaparición del cadáver. Y la misiva había sido acogida con mucha mayor serenidad que la de muchos humanos ante la próxima llegada de la muerte.

¿Sería posible que los hazers supieran más de la vida y la muerte de lo que jamás manifestaran? ¿O había sido encerrado ello a cal y canto en algún depósito o depósitos de la Galaxia?

¿Estaba la respuesta ahí? —se preguntó.

Acurrucado allí, pensó que acaso pudiera ser que alguien conociese ya para qué servía la vida y cuál era su destino. Había un consuelo en el pensamiento, una singular especie de personal consuelo en ser capaz de creer en que alguna inteligencia pudiera haber dado con la solución del Universo. Y de cómo, quizá, aquella misteriosa ecuación pudiera enlazarse con la fuerza espiritual que era el nexo ideal de tiempo y espacio, y de todos los factores elementales que mantenían de consuno en armónica unión el universo.

Intentó imaginarse lo que podría uno sentir de estar en contacto con la fuerza y no pudo. Se preguntó si aun aquellos que habían estado en contacto con ella podrían hallar las palabras debidas para expresarla. Pensó que podría ser imposible. Pues, ¿cómo podía uno haber estado en íntimo contacto toda su vida con el espacio y el tiempo, y decir lo que significaban cada uno de ellos, o cómo se experimentaban?

Pensó que Ulises no le había dicho toda la verdad sobre el Talismán. Sí que había desaparecido y que la Galaxia estaba desprovista de él, mas no que durante muchos años se había empañado su poder y gloria por el fracaso de su custodio en procurar un debido enlace entre el pueblo y la fuerza. Y todo aquel tiempo, la corrosión ocasionada por ese fracaso, había roído los vínculos de la confraternidad galáctica. Cualquier cosa que pudiera estar sucediendo ahora, no había ocurrido en los últimos años pasados; había estado gestando durante mucho más tiempo del que los alienígenas querían admitir. Aunque, pensándolo bien, la mayoría de los alienígenas no lo sabían.

Enoch cerró la presilla de la caja, y volvió a colocar ésta en el baúl. Algún día, pensó, cuando estuviera él en su cabal juicio, cuando la presión de los acontecimientos no le tornara tan emotivo, cuando pudiera atenuar la culpabilidad del fisgoneo, efectuaría una concienzuda y erudita traducción de aquellas cartas, pues en ellas, lo estimaba seguro, podría hallar una ulterior comprensión de aquella intrigadora raza. Pensó que entonces podría hallarse en mejor estado de calibrar su humanidad. No humanidad en el sentido común y aceptado de ser un componente de la raza de la Tierra, sino en el sentido de que ciertas reglas de conducta debían fundamentar todos los conceptos raciales, del mismo modo que la llamada humanidad, fundamenta en su sentido más estricto el concepto humano.

Tendió la mano para cerrar la tapa del baúl y vaciló.

Algún día, había dicho. Y pudiera ser que no hubiese algún día. Era un vicio mental el pensar siempre en algún día, una forma de enjuiciamiento posibilitada por las condiciones en el interior de esta estación. Pues allí habían días interminables por venir, días venideros siempre y por siempre. Un concepto humano del tiempo estaba allí fuera de molde y razón, y él podía mirar complacientemente a lo largo de una extensa y casi interminable avenida del tiempo. Pero ello podía cesar ahora. El tiempo podía retrotraerse súbitamente a su corriente enfoque. Caso de que tuviera que abandonar esta estación, la larga procesión de los días llegaría a un término.

Volvió a echar hacia atrás la tapa, dejándola nuevamente apoyada en los estantes, y seguidamente tomó la caja y la puso en el suelo, a su lado. Debería llevarla arriba —se dijo— e incluirla con los demás objetos que le acompañarían si tuviese que abandonar la estación.

¿Sí?, se preguntó. ¿Es que cabía ya duda? ¿No había tomado acaso, como fuera, aquella dura decisión? ¿No se había arrastrado él sin que se percatara, de manera que ahora se veía obligado a ella?

Y si había llegado realmente a tal decisión, en tal caso debía haber llegado también a la otra. Si abandonaba la estación, entonces no se hallaría en estado de aparecer ante la Central Galáctica, para abogar porque le fuese remediada la guerra a la Tierra.

—Tú eres el representante de la Tierra —le había dicho Ulises—. Tú eres el único que puede representar a la Tierra.

Mas ¿podía él representarla en realidad? ¿Seguía siendo un auténtico representante de la raza humana? Él era un hombre del siglo XIX y siéndolo, ¿cómo podía representar al siglo XX? ¿Hasta qué punto habría cambiado el carácter humano con cada generación? Y no pertenecía él tan sólo al siglo XIX, sino que había vivido también durante casi cien años sometido a unas circunstancias especiales y de separación.

Se arrodilló, considerándose con espanto, y un poco de compasión también, preguntándose lo que era él, si en efecto humano, o si, sin saberlo, había absorbido tanto del confuso punto de vista alienígena, al cual había estado sujeto, que se había convertido en una rara especie de silbido, en una extravagante clase de mestizo galáctico.

Lentamente bajó la tapa del baúl, y la apretó con fuerza, volviéndolo luego a colocar bajo las estanterías.

Seguidamente tomó la caja, poniéndola bajo el brazo, se puso en pie, y asiendo su fusil, se encaminó a la escalera.

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