XXV

El hombre del ginseng estaba esperando en el manantial.

Enoch lo vio desde alguna distancia del sendero, y se preguntó, con rápido relampagueo de enojo, si podía estar esperándole allí para decirle que no podía devolver el cadáver del hazer, que algo había sucedido, que se había topado con inesperadas dificultades.

Y pensándolo, Enoch recordó cómo la noche anterior había amenazado con matar a cualquiera que impidiese el retorno del cadáver. Acaso no había sido acertado decir eso —se dijo—. Se preguntó si podía decidirse a matar a un hombre; no sería el primero a quien hubiese matado nunca… pero eso había ocurrido hace mucho tiempo, y había sido cuestión de matar o ser matado.

Cerró los ojos un segundo y pudo ver de nuevo el declive bajo él, con las largas filas de hombres avanzando a través del remolineante humo, sabiendo que aquellos hombres escalaban la loma sólo con el propósito de matarle, y con él a los demás que estaban en la cima.

Y no había sido la primera vez ni la última, pero todos los años de matanza se fundían en ese simple momento… no el tiempo que después vino, sino en aquel largo y terrible instante en que había contemplado a las filas de hombres escalando el declive con la precisa intención de matarle.

Fue en aquel momento que se percató de la locura de la guerra, el gesto fútil que con el tiempo se convertía en insensatez, la rabia irrazonable que debe ser alimentada más allá del recuerdo del incidente que la motivó, la consumada falta de lógica de que un hombre, por la muerte o la miseria, pueda probar un derecho o sostener un principio.

En alguna parte de la larga senda recorrida por la Historia, la raza humana había aceptado una locura por principio y había persistido en ella hasta hoy, en que aquel principio demencial se hallaba presto a exterminar, si no a la misma raza, cuando menos a todas aquellas cosas, tanto materiales como inmateriales, que habían sido moldeadas como símbolos de humanidad a través de muchas centurias.

Lewis había estado sentado sobre un tronco caído, y al aproximarse Enoch se levantó.

—Te esperaba aquí —dijo—. Espero que no te importe.

Enoch atravesó el manantial.

—El cadáver estará aquí a primeras horas del anochecer —dijo Lewis—. Washington lo expedirá en vuelo a Madison, y será transportado en camión desde allí.

—Me alegra oír eso —dijo Enoch, con movimiento afirmativo de la cabeza.

—Insistieron —dijo Lewis— en que te preguntase de nuevo qué es ese cadáver.

—Te dije la pasada noche —manifestó Enoch— que no podía comunicarte nada. Desearía poder hacerlo. Durante años me he imaginado cómo poder hacerlo, pero no hay manera.

—El cadáver es de alguien que no pertenece a esta Tierra —dijo Lewis—. Estamos seguros de ello.

—Así lo pensáis —dijo Enoch, no transformando en pregunta sus palabras.

—Y la casa —dijo Lewis— es forastera también.

—La casa fue construida por mi padre —dijo Enoch brevemente.

—Pero algo la cambió —arguyó Lewis—. No está como fue construida.

—El tiempo cambia las cosas —dijo Enoch.

—A todo menos a ti.

Enoch sonrió burlón.

—Así que eso te molesta —dijo—. Te parece algo indecente.

Lewis meneó la cabeza.

—No, indecente no. En absoluto, de veras. Tras vigilarte durante años, he llegado a aceptarte a ti y todo lo tuyo. No se trata de comprensión, naturalmente, sino de una completa aceptación. A veces me digo a mí mismo que estoy loco, pero es sólo momentáneamente. He intentado no incomodarte. He obrado para mantenerlo todo exactamente como estaba. Y ahora que te he conocido, me alegra que así fuera. Pero estamos incurriendo en error. Estamos actuando como si fuésemos enemigos, como dos perros extraños… y ése no es el camino. Yo pienso que ambos tenemos mucho en común. Hay algo que bulle, que va en camino, y no deseo hacer nada que pueda interferir con ello.

—Pero lo hiciste —dijo Enoch—. Hiciste lo peor que pudiste hacer cuando cogiste el cadáver. De haber planeado cómo perjudicarme más, no podías haber hecho una cosa peor. Y no sólo a mí. No realmente a mí, en absoluto. Era a la raza humana a la que dañabas.

—No lo comprendo —dijo Lewis—. Lo siento, pero no lo comprendo. Estaba la inscripción en la piedra…

—Ése fue mi error —dijo Enoch—. Jamás debí haber puesto esa lápida. Pero entonces pareció que debía hacerse. No pensé que alguien pudiera ir a husmear por allá y…

—¿Era un amigo tuyo?

—¿Un amigo mío? Oh te refieres al cadáver… Pues en realidad no. No esa persona particular.

—Ahora que está hecho, lo lamento —dijo Lewis.

—El lamentarlo no sirve de ayuda.

—Pero, ¿no hay algo, alguna cosa que pueda hacerse por ello? ¿Algo más que devolver el cadáver?

—Sí —dijo Enoch—. Podría haber algo. Yo podía necesitar alguna ayuda.

—Dímelo —manifestó presto Lewis—. Si es cosa que puede hacerse…

—Yo podría necesitar un camión —dijo Enoch—. Para sacar fuera algunos cachivaches. Registros y cosas por el estilo. Y podría necesitarlo rápidamente.

—Puedo obtenerlo —dijo Lewis—. Y tenerlo esperando. Con hombres para ayudarte a cargarlo.

—Podría también querer hablar con alguien de autoridad. De elevada autoridad. El presidente. El secretario de Estado. Acaso las Naciones Unidas. No lo sé; tengo que pensarlo. Y no solamente necesitaría un medio de hablarles, sino cierta garantía de que escucharan lo que tengo que decir.

—Lo dispondré, por medio del equipo de onda corta. Lo tendré preparado.

—¿Y alguien que quiera escuchar?

—También. Cualquiera que tú digas.

—Otra cosa más aún.

—Lo que sea —dijo Lewis.

—Lo olvidaba —dijo Enoch—. Acaso no necesite ninguna de esas cosas. Ni el camión ni el resto. Quizá tenga que dejar que las cosas vayan como van ahora. Y si así fuera, ¿olvidarías tú y cualquier otro interesado lo que pedí?

—Creo que podríamos —dijo Lewis—. Pero seguiría vigilándote.

—Así lo espero y deseo —manifestó Enoch—. Pues más tarde podría necesitar alguna ayuda. Pero no quiero ninguna interferencia.

—¿Estás seguro de que no hay nada más? —preguntó Lewis.

Enoch denegó con la cabeza.

—Nada más —dijo—. El resto debo hacerlo yo mismo.

Quizá —pensó— había hablado ya demasiado. Pues, ¿cómo podía estar seguro de que podía confiar en aquel hombre? ¿Y de que pudiese confiar en cualquiera?

Sin embargo, si decidía abandonar la Central Galáctica y correr su suerte con la Tierra, podría necesitar alguna ayuda. Podría presentarse alguna objeción por parte de los alienígenas a que se llevase los registros y los artefactos. Si quería salir con ellos, podía tener que apresurarse.

Pero, ¿quería abandonar la Central Galáctica? ¿Podría renunciar a la Galaxia? ¿Podía desechar la oferta de ser el guardián de otra estación en algún otro planeta? Llegado el momento, ¿podría cortar el lazo que le unía con todas las otras razas y todos los misterios de las otras estrellas?

Había dado ya los pasos para hacer esas cosas. Aquí, en los últimos momentos, sin pensar demasiado en ello, casi como si estuviese ya decidido, había dispuesto lo necesario para volver a la Tierra.

Quedóse pensativo, perplejo ante los pasos que había dado.

—Habrá alguien en ese manantial —dijo Lewis—. No yo, sino alguien que pueda entrar en contacto conmigo.

Enoch asintió, con la mente ausente.

—Alguien te verá cada mañana cuando das el paseo —dijo Lewis—. O bien puedes venir donde nosotros aquí, cuando lo desees.

Lo mismo que una conspiración —pensó Enoch—. Es ya casi la hora para el correo. Wins se estará preguntando qué me habrá sucedido.

Y comenzó a subir la colina.

—Hasta la vista —dijo Lewis.

—Sí. Hasta la vista —respondió Enoch.

Estaba sorprendido al sentir expandirse en él un vivo calor… como si algo hubiese ido mal y ahora estuviese enmendado, como si algo hubiese estado perdido y hubiera sido ya recuperado.

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