XXVI

Enoch encontró al cartero a mitad del camino que conducía a la estación. El viejo automóvil iba deprisa, traqueteando sobre los baches herbosos, embistiendo contra los matorrales que crecían a lo largo de la pista.

Wins frenó y se detuvo al divisar a Enoch, y quedó sentado esperándole.

—Has dado un rodeo —dijo Enoch, llegando a él—. ¿O es que has cambiado de trayecto?

—No estabas esperando en la estafeta —dijo Wins—, y tenía que verte.

—¿Correo importante?

—No, no es correo. Es el viejo Hank Fisher. Está allá en Millville, empinando en la taberna de Eddy y echando ascuas.

—No es costumbre de Hank el beber.

—Está diciendo a todo el mundo que tú trataste de raptar a Lucy.

—Yo no la rapté —respondió Enoch—. Hank le pegó y yo la tuve conmigo hasta que él se enfriase.

—No debiste haber hecho eso, Enoch.

—Quizá. Pero Hank se había puesto a golpearla. Ya le había dado una o dos palizas.

—Hank está fuera para armarte escándalo.

—Ya me dijo que lo haría.

—Dice que tú la raptaste, que luego te espantaste por lo hecho y que la devolviste. Dice que la ocultaste en la casa, y que cuando él intentó entrar en ella para sacar a la muchacha, no pudo. Dice que tienes una casa muy rara. Que rompió la hoja de un hacha en una ventana.

—No hay nada de raro en ello —dijo Enoch—. Hank sólo se imagina cosas.

—Hasta ahora, todo va bien —dijo el cartero—. Ninguno de ellos, a la luz del día y con sus sentidos cabales, le hará el menor caso. Pero con la llegada de la noche estarán con dos copas de más y ¡adiós juicio! Algunos de ellos podrían subir a verte.

—Supongo que él les estará diciendo que tengo el diablo en mí.

—Eso y más —dijo Wins—. Escuché un rato antes de marcharme.

Hurgó en la cartera de correspondencia, halló el atado de periódicos y se lo tendió a Enoch, diciendo luego:

—Mira, Enoch. Hay algo que tienes que saber. Algo de lo que puedes no haberte dado cuenta. Sería fácil incitar a la gente contra ti… por la manera como vives y todo eso. Eres raro. No, no quiero decir que haya nada malo en ti… te conozco y sé que no lo hay… pero sería fácil inculcar malas ideas a la gente que no te conoce. Te han dejado solo hasta ahora debido a que no había razón alguna para hacerte nada. Pero si se excitan con todo lo que Hank está diciendo…

No terminó, dejando el resto de la frase suspenso en el aire.

—Hablas de un pelotón cívico —dijo Enoch.

Wins asintió en silencio.

—Gracias —dijo Enoch—. Te agradezco que me hayas prevenido.

—¿Es verdad que nadie puede penetrar en tu casa? —preguntó el cartero.

—Así lo creo. Pienso que no pueden irrumpir en ella ni incendiarla. No pueden hacer nada de eso.

—En ese caso, en tu lugar me encerraría esta noche, y no me aventuraría a salir.

—Quizá lo haga. Me parece una buena idea.

—Bien —dijo Wins—. Me parece que la cosa está bastante clara. Pensé que debías saberlo. Creo que he de dar marcha atrás. No se puede dar la vuelta.

—Sube hasta la casa. Hay sitio allí.

—No está muy lejos la carretera —dijo Wins—. Puedo hacerlo fácilmente.

El coche comenzó a retroceder lentamente.

Enoch se quedó mirando.

Alzó una mano en solemne saludo cuando el coche comenzó a meterse en un recodo por el que desaparecería de la vista. Wins agitó también la mano, y seguidamente el coche fue engullido por los matorrales que crecían a ambos lados del camino.

Lentamente, Enoch giró sobre sus talones y se encaminó de nuevo hacia la estación.

Un motín —pensó—. ¡Santo Dios, un motín!

Una turba aullando en torno a la estación, aporreando puertas y ventanas, acribillándolas a balazos, barrería la última probabilidad —si aún quedaba alguna— de atajar el movimiento de la Central Galáctica para cerrar la estación. Tal airada manifestación añadiría otro poderoso argumento más a la demanda de que se abandonara la expansión al brazo espiral.

¿Por qué todo había de acontecer de repente?, se preguntó. Durante años nada había sucedido, y ahora estaba ocurriendo en el lapso de breves horas. Todo, según parecía, estaba actuando contra él.

Si la amotinada turba se presentaba, ello no significaría tan sólo que estaba sellado el destino de la estación, sino también, que no le quedaría otra elección más que la de aceptar la oferta de ser el guardián de otra estación. No había otra alternativa. Ello le tornaría imposible el permanecer en la Tierra, aunque quisiera. Y se dio cuenta, con un sobresalto, que ello podría precisamente suponer asimismo que le fuese retirada la oferta de otra estación. Pues con la aparición de una turba ululante y afanosa de su sangre, él mismo sería implicado en la acusación de barbarie elevada ya contra la raza humana en general.

Quizá —se dijo—, debería bajar de nuevo al manantial y ver otra vez a Lewis. Acaso podían ser tomadas algunas medidas para mantener a raya a la chusma. Pero de hacerlo, sabía que tenía que dar una explicación, y podría tener que decir demasiado. Y acaso no se produciría la algarada. Nadie prestaría mucho crédito a lo que decía Hank Fisher, y todo el asunto podría quedar en agua de borrajas antes de emprenderse acción alguna.

Se instalaría en el interior de la estación, en espera de lo mejor. Tal vez no habría ningún viajero en la estación en el momento en que la turba llegase —si llegaba—, y el incidente pasaría sin que se diese cuenta la Galaxia. De tener suerte, podía obrar de ese modo. Y según el cálculo de probabilidades, debía tener alguna suerte. Sobre todo no habiéndola tenido ciertamente en absoluto en los pocos días pasados.

Llegó a la puerta rota que daba paso al patio, y se detuvo a mirar la casa, intentando, por alguna razón que no podía comprender, ver si era la misma que conociera de muchacho.

La casa se erguía lo mismo que siempre, inalterada, excepto en que en los antiguos tiempos tenía cortinas fruncidas en sus ventanas. El patio en torno a ella sí que había cambiado con el lento desarrollo de la vegetación en el transcurso de los años, con el boscaje de lilas, más frondoso y enmarañado a cada nueva primavera, con los olmos que su padre había plantado, convertidos de retoños en robustos árboles, con la mata de rosas amarillas ante la rinconada de la cocina, ya desaparecida, víctima de un inclemente invierno tiempo ha olvidado, con los arriates floridos, desvanecidos también, y el césped junto a la puerta invadido por los hierbajos.

La vieja valla de piedra que había estado a ambos lados de la puerta, era ya no más que una corcovada protuberancia. La acción de cientos de heladas, la trepa de zarzas y cizañas, y los largos años de descuido, habían efectuado su corrosiva labor, y en otros cien años —pensó—, se hallaría al ras del suelo, sin dejar huella alguna. Abajo en el campo, a lo largo del declive donde había actuado la erosión, había trozos extensos enteramente desaparecidos.

Todo esto había sucedido, y hasta este momento él no se había percatado. Pero ahora sí, y se preguntaba el por qué. ¿Era debido a que ahora podría estar de vuelta de nuevo a la Tierra… él que no había abandonado nunca su suelo, su sol y su aire, que no la había dejado jamás físicamente, pero que por mucho más tiempo del que les era concedido a la mayoría de los hombres, había ido, no a uno, sino a muchos planetas, lejos entre las estrellas?

En pie allí, a los rayos ponientes de postrimerías del estío, le estremeció un aire frío que pareció estar soplando de alguna ignota dimensión de irrealidad, preguntándose por vez primera (por primera vez se había visto obligado a preguntárselo) qué clase de hombre era él. ¿Un hombre encantado que debía pasar la vida ni completamente alienígena ni completamente humano, que dividía las lealtades, con viejos fantasmas para recorrer los años y millas con él, cualquiera que fuese la vida que escogiera, la de la Tierra o la de las estrellas? ¿Un mestizo cultural, no comprendiendo ni a la Tierra ni a las estrellas, teniendo una deuda con ambas, pero no pagando ninguna? ¿Un sin hogar, una criatura errante que no podía reconocer la verdad de la mentira, habiendo visto tan diferentes (y lógicas) versiones de ambas?

Había subido la loma sobre el manantial, sintiendo el optimista calor interno de una humanidad recuperada, miembro de la raza humana otra vez, unido en una conspiración pueril con un equipo humano. Pero, ¿podía calificarse como humano…? Y si lo hacía, o trataba de hacerlo, ¿qué era entonces de los cien años de fidelidad a la Central Galáctica? ¿Podía, aunque quisiera, calificarse como humano?

Atravesó lentamente la desportillada entrada, con los interrogantes aporreándole aún el cerebro, aquel gran e incesante flujo de preguntas, para las cuales no había respuesta. Mas eso era falso —pensó—. No es que no hubiera respuesta alguna, sino que las había demasiadas.

Quizá Mary y David y el resto de ellos vendrían de visita aquella noche, y podrían hablar sobre el particular… recordó de pronto.

Mas no, no vendrían, ni Mary, ni David, ni ninguno de los otros. Habían venido durante años a verle, pero no vendrían más, pues la magia se había deslustrado y la ilusión desvanecido, y él estaba solo.

Y siempre lo había estado, se dijo con amargo regusto en su cerebro. Todo había sido ilusión; nunca había sido real. Durante años se había embaucado a sí mismo de la manera más ávida y voluntaria, poblando con esas criaturas de su imaginación el pequeño rincón junto a la chimenea. Ayudado por una técnica extranjera, conducido por su soledad a la vista y sonido de la humanidad, los había convertido en seres que desafiaban cualquier sentido excepto el sólido del tacto.

Y desafiaba asimismo cualquier sentido de decoro.

Semi-criaturas, pensó. Pobres desgraciadas semi-criaturas, ni sombra ni mundo.

Demasiado humanas para sombras, demasiado vagas para la Tierra.

Mary, si tan sólo lo hubiera sabido… si yo lo hubiese sabido nunca habría comenzado. Me hubiese quedado con el aislamiento.

Y ahora no podía enmendarlo. No había nada que sirviese.

¿Qué es lo que me pasa? —se preguntó.

¿Qué me ha sucedido?

¿Qué está ocurriendo?

Ni siquiera podía pensar ya más con rectitud. Se dijo que había de permanecer en el interior de la estación, a fin de escapar a la turba que podía estar asomando… y no podía quedarse dentro, pues Lewis volvería a traer el cadáver del hazer poco después del oscurecer.

Y si la turba se mostraba al mismo tiempo que apareciese Lewis trayendo de nuevo el cadáver, el infierno se desencadenaría.

Agobiado por el pensamiento, permaneció indeciso.

Si alertaba a Lewis del peligro, en tal caso podría no traer el cadáver. Y tenía que traerlo. Antes de que la noche pasara, el hazer debería estar seguro en la tumba.

Decidió que debía correr el albur.

La turba podía no aparecer. Y aunque lo hiciera, debía existir un medio para manejarla.

Tenía que pensar en algo, se dijo.

Sí, tenía que pensar algo.

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