Enoch bajó el fusil y respiró lenta y profundamente. Siempre había sido igual, pensó. Como si tuviese necesidad de relajarse gradualmente, de nuevo en su mundo propio, tras sus momentos de irrealidad.
Ya sabía uno que sería ilusión cuando manipulara el conmutador que ponía en movimiento todo lo que iba a suceder, y sabía que había sido ilusión cuando todo había terminado, pero mientras estaba sucediendo, no era ilusión. Era tan real y consistente como si todo fuese verdad.
Recordó que al construirse la estación le habían preguntado si tenía una afición como pasatiempo en sus ocios, si podía instalársele en la estación algo para su recreo. Y él había dicho que le gustaría un campo de tiro… esperando no más que alguna galería con patos moviéndose sobre una cadena rodante o pipas de arcilla girando en una rueda. Pero eso habría sido naturalmente demasiado simple para los extravagantes arquitectos que habían diseñado la estación, y para los habilidosos operarios que la habían construido.
Al principio no habían estado seguros de lo que quería decir por campo de tiro, y hubo de explicarles lo que era un fusil, cómo funcionaba, y para qué podía ser empleado. Les habló de la caza de ardillas en las soleadas mañanas de otoño, y de estremecidos conejos sacados de las malezas con la primera llegada de la nieve (aunque no se empleaba el fusil, sino una escopeta, con los conejos), de la caza de mapaches en la noche otoñal, y del acecho al ciervo a lo largo de la pista que seguía para ir a abrevar al río. Pero ocultó el decirles en qué otra cosa había empleado el fusil durante cuatro largos años.
Les habló (puesto que eran gentes propicias a la charla) de su sueño de juventud de ir algún día a una cacería en África, aun cuando al decírselo se percataba bien de lo inasequible qué ello era. Pero desde aquel día había cazado (y sido también perseguido) por bestias mucho más raras que cualquiera de las que pudiera jactarse poseer el África.
No tenía la menor idea de dónde podían haber sido formadas aquellas bestias, si realmente provenían de alguna otra parte que de la imaginación de aquellos alienígenas que habían colocado los dispositivos que generaban la escena para el tiro. En los miles de veces que se había dedicado a ello, no había habido una duplicación de la escena ni de las bestias que merodeaban por ella. Aunque acaso, pensó, se produciría alguna vez un final y se repetiría luego la secuencia. Pero ahora ello suponía poca diferencia, pues si volviesen a repetirse las cintas mágicas, habría poca probabilidad de que recordase con considerable detalle aquellas aventuras que había vivido durante tantos años.
No comprendía las técnicas ni el principio que hacía posible aquel fantástico campo de tiro. Como muchas otras cosas, lo aceptaba sin necesidad de comprenderlo.
Sin embargo, pensaba que algún día daría con el indicio que trocaría la ciega aceptación en entendimiento… no sólo del campo de tiro, sino de muchas otras cosas.
A menudo se había preguntado lo que los alienígenas podían pensar sobre su fascinación por el campo de tiro, por aquella fuerza primaria que inducía a un hombre a matar, no tanto por el goce de matar como por afrontar y desdeñar un peligro, para oponer a una fuerza otra mayor y más hábil, a la astucia, una astucia más grande. ¿Habría causado preocupación a sus amigos alienígenas sobre el carácter humano, con su cariño por el fusil? Para la comprensión de un ajeno, ¿cómo podría trazarse una línea entre la muerte de otras formas de vida y la muerte de una propia? ¿Había realmente una diferencia que pudiera resistir al examen lógico entre el deporte de la caza y el deporte de la guerra? Para un extraño, quizá tal diferenciación sería más bien difícil, pues en muchos casos, el animal cazado se hallaría más próximo en su forma y características al cazador humano, que muchos de los alienígenas.
¿Era la guerra una cosa instintiva, de la que era tan responsable un hombre corriente, como lo eran los políticos y los llamados estadistas? Parecía imposible, y sin embargo, en cada hombre se hallaba profundamente arraigado el instinto combativo, el apremio agresivo, el extraño sentido de rivalidad… todo lo cual producía conflictos de un género u otro, si era llevado tal instinto a su conclusión.
Puso el fusil bajo el brazo y fue al panel. Encajada en una ranura del fondo había un trozo de cinta.
Tiró de ella y descifró los signos. No eran satisfactorios. No lo había hecho tan bien.
Había fallado aquel primer disparo a la acometedora bestia lobuna con cara de hombre viejo, y allá en alguna parte, en aquella dimensión de irrealidad, él y su compañero se encontrarían gruñendo sobre la masa revuelta y desgarrada de carne y huesos rotos que había sido Enoch Wallace.