12 de julio de 1915. —Esta tarde, a las 15:20, han llegado cinco seres de Vega XXI, los primeros de su especie que pasan por la estación. Son bípedos y humanoides, y dan la impresión de no estar hechos de carne —la carne sería una materia demasiado grosera para la clase de seres que son—, aunque, desde luego, están constituidos de materia orgánica, como todos los seres vivientes. Aunque resplandecen, no con una luz visible, pero les rodea un aura que los acompaña a todas partes.
Según creí entender, los cinco formaban una unidad sexual, aunque no estoy muy seguro de que así fuese, porque todo resulta muy confuso. Estaban muy contentos y cordiales, mostrando un aire ligeramente divertido, como si algo les hiciese gracia, nada en particular, en realidad, sino todo el universo; dijérase que se reían de un chiste cósmico y particular, que sólo ellos conocían. Estaban de vacaciones y se dirigían a un festival (aunque acaso no sea ésta la palabra exacta) que se celebraba en otro planeta, donde se reunían otros seres para pasar una semana de carnaval. No pude saber cómo o por qué los habían invitado. Seguramente representaba para ellos un gran honor asistir al festival, pero por lo que pude ver ellos no parecían considerarlo así, sino que consideraban que era su derecho. Estaban contentos y despreocupados, extremadamente tranquilos y llenos de aplomo, pero ahora, al pensarlo, supongo que siempre deben de estar así. Me sentí un poco envidioso por no poder ser tan despreocupado y alegre como ellos. Traté de imaginar lo bella y agradable que debía de parecerles la vida y el universo y sentí un ligero resentimiento ante su dicha y su despreocupación irreflexiva.
Según las instrucciones recibidas, colgué unas hamacas para que pudieran descansar, pero ellos no las emplearon. Trajeron consigo unas canastas llenas de comida y bebida, se sentaron a mi mesa y empezaron a hablar y a banquetearse. Me invitaron a sentarme con ellos y escogieron dos platos y una botella, que me aseguraron que no me perjudicarían; en cuanto al resto de sus vituallas, no podían asegurar el efecto que producirían sobre mi metabolismo. La comida era deliciosa y de una clase que nunca había probado… un plato recordaba a los tipos más raros y delicados de quesos viejos, y el otro era de un sabor dulce verdaderamente celestial. La bebida recordaba a las mejores marcas de coñac terrestre, era de color amarillo y clara como el agua.
Me hicieron preguntas sobre mí mismo y mi planeta, se mostraron muy corteses y verdaderamente interesados; comprendían inmediatamente todo lo que yo les decía. Me contaron que se dirigían a un planeta cuyo nombre nunca había oído pronunciar, y conversaron entre ellos, alegres y felices, pero procurando que yo no me sintiese excluido de la conversación. Por ella colegí que en el festival del planeta de marras se presentaba alguna forma de arte. Ésta no consistía únicamente en música o pintura, sino que estaba compuesta de sonido y color, sin olvidar la emoción, la forma y otras cualidades que no parecen tener palabras para expresarlas en ningún idioma de la Tierra, y que no puedo identificar por completo. Tuve la impresión de que se trataba de una sinfonía tridimensional, aunque ésta no sea la expresión exacta, y que había sido compuesta no por un individuo solo, sino por un equipo. Hablaban con entusiasmo de esta forma de arte, y, según me pareció entender, no duraba varias horas sino varios días, y era más una experiencia que algo que se escuchaba o se veía, pues los espectadores o el público no se limitaban a sentarse para escuchar, sino que participaban en ella, si así lo deseaban. Pero no conseguí entender de qué manera participaban y no me atreví a preguntárselo. Hablaban de la gente que verían, de los últimos conocidos que habían visitado y se contaban muchos chismes sobre ellos, aunque sin malicia, dando la impresión de que ellos y muchos otros iban de planeta en planeta con una gozosa finalidad. Pero no conseguí determinar si sus viajes tenían alguna otra finalidad, además del esparcimiento. Colegí que acaso la tuviesen.
Hablaban de otros festivales, no todos relacionados con aquella forma artística, sino con otros aspectos más especializados de las artes, de los que no conseguí formarme una idea cabal. Parecían hallar un goce indescriptible en estos festivales y me pareció que algunos aspectos de los mismos ajenos al arte contribuían a aumentar su felicidad. No intervine en esta parte de la conversación porque, francamente, no se me presentó ocasión para hacerlo. Me hubiera gustado hacerles algunas preguntas, pero no me dieron pie para ello. Supongo que de haber tenido ocasión, mis preguntas les hubieran parecido estúpidas, pero esto no me hubiera importado mucho. Y con todo, a pesar de esto, consiguieron hacer que me sintiese incluido en la conversación. No hicieron nada concreto en este sentido, y, a pesar de ello, yo me sentí identificado con ellos y no solamente un guardián de la estación en cuya compañía pasarían un breve período. A veces hablaban brevemente en el idioma de su planeta, que es uno de los más hermosos que he oído, pero casi siempre conversaban en el lenguaje que utilizan numerosas especies humanoides y que viene a ser una lengua franca del espacio creada con fines utilitarios, y sospecho que lo hicieron por cortesía hacia mí, y, desde luego, fue una gran muestra de deferencia por su parte. Creo que se cuentan entre los seres más verdaderamente civilizados que me ha sido dado a conocer.
He dicho que resplandecían y con esto quiero decir que irradiaban una luz espiritual. Daba la impresión de que a veces les acompañaba una neblina dorada y centelleante que alegraba todo cuanto tocaba… casi como si se moviesen en un mundo especial que nadie había conseguido descubrir. Sentado a la mesa con ellos, yo parecía hallarme incluido en aquella neblina áurea y sentía correr por mis venas extrañas y profundas corrientes de felicidad tranquila. Me pregunté por qué caminos ellos y su mundo habían llegado a aquel áureo estado y si mi mundo podría alcanzarlo, en un tiempo muy remoto.
Pero en el fondo de aquella felicidad había una vitalidad tremenda, un espíritu burbujeante y efervescente con un núcleo de fortaleza y un amor por la vida que parecía surgir por todos sus poros y en todos los momentos de su existencia.
Sólo disponían de dos horas y éstas pasaron tan rápidamente, que por último me vi precisado a advertirles que ya tenían que marcharse. Antes de irse, dejaron dos envoltorios sobre la mesa, dijeron que eran para mí y me dieron las gracias por mi mesa (curiosa manera de decirlo). Después se despidieron, entraron en el gabinete (el de tamaño extra) y yo accioné el dispositivo que les hacía continuar su viaje. Incluso después de su partida, el resplandor dorado pareció flotar en la habitación durante horas, antes de extinguirse. Deseé haberles podido acompañar al planeta donde se celebraba aquel mágico festival.
Uno de los envoltorios que me dejaron contenía una docena de botellas del licor semejante al coñac. Las botellas eran verdaderas obras de arte. No había dos de ellas iguales. Estaban formadas por lo que yo estoy convencido que era diamante, aunque no sé si fabricado o tallado de piedras gigantescas. De todos modos, calculo que estas botellas poseen un valor incalculable. Muestran gran variedad de símbolos en su conformación, cada uno de los cuales, empero, posee una belleza peculiar. Y en el otro envoltorio había… bien, supongo que, a falta de nombre más adecuado, tendré que llamarla una cajita de música. La cajita es de marfil, de un viejo marfil amarillento tan suave como el raso, y cubierta de unos enmarañados relieves que deben de tener un significado oculto. En la parte superior hay un círculo montado dentro de una escala graduada. Cuando coloqué el círculo en la primera graduación, oí música y la habitación se llenó de un juego de luces multicolores, como si toda la habitación estuviese llena de una orgía de color. Entre aquellas coloraciones había como un lejano recuerdo de la bruma dorada. De la caja también surgieron perfumes que se esparcieron por la estancia, junto con sentimientos y emociones —si hay que llamarlos así—, y algo que se apoderaba de uno, infundiendo alegría o tristeza. De la caja surgió un mundo en el que podía vivirse la composición o lo que aquello fuese, con todo el ser, todas las emociones, fe y entusiasmo de que uno era capaz. Estoy seguro de que era una especie de grabación de aquella forma artística de la que ellos hablaban. Pero no era sólo una composición, sino exactamente 206, porque este es el número de las señales que tiene la escala graduada, y a cada señal corresponde una composición distinta. En los días venideros las interpretaré todas, tomaré notas sobre ellas. Les pondré nombres, acaso guiándome por sus características. Tal vez saque de ellas no sólo esparcimiento, sino útiles enseñanzas.