El hazer era anciano. El áureo halo que lo envolvía había perdido el destello de su juventud. Era un fulgor suave, profundo y rico… no el cegador de un ser joven. Lo portaba con firme dignidad, y el resplandeciente copete de su cabeza, que no era ni cabello ni plumas, era blanco, de una especie de albura de santidad. Su rostro era de expresión afable y tierna, afabilidad y ternura que en un hombre podría haberse expresado en suaves arrugas.
—Siento —dijo a Enoch— que nuestra entrevista haya de ser así. Sin embargo, bajo cualesquiera circunstancias, estoy contento de verte. He oído de ti. No es frecuente que un ser de un planeta exterior sea el custodio de una estación. Debido a ello, joven, me he sentido intrigado por tu persona. Me he preguntado qué especie de criatura serías.
—No has de preocuparte por él —dijo Ulises, un tanto desabridamente—. Yo salgo fiador por su persona. Hemos sido amigos durante años.
—Sí, lo olvidaba —dijo el hazer—. Tú eres su descubridor. —Escudriñó en torno a la habitación, y añadió—: Otro. No sabía que había dos. Creí que era sólo uno.
—Es un amigo de Enoch —dijo Ulises.
—Así pues, ha habido contacto. Contacto con el planeta.
—No, no ha habido ningún contacto.
—Acaso una indiscreción.
—Acaso —manifestó Ulises—. Pero bajo provocación que dudo que ni tú ni yo habríamos soportado.
Lucy se había puesto en pie y atravesaba la habitación con movimiento reposado y lento, como si flotara.
El hazer le habló en lenguaje corriente.
—Me alegra conoceros. Encantado.
—Ella no puede hablar —dijo Ulises—. Ni oír. No tiene comunicación alguna.
—Compensación —dijo el hazer.
—¿Lo crees así?
—Estoy seguro de ello.
Se adelantó despacio y Lucy esperó.
—Esto… bueno, ella, la forma femenina como dijiste, no tiene miedo.
Ulises río entre dientes y dijo:
—Ni siquiera a mí.
El hazer tendió su mano hacia Lucy, quien permaneció quieta durante un instante, alzando luego a su vez una de las suyas y asiendo como con tentáculos la tendida.
A Enoch le pareció, por un instante, que la capa de áureo halo se desplegaba para envolver en su fulgor a la muchacha. Enoch parpadeó y la ilusión, si tal había sido, se desvaneció, quedando sólo el hazer con su áurea capa.
¿Y cómo era —se preguntaba Enoch— que no sintiera la muchacha el menor miedo de Ulises o del hazer? ¿Se debía, en verdad, como él había dicho, a que ella podía ver allende la apariencia exterior, sentir en cierto modo la humanidad básica, intrínseca (¡Dios me valga, no puedo pensar ni aun ahora sino en términos humanos!) que había en aquellas criaturas? Y si ello era así, ¿era debido a que ella misma no era enteramente humana? Humana, ciertamente, en forma y origen, pero no constituida y moldeada en la cultura humana, siendo acaso lo que sería un ser humano forjado casi concertadamente, ceñido de tal modo a las reglas de la conducta y la perspectiva que a través de los años habían establecido la ley para comprender una corriente actitud humana.
Lucy soltó la mano del hazer y volvió al sofá.
El hazer dijo:
—Enoch Wallace.
—¿Sí?
—¿Es ella de tu raza?
—Desde luego, sí lo es.
—Pues no se te parece… Casi como si se tratase de dos razas.
—Pues no hay dos razas, sino únicamente una.
—¿Y hay muchas otras como ella?
—No sabría decirlo —respondió Enoch.
—Café —dijo Ulises al hazer—. ¿Tomarías un poco de café?
—¿Café?
—Un brebaje de lo más delicioso. Una de las grandes realizaciones de la Tierra.
—No lo conozco —dijo el hazer—. No creo que lo quiera.
Se volvió gravemente a Enoch.
—¿Sabes por qué estoy aquí —preguntó.
—Creo que sí.
—Es asunto que lamento —dijo el hazer—, pero debo…
—Si lo prefieres —intervino Enoch— podemos considerar que se ha hecho la protesta. Yo lo estipularía así.
—¿Por qué no?—apoyó Ulises—. A mí me parece que no hay necesidad de que nosotros tres tengamos una escena un tanto penosa.
El hazer vaciló.
—Si sientes que debes… —dijo Enoch.
—No —manifestó el hazer—. Me satisface con que una protesta no formulada sea generosamente aceptada.
—Aceptada con una condición única —repuso Enoch. Que yo también quede satisfecho de que la acusación no es infundada. Saldré a verlo.
—¿Es que no me crees?
—No es cuestión de creencia. Es algo que debe ser comprobado. No puedo aceptar nada para mí o para mi planeta hasta que haya hecho eso.
—Enoch —dijo Ulises—, el vegano ha sido benévolo. No sólo ahora, sino antes de que eso ocurriera. Su raza se muestra muy renuente a expresar la acusación. Sufrieron mucho para proteger a la Tierra y a ti.
—Y el sentimiento es que yo sería grosero y descortés si no aceptase la protesta y la acusación de la nota vegana.
—Lo siento, Enoch —dijo Ulises—. Eso es lo que quiero decir.
Enoch meneó la cabeza, diciendo luego:
—Durante años he intentado comprender y conformarme a las ideas y ética de todo quien ha pasado por esta estación. He dejado a un lado mis propios instintos y adiestramiento humanos. He tratado de comprender otros puntos de vista y evaluar otros modos de pensar, muchos de los cuales me violentaban. Estoy contento por ello, pues me ha dado la oportunidad de ir más allá de la estrechez de la Tierra. Creo que he obtenido, que he ganado algo de todo ello. Pero nada de eso concernía a la Tierra; únicamente era yo el implicado. Y este asunto importa a la Tierra, y debo abordarlo desde un punto de vista de hombre terrestre. En esta ocasión particular, yo no soy simplemente el custodio de una estación galáctica.
Nadie dijo una palabra. Enoch permaneció a la espera, mas siguió sin decirse nada, hasta que, finalmente, se volvió y se dirigió a la puerta.
—Volveré —dijo.
Y, diciendo esto, abrió la puerta para deslizarse al exterior.
—Si no te importa —dijo el hazer sosegadamente—, me gustaría ir contigo.
—Magnífico —dijo Enoch—. Ven.
Estaba oscuro afuera, y Enoch encendió la linterna. El hazer le examinaba atentamente.
—Combustible fósil —le dijo Enoch—. Arde al extremo de una mecha empapada.
El hazer dijo, consternado:
—¡Pero seguramente tendréis algo mejor…!
—Mucho mejor ahora —respondió Enoch—. Pero yo estoy chapado a la antigua.
Abrió camino al exterior, arrojando la linterna un pequeño haz luminoso, y siguiéndole el hazer.
—Es un planeta salvaje —dijo el hazer.
—Salvaje aquí. Hay partes de él domadas.
—Mi planeta está controlado —dijo el hazer—. Cada pie de él se halla trazado.
—Lo sé. He hablado con muchos veganos. Ellos me describieron el planeta.
Se encaminaron al granero.
—¿Quieres volver? —preguntó Enoch.
—No —respondió el hazer—. Lo encuentro estimulante. ¿Son plantas silvestres esas de ahí?
—Las llamamos árboles —dijo Enoch.
—¿Sopla el viento a su antojo?
—Así es —dijo Enoch—. Hasta ahora no sabemos cómo controlar el tiempo.
La azada se hallaba justamente en el interior del granero junto a la puerta, y Enoch la tomó, dirigiéndose seguidamente hacia el huerto.
—Ya sabes, desde luego, que el cadáver ha desaparecido —dijo el hazer.
—Estoy dispuesto a ver que ha desaparecido.
—Entonces, ¿por qué…? —preguntó el hazer.
—Porque debo cerciorarme. Supongo que podrás comprenderlo, ¿no es así?
—Dijiste allá en la estación —dijo el hazer— que intentabas comprender al resto de nosotros. Quizá, en cambio, por lo menos uno de nosotros debería tratar de comprenderte a ti.
Enoch llevó la delantera por el sendero a través del huerto, y ambos llegaron a la rústica valla que cercaba el cementerio. La combada puerta estaba abierta, y Enoch la atravesó, siguiéndole el hazer.
—¿Es aquí donde lo enterraste?
—Es terreno de mi familia. Mi madre y mi padre descansan en él, y lo puse con ellos.
Tendió la linterna al vegano y, provisto de la azada, fue a la tumba, y hundió su instrumento en tierra.
—¿Quieres acercar un poco más la linterna, por favor?
El hazer dio un paso o dos.
Enoch metióse en el suelo hasta las rodillas y apartó las hojas que habían caído. Bajo ellas estaba la blanda y fresca tierra que había sido removida recientemente. Había una depresión y un pequeño agujero en el fondo de la misma. Mientras operaba, podía oír los terrones de barro desplazado cayendo a través del agujero y chocando con algo que no era el terreno.
El hazer había movido de nuevo la linterna y no pudo ver. Pero no necesitaba ver. Sabía que no servía de nada el excavar; sabía lo que hallaría. Debiera haber mantenido vigilancia. No debía haber puesto la piedra para llamar la atención… pero la Central Galáctica había dicho: «Como si fuese de tu propiedad.» Y por ello lo había hecho así.
Se enderezó, pero permaneció sobre sus rodillas, sintiendo como la humedad de la tierra empapaba la tela de sus pantalones.
—Nadie me lo dijo —manifestó el hazer, hablando quedamente.
—¿Decirte qué?
—Sobre la lápida conmemorativa. Y lo que está escrito en ella. No sabía que supieras nuestro idioma.
—Lo aprendí hace mucho. Había pergaminos que deseaba leer. Pero me temo que lo escrito por mí no sea demasiado bueno.
—Dos palabras mal deletreadas —dijo el hazer—, y cierta desmaña. Pero ésas son cosas que no importan. Lo que importa, y mucho, es que cuando escribiste, pensaste como uno de nosotros.
Enoch se puso en pie y tendió la mano a la linterna.
—Volvamos —dijo con alguna acritud, casi con impaciencia—. Ya sé quién hizo esto. Tengo que dar con él.