Tenía una hora. Sabía que tenía una hora, porque había cronometrado los movimientos de Enoch Wallace durante los últimos diez días. Y desde el momento en que se iba de la casa hasta que regresaba con el correo, nunca había transcurrido menos de una hora. A veces un poco más, cuando el cartero se retrasaba o ambos se ponían a hablar. Pero una hora, se dijo Lewis, era todo el tiempo de que podía disponer.
Wallace había desaparecido por la ladera, en dirección al peñasco que se erguía al borde del acantilado, y al pie del cual discurría el río Wisconsin. Trepaba por el peñasco y permanecía allí de pie, con el rifle bajo el brazo, contemplando la bravía soledad del valle fluvial. Luego volvía a bajar por las rocas y caminaba por el sendero que cruzaba el bosque hasta el lugar donde en primavera crecían las nicaraguas rosadas, y desde allí emprendía de nuevo el ascenso de la colina, hasta el manantial que brotaba de la ladera, al pie mismo del viejo campo que estaba en barbecho desde hacia más de un siglo, para seguir luego por la ladera hasta salir a la carretera casi cubierta por la maleza y llegar por último al buzón.
Durante los diez días que Lewis se dedicó a observarle, su ruta no varió jamás. Y era probable, pensaba Lewis, que tampoco hubiese variado en el transcurso de los años. Wallace nunca tenía prisa. Andaba como si dispusiese de todo el tiempo del mundo. Y se detenía frecuentemente para saludar a sus viejos conocidos… un árbol, una ardilla, una flor. Era un hombre recio y curtido, que aun conservaba mucho del soldado… viejas artimañas y costumbres que le habían quedado de los amargos años de la guerra, en que había combatido bajo tantos jefes. Caminaba con la cabeza muy erguida, sacando el pecho, y se movía con el paso suelto y fácil del hombre acostumbrado a las duras marchas.
Lewis salió de la enmarañada espesura que antaño fuera un huerto y en la que algunos árboles frutales, retorcidos, contrahechos y cenicientos por la edad, aún daban su mísera y amarga cosecha de manzanas.
Se detuvo en el lindero del bosquecillo y contempló por unos instantes la casa que se alzaba en lo alto de la colina. Por un momento le pareció verla bajo una luz especial, como si una esencia rara y más destilada del sol hubiese cruzado el abismo de los espacios para hacer brillar aquella casa y distinguirla de todas las demás casas del mundo. Bañada en aquella luz, la casa parecía algo sobrenatural, como si en realidad fuese algo especialísimo, distinto a todo. Pero después aquella luz, si es que de verdad había existido, desapareció y la casa compartió la luz vulgar del sol con los campos y los bosques.
Lewis meneó la cabeza, diciendo para sus adentros que acaso fue una alucinación, o quizás una ilusión óptica. Porque el sol no tenía una luz especial y la casa no era más que una casa, aunque maravillosamente conservada.
Era una clase de casa que hoy se ve con muy poca frecuencia. Su forma era rectangular; larga, estrecha y alta, con anticuados adornos de marquetería a lo largo de cornisas y aleros. Poseía cierto aspecto escuálido que nada tenía que ver con la edad; ya era escuálida cuando la construyeron… escuálida, sencilla pero fuerte, como las gentes que la levantaron. Mas por escuálida que fuese, se alzaba pulcra y atildada, sin desconchados, sin señales de inclemencias atmosféricas ni el menor atisbo de decadencia.
Adosada a un extremo, la casa tenía una construcción más pequeña, que no pasaba de ser un cobertizo y parecía una obra extraña que hubiesen traído de otro lugar para empotrarla allí, tapando la puerta lateral de la casa. Tal vez fuese la puerta, pensó Lewis, que conducía a la cocina. Era indudable que aquel cobertizo se había utilizado como lugar para colgar ropas de faena y guardar zuecos y botas, con un banco para jarras de leche y cubos, y tal vez un cesto para recoger huevos. Por su techumbre surgía un metro de tubo de estufa.
Lewis subió hasta la casa, rodeó el cobertizo y vio una puerta entreabierta a su lado. Subió un par de peldaños, empujó la puerta y contempló sorprendido la habitación.
Porque al parecer no era un simple cobertizo, sino el lugar donde Wallace vivía.
La estufa de la que salía el tubo estaba en un rincón. Era una vieja estufa para cocinar, más pequeña que la anticuada cocina. Encima tenía una cafetera, una sartén y unas parrillas. En una tabla colocada detrás de la estufa se hallaban colgados diversos cacharros de cocina. Frente a la estufa y arrimada a la pared, había una cama cubierta con un grueso edredón a cuadros, que mostraban el complicado dibujo de muchas telas multicolores que hicieran las delicias de las señoras del siglo pasado. En otro ángulo había una mesa y una silla y sobre la mesa, colgada de la pared, una pequeña alacena en la que estaban alineados algunos platos. En la mesa había un quinqué de petróleo, muy golpeado pero con el tubo limpio, como si lo hubiesen lavado y pulido aquella misma mañana.
No había puerta de comunicación con la casa, ni la menor señal de que hubiese existido alguna. La tabla de chilla que formaba la pared de la casa continuaba ininterrumpidamente, formando la cuarta pared del cobertizo.
Aquello era increíble, se dijo Lewis para sus adentros… que no hubiese puerta y que Wallace viviese allí, en aquel anexo, teniendo una casa para habitar. Como si tuviese alguna razón para no ocupar la casa, pero debiera permanecer a su lado. O acaso cumpliese alguna especie de penitencia, viviendo en aquel cobertizo, como un anacoreta medieval pudiera haber vivido en una choza en medio del bosque o en una cueva del desierto.
Se detuvo en el centro del cobertizo y miró a su alrededor, con la esperanza de hallar la clave de aquel hecho tan extraño. Pero no encontró nada, salvo las desnudas y escuetas verdades de la vida, las necesidades más primarias de la existencia: la estufa para cocinar los alimentos y calentar la habitación, la cama para dormir, la mesa para comer y el quinqué para iluminarse. Ni siquiera un sombrero de más (aunque pensándolo bien, Wallace no gastaba sombrero) ni un abrigo de sobra.
No había tampoco la menor señal de revistas o periódicos, a pesar de que Wallace nunca regresaba del buzón con las manos vacías. Estaba suscrito al Times de Nueva York, al Wall Street Journal, al Chiristian, Science Monitor y al Star, de Whasington, así como a numerosas publicaciones científicas y técnicas. Pero allí no había la menor traza de ellas, como tampoco de los numerosos libros que compraba. Tampoco había señal de los diarios encuadernados. Nada que sirviera para escribir.
Tal vez aquel anexo, pensó Lewis, por la razón que fuese, no era más que un engaño, o un lugar preparado cuidadosamente para hacer creer que era allí donde Wallace vivía. Quizá viviese en la casa, en resumidas cuentas. Aunque de ser éste el caso, ¿a qué venía todo aquel esfuerzo, no muy conseguido, por demostrar lo contrario?
Lewis regresó a la puerta y salió del anexo. Rodeó la casa hasta llegar al porche que conducía a la puerta de entrada delantera. Al pie de los escalones se detuvo y miró a su alrededor. El lugar estaba tranquilo. El sol de la mañana aún no había llegado a la mitad de su carrera, empezaba a hacer calor y aquel rincón protegido de la tierra permanecía apacible y silencioso, esperando el calor del mediodía.
Consultó su reloj y vio que le quedaban cuarenta minutos, así es que subió la escalera y cruzó el porche hasta llegar ante la puerta. Tendiendo la mano, asió el picaporte y trató de hacerlo girar… sin conseguirlo… el tirador permaneció exactamente donde estaba y sus dedos agarrotados le dieron media vuelta, en un inútil intento por hacerlo girar.
Intrigado lo intentó de nuevo, pero tampoco consiguió hacer girar el picaporte. Parecía como si éste estuviese recubierto de un revestimiento duro y resbaladizo, como una capa de hielo, en el que resbalaban los dedos sin ejercer la menor presión en el picaporte.
Se inclinó para examinar de cerca el tirador y ver si se hallaba recubierto de alguna sustancia, pero no consiguió ver nada. El picaporte parecía normal… acaso demasiado normal. Pues estaba limpio, como si lo hubiesen lavado y restregado. No tenía polvo ni manchas de humedad.
Trató de arañarlo con la uña, pero la una resbaló sin dejar la menor señal. Pasó la palma de la mano por la superficie de la puerta y notó que la madera era lisa y resbaladiza. La acción de frotarla con la palma de la mano no provocó fricción. La palma se deslizaba sobre la madera como si la mano estuviese engrasada, pero no había la menor señal de grasa. No había nada que pudiese explicar la superficie lustrosa y resbaladiza de la puerta.
Lewis se apartó de la puerta para examinar las tablas que formaban las paredes y las encontró igualmente resbaladizas. Probó con la palma y la uña del pulgar, con idéntico resultado. Había algo que recubría aquella casa, haciéndola resbaladiza y suave y tan lisa que el polvo no quedaba retenido en su superficie ni los agentes atmosféricos dejaban en ella su huella.
Caminó por el porche hasta llegar frente a la ventana y entonces, al detenerse ante ella, se percató de algo que hasta entonces le había pasado inadvertido, algo que contribuía a hacer la casa más extraña de lo que era en realidad. Las ventanas eran negras. No tenían cortinas, visillos ni persianas; eran sencillamente rectángulos negros como unas cuencas vacías que mirasen fijamente desde la pelada calavera de la casa.
Se acercó más a la ventana y aproximó el rostro a ella, protegiéndose los ojos con las manos levantadas, para hacer visera contra la claridad solar. Pero ni siquiera así pudo ver el interior. Su vista se perdió en una completa negrura que, de la manera más curiosa, no reflejaba nada.
No vio su imagen reflejada en el vidrio. No vio nada salvo la negrura, como si la luz que incidía en la ventana fuese absorbida, chupada y retenida por ella. La luz que incidía en aquella ventana no se reflejaba.
Abandonó el porche y dio lentamente la vuelta a la casa, examinándola de paso. Todas las ventanas eran rectángulos vacíos y negros que absorbían la luz capturada, y todo el exterior de la mansión era duro y resbaladizo. Golpeó las tablas con el puño y tuvo la sensación de golpear una roca. Examinó las paredes de piedra del sótano, allí donde éstas asomaban, y las encontró igualmente lisas y resbaladizas. A pesar de que los intersticios de las piedras estaban rellenados con argamasa y las mismas piedras mostraban superficies desiguales, la mano no hallaba la menor aspereza al pasar por la pared. Algo invisible se había extendido sobre las piedras rugosas, rellenando las oquedades y las superficies desiguales. Pero sin presencia. Casi se hubiera dicho que no tenía sustancia.
Incorporándose después de examinar la pared, Lewis consultó su reloj. Solo le quedaban diez minutos. Tenía que irse.
Bajó por la colina en dirección a la espesura que señalaba el antiguo huerto. Se detuvo al llegar junto al lindero y miró hacia atrás. Entonces la casa le pareció diferente.
Ya no era una simple construcción. Tenía una personalidad, un aspecto burlón y sarcástico y contenía una risa malévola, a punto de estallar en una carcajada.
Lewis se agachó para penetrar en el huerto y se abrió paso entre los árboles. No había camino ni vereda y las hierbas y los matorrales crecían a gran altura entre los árboles. Apartó las ramas bajas y contorneó un árbol que fue arrancado por algún vendaval, muchos años antes.
Mientras caminaba tendía la mano, para recoger alguna que otra manzana de sabor ácido y bravío, dándoles únicamente un mordisco y luego tirándolas, porque ninguna de ellas era buena para comer; dijérase que habían adquirido un gusto desabrido y amargo de aquel suelo abandonado.
En el extremo opuesto del huerto encontró una cerca que rodeaba unas tumbas. Allí las hierbas y los matorrales no eran tan altos y la cerca mostraba señales de haber sido reparada recientemente; al pie de cada sepultura, frente a las tres toscas lápidas de piedra caliza local, había unas peonías, convertidas en una masa de flores desordenadas que habían crecido durante años sin ninguna disciplina.
Se detuvo ante la vieja cerca y comprendió que se encontraba en presencia del pequeño cementerio familiar de los Wallace.
Pero sólo debiera haber dos tumbas. ¿Qué significaba la tercera?
Caminó junto a la cerca hasta llegar a la puerta desvencijada y entró en la parcela. Acercándose a las tumbas, leyó las inscripciones de las lápidas. Las letras eran angulosas y toscas; daban la impresión de haber sido ejecutadas por unas manos poco ejercitadas en aquel menester. No había frases piadosas, versos, ángeles esculpidos, corderitos o ninguna de las otras figuras simbólicas acostumbradas a mediados del siglo XIX. Sólo figuraban en las lápidas los nombres y las fechas de nacimiento y de defunción.
En la primera podía leerse: Amanda Wallace, 1821–1863.
En la segunda: Jedediah Wallace, 1816–1866.
Y en la tercera lápida…