Capítulo 13

– ¿Qué le pasó a tu cara? -preguntó Imelda cuando alcanzó a Conner. Él caminaba justo detrás de Philip mientras el hombre le mostraba el camino a su guarida privada-. Te ves como si te hubieras peleado con un gran felino. -Su voz tembló con entusiasmo. Ella extendió la mano mientras le seguía el paso para tocar una de las largas cicatrices.

Conner le agarró la muñeca y le empujó la mano.

– Lo hice. Un leopardo.

Él sintió su temblor.

– ¿En serio? Que aterrador.

Él se encogió de hombros.

– Sucedió. Estoy vivo. -Caminó delante de ella, cortándole el paso antes de que entrara en la habitación-. Espera aquí hasta que dé el visto bueno.

Sus ojos brillaron.

– No estoy acostumbrada a seguir órdenes.

– Entonces tus hombres no hacen su trabajo -dijo él y le dio la espalda.

Philip sostuvo la puerta abierta y Conner pasó, seguido de Río. Felipe y Leonardo se quedaron con Elijah y Marcos. Sus movimientos eran coordinados y eficientes y nadie habló. Elijah y Marcos no llamaron la atención, de la manera acostumbrada cuando su equipo barría una habitación. Imelda presionó la mano sobre su prominente pecho.

– ¿Cuánto tiempo hace que lo empleaste? -le preguntó a Marcos.

Marcos frunció el ceño.

– ¿Conner? Varios años. Es un buen hombre. Conocí a su familia. -Sus leopardos no estaban cerca para detectar el olor de la mentira. Su equipo de seguridad había hecho su espectáculo y ahora, sintiéndose cómodos en la casa de Philip, se habían dispersado por todas las habitaciones para alertar a la muchedumbre que ella era una persona importante y que ellos mantenían un ojo sobre todo. Ella tenía un guardia pero no era un leopardo.

Elijah echó un vistazo a Marcos, un poco preocupado de que ambos leopardos renegados faltaran. Su preocupación primaria debería ser la seguridad de Imelda. No conocían a Marcos o a Elijah o sus intenciones.

– ¿Cuánto tiempo has tenido a tu equipo de seguridad? -preguntó Elijah.

Sus pestañas velaron sus ojos.

– Cerca de dos años. Ellos son… excepcionales.

Sus cejas se alzaron. Marcos sonrió con satisfacción.

– ¿De verdad? -dijo Elijah-. No los veo aquí donde deberían estar, protegiéndote. No seguirían siendo empleados míos ni diez minutos.

– Ni míos -estuvo de acuerdo Marcos.

La cólera se deslizó sobre su cara. No le gustaba sentirse avergonzada y podía darse cuenta que el punto señalado por ambos era válido. Fulminó con la mirada a su guardia y chasqueó los dedos. Él inmediatamente comenzó a comunicarse por la radio, diciéndole a los dos renegados que Imelda requería su presencia de inmediato.

– Se han vuelto descuidados -continuó Elijah-. Deberían estar contigo en todo momento. Conner, o cualquiera de estos hombres, nunca estarían lejos de ti, aun si así lo quisieras. Se habrían asegurado de que firmaras un contrato vinculante con ellos sobre ese tema. Si te negaras, no te tomarían como cliente.

– ¿Marcos, no le dijiste a Philip que uno de las guardias era tu sobrino? -preguntó Imelda.

Marcos y Elijah intercambiaron una mirada de complicidad. Había cometido un error y no se había dado cuenta. La conversación había ocurrido antes de que Imelda hubiera llegado, lo que significaba que habían sido grabados y que ella ya había visto esas cintas antes de su llegada… algo que habían sospechado que pasaría.

– Es cierto. Dos de ellos lo son. Y uno está emparentado con Elijah.

Imelda encogió un delgado hombro.

– Ya ves, tus ayudantes son familia y no pueden confiar totalmente en nadie más para hacer el trabajo.

– Conner no es familia, pero es totalmente de confianza -objetó Elijah-. Pero claro, obviamente pensamos diferente. Sé que mis hombres no me traicionarían y no me preocupo si oyen por casualidad discusiones comerciales. Ellos se llevarían los detalles a la tumba.

Ella no se perdió la sonrisa satisfecha que intercambiaron los dos hombres. El líder de su equipo de seguridad había hecho una jugada tonta delante de los dos hombres que ella más quería impresionar. No perdonaría eso fácilmente. Durante un momento, la rabia negra brilló en sus ojos y luego recuperó su máscara de simpatía.

Conner salió, su expresión era ilegible.

– Esa habitación no es adecuada para una discusión, Marcos. -Había un carácter definitivo en sus palabras. Una orden, no una sugerencia.

Imelda estaba claramente intrigada por la forma en que le había ordenado a su patrón. Conner había estudiado cada detalle de su personalidad en la información que Río había reunido y ella no solo deseaba un macho fuerte, sino alguien que tuviera el control. Sus hombres no duraban mucho tiempo. Y su destacamento de seguridad probablemente sudaba sangre con ella. Un hombre como Conner Vega la seduciría de todos las formas. Él era claramente leal hasta el extremo, en completo control y dedicado a servir a su patrón. Y era superior a sus leopardos.

– Es ridículo -discutió Imelda, más porque deseaba desafiar a Conner, hacerse notar, que por cualquier otra razón-. Llevamos a cabo todos nuestros negocios en esa habitación.

La impasible mirada de Conner se posó sobre ella y luego volvió a Marcos.

– El cuarto está caliente.

Hubo un pequeño silencio. Marcos lentamente volvió la cabeza para contemplar a Imelda, su amigable comportamiento había desaparecido. Elijah dejó su copa, la encaró y no había ningún rastro de amistad. De repente se veía como cada centímetro de su reputación. Imelda era muy consciente de los otros guardaespaldas, moviéndose hacia posiciones donde pudieran interceptar a alguien desde cualquier dirección.

– No sé lo que eso significa -dijo Imelda, intentando permanecer tranquila. Nadie había desafiado jamás su autoridad antes… y había vivido. Justo en ese momento se sentía más cercana a la muerte de lo que jamás había estado antes. Era tanto aterrador como excitante. La amenaza estaba en el oro ardiente de los ojos de Conner. Él parecía imperturbable, pero tan peligroso. Su cuerpo se desbordó con la adrenalina, así también como con hambre repentina.

– Eso significa -explicó Marcos con impaciencia-, que ese cuarto está alambrado.

– Pensé que tendríamos una conversación amistosa -dijo Elijah-. Marcos me aseguró eso.

La comprensión llegó. Imelda había sido la única en insinuar a Philip que aprovechara su afición sexual y pusiera a sus criados a disposición de sus más ricos y diplomáticos «amigos». Grabar en vídeo indiscreciones, sobre todo cualquier fetiche o rasgos sádicos, asegurarían la obediencia inmediata. El dinero y los favores lloverían. La furia ardió por ella. Se giró hacia Philip.

– ¡Cómo te atreves! -No podía haber cometido el error de no saber que él gravaba sus conversaciones. Imelda tenía sus propios excesos sexuales. La paliza a un hombre o mujer y observar como su piel se marcaba mientras gritaban de dolor la encendía tanto y rara vez podía rechazarse a sí misma el placer, sobre todo si lo compartía con alguien que apreciaba la vista, como Philip. Él era un entendido en la tortura.

Retrocedió ante ella.

– Imelda. Sabes que no lo haría.

Ella miró de él a la imperturbable máscara de Conner. ¿A quién creer? ¿Sería Philip tan estúpido para arriesgar todo lo que tenían juntos? Ella le proporcionaba clientes. Compartían sus inclinaciones sexuales. Él estaba aterrorizado con razón.

– Muéstrame -desafió ella a Conner.

Él no obedeció su orden. En cambio miró a Marcos, quien asintió. Esto la llevó al límite. Este era su territorio y entre Philip y Martin Suma, su jefe de seguridad, ella parecía débil. Malditos fueran por eso. Necesitaba a alguien como Conner para comandar su seguridad.

Conner indicó a Philip que mostrara el camino de regreso a la habitación. Philip echó un vistazo a su reloj.

– Tengo invitados. Si quieres desmantelar el cuarto buscando un equipo inexistente, puedes hacerlo, pero sin mí.

– Philip -siseó Imelda entre dientes-. Entra en ese cuarto. -Ella quería matarlo en el acto. ¿Dónde infiernos estaba Martin? ¿U Ottila? Que los condenaran también. Fulminó con la mirada a su único guardaespaldas-. Haz que vengan aquí en este instante -prorrumpió ella.

Philip de mala gana entró en el cuarto, consciente de que Imelda estaría furiosa cuando averiguara lo que había hecho. No entendía como el guarda de seguridad lo había sabido. No había ninguna prueba, no podía haberla. ¿Entonces cómo? Despreciaba al guardaespaldas personal de Marcos. Bastardo pagado de sí mismo. Imelda babeaba ya sobre él como la perra que era. Retrocedió para observar al hombre dirigir su pequeño drama hasta el final. Realmente no había ningún modo de que pudiera saberlo. Pero la inquietud estaba allí. Incluso si el hombre no era capaz de demostrarlo, la semilla de la duda había sido sembrada en Imelda. Y esto significaba que tendría que marcharse rápidamente. Había amasado millones. Estaba preparado, pero este lugar era perfecto para un hombre como él.

Conner recorrió con la palma de la mano a lo largo de la pared, su expresión todavía inalterable. Si Imelda no sabía que las conversaciones en el cuarto eran grabadas y estaba seguro de eso ya que no había olido una mentira, entonces significaba que sus renegados no se lo habían dicho. ¿Por qué no? ¿Por qué no se lo habían advertido sus leopardos? Debían haber oído el chasquido cuando las grabadoras se activaban con el sonido de las voces. Había un débil zumbido cuando la conversación era registrada. ¿Qué pasaba con esos leopardos? ¿Y por qué no estaban protegiéndola ahora? Tenían que saber que la grabadora sería descubierta.

Isabeau. Su estómago se anudó. ¿Estaban tras Isabeau? Ella aún no había presionado el pequeño botón de alerta incorporado en su reloj. Dirigió una rápida mirada imperativa a Elijah, sin importarle en ese momento si los demás la captaban.

Elijah esperó un latido del corazón. Dos. Se dio la vuelta, miró la puerta causalmente y luego la bajó a su reloj.

– Mi prima está tardando mucho.

– ¿Tu prima? -repitió Imelda como si se hubiera olvidado de Isabeau.

Conner se dio cuenta que probablemente había sido así. Ella no notaba nada o a nadie a menos que tuviera que ver directamente con ella. Su mundo era muy estrecho y sólo la implica a ella.

– Quiero saber donde está en este momento -dijo Elijah bruscamente a Felipe.

Felipe giró abruptamente sobre sus talones y se marchó.

Imelda suspiró.

– Esto es una locura. La muchacha no está en ningún peligro y no hay nadie registrando nuestras conversaciones. Ella está con mi abuelo. Él se asegurará que no sufra ningún daño.

Conner estrelló el puño contra el revestimiento de madera, sin molestarse en encontrar el interruptor escondido, revelando simplemente el equipo de audio. Era mucho más satisfactorio y dramático destruir la impecable pared.

Imelda jadeó y giró con una mirada acusadora hacia Philip.

– Gusano traidor -exclamó ella-. ¿A quién planeabas darle las cintas? ¿A la policía?

– Supongo que tienes asegurada a la policía en tu bolsillo -dijo Marcos y se sentó en una silla, sacando un puro de su bolsillo-. ¿Te molesta, Imelda?

Ella inhaló profundamente y se forzó a recuperar el control.

– No, por supuesto que no, Marcos. Eres mi invitado. -Lo dijo deliberadamente. No había escapatoria para Philip. Ya era hombre muerto y debía saberlo. Sería demasiado tonto intentar enfrentar su fuerza de seguridad con la de ella, ya que él tenía a guardias aficionados. En cambio sus hombres eran combatientes entrenados. Y ella tenía a los leopardos. Nadie más tenía a los leopardos… a menos que… ella realmente observó a Conner, la especulación llenaba sus perspicaces ojos.

Conner encontró su mirada con ardientes ojos dorados, ojos de leopardo. La observó jadear y luego tratar de cubrir su complacido conocimiento. Sabía que el cerebro femenino corría, intentando decidir sobre los demás. Ellos tenían una constitución similar. Todos poseían esa aura magnética de peligro. Y ella probablemente creía que existía una clase de jerarquía en la especie leopardo y que él era de alguna manera superior a Martin.

Procura lealtad. Sintió desprecio por una mujer que no se daba cuenta de que un leopardo que podía traicionar a su propia gente, podría engañar a su patrón el doble de rápido. Ella debía saber eso.

– Philip, siéntate -prorrumpió ella, obligándose a apartar su mirada de Conner-. No irás a ninguna parte hasta que aclaremos esto.

– No tenía idea de que hubiera grabadoras aquí -se quejó Philip-. ¿Crees que tengo una vena suicida? Me siento aquí y converso contigo. Lo que sea que te condene, me condena. Tienes más de mí que cualquier otra persona viva en la tierra. ¿Cuál sería el punto, Imelda? Alguien me tendió una trampa.

Él mentía, sabía sobre la cinta, pero lo de la trampa era una posibilidad. Si no había pensado en esto por sí solo y él estaba en lo correcto, el asunto sería entonces que alguien más le había persuadido para grabar las conversaciones. ¿La policía? ¿Era alguien que no estaba en el bolsillo de Imelda y que en secreto la investigaba? Conner volcó esa posibilidad en su mente. No era probable. Ella tenía demasiados funcionarios en su nómina y habría conseguido un aviso sobre esto. No, era alguien más.

– Alguien me tendió una trampa -imitó Imelda-. ¿Esperas que crea eso, Philip? -Ahora que sabía que Marcos y Elijah creían que era inocente, podría disfrutar viendo a Philip retorcerse. Él amaba controlar a otros. Amaba verlos suplicar, intentar complacerlo, arrastrarse hacia él y besarle los pies mientras él continuaba con sus planes de dolor y muerte para ellos. Le había visto matar numerosas veces. Una vez se había portado tan tiernamente con una mujer después de azotarla brutalmente con la fusta que ella se había creído su actuación en todo momento hasta que le cortó la garganta mientras la consolaba. Los ojos de la mujer habían permanecido fijos sobre ella en todo momento y había sido… delicioso… verla morir.

Imelda se rió de Philip. Fría. Complacida. Le mostraría al mundo lo que le pasaba a quien intentaba traicionarla.

Él empezó a sudar profusamente, el miedo impregnaba el cuarto.

– Quizás deberíamos cerrar la puerta para mayor privacidad -sugirió ella a su único guardaespaldas.

– Mátalos -gritó Philip a su guardia-. Mátalos a todos ellos. -Él se zambulló detrás de su silla.

Su guarda alzó el arma automática, su rostro era una máscara de miedo y determinación. Conner lo mató, golpeando una garra a través de su garganta y quitándole el arma de la mano justo cuando Río y Leonardo empujaban a Marcos y Elijah al suelo, cubriéndolos. Ambos habían desenfundado sus armas, pero apuntaban tanto a Philip como al único guardia de Imelda.

Ella se levantó elegantemente, pasó por encima del muerto y cerró la puerta.

– Muy impresionante. ¿Cómo hiciste eso? -señaló la garganta desgarrada.

Conner no contestó. Mantuvo a los demás cubiertos mientras Río y Leonardo ayudaban a Marcos y Elijah a ponerse de pie. Río tiró de Philip y lo lanzó a una silla. Philip aterrizó con fuerza y presionó una temblorosa mano sobre su trémula boca.

– Gracias -dijo Imelda, dirigiendo a Conner una sonrisa tímida-. Me salvaste la vida.

Él no indicó que había salvado la suya así como la de todo su equipo. A duras penas inclinó la cabeza y por primera vez permitió que su mirada fuera a la deriva perezosamente, un poco insolentemente, sobre el cuerpo femenino. Observó el prominente pecho y sus uñas rojas trazando una línea desde su garganta hasta el montículo de sus senos. Ella se movió en la silla, permitiendo que su vestido se deslizara por su muslo. No había líneas de ropa interior en ninguna parte del traje. Ella le sonrió, su lengua lamió su labio inferior.

– Sugiero que nos marchemos inmediatamente -dijo Río.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Imelda, aún mirando a Conner.

– Hay un cadáver en el suelo, Imelda -indicó Marcos-. No quiero que mis hombres sean interrogados por la policía, tampoco quiero tener nada que ver con esto. Podemos encontrar otra ocasión… quizás en un lugar más apropiado. -Él comenzó a levantarse.

– No, no -frunció el ceño Imelda-. Podemos fácilmente deshacernos del cuerpo. Eso no es problema, ¿cierto, Philip? -Ella le envió una sonrisa venenosa-. Philip es un maestro en deshacerse de los cuerpos, ¿no es así, dulzura?

El hombre estaba tan pálido que parecía un fantasma.

– Imelda…

– No lo hagas -siseó ella, su sonrisa se desvaneció-. Me traicionaste.

– No lo hice.

Lo sentenció con un movimiento de la mano y miró fijamente a su guardaespaldas. Él inmediatamente se dirigió hacia Philip y estrelló la culata de su arma en la cabeza del hombre.

Imelda sonrió otra vez.

– Creo que debemos hablar, Marcos. Me ocuparé del cuerpo y nadie sabrá jamás que hubo un problema. Philip será encontrado muerto y la policía descubrirá que él iba con frecuencia al cementerio. Todas esas mujeres desaparecidas durante los últimos años podrían ser encontradas. -Cruzó una pierna sobre la otra y balanceó su tobillo, casi dándole un puntapié al guardia muerto en el suelo delante de ella.

Conner no tenía idea sobre qué cuerpos estaba hablando, pero la idea de que sabía que había mujeres que estaban siendo asesinadas y que no había hecho nada, le puso enfermo. Tenía que marcharse pronto o la haría volar y la mataría ahí mismo antes de que entraran en su complejo y encontraran a los niños. Lo consideró. ¿Si ella muriera, algún subalterno liberaría a los niños, o los mataría? Era un riesgo demasiado grande.

– No, no. -Marcos alzó la mano-. Tenemos que irnos ahora, Imelda. No corro riesgos con mis hombres. -Él se levantó de la silla y la apartó-. Elijah, tenemos que irnos ahora.

Río ya estaba en movimiento, indicando al guardia de Imelda que saliera de su camino.

– Vamos a mi casa, Marcos -invitó, desesperada por impedir que su oportunidad se escabullera. Tal vez podía hacer negocios con ambos, y deseaba ver a Conner otra vez, tener la posibilidad de alejarlo de Marcos. Con Philip fuera, necesitaría un socio. Él parecía bastante frío, despiadado y suficientemente peligroso para ser el que había estado buscando.

Marcos vaciló.

– Ambos. Y la pequeña prima. Parece llevarse bien con mi abuelo. Él puede entretenerla mientras hablamos.

Mientras hablaba, su mano acarició su garganta. Sus ojos estaban sobre Conner, brillando con promesa. Él no respondió, pero su mirada se deslizó sobre ella, demorándose durante un momento en sus senos, como ella deseaba. Imelda estaba caliente, sonrojada, mojada sólo por una única mirada despectiva. Tan de improviso. Como si ella no significara nada, pero él estaba interesado, estaba segura de eso.

Ella suavizó su voz y se obligó a mirar a Marcos.

– Vamos. Encontrarás que el alojamiento es de tu gusto.

– Es una gran distancia para viajar, Imelda -eludió Marcos, forzando su mano.

– Tengo muchas habitaciones para todo tu grupo. Los dormitorios están vacíos y podrías quedarte unos días. -Ella quería tiempo con su guardaespaldas-. No pienses en ello como trabajo. Puedes divertirte todo lo que quieras. Tenemos todo lo que puedas imaginar o necesitar.

Marcos se giró hacia su amigo.

– ¿Elijah?

Elijah se encogió de hombros.

– Dale un par de días para ocuparse de este asunto -él indicó el cuerpo y a Philip-. Veré qué Isabeau esté bien y luego seremos libres de aceptar la oferta de Imelda. -Sus fríos ojos negros encontraron los de ella-. Les puedes dar las coordenadas a mis hombres.

Imelda inhaló aire, como una demente excitada. Lo que podría haber sido un desastre había resultado ser perfecto.

Elijah miró su reloj.

– ¿Dónde infiernos está Isabeau?

Ella no había oído que el hombre jurara. O que la preocupación ribeteara su voz. Nada lo había indicado, pero esa pequeña oración delató su debilidad. Isabeau. La poca cosa de la prima. Debería haber procurado instruir a su abuelo que la vigilará con cuidado. Pasar por alto detalles así podía arruinar los planes de cualquiera. Isabeau, una potencial mosca en la miel.

– Shane, por favor averigua por qué Martin u Ottila no han contestado. Quiero asegurarme que están cuidando de mi abuelo y de la queridísima prima de Elijah. -Ella se levantó elegantemente-. Permanece aquí y asegura la puerta, no dejes pasar a nadie. -Ella sonrió a los dos hombres-. Os llevaré al jardín y personalmente me ocuparé de esto. No os preocupéis del lío.

– Había una señorita, una criada… -informó Marcos.

– Teresa -añadió Imelda, mostrando otra vez que había tenido acceso al vídeo antes de llegar.

– Me gustaría que nos acompañara.

La sonrisa de Imelda era toda inocencia.

– Eso puede arreglarse, Marcos. -Comenzó a salir al pasillo, pero Conner dejó caer una mano en su hombro para impedirle marchar. Alzó la vista hacia él por encima del hombro, su expresión sumisa, arqueando una ceja. Deliberadamente ella miró la mano sobre su hombro.

– Voy primero. -Su voz fue firme. Imperativa, dejando claro que sería obedecido. La mano permaneció en su hombro. Él esperó para que ella sintiera el calor extendiéndose-. Para asegurarnos que es seguro para ti. -Añadió las dos últimas palabras deliberadamente como una conexión. Ella se repetiría a sí misma esas palabras múltiples veces, convenciéndose de que él le enviaba un mensaje privado, de que tenía la posibilidad de alejarlo de su patrón. ¿Qué mejor camino que utilizar la atracción sexual?

Imelda se ruborizó e inclinó la cabeza, como la princesa al campesino. Él quitó la mano, pero lentamente, permitiendo que su palma se deslizara en una caricia sobre la nuca de su cuello. Ella tembló. Su felino rugió con rabia, escupiendo y gruñendo, merodeando cerca de la superficie de tal modo que él sintió el dolor en sus músculos y mandíbula.

Ella capturó el brillo nocturno en sus ojos que eran completamente felinos, la abrasadora y fija mirada que la desconcertaba. Obligó a su leopardo a estar bajo control. Pronto, prometió y avanzó delante de ella en el pasillo. Cuando la adelantó, dejó que su cuerpo rozara contra el de ella, piel contra piel. El jadeo de Imelda fue audible, su mirada caliente, sin equívoco sobre su intención sexual. Consiguió un olorcillo de su excitación y le enfermó. Se sintió sucio. ¿Cómo podía ir donde Isabeau después de tocar a Imelda, de dejarla creer que se acostaría con ella?

Maldiciendo por lo bajo, barrió el área y anunció que estaba despejado. Abrió el camino hacia el jardín, sin mirar a Imelda otra vez. Podía olerla. Oír su respiración. Eso era suficiente malo.


* * *

Jeremiah juró quedamente y cambió de posición por tercera vez, rezando por poder conseguir una línea más clara de visión. Había visto al leopardo renegado. Ottila, el tranquilo. Suma daba todas las órdenes y se pavoneaba como un pez gordo. Jeremiah estaba impresionado con él, sobre todo cuando ostentaba todo ese dinero por allí. Ahora no era tan cierto que Suma fuera el único observador, no después de estar cerca de Conner, Río y los demás.

– Vamos sal, Isabeau. Sal a campo abierto -susurró él suavemente-. ¿Sabes que estoy aquí, verdad? Ven sal, dulzura, sólo sal de tu pequeño escondite.

Tenía un tiro claro a casi cualquier mira en el lado sur, a excepción del área en la que ella había decidido entrar. ¿Qué la había poseído para entrar en un área tan densa de maleza que él no tenía ninguna esperanza de ayudarla? En el momento que vio a Ottila escabulléndose en el perímetro del jardín, deliberadamente evitando al anciano en la silla de ruedas y su guardia, supo que el renegado no andaba en nada bueno. Isabeau estaba demasiado cerca de su cambio. Incluso él había sido afectado, a pesar de su código moral.

Se limpió las gotas de sudor de la frente con la manga.

– Vamos sal, Isabeau. Muéstrate. Sal a campo abierto.

Las hojas de un gran arbusto se balancearon ligeramente, dándole una dirección, pero no pudo ver su objetivo. Esperó, reteniendo el aliento, sin apartar nunca los ojos de la mira. Sabía la distancia, el viento, cada variable que podría necesitar, cada cálculo, pero no podía conseguir ver al objetivo. Sabía que estaba allí. Podía visualizarlo. Podía saborearlo. Pero no podía verlo.

– Mierda. Mierda. Mierda. -No iba a fallar, no la primera vez que tenía una oportunidad de probarse a sí mismo. Y si fallaba, perderían a Isabeau. Sin contar el hecho de que Conner lo mataría, no deseaba que nada le pasara a ella. Le gustaba… como una hermana, por supuesto.

Comenzó a lloviznar, constante, pero la ligera lluvia hizo resbaladiza la rama del árbol. Se movió, intentando observar detenidamente a través del follaje. Su corazón saltó. Captó un vislumbre de azul. Isabeau definitivamente usaba un vestido azul. Él mantuvo su mirada fija en ese pequeño trozo de tela. Ella se movió otra vez, lentamente, centímetro a centímetro.

– Buena chica -murmuró él-. Ven con papá.

Ahora podía ver una vaga sombra en el profundo follaje. Negro. Ottila iba de negro, pero muchos de los guardas de seguridad también. Parecía ser un color popular. Incluso Elijah se había puesto una camiseta negra. Frustrado, tomó un profundo aliento. Gran parte de su trabajo era ser paciente. Sabía que podía hacer el tiro si podía obtener una mira. Se deshizo del miedo por Isabeau y la irritación por no tener una mira. Vendría. Ella estaba trabajando en eso.

– Estoy aquí, dulzura -aseguró él-. Tráelo a mí.

La tela azul se esfumó otra vez. Ella no corría. Buena chica. Tenía coraje. Ella dio otro paso y esta vez pudo ver su perfil. No se había quitado el broche de su cabello, aunque su pelo estaba despeinado, mechones caían alrededor de su cara. No miró hacia él; mantuvo su atención concentrada en el hombre que estaba seguro era Ottila tras ella.

Una mano apareció y presionó, los dedos se separaron sobre su vientre. Él sabía el significado de ese gesto en una mujer sufriendo las convulsiones del Han Vol Dan. Ella frotó y apartó la mano, para luego retroceder unos pasos más hasta que estuvo totalmente a campo abierto. Jeremiah sonrió y encajó el ojo en el lente

– Ahora te tengo, bastardo. Tócala otra vez y eres hombre muerto.

El viento cambió y captó el débil olor de un felino. Sin dudar, saltó, llevando su rifle con él. Detrás de él, algo golpeó la rama en la que había estado con la suficiente fuerza para sacudir el árbol. Aterrizó en una pendiente y corrió rápidamente, lanzando el rifle sobre su hombro. Logró entrar en el denso follaje antes de dejarse caer sobre una rodilla y encajar el rifle contra su hombro. Permitió surgir a su felino, sus sentidos llamearon para leer la noche.

Estaban cazándolo. Definitivamente un leopardo. Probablemente Martin Suma.

– Sal, bastardo -siseó él entre dientes. No hubo ningún sonido, pero no lo esperaba. Los leopardos no hacían ruido. Podían adentrarse en una casa y seleccionar a su víctima en un dormitorio o incluso en una sala de estar donde la gente estaba reunida viendo la televisión y pasar desapercibido. Esto era más frecuente de lo que uno creería en el borde de la selva. No oiría a Suma. Y quizás tampoco lo olería.

Permaneció agachado, manteniéndose muy quieto, sin hacer ningún ruido. Suma tenía que saber que trataba con un leopardo. Y probablemente había captado su olor. No esperaría mucha oposición de un chiquillo inexperto. Era la única ventaja que Jeremiah tenía. Esperó, su corazón latía, esperando que de un momento a otro Suma cayera sobre él desde arriba. Su mirada continuamente barría los árboles sobre él.

El olor de piel mojada golpeó sus fosas nasales y se dio la vuelta, apretó el gatillo ante el leopardo que surgió de la maleza a su izquierda. Rodó, disparó otra vez desde esa posición y siguió rodando. El leopardo gruñendo de dolor, rugió una vez y atacó. Jeremiah saltó poniéndose de pie, alzó el rifle por tercera vez, pero el leopardo lentamente se adentró en la maleza. Sabía que eso era mejor que continuar. Pudo ver un rastro de espesa sangre. Había acertado, pero no era un tiro mortal. Un leopardo herido era muy peligroso.

Jurando, puso el arma en los hombros y trepó rápidamente el árbol, agradecido por las horas que Río y Conner le habían obligado a seguir practicando. Si algo le hubiera pasado a Isabeau, nunca se perdonaría. Ahora tenía que preocuparse de no dejar rastro así como de impedir que fuera atacada y posiblemente secuestrada. ¿Dónde infiernos estaban todos?


* * *

– No capté tu nombre -dijo Isabeau, deteniéndose un momento. Lo había llevado a campo abierto y seguramente estaba a salvo ahora. Si pudiera detenerlo por el tiempo suficiente, Alberto o Harry podrían llegar buscándola. O podría intentar gritar, pero temía que eso pudiera provocarle.

– Ottila Zorba. -Sus ojos iban misteriosamente del verde al amarillo, los ojos de un gato brillando por la noche. Él se acercó más-. Ven conmigo sin luchar. No me hagas matar al anciano.

Ella tragó con fuerza.

– No estoy lista. Lucharé contra ti a muerte y sabes que lo haré. ¿Por qué crees que mi felino permitiría esto?

Él sonrió.

– Finalmente tu gata surgirá y cuando lo haga, ella necesitará un compañero.

Pero no tú. Nunca tú. Ella no dejaría que eso sucediera. Ella mantendría el control sobre su gata. La pequeña fresca sentía definitivamente los efectos del celo, pero obedecía a Isabeau más fácilmente.

– ¿Y luego qué, señor Zorba? ¿Cree que viviremos felizmente por siempre jamás?

Él sonrió y no fue agradable.

– Al menos yo seré feliz. Si tú lo eres o no depende completamente de cuánto quieras cooperar.

Él la alcanzó, sus manos se curvaron alrededor de sus antebrazos con gran fuerza. En vez de luchar, ella alzó la mano intentando tirar del broche de su cabello. Él se rió y se inclinó cerca.

– ¿Crees que tu amigo me pegará un tiro? Oteamos los árboles en el instante que nos dimos cuenta que eras leopardo. Era evidente que tendrías a alguien en el dosel. Probablemente ya está muerto. Martin no falla.

Ella cerró los ojos brevemente, su corazón latía desbocado, con miedo.

– Si fuera así él te estaría echando una mano. -Trató de zafarse pero el movimiento sólo apretó su agarre sobre ella.

Él la observó con lascivia.

– Compartimos todo. Siempre compartimos todo.

Ella se estremeció.

– ¿No te basta con Imelda? Ella es tan pervertida como tú.

Él se rió.

– Le gusto, es cierto, pero es asquerosa. Y no es un leopardo. Después de un par de veces, no podemos soportarla.

Dejó de luchar y permitió que la llevara un par de pasos. Respiró profundamente en ambos pasos y convocó a su gata. Para su conmoción, el leopardo hembra contestó, rugiendo su rabia, el sonido hizo eco a través del jardín, las garras surgieron por las yemas de los dedos y envolviéndola con su fuerza interior, le permitieron retorcerse para liberarse, atacar y rasgar carne. Saltó y giró con la flexibilidad de la columna felina, luchó contra su apretón. La sangre caliente cayó como un rayo a través de los árboles y salpicó sobre vides y hojas, manchando su vestido.

– Gata salvaje de mierda -gruñó él-, vas a pagar por esto.

Ella alzó la barbilla.

– Vamos, mátame. Veamos lo que dice tu amigo.

– Oh, no te mataré, pero tengo muchas formas para hacerte lamentarlo. He aprendido una cosa o dos de Imelda.

Su estómago dio tumbos. Intentó recordar lo que Conner le había dicho. Había retrocedido ante Ottila hace poco para hacerle salir a campo abierto. Pero retroceder ahora le atraería a ella y estaría en desventaja. Tenía que caminar a un lado, mantener sus pies firmes, no flexionados. Él no sería sorprendido dos veces por su gata.

Ottila la alcanzó otra vez y el sonido del amartillar de una escopeta fue fuerte. Ottila se dio vuelta hacia el sonido sin expresión. No se molestó en limpiarse la sangre de la cara o pecho. Esta goteaba de las heridas de garra de sus brazos. Él se rió de Harry.

– ¿Estás seguro que quieres ser parte de esto, Harry? Sólo vete y seguirás con vida. No sólo te mataré, sino que mataré a tu jefe también. Esto no es de tu incumbencia.

– Ella está bajo mi cuidado -dijo Harry-. Isabeau, camina hacia mí.

– No te atrevas a moverte, Isabeau -siseó Ottila-. Te mataré antes de que él consiga disparar y luego tendré que matar al anciano.

– Mata a Alberto, e Imelda nunca te dejará vivir. Te perseguirá y ningún lugar será seguro para ti. Matará a cada hombre, mujer y niño por el que te preocupes -prometió Harry.

Isabeau alzó la mano.

– Harry, no te quiero a ti y a Alberto en medio de esto. Elijah vendrá tras de mí. Y su equipo es letal. Iré con él.

– No creo eso, Isabeau.

Una nueva voz llegó desde detrás de Ottila. Confiada. Acentuada. Tan familiar. Isabeau miró más allá de Ottila y vio a Felipe y no pudo evitar que el alivio la embargara. Ella había visto a Felipe en acción y era rápido. Muy rápido.

– Harry, gracias. Puedo encargarme desde aquí. No dejes al anciano solo -dijo Felipe.

Ottila giró y esta vez mostró las palmas en rendición. Esperó hasta que Harry asintiera y se alejara antes de hablarle a Felipe.

– Puedo ver que tendré que trabajar con más fuerza para conseguir a mi mujer.

– Puedes elegir una diferente.

– Tiene tantos olores sobre ella, no puedo encontrar uno en particular. Eso me dice que no está apareada y por lo tanto tengo tanto derecho como cualquier otro para intentar aparearla.

– Somos su familia y decidimos alejar la mierda de ella.

Ottila se adentró en la maleza, alejándose de Isabeau.

– Ella es una pequeña bruja.

– Veo que no te fue bien en tu noviazgo.

– Las brujas son la mejor clase -dijo Ottila-. Duran más tiempo y te dan pequeños fuertes. -Miró a Isabeau a los ojos-. No me has visto por última vez.

Isabeau se encontró con su mirada fija, dejando que su gata le observara.

– Espero por tu bien que así sea.

Él la saludó y comenzó a alejarse, dándose la vuelta en el último momento para enviar una sonrisa satisfecha a Felipe.

– Deberías buscar a tu muchacho en los árboles. La pequeña bruja dio la señal de disparar y no lo hizo. ¿Ahora qué supones que significa eso? -Él parecía satisfecho.

Isabeau parpadeó para contener las lágrimas. La idea de Jeremiah en manos de Martin Suma la hizo enfermar. Él no tendría piedad.

Felipe simplemente sonrió en respuesta.

– Creo que tú deberías buscar a tu compañero. Hubo disparos. El chico no falla.

Felipe hizo un examen rápido de Isabeau.

– ¿Estás bien?

Ella asintió.

– Conmocionada, eso es todo. No me ha hecho daño.

– Tienes contusiones en los brazos. Y sangre por todo tu vestido. -Dio un paso tras Ottila, como si fuera a luchar contra él después de todo.

– Su sangre. -Isabeau le agarró del brazo-. No lo hagas. Salgamos de aquí. Quiero asegurarme que Alberto Cortez está bien y tengo que decirle lo que encontré. Este lugar es un cementerio. No un paseo.

– Eso no me sorprende. Nada sobre este lugar o gente me sorprende.

– ¿En verdad crees que Jeremiah está bien?

– Es un maldito buen tirador, Isabeau. Será un gran activo con un poco de experiencia.

Ella notó que él no contestó exactamente su pregunta. Siguieron a lo largo del camino de regreso a donde ella había dejado a Alberto. Mientras se apresuraban, siguiendo la corriente, Harry apareció alrededor de una curva, empujando la silla de Alberto. El hombre más viejo tenía la escopeta sobre su regazo y parecía preparado para usarla.

– ¿Dónde está ese guardia? -exigió él-. ¿Estás bien, Isabeau?

Ella cabeceó.

– Estoy bien. Gracias, Harry. Creo que este lugar vuelve demente a todo el mundo. Por favor no dispares a nadie en mi nombre.

– Me voy a casa -declaró Alberto-. Ahora que sé que estás a salvo. Sugiero que hagas lo mismo. Harry, llama a mi conductor. Espero que nos encontremos otra vez, Isabeau.

– Su jardín era encantador -dijo ella.

Felipe puso una mano sobre su oído, escuchando la voz que llegaba desde la radio.

– Nos marchamos, Isabeau. Elijah dice que te recogerá frente al coche -La tomó del codo.

Para su consternación, la criada, Teresa, ya estaba en el coche, viéndose como si fuera a llorar. Isabeau subió en silencio junto a ella, preocupada por Jeremiah, temerosa por Teresa y preguntándose qué era lo que exactamente iba a pasar.

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